En un amanecer neblinoso, el galeón ancló en aguas más mansas, tras un promontorio rocoso de la costa africana. El viento había amainado y comenzaba a virar. Se acercaba el final del verano. El Lady Edwina, haciendo funcionar las bombas sin cesar, se puso a la par, con parachoques de estopa entre los cascos.

De inmediato se inició la tarea de vaciarlo. Ya se habían armado cabrias y aparejos en las vergas del galeón. Primero sacaron los cañones. Mientras los grandes caños de bronce se balanceaban en lo alto, treinta marineros se alejaban con el aparejo, para luego bajar cada culebrina a la cubierta del galeón. Una vez ubicadas las armas, la nave tendría la potencia de fuego de un barco de guerra y podría atacar a cualquier galeón de la Compañía en superioridad de condiciones.

Mientras observaba la maniobra, Sir Francis comprendió que ahora podía lanzar un ataque contra cualquiera de los puertos comerciales que Holanda tenía en las Indias. Esa captura del Standvastigheid era sólo el comienzo. En adelante, planeaba convertirse en el terror de los holandeses en ese océano, así como Sir Francis Drake, en el siglo anterior, había acosado a los españoles frente a las costas americanas.

A continuación se sacaron de la carabela los barriles de pólvora. Quedaban muy pocos llenos, después de viaje tan largo y de las fuertes batallas libradas. Pero el galeón aún tenía casi dos toneladas de pólvora de excelente calidad, la suficiente para librar diez o doce combates o para capturar un rico puesto holandés en la costa de Trincomalee o de Java.

Después de trasbordar muebles y provisiones, toneles de aguay cajas de armas, barriles de carne en salmuera, bolsas de pan y de harina, también izaron las pinazas, que fueron desarmadas por los carpinteros y guardadas en la bodega principal del galeón, encima de las raras maderas orientales. Tan voluminosa resultaba la carga, sumada a la del propio galeón, que para acomodarla fue preciso dejar abiertas las escotillas de la bodega principal, hasta que se pudiera llevar el botín a la base secreta de Sir Francis.

Cuando el coronel Schreuder y la tripulación holandesa liberada se prepararon para abordar al Lady Edwina, la carabela vaciada flotaba alta en el agua. Sir Francis se reunió con el coronel en el alcázar para devolverle su espada y la carta dirigida al concejo de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, con sede en Ámsterdam. Estaba dentro de una funda de lona, con las costuras selladas con lacre y atadas con cinta. Constituía un paquete impresionante, que el coronel Schreuder se puso con firmeza bajo el brazo.

—Espero que nos volvamos a encontrar, Mijnheer —dijo Schreuder, ominosamente.

—Dentro de ocho meses acudiré a la cita —le aseguró Sir Francis—. Entonces será un placer volveros a ver, siempre que me traigáis los doscientos mil guldens de oro.

—No me habéis entendido —repuso Cornelius Schreuder, ceñudo.

—Os aseguro que sí —afirmó Sir Francis, en voz baja.

Luego el coronel miró hacia popa, donde estaba Katinka van de Velde junto a su marido. Su profunda reverencia y su expresión anhelante no fueron sólo para el gobernador.

—Volveré a toda prisa para poner fin a vuestros sufrimientos —les dijo.

—Que Dios os acompañe —saludó el gobernador—. Nuestro destino está en vuestras manos.

—A vuestro regreso podréis contar con mi más profunda gratitud, mi querido coronel —susurró Katinka, con sofocada voz de niñita.

El coronel se estremeció como si le hubieran volcado un cántaro de agua helada por la espalda. Se irguió en toda su estatura para hacerle un saludo militar y marchó hacia la barandilla del galeón.

Hal lo esperaba a babor, con Aboli y el Grandote. El coronel, con los ojos entornados, se detuvo frente al muchacho y, rizándose el bigote, tocó la empuñadura de la espada.

—Nos interrumpieron, muchacho —dijo suavemente, con buen acento—. Pero ya habrá un tiempo y un lugar para que yo dé fin a esa lección.

—Esperemos que así sea, señor. —Hal se sentía valiente con Aboli a su lado—. Siempre agradezco la instrucción.

Por un momento se sostuvieron la mirada. Después Schreuder pasó por sobre la borda del galeón hacia la cubierta de la carabela. De inmediato se soltaron los cabos y la tripulación holandesa izó las velas. El Lady Edwina levantó la proa como un potrillo juguetón, escorando bajo la presión de sus velas, y se alejó de la tierra.

—Nosotros también nos pondremos en marcha, por favor, maese Ned —anunció Sir Francis—. ¡Levad anclas!

El galeón abandonó la costa africana con rumbo sur. Desde el palo mayor, donde Hal estaba apostado, el Lady Edwina estaba todavía a plena vista, virando para evitar los traicioneros bajíos del Cabo de las Agujas; luego orzaría para navegar viento en popa hasta el fuerte holandés, situado bajo la gran meseta que custodiaba el extremo sudoeste del continente africano.

Ante la mirada de Hal, el contorno del velamen se alteró drásticamente. El muchacho se asomó para gritar hacia abajo:

—El Lady Edwina está alterando curso.

—¿Hacia dónde? —preguntó su padre, a gritos.

—Se aleja de la costa. Su nuevo curso parece ser hacia el oeste.

Estaba haciendo justamente lo que ellos esperaban. Con la sudestada bien a popa, se dirigía en línea recta hacia Buena Esperanza.

—No la pierdas de vista.

Mientras Hal la vigilaba, la carabela disminuyó de tamaño hasta que las blancas velas se fundieron con las crines revueltas de las olas, en el horizonte.

—¡Se ha ido! —anunció el muchacho hacia el alcázar—. ¡Desde aquí ya no se la ve!

Sir Francis esperaba ese momento para iniciar el viraje, poniendo al galeón en su verdadero curso. Entonces dio órdenes al timonel de tomar rumbo este y navegar en dirección paralela a la costa africana.

—Éste parece ser su mejor punto —dijo a Hal, que había descendido a cubierta, ya relevado—. Aun con aparejo improvisado, presenta una buena velocidad. Tenemos que familiarizarnos con los caprichos de nuestra nueva amante. Toma una medición de bitácora, por favor.

Con el reloj de arena en la mano, Hal tomó el tiempo que tardaba un trocito de madera arrojado desde proa en llegar a la popa. Después de hacer un rápido cálculo en la pizarra, levantó la vista hacia su padre.

—Seis nudos.

—Con un palo mayor nuevo llegará a los diez. Ned Tyler ha encontrado en la bodega un poste de buen pino noruego. Lo levantaremos en cuanto lleguemos a puerto. —Sir Francis parecía encantado: Dios les sonreía—. Reúne a la tripulación. Pediremos a Dios que bendiga este barco y lo rebautizaremos.

De pie ante el viento, con la cabeza descubierta y las gorras contra el pecho, asumieron la expresión más piadosa que les fue posible, deseosos de no ganarse el disfavor de Sir Francis.

—Te agradecemos, Dios Todopoderoso, la victoria que nos has brindado sobre los herejes y los apóstatas, cegados seguidores de Martín Lutero, el hijo de Satanás.

—Amén —gritaron todos a voz en cuello. Eran buenos anglicanos, descontando a los negros africanos que había entre ellos, pero esos mismos negros gritaron "Amén" con el resto. Habían aprendido esa palabra en su primer día de navegación con Sir Francis.

—Te agradecemos también tu oportuna y misericordiosa intervención en medio de la batalla y el hecho de que nos salvaras de una derrota segura…

Hal no estaba de acuerdo con eso, pero no levantó la vista. A él le correspondía algún mérito por esa oportuna intervención, aunque su padre no lo reconociera abiertamente.

—Te agradecemos y alabamos tu nombre por poner este buen barco en nuestras manos. Y juramos solemnemente utilizarlo para llevar la humillación y el castigo a tus enemigos. Te imploramos que lo bendigas y que lo protejas con tu bondad, aprobando el nuevo nombre que vamos a darle. Desde ahora en adelante se llamará Resolución.

Su padre se había limitado a traducir el nombre holandés. A Hal lo entristeció que el galeón no llevara el nombre de su madre. ¿Acaso su recuerdo comenzaba a desteñirse en la memoria de Sir Francis? ¿O tenía algún otro motivo para no seguir perpetuando su memoria? Jamás tendría valor para preguntárselo y era preciso, simplemente, aceptar esa decisión.

—Te pedimos que continúes brindándonos ayuda e intervención en nuestra incesante guerra contra los impíos. Te agradecemos humildemente las recompensas que con tanta generosidad acumulaste sobre nosotros. Y confiamos en que, si demostramos ser dignos de ti, premies nuestra adoración y sacrificio con nuevas pruebas del amor que nos tienes.

Era un sentimiento completamente razonable, con el que todos los hombres, cristianos sinceros o paganos, estaban de pleno acuerdo. Cualquier hombre dedicado a la obra de Dios sobre la Tierra tenía derecho a su recompensa, y no sólo en la vida venidera. Los tesoros que colmaban la bodega del Resolución eran prueba tangible de Su aprobación y la consideración que Él les brindaba.

—Y ahora, un viva por el Resolución y todos cuantos navegan en él.

Gritaron vivas hasta quedar roncos. Por fin Sir Francis los hizo callar y, poniéndose el sombrero de ala ancha, les indicó que podían cubrirse la cabeza. Su expresión se tornó severa y adusta.

—Hay otra tarea que debemos realizar —dijo. Miró al Grandote. Traed los prisioneros a cubierta, maese Daniel.

Sam Bowles encabezaba la patética fila que subió desde la cubierta, parpadeando a la luz del Sol. Los llevaron a proa, donde fueron obligados a arrodillarse frente a la tripulación. Sir Francis leyó sus nombres del pergamino que sostenía:

—Samuel Bowles. Edward Broom. Peter Law. Peter Miller. John Tate. Os arrodilláis ante vuestros camaradas bajo la acusación de cobardía, deserción frente al enemigo y abandono de tareas.

Los otros hombres gruñeron, clavándoles miradas fulminantes.

—¿Cómo os declaráis con respecto a estos cargos? ¿Sois cobardes y traidores, tal como se os acusa?

—Misericordia, vuestra gracia. Fue la locura del momento. Estamos sinceramente arrepentidos. Perdonadnos; os lo suplicamos por nuestras esposas y por los dulces bebés que dejamos en casa —imploró Sam Bowles, como portavoz.

—Las únicas esposas que tenéis son las rameras de los lupanares portuarios —se burló Daniel.

La tripulación rugió:

—¡Colgadlos del palo mayor! ¡Queremos ver cómo bailan con el diablo!

—¡Deberíais avergonzaros! —los interrumpió Sir Francis—. ¿Qué clase de justicia inglesa es esta? Hasta el último hombre, por despreciable que sea, tiene derecho a un juicio justo. —Cuando todos se hubieron calmado, prosiguió—: Atenderemos este asunto como es debido. ¿Quién presenta los cargos contra ellos?

—¡Nosotros! —bramó la tripulación, al unísono.

—¿Quiénes son vuestros testigos?

—¡Nosotros! —replicaron a una sola voz.

—¿Presenciasteis algún acto de traición o cobardía? ¿Visteis a estas sucias bestias huir de la lucha y dejar a sus compañeros librados a la buena de Dios?

—¡Sí!

—Habéis escuchado el testimonio contra vosotros. ¿Tenéis algo que decir en vuestra defensa?

—¡Misericordia! —gimió Sam Bowles. Los otros permanecían mudos.

Sir Francis se volvió hacia la tripulación.

—Bien, ¿cu l es vuestro veredicto?

—¡Culpables!

—¡Más culpables que el diablo! —añadió el Grandote, por si quedara alguna duda.

—¿Y vuestra sentencia? —preguntó Sir Francis.

De inmediato estalló el alboroto.

—Colgadlos.

—Colgarlos es demasiado poco para esos cerdos. Que los pasen por la quilla.

—¡No, no! Hay que descuartizarlos. Hacerles tragar sus propias bolas.

—¡Hagamos asado de cerdo! ¡Quememos en la hoguera a estos cretinos!

Sir Francis volvió a acallarlos.

—Veo que hay ciertas diferencias de opinión. —Hizo un gesto a Daniel—. Encerradlos abajo. Dejaremos que se cuezan en su propio jugo maloliente por uno o dos días. Cuando lleguemos a puerto nos ocuparemos de ellos. Hasta entonces, tenemos asuntos más importantes que atender. Por primera vez en su vida de marino, Hal tenía un camarote propio. Ya no tenía que compartir cada momento de su día y de su noche con una horda humana, en forzada intimidad.

Por comparación con la pequeña carabela, el galeón era espacioso; su padre le había encontrado un sitio junto a su magnífico alojamiento: era un mero cubículo donde había dormido el sirviente del capitán holandés.

—Necesitas un lugar iluminado para continuar tus estudios —dijo Sir Francis, justificando su indulgencia—. Noche a noche malgastas mucho tiempo durmiendo en vez de trabajar.

Y ordenó al carpintero de a bordo que armara una litera y un estante donde Hal pudiera poner sus libros y papeles.

Una lámpara de aceite pendía por sobre su cabeza, ennegreciendo con su hollín la cubierta de arriba, pero brindaba a Hal luz suficiente para leer y escribir las lecciones que su padre le asignaba. Con los ojos irritados por la fatiga, sofocando bostezos, mojó la pluma y observó el pergamino en el que estaba copiando un extracto de las anotaciones de las directivas dispuestas por el capitán holandés. Cada navegante tenía su propio manual de indicaciones para la navegación, diario invalorable en el que anotaba detalles de océanos y mares, corrientes y costas, aterradas y puertos; tablas de las cambiantes y misteriosas desviaciones de la brújula, cuando el barco navegaba en aguas desconocidas, y cartas del cielo nocturno, que se alteraba según las latitudes. Era un conocimiento que cada navegante acumulaba pacientemente durante toda su vida, partiendo de observaciones propias o de la experiencia y las anécdotas escuchadas a otros. Su padre esperaba que él completara esa tarea antes de iniciar su guardia en el puesto del vigía, a las cuatro de la mañana.

Un leve ruido, al otro lado del mamparo, hizo que levantara la vista con la pluma quieta en la mano. Era una pisada, tan suave que resultó casi inaudible; provenía del lujoso alojamiento de la esposa del gobernador. Hal escuchó con todas las fibras de su ser, tratando de interpretar cada uno de los ruidos que le llegaban. Su corazón le decía que era la encantadora Katinka, pero no podía estar seguro; bien podía ser esa vieja fea de su aya y hasta el grotesco esposo. Ante la idea se sintió burlado.

Pero se convenció de que era Katinka; su proximidad lo emocionaba, aunque los separara el maderamen del mamparo. La deseaba con tanta desesperación que no pudo concentrarse en su tarea, ni siquiera permanecer sentado.

Se puso de pie, obligado a inclinarse por la cubierta superior, y fue a apoyarse silenciosamente contra el mamparo para escuchar. Oyó un leve roce, como si arrastraran algo por el piso; un susurro de telas y otros ruidos que no pudo identificar; luego, el gorgoteo de un líquido que caía en un recipiente. Con la oreja apoyada contra la madera, imaginó cada uno de aquellos movimientos. La visualizó recogiendo el agua en el hueco de las manos para echársela a la cara; oyó luego sus pequeñas exclamaciones ante el frío que golpeaba sus mejillas y el caer de las gotas en el recipiente.

Al bajar la vista, vio que una grieta del enmaderado permitía pasar un leve rayo de luz, una ranura de luz amarilla que ondulaba con el movimiento del barco. Sin prestar atención alas consecuencias de lo que hacía, se dejó caer de rodillas para acercar el ojo a la hendija. Era demasiado estrecha como para ver mucho y la suave luz de la vela estaba directamente ante sus ojos.

De pronto, algo pasó entre él y la vela: un revoloteo de sedas y encaje. Hal ahogó una exclamación al divisar el brillo perlado de una piel blanca e impecable. Fue apenas un destello, tan veloz que apenas tuvo tiempo de distinguir el contorno de una espalda desnuda, luminosa como madreperla a la luz amarilla.

Apretó más la cara a la madera, desesperado por otra visión de tal belleza. Por sobre los ruidos normales del barco, cuyas maderas crujían al navegar, creyó oír una suave respiración, leve como el susurro de un céfiro tropical, y contuvo su propio aliento para escuchar, hasta que le ardieron los pulmones y se sintió mareado por la impresión.

En ese momento retiraron la vela del otro camarote; el rayo de luz que se filtraba por la ranura pasó rápidamente ante su vista y desapareció. Hal oyó suaves pisadas que se alejaban; luego, la oscuridad y el silencio cayeron detrás del entablado.

Pasó largo rato de rodillas, como los fieles ante un altar; por fin se incorporó con lentitud, para sentarse nuevamente ante su estante de trabajo. Trató de obligar a su cansado cerebro a atender la tarea impuesta por su padre, pero se le escapaba una y otra vez, como un rebelde potrillo del lazo de los adiestradores. Las letras escritas en la página se disolvían en imágenes de piel alabastrina y pelo dorado. En las fosas nasales le quedaba un recuerdo del tentador aroma percibido cuando irrumpió por primera vez en ese camarote. Se cubrió los ojos con una mano, en un intento de impedir que las visiones invadieran su dolorido cerebro.

De nada sirvió: su mente estaba fuera de control. Alargó la mano hacia la Biblia que tenía junto a su diario y abrió la cubierta de cuero. Entre las páginas había una fina filigrana dorada: ese único cabello que había robado del peine. Se lo llevó a los labios, emitiendo un gemido; aún creía detectar en él un rastro de su perfume. Cerró los ojos con fuerza.

Pasó un rato antes de que cobrara conciencia de lo que estaba haciendo su traicionera mano derecha. Como un ladrón, se había escabullido bajo la falda de lona, única prenda que usaba en ese cubículo cerrado y caluroso. Cuando se dio cuenta ya era demasiado tarde para cesar. El sudor le brotaba de todos los poros, untándole los músculos jóvenes y duros. La vara que tenía entre los dedos estaba dura como un hueso y dotada de palpitante vida propia.

El aroma de ella le colmaba la cabeza. El ritmo que marcaba su mano era veloz, pero no tanto como el de su corazón. Hal sabía que eso era pecado y locura, porque su padre se lo había advertido, pero no pudo cesar. Se retorció en el banquito. Sintió que el océano de su amor por ella presionaba contra el dique de su restricción, como una marejada alta e irresistible. Con una leve exclamación, la marea estalló en él y corrió, caliente, por los muslos rígidos; la oyó gotear en el piso; un momento después, su olor almizclado se impuso al sagrado perfume de la cabellera femenina.

Se sentó, cubierto de sudor y algo jadeante, dejándose invadir por oleadas de culpa y asco de sí mismo. Había traicionado la confianza de su padre, había faltado a la promesa hecha y, con su profana lujuria, había mancillado la imagen pura y encantadora de una santa.

Sin poder seguir en ese camarote por un instante más, se puso la chaqueta de lona y voló por la escalerilla hacia la cubierta. Se detuvo por un rato ante la barandilla, respirando profundamente. El puro aire salino lo limpió de culpa y asco. Ya más sereno, miró en derredor.

La nave estaba aún en la bordada de babor, con el viento a la cuadra. Los mástiles se balanceaban hacia adelante y hacia atrás, cruzando el brillante dosel de las estrellas. A sotavento se distinguía apenas la masa de tierra. La Osa Mayor estaba un dedo por encima del oscuro contorno de la Tierra. Era un nostálgico recordatorio de la tierra donde había nacido y la niñez que había dejado atrás.

Al sur, el cielo deslumbraba con la constelación de Centauro, por sobre su hombro derecho, y la potente Cruz del Sur, que ardía en su corazón. Era el símbolo de ese nuevo mundo que estaba más allá de la Línea.

Miró hacia el timón; la pipa de su padre relumbraba en un rincón protegido del alcázar. Por el momento no quería enfrentarse con él; estaba seguro de tener la culpa y la depravación tan grabadas en las facciones que su padre las reconocería aun en la oscuridad. Pero su padre lo habría visto, sin duda, y le resultaría extraño que él no fuera a presentarle sus respetos. Se le acercó deprisa.

—Vuestra indulgencia, padre, por favor. Subí a respirar un poco de aire fresco para despejar la cabeza —murmuró, sin poder mirarlo a los ojos.

—No holgazanees aquí por demasiado tiempo —le advirtió Sir Francis—. Quiero ver tu tarea terminada antes que subas a tomar tu guardia.

Hal caminó presuroso hacia proa. Esa amplia cubierta aún le resultaba desconocida. Como gran parte de las mercancías que llevaban en la carabela no entraban en las bodegas del galeón, ya atestadas, las habían atado en la cubierta. Había que andar con cuidado entre toneles, arcones y culebrinas de bronce.

Hundido en sus remordimientos como estaba, no prestó mucha atención al entorno sino cuando oyó un susurro suave y conspirador a poca distancia. De inmediato recobró la inteligencia y miró hacia la proa.

Un pequeño grupo de siluetas se ocultaba a la sombra de la carga amontonada bajo la elevación del castillo de proa. Sus movimientos furtivos le hicieron comprender que pasaba algo fuera de lo común. Tras ser juzgados por sus pares, Sam Bowles y sus hombres habían sido llevadas a las cubiertas inferiores del galeón, donde se los arrojó en un pequeño compartimiento, probablemente el depósito del carpintero. Allí no había luz y el aire escaso apestaba a pimienta y a sentina; el espacio era tan reducido que los cinco no podían estirarse al mismo tiempo. Se acomodaron en ese agujero lo mejor posible y cayeron en un silencio abatido y desesperado.

—¿Dónde estamos? ¿Debajo de la línea de flotación? —preguntó Ed Broom; angustiado.

—Ninguno de nosotros puede orientarse en esta mole holandesa —murmuró Sam Bowles.

—¿Te parece que nos van a asesinar? —preguntó Peter Law.

—Puedes estar seguro de que no nos despedirán con un abrazo y un beso —gruñó Sam.

—Pasar por la quilla… —susurró Ed—. Una vez lo vi hacer. Cuando sacaron al pobre diablo por el otro lado estaba más ahogado que una rata en un tonel de cerveza. Y en el cadáver no quedaba mucha carne; se había desprendido al raspar contra los percebes del casco. Se le veían salir los huesos, muy blancos.

Quedaron pensativos por un rato. Después Peter Law dijo:

—En Tyburn, en el cincuenta y nueve, vi ahorcar y descuartizar a los regicidas. Los que asesinaron al rey Carlos, el padre del Negro. Les abrieron la panza como a pescados y les arrancaron los intestinos como si fueran cuerdas. Después les cortaron la polla y las bolas…

—¡Cállate! —bramó Sam.

Cayeron en un abatido silencio, en medio de la oscuridad. Una hora después, Ed Broom murmuró:

—Por algún lugar entra aire. Lo siento en el cuello.

Al cabo de un momento fue Peter Law quien dijo:

—Tiene razón, ¿sabéis? Yo también lo siento.

—¿Qué hay detrás de este mamparo?

—Quién sabe. Puede ser la bodega principal.

Se oyó un rasguido. Sam preguntó:

—¿Qué hacéis?

—Aquí hay una abertura en el entablado. Por allí entra el aire.

—Quiero ver. —Sam se arrastró hasta allí. Segundos después reconoció—: Tenéis razón. Por el agujero me pasan los dedos.

—Si pudiéramos abrir…

—Si el Grandote te pilla te verás en graves problemas.

—¿Y qué puede hacernos? ¿Descuartizarnos? Es lo que ya quiere.

Sam trabajó un rato en la oscuridad. Por fin gruñó:

—Si tuviera con qué desprender esta, tabla.

—Yo estoy sentado en unos maderos sueltos.

—Trae un pedazo.

Ahora todos trabajaban juntos. Finalmente lograron introducir el extremo de un fuerte soporte de madera por la abertura del mamparo y aplicaron todo su peso contra él, utilizándolo como palanca. La madera se partió con un crujido; Sam pasó el brazo por la abertura.

—Atrás hay espacio abierto. Podría ser una salida.

Todos se empujaron para tironear de los bordes; en su prisa se rompieron las uñas y se llenaron de astillas la palma de las manos.

—¡Atrás! ¡Atrás! —ordenó Sam, metiendo la cabeza por la abertura.

En cuanto lo oyeron gatear del otro lado, pasaron tras él. Sam, que avanzaba a tientas, tosió por el picante olor a pimienta que le irritaba la garganta. Estaban en la bodega que contenía los barriles de especias. Allí había un poco más de luz, que entraba por las aberturas donde no se había asegurado la brazola de la escotilla.

Apenas llegaban a distinguir los enormes barriles alineados, cada uno de ellos más alto que un hombre, y no había espacio para gatear sobre ellos, pues la cubierta era demasiado baja. Apenas resultaba posible escurrirse entre ellos, pero el paso era peligroso. Los pesados barriles se movían un poco por la acción del barco, raspando y golpeando las tablas de la cubierta, restregándose contra las sogas que los sujetaban. Quien quedara atrapado entre dos de ellos sería aplastado como una cucaracha.

Sam Bowles, que era el más menudo, se arrastraba adelante, seguido por los otros. De pronto, un alarido penetrante resonó en toda la bodega, dejándolos petrificados.

—¡Calla, idiota! —Sam giró, furioso—. ¿Quieres que nos caigan encima?

—¡Mi brazo! —aulló Peter Law—. ¡Sacadme esto de encima!

Uno de los enormes barriles se había levantado con el balanceo del casco; al descender otra vez, su peso había aplastado el brazo de Peter contra la cubierta; aún estaba moviéndose contra el miembro; todos oyeron el crujir de los huesos triturados como trigo seco en la piedra de amolar. El hombre chillaba, histérico, y no había manera de acallarlo: el dolor lo había puesto más allá de todo razonamiento.

Sam gateó hacia atrás hasta ponerse a su lado.

—¡Cierra la boca!

Aferró a Peter por el hombro y tiró, tratando de liberarlo. Pero el brazo estaba atascado y Peter gritó más que nunca.

—No hay remedio —gruñó Sam, desatando el trozo de cuerda que le servía de cinturón. Lo pasó por sobre la cabeza del otro y, ciñendo el nudo al cuello, se echó hacia atrás, con ambos pies apoyados entre los omóplatos de su víctima, tirando con todas sus fuerzas. Los gritos salvajes de Peter se cortaron abruptamente. Sam mantuvo la cuerda ajustada por un rato, aun después que cesó el forcejeo. Luego la retiró para atársela nuevamente a la cintura.

—Tenía que hacerlo —explicó a los otros—. Mejor que muera uno y no todos.

Sin decir nada, todos siguieron a Sam, que volvía a arrastrarse, dejando que los barriles hicieran picadillo al cadáver estrangulado.

—Dadme una mano —pidió Sam. Los otros lo levantaron hasta lo alto de un barril, debajo de la escotilla—. Hay sólo un trozo de lona entre nosotros y la cubierta —susurró, triunfante. Y se estiró para tocar la tela bien estirada.

—Bueno, vámonos de aquí —susurró Ed Broom.

—Aún es pleno día. —Sam le impidió aflojar las cuerdas que sujetaban la lona en su lugar—. Esperemos la oscuridad. No tardará mucho.

Gradualmente se fue opacando la luz que se filtraba por entre las ranuras, alrededor de la lona. Se oía la campana de a bordo marcando las guardias.

—Terminó la última guardia de la tarde —apuntó Ed—. Vamos.

—Esperemos un poco más —aconsejó Sam. Una hora después hizo un gesto afirmativo—. Aflojad esas lonas.

—¿Qué vamos a hacer allí afuera? —Ahora, llegado el momento de actuar, tenían miedo—. ¿No estarás pensando en tomar el barco?

—No, burro, no. Ya estoy harto de tu sanguinario capitán Franky. En cuanto halle algo que flote, me arrojo por la borda. La tierra no está lejos.

—¿Y los tiburones?

—El capitán Franky muerde peor que cualquier tiburón.

Nadie discutió.

Desprendieron una esquina de la lona. Sam la levantó para echar un vistazo.

—No se ve a nadie. Al pie del castillo de proa hay unos barriles vacíos. Nos vendrán de perillas.

Se retorció para salir de bajo la lona y cruzó la cubierta corriendo. Los otros lo siguieron, de a uno por vez, y lo ayudaron a cortar las ataduras que sujetaban los barriles vacíos. En pocos segundos se apoderaron de dos.

—Ahora, juntos, muchachos —susurró Sam.

Hicieron rodar el primero a través de la cubierta. Luego lo levantaron entre todos para arrojarlo por sobre la barandilla y corrieron a traer el segundo.

—¡Eh, vosotros! ¡Qué hacéis!

La voz, que sonaba muy cerca, los tomó por sorpresa. Giraron hacia atrás las caras demudadas. De inmediato reconocieron a Hal.

—¡Es el cachorro de Franky! —exclamó uno.

Dejando caer el barril, corrieron hacia la borda. Ed Broom fue el primero en arrojarse. Peter Miller y John Tate lo siguieron de cerca.

Hal tardó un momento en comprender cu les eran sus intenciones. De inmediato se adelantó de un salto para interceptar a Sam Bowles. Era el cabecilla y el más culpable. El muchacho lo sujetó por la cintura en el momento en que alcanzaba la barandilla.

—¡Padre! —gritó, en voz lo bastante alta como para que llegara a todos los rincones de la cubierta—. ¡Ayudadme, padre!

Lucharon, pecho contra pecho. Hal lo inmovilizó con una llave, pero Sam le aplicó un cabezazo con la esperanza de quebrarle la nariz. El muchacho había aprendido con Daniel y estaba preparado: pegó el mentón al pecho, para que el cráneo de Sam se estrellara contra el suyo. Los dos se soltaron, medio aturdidos por el impacto.

De inmediato Sam se arrojó hacia la borda, pero Hal lo aferró por las piernas.

—¡Padre! —aulló otra vez, resistiendo ceñudamente las patadas.

Cuando Sam levantó la vista, vio que Sir Francis Courtney venía a la carga desde el alcázar, con la espada en la mano. La hoja centelleó a la luz de las estrellas.

—¡Resiste, Hal! ¡Ya vengo!

No había tiempo para que Sam desatara la soga que le servía de cinturón para ahorcar a Hal. Lo que hizo fue ceñirle el cuello con ambas manos. Aunque era menudo, sus dedos estaban endurecidos por el trabajo y tenían la resistencia del hierro. Buscó la tráquea de Hal y apretó sin cuartel.

El dolor sofocó a Hal, obligándolo a soltarle las piernas para tomarlo por las muñecas, en un esfuerzo por quebrar esa presión que lo estrangulaba. Sam le puso un pie en el pecho y, después de impulsarlo hacia atrás, corrió hacia la borda. Sir Francis le lanzó una estocada, pero el marinero agachó la cabeza bajo la hoja y se zambulló por el costado.

—¡Ese gusano traidor se nos escapa! —aulló sir Francis—. ¡Contramaestre, llamad a todos para una bordada! Daremos la vuelta para recogerlos.

Sam Bowles se hundió a profundidad, dada la fuerza con laque golpeó el agua y el impacto del frío le arrancó el aire de los pulmones. Se sentía ahogar, pero luchó a manotazos para ascender. Por fin sacó la cabeza a la superficie y pudo llenarse los pulmones de aire; entonces pasó el mareo y la debilidad de sus miembros.

Levantó la vista hacia el casco de la nave, que pasaba majestuosamente; un momento después quedó en su estela, brillante y aceitosa a la luz de las estrellas. Esa era la carretera que lo guiaría de nuevo hacia el tonel. Debía seguirla antes que las olas la barrieran, dejándolo sin señales indicadoras en la oscuridad. Estaba descalzo; vestía sólo una harapienta camisa de algodón y su faldilla de lona, que no le estorbaba los movimientos. Partió a grandes brazadas pues, a diferencia de casi todos sus compañeros, era buen nadador.

A poca distancia oyó una voz en la oscuridad.

—¡Ayúdame, Sam Bowles! —Eran los gritos salvajes de Ed Broom—. Dame una mano, compañero, o soy hombre muerto.

Sam dejó de bracear; a la luz de las estrellas vio los chapoteos de Ed. Más allá, algo se levantó en la cresta de una ola oscura: algo negro y redondo.

¡El barril!

Pero Ed estaba entre él y esa promesa de supervivencia. Sam volvió a nadar, pero apartándose de Ed Broom. Acercarse demasiado a quien se ahoga es peligroso, pues se aferra a ti con un abrazo mortal, hasta que te hunde consigo.

—¡Por favor, Sam, no me abandones! —La voz de Ed se iba debilitando.

Sam llegó al barril y utilizó como asidero el saliente de la espita. Descansó por un rato, hasta que otra cabeza apareció a su lado.

—¿Quién es? —jadeó.

—Soy yo, John Tate —barbotó el nadador, tosiendo agua de mar. Y buscó aferrarse del barril. Sam desató la cuerda que llevaba a la cintura y la enroscó a la espita, formando un lazo por el que pasó el brazo. John Tate también se asió de la cuerda. Sam trató de apartarlo.

—¡Deja eso! ¡Es mío!

Pero John resistía con la desesperación del pánico; al cabo de un momento Sam lo dejó estar. No podía malgastar sus propias fuerzas luchando con un hombre más corpulento. En una tregua hostil, ambos quedaron pendiendo de la soga.

—¿Qué fue de Peter Miller? —inquirió John Tate.

—¡A la mierda con Peter Miller! —bramó Sam.

El agua estaba fría y oscura; ambos imaginaron lo que podía acechar bajo los pies. En esas latitudes siempre había un grupo de los monstruosos tiburones tigre siguiendo a cualquier barco para comer los desperdicios y el contenido de los baldes que se retiraban de las letrinas para vaciarlos desde la borda. Sam había visto a una de esas temibles bestias, larga como la pinaza del Lady Edwina. Al recordarla sintió que se le encogía la parte inferior del cuerpo, estremecida por el frío y el miedo a esas hileras de dientes que, al cerrarse, podían cortarlo en dos, como a una manzana madura.

—¡Mira! —John Tate se atragantó, alcanzado de frente por una ola que le llenó la boca abierta.

Al levantar la cabeza, Sam vio una silueta oscura y enorme que brotaba de la noche, a poca distancia.

—Ese maldito de Franky ha regresado para buscarnos —gruñó, entre el castañeteo de los dientes.

Horrorizados, vieron que el galeón se hacía más grande a cada segundo, hasta bloquear todas las estrellas. Ya podían oírlas voces de los hombres en cubierta.

—¿Veis algo allí, maese Daniel? —El grito era de Sir Francis.

—Nada, capitán. —El vozarrón de Daniel tronaba desde la proa.

En esas aguas negras y turbulentas sería casi imposible distinguir la madera oscura del barril o las dos cabezas que se mecían a su lado. Los alcanzó la ola que levantó la proa del galeón al pasar y quedaron bamboleándose en la estela, en tanto la lámpara de popa se perdía en la oscuridad.

Dos veces más, durante la noche, vieron sus destellos, pero en cada ocasión la nave pasaba más lejos. Muchas horas después, al intensificarse la luz del amanecer, buscaron con temor al Resolution, pero no estaba a la vista. Sin duda había vuelto a su curso original, dándolos por ahogados. Atontados por el frío y la fatiga, ambos continuaron asidos a su precario salvavidas.

—Allí está la tierra —susurró Sam cuando una ola los elevó a buena altura, permitiéndoles divisar la costa bruna de África—. Está tan cerca que podrías nadar hasta allí sin dificultad.

John Tate, sin responder, le echó una mirada ceñuda; tenía los ojos enrojecidos e hinchados.

—Es tu mejor oportunidad. Un tipo joven y fuerte, como tú… Por mí no te preocupes. —Sam tenía la voz enronquecida por la sal.

—No te liberarás tan fácilmente de mí, Sam Bowles —gruñó John.

Sam volvió a guardar silencio para ahorrar las fuerzas que el frío reducía casi al límite. El Sol se elevó un poco más; primero fue un suave calor en la cabeza, que les renovó las fuerzas; después, como las llamas de una caldera abierta, les chamuscó la piel, cegándolos con sus reflejos en el mar.

El Sol seguía ascendiendo y la tierra no se acercaba. La corriente los impulsaba en dirección inexorablemente paralela a los promontorios rocosos y las playas blancas. Distraídamente, Sam observó la sombra de una nube que pasaba a poca distancia, moviéndose contra la superficie del agua. De pronto la sombra dio un giro y regresó, moviéndose contra el viento. Sam, alertado, levantó la cabeza. No había, en la dolorosa bóveda azul del cielo, nube alguna que pudiera arrojar esa sombra. Volvió a mirar hacia abajo, concentrando toda su atención en esa oscura presencia. Una ola alzó el tonel a tanta altura que pudo mirarla desde arriba.

—¡Dios bendito! —balbuceó, con los labios resquebrajados por la sal.

El agua estaba tan clara como un vaso de ginebra; había visto la gran silueta moteada que se movía abajo, con bandas de cebra en el lomo. Lanzó un grito y John Tate levantó la cabeza.

—¿Qué te pasa? Estás insolado, Sam Bowles.

Al ver los ojos enloquecidos de su compañero, giró lentamente la cabeza para seguir la dirección de su mirada. Ambos vieron entonces la gran horquilla de la cola, que impulsaba el largo cuerpo hacia adelante. La bestia se elevó hacia la superficie hasta asomar el extremo de la alta aleta dorsal, manteniendo el resto oculto abajo.

—¡Tiburón! —exclamó John Tate—. ¡Tigre! —Y pataleó frenéticamente, tratando de hacer girar el barril para poner a Sam entre él y el animal.

—Quédate quieto —ordenó Sam—. Es como un gato. Si te mueves, vendrá por ti.

Vieron un ojo, pequeño para semejante volumen de cuerpo, que los miraba implacablemente al iniciar el círculo siguiente. Dio una vuelta y otra más, estrechando cada círculo, con el tonel como centro.

—Ese diablo nos está cazando como un armiño a una perdiz.

—Cierra el pico. No te muevas —gimió Sam.

Pero ya no podía dominar su terror. Sus esfínteres se aflojaron, lanzando un torrente tibio y fétido bajo su falda al vaciar involuntariamente los intestinos. De inmediato los movimientos de la bestia se hicieron más excitados; la cola adoptó un ritmo más veloz al probar los excrementos. La aleta dorsal se elevó por sobre la superficie en toda su altura, larga y curva como la hoja de una guadaña.

La cola del tiburón castigó la superficie hasta dejarla blanca de espuma, impulsándolo hasta que su hocico se estrelló contra el costado del barril. Sam observó con terror la milagrosa transformación que sufría esa esbelta cabeza. Al abrirse las fauces, el labio superior se abultó hacia afuera y las hileras de colmillos se adelantaron, abriéndose como un abanico hasta estrellarse contra la madera del barril.

Los dos hombres, presas del pánico, se treparon a la maltrecha balsa, tratando de sacar del agua la parte inferior del cuerpo. Ambos gritaban cosas incoherentes, arañando los flejes del barril y lanzándose mutuos manotazos.

El tiburón retrocedió, iniciando otro de esos terribles círculos. Por debajo de esa pupila fija, la boca era una luna en cuarto creciente. Ahora los pataleos de los hombres le ofrecían un nuevo centro de atención; se lanzó otra vez al ataque, asomando el ancho lomo.

El alarido de John Tate se cortó abruptamente, pero la boca siguió muy abierta, dejando que Sam viera la garganta rosada. El único sonido fue un suave siseo de aliento expelido. Luego el hombre desapareció bruscamente de la superficie. Como aún tenía la muñeca izquierda enredada con el lazo de cuerda, el barril se agitó como un corcho.

—¡Suelta! —aulló Sam, arrojado de un lado a otro, con la cuerda profundamente hundida en la muñeca. De pronto el tonel voló ala superficie, con la mano de John Tate aún sujeta al trozo de cabo. Una nube rósea manchó la superficie en torno de ellos.

Un momento después asomó la cabeza de John. Emitió un sonido áspero, como el de un cuervo, lanzando a los ojos de Sam un poco de saliva sanguinolenta. Tenía la cara blanca como el hielo, privada de la sangre vital. El tiburón volvió en una embestida y se apoderó de la parte inferior de su cuerpo, sacudiéndolo para desgarrarlo, con lo que el dañado barril volvió a hundirse. Cuando emergió nuevamente, Sam tomó aliento para tironear de la muñeca de John.

—¡Vete! —gritó, tanto al hombre como al tiburón—. ¡Vete lejos de mí! —Con la fuerza de un demente, desató el lazo y dio una patada al pecho de su compañero para alejarlo, sin dejar de gritar—: ¡Vete, vete!

John Tate no se resistió. Aún tenía los ojos muy abiertos y contraía los labios, pero de ellos no surgía sonido alguno. Bajo el agua, el tiburón le había arrancado la mitad inferior del cuerpo; su sangre tiñó las aguas de rojo oscuro. El animal volvió a apoderarse de él y se alejó, devorando su carne a grandes bocados.

El barril dañado se iba llenando de agua y estaba medio hundido, pero eso le daba una mayor estabilidad. En un tercer intento, Sam consiguió trepar a él, rodeándolo con los brazos y las piernas, a horcajadas. Su equilibrio era precario y no se atrevía a levantar la cabeza, por miedo a rodar de nuevo al agua. Después de un rato vio pasar la gran aleta dorsal frente a sus ojos: la bestia volvía hacia el barril. Sin atreverse a levantar la cabeza para seguir los círculos, cada vez más cerrados, cerró los ojos, tratando de ignorar su presencia.

De pronto el barril dio una sacudida bajo su cuerpo, haciéndole olvidar su decisión. De inmediato abrió los ojos, lanzando un grito. Pero el tiburón había mordido madera y se retiraba. Regresó dos veces para empujar el barril con su grotesco hocico, pero cada uno de esos intentos era menos decidido que el anterior; tal vez, habiendo saciado su apetito con el cadáver de John Tate, lo desilusionaban el gusto y el olor de esas astillas. Por fin Sam vio que se alejaba, meneando la empinada aleta de un lado a otro para nadar corriente arriba.

Siguió inmóvil, tendido sobre el barril, cabalgando en el vientre salitroso del océano, subiendo y bajando con sus corcovos como un amante exhausto. Cayó la noche sobre él; ya no habría podido moverse aun si lo hubiera deseado. Cayó en arranques de delirio y en ratos de olvido.

Soñó que era otra vez de mañana, que había sobrevivido a la noche. Soñó que oía voces humanas a poca distancia. Soñó que, al abrir los ojos, veía aproximarse una alta nave. Supo que era una fantasía, pues en el curso de doce meses apenas una veintena de barcos circunnavegaba ese cabo remoto, en el fin del mundo. No obstante, un bote descendió por un costado y se le acercó a remo. Sólo cuando unas manos ásperas lo asieron de las piernas comprendió, difusamente, que eso no era un sueño. El Resolution se dirigía hacia tierra, con sólo una pluma de lona extendida y la tripulación lista para arriarla. Sir Francis desviaba rápidamente la vista entre el velamen y la tierra, que se alzaba a poca distancia. Escuchaba con atención el cántico del sondeador, que arrojaba la línea y dejaba caer la pesa delante de la proa. Al pasar la nave junto a ella, cuando la línea quedaba recta y vertical, leía el dato:

—¡Profundidad veinte!

—Dentro de una hora la marea llegará al máximo —informó Hal, apartando la vista de la pizarra—. Y en tres días habrá luna llena. Será una marea excepcionalmente alta.

—Gracias, piloto —dijo Sir Francis, con un dejo de sarcasmo. Hal sólo estaba cumpliendo con su deber, pero el chico no era el único que se había pasado horas estudiando el almanaque y las tablas. Luego Sir Francis cedió—. Sube al puesto del vigía, muchacho. Mantén los ojos bien abiertos.

Siguió con la vista a Hal, que trepaba por los obenques, luego dijo en voz baja al timonel:

—Un punto a sotavento, maese Ned.

—Un punto a sotavento, capitán. —Usando los dientes, Ned pasó el cañón de la pipa vacía de una comisura de la boca a la otra. Él también había visto la espuma blanca de los arrecifes en la entrada del canal.

La tierra estaba ya tan cerca que era posible ver por separado las ramas de los árboles que crecían en los promontorios rocosos, a ambos lados de la entrada.

—Rumbo estable —indicó Sir Francis, mientras el Resolution se deslizaba entre esos inmensos acantilados de roca. Nunca había visto esa entrada en mapa alguno, capturado o comprado. Todos calificaban esa costa como imponente y peligrosa, con pocas aterradas seguras por mil quinientos kilómetros al norte de Table Bay, en Buena Esperanza. Sin embargo, al adentrarse el Resolution en el agua verde del canal, una encantadora laguna se abrió hacia proa, rodeada de colinas altas y densamente boscosas.

—¡Laguna del Elefante! —exclamó Hal desde el puesto del vigía. Hacía más de dos meses que habían abandonado ese puerto secreto. Como para justificar el nombre que Sir Francis le había dado, de la playa, bajo la selva, surgió una clarinada.

Hal rió de placer al distinguir cuatro enormes siluetas grises en la playa. Formaban una hilera cerrada, flanco a flanco frente al navío, con las orejas bien extendidas y las trompas en alto; las fosas nasales olfateaban esa extraña aparición que se les acercaba. El macho elevó sus grandes colmillos amarillentos y sacudió la cabeza, haciendo resonar las orejas como una gran vela harapienta. Luego volvió a barritar.

En la proa del barco, Aboli respondió al saludo con una mano en alto, anunciando en el idioma que sólo Hal entendía:

—Te veo, sabio anciano. Ve en paz, pues soy de tu tótem y no te deseo ningún mal.

Al sonido de su voz, los elefantes retrocedieron, apartándose de la orilla, y giraron a la par para trotar hacia el bosque. Hal rió otra vez: por las palabras de Aboli y por el aspecto de las grandes bestias, que sacudían la selva con su potencia.

Luego volvió a concentrarse en los bancos de arena y los bajíos, dando indicaciones a su padre, que permanecía en el alcázar. El Resolution siguió el serpenteante canal, cruzando la laguna, hasta llegar a un amplio estanque verde. Recogidos los últimos rizos, se arrojó el ancla con un chapoteo. El barco giró suavemente, hociqueando la cadena del ancla.

Estaba apenas a cincuenta metros de la playa, escondido tras una pequeña isla de la laguna, que la ocultaba al escrutinio casual de un barco que pasara. Apenas se hubo detenido, Sir Francis ordenó a gritos:

—¡Carpintero! ¡Haced armar y lanzar las pinazas!

Antes de mediodía botaron la primera; diez hombres se embarcaron en ella con sus mochilas. Daniel se puso al mando de los remeros, que los impulsaron a través de la laguna hasta depositarlos en la costa, al pie de los promontorios. Por el telescopio, Sir Francis los vio trepar hasta la cima por el empinado sendero de los elefantes. Desde allí montarían guardia para advertirle sobre la proximidad de cualquier vela desconocida.

—Por la mañana trasladaremos las culebrinas hasta la entrada y las dispondremos en emplazamientos de piedra, a fin de cubrir el canal —dijo a Hal—. Ahora celebraremos nuestra llegada con una cena de pescado fresco. Prepara los anzuelos y las líneas. Ve con Aboli y cuatro hombres en la otra pinaza. Busca algunos cangrejos en la playa y tráeme un cargamento de pescado para la cocina de a bordo.

De pie en la proa, mientras la pinaza se adentraba a remo por el canal, Hal bajó la vista al agua. Era tan clara que se veía el fondo arenoso. La laguna hervía de cardúmenes que huían del bote. Muchos peces eran tan largos como su brazo; algunos, tanto como sus dos brazos extendidos.

Cuando hubieron anclado en la parte más honda del canal, el muchacho arrojó una línea de anzuelos cebados con cangrejos que habían retirado de sus agujeros, en la playa. Antes de tocar el fondo, la carnada fue mordida con tanta violencia que la línea le despellejó los dedos antes de que pudiera frenarla. Echando el cuerpo atrás para ofrecer resistencia, la recogió palmo a palmo, hasta hacer pasar por sobre la borda un cuerpo reluciente de la plata más pura.

El pescado aún se sacudía sobre la cubierta, mientras Hal luchaba por retirar el anzuelo de su labio gomoso, cuando Aboli lanzó un grito de entusiasmo y recogió su propia línea. Antes que pudiera recoger su pez, los otros marineros ya forcejeaban, entre risas, para subir a bordo una pesada pesca.

En el curso de una hora se encontraron cubiertos de pescado hasta la rodilla y untados hasta las cejas de sangre y escamas. Hasta las manos encallecidas de los marineros sangraban por los cortes de las líneas y las lastimaduras causadas por aletas afiladas. Ya no era deporte, sino duro trabajo mantener al costado esa catarata invertida de plata viviente.

Cuando estaba por ponerse el Sol, Hal dio la tarea por terminada y regresaron a remo al galeón anclado. Aún estaban a cien metros de él cuando, siguiendo un impulso, el muchacho se levantó para quitarse la ropa maloliente. Desnudo como había nacido, se irguió en la popa, anunciando a Aboli:

—Llévala al costado y descarga la pesca. Yo iré nadando desde aquí.

No se había bañado en más de dos meses, desde la última vez que anclaron en la laguna, y ansiaba sentir el agua fresca y clara contra la piel. Cuando se zambulló desde la borda, los hombres alineados contra la barandilla del galeón lo alentaron con gritos irreverentes; hasta Sir Francis se detuvo para observarlo con indulgencia.

—Dejadlo, capitán. No ha dejado de ser un chico alegre —comentó Ned Tyler—. Pero es tan alto y fornido que uno a veces lo olvida. —Llevaba tantos años junto a Sir Francis que se le podía perdonar tanta familiaridad.

—En la guerre de course no hay lugar para un chico inconsciente. Este es trabajo de hombres; hasta el cuerpo más joven necesita tener una buena cabeza arriba si no quiere terminar colgando de una horca holandesa.

Pero no hizo esfuerzo alguno por reprender a Hal, mientras su silueta desnuda y blanca se deslizaba por el agua, flexible y ágil como un delfín.

Katinka, al oír la conmoción en cubierta, apartó los ojos del libro que estaba leyendo: Gargantúa y Pantagruel, de François Rabelais, en una edición particular hecha en París, con bellas ilustraciones eróticas en todo detalle, coloreadas a mano. Se lo había enviado un joven al que conoció en Ámsterdam antes de su apresurado casamiento y que, por estrecha e íntima experiencia, conocía bien sus gustos. Miró ociosamente por la ventana y de inmediato sintió vivo interés. Dejando caer el libro, se levantó para ver mejor.

—Tu esposo, lieveling —le advirtió Zelda.

—Al demonio con mi esposo —dijo Katinka, saliendo a la galería de popa, con la mano a modo de visera para proteger los ojos del Sol poniente.

El joven inglés que la había capturado estaba de pie en la popa de una pequeña embarcación, en las aguas serenas de la laguna. Ante la vista de la mujer, se quitó la ropa sucia y harapienta, hasta quedar impúdicamente desnudo, en fácil y elegante equilibrio sobre la regala.

Cuando jovencita había acompañado a su padre a Italia, donde sobornó a Zelda para que la llevara a ver las esculturas de Miguel Ángel, mientras él se reunía con sus socios comerciales. Aquella tarde bochornosa pasó casi una hora de pie ante la estatua de David. Su belleza había despertado en ella un torbellino de emociones; era la primera vez que veía la representación de un desnudo masculino, y eso le había cambiado la vida.

Ahora contemplaba otra escultura de David, pero esa no estaba hecha de frío mármol. Naturalmente, desde aquel primer encuentro en su camarote había visto al muchacho con frecuencia. Él le seguía los pasos como un cachorro demasiado afectuoso. Cada vez que Katinka salía del camarote lo veía aparecer como por milagro, para mirarla desde lejos con aire melancólico. Esa transparente adoración le resultaba apenas divertida, pues no estaba acostumbrada a provocar otra cosa en todos los varones de entre catorce y ochenta años. Con sus harapos abolsados y mugrientos, ese bonito joven no merecía más que una mirada fugaz. En aquella primera y violenta entrevista había dejado tal hedor en el camarote que ella lo hizo rociar con perfume para quitarlo. Pero sabía, por amarga experiencia, que todos los marineros apestaban; a bordo se llevaba agua sólo para beber, y aun eso con parsimonia.

Sin embargo, desprovisto de esa ropa molesta el muchacho se convertía en un objeto de asombrosa hermosura. Aunque tenía los brazos y la cara bronceados por el sol, el torso y las piernas parecían tallados del más puro blanco. El sol, ya bajo, doraba las curvas y los ángulos de su cuerpo; el pelo oscuro le caía en abundancia por la espalda. Los dientes eran níveos en la cara bronceada; su risa, tan musical y llena de vigor que la hizo sonreír.

Al bajar la mirada hacia el cuerpo quedó boquiabierta. Los ojos violáceos se entornaron, calculadores. Las dulces líneas de ese rostro resultaban engañosas: ya no era un niño. El vientre plano ondulaba de músculos jóvenes, como las arenas de una duna esculpida por el viento. En la base brotaba una oscura mata de rizos duros, de la que pendían los genitales róseos, plenos y pesados, con una autoridad de la que carecían los del David de Miguel Ángel.

Cuando el joven se zambulló en la laguna, Katinka pudo seguir en el agua clara cada uno de sus movimientos. Lo vio asomar ala superficie y, entre risas, apartar el pelo empapado con una sacudida de la cabeza. Las gotas lanzadas chispearon como el sagrado halo de luz en torno de la cabeza de un ángel.

Nadó hacia donde ella estaba, deslizándose por el agua con una gracia peculiar que ella no le había reconocido al verlo vestido de lona harapienta. Pasó casi directamente debajo de ella, pero no levantó la vista; no sabía de su escrutinio. Katinka distinguió los nudos de su columna, flanqueados por cordones de músculos duros, que iban a fundirse en la profunda hendidura entre las nalgas enjutas y redondas, que se tensaban eróticamente con cada movimiento de las piernas, como si estuvieran haciendo el amor con el agua al pasar por ella.

Se inclinó para seguirlo con los ojos, pero lo perdió de vista al otro lado de la popa. Con un mohín de frustración, Katinka fue en busca de su libro. Pero las ilustraciones habían perdido su seducción; resultaban desteñidas en contraste con la carne verdadera y la lustrosa piel joven.

Con el volumen abierto en el regazo, imaginó ese cuerpo firme sobre ella, blanco y reluciente; imaginó esas nalgas tensas cambiando de forma al clavarle ella las uñas afiladas. Adivinó por instinto que era virgen; casi le era posible percibir el olor a miel de la castidad, que la atraía como a una avispa la fruta muy madura. Sería su primera aventura con un inocente. La idea añadía pimienta a la hermosura natural del joven.

El largo período de abstinencia forzosa agravaba sus sueños eróticos. Se reclinó hacia atrás, apretando los muslos, y empezó a mecerse suavemente en la silla, sonriendo secretamente para sí. Hal pasó las tres noches siguientes en el campamento de la playa, bajo los promontorios. Su padre le había encargado trasladar los cañones a la costa y construirles un emplazamiento de piedra frente a la estrecha entrada de la laguna.

Naturalmente, Sir Francis había cruzado a remo para inspeccionar los puntos elegidos por su hijo, pero ni siquiera él halló falla alguna: el campo de fuego barrería cualquier barco enemigo que tratara de pasar por entre los promontorios.

Al cuarto día, cuando el trabajo estuvo hecho y Hal cruzó a remo la laguna para volver al barco, vio desde lejos que las obras de reparación del navío estaban bien avanzadas. El carpintero y sus hombres habían construido andamios por sobre la proa y desde allí instalaban tablas nuevas con las que reemplazar las dañadas por los disparos, para gran molestia de los huéspedes. El desgarbado palo provisorio, levantado por el capitán holandés para reemplazar el mástil destrozado por el vendaval, había sido retirado; sin él, las líneas del galeón resultaban torpes y poco armoniosas.

Sin embargo, cuando Hal subió a cubierta vio que Ned Tyler y su grupo de trabajo estaban retirando los grandes postes de madera exótica, que constituían la parte más pesada de la carga, para bajarlos a la laguna y hacerlos flotar hasta la playa.

El mástil de repuesto estaba en el fondo de la bodega, donde se encontraba el compartimiento cerrado que contenía las monedas y los lingotes. Para llegar hasta allí era preciso retirar toda la carga.

—Tu padre te manda llamar —lo saludó Aboli.

Hal corrió a popa.

—Desde que estás en tierra has perdido tres días de estudios —le dijo Sir Francis, sin preámbulos.

—Sí, padre. —Hal sabía inútil señalar que no los había eludido deliberadamente. "Pero al menos no voy a disculparme", decidió para sus adentros, enfrentando sin parpadear la mirada de su padre.

—Esta noche, después de la cena, ensayaremos el catecismo de la Orden. Ven a mi camarote a las ocho campanadas de la segunda guardia vespertina.

El catecismo de iniciación a la Orden de San Jorge y el Santo Grial nunca había sido escrito; desde hacía casi cuatro siglos, las doscientas preguntas y respuestas esotéricas se trasmitían de boca en boca: cada maestro instruía a su novicio en la Estricta Observancia.

Sentado en el castillo de proa junto a Aboli, Hal devoró bizcochos calientes, fritos en grasa, y pescado fresco al horno. Ahora, con ilimitadas cantidades de leña y alimentos frescos a mano, las comidas de a bordo resultaban sustanciosas, pero Hal comió en silencio. Repasaba mentalmente su catecismo, pues el padre sería estricto en su evaluación. La campana del barco sonó demasiado pronto y, al apagarse la última nota, Hal llamó a la puerta del camarote.

Hal se arrodilló en las tablas desnudas del piso, mientras Sir Francis se sentaba a su escritorio, con el manto de su cargo sobre los hombros y, en el pecho, el magnífico sello de oro, la insignia del caballero Nautonnier que había pasado por todos los grados de la Orden. Representaba al león rampante de Inglaterra, que sostenía en alto la cruz patada; por sobre ella, las estrellas y la luna en cuarto creciente de la diosa madre. Los ojos del león eran rubíes; las estrellas, diamantes. En el índice de la derecha lucía un angosto anillo de oro que tenía grabadas una brújula y una ballestilla, las herramientas del navegante; por sobre ellas, un león coronado. El anillo era pequeño y discreto, nada tan ostentoso como el sello.

Su padre dirigió el catecismo en latín. El empleo de ese idioma garantizaba que sólo pudieran ingresar en la Orden hombres instruidos.

—¿Quién sois? —Sir Francis formuló la primera pregunta.

—Henry Courtney, hijo de Francis y Edwina.

—¿Qué os trae hasta aquí?

—He venido a presentarme como acólito de la Orden de San Jorge y el Santo Grial.

—¿De dónde venís?

—Del mar océano, pues ese es mi comienzo y al final será mi sudario. —Con esta respuesta, Hal reconocía las raíces marítimas de la Orden.

Las cincuenta preguntas siguientes examinaban los conocimientos que los novicios tuvieran sobre la historia de la Orden.

—¿Quiénes fueron antes que vos?

—Los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón. —Los Caballeros de la Orden del Templo de San Jorge y el Santo Grial eran sucesores de la extinta orden de los Caballeros Templarios.

A continuación Sir Francis hizo que Hal esbozara la historia de la Orden. En el año 1312, los caballeros templarios habían sido atacados y aniquilados por el Rey de Francia, Felipe IV el Bello, en connivencia con su marioneta, el papa Clemente V de Burdeos. La Corona confiscó su vasta fortuna en tierras y barras de oro; fueron torturados y quemados en la hoguera. Sin embargo, advertidos por sus aliados, los marinos templarios soltaron subrepticiamente amarras en los puertos de Francia y se hicieron a la mar rumbo a Inglaterra, donde buscaron la protección del rey Eduardo II. Desde entonces habían abierto sus logias en Escocia e Inglaterra, bajo nombres distintos, pero manteniendo intactos los postulados básicos de la Orden.

Luego Sir Francis hizo que su hijo repitiera las palabras arcanas de reconocimiento y el apretón de manos con el que los caballeros se identificaban entre sí.

—In Arcadia habito. En la Arcadia vivo —entonó Sir Francis. Y se inclinó hacia Hal para estrecharle la mano derecha con el doble apretón.

—¡Flumen sacrum bene cognosco! ¡Conozco bien el río sagrado! —replicó Hal, con reverencia, entrelazando el índice con el de su padre a manera de respuesta.

—Explica el significado de esas palabras.

—Es nuestra alianza con Dios y con los otros caballeros. El Templo es Arcadia; nosotros somos el río.

La campana de a bordo marcó dos veces el paso de las horas antes de que las doscientas preguntas hubieran sido formuladas y respondidas. Por fin Hal, ya entumecido, recibió autorización para levantarse.

Cuando llegó a su diminuto camarote estaba tan cansado que no pudo siquiera encender la lámpara de aceite; se dejó caer en la litera completamente vestido y así quedó, en un estupor de agotamiento mental. Las preguntas y las respuestas del catecismo resonaban como un estribillo interminable en su cerebro cansado, hasta que el significado y la realidad parecieron retroceder.

Entonces oyó leves ruidos de movimiento al otro lado del mamparo y su fatiga desapareció como por milagro. Se incorporó, con los sentidos dirigidos hacia el otro camarote. No quiso encender la lámpara, pues el ruido del acero contra el pedernal atravesaría el entablado. Levantándose de la litera, caminó descalzo en la oscuridad hasta el mamparo.

Se arrodilló para deslizar los dedos por la juntura de las tablas, hasta hallar el tarugo que había dejado allí. Después de retirarlo silenciosamente, aplicó el ojo al agujero.

Todos los días, su padre permitía que Katinka van de Velde y la criada fueran a tierra, bajo la custodia de Aboli, y pasaran una hora caminando por la playa. Esa tarde, mientras las mujeres no estaban en el barco. Hal había hallado un momento para bajar a su camarote, donde utilizó la punta de su puñal para agrandar la grieta del mamparo. Luego rebajó a cuchillo un trozo de madera del mismo tono para cerrar y disimular la abertura.

Ahora se sentía lleno de culpa, pero no podía contenerse. Aplicó el ojo a la ranura agrandada. Nada estorbaba su visión del pequeño camarote vecino. En el mamparo de enfrente había un alto espejo veneciano, cuyo reflejo le permitía ver con claridad hasta aquellos sectores que, de otro modo, no habrían estado a su vista. Era evidente que esa pequeña cabina constituía un anexo del camarote principal, más grande y espléndido. Parecía servir como vestidor y lugar de retiro, para que la esposa del gobernador pudiera bañarse y atender a su higiene íntima y privada. La bañera estaba instalada en el centro: era una pesada tina de cerámica al estilo oriental, con los lados decorados con paisajes montañeses y bosques de bambú.

Katinka estaba sentada en un banquito, al otro lado, y su criada le alisaba la cabellera con uno de los cepillos de plata. El pelo le llegaba a la cintura y cada paso del cepillo lo hacía reverberar a la luz de la lámpara. Vestía una bata de brocado, tiesa a fuerza de bordados de oro, pero a Hal lo maravilló notar que su pelo brillaba más que la hebra de metal precioso.

La contempló, hechizado, tratando de memorizar cada gesto de sus manos blancas, cada delicado movimiento de esa encantadora cabeza. El sonido de su voz, su dulce risa, eran un bálsamo para su mente y su cuerpo exhaustos. La criada acabó su tarea y se apartó. Cuando Katinka abandonó el banquito Hal se sintió desalentado, pues supuso que tomaría la lámpara para salir de la cabina. En cambio ella se acercó hacia la grieta. Aunque quedó fuera de su campo visual, aún era posible ver su reflejo en el espejo. Tan sólo el grosor de la madera los separaba; Hal tuvo miedo de que ella percibiera su respiración enronquecida.

Vio, por el espejo, que ella se detenía a levantar la tapa del gabinete nocturno, fijado al lado opuesto del mamparo contra el cual se apoyaba Hal. De pronto, sin que él se diera cuenta de sus intenciones, Katinka se recogió las faldas por encima de la cintura y, al mismo tiempo, se encaramó como un pájaro en el asiento del gabinete.

No dejó de reír y parlotear con su criada, mientras vertía sus aguas en la bacinilla instalada debajo. Cuando volvió a levantarse, Hal pudo ver una vez más las piernas largas y claras, antes de que las faldas volvieran a cubrirla. Ella salió graciosamente de la cabina.

Hal se tendió en la dura litera, con las manos apretadas contra el pecho, y trató de conciliar el sueño. Pero lo atormentaban las imágenes de aquella hermosura. Con el cuerpo ardiente, rodaba incesantemente de lado a lado.

—¡Voy a ser fuerte! —susurró en voz alta. Y apretó los puños hasta que le crujieron los nudillos. Trató de apartar esa visión de la mente, pero le zumbaba en el cerebro como un enjambre de abejas enfurecidas. Una vez más oyó, en su imaginación, la risa de Katinka mezclada con el alegre tintineo de la bacinilla. Entonces no pudo resistir más. Capitulando con un gemido de culpa, bajó las dos manos hacia la entrepierna hinchada y palpitante.

Una vez que la carga de madera hubo sido retirada de la bodega principal, fue posible sacar a cubierta el mástil de repuesto. Para eso se requirió la mitad de la tripulación. El enorme mástil era casi tan largo como el galeón; fue preciso maniobrar con cuidado para retirarlo de su sitio, en las entrañas de la nave. Después de llevarlo a flote por el canal, lo subieron a la playa. Allí, en un claro bajo el extenso dosel de la selva, los carpinteros lo pusieron sobre caballetes para darle forma, a fin de que fuera posible ponerlo en el casco para reemplazar el palo roto por el vendaval.

Sólo cuando la bodega estuvo vacía pudo Sir Francis convocar a toda la tripulación para que presenciara la apertura del compartimiento del tesoro, que las autoridades holandesas habían cubierto deliberadamente con la carga más pesada. Era práctica habitual de la VOC asegurar de ese modo los artículos más valiosos. Varios cientos de toneladas de pesados maderos, apilados sobre la entrada de la caja fuerte, disuadirían hasta al ladrón más decidido de entrar en contacto con su contenido.

Mientras los tripulantes se agolpaban en la abertura de la escotilla, Sir Francis y los contramaestres bajaron llevando cada uno una lámpara encendida; luego se arrodillaron en el fondo de la bodega, para examinar los sellos que el gobernador holandés de Trincomalee había puesto a la entrada.

—¡Los sellos están intactos! —gritó Sir Francis, para tranquilizar a los espectadores, que lanzaron bulliciosos gritos de victoria.

—¡Romped los goznes! —ordenó a Daniel.

Y El Grandote cumplió de buena gana.

La madera saltó en astillas; chirriaron los tornillos de bronce, arrancados de sus lugares. El interior de la caja fuerte estaba revestido con l minas de cobre, pero la barra de hierro de Daniel desgarró el metal. Entre los presentes se oyó un murmullo de placer al surgir a la vista el contenido del compartimiento.

Las monedas estaban dentro de gruesas bolsas de lona, quince en total. Daniel las sacó a la rastra para amontonarlas en una red que sería izada a cubierta. A continuación retiraron los lingotes de oro. Estaban agrupados de a diez en cajas de madera sin desbastar, en las que se había grabado al rojo el número y el peso de las barras.

Al salir de la bodega, Sir Francis ordenó que todas las sacas de monedas, salvo dos, y todas las cajas de barras fueran llevadas a su propio camarote.

—Ahora nos repartiremos sólo estas dos sacas —dijo—. Cada uno recibirá el resto de su parte cuando lleguemos a la patria, a nuestra vieja y querida Inglaterra. —Se inclinó hacia las dos bolsas restantes, con una daga en la mano, y cortó las costuras. Los hombres aullaron como una manada de lobos al ver que diez guldens de plata centelleante caían a la cubierta.

—No hace falta contarlas. Estos cabezas de queso ya hicieron el trabajo. —Sir Francis señaló los números pintados en las sacas—. Que cada uno se adelante al oír su nombre.

Entre risas excitadas y comentarios pícaros, los hombres se formaron en filas indias. Al oírse nombrar, cada uno se adelantaba con la gorra extendida para recibir su parte de guldens de plata.

Hal fue el único que no recibió parte alguna del botín. Aunque tenía derecho a la misma parte que los guardias marinas, su padre se haría cargo de ella.

—No hay tonto mayor que un muchacho con oro o plata en la bolsa —le había explicado, razonablemente—. Algún día me agradecerás que te los haya guardado. —Luego se volvió con fingida furia hacia la tripulación—. No porque seáis ricos voy atener menos trabajo para vosotros —rugió—. El resto de la carga pesada debe ir a tierra para que podamos varar el buque, carenarlo, limpiar el fondo, instalar el mástil nuevo y ponerle las culebrinas. Hay trabajo suficiente para manteneros ocupados por uno o dos meses.

En los barcos de Sir Francis nadie podía permanecer ocioso por mucho tiempo. El tedio era el enemigo más peligroso de cuantos él enfrentaría jamás. Mientras una de las guardias se ocupaba de la descarga, él mantenía ocupados a los hombres que no estaban de turno. No se les permitía olvidar jamás que esa era una nave de combate y que debían estar listos para enfrentar, en cualquier momento, a un enemigo desesperado.

Con las escotillas abiertas y los enormes toneles de especiasen movimiento, no quedaba espacio en la cubierta para hacer práctica de armas, de modo que El Grandote Daniel llevó a los hombres desocupados a la playa. Se formaron en fila, hombro con hombro, para hacer todo lo que indicaba el manual de armas. Blandir el sable: corte a la izquierda, estocada y recobrar, corte a la derecha, estocada y recobrar, hasta que el sudor corrió a mares y todos quedaron jadeando.

—¡Basta de eso! —les dijo El Grandote, al fin. Pero aún no los dejó en libertad—. Ahora, un poco de lucha, sólo para calentar la sangre.

Y caminó entre ellos, pareándolos; tomaba a dos hombres por el pelo de la nuca y los impulsaba unos contra otros, como si fueran gallos de riña en el ruedo. Pronto la playa quedó cubierta de parejas que se debatían y gritaban, hombres desnudos hasta la cintura, a los corcovos, alzándose en vilo y rodando por la arena blanca.

De pie entre los primeros árboles del bosque, Katinka y su aya los observaban con interés. Aboli se había detenido a pocos pasos, apoyado contra el tronco de un gigantesco mirobálano.

Hal se enfrentaba a un marinero veinte años mayor. Aunque eran de la misma altura, el otro lo superaba en seis o siete kilos. Ambos danzaban en círculo, cada uno buscando asidero en el cuello y los hombros del otro, intentando hacerle perder el equilibrio o enganchar un talón para arrojarlo al suelo.

—Usa la cadera. ¡Arrójalo por sobre la cadera! —susurró Katinka, que observaba a Hal. Estaba tan absorta en el espectáculo que, inconscientemente, había apretado los puños y los descargaba entusiastamente contra los muslos, con las mejillas más rosadas de la que podía colorearlas el calor o el pote de colorete.

A Katinka le encantaba ver combatir a hombres o animales. No desperdiciaba oportunidad para obligar a su esposo a que la acompañara a las corridas de toros, las riñas de gallos o las cacerías de ratas con terriers. "Cuando corre el vino rojo, mi adorable tesoro se siente feliz." Van de Velde estaba orgulloso de esa desacostumbrada predilección por los deportes sanguinarios. Ella jamás se perdía un torneo de épée y hasta disfrutaba del deporte inglés a puño limpio. Sin embargo, la lucha era una de sus diversiones favoritas, de la que conocía todas las tomas y llaves.

Ahora estaba encantada por los elegantes movimientos del joven e impresionada por su técnica. Era evidente que había sido bien preparado: aunque su adversario era más pesado, Hallo aventajaba en celeridad y fuerza. Aprovechaba el mayor peso de su oponente, obligándolo a gruñir y patalear para mantenerse en pie, cada vez que él lo llevaba hasta el límite de su equilibrio. En la embestida siguiente, Hal cedió ante el adversario sin ofrecer resistencia y se dejó caer hacia atrás sin soltarlo. Al dar contra el suelo, quebró su propia caída arqueando la espalda, en tanto hundía los talones en el vientre del otro para catapultarlo hacia arriba. Mientras el hombre yacía en el suelo, aturdido, Hal giró instantáneamente para sentarse a horcajadas sobre su espalda, inmovilizándolo boca abajo. Luego lo sujetó por la trenza, hundiéndole la cara en la arena fina, hasta que su adversario golpeó el suelo con las palmas para indicar que se rendía.

Hal lo soltó y se puso de pie con la agilidad de un gato. El marinero se irguió sobre las rodillas, jadeando y escupiendo arena. Luego, inesperadamente, se arrojó contra Hal, que estaba por darle la espalda. Por el rabillo del ojo, el muchacho vio venir el puño apretado contra su cabeza y rodó para esquivar el golpe, pero no fue lo bastante rápido. El golpe le rozó la cara, haciendo brotar un chorro de sangre de la nariz. Hal sujetó al hombre por la muñeca en el momento en que llegaba al límite de su impulso; luego le torció el brazo para subirle la mano hasta los omóplatos. El marinero, con un chillido, se vio obligado a empinarse sobre la punta de los pies.

—¡Por la leche de María, maese John, que parece gustaros el sabor de la arena! —Hal le apoyó un pie descalzo en el trasero y lo lanzó nuevamente de bruces en la playa.

—¡Os estáis volviendo demasiado listo y engreído, maese Hal! —El Grandote Daniel se acercó a grandes pasos, ceñudo y refunfuñante para disimular el deleite que le causaba el desempeño de su discípulo—. La próxima vez os buscaré un oponente más recio. Y que el capitán no os oiga decir esas blasfemias u os encontraréis degustando cosas peores que la limpia arena de la playa.

Aún riendo, encantado por la mal velada aprobación de Daniel y los gritos de aliento de los otros luchadores, Hal caminó con aire ufano hasta el borde de la laguna y llenó de agua el hueco de las dos manos para lavarse la sangre del labio superior.

—¡Jesús, María y José, cómo le gusta ganar! —El Grandote sonrió a su espalda—. Por mucho que se esfuerce, el capitán Franky no podrá quebrar a ese. El viejo ha engendrado un cachorro que hace honor a su sangre.

—¿Qué edad puede tener? —preguntó Katinka a su criada, en tono reflexivo.

—No sé —respondió Zelda, con aire remilgado—. Es una criatura.

Katinka meneó la cabeza con una sonrisa; lo recordaba desnudo, de pie en la popa de la pinaza.

—Pregunta a nuestro perro guardián.

El aya, obediente, se volvió hacia Aboli para preguntarle en inglés:

—¿Qué edad tiene el muchacho?

—La suficiente para darle lo que ella desea —gruñó Aboli en su propio idioma, fingiendo no comprender. En esos últimos días, mientras las custodiaba, había estudiado a esa mujer de pelo color de sol. Reconocía el brillo predatorio de esos recatados ojos violáceos, capaces de observar a un hombre como la mangosta observa a un pollo rollizo; la afectada inocencia con que movía la cabeza quedaba desmentida por el bamboleo caprichoso de las caderas bajo las capas de seda y encaje—. Una ramera es una ramera, cualquiera que sea el color de su pelo, ya viva en una choza o en el palacio del gobernador.

A la profunda cadencia de su voz se mezclaban los chasquidos entrecortados de su lengua tribal. Zelda le volvió la espalda con un gesto brusco.

—¡Qué bestia estúpida! No entiende nada.

Hal se apartó de la orilla para acercarse a los árboles, en busca de la camisa que había colgado en una rama. Aún tenía el pelo mojado y manchas rojas en el pecho y los hombros, por los rudos contactos de la lucha. Una mancha de sangre le cruzaba todavía la mejilla.

Al levantar la mano hacia la camisa, su mirada se encontró con los atentos ojos violáceos de Katinka. Hasta ese momento no había reparado en su presencia. De inmediato se evaporó su actitud arrogante; retrocedió como si hubiera recibido inesperadamente una bofetada y un rubor oscuro le cubrió la cara, borrando las manchas más claras dejadas por los golpes de su adversario.

Katinka contempló serenamente su torso desnudo. Él cruzó los brazos adelante, como avergonzado.

—Tenías razón, Zelda —dijo ella, descartándolo con un gesto de la mano. Y añadió en latín, para asegurarse de que el muchacho entendiera—: Es sólo una criatura mugrienta.

Hal se quedó mirándola con angustia, en tanto ella recogía las faldas y se alejaba majestuosamente por la playa, seguida por Aboli y su criada, hacia la pinaza que esperaba.

Esa noche, tendido en el incómodo jergón de paja, en su estrecha litera, oyó en el camarote vecino movimientos, risas y voces tenues. Se incorporó sobre un codo, pero luego recordó el insulto que se le había arrojado con tanto desdén.

—No volveré a pensar jamás en ella —se prometió, dejándose caer nuevamente en el jergón. Y se cubrió los oídos con las manos para dejar afuera la cadencia de su voz. En un intento por alejarla de su mente, repitió muy quedo:

—In Arcadia habito.

Pero pasó largo rato antes que el cansancio le permitiera, al fin, caer en un sueño negro y profundo. En la punta de la laguna, a tres kilómetros del sitio donde había anclado el Resolution, un arroyo de agua dulce y clara caía a tumbos por una estrecha garganta, mezclándose con las aguas lodosas de abajo.

En su lento avance contra la corriente, las dos lanchas iban espantando bandadas de aves acuáticas, que se lanzaban al aire desde los bajíos en una cacofonía de graznidos y cloqueos: veinte variedades de patos y gansos, diferentes de todo lo que se conocía en el hemisferio norte. Había también otras especies, de patas desproporcionadamente largas o picos de formas extrañas, y grullas, zarapitos y garcetas más grandes o más coloridas que sus semejantes de Inglaterra. Su número oscurecía el firmamento; los hombres descansaron por un minuto junto a los remos, contemplando esas multitudes con estupefacción.

—Es una tierra de portentos —murmuró Sir Francis, observando esa alocada exhibición—. No obstante, sólo hemos explorado una pequeña parte de ella. ¿Qué otras maravillas se esconden más allá de este umbral, en lo profundo del continente, donde ningún hombre ha posado los ojos?

Sus palabras excitaron la imaginación de Hal, conjurando una vez más las imágenes de monstruos y dragones que decoraban las cartas que él conocía.

—¡A los remos! —ordenó el padre.

Y todos volvieron a inclinarse en un solo movimiento.

Padre e hijo estaban solos en la primera embarcación; Sir Francis manejaba el remo de estribor, con golpes largos y potentes que igualaban incansablemente los de Hal. Entre los dos se interponían los toneles de agua vacíos, cuyo rellenado era el propósito ostensible de esa expedición hacia la cabecera de la laguna. Sin embargo, el verdadero motivo estaba entre los pies de Sir Francis. Durante la noche, Aboli y Daniel habían llevado las sacas de monedas y las cajas de lingotes desde el camarote hasta la falúa, para esconderlas bajo la tela alquitranada del fondo. En la proa acumularon cinco barriles de pólvora y una variedad de armas capturadas junto con el galeón: chafarotes, pistolas, mosquetes y sacos de cuero que contenían balas de plomo.

Ned Tyler, El Grandote y Aboli los seguían a poca distancia en la segunda embarcación; entre toda la tripulación, Sir Francis confiaba en ellos como en ningún otro. También esa falúa estaba cargada de toneles para agua.

Una vez bien adentrados en el arroyo, Sir Francis dejó de remar y se inclinó para recoger un jarrito de agua. Después de probarla asintió con satisfacción.

—Pura y dulce. —Luego gritó a Ned Tyler—. Comenzad a rellenar aquí. Hal y yo iremos aguas arriba.

Mientras Ned guiaba la lancha hacia la orilla, un ladrido salvaje resonó en el cañón, haciendo que todos levantaran la vista.

—¿Qué bestias son esas? ¿Hombres? —inquirió Ned—. ¿Alguna extraña especie de enanos peludos?

En su voz había miedo y respeto casi religioso por esas siluetas casi humanas que se alineaban en el borde del acantilado, muy por encima de ellos.

—Monos —explicó Sir Francis, apoyándose contra el remo. Como los de la Costa Bárbara.

Aboli rió entre dientes; luego echó la cabeza atrás para imitar fielmente el desafío del mandril macho que encabezaba la manada. Su grito hizo que los animales más jóvenes dieran un brinco y corretearan, nerviosos, a lo largo del acantilado.

El enorme macho aceptó el desafío. Erguido sobre las cuatro patas, en el filo del precipicio, abrió la boca para exhibir un par de terribles colmillos blancos. Algunos juveniles regresaron, envalentonados por esa demostración, y comenzaron a arrojar contra ellos piedras pequeñas y basuras. Los hombres se vieron obligados a agachar la cabeza para esquivar los proyectiles.

—Haced un disparo para ahuyentarlos —ordenó Sir Francis.

—La distancia es mucha. —Daniel descolgó su mosquete y, después de avivar con un soplido la punta encendida de la mecha lenta, se llevó la culata al hombro. El atronador estallido resonó en todo el cañón. Todos estallaron de risa ante las piruetas de los mandriles, aterrados por el disparo. La bala arrancó un fragmento del borde superior, ante lo cual los ejemplares jóvenes dieron una voltereta hacia atrás, espantados. Las madres alzaron a sus vástagos y, después de colgárselos bajo la panza, treparon por la ladera a pico; hasta el bravo macho abandonó su dignidad para unirse a la desbandada. En pocos segundos el acantilado quedó desierto; los sonidos de la despavorida retirada se fueron perdiendo a la distancia.

Aboli saltó por sobre la borda y, hundido en el río hasta la cintura, remolcó la embarcación hasta la orilla, mientras Daniel y Ned destapaban los toneles de agua para llenarlos. En la otra lancha, Sir Francis y Hal siguieron remando aguas arriba. Unos ochocientos metros más allá, el río se estrechaba notablemente y los acantilados se hacían más verticales. Después de hacer una pausa para orientarse, el caballero acercó la embarcación al acantilado y amarró la proa al tocón de un árbol muerto que brotaba de una grieta en la roca. Dejando a Hal en el bote, saltó a la estrecha cornisa e inició el ascenso.

No había ningún sendero visible, pero Sir Francis avanzaba con seguridad de un asidero a otro. Hal lo observaba con orgullo: a su modo de ver, su padre era ya un anciano, puesto que ya había dejado atrás la venerable edad de cuarenta años; aun así trepaba con fuerza y agilidad. De pronto, a quince metros de altura, alcanzó una cornisa invisible desde abajo y avanzó unos cuantos pasos por ella. Luego se arrodilló para examinar enangosta grieta en la faz del acantilado, cuya abertura estaba taponada con piedras bien apretadas. Sonrió con alivio al ver que se encontraban tal como él las había dejado casi un año antes. Con mucho cuidado, fue retirándolas de la grieta para dejarlas a un lado, hasta que la abertura fue lo bastante amplia como para entrar a gatas por ella.

La cueva interior estaba a oscuras, pero Sir Francis alargó la mano hacia un saliente de piedra, por encima de su cabeza, y buscó a tientas el pedernal y el acero que había dejado allí. Luego encendió la vela que llevaba consigo y miró alrededor.

Desde su última visita nada había sido tocado. Los cinco cofres seguían contra el muro trasero. Era el botín tomado del Heerlycke Nacht: vajilla de plata y cien mil guldens destinados al pago de salarios para la guarnición holandesa de Batavia. Junto a la entrada se amontonaba una variedad de objetos, con los cuales Sir Francis empezó inmediatamente a trabajar. Tardó casi media hora en instalar la pesada viga de madera frente a la entrada de la cueva, a modo de caballete, y bajar el aparejo hasta el bote amarrado abajo.

—¡Sujeta el primer cofre! —ordenó a Hal.

El muchacho lo ató y su padre tiró de él hacia arriba, haciendo chirriar la polea. La caja desapareció; pocos minutos después el extremo de la cuerda volvió a caer y quedó colgando al alcance de Hal, que ató la caja siguiente.

Tardaron bastante más de una hora en izar todos los lingotes y las sacas de monedas, para amontonarlas en la parte trasera de la cueva. Luego empezaron a trabajar con los barriles de pólvora y los paquetes de armas. Lo último en subir fue también lo más pequeño: una caja en la que Sir Francis había guardado una brújula y una ballestilla, un rollo de cartas geográficas tomadas del Standvastigheid, acero y pedernal, un juego de instrumentos de cirugía envueltos en lona y varias herramientas más, que podían representar, para un grupo aislado en esa costa salvaje e inexplorada, la diferencia entre la salvación y una muerte lenta.

—Sube, Hal —indicó Sir Francis, finalmente.

Hal subió por el acantilado con la ágil celeridad de un joven mandril. Al llegar arriba encontró a su padre cómodamente sentado en la estrecha cornisa, con las piernas colgando; en las manos tenía la pipa de arcilla y la petaca de tabaco.

—Dame una mano, hijo. —Señaló con la pipa vacía la grieta vertical abierta en la cara del acantilado—. Vuelve a cerrar eso.

Hal dedicó media hora más a reponer las piedras sueltas en la entrada, para ocultarla y para ahuyentar a los intrusos. Era poco probable que algún hombre encontrara el tesoro en esa garganta desierta, pero él y su padre sabían que los mandriles no dejarían de regresar, pues eran tan curiosos y traviesos como cualquier humano.

Cuando el muchacho estaba por descender nuevamente, Sir Francis lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.

—No hay prisa. Los otros aún no habrán terminado de llenar los toneles.

Permanecieron sentados en la cornisa, callados, mientras el padre fumaba tranquilamente su pipa de cañón largo. Por fin preguntó, entre una nube de humo azul.

—¿Qué he hecho aquí?

—Esconder nuestra parte del tesoro.

—No sólo nuestra parte, sino también la de la Corona y la de todos los hombres de a bordo —corrigió Sir Francis—. Pero ¿porqué he hecho eso?

—Porque el oro y la plata son una tentación hasta para los honestos. —Hal repetía el refrán que su padre le había inculcado tantas veces.

—¿No debería confiar en mi propia tripulación?

—Si no confías en nadie, nadie te desilusionará —respondió Hal, continuando con su lección.

—¿Crees eso? —Sir Francis se volvió para mirarlo de frente. Hal vacilaba—. ¿Confías en Aboli?

—Confío en él, sí —admitió el muchacho de mala gana, como si fuera un pecado.

—Aboli es un buen hombre, de los mejores. Pero ya ves que ni siquiera él me acompaña a este lugar. —Después de una pausa, el padre preguntó—: ¿Confías en mí, hijo?

—Por supuesto.

—¿Por qué? Soy sólo un hombre. ¿Y no te he dicho que no confíes en hombre alguno?

—Porque sois mi padre y os amo.

A Sir Francis se le nublaron los ojos. Hizo ademán de acariciar la mejilla de su hijo, pero luego dejó caer la mano con un suspiro y bajó la vista hacia el río. Hal esperaba una censura, pero no fue así. Al cabo de un rato Sir Francis le hizo otra pregunta.

—¿Qué me dices de las otras mercancías que he acumulado aquí? La pólvora, las armas, las cartas y otras cosas similares, ¿por qué las he puesto allí dentro?

—En previsión de un futuro incierto —respondió Hal, seguro de sí, pues había oído con frecuencia esa explicación—. El zorro sabio tiene muchas salidas.

Sir Francis asintió con la cabeza.

—Todos los que navegamos en la guerre de course estamos siempre en peligro. Algún día estos pocos cajones pueden salvarnos la vida.

El padre volvió a quedar callado, en tanto fumaba las últimas hebras de tabaco; por fin dijo, suavemente:

—Si Dios es clemente, llegará el momento, quizá no muy lejano, en que termine esta guerra con los holandeses. Entonces regresaremos aquí para recoger nuestro botín y volveremos a la patria, a Plymouth. Siempre he soñado con ser dueño de la casa solariega de Gainesbury, la que está junto a High Weald…

Se interrumpió como si no se atreviera a tentar al destino con tales ensoñaciones.

—Si me sucediera algo, es necesario que tú sepas y recuerdes dónde he acumulado nuestras ganancias. Serán tu herencia.

—¡No puede sucederte nada malo! —exclamó Hal, agitado. Era más una súplica que una afirmación convencida. No podía imaginar la vida sin esa imponente presencia como centro.

—Ningún hombre es inmortal —dijo Sir Francis, quedamente—. Todos debemos una muerte al Señor. —Esa vez se permitió posar brevemente la diestra en el hombro de Hal—. Ven, hijo. Debemos llenar los toneles de agua que traemos en la lancha antes que oscurezca.

Cuando las lanchas volvieron a deslizarse junto a la orilla de la entenebrecida laguna, Aboli ocupaba el sitio de sir Francis, que permanecía sentado a popa, envuelto en un oscuro manto de lana para protegerse del frío nocturno. Su expresión era remota y sombría. Hal, que operaba uno de los largos remos, sentado de cara hacia la popa, podía estudiarlo subrepticiamente. La conversación mantenida ante la boca de la cueva parecía haberlo dejado afligido, con un presentimiento de mala suerte.

Era probable que, durante el tiempo que llevaban anclados en la laguna, su padre hubiera trazado su propio horóscopo. Hal había visto la carta zodiacal desplegada en el escritorio y cubierta de anotaciones arcanas. Eso explicaría su actitud callada e introspectiva. Tal como Aboli había dicho, las estrellas eran sus hijos y él conocía sus secretos.

De pronto el padre levantó la cabeza para olfatear el fresco aire de la noche. Cambiando de expresión, estudió el límite de la selva. No había pensamientos lúgubres que pudieran absorberlo al punto de hacerle ignorar cuanto lo rodeaba.

—Llévanos a la orilla, Aboli, por favor.

Apuntaron la proa hacia la playa estrecha y la otra lancha los siguió. Cuando todos estuvieron en tierra y ambas embarcaciones amarradas, Sir Francis emitió una orden en voz baja:

—Traed las armas. Seguidme, pero en silencio.

Los guió hacia el interior del bosque, abriéndose paso sigilosamente por entre la maleza, hasta que súbitamente salió a un sendero bastante transitado. Después de echar un vistazo atrás, para asegurarse de que ellos lo siguieran, echó a andar por él a paso rápido.

Esa manera de actuar intrigó a Hal hasta que percibió en el aire cierto olor a humo de leña; por primera vez detectó el enturbiamiento azulado en lo alto de los árboles. Debía de ser eso lo que había alertado a su padre.

De pronto Sir Francis emergió a un pequeño claro del bosque. Allí se detuvo. Los cuatro hombres reunidos allí no habían reparado en su presencia. Dos yacían como cadáveres en un campo de batalla: uno, todavía con la botella de vidrio oscuro entre los dedos inertes; el otro roncaba, con hilos de saliva brotando por la comisura de la boca.

La segunda pareja estaba totalmente absorta en las monedas de plata y los dados de marfil que tenían ante ellos. Uno recogió los dados para sacudirlos junto a la oreja; luego los hizo rodar por la tierra apisonada.

—¡Puta madre! —gruñó—. Este no es mi día de suerte.

—No deberíais hablar así de la mujer que os alumbró —apuntó suavemente Sir Francis—. Pero el resto de lo que decís es la verdad. Este no es vuestro día de suerte.

Los dos levantaron hacia el capitán una mirada de incrédulo horror pero no intentaron resistirse ni escapar; Daniel y Aboli los levantaron por la fuerza para atarlos por el cuello, a la manera de los negreros.

Sir Francis fue hacia el extremo opuesto del claro para inspeccionar el alambique. Habían usado una cacerola de hierro para hervir una masa fermentada de cáscaras y galletas viejas; como serpentín utilizaron un tubo de cobre robado al barco. Lo volteó de un puntapié; el licor incoloro levantó llamaradas en las ascuas del brasero donde se calentaba la olla. Bajo un mirobálano se alineaban varias botellas llenas, con puñados de hojas a manera de tapón. Las recogió de a una para arrojarlas contra el tronco. Los vapores que despedían al romperse eran tan penetrantes que le lagrimearon los ojos. Por fin volvió adonde estaban Daniel y Ned, que habían pateado a los borrachos hasta arrancarlos de su estupor, para atarlos con los otros cautivos.

—Les concederemos un día para que duerman la mona, maese Ned. Mañana, al iniciarse la guardia de la tarde, reunid a la tripulación para que presencie el castigo. —Echó un vistazo al Grandote—. Confío en que aún sepáis hacer silbar vuestro látigo, maese Daniel.

—Por favor, capitán, no hubo ninguna mala intención. Sólo queríamos divertirnos un poco.

Trataron de arrastrarse hacia él, pero Aboli los retuvo como a perros con traílla.

—No voy a reprocharos esa diversión —dijo Sir Francis—, siempre que vosotros no me reprochéis la mía. El carpintero había armado una hilera de cuatro trípodes en el alcázar; allí fueron atados los borrachos y apostadores, por las muñecas y los tobillos. Daniel fue de uno en otro, desgarrándoles la camisa desde el cuello hasta la cintura para exponer la espalda desnuda. Los cuatro hombres pendían de sus ataduras, inermes como cerdos camino al mercado.

—Todos los hombres de a bordo sabéis perfectamente que no tolero la ebriedad ni el juego, pues ambos son una ofensa y una abominación a los ojos del Señor —comenzó Sir Francis ante la tripulación reunida en el combés del barco—. Todos los hombres de a bordo conocéis el castigo: cincuenta azotes.

Los observó uno a uno. Cincuenta golpes de esas correas anudadas podían lisiar a un hombre de por vida. Cien latigazos eran sentenciarlo a una muerte segura y horrible.

—Estos hombres se ganaron los cincuenta. No obstante, tengo en cuenta lo bien que combatieron estos cuatro imbéciles en esta misma cubierta, cuando capturamos el barco. Aún nos esperan duras batallas y cuatro inválidos no me servir n de nada cuando humeen las culebrinas y se desenvainen los chafarotes.

Hizo una pausa para observar a la tripulación; en sus ojos leyó el terror al látigo, mezclado al alivio de no ser ellos los que estaban atados a los trípodes. A diferencia de muchos capitanes corsarios, incluidos algunos caballeros de la Orden, Sir Francis no encontraba placer alguno en el castigo. Pero tampoco vacilaba en aplicarlo en caso de necesidad. Comandaba un barco lleno de hombres recios y díscolos; los había elegido uno a uno por su ferocidad y tomarían como debilidad suya cualquier demostración de clemencia.

—Soy un hombre misericordioso —les dijo. Alguien, entre las filas traseras, sofocó una risa burlona. Sir Francis hizo una pausa para detectar al pecador con una mirada amenazadora. Una vez que tuvo al culpable cabizbajo y frotando el suelo con los pies, continuó serenamente—: Pero estos tunantes han puesto a prueba mi piedad hasta el límite.

Giró hacia El Grandote Daniel, que se había plantado junto al primer trípode, desnudo hasta la cintura, con los grandes músculos abultados en los hombros y los brazos. Tenía el largo pelo encanecido atado atrás con una tira de trapo; de su puño lleno de cicatrices colgaban, hasta las tablas de la cubierta, las colas del látigo, como serpientes en la cabeza de la Medusa.

—Que sean quince para cada uno, maese Daniel —ordenó Sir Francis—, pero peinad bien el látigo entre azote y azote.

A menos que El Grandote separara con los dedos las colas del látigo después de cada golpe, la sangre las apelmazaba, convirtiéndolas en un solo instrumento pesado, capaz de cortar la carne humana como una hoja de espada. Hasta quince azotes con un flagelo sin peinar descarnaban la espalda hasta las vértebras.

—Quince han de ser, capitán —confirmó Daniel. Y sacudió él látigo para separar las correas anudadas, dando un paso hacia la primera víctima. El hombre giró la cabeza para mirarlo por sobre el hombro, demudado por el miedo.

Daniel levantó el brazo, dejando que las colas pendieran sobre su hombro; luego, con una gracia peculiar en un hombre tan corpulento, lo lanzó hacia adelante. El látigo silbó como el viento entre las hojas de un árbol y golpeó ruidosamente la piel desnuda.

—¡Uno! —entonó la tripulación al unísono, mientras la víctima lanzaba un agudo chillido de espanto y agonía. El flagelo le dejó un grotesco dibujo en la espalda: líneas rojas tachonadas de estrellas carmesíes más brillantes, allí donde los nudos habían roto la piel.

Daniel peinó el látigo; los dedos de su mano izquierda quedaron manchados de sangre fresca.

—¡Dos! —contaron los espectadores.

El hombre volvió a gritar, retorciéndose en sus ataduras, mientras los dedos de los pies bailaban un tamborileo de dolor en las tablas de la cubierta.

—¡Que cese el castigo! —ordenó Sir Francis al oír una leve conmoción al tope de la escalerilla que descendía a los camarotes de proa. Daniel bajó el látigo, obediente, mientras el capitán se acercaba a la escalerilla.

El sombrero emplumado del gobernador van de Velde había aparecido por sobre la brazola, seguido por su carota encendida. Se irguió bajo el sol para mirar en derredor, con la respiración sibilante, secándose la papada con un pañuelo de seda. Su expresión se iluminó de interés al ver a los hombres atados a los trípodes.

—¡Ya! ¡Goed! Veo que no hemos llegado demasiado tarde —dijo con satisfacción.

Katinka emergió tras él, a paso más leve y ansioso, levantándose las faldas apenas lo suficiente para mostrar las zapatillas de satén bordadas de perlas.

—Buenos días, Mijnheer —saludó Sir Francis al gobernador, con una somera reverencia—. Se está aplicando un castigo. No es espectáculo adecuado para que lo presencie una dama de crianza delicada como vuestra esposa.

—En verdad, capitán —intervino Katinka, con una risa despreocupada—, no soy una criatura. Bien sabe el cielo que hay gran escasez de diversiones a bordo de esta nave. Pensad un momento: si yo muriera de tedio, vos no podríais cobrar vuestro rescate.

Dio un golpecito de abanico al brazo de Sir Francis, pero él se apartó de ese contacto condescendiente y se dirigió otra vez al marido.

—Mijnheer, creo que deberíais acompañar a vuestra esposa a sus habitaciones.

Katinka pasó entre ellos como si nada se hubiera dicho y llamó por señas a Zelda, que la seguía.

—Pon mi banquito aquí, a la sombra. —Una vez instalada en el asiento, con las faldas extendidas, hizo un gracioso mohín a Sir Francis—. Guardaré un silencio tan perfecto que no notaréis siquiera mi presencia.

Sir Francis clavó en el gobernador una mirada fulminante, pero van de Velde alzó las palmas en un teatral gesto de impotencia.

—Ya sabéis lo que pasa, Mijnheer, cuando una mujer hermosa se empeña en hacer algo. —Y se apostó detrás de Katinka, apoyándole en el hombro una mano orgullosa e indulgente.

—No puedo hacerme responsable por la sensibilidad de vuestra esposa, si el espectáculo la disgustara —advirtió el capitán, adusto. Cuanto menos, era un alivio que sus hombres no entendieran ese diálogo en holandés; de ese modo ignorarían que él había cedido a la presión de sus cautivos.

—No creo que debáis preocuparos mucho. Mi esposa tiene buen estómago —murmuró van de Velde.

Durante su estada en Kandy y Trincomalee, su esposa nunca se había perdido las ejecuciones que se llevaban a cabo regularmente en el patio de desfiles del fuerte. Según fuera el delito, esos castigos variaban entre la muerte en la hoguera, el marcado a fuego, el garrote vil y la decapitación. Aun en los tiempos en que ella padecía los quebrantantes dolores del dengue y, según las indicaciones del médico, habría debido guardar cama, nunca faltó su carruaje en el sitio acostumbrado, frente al patíbulo.

—Bien, quede bajo vuestra propia responsabilidad, Mijnheer. —Sir Francis hizo una seca señal de asentimiento y se volvió hacia el Grandote—. Continuad con el castigo, maese Daniel —ordenó.

Daniel echó el látigo hacia atrás; los coloridos tatuajes que le decoraban los grandes bíceps ondularon con vida propia.

—¡Tres! —gritó la multitud tras el canto del látigo.

Katinka, rígida, se inclinó un poco hacia adelante.

—¡Cuatro!

Dio un respingo ante el restallar del látigo y el agudo grito de dolor que lo siguió. Poco a poco, su cara fue tomando la palidez de las velas de sebo.

—¡Cinco!

Finas serpientes escarlatas reptaban por la espalda del hombre, empapando el cinturete de la falda de lona. Katinka entrecerró las largas pestañas doradas para disimular el fulgor de sus ojos violáceos.

—¡Seis!

Una diminuta gota chocó contra ella, como una salpicadura de cálida lluvia tropical. Apartó los ojos del cuerpo contorsionado y gemebundo para mirarse la mano elegante.

Una gota de sangre, arrojada por el látigo empapado, se le había posado en el índice y refulgía contra su blanca piel como un rubí engarzado en un anillo precioso. Katinka la cubrió con la otra mano y la escondió en su regazo, mientras echaba una mirada a los rostros que la rodeaban. Todos los ojos estaban fijos en el repugnante espectáculo, con total fascinación. Nadie había visto la salpicadura. Y nadie la observaba.

Se llevó la mano a los labios plenos y suaves, como en un involuntario gesto de espanto. La punta rosada de la lengua asomó velozmente para llevarse la gotita del dedo. Katinka saboreó su gusto metálico y salado, que le hizo pensar en el esperma de un amante. Al sentir la humedad viscosa que brotaba entre sus piernas, frotó los muslos, que se deslizaron uno contra otro, escurridizos como anguilas en cópula.

Mientras el Resolution estuviera varado en la playa para limpiar y examinar el casco, tendrían necesidad de alojamientos en la costa. Sir Francis encargó a Hal la construcción del recinto que albergaría a los rehenes. El muchacho puso un cuidado especial en la choza destinada a la esposa del gobernador; la hizo amplia y cómoda; la emplazó de modo que tuviera intimidad y no estuviera expuesta al ataque de animales salvajes. Luego hizo que sus hombres levantaran una empalizada de ramas espinosas en torno de toda la prisión.

Cuando la oscuridad puso fin a la primera jornada de trabajo, Hal bajó a la playa de la laguna para remojarse en las aguas tibias y lodosas. Luego se frotó el cuerpo con puñados de arena mojada, hasta que le ardió la piel. Aun así se sentía contaminado por el recuerdo de las flagelaciones que se había visto obligado a presenciar esa mañana. Su talante sólo cambió al percibir el tentador aroma a bizcochos calientes que le llegaba desde la cocina del barco; entonces metió las piernas en los pantalones y corrió playa abajo, para trepar a la pinaza en el momento en que se alejaba de la costa.

Mientras él trabajaba en tierra, su padre había escrito en la pizarra una serie de problemas de navegación que él debía resolver. Con ella bajo el brazo, cargó un jarrito de cerveza liviana y una escudilla con guiso de pescado, sujetó entre los dientes un bizcocho recién sacado del horno y voló por la escalerilla a su camarote, único lugar de a bordo donde podía estar a solas para concentrarse en su tarea.

De pronto levantó la vista: se oía correr agua en el camarote vecino. En la cocina había visto los cántaros de agua dulce calentándose en la fogata de carbón, mientras el cocinero se quejaba amargamente de que se usara su fuego para calentar agua para el baño. Ahora Hal sabía para quién eran esos baldes humeantes. El tono gutural de Zelda llegó hasta él a través del entablado: estaba regañando a Oliver, el sirviente de su padre. La respuesta de Oliver fue áspera:

—No comprendo una palabra de lo que dices, vieja bruja. Pero si no te gusta, puedes llenar tú misma esta maldita bañera.

Hal sonrió para sus adentros, un poco por diversión y otro poco por expectativa. Después de apagar su lámpara, se arrodilló para retirar el tarugo de madera que cubría su agujero. Vio que la cabina estaba llena de vapor; el espejo del mamparo estaba tan empañado que le reducía la visión. Mientras Zelda expulsaba a Oliver del camarote, Hal acomodó el ojo en la abertura.

—¡De acuerdo, vieja zorra! —la provocó Oliver, mientras se llevaba los baldes vacíos—. No tienes nada que pueda retenerme aquí por un solo minuto más.

Cuando Oliver se hubo retirado, Zelda pasó al camarote principal; Hal la oyó hablar con su ama. Un minuto después volvió con Katinka. La joven se detuvo junto a la bañera humeante y hundió los dedos en el agua; de inmediato los retiró con una violenta exclamación. Zelda, disculpándose, corrió a agregar agua fría del cántaro dejado junto a la tina. Katinka volvió a probarla temperatura y, con un gesto de satisfacción, fue a sentarse en el taburete. El aya recogió con ambas manos la masa lustrosa de su cabellera, para sujetarla en lo alto de la cabeza como si fuera una gavilla de trigo maduro.

Katinka se inclinó hacia adelante y, con la punta de los dedos, despejó una pequeña ventana en la superficie nubosa del espejo. En ese punto claro examinó su imagen. Sacó la lengua para ver si tenía rastros de recubrimiento blanco; estaba rosada como un pétalo de rosa. Luego escrutó las profundidades de sus ojos, tocando con la punta de los dedos el párpado inferior.

—¡Mira estas arrugas espantosas! —se lamentó.

Zelda negó con vehemencia.

—¡No tienes ni una!

—No quiero volverme vieja y fea —protestó Katinka, con expresión trágica.

—¡Entonces será mejor que mueras ahora mismo! —replicó Zelda—. No hay otro modo de evitarlo.

—¿Cómo puedes decir algo tan horrible? Eres muy cruel conmigo —se quejó la joven.

Hal no entendía una palabra, pero el tono de su voz lo conmovió hasta lo más hondo.

—¡Vamos! —la regañó Zelda—. ¡Bien sabes que eres hermosa!

—¿Lo soy, Zelda? ¿Te parece?

—Sí. Y a ti también. —Zelda la obligó a levantarse—. Pero si no te bañas ahora mismo apestarás de un modo muy hermoso.

Después de desabrocharle el vestido, se puso tras ella para sacárselo por los hombros. Katinka quedó desnuda, de pie ante el espejo. Las tablas y los pequeños ruidos del casco ahogaron la involuntaria exclamación de Hal.

Desde el delgado cuello hasta los finos tobillos, el cuerpo de Katinka formaba una línea de abrumadora pureza. Las nalgas se curvaban hacia afuera en dos orbes perfectamente simétricos, como un par de huevos de avestruz que Hal había visto a la venta en el mercado de Zanzíbar. Pero en la cara posterior de las rodillas había hoyuelos infantiles, vulnerables.

La imagen que la propia Katinka veía en el espejo era tan etérea que no podía retener su atención por mucho tiempo. Le volvió la espalda y quedó de frente a Hal. La mirada del muchacho voló a los pechos. Eran grandes para lo angosto de sus hombros; cada uno le habría colmado las dos manos ahuecadas. Sin embargo, no eran perfectamente redondos, como él suponía.

Los miró hasta que le lagrimearon los ojos y se vio forzado a parpadear. Entonces dejó que su mirada descendiera por el leve abultamiento del vientre, hasta la nube de finos rizos que anidaba entre sus muslos. La luz del candil les arrancaba chispas de oro purísimo.

Katinka pasó largo rato así, más de lo que él se habría atrevido a esperar, mientras Zelda vertía en el agua el aceite perfumado de un frasco de cristal. Cargó todo el peso en una sola pierna, de modo que la pelvis se inclinó en un ángulo encantador. Con una sonrisita astuta en los labios, levantó una mano para tomar uno de los pezones entre el índice y el pulgar. Por un momento Hal creyó que lo miraba directamente. Iba a retirarse del agujero, con aire culpable, cuando comprendió que era una ilusión, pues la joven bajó la vista hacia la gorda cereza que asomaba entre sus dedos.

La movió suavemente de un lado a otro; ante la mirada estupefacta de Hal, el pezón cambió de forma y de color: pareció hincharse, más rígido, más oscuro. Él nunca había imaginado nada parecido; ese pequeño prodigio, que habría debido llenarlo de reverencia, le tironeó de la ingle con las garras de la lujuria.

Zelda apartó la vista del baño que estaba preparando; al ver lo que hacía su ama, le espetó una reprimenda gazmoña. Katinka le sacó la lengua, riendo, pero dejó caer la mano y entró en latina. Con un suspiro de placer, se sumergió en el agua caliente y perfumada, hasta que sólo fue visible la gruesa rosca de pelo dorado en lo alto de la cabeza.

Zelda se afanaba junto a ella: enjabonó una franela, frotó, enjuagó, murmuró frases cariñosas y respondió con risitas a las frases de su señora. De pronto se echó hacia atrás, dando una nueva indicación, en respuesta a la cual Katinka se levantó, dejando que el agua jabonosa cayera en cascadas por su cuerpo. Ahora estaba de espaldas a Hal, con la redondez del trasero reluciente y encendida por el agua caldeada. Obedeciendo las instrucciones de Zelda, se movió dócilmente para permitir que la anciana le enjabonara las piernas.

Por fin el aya se levantó con dificultad y salió de la cabina. En cuanto se hubo ido, Katinka, siempre de pie en la bañera, echó una mirada por sobre el hombro. Una vez más Hal tuvo la culpable sensación de que ella estaba mirando directamente su ojo. Duró sólo un momento, hasta que ella se agachó lenta y voluptuosamente. El movimiento hizo que sus nalgas cambiaran de forma. Katinka llevó las dos manos hacia atrás y, posándolas a ambos lados del rosado trasero, separó suavemente las dos mitades. En esa oportunidad Hal no pudo sofocar la exclamación que le subió a los labios cuando el profundo repliegue del trasero se abrió a su mirada febril.

Zelda volvió a la cabina con los brazos cargados de toallas. Katinka se enderezó y la grieta encantada se cerró con firmeza, ocultando sus secretos. Cuando salió de la tina, el aya le echó sobre los hombros una toalla que la cubrió hasta los tobillos. Luego le soltó el pelo para cepillarlo y trenzarlo. De pie a sus espaldas, sostuvo una bata para que ella metiera los brazos en las mangas, pero Katinka sacudió la cabeza y emitió una orden perentoria. Pese a sus protestas, la criada tuvo que dejar la bata en el banquito y retirarse de la cabina, obviamente enfurruñada.

Cuando ella se hubo ido, Katinka dejó caer la toalla al piso y, desnuda una vez más, fue a echar el cerrojo. Luego giró, desapareciendo de la vista de Hal.

El muchacho vio un borrón claro en el espejo empañado, pero no supo con certeza qué estaba haciendo ella hasta que, abruptamente, sus labios aparecieron a dos centímetros de su agujero, siseándole con crueldad:

—¡Pequeño pirata degenerado!

Hablaba en latín; él retrocedió como si le hubieran arrojado a la cara un jarro de agua hirviente. Pese a la confusión, la pulla lo había herido en lo vivo y respondió sin pensar:

—No soy ningún pirata. Mi padre posee una carta de contramarca.

—No te atrevas a contradecirme. —De una manera muy confusa, ella pasaba del latín al holandés y al inglés, pero su tono era seco e hiriente como un latigazo.

Una vez más él se vio obligado a replicar:

—No era mi intención ofenderos.

—Cuando mi noble esposo se entere de que me has estado espiando, se presentará a tu piratesco padre para que te azoten en el trípode, como hicieron esta mañana con los otros.

—No os estaba espiando.

—¡Mentiroso! —exclamó ella, sin permitirle terminar—. ¡Pequeño pirata sucio y mentiroso!

Por un momento pareció quedarse sin aliento y sin insultos.

—Yo sólo quería…

Eso recargó la furia de Katinka.

—Bien sé lo que querías. Querías mirarme la katjie. —Él sabía que, en holandés, eso significaba "gatita"—. Y después, llevarte la mano al pito para tirarlo…

—¡No! —exclamó Hal, casi gritando. ¿Cómo había adivinado su vergonzoso secreto? Se sintió descompuesto y mortificado.

—¡Calla, si no quieres que Zelda te oiga! —susurró ella—. Si te sorprenden habrá azotaína.

—¡Por favor! —susurró él—. No hubo mala intención. Perdonad, por favor.

—Demuéstramelo. Prueba tu inocencia. Muéstrame el pito.

—No puedo. —La voz de Hal temblaba de bochorno.

—¡Ponte de pie! Acércalo al agujero para que yo vea si mientes.

—No. Por favor, no me obliguéis a eso.

—Hazlo o gritaré para que venga mi esposo.

Él se levantó lentamente. El agujero que usaba para espiar estaba casi a la altura de su dolorida entrepierna.

—A ver, muéstrame. Ábrete los pantalones —lo azuzó la voz.

Lentamente, consumido por la vergüenza y el azoramiento, Hal levantó la falda de lona; antes de que hubiera terminado de hacerlo, su pene saltó como la elástica rama de un árbol tierno. Seguramente ella estaba muda de asco por semejante espectáculo. Tras un minuto de cargado silencio, que le pareció el más largo de su vida, empezó a bajarse la falda.

De inmediato ella lo detuvo con una voz que parecía temblar de asco, a tal punto que a Hal le costó entender sus distorsionadas palabras inglesas.

—¡No! No trates de cubrir tu vergüenza. Esa cosa tuya te condena. ¿Pretendes aún fingir que no eres culpable?

—No —reconoció él, angustiado.

—En ese caso, debes ser castigado. Se lo diré a tu padre.

—No hagáis eso, por favor —imploró él—. Me mataría con sus propias manos.

—Bien, tendré que castigarte yo misma. Acerca ese pito.

Él, obediente, llevó la cadera hacia adelante.

—Más cerca, para que yo lo alcance. Más cerca.

Hal sintió que la punta del pene extendido tocaba la tosca madera junto al agujero. De pronto sintió que unos dedos, impresionantemente suaves y frescos, se cerraban en torno de la punta. Trató de apartarse otra vez, pero ella lo sujetó con más fuerza. Su voz se tornó áspera.

—¡Quieto!

Katinka se arrodilló junto al mamparo y enhebró el glande a la abertura; luego lo sacó suavemente a la luz de la lámpara. Estaba tan hinchado que apenas cabía en el agujero.

—No, no te retires —le dijo, dando a su voz un tono severo y furioso, en tanto lo sujetaba con más firmeza.

Él se aflojó, obediente, entregándose a la insistente presión de aquellos dedos, y le permitió pasarlo en toda su longitud por el agujero.

Katinka lo observó con fascinación. Dada la edad del chico, no esperaba que fuera tan grande. El extremo henchido presentaba el púrpura lustroso de una ciruela madura. Lo cubrió con el prepucio suelto, como si fuera una capucha de monje, y luego retiró la piel hacia atrás tanto como pudo. El extremo pareció hincharse más, como si estuviera a punto de reventar, y la vara saltó entre sus manos.

Repitió el movimiento lentamente, hacia adelante y hacia atrás, y oyó que el chico gemía detrás del entablado. Aunque pareciera extraño, había olvidado al muchacho casi por completo. Ese maniquí que tenía entre los dedos estaba dotado de vida propia.

—Este es tu castigo, muchacho sucio y desvergonzado.

Lo oyó rascar la madera con las uñas, en tanto ella lo recorría con la mano, hacia adelante y hacia atrás, como si estuviera operando la lanzadera de un telar.

Sucedió antes de lo que ella esperaba. El chorro caliente y gelatinoso que cayó contra sus pechos sensitivos fue tan potente que la sobresaltó. No por eso iba a apartarse.

Al cabo de un rato dijo:

—No creas que te he perdonado lo que me hiciste. Apenas acabo de iniciar la penitencia. ¿Entiendes?

—Sí —respondió él, con voz ronca.

—Debes hacer una abertura secreta en esta pared —ordenó ella, dando un suave golpecito al mamparo con los nudillos—. Afloja este entablado para que puedas venir a mí, a fin de que te castigue con más severidad. ¿Comprendes?

—Sí jadeó él.

—Debes disimular la abertura. Que nadie se entere. —He observado— dijo sir Francis a Hal que la mugre y la enfermedad tienen una peculiar afinidad. No sé por qué, pero así es.

Era su respuesta a la cauta pregunta de su hijo sobre porqué era necesaria esa onerosa y detestable tarea de fumigar el barco. Puesto que habían sacado toda la carga y la mayor parte de la tripulación acampaba en tierra, Sir Francis había decidido hacer lo posible por liberar el casco de sabandijas. Al parecer, los piojos pululaban en todas las grietas del enmaderado y las bodegas estaban llenas de ratas, que sembraban la cocina de heces negras y secas; Ned Tyler decía haber encontrado algunos cadáveres malolientes pudriéndose en los toneles de agua.