El chico aferró el borde del balde de lona en el que estaba acurrucado, a doce metros de altura por sobre la cubierta. El palo se inclinó pronunciadamente al lanzarse el barco contra el viento. Era una carabela llamada Lady Edwina, en honor de la madre que él apenas recordaba.
Mucho más abajo, en la oscuridad previa al amanecer, las grandes culebrinas de bronce chocaban contra sus bloques y subían dando un golpe seco contra el aparejo que las sujetaba. El casco palpitó, resonando con un impulso diferente, en tanto el barco viraba en redondo para volver a lanzarse hacia Occidente. Ya con el viento del sudeste a popa dio la impresión de transformarse, de ser más liviano y ágil, aun con las velas arriadas y con un metro de agua en las sentinas.
Hal Courtney estaba muy familiarizado con todo eso. Había saludado los últimos sesenta y cinco amaneceres de ese modo, desde el tope del mástil. Sus jóvenes ojos, los más agudos del barco, estaban apostados allí para captar el primer destello de una vela distante en el arrebol del nuevo día.
Hasta el frío le era familiar. Tiró de su grueso gorro de lana para cubrirse las orejas. El viento se le filtraba bajo el chaleco de cuero, pero él estaba inmunizado a esas leves molestias. Sin prestarles atención, aguzó la vista en la oscuridad.
—Hoy vendrán los holandeses —dijo en voz alta, sintiendo bajo las costillas la excitación y el temido palpitar.
Muy por encima de él, el esplendor de las estrellas empezaba a palidecer y esfumarse; el firmamento se llenaba con la perlada promesa del nuevo día. A llegar abajo se distinguían ya las siluetas sobre cubierta. Reconoció a Ned Tyler, el timonel, inclinado sobre el timón, y a su propio padre, que leía el nuevo curso encorvándose junto a la bitácora, con sus delgados rasgos morenos iluminados por la lámpara y los largos rizos enredados y azotados por el viento.
Con un respingo de culpabilidad, Hal siguió escrutando la oscuridad; no debía distraerse contemplando la cubierta en esos vitales minutos; en cualquier momento, apenas a un paso, el enemigo podía surgir de la noche.
Ya había aclarado lo suficiente como para distinguir la superficie del mar que corría junto al casco. Tenía el brillo duro e iridiscente del carbón recién cortado. El chico ya conocía muy bien ese mar del sur, esa ancha carretera oceánica que fluía eternamente junto a la costa oriental de África, azul, cálida, pululante de vida. Bajo la tutela de su padre la había estudiado tan bien que conocía su coloración, su sabor y su curso, cada uno de sus remolinos y sus oleajes.
Algún día él también podría gloriarse del título de Caballero Nautonnier de la Orden del Templo de San Jorge y el Santo Grial. Sería, como su padre, un navegante de la Orden. Su padre estaba tan decidido como él a que así fuera; a los diecisiete años de edad, su meta había dejado de ser un mero sueño.
Esa corriente era la ruta que los holandeses debían seguir para ir hacia Occidente y desembarcar en la misteriosa costa aún velada por la noche. Esa era la puerta por la que debían pasar todos los que desearan rodear ese cabo salvaje que separaba el Océano de las Indias del Atlántico Sur.
Por eso Sir Francis Courtney, el padre de Hal, el Navegante, había elegido esa posición para esperarlos: a treinta y cuatro grados veinticinco minutos de latitud sur. Ya llevaban sesenta y cinco tediosos días de espera, yendo y viniendo monótonamente. Pero los holandeses podían aparecer esa mañana, y por eso Hal observaba el día en crecimiento con los labios entreabiertos, forzando los ojos verdes.
A cien brazas de estribor, hacia proa, vio un destello de alas, tan altas en el cielo que reflejaban los primeros rayos del Sol: era una larga bandada de alcatraces provenientes de tierra, de pecho níveo y cabeza negra y amarilla. Vio que la primera de las aves se lanzaba en curva descendente, quebrando el esquema, y torcía la cabeza para mirar hacia las aguas oscuras. Percibió una agitación debajo, el brillo de las escamas y el bullir de la superficie: un cardumen surgía a la luz. El ave plegó las alas y se lanzó hacia abajo; cada uno de los alcatraces que la seguían inició su picada en el mismo punto del aire, para golpear el agua oscura en un estallido de encaje espumoso.
Pronto la superficie se agitó hasta quedar blanca, por obra de los alcatraces y las anchoas plateadas que estaban devorando. Hal apartó la vista para barrer el horizonte, cada vez más despejado.
Su corazón dio un salto al distinguir el reflejo de una vela; era un barco alto, con aparejo de fragata, apenas a una legua hacia el este. Ya se había llenado los pulmones para gritar hacia popa cuando lo reconoció: no era uno de los mercantes holandeses que comerciaban con las Indias sino la fragata Gull of Moray. Se encontraba muy lejos de su posición, por eso había engañado a Hal.
La Gull of Moray era la otra nave principal de la escuadra de bloqueo. Su capitán, el Aguilucho, habría debido estar fuera de la vista, bajo el horizonte oriental. Hal se inclinó desde el puesto del vigía para mirar hacia cubierta. El padre lo observaba, con los brazos en jarras.
Hal anunció el avistamiento hacia el alcázar:
—¡El Gull a barlovento!
Su padre se volvió para mirar hacia el este. Sir Francis distinguió la silueta del barco del Aguilucho, negro contra el cielo aún oscuro, y se llevó al ojo el delgado tubo de bronce del telescopio. Hal percibió su cólera por la posición de sus hombros y el modo en que cerró el instrumento, agitando su melena negra. Antes que terminara el día habría intercambio de palabras entre los dos comandantes. El chico sonrió para sus adentros. Por su voluntad de hierro y su lengua afilada, sus puños y su espada, Sir Francis imponía el terror a aquellos contra quienes los usaba; hasta los otros caballeros de la Orden le tenían sumo respeto. Hal agradeció que, por el momento, el enojo de su padre estuviera dirigido hacia otros rumbos.
Miró más allá del Gull of Moray, barriendo el horizonte, que se extendía velozmente con la llegada del día. Él no necesitaba de telescopios; además, a bordo había uno solo de esos costosos instrumentos. Divisó las otras velas exactamente donde debían estar, como diminutas motas claras contra el mar oscuro. Las dos pinazas mantenían su formación, como cuentas en el collar: estaban a quince leguas del Lady Edwina, una a cada lado, como parte de la red que su padre había lanzado para atrapar a los holandeses.
Las pinazas eran embarcaciones abiertas, en las que se podía amontonar hasta doce hombres bien armados. Cuando no hacían falta, se las podía desarmar y guardar en la bodega del Lady Edwina. Sir Francis cambiaba a sus tripulantes con regularidad, pues ni los recios hombres del Territorio del Oeste ni los galeses, ni siquiera los ex esclavos, incluso más curtidos, que componían la mayor parte de su tripulación, podían soportar por mucho tiempo las condiciones reinantes en esos barquichuelos y mantenerse aún en condiciones de librar combate.
Al fin surgió la acerada luz del día en toda su plenitud: el Sol se había elevado por sobre el océano. Hal contempló el ardiente camino que trazaba en el agua. Su ánimo decayó al comprobar que el océano estaba desprovisto de cualquier vela extraña. Como en las sesenta y cinco auroras precedentes, no había holandeses a la vista.
Luego miró hacia el norte, hacia la masa de tierra que se agazapaba en el horizonte como una gran esfinge de roca, oscura e inescrutable. Ése era el Cabo de las Agujas, extremo meridional del continente africano.
—¡África! —El sonido de ese nombre misterioso en sus propios labios le erizaba la piel de los brazos y desataba cosquilleos entre el denso pelo oscuro de la nuca.
—¡África! —La inexplorada tierra de dragones y otras bestias espantosas, que devoraban carne humana, de salvajes de piel oscura, que también comían carne de hombres y usaban sus huesos como condecoración.
—¡África! —La tierra de oro, marfil, esclavos y otros tesoros, todos a la espera del hombre que tuviera la audacia de ir en su busca y, quizá, de perecer en la empresa. Hal se sentía perseguido y fascinado por el sonido y la promesa de ese nombre, su amenaza y su desafío.
Había pasado largas horas estudiando las cartas en el camarote de su padre, en vez de aprender de memoria las tablas de las trayectorias celestiales o declinar los verbos latinos. Había estudiado los grandes espacios interiores, llenos de dibujos de elefantes, leones y monstruos, trazando los contornos de las Montañas de la Luna, de lagos y poderosos ríos, confiadamente engalanados con nombres tales como "Khoikhoi" y "Camdeboo", "Sofala" y "El Reino del preste Juan". Pero Hal sabía, por su padre, que ningún hombre civilizado había viajado nunca por ese pasmoso interior; como tantas veces antes, se preguntó cómo sería aventurarse allí el primero. Lo intrigaba especialmente el preste Juan. Ese legendario gobernante de un vasto y poderoso imperio cristiano, en las profundidades del Continente Africano, existía en la mitología europea desde hacía cientos de años. ¿Era un solo hombre o un linaje de emperadores?, se preguntó.
Fue interrumpido en sus ensoñaciones por órdenes gritadas desde la popa, apenas audibles en el viento, y los movimientos de la nave al cambiar de curso. Su padre se proponía interceptar al Gull of Moray. A gavias solamente, con el resto del velamen arrizado, los dos navíos iban convergiendo con rumbo oeste, hacia el Cabo de Buena Esperanza y el Atlántico. Se movían con pesadez: como llevaban demasiado tiempo en esas cálidas aguas meridionales, sus cuadernas estaban infestadas de teredos. Ningún navío sobrevivía mucho tiempo allí. Los temibles teredos alcanzaban el grosor de un dedo y la longitud de un brazo; perforaban las tablas tan apretadamente que llegaban a convertirlas en una colmena. Aun desde el puesto de Hal, en lo alto del mástil, se oían las bombas que trabajaban en ambos barcos para achicar las sentinas. El ruido no cesaba nunca: era como el latir de un corazón que mantuviera la nave a flote. Eso era un motivo más para buscar a los holandeses: necesitaban cambiar de barco. Al Lady Edwina lo estaban devorando bajo los pies de su tripulación.
Cuando los dos barcos estuvieron al alcance de la voz, los tripulantes acudieron en tropel a los cordajes y se alinearon contra la borda para gritarse bromas soeces.
La cantidad de hombres que se amontonaban en cada navío no dejaba de asombrar a Hal cada vez que los veía así, en masa. El Lady Edwina cargaba ciento setenta toneladas y tenía una longitud total apenas superior a los setenta pies, pero llevaba una tripulación de ciento treinta hombres, contando a los que ahora navegaban en las dos pinazas. El Gull, siendo poco más grande, llevaba algo menos de doscientos.
Y todos esos combatientes serían necesarios si querían imponerse a uno de los enormes galeones holandeses de la India Oriental. Por los informes de otros caballeros de la Orden sobretodos los rincones del océano meridional, Sir Francis sabía que cinco de esos grandes barcos, cuando menos, estaban aún en el mar. A esa altura de la temporada ya habían pasado veintiún galeones de la Compañía para aprovisionarse en el diminuto puesto de la imponente Tafelberg, como la llamaban los holandeses, la Table Mountain de los ingleses, al pie del continente meridional, antes de virar hacia el norte para remontar el Atlántico rumbo a Ámsterdam.
Esos cinco buques demorados, que aún cruzaban el océano de las Indias, debían rodear el Cabo antes que cesaran los alisios del sudeste, reemplazados por el mal viento del noroeste. Eso ocurriría pronto.
Cuando el Gull of Moray no participaba en la guerre de course, eufemismo por piratería, Angus Cochran, conde de Cumbrae, abultaba su bolsa traficando esclavos en los mercados de Zanzíbar. Una vez que se los encadenaba en la larga y estrecha bodega, no se los podía soltar hasta que el barco terminara su viaje en los puertos de Oriente. Por lo tanto, hasta los pobres diablos que sucumbían durante ese horrible cruce tropical del océano debían podrirse allí, entre los vivos, en el reducido espacio del entrepuente. Los efluvios de los cadáveres en putrefacción, mezclados con el de las heces de los vivos, daban a los barcos negreros un hedor característico que los identificaba a muchas leguas. Por mucho que se los fregara con las más fuertes lejías, era imposible quitarles esa fetidez característica.
Cuando el Gull cruzó a barlovento, la tripulación del Lady Edwina lanzó aullidos de exagerada repugnancia:
—¡Por Dios, huele como un montón de estiércol!
—¡Gusanos inmundos! ¿No os limpiáis el trasero? ¡Se os huele desde aquí! —gritó uno a la pequeña y bonita fragata.
El lenguaje con que respondieron los del Gull hizo sonreír a Hal. Los intestinos humanos no tenían misterios para él, desde luego, pero no entendió gran parte del resto, pues nunca había visto esas partes de la mujer a las que los marineros de ambos barcos se referían con detalles tan gráficos; también ignoraba qué usos se les podía dar, pero le estimulaba la imaginación oír que se los describía de ese modo. Lo divirtió aún más imaginarla furia de su padre al oír eso.
Sir Francis era un, hombre devoto, convencido de que si todos los hombres de a bordo se comportaran como hombres temerosos de Dios, eso podría influir sobre la suerte de la guerra. Prohibía apostar, blasfemar y beber licores fuertes. Dos veces al día reunía a la tripulación para orar y exhortaba a sus marineros a observar una conducta digna y gentil cuando desembarcaban en un puerto, aunque Hal sabía que rara vez se seguía ese consejo. Sir Francis arrugó amenazadoramente el entrecejo al oír los insultos que intercambiaban sus hombres con los del Aguilucho, pero como no podía hacer azotar a media tripulación, frenó la lengua hasta que pudo hacerse oír fácilmente desde la fragata.
Mientras tanto envió a su sirviente al camarote, en busca de la capa. Lo que debía decir al Aguilucho era oficial y era preciso presentarse con toda la pompa. Después de echarse el magnífico manto de terciopelo sobre los hombros, Sir Francis se llevó el megáfono a los labios.
—¡Buenos días, milord!
El Aguilucho se acercó a la borda, levantando una mano amanera de saludo. Sobre el kilt llevaba un peto que brillaba a la luz fresca de la mañana, pero tenía la cabeza descubierta; el pelo rojo y la barba se amontonaban como una parva de heno, con los rizos bailando al viento, como si tuviera la cabeza en llamas.
—¡Que Jesús os ame, Franky! —aulló; su vozarrón superaba el viento con facilidad.
—¡Vuestra posición es sobre el flanco oriental! —El viento y el enfado hicieron que Sir Francis se mostrara breve—. ¿Porqué la abandonasteis?
El Aguilucho abrió las manos en un expresivo gesto de disculpa.
—Tengo poca agua y la paciencia se me ha agotado por completo. Sesenta y cinco días son más que suficiente para mí y para mis bravos muchachos. En la costa del Sofala hay esclavos y oro para quien quiera tomarlos.
Su acento era como un vendaval escocés.
—Vuestro despacho no os permite atacar a barcos portugueses.
—Portugueses, holandeses o españoles —gritó Cumbrae, el oro tiene el mismo brillo. Bien sabéis que no hay paz detrás de la Línea.
—¡Por nada os apodan Aguilucho! —rugió Sir Francis, frustrado—. ¡Tenéis el mismo apetito que esa ave carroñera!
Sin embargo, lo que decía Cumbrae era verdad: no había paz detrás de la Línea.
Un siglo y medio antes, el 25 de septiembre de 1493, el papa Alejandro VI había trazado, por medio de la Bula Papal Inter Caetern, una línea de norte a sur, en el medio del Atlántico, para dividir al mundo entre España y Portugal. ¿Qué esperanzas cabían de que las naciones cristianas excluidas, en su envidia y su resentimiento, respetaran esa decisión? Espontáneamente nació otra doctrina: ¡No habrá paz detrás de la Línea!" Se convirtió en la contraseña de corsarios y bucaneros. Y en la mente de ellos, su significado se extendió hasta abarcar todas las regiones oceánicas no exploradas.
En las aguas del continente septentrional, quienes cometían actos de piratería, rapiña y asesinato ya no eran perseguidos y ahorcados por las armadas de la Europa cristiana, sino condonados y hasta aplaudidos, si eso sucedía más allá de la Línea. Todos los monarcas acosados libraban Cartas de Contramarca que, de un plumazo, convertían a los barcos mercantes en corsarios, naves de guerra, y los enviaban a merodear los océanos recién descubiertos del globo en expansión.
La patente de Sir Francis Courtney había sido firmada por Edward Idee, primer conde de Clarendon, lord canciller de Inglaterra, en nombre de Su Majestad el rey Carlos II. Eso lo autorizaba a perseguir a los barcos de la República de Holanda, con la que Inglaterra estaba en guerra.
—Abandonar vuestra posición equivale a renunciar a vuestro derecho de reclamar una parte de cualquier botín —anunció Francis, por sobre la estrecha banda de agua que separaba a los barcos.
Pero el Aguilucho se volvió para dar una orden a su timonel. Luego indicó a su gaitero, que estaba a la espera:
—¡Tocad una melodía como recuerdo nuestro para Sir Francis!
Mientras los conmovedores compases de Adiós a las islas llegaban al Lady Edwina, los hombres del Aguilucho treparon como simios por el cordaje para soltar los rizos. Se desplegó la parte superior del velamen. Las velas principales se llenaron con un estruendo que pareció un disparo de cañón y el Gull, escorando ansiosamente hacia el viento del sudeste, puso proa ala siguiente ola azul, reventándola abajo.
En tanto se alejaba deprisa, el Aguilucho volvió a la barandilla de popa; su voz se elevó por sobre el sonido de las gaitas y el gemir del viento.
—¡Que la paz de nuestro Señor Jesucristo os sirva de escudo, mi respetado hermano Caballero! —Pero en sus labios la frase sonó a blasfemia.
Sir Francis lo siguió con la vista; el manto, dividido en cuatro por la cruz patada carmesí de la Orden, le flameaba sobre los anchos hombros.
Poco a poco fueron muriendo la gritería irónica y las bromas pesadas de los hombres. Un humor sombrío empezó a invadir el barco, a medida que la tripulación caía en la cuenta de que sus fuerzas, ínfimas antes, habían sido reducidas de un solo golpe a menos de la mitad. Se los dejaba solos para enfrentarse a los holandeses, cualquiera que fuese el número en que aparecieran. Los marineros que se agolpaban en la cubierta y el cordaje del Lady Edwina habían quedado en silencio y no podían mirarse a los ojos.
Por fin Sir Francis echó la cabeza atrás, riendo:
—¡Tanto más para nosotros! —gritó.
Todos rieron con él y lo vitorearon mientras bajaba a su camarote, bajo la cubierta de popa.
Hal pasó una hora más en lo alto del palo mayor. Se preguntaba cuánto podría durar ese talante bullicioso de los tripulantes, considerando que las raciones de agua se habían reducido a dos tazas por día. Aunque la tierra y sus dulces ríos estaban amenos de medio día de navegación, Sir Francis no se había atrevido a desviar tan siquiera una de las pinazas para que llenara los toneles. Los holandeses podían llegar en cualquier momento y, cuando eso sucediera, hasta el último de los hombres sería necesario.
Por fin subió un hombre para relevar a Hal en el puesto del vigía.
—¿Qué hay para ver, muchacho? —preguntó, mientras entraba en el balde de lona.
—Bastante poco —admitió Hal, señalando las diminutas velas de las dos pinazas en los horizontes lejanos—. Ninguna ha enarbolado señales. Estad alertas a la bandera roja: significaría que tienen la presa a la vista.
El marino gruñó:
—En cuanto me descuide me enseñarás cómo se tira un pedo. —Pero sonreía con aire paternal; el muchacho era el favorito de a bordo.
Hal le devolvió la sonrisa.
—Por Dios que no necesitáis lecciones, maese Simon. Os he oído en la letrina. Preferiría enfrentarme a un cañoneo de los holandeses. Casi agrietáis todos los maderos del casco.
Simon dejó escapar una risotada explosiva y le dio un puñetazo en el hombro.
—Baja; baja, si no quieres que te enseñe a volar como los albatros.
Hal empezó a descolgarse por las cuerdas. Al principio se movía rígidamente, con los músculos entumecidos y helados por la larga vigilia, pero pronto entró en calor y bajó con agilidad.
Algunos de los hombres que estaban en la cubierta, trabajando en las bombas o reparando las lonas desgarradas por el viento, se interrumpieron para observarlo. Era tan robusto y ancho de hombros como si ya tuviera veinte años, y largo de miembros, tan alto como su padre. Pero conservaba la piel fresca y suave, la cara sin arrugas y la expresión luminosa de la niñez. El pelo negro, atado atrás con un cordón, brotaba por debajo del gorro con reflejos azulados. A esa edad, su hermosura era aún casi femenina; tras más de cuatro meses en el mar (seis sin haber puesto los ojos en una mujer), aquellos que tenían esas preferencias lo observaban con lascivia.
Al llegar a la verga de seca, Hal abandonó la seguridad del mástil para correr a lo largo, con el fácil equilibrio de un acróbata, doce metros por encima de la rizada corriente de proa y las tablas de la cubierta principal. Ahora todos tenían los ojos clavados en él: era una hazaña que pocos a bordo querrían emular.
—Para eso hay que ser joven y estúpido —gruñó Ned Tyler, meneando afectuosamente la cabeza, mientras se recostaba contra el timón para mirar hacia arriba—. Esperemos que el padre no sorprenda al pequeño idiota haciendo eso.
Hal llegó al extremo de la verga y, sin pausa alguna, viró hacia la tornapunta y se deslizó por ella hasta quedar a tres metros de la cubierta. Desde allí se dejó caer levemente sobre los pies descalzos, flexionando las rodillas para absorber el impacto de las restregadas tablas blancas.
En el rebote giró hacia la popa… y quedó petrificado por un grito inhumano. Era un aullido primordial, el amenazador desafío de algún gran animal de presa.
Hal permaneció inmóvil por un instante apenas; luego viró instintivamente. Una alta silueta cargaba hacia él. Oyó el ruido sibilante en el aire antes de ver la hoja y agacharse bajo ella. El acero lanzó un destello plateado por sobre su cabeza y su atacante volvió a rugir, con un chillido de furia.
Vio fugazmente la cara del adversario, negra y reluciente; la boca, una caverna bordeada de dientes enormes, cuadrados y blancos; la lengua rosada se enroscaba en el grito como la de los leopardos.
El muchacho bailó, balanceándose, al regresar la hoja plateada en un arco. Sintió un tirón en la manga de la chaqueta, al perforar el cuero la punta de la espada, y cayó hacia atrás.
—¡Un arma, Ned! —chilló al timonel que estaba a su espalda, sin apartar la vista de su atacante. Las pupilas negras brillaban como obsidiana; el iris estaba opaco de furia; la zona blanca, inyectada en sangre.
Hal esquivó de un salto el ataque siguiente, pero sintió en la mejilla el soplo del acero. Detrás de él se oyó el roce del chafarote que el contramaestre estaba desenvainando; el arma se deslizó hacia él por la cubierta. Se inclinó ágilmente para recogerla, empuñándola con naturalidad, y asumió la posición de guardia, apuntando el extremo a los ojos de su atacante.
Frente a esa hoja amenazadora, el hombre alto detuvo su embestida; cuando Hal, con la mano izquierda, sacó del cinturón su puñal de veinticinco centímetros para ofrecerle también esa punta, la luz salvaje de sus ojos se tornó fría y evaluadora. Caminaron en círculos por la cubierta, bajo el palo mayor, haciendo ondular las hojas, tocándolas apenas en busca de una abertura.
Los marineros de cubierta abandonaron sus tareas (hasta los que manejaban las bombas) y corrieron a formar un círculo en derredor de los espadachines como si presenciaran una riña de gallos, con las caras encendidas por la perspectiva de ver un poco de sangre. Todos rugían y azuzaban a sus favoritos:
—¡Córtale esas bolas negras, joven Hal!
—¡Arráncale las plumas de gallito, Aboli!
Aboli medía doce o trece centímetros más que Hal y no había grasa alguna en su esbelta y ágil estructura. Provenía de la costa oriental de África, de una tribu guerrera muy apreciada por los esclavistas. Hasta el último cabello había sido cuidadosamente arrancado de su cabeza, que relucía como negro mármol pulido; le adornaban las mejillas los tatuajes rituales, remolinos de cicatrices que le daban un aspecto aterrador. Movía con una elegancia peculiar esas largas piernas musculosas, ondulando desde la cintura hacia arriba como si fuera una enorme cobra negra. Usaba sólo una falda de lona harapienta, desnudo el pecho. Cada músculo del torso y los brazos parecía tener vida propia, como serpientes que se deslizaran y se enroscaran bajo la piel aceitada.
De pronto se lanzó en embestida. Con un esfuerzo desesperado, Hal desvió la hoja, pero casi en el mismo instante Aboli invirtió el golpe, apuntando una vez más a la cabeza. Había tal potencia en su estocada que era imposible pararla sólo con el chafarote. Hal levantó los dos aceros cruzados y atrapó el del negro por encima de la cabeza. El metal resonó, chirriante, mientras el público aullaba ante la habilidad y la gracia de esa parada.
Pero la furia del ataque hizo que Hal cediera un paso y otro más, en tanto Aboli lo presionaba sin darle respiro, utilizando su mayor estatura y su fuerza superior para contrarrestar la habilidad natural del muchacho.
En la cara de Hal se reflejaba la desesperación. Ahora cedía terreno con más facilidad y sus movimientos ya no eran coordinados: estaba cansado y el miedo embotaba sus reacciones. Los crueles espectadores se volvieron contra él, pidiendo sangre agritos y azuzando a su implacable adversario.
—¡Márcale esa cara bonita, Aboli!
—¡Queremos verle las tripas!
El sudor mojó las mejillas de Hal, que arrugó la cara al verse acorralado contra el mástil. De pronto se lo veía mucho más niño, al borde de las lágrimas, con los labios trémulos de terror y agotamiento. Ya no contraatacaba. No hacía sino defenderse. Estaba luchando por su vida.
Implacable, Aboli lanzó un nuevo ataque, apuntando al cuerpo de Hal para luego cambiar de ángulo hacia las piernas. El chico estaba ya en el límite de sus fuerzas y apenas lograba parar cada estocada.
El negro cambió de táctica una vez más, obligándolo a estirarse demasiado con una finta hacia la cadera izquierda; de inmediato movió el cuerpo y embistió con el largo brazo derecho. La hoja reluciente atravesó en línea recta la guardia de Hal y los espectadores rugieron: por fin veían la sangre que ansiaban.
Hal se apartó lateralmente del mástil y quedó jadeando bajo el sol, cegado por su propio sudor. La sangre goteaba lentamente sobre su chaleco de cuero, pero era apenas un puntazo, hecho con precisión de cirujano.
—¡Otra cicatriz por cada vez que pelees como mujer! —lo regañó Aboli.
Con expresión de agotada incredulidad, el muchacho levantó la mano izquierda, que aún sostenía el puñal, y se limpió la sangre de la barbilla con el dorso del puño. Tenía un corte en el lóbulo de la oreja; la cantidad de sangre exageraba la gravedad de la herida.
Los presentes bramaron de burla y regocijo.
—¡Por los dientes de Satanás! —rió uno de los timoneles. ¡El bonito tiene más sangre que agallas!
Ante esa burla, Hal experimentó una veloz transformación. Bajó la punta del puñal, extendiéndola en la posición de guardia, sin prestar atención a la sangre que aún le goteaba de la barbilla. Tenía la cara en blanco, como una estatua, y los labios apretados, con palidez de escarcha. De su garganta brotó un bramido grave. Se arrojó contra el negro.
Voló por la cubierta a tal velocidad que Aboli retrocedió, tomado por sorpresa. Cuando trabaron espadas entornó los ojos, percibiendo la nueva potencia en el brazo del muchacho. Un momento después Hal estaba sobre él, como un gato montés herido que irrumpiera desde una trampa.
El dolor y la ira pusieron alas en sus pies. No había piedad en sus ojos; las mandíbulas apretadas tensaban los músculos de la cara, convirtiéndolos en una máscara que no conservaba rastros de actitud juvenil. Sin embargo, la furia no lo había privado de razón ni de astucia. De pronto reunió toda la habilidad adquirida en cientos de horas y días en la cubierta de práctica.
Los espectadores aullaron por el milagro que se producía ante sus ojos. Fue como si, en ese instante, el muchacho se hubiera convertido en hombre, como si hubiera crecido en estatura hasta plantarse, mentón a mentón, ojo a ojo, con su oscuro adversario.
"No puede durar", se dijo Aboli, al enfrentar el ataque. "Esa fuerza no puede persistir." Pero se enfrentaba a un hombre nuevo y aún no lo había reconocido.
De pronto se encontró cediendo terreno. "Pronto se cansará." Pero las hojas gemelas que bailaban ante sus ojos parecían deslumbrantes y etéreas, como los temibles espíritus de la selva oscura que en otros tiempos había sido su hogar.
Miró esa cara pálida, esos ojos ardientes, y no los reconoció. Entonces fue invadido por un temor supersticioso que le retardó el brazo derecho. Se encontraba ante un demonio, dotado de la fuerza sobrenatural de los demonios. Y comprendió que su vida corría peligro.
La estocada siguiente voló hacia su pecho, rozando su guardia como un rayo de sol. Desvió el torso, pero la estocada penetró por debajo del brazo izquierdo levantado. No experimentó dolor alguno, pero oyó el roce del filo contra las costillas; un chorro de sangre caliente le corrió por el flanco. Tampoco había prestado atención al puño izquierdo de Hal, olvidando que el muchacho era igualmente diestro con ambas manos.
En el margen de su campo visual distinguió la hoja corta y rígida, precipitada hacia su corazón, y se lanzó hacia atrás para esquivarla. Su talón se enredó en el extremo de una cuerda enroscada en la cubierta y cayó despatarrado. Un golpe del codo derecho contra la regala le entumeció el brazo hasta la punta de los dedos; el chafarote salió disparado de entre sus dedos.
Tendido de espaldas, Aboli levantó una mirada indefensa y vio la muerte ante él, en esos aterradores ojos verdes. Esa no era la cara del niño que había sido su pupilo durante la última década, el chiquillo que él había protegido, adiestrado y amado por más de diez largos años. Era el hombre que iba a matarlo. La punta brillante del alfanje inició el descenso, apuntada a su cuello, con todo el peso del cuerpo joven y ágil detrás de ella.
—¡Henry!
Una voz severa y autoritaria resonó por la cubierta, atravesando el runrún de los espectadores sedientos de sangre.
Hal dio un respingo y quedó inmóvil, con la punta del arma apoyada en el cuello de Aboli. Por su cara se extendió una expresión aturdida, como la de quien despierta de un sueño. Levantó la vista hacia su padre, que estaba en el saltillo de popa.
—Basta ya de tonterías. Baja inmediatamente a mi cabina.
Hal echó un vistazo a las caras excitadas y enrojecidas que lo rodeaban. Meneando la cabeza, desconcertado, contempló el chafarote que tenía en la mano; luego abrió los dedos para dejarlo caer a la cubierta. Las piernas se le hicieron agua; cayó encima de Aboli, abrazándose a él como una criatura a su padre.
—¡Aboli! —susurró, en el lenguaje de la selva que el negro le había enseñado; era un secreto que no compartían con ningún otro hombre del barco—. Te he malherido. ¡Cuánta sangre! Por mi vida, podría haberte matado.
Aboli rió entre dientes y respondió en el mismo idioma:
Ya era hora. Por fin has abrevado en la fuente de la sangre guerrera. Temía que nunca la hallaras. Tuve que empujarte mucho hacia ella.
Se incorporó, apartando a Hal de un empellón, pero en sus ojos había una nueva luz; los clavó en el niño, que ya no era niño.
—¡Ve a hacer lo que te ha dicho tu padre!
Hal se levantó, trémulo, y volvió a mirar el círculo de caras; en ellas vio una expresión que no pudo reconocer; era respeto, mezclado con una considerable cantidad de miedo.
—¿Qué miráis, abribocas? —aulló Ned Tyler—. La función terminó. ¿No tenéis nada que hacer? Hay que operar esas bombas. Esas gavias están bolineando. A cualquiera que vea ocioso lo pongo en el puesto de vigía.
Se oyó un golpeteo de pies descalzos por la cubierta, en tanto la tripulación corría a sus tareas con aire culpable.
Hal se inclinó para recoger el chafarote y se lo devolvió al contramaestre, con la empuñadura hacia adelante.
—Gracias, Ned. Me hacía falta.
—Y le diste buen uso. Nunca había visto que alguien derrotara a ese pagano, como no fuera tu padre.
Hal desgarró un trozo del desgarrado borde de sus pantalones de lana y, apretándolo a la oreja para restañar la sangre, bajó al camarote de popa.
Sir Francis apartó la vista del libro de bitácora, con la pluma de ganso inmóvil sobre la página.
—No pongas esa cara de satisfacción, cachorro —gruñó—. Aboli jugó contigo, como siempre. Podría haberte ensartado diez o doce veces antes que cambiaras las cosas con ese golpe de suerte.
Cuando Sir Francis estaba de pie, apenas quedaba lugar para ambos en la cabina. Los mamparos estaban recubiertos de libros de cubierta a cubierta; había más volúmenes amontonados entre los pies; otros textos, con encuadernación de cuero, se apretaban en el cubículo que le servía de litera. Hal se preguntó dónde dormiría.
Cuando estaban solos, su padre insistía en hablarle en latín, el idioma de los hombres educados y cultos.
—Morirás antes de llegar a espadachín, a menos que encuentres tanto acero en el corazón como en la mano. Algún gordo holandés te abrirá hasta los dientes en tu primer combate. —Sir Francis clavó en su hijo una mirada ceñuda—. Recita la ley de la espada.
—Un ojo en sus ojos —murmuró Hal, en latín.
—¡Habla alto, niño!
El estruendo de las culebrinas había embotado el oído a Sir Francis; en el curso de los años, mil andanadas habían estallado alrededor de su cabeza. Al final de cada combate, los marineros apostados junto a los cañones manaban sangre por las orejas por varios días más, hasta los oficiales de popa oían tañer campanas celestiales dentro de la cabeza.
—Un ojo en sus ojos —repitió Hal, sonoramente.
Su padre asintió.
—Los ojos del adversario son la ventana hacia la mente. Aprende a leer en ellos sus intenciones antes que actúe. En ellos verás la estocada que va a lanzar. ¿Qué más?
—El otro ojo en sus pies —recitó Hal.
—Bien. —Sir Francis dio un cabezazo afirmativo—. Los pies se mueven antes que la mano. ¿Qué más?
—Mantener la punta alta.
—La regla cardinal. Jamás bajes la punta. Mantenla siempre apuntada hacia los ojos.
Sir Francis hizo que Hal repasara el catecismo, como lo había hecho incontables veces. Al final dijo:
—He aquí una regla más: pelea desde la primera estocada, no sólo cuando estés herido o colérico. De lo contrario, tal vez no sobrevivas a la primera herida.
Echó un vistazo a la clepsidra que pendía de la cubierta, por encima de su cabeza.
—Queda tiempo para una lectura antes de las oraciones. Seguía hablando en latín. —Toma el texto Livio y traduce a partir de la página veintiséis.
Hal pasó una hora leyendo la historia de Roma del original, traduciendo al inglés cada uno de los versos. Por fin Sir Francis cerró el texto secamente.
—Has mejorado. Ahora declina el verbo durare.
El hecho de que su padre eligiera ése era una señal de aprobación. Hal lo recitó casi sin respirar, pero fue más lento al llegar al futuro del indicativo.
—Durabo. Resistiré.
Esa palabra era el lema grabado en el escudo de armas de los Courtney; Sir Francis sonrió glacialmente al oírla.
—Que el Señor te otorgue esa gracia. —Se levantó—. Ahora puedes irte, pero no llegues tarde a la oración.
Feliz de verse libre, Hal huyó a saltos del camarote. Aboli estaba en cuclillas a sotavento de una de las grandes culebrinas de bronce, cerca de la proa. Hal se arrodilló a su lado.
—Te herí.
El negro hizo un elocuente gesto desdeñoso.
—Un pollo, cuando rasca el polvo, hace heridas más graves a la tierra.
Hal le apartó la capa de tela alquitranada de los hombros y, sujetándole el codo, levantó el musculoso brazo para inspeccionar el profundo tajo abierto en las costillas.
—De cualquier modo, este polluelo te ha dado un buen picotazo. —Observó secamente.
Sonrió de oreja a oreja al ver que Aboli abría la mano para mostrarle la aguja, ya enhebrada con hilo de velero. Quiso tomarla, pero Aboli se lo impidió.
—Lava la herida como te enseñé.
—Con ese pitón negro y largo que tienes allí, podrías hacerlo tú mismo —sugirió el chico.
Aboli emitió una risa prolongada, suave y profunda como un trueno lejano.
—Tendré que conformarme con ese gusanillo blanco.
Hal se puso de pie, aflojando el cordón que le sujetaba los pantalones, y los dejó caer hasta las rodillas; luego, con la mano derecha, retiró el prepucio.
—¡Yo te bautizo con el nombre de Aboli, señor de los pollos! —predicó, imitando fielmente el tono de su padre. Y dirigió un chorro de orina amarilla a la herida abierta.
Hal no ignoraba lo mucho que ardía, pues el negro había hecho varias veces lo mismo por él, pero las facciones negras permanecían impasibles. Después de irrigar el tajo con la última gota, Hal se subió los pantalones. Conocía la eficacia de ese remedio tribal. La primera vez que se lo aplicaron le había dado asco, pero desde entonces nunca había visto que se echara a perder una herida tratada de ese modo.
Tomó la aguja enhebrada y, mientras Aboli unía los labios de la herida con la mano izquierda, la cosió con pulcras puntadas de velero, hundiendo la punta en la piel elástica y tirando con fuerza para hacer los nudos. Al terminar tomó el pote de brea caliente que el negro había preparado. Después de untar bien la herida suturada, observó su trabajo con cara satisfecha.
Aboli se puso de pie, recogiéndose la falda de lona.
—Ahora atenderemos esa oreja —dijo. La mitad de su grueso pene quedaba fuera del puño.
Hal retrocedió a toda prisa. _
—Es sólo un arañazo —protestó.
Pero Aboli lo sujetó implacablemente por la coleta, inclinándole la cara hacia arriba.
El sonar la campana, la tripulación se agolpó en el combés del barco, en silencio y con la cabeza descubierta bajo el sol, incluidos los hombres de tribus negras, que no adoraban exclusivamente al Señor crucificado, sino también a otros dioses cuya morada era la selva profunda y oscura de su tierra.
Sir Francis, con una gran Biblia en la mano, entonó sonoramente: "Te imploramos, Dios Todopoderoso, que entregues a nuestras manos al enemigo de Cristo, para que no triunfe". Sus ojos eran los únicos que aún miraban al cielo. Todos los demás se dirigían hacia el este, de donde vendría ese enemigo, cargado de plata y especias.
Al promediar el largo oficio surgió desde el este un frente de tormenta; el viento impulsó las nubes hacia ellos, en una masa oscura y tumultuosa que inundó las cubiertas con plateadas láminas de lluvia. Pero los elementos no impedirían que Sir Francis continuara su plática con el Todopoderoso: mientras la tripulación se encorvaba en los chalecos de lona manchados de brea, con sombreros de la misma tela atados bajo el mentón, y el agua corría por ellos como por el pellejo de una manada de morsas en la playa, él prosiguió con sus oraciones sin perder un segundo:
—Señor de la tormenta y del viento —rezó—, socórrenos. Señor del frente de batalla, sé nuestro escudo y nuestra coraza…
El chubasco pasó rápidamente y el Sol volvió a irrumpir, haciendo centellear las olas azules y humear las cubiertas. Sir Francis volvió a encasquetarse el sombrero de ala ancha; las empapadas plumas blancas que lo coronaban cabecearon en señal de aprobación.
—Maestro Ned, sacad los cañones.
Hal comprendió que era lo que se debía hacer. El chubasco habría mojado la pólvora cargada. En vez de perder tiempo retirando el proyectil para recargar, su padre haría que la tripulación practicara un poco.
—Llamad a los puestos de combate, por favor.
El redoble de tambor resonó en todo el casco; la tripulación acudió a sus puestos entre bromas y grandes sonrisas. Hal hundió la punta de una mecha lenta en el brasero instalado al pie del mástil. Una vez que estuvo bien encendida, saltó hacia los obenques y, llevando la mecha entre los dientes, trepó hasta supuesto de combate, en lo alto del mástil.
En la cubierta, cuatro hombres salieron de la bodega con un tonel vacío, que llevaron a tropezones hasta la borda. A una orden lanzada desde popa, lo arrojaron a la estela aceitosa del barco, donde quedó bamboleándose. Mientras tanto, los artilleros retiraban las cuñas y tiraban de los aparejos para sacar las culebrinas. Había ocho a cada lado de la cubierta inferior, cada una cargada con un balde de pólvora y una bala. En la cubierta superior se alineaban diez, cinco a cada lado, con los cortos caños llenos de metralla.
Tras dos largos años de navegación, el Lady Edwina estaba escaso de proyectiles, por lo que algunos de los cañones habían sido cargados con guijarros de pedernal redondeados por el agua, recogidos uno a uno en las riberas de las desembocaduras, cada vez que un grupo bajaba a tierra para buscar agua dulce. El barco viró ponderosamente en una nueva bordada, poniendo la proa al viento. El tonel flotante estaba todavía a veinte brazas, pero la distancia se acortó un poco. Los artilleros iban de un cañón a otro, haciendo girar los tornillos de elevación y ajustando los aparejos de puntería. Era una tarea especializada: sólo cinco de los hombres de a bordo eran capaces de cargar y apuntar un cañón.
En el puesto de vigía, Hal giró el largo caño del falconete sobre el soporte y apuntó hacia un manojo de algas que pasaban flotando en la corriente. Luego usó la punta del puñal para raspar la pólvora húmeda y apelmazada de la cazoleta y volvió a llenarla cuidadosamente con la que llevaba en su frasco. Tras diez años de instrucción brindada por su padre, era tan hábil en ese esotérico arte como Ned Tyler, el maestro artillero del barco. Por derecho le correspondía estar al pie de los cañones; había suplicado a su padre que lo apostara allí, pero lo único que obtuvo fue una severa réplica: "Irás a donde yo te mande". Por eso debía estar allí arriba, lejos del barullo, aunque su joven y fiero corazón se muriera por participar.
De pronto lo sobresaltó el estruendo de un disparo en la cubierta. Se elevó una humareda larga y densa, mientras el barco escoraba un poco por efecto de la descarga. Un momento después, en la superficie del agua se elevaba dramáticamente un alto chorro de espuma, cincuenta metros hacia la derecha y a veinte del tonel flotante. A tanta distancia no era mal tiro, perola cubierta estalló en un coro de burlas y silbidos.
Ned Tyler corrió a la segunda culebrina y verificó rápidamente su posición. Después de indicar por gestos que la desviaran un punto hacia la izquierda, se adelantó para aplicar la mecha encendida al agujero. Una bocanada de humo chispeante voló hacia atrás. De la boca surgió una lluvia de chispas, pólvora a medio quemar y terrones de pólvora húmeda y apelmazada. El proyectil rodó por el caño de bronce y cayó al mar habiendo cubierto apenas la mitad de la distancia al blanco. La tripulación aullaba sus burlas.
Las dos armas siguientes fallaron al disparar. Ned, entre furiosas maldiciones, ordenó a los tripulantes que retiraran las cargas con largos tirabuzones de hierro, en tanto él corría de un cañón a otro.
—¡Gran gasto de pólvora y balas!" —recitó Hal para sus adentros, repitiendo las palabras del gran Sir Francis Drake (en cuyo honor había sido bautizado su padre), pronunciadas tras el primer día de la épica batalla contra la Armada de Felipe II, Rey de España, al mando del duque de Medina Sidonia. Durante todo ese largo día, bajo la niebla rojiza del humo, las dos grandes flotas se habían disparado potentes andanadas, sin que la cortina de fuego hundiera un solo barco, en una u otra flota.
"Asústalos con el cañón", recomendaba a Hal su padre, "pero barre sus cubiertas con el sable." Y expresaba su desprecio por el estruendoso e ineficiente arte de la artillería naval. Era imposible apuntar un proyectil desde la cubierta bamboleante de un barco a un punto exacto en el casco de otro: la puntería estaba en manos del Todopoderoso, antes que en las del maestro artillero.
Como para demostrarlo, cuando Ned hubo disparado todos los cañones de a bordo se vio que seis habían fallado y el disparo más certero había caído a veinte metros del tonel flotante. Hal meneó tristemente la cabeza, pues cada uno de esos disparos había sido preparado y apuntado con esmero. En el calor de una batalla, con la distancia enturbiada por el humo, la pólvora y los proyectiles cargados con apresuramiento, los caños calentándose sin uniformidad y la mecha aplicada a la cazuela por artilleros nerviosos y aterrorizados, los resultados serían aun menos satisfactorios.
Por fin su padre levantó la vista hacia él.
—¡Puesto del vigía! —rugió.
Hal ya temía que lo hubiera olvidado. Con un escalofrío de alivio, sopló la punta de la mecha lenta que tenía en la mano, haciéndola refulgir con fiereza.
Sir Francis lo observaba desde la cubierta, con expresión severa y adusta. No podía dejar traslucir el amor que sentía por ese muchacho. Debía mostrarse duro y crítico en todo momento, siempre impulsándolo. Por su propio bien (no, por su vida misma) era preciso obligarlo a aprender, a esforzarse, a resistir, a recorrer en todos sus pasos el camino que tenía por delante, con toda su fuerza y todo su corazón. Pero también era necesario ayudarlo, darle aliento y asistencia sin que se notara. Debía guiarlo con sabiduría y sagacidad hacia su destino. Por eso había demorado la orden a Hal hasta ese momento en que el tonel flotaba apoca distancia.
Si el chico pudiera destrozarlo con esa arma pequeña, después del fracaso de Ned con el gran cañón, eso acrecentaría su reputación entre los marineros. Los hombres eran, en general, rufianes vocingleros, simples analfabetos; pero un día Hal sería el jefe de todos ellos o de otros parecidos. Esa mañana había dado un paso gigantesco al vencer a Aboli delante de todos. Ahora tenía una oportunidad de consolidar esa ventaja. "Guía su mano y el vuelo del disparo, ¡oh, Dios de la batalla!", rezó Sir Francis en silencio. Y la tripulación estiró el cuello para observar al muchacho, allá arriba.
Canturreando suavemente, Hal se concentró en la tarea, consciente de que todas las miradas estaban fijas en él. Sin embargo, no percibió la importancia de ese disparo; tampoco sabía de la plegaria de su padre. Para él era un juego, sólo otra posibilidad de destacarse. A Hal le gustaba ganar; cada vez que ganaba le gustaba más. La joven águila comenzaba a regocijarse con la potencia de sus alas.
Hizo girar el falconete hacia abajo, bizqueando a lo largo del largo cañón, que medía un metro, hasta alinear la mira de la cazuela con la del extremo.
Había aprendido que era inútil apuntar directamente al blanco. Desde el momento en que aplicara la mecha hasta el estruendo del disparo habría una demora de algunos segundos; mientras tanto, barco y tonel se estarían moviendo en direcciones opuestas. A eso se sumaba el momento que tardarían las balas disparadas en su vuelo. Era necesario calcular dónde estaría el tonel cuando el disparo llegara a él.
Giró suavemente la mira por encima del blanco y aplicó la punta de la mecha a la cazuela. Se obligó a no respingar ante el fulgor de la pólvora quemada y a no retroceder anticipándose a la explosión, en tanto movía suavemente los caños en la línea elegida.
Con un rugido que le resonó en los tímpanos, el falconete dio un fuerte sacudón contra el soporte y todo desapareció en una nube de humo gris. Hal estiró desesperadamente la cabeza a derecha e izquierda, tratando de ver por los costados del humo, pero fueron los vítores lanzados en la cubierta los que le hicieron brincar el corazón. Cuando el viento se llevó el humo pudo ver las costillas del tonel destrozado, que se sacudían en la estela del barco. Entonces lanzó un grito de gozo y agitó la gorra hacia la cubierta.
Aboli estaba en su sitio a proa, como timonel y capitán artillero de la primera guardia. Mientras devolvía a Hal su beatífica sonrisa, se golpeó el pecho con un puño y agitó el chafarote por encima de la cabeza desnuda.
El tambor redobló para indicar el fin de la práctica, autorizando a los tripulantes a abandonar sus puestos de combate. Antes de descolgarse por los obenques, Hal volvió a cargar cuidadosamente el falconete y envolvió la cazuela con un trozo de lona impregnada en brea, para proteger la pólvora del rocío, la lluvia y las salpicaduras.
Cuando tocó la cubierta con los pies miró hacia popa, tratando de encontrar los ojos de su padre para evaluar su aprobación. Sir Francis estaba conversando con uno de sus oficiales jóvenes; tardó un momento en echar una fría mirada a Hal, por sobre el hombro.
—¿Qué miras, muchacho? Hay cañones que recargar.
Hal se volvió, sintiendo la mordedura del desencanto, pero le devolvieron la sonrisa las bulliciosas felicitaciones de los tripulantes y las rudas palmadas en la espalda que recibió al pasar por la batería.
Al verlo llegar, Ned Tyler abandonó la recámara de la culebrina que estaba recargando y le entregó la baqueta.
—Cualquier idiota puede dispararlo, pero para cargarlo hace falta habilidad —gruñó. Lo observó con aire crítico, en tanto Hal medía una carga de pólvora—. ¿Cuál debe ser el peso de la pólvora? —preguntó.
Hal repitió la respuesta que le había dado cien veces.
—El mismo que el del proyectil.
La pólvora se componía de gránulos gruesos. En otros tiempos, con las sacudidas del barco o algún otro movimiento repetitivo, los tres elementos esenciales (azufre, carbón y salitre) podían separarse, tornándola inútil. Pero el proceso de granulado había evolucionado desde esa época: se trataba el polvo fino con orina o alcohol, a fin de formar con él una torta, que luego se molía hasta que las partículas adquirían el tamaño requerido. Sin embargo, el procedimiento no era perfecto; el artillero debía saber juzgar el estado de su pólvora. La humedad o la vejez podían degradarla. Hal probó los granos entre los dedos y se llevó una pizca a la boca. Ned Tyler le había enseñado a evaluarla de ese modo. Luego vertió el contenido del cubo en la boca del cañón y añadió la estopa alquitranada.
Por fin la apretó con una larga baqueta de madera. Esa era otra parte crucial del proceso: si se la apretaba demasiado, la llama no atravesaría la carga y el disparo fallaría inevitablemente; si no se la apretaba lo suficiente, la pólvora se quemaría sin la potencia suficiente para impulsar el pesado proyectil hasta sacarlo del caño. El procedimiento correcto era un arte que sólo se aprendía con una práctica prolongada, pero Ned hizo un gesto afirmativo al observar el trabajo de Hal.
Sólo mucho más tarde salió Hal nuevamente a la luz del Sol. Todas las culebrinas estaban cargadas y bien aseguradas; su torso relucía de transpiración por el calor de la batería y los esfuerzos con la baqueta. Cuando se detuvo para secarse la cara chorreante y estirar la espalda, después de haber pasado tanto tiempo agachado en la cubierta inferior, el padre lo llamó con pesada ironía:
—¿La posición del barco no tiene ninguna importancia para vos, maese Henry?
Con un respingo, el muchacho levantó la vista hacia el Sol. Estaba alto en el cielo: la mañana había pasado volando. Corrió hacia la escalerilla y se dejó caer por ella para irrumpir en el camarote de su padre. Después de arrebatar la pesada ballestilla de su estuche en el mamparo, volvió corriendo a la cubierta de popa.
—Quiera Dios que no llegue demasiado tarde —susurró para sí, echando un vistazo a la posición del Sol. Estaba sobre el penol de estribor. Tomó posición de espaldas a él, de modo tal que la sombra arrojada por la vela mayor no lo cubriera, pero también para disponer de una clara visión del horizonte hacia el sur.
Concentró toda su atención en el cuadrante de la ballestilla. Era preciso mantener firme ese pesado instrumento, pese a los movimientos del barco. Luego, leer el ángulo que los rayos del sol, al pasar por sobre el hombro, marcaban en el cuadrante; eso le daba la inclinación del Sol con respecto al horizonte. Era un acto de malabarismo que requería fuerza y destreza.
Por fin pudo observar el paso de mediodía y leer el ángulo del Sol con el horizonte, en el momento exacto en que llegaba al cenit. Dejando la ballestilla, doloridos los brazos y los hombros, se apresuró a garabatear la lectura en la pizarra:
Luego corrió por la escalerilla hacia el camarote de popa, pero la tabla de ángulos celestes no estaba en su estante. Al volverse, afligido, vio que su padre lo había seguido y lo observaba con atención. No hubo una sola palabra, pero Hal comprendió que se lo desafiaba a sacar ese valor de su memoria. Se sentó ante el arcón de su padre, que servía de escritorio, y cerró los ojos para repasar las tablas. Debía recordar las cifras del día anterior y extrapolarlas. Movió los labios sin emitir sonido, masajeándose el lóbulo hinchado.
Con la cara súbitamente iluminada, abrió los ojos y garabateó otra cifra en la pizarra. Trabajó por un minuto más, traduciendo el ángulo del Sol de mediodía a grados de latitud. Luego levantó la vista, triunfante.
—Treinta y cuatro grados cuarenta y dos minutos de latitud sur.
El padre tomó la pizarra para revisar las cifras; luego se la devolvió, inclinando apenas la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Bastante cerca, si mediste bien el Sol. ¿Y qué me dices de la longitud?
La determinación de la longitud exacta era un acertijo que ningún hombre había resuelto jamás. No había reloj ni clepsidra que, una vez a bordo, funcionara con exactitud suficiente como para llevar la cuenta de las majestuosas revoluciones de la Tierra. Sólo la pizarra para anotar los rumbos y distancias navegados, que pendía junto a la brújula, podía guiar los cálculos de Hal. Estudió las cuñas que el timonel había puesto en los agujeros, alrededor de la rosa de los vientos, cada vez que alteró el rumbo durante la guardia anterior. Después de sumar y promediar esos valores, los graficó en la carta que su padre tenía en el camarote. Era sólo una tosca aproximación de la longitud. Tal como lo había previsto, su padre puso objeciones.
Yo la habría fijado un poco más al este; con tantas algas en el fondo y tanta agua en las sentinas, el barco se desvía bastantea sotavento; pero anota eso en el libro de bitácora.
Hal levantó la vista, estupefacto. Ese era un día importante, por cierto. Sólo la mano de su padre escribía en el libro encuadernado en cuero que descansaba junto a la Biblia, sobre la tapa del arcón.
Bajo la mirada vigilante de su padre, abrió el libro de bitácora y dedicó un momento a contemplar esas páginas, cubiertas de escritura elegante y fluida, y los bellos dibujos de hombres, barcos y costas que adornaban los márgenes. Su padre tenía dotes artísticas. Vacilante, Hal hundió la pluma en el tintero dorado que había pertenecido al capitán del Heerlycke Nacht, uno de los galeones de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales capturado por su padre. Escurrió las gotas superfluas, para no manchar la sagrada página, y escribió con infinito cuidado, apretando entre los dientes la punta de la lengua: "Una campanada en la guardia de la tarde, día 3 de septiembre de 1667, año de nuestro Señor Jesucristo. Posición, 34 grados 42 minutos Sur, 20 grados 5 minutos Este. Continente africano a la vista desde el puesto de vigía, hacia el Norte". Sin atreverse a agregar más, aliviado por no haber arruinado la página con garabatos ni salpicaduras, dejó a un lado la pluma para secar con orgullo las letras bien formadas. Sabía que su caligrafía era buena, aunque quizá no tanto como la de su padre, admitió al compararlas.
Sir Francis tomó la pluma y se inclinó por sobre su hombro para añadir: "Esta mañana el recluta Henry Courtney fue gravemente herido en una riña indecorosa". Luego, junto a la anotación, esbozó rápidamente una reveladora caricatura de Halcón la oreja hinchada sobresaliendo a un costado y el nudo de la sutura como si fuera un lazo en la cabellera de una doncella.
Hal contuvo la risa, pero al levantar la vista vio un chisporroteo en los ojos verdes de su padre. Sir Francis posó una mano en el hombro de su hijo, lo más parecido a un abrazo que le daría jamás, y se lo apretó, diciendo:
—Ned Tyler te está aguardando para instruirte en la ciencia de los cordajes y las velas. No lo hagas esperar.
Aunque ya era tarde cuando Hal salió a la cubierta superior, aún había luz suficiente para caminar con facilidad por entre los marineros que dormían. El cielo nocturno estaba lleno de estrellas; semejante despliegue debía deslumbrar a cualquier habitante del hemisferio norte. Pero esa noche Hal no les prestaba atención. Estaba agotado a tal punto que se tambaleaba.
Aboli le había reservado un lugar en la proa, a sotavento del cañón. Hal se dejó caer con gratitud en el jergón de paja que el negro le había tendido allí. No había alojamiento para la tripulación; los hombres dormían a cielo abierto, en cualquier lugar de la cubierta. En esas cálidas noches meridionales, todos preferían eso a la calurosa cubierta inferior. Se tendían en hileras, hombro con hombro, pero la cercanía de tanta humanidad maloliente era natural para el muchacho; ni siquiera sus ronquidos y murmullos podían mantenerlo despierto por mucho tiempo. Se acercó un poco más a Aboli. Así había dormido todas las noches de los diez últimos años; hallaba alivio en la enorme silueta tendida a su lado.
—Tu padre es un gran jefe entre jefes menores —murmuró Aboli—. Es un guerrero y conoce los secretos del mar y del cielo. Las estrellas son sus hijas.
—Sé que todo eso es verdad —respondió Hal, en el mismo idioma.
—Fue él quien me pidió que te atacara con la espada —confesó el negro.
Hal se incorporó sobre un codo para mirar fijamente la silueta oscura.
—¿Mi padre te pidió que me hirieras? —preguntó, incrédulo.
—No eres como otros chicos. Si ahora tu vida es dura, después ser más dura aún. Eres un elegido. Algún día tendrás que tomar de sus hombros el gran manto de la cruz roja. Debes ser digno de él.
Hal se dejó caer nuevamente en su jergón, contemplando las estrellas.
—¿Y si yo no quisiera eso? —preguntó.
—Es tuyo. No puedes elegir. El Caballero Nautonnier elige al Caballero que ha de seguirlo. Así ha sido por casi cuatrocientos años. La única manera de escapar es la muerte.
Hal guardó silencio por tanto tiempo que Aboli lo creyó vencido por el sueño, pero al fin susurró:
—¿Cómo sabes todo eso?
—Por tu padre.
—¿Eres también caballero de nuestra Orden?
Aboli rió con suavidad.
—Tengo la piel demasiado oscura y mis dioses son extraños. Jamás podría ser elegido.
—Tengo miedo, Aboli.
—Todos tenemos miedo. A los que llevamos sangre guerrera nos corresponde vencerlo.
—No me dejarás nunca, ¿verdad, Aboli?
—Me quedaré a tu lado por tanto tiempo como me necesites.
—Entonces no tengo tanto miedo.
Horas después, Aboli le puso una mano en el hombro, despertándolo de un sueño profundo y sin imágenes.
—Las ocho campanadas de la guardia intermedia, Gundwane. —Anunció, utilizando el apodo de Hal: en su propio idioma significaba "rata de la maleza", pero no tenía un significado peyorativo; era el nombre afectuoso que él le había dado a los cuatro años, cuando lo pusieron a su cuidado.
Las cuatro de la mañana. Aclararía en una hora más. Hal se levantó trabajosamente y, frotándose los ojos, marchó a tropezones al maloliente balde de las letrinas. Ya completamente despierto, caminó rápidamente por la cubierta corcoveante, esquivando los cuerpos dormidos que la colmaban.
El cocinero, que tenía el fuego encendido en la cocina revestida de ladrillos, le pasó un jarro de peltre lleno de sopa y una galleta marinera. Hambriento como estaba, Hal bebió a grandes tragos, aunque el líquido le quemara la lengua. Al morder la galleta sintió reventar los gorgojos entre sus dientes.
Mientras corría hacia el pie del palo mayor, vio relumbrar la pipa de su padre entre las sombras de la popa; le llegó una vaharada de tabaco, maloliente en el aire fresco de la noche. Sin detenerse, trepó por los obenques, tomando nota del cambio de rumbo y de la nueva posición que habían tomado las velas mientras él dormía.
Una vez que hubo relevado al vigía en lo alto del mástil, se acomodó en su nido para mirar en derredor. No había luna; descontando las estrellas, todo estaba oscuro. Conocía a todos los astros nominados, desde la potente Sirio hasta la diminuta Mintaka, en el refulgente cinturón de Orión. Eran las cifras del navegante, los letreros indicadores del cielo, y él había aprendido sus nombres junto con el alfabeto. Su mirada buscó involuntariamente a Régulo, en el signo del León. No era la estrella más brillante del zodíaco, pero sí la suya; experimentaba un sereno placer al pensar que fulguraba sólo para él. Ésa era la hora más feliz de su larga jornada, el único momento en que podía estar solo en ese navío atestado, la única oportunidad de dejar bailarla mente entre las estrellas, dando rienda suelta a su imaginación.
Todos sus sentidos parecían aguzados. Aun por sobre el gemir del viento y el crujir de los cordajes, oyó la voz de su padre, que hablaba quedamente con el timonel en la cubierta, muy abajo. Vio su nariz aguileña y el contorno de su frente en el resplandor rojizo de la pipa, cada vez que aspiraba el humo del tabaco. Era como si su padre no durmiera nunca.
Podía olfatear el yodo del mar, el olor fresco de las algas y el salitre. Su olfato era tan agudo, depurado como estaba por meses del fresco aire marino, que hasta le era posible percibir la vaga esencia de la tierra, el olor caliente y recocido de África, como un bizcocho recién sacado del horno.
Luego percibió otro aroma, tan leve que lo atribuyó a una mala jugada de su nariz. Un minuto después volvió a captarlo: era sólo un dejo en el viento, dulce como la miel. Sin reconocerlo, volvió la cabeza de un lado a otro, buscando la próxima vaharada, olfateando con ansias.
De pronto llegó otra vez, tan fragante y embriagadora que Hal se tambaleó como un borracho ante el coñac y tuvo que contenerse para no lanzar un grito de excitación. Haciendo un esfuerzo para mantener la boca cerrada, bajó a los tumbos desde el puesto del vigía, con ese aroma llenándole la cabeza, y voló por los obenques hacia la cubierta. Corría descalzo, tan silencioso que su padre dio un respingo al sentirse tocado en el brazo.
—¿Por qué has abandonado tu puesto?
—No podía avisaros gritando desde lo alto del mástil; están demasiado cerca. Ellos también me habrían oído.
—¿Qué estás parloteando, niño? —El padre se levantó, colérico—. Habla con claridad.
—¿No lo oléis, padre? —Hal le sacudió el brazo, impaciente.
—¿Qué es? —El padre se quitó la pipa de la boca—. ¿Qué es lo que hueles?
—¡Especias! —exclamó Hal—. El aire está lleno de aroma a especias.
Avanzaron velozmente por la cubierta: Ned Tyler, Aboli y Hal, despertando a sacudidas a la tripulación libre de servicio; luego de advertir a cada uno que guardara silencio, lo empujaban hacia su puesto de combate. No hubo tambor que redoblara para darla orden. El nerviosismo de los tres era contagioso. La espera había terminado. El holandés estaba cerca, en algún lugar de la oscuridad, a barlovento. Ya todos podían olfatear su fabulosa carga.
Sir Francis apagó la vela encendida junto a la bitácora para que no se viera ninguna luz en el barco; luego entregó a sus contramaestres las llaves de los cajones donde se guardaban las armas. Se los mantenía cerrados hasta que hubiera una presa ala vista, pues el temor al motín estaba siempre en la mente de todos los capitanes. En cualquier otro momento, sólo los oficiales llevaban sables.
Se abrieron deprisa los cajones y las armas pasaron de mano en mano. Los sables eran de buen acero de Sheffield, con empuñaduras de madera y guardas curvas. Las picas tenían mangos de roble inglés, de un metro ochenta de longitud, y pesadas puntas hexagonales de hierro. Aquellos tripulantes que no eran hábiles con la espada elegían esas robustas lanzas o las hachas de abordaje, capaces de degollar a un hombre de un solo golpe.
Subieron los mosquetes alineados en el polvorín; Hal ayudó a los artilleros a cargarlos con un puñado de perdigones de plomo sobre otro de pólvora. Eran armas incómodas y poco exactas, que sólo resultaban efectivas a veinte o treinta metros. Una vez operada la llave, al aplicarse mecánicamente la mecha encendida, el arma disparaba en una nube de humo, pero luego había que volver a cargarla. Esa operación requería dos o tres vitales minutos, durante los cuales el mosquetero estaba a merced de sus enemigos.
Hal prefería el arco, el famoso arco inglés que había diezmado a los caballeros franceses en Agincourt. Era capaz de disparar una docena de flechas en el tiempo que se necesitaba para recargar un mosquete. El arco tenía un alcance de cincuenta pasos, con la exactitud necesaria para alcanzar al enemigo en el centro del pecho y una potencia capaz de atravesarle el esternón, aunque usara coraza. Hal tenía ya dos manojos de flechas a mano sujetos junto al puesto del vigía.
Sir Francis y algunos de sus oficiales se pusieron la armadura ligera: corazas y yelmos de acero. La sal del mar los había herrumbrado y tenían las melladuras de otros combates.
En poco tiempo el barco estuvo listo para la batalla; la tripulación, armada y acorazada. Sin embargo, las troneras de los cañones permanecían cerradas y no se sacaron las culebrinas. Ned y los otros contramaestres ordenaron que casi todos los hombres se reunieran abajo; el resto debía tenderse en cubierta, ocultándose bajo la borda. No se encendió ninguna mecha lenta: el olor a humo podía advertir del peligro a la presa. Sin embargo había braseros en ascuas al pie de cada mástil y se habían quitado las cuñas a los cañones, utilizando mazas de madera envueltas, a fin de amortiguar el ruido de los golpes.
Aboli se abrió paso hasta Hal, que estaba al pie del mástil. Se había ceñido la cabeza con un paño escarlata, cuyos extremos le pendían por la espalda, y en el coselete llevaba un alfanje. Bajo un brazo sostenía un rollo de seda colorida.
—Te lo envía tu padre —dijo, poniendo el bulto en los brazos de Hal—. Ya sabes qué hacer con ellos. —Luego dio un tirón a la coleta de Hal—. Dice tu padre que debes permanecer en el puesto del vigía, por mucho que arrecie la lucha. ¿Has oído?
Y se volvió para regresar a la proa. Hal dirigió una mueca rebelde a su ancha espalda, pero trepó obedientemente por los obenques. Al llegar al puesto de vigía echó una rápida mirada ala oscuridad, pero aún no se veía nada. Hasta el aroma a especias se había evaporado. Sintió una punzada de preocupación, temiendo haberlo imaginado. "Es que la presa se ha puesto a sotavento", se dijo, para tranquilizarse. "Probablemente a estas horas está por el través."
Ató a la driza el estandarte que le había dado Aboli, listo para enarbolarlo en cuanto su padre diera la orden. Luego retiró la cubierta a la cazuela del falconete. Después de verificar la tensión de la cuerda, sujetó el arco junto a los manojos de flechas. Ya no quedaba sino esperar. En el barco, allá abajo, reinaba un silencio antinatural; no se oía siquiera una campana que indicara el paso de las horas: sólo la suave canción de las velas y el apagado acompañamiento del cordaje.
El día llegó con la brusquedad que él había llegado a conocer tan bien en esos mares africanos. De la noche agonizante se elevó una torre alta y refulgente, traslúcida como una montaña cubierta de hielo: una gran nave bajo una masa de reluciente lona; sus mástiles eran tan altos que parecieron rastrillar las últimas estrellas del cielo.
—¡Vela a la vista! —graduó su voz de modo tal que se lo oyera en la cubierta, pero no en el barco extraño, que aún estaba a una legua de distancia—. ¡Bien sobre el bao de babor!
Hasta él llegó flotando la voz de su padre:
—¡Puesto del vigía! ¡Desplegad la enseña!
Hal tiró de la driza y el bulto de seda se elevó raudo hasta lo alto del palo mayor. Allí abrió en un reventón. La bandera tricolor de la República Holandesa se desplegó en el viento del sudeste, anaranjada, nívea y azul. En pocos momentos se abrieron los otros estandartes en lo alto del palo de mesana y del trinquete: uno, adornado con la sigla de VOC, die Verenigde Oostindische Compagnie o Compañía Unida de las Indias Orientales. La insignia era auténtica; había sido capturada apenas cuatro meses antes, junto con el Heerlycke Nacht. Hasta el estandarte del Concejo de los Diecisiete era auténtico. El capitán del galeón no habría tenido tiempo de saber que su buque hermano había sido capturado; por lo tanto, no pondrían en tela de juicio las credenciales de esa carabela extraña.
Las dos naves tenían cursos convergentes; aun en la oscuridad, Sir Francis había calculado bien la intercepción. No había necesidad de alterar el curso, alarmando así al capitán holandés. Pero en pocos minutos fue evidente que el Lady Edwina, pese a tener el casco horadado por los gusanos, era más veloz en el agua que el galeón. Pronto dejaría atrás al otro barco, cosa que debía evitar a toda costa.
Sir Francis lo observó por la lente de su telescopio; de inmediato comprendió por qué el galeón era tan lento y poco elegante: tenía un aparejo improvisado en el palo mayor y otras varias evidencias de daño en los otros palos y en el cordaje. Debía de haberse visto envuelto en alguna tormenta terrible en los océanos orientales; eso explicaba también que llegara tan tarde al Cabo de las Agujas. Aunque Sir Francis no podía alterar su velamen sin alarmar al capitán holandés, debía pasar cruzando su popa. Estaba preparado para eso: hizo una señal al carpintero, que estaba con su asistente junto a la barandilla, y entre ambos levantaron una enorme draga de lona, que dejaron caer por la popa. Como el freno aplicado a un potro empecinado, se clavó en el agua, retardando marcadamente al Lady Edwina. Una vez más, Sir Francis calculó la diferencia de velocidad entre los dos barcos e hizo un gesto de satisfacción.
Luego bajó la vista a su cubierta. La mayoría de los hombres estaban escondidos en el entrepuente o tendidos bajo la borda, donde resultarían invisibles hasta para los vigías. No había arma alguna a la vista. Antes de ser capturada, la carabela había sido un buque negrero holandés, que operaba frente a la costa del oeste de África. Al convertirla en barco corsario, Sir Francis se había tomado el trabajo de conservar su aire inocente y sus prosaicas líneas. Sólo había diez o doce hombres a la vista en la cubierta y en el cordaje: lo normal para un lento buque mercante.
Cuando volvió a levantar la cabeza, en los palos del barco holandés se estaban desplegando las banderas de la República y la Compañía. Respondía a su saludo con una pequeña demora.
—Nos acepta —gruñó Ned, mientras mantenía firmemente en su curso al Lady Edwina—. Le gusta nuestro disfraz de oveja.
—¡Tal vez! —replicó Sir Francis—. Sin embargo, ha izado más velas.
Ante la vista de ambos se hincharon las gavias contra el cielo de la mañana.
—¡Ahí está! —Exclamó un momento después—. Altera su curso, se nos aleja. El holandés es cauto.
—¡Por los cuernos de Satanás! ¡Oled eso! —susurró Ned, casi para sus adentros, aspirando el aire perfumado de especias—. Dulce como una virgen y doblemente hermoso.
—Es el olor más rico que os haya entrado por las narices. —Sir Francis levantó la voz lo suficiente para hacerse oír por los hombres de cubierta—. Hay un botín de cincuenta libras por cabeza si sabéis luchar por él.
Cincuenta libras equivalían a diez años de salario para un trabajador inglés. Los hombres se agitaron, gruñendo como galgos sujetos por traíllas.
Sir Francis fue hacia la barandilla de popa y levantó el mentón para ordenar suavemente a los hombres trepados por los cordajes:
—Haced creer a esos cabezas de queso que son vuestros hermanos. Brindadles un grito de júbilo y una buena bienvenida.
Los hombres aullaron de júbilo, agitando las gorras hacia el galeón, mientras el Lady Edwina se acercaba por la popa. Katinka van de Velde se incorporó, mirando con un gesto ceñudo a Zelda, su vieja aya.
—¿Por qué me despiertas tan temprano? —preguntó, malhumorada, apartándose una masa de rizos dorados de la cara. Aun así, arrancada al sueño, era rosada y angelical. Sus ojos tenían un asombroso color violáceo, como las alas lustrosas de una mariposa tropical.
—Hay otro barco cerca de nosotros. Otro barco de la Compañía, el primero que vemos en estas horribles semanas de tormenta. Ya comenzaba a temer que no quedara otra alma cristiana en el mundo entero —gimió Zelda—. Siempre te quejas de aburrimiento. Esto podría distraerte por un rato.
El aya estaba pálida y macilenta. Sus mejillas, antes gordas, suaves y relucientes de buena vida, parecían ahora hundidas. La gran barriga, ya desaparecida, le colgaba en pliegues de piel suelta casi hasta las rodillas, según vio Katinka a través de la fina tela del camisón.
Había vomitado hasta perder toda su grasa y la mitad de su carne, pensó la joven, con una punzada de disgusto. Zelda vivía postrada por los ciclones que habían atacado al Standvastigheid, aporreándolo sin misericordia desde el momento en que abandonaran la costa de Trincomalee.
Katinka apartó las sábanas de satén y sacó las largas piernas de la dorada litera. Ese camarote había sido especialmente amoblado y redecorado para ella, la hija de uno de los omnipotentes Seventeen, los diecisiete directores de la Compañía. El decorado era todo oro y terciopelo, almohadones de seda y recipientes de plata. Frente a la cama pendía un retrato de Katinka pintado por Pieter de Hoogh, el artista elegante de Ámsterdam; era el regalo de bodas de su padre, que la adoraba. El artista había captado la postura lasciva de la cabeza. Debía de haber agotado sus potes de pintura para reproducir tan fielmente el extraño color de sus ojos… y su expresión, a un tiempo inocente y corrupta.
—No despiertes a mi esposo —advirtió a la vieja, mientras se echaba una bata de brocado dorado sobre los hombros y ataba el cinturón enjoyado a su cintura de avispa.
Zelda entornó los párpados en conspirador asentimiento. Por insistencia de Katinka, el gobernador dormía en un camarote más pequeño y menos lujoso, detrás de una puerta cuya tranca estaba del lado de su esposa. La excusa era que él roncaba de un modo abominable y que ella estaba indispuesta por los mareos. En realidad, tras haber pasado tantas semanas enjaulada en esas habitaciones, se sentía inquieta y aburrida, estallando de energía juvenil y encendida en deseos que ese viejo gordo jamás podría extinguir.
Tomando a Zelda de la mano, salió a la estrecha galería de popa. Era un balcón privado, ornamentado con tallas de querubines y ángeles, que daba a la estela del barco y permanecía oculta a los ojos vulgares de la tripulación.
La mañana era deslumbrante, llena de soleada magia; al llenarse los pulmones con el aire salado del mar, sintió que todos los nervios y músculos de su cuerpo temblaban con el ímpetu de la vida. El viento arrancaba plumas cremosas a las largas olas azules, jugaba con sus rizos dorados, agitaba la seda que le cubría los pechos y el vientre como la caricia de un amante. Ella se desperezó, arqueando sensualmente la espalda como un lustroso gato dorado.
Entonces vio al otro barco. Era mucho más pequeño que el galeón, pero de líneas agradables. Las bonitas banderas y los estandartes que flameaban en sus mástiles contrastaban con el montón de velas blancas. Estaba tan cerca que Katinka distinguió las siluetas de los pocos hombres que manejaban el cordaje. Agitaban la mano a modo de saludo; algunos eran jóvenes y vestían sólo faldas cortas.
Se inclinó sobre la barandilla para observarlos. Como su esposo había ordenado a los tripulantes del galeón que observaran un estricto código de vestimenta mientras ella estuviera a bordo, las figuras de ese barco extraño le resultaban fascinantes. Cruzó los brazos contra el pecho, apretando un seno contra otro, y sintió que los pezones se endurecían, llenos desangre. Quería a un hombre. Ardía por un hombre, cualquier hombre, mientras fuese joven y firme y estuviera loco por ella. Un hombre como los que había conocido en Ámsterdam, antes que su padre descubriera su gusto por los deportes violentos y la enviara a las Indias, a la seguridad de un esposo entrado en años, con un buen puesto en la Compañía y perspectivas aun mejores. El elegido había sido Petrus Jacobus van de Velde; ya casado con Katinka, el hombre tenía asegurada la próxima vacante en el directorio de la Compañía, donde se uniría al panteón de los Seventeen.
—Entra, Lieveling. —Zelda le tironeó de la manga—. Esos rufianes te están mirando.
Katinka se desprendió de la mano de su aya, pero era verdad. La habían reconocido como mujer y, pese a la distancia, el entusiasmo era casi palpable. Sus retozos se habían vuelto frenéticos; una apuesta silueta, en la proa, tomó un doble puñado de su propia entrepierna e impulsó las caderas hacia ella, en un gesto rítmico y obsceno.
—¡Qué asco! ¡Ven adentro! —insistió Zelda—. El gobernador se pondrá furioso si ve lo que está haciendo ese animal.
—Debería ponerse furioso por no poder desempeñarse con tanta agilidad —replicó Katinka, angelical. Y apretó los muslos para saborear mejor el súbito calor húmedo del vértice. Como la carabela estaba ya mucho más cerca, era posible ver que la ofrenda del marinero era lo bastante abultada como para desbordar de entre sus manos ahuecadas. Por entre el mohín de los labios asomó la punta de una lengua rosada.
—Por favor, ama.
—Un momento más —pidió Katinka—. Tenías razón, Zelda. Esto me divierte. —Y levantó una blanca mano para responder al saludo del otro barco.
De inmediato los hombres redoblaron sus esfuerzos por llamarle la atención.
—Esto es muy indecoroso —gimió Zelda.
—Pero divertido. Jamás volveremos a ver a esas personas. Y ser siempre decorosa es muy aburrido. —Se inclinó un poco más sobre la barandilla, dejando que se abriera la pechera de la bata.
En ese momento se oyeron fuertes golpes en la puerta del camarote que ocupaba su esposo. Sin más acicate, Katinka corrió a su litera y se arrojó en ella, cubriéndose con las sábanas de satén hasta la barbilla; luego hizo una señal a Zelda, quien retiró la tranca, haciendo una desgarbada reverencia al gobernador. Él la ignoró. Ciñéndose la bata contra la prominente panza, caminó como un pato hasta la litera. Su cabeza, desprovista de la peluca, mostraba apenas unos pocos pelos erizados y encanecidos.
—¿Te sientes en condiciones de levantarte, querida mía? El capitán ha enviado un mensaje. Desea que nos vistamos y estemos preparados. Hay un navío extraño a la vista y se está comportando de una manera sospechosa.
Katinka disimuló una sonrisa al pensar en la sospechosa conducta de esos marineros desconocidos. A cambio asumió una expresión valerosa, pero patética.
—Se me parte la cabeza, y el estómago…
—Pobre tesoro mío. —Petrus van de Velde, gobernador electo del Cabo de Buena Esperanza, se inclinó hacia ella. Pese a la frescura de la mañana, tenía las mandíbulas untuosas de sudor y apestaba a lo que había comido en la cena: pescado al curry javanés, ajo y ron agrio.
Esa vez el estómago se le revolvió de verdad, pero Katinka ofreció obedientemente la mejilla.
—Tal vez tenga fuerzas para levantarme —susurró—, si el capitán lo ordena.
Zelda corrió junto a la cama para ayudarla a incorporarse; luego la puso de pie y, rodeándole la cintura con un brazo, la condujo hasta el pequeño biombo chino que ocultaba el rincón del camarote. Su esposo, sentado en el banco de enfrente, sólo pudo ver vagos destellos de piel blanca tras la seda pintada, por mucho que estiró el cuello para divisar algo más.
—¿Cuánto tiempo más durará este horrible viaje? —se quejó Katinka.
—El capitán me asegura que, si este viento se mantiene, anclaremos en Table Bay en un plazo de diez días.
—El Señor me dé fuerzas para sobrevivir hasta entonces.
—Nos ha invitado a cenar esta noche con él y con sus oficiales —explicó el Gobernador—. Es una lástima, pero le mandaré decir que estás indispuesta.
Katinka asomó la cabeza y los hombros por sobre el biombo.
—¡Nada de eso! —le espetó.
Sus pechos redondos, blancos y suaves, se estremecieron de agitación. Uno de los oficiales le interesaba bastante. Lo habían designado comandante militar del asentamiento del que Petrus van de Velde sería gobernador. Lucía bigotes ahusados y una barbilla a lo van Dyck, muy a la moda; cada vez que ella salía a cubierta, la saludaba con muchísima elegancia. Tenía las piernas bien torneadas y ojos oscuros, brillantes como los de un águila; con sólo mirarla le erizaba la piel. Katinka leía en ellos algo más que simple respeto por su posición; además, él había respondido de una manera muy gratificante a su astuta evaluación, hecha por entre largas pestañas. Cuando llegaran al Cabo sería subordinado de su esposo.
También estaría a las órdenes de Katinka… y sin duda sabría aliviarle la monotonía del exilio en esa colonia perdida en el fin del mundo, que sería su hogar por los tres años siguientes.
De inmediato cambió de tono.
—Porque sería una grosería rechazar la hospitalidad del capitán, ¿no?
—Pero tu salud es más importante —protestó él.
Ya encontraré fuerzas.
Zelda le pasó las enaguas por sobre la cabeza: cinco en total, una tras otra, todas cargadas de cintas.
Katinka salió del rincón, levantando los brazos. Su aya le puso el vestido de seda azul y lo alisó contra las enaguas. Luego se arrodilló para recoger cuidadosamente las faldas a un lado, dejando ver las enaguas y los esbeltos tobillos enfundados en medias de seda blanca. Era el último grito de la moda. El gobernador la observaba como en trance. "Si tuvieras otras partes del cuerpo tan grandes y activas como los ojos…" pensó Katinka, despectivamente, mientras hacía una pirueta ante el largo espejo.
En ese momento dio un grito aterrado, llevándose la mano al pecho. En la cubierta, directamente por sobre ellos, había sonado el rugido ensordecedor de un cañonazo. El gobernador lanzó un alarido igualmente agudo y se arrojó del banco a las alfombras orientales que cubrían el piso.
¡Standvastigheid! —Sir Francis Courtney leyó, por la lente del telescopio, el nombre escrito en el alto travesaño dorado del galeón. "La Resolución". Bajó el catalejo, gruñendo—: ¡Nombre que pronto pondremos a prueba!
Mientras hablaba, una larga voluta de humo brillante brotó de la cubierta superior del barco; pocos segundos después, el viento les trajo el retumbar del cañón. Cinco brazas por delante de la proa, una pesada bala se hundió en el mar, levantando una alta fuente blanca. En el otro barco sonó un urgente redoble de tambores; se abrieron las cañoneras de las cubiertas inferiores. Largos caños asomaron por ellas.
—Me extraña que esperara tanto para lanzar un disparo de advertencia —barbotó Sir Francis, cerrando el telescopio para echar un vistazo a las velas—. Moved vuestro timón, maese Ned, y ponednos bajo su popa.
El despliegue de falsos colores les había dado tiempo suficiente para agacharse bajo la amenaza de la triturante andanada del galeón.
Sir Francis se volvió hacia el carpintero, que estaba ya en la barandilla de popa, con un hacha de abordaje en las manos.
—¡Soltadla! —ordenó.
El hombre levantó el hacha por sobre la cabeza y la dejó caer.
La hoja, con un crujido, se clavó en la madera de la barandilla, partiendo con el chasquido de un latigazo la cuerda de la draga.
Libre de su freno, el Lady Edwina se lanzó hacia adelante, escorando al levantar Ned el timón.
Oliver, el criado de Sir Francis, acudió a la carrera con la capa roja y el sombrero emplumado. El capitán se los puso velozmente, bramando hacia el puesto del vigía:
—¡Abajo con los colores de la República! ¡Queremos ver los de Inglaterra!
Entre vítores salvajes, la bandera de la Unión se desplegó en el viento.
Surgieron como en hervor desde las cubiertas inferiores, como hormigas de un hormiguero destrozado, y se alinearon contra la borda, lanzando rugidos desafiantes al enorme navío que se empinaba sobre ellos. En las cubiertas y el cordaje del barco holandés se desarrollaba una actividad frenética. Estaban apuntando los cañones de babor, pero pocos podían cubrir la carabela que se acercaba en alas del viento, protegida por el alto lanzamiento de la popa del galeón.
Una andanada desigual tronó a través de la distancia que se acortaba, pero casi todos los proyectiles cayeron cientos de metros a un costado o pasaron por arriba, aullando sin hacer daño.
Hal agachó la cabeza: el soplo de un disparo le arrancó el gorro, que salió volando en el viento. En la vela, un metro ochenta por encima de él, había aparecido un agujero bien redondo. Se apartó el cabello de la cara para echar un vistazo hacia el galeón.
En el alcázar había un pequeño grupo de oficiales desaliñados.
Algunos estaban en mangas de camisa; uno subió la escalerilla metiéndose la camisa de dormir bajo los pantalones.
Uno entre todos le llamó la atención: era un hombre alto, con casco de acero y barbilla a lo van Dyck, que estaba reuniendo a una compañía de mosqueteros. Lucía, cruzada sobre el pecho, la banda bordada de oro de los coroneles; por su manera de dar las órdenes y la presteza con que los hombres le respondían, debía de ser un hombre a tener en cuenta, que podría resultar un enemigo peligroso.
A una indicación suya, los hombres corrieron hacia la popa, cada uno llevando uno de esos cañones pequeños, utilizados especialmente para repeler un abordaje. En la barandilla de popa, el galeón tenía ranuras en los que se podía encajar el pivote del cañón, lo cual permitía que esa mortífera arma se moviera de lado a lado, apuntando a las cubiertas del barco enemigo cuando se acercara. Al abordar el Heerlycke Nacht, Hal había visto la mortandad que podía causar ese cañón a corta distancia. Era una amenaza peor que el resto de la batería del galeón.
Hizo girar el falconete y avivó de un soplido la mecha lenta que tenía en la mano. Para llegar a la popa, la fila de mosqueteros holandeses debía trepar por la escalerilla del alcázar hasta la popa. Apuntó hacia el tope de la escalerilla, en tanto la distancia entre los dos barcos se acortaba con celeridad. El coronel holandés fue el primero en subir, espada en mano, con el casco dorado chispeando valerosamente a la luz del Sol. Hal le permitió cruzar la cubierta a la carrera y esperó a que sus hombres lo siguieran.
El primer mosquetero tropezó en el tope de la escalerilla y cayó despatarrado en cubierta, soltando el cañón. Los que lo seguían se arracimaron tras él, sin poder pasar por el momento que el hombre tardó en recobrarse y ponerse de pie. Hal miró hacia el pequeño grupo a través de las toscas miras del falconete. Luego presionó la punta ardiente de la mecha contra la cazoleta y mantuvo con decisión la puntería, en tanto ardía la pólvora. El falconete dio un brinco y aulló; al despejarse el humo, Hal vio que habían caído cinco de los mosqueteros: tres de ellos, hechos pedazos por la descarga; los otros, gritando y derramando sangre sobre la blanca cubierta.
Al ver esa carnicería se sintió sofocado por el espanto. Hasta entonces nunca había matado a un hombre; el estómago se le retorció en súbita náusea. Eso no era como destrozar un tonel de agua. Por un momento temió vomitar.
El coronel holandés, en la barandilla de popa, levantó la vista hacia él y apuntó su espada hacia la cara de Hal. Le gritó algo, pero el viento y el estruendo continuo de los disparos borraron sus palabras. Aun así, el muchacho comprendió que se había creado un enemigo mortal.
Esa idea lo serenó. No tenía tiempo de recargar el falconete, que ya había cumplido con su trabajo. Ese único disparo había salvado la vida a muchos de sus propios hombres, al derribar a los mosqueteros enemigos antes que pudieran utilizar los cañones livianos para segar a los asaltantes. Hal habría debido sentirse orgulloso, pero no era así. Tenía miedo al coronel holandés.
Alargó la mano hacia el arco. Para tensarlo tuvo que erguirse en toda su estatura. Apuntó la primera flecha hacia el coronel y estiró el brazo hacia atrás, pero el hombre ya no lo miraba: estaba de espaldas a Hal, dando órdenes a los sobrevivientes de su compañía, para que ocuparan sus posiciones en la popa del galeón.
El muchacho esperó un segundo, calculando el viento y el movimiento de los barcos. Luego soltó la flecha y la siguió con la mirada, viéndola rizarse en el viento. Por un momento pensó que haría blanco en la ancha espalda del coronel, pero una ráfaga la desvió. Pasó a menos de un palmo y se clavó en las tablas de la cubierta, donde quedó temblando. El holandés le echó un vistazo, con los bigotes erizados por el desprecio. Sin hacer intento alguno de protegerse, se volvió hacia sus hombres.
Hal echó mano de otro dardo, frenético, pero en ese instante las dos naves se encontraron y estuvo a punto de verse catapultado por sobre el borde de su balde. Hubo un estruendo chirriante y un estallar de maderos; en el galeón, las ventanas de la galería de popa se hicieron añicos. Al mirar hacia abajo, Hal vio a Aboli en la proa, como un negro coloso, haciendo girar un gancho de abordaje alrededor de la cabeza; luego lo arrojó hacia adelante, con la cuerda serpenteando atrás.
El gancho se deslizó por la cubierta de popa, pero al tirar Aboli de la soga quedó firmemente aferrado a la barandilla del galeón. Uno de los tripulantes holandeses corrió con un hacha en alto para cortarlo, pero Hal se llevó las plumas de otra flecha hasta los labios y disparó. Esa vez calculó perfectamente el viento; la punta de flecha se enterró en el cuello del hombre, que soltó el hacha para manotear el astil, mientras retrocedía a tropezones. Por fin se derrumbó.
Aboli había arrojado otro gancho hacia la popa del galeón. Lo siguieron veinte más, lanzados por los otros contramaestres. En pocos momentos los dos navíos quedaron ligados por una telaraña de cuerdas, demasiado numerosas para que los defensores del galeón pudieran cortarlas, aunque correteaban a lo largo de la borda con hachas y sables.
El Lady Edwina no había disparado sus culebrinas. Sir Francis reservaba la andanada para el momento en que fuera más necesario. El cañoneo podía hacer poco daño a las gruesas tablas del galeón; además, no tenía pensado herir mortalmente a la presa. Pero ahora, con los dos barcos ya trabados, había llegado el momento.
—¡Artilleros! —Sir Francis blandió la espada por sobre la cabeza, para concentrar la atención. Cada uno estaba junto a su arma, con las mechas lentas humeando en las manos, la vista fija en él.
—¡Ahora! —rugió, bajando bruscamente la espada.
La hilera de culebrinas tronó en un solo coro infernal. Como las bocas estaban muy cerca de la popa del galeón, la madera tallada se desintegró en una nube de humo, haciendo volar astillas blancas y fragmentos de vidrio de las ventanas.
Fue la señal. En medio de ese tumulto era imposible oír una orden, ver un solo gesto en la densa niebla que se arremolinaba sobre las naves trabadas, pero de la humareda se elevó una salvaje gritería de guerra. La tripulación del Lady Edwina se arrojó hacia el galeón.
Lo abordaron en manada por la galería de popa, como hurones que invadieran una conejera, trepando con la agilidad de monos para irrumpir por la borda, protegidos de los artilleros holandeses por la nubes de humo. Otros se deslizaron por los obenques del Lady Edwina y se dejaron caer en las cubiertas del galeón.
—¡Por Franky y por San Jorge!
Sus gritos de guerra llegaron hasta Hal, en la punta del mástil. Vio caer sólo a dos o tres bajo el fuego de los cañones livianos puestos en la popa, antes que los mosqueteros fueran aplastadas. Los hombres que iban atrás treparon a la popa del galeón sin encontrar oposición alguna. Hal vio a su padre, que cruzaba con la veloz agilidad de un hombre mucho más joven.
Aboli se inclinó para impulsarlo hacia la barandilla del galeón; los dos cayeron lado a lado: el alto negro del turbante escarlata y el caballero de sombrero emplumado, con el manto arremolinado en torno de la maltrecha coraza.
—¡Por Franky y por San Jorge! —aullaron los hombres, al ver a su capitán en lo más denso del combate. Y lo siguieron, barriendo la cubierta de popa con aceros resonantes.
El coronel holandés trataba de avanzar con los pocos hombres que le quedaban, pero se veían implacablemente rechazados y arrojados por las escalerillas hacia el alcázar. Aboli y Sir Francis bajaron tras ellos, seguidos por sus hombres, que bramaban como una jauría de galgos con el rastro del zorro en las narices.
Allí se encontraron con una oposición más firme. El capitán del galeón había formado a sus hombres en la cubierta, bajo el palo mayor, y sus mosqueteros dispararon una andanada a corta distancia; luego cargaron contra los hombres del Lady Edwina con las espadas desnudas. Las cubiertas del galeón quedaron bajo una contorsionada masa de combatientes.
Aunque Hal había vuelto a cargar el falconete, no había blanco posible. Amigos y enemigos estaban tan entremezclados que sólo podía esperar, sin poder hacer nada en absoluto, mientras la, batalla iba y venía por la cubierta, allá abajo.
A los pocos minutos fue evidente que la tripulación del Lady Edwina estaba en gran inferioridad numérica. No contaban con reservas, pues Sir Francis había dejado sólo a Hal a bordo de la carabela, apostando hasta el último hombre al efecto de la sorpresa y de ese primer ataque. Veinticuatro de sus hombres estaban a varias leguas de allí, navegando en las dos pinazas, y no podían tomar parte alguna, aunque hacían muchísima falta. Hal buscó a las dos pequeñas embarcaciones con la vista, pero estaban a varias millas de distancia. Si bien ambas habían enarbolado la vela mayor, avanzaban a paso de tortuga contra la sudestada y las grandes olas rizadas. El combate se decidiría antes que pudieran intervenir.
Al volver la vista hacia la cubierta del galeón vio, consternado, que iban perdiendo la lucha. Su padre y Aboli iban retrocediendo hacia popa. El coronel holandés iba a la cabeza del contraataque, rugiendo como un toro herido e inspirando a sus hombres con el ejemplo.
De la retaguardia del abordaje se desprendió un pequeño grupo del Lady Edwina, que había estado rehuyendo el combate. Lo dirigía Sam Bowles, una comadreja cuyo mayor talento residía en su pronta lengua y su habilidad para objetar la división del botín o sembrar el disenso y el descontento entre sus compañeros.
Sam Bowles se lanzó como un rayo hacia la popa y se dejó caer desde la barandilla a la cubierta de la carabela, seguido por otros cuatro. Los barcos entrelazados habían ido girando lentamente por efecto del viento, de modo que ahora el Lady Edwina tironeaba de las cuerdas que los unían. Presas del pánico y el terror, los cinco desertores se lanzaron con hachas y alfanjes contra las cuerdas. Cada una se partió con un chasquido que llegó con claridad hasta Hal, en lo alto del palo mayor.
—¡Basta de eso! —gritó hacia abajo.
Pero ninguno de los hombres apartó la vista de su traidora obra.
—¡Padre! —chilló Hal hacia el otro barco—. ¡Quedaréis aislado! ¡Volved, volved!
Su voz no podía imponerse al viento ni al fragor de la batalla. Sir Francis estaba combatiendo con tres marineros holandeses y tenía toda su atención puesta en ellos. Hal lo vio parar un golpe con su hoja y contraatacar con un fulgor de acero. Uno de sus adversarios se tambaleó hacia atrás, aferrándose el brazo, con la manga súbitamente empapada de rojo.
En ese momento la última cuerda de abordaje se cortó ruidosamente y el Lady Edwina quedó libre. La proa giró con celeridad, apartándose; con las velas henchidas, tomó distancia y dejó al galeón moviéndose sin ton ni son, con las velas flameando hacia atrás e impulsándolo torpemente hacia popa.
Hal se descolgó por los obenques, despellejándose las manos por la velocidad con que la soga pasaba por ellas; después de aterrizar en la cubierta, con tanta fuerza que se le entrechocaron los dientes, rodó por las tablas y en un instante se puso de pie, mirando desesperadamente alrededor. El galeón estaba ya a diez brazas; el ruido del combate se iba debilitando en el viento. Al mirar hacia la popa del Lady Edwina, vio que Sam Bowles corría a hacerse cargo del timón.
Un marinero caído yacía en el imbornal, derribado por un disparo holandés. Su mosquete había caído a un lado, aún sin disparar, con la mecha despidiendo chispas y humo. Hal lo recogió a toda prisa y corrió a detener a Sam Bowles.
Llegó al timón doce pasos antes que el otro y giró hacia él, hundiéndole la boca del arma en el vientre.
—¡Atrás, cretino, si no quieres que derrame por la cubierta tus entrañas de traidor!
Sam retrocedió, seguido por los otros cuatro marineros, que miraban a Hal con la cara pálida y aterrorizada por la fuga.
—¡No podéis abandonar a vuestros compañeros! ¡Vamos a regresar! —aulló Hal. Sus ojos refulgían de ira y miedo por su padre y Aboli. Movió el mosquete hacia ellos; el humo de la mechase arremolinó en torno de su cabeza. Tenía el índice hecho un garfio contra el gatillo. Al ver esos ojos, los desertores no pusieron en duda su decisión y retrocedieron por la cubierta.
Hal asió el timón para moverlo. El barco se estremeció bajo sus pies al obedecer la orden. Cuando volvió la vista hacia el galeón, el ánimo del muchacho vaciló. Jamás podría conducir al Lady Edwina contra el viento con ese juego de velas; se estaban alejando del sitio donde su padre y Aboli peleaban por salvar la vida. En el mismo instante, Bowles y su banda detectaron su aprieto.
—Nadie piensa volver y tú no puedes hacer nada, joven Henry —carcajeó Sam, triunfante—. Tendrás que hacer otra bordada para volver con tu papá. Y ninguno de nosotros manejará las velas por ti. ¿Verdad, muchachos? ¡Te tenemos atrapado!
Hal miró alrededor, indefenso. De pronto apretó los dientes con aire resuelto. Sam notó el cambio y se volvió para seguir la dirección de su mirada. Entonces se le cayó la cara de consternación: la pinaza estaba apenas a media legua, atestada de marinos; armados.
—¡A él, muchachos! —exhortó a sus compañeros—. ¡Sólo tiene una bala en el mosquete! ¡Después será nuestro!
—¡Un disparo y mi espada! —rugió Hal, tocando la empuñadura del sable—. ¡Por los clavos de Cristo que me llevaré a dos de vosotros conmigo! ¡Y será la gloria!
—¡Todos a la vez! —chilló Sam—. No llegará a desenvainar.
—¡Sí, sí, venid! —gritó Hal—. Por favor, dadme la oportunidad de echar un vistazo a esas tripas cobardes.
Todos habían visto a ese joven gato montés durante sus prácticas con Aboli y nadie quería ir al frente. Entre gruñidos y gestos temerosos, tocaron los alfanjes y apartaron la vista.
—¡Ven, Sam Bowles! —desafió Hal—. Fuiste muy rápido para huir de los holandeses. Veamos si eres tan rápido para atacarme.
Sam reunió coraje. Luego sonrió con aire ceñudo y resuelto, dando un paso adelante. Pero cuando Hal adelantó un par de centímetros la boca del mosquete, apuntado a su vientre, se echó precipitadamente atrás y trató de interponer a uno de su banda.
—¡A él, amigo! —graznó.
Hal apuntó a la cara del segundo hombre, pero éste se desprendió de su compinche para agacharse detrás del vecino.
La pinaza ya estaba cerca; se oían los gritos ansiosos de sus tripulantes. Sam tenía cara de desesperación. De pronto huyó. Como un conejo asustado, bajó la escalerilla hacia la cubierta inferior. Un instante después lo siguieron los otros, una turba impulsada por el pánico.
Hal dejó caer el mosquete y sujetó el timón con ambas manos. Con la vista clavada en la proa, pendiente, calculando el tiempo con atención; luego apoyó todo su peso contra la palanca, haciendo girar la nave hacia el viento.
Se mantuvo así, al pairo. La pinaza estaba cerca; Hal reconoció en la proa a Daniel Fisher, El Grandote; era uno de los mejores contramaestres del Lady Edwina. Daniel aprovechó la oportunidad para poner su pequeño barco a un costado. Sus marineros sujetaron las cuerdas de abordaje cortadas por Sam y su banda, por las cuales treparon a la cubierta de la carabela.
—¡Daniel! —le gritó Hal—. Voy a virar. ¡Preparaos para cazar las velas! ¡Volvemos al combate!
El Grandote le dedicó una sonrisa de dientes mellados y rotos, como los de un tiburón, y condujo a sus hombres hacia los obenques. Eran doce; estaban frescos y ansiosos, se entusiasmó Hal mientras se preparaba para la peligrosa maniobra de poner el viento en la popa cuando estaba en la proa. Si llegara a calcular mal se romperían los mástiles, pero si lograra hacerlo ahorraría varios minutos cruciales para volver al galeón.
Empujó el timón con fuerza a sotavento, pero mientras la nave forcejeaba por sentir el viento en la popa, amenazando con ponerse a la capa, Daniel recogió los obenques para resistir la tensión. Las velas se llenaron como un trueno y de pronto la carabela iniciaba otra bordada, clavando las garras al viento para volver a la lucha.
Daniel se quitó la gorra con un grito de júbilo y todos lo vitorearon, pues había sido una maniobra hábil y valiente. Hal apenas los miró, concentrado en mantener al Lady Edwina rumbo al barco holandés, que navegaba a la deriva. El combate aún debía continuar, pues se oían débiles gritos y el estallido ocasional de un mosquete. De pronto vio un destello blanco a sotavento; era la vela cangrejo de la segunda pinaza, cuya tripulación agitaba los brazos para llamarle la atención. "Otros doce combatientes que acuden a la batalla", pensó. ¿Valía la pena perder tiempo en recogerlos? ¡Otros doce sables afilados! Dejó que el Lady Edwina se desviara un punto para dirigirse al pequeño navío.
Daniel tenía un cabo listo; en pocos segundos, la segunda pinaza había devuelto a sus hombres e iba a remolque tras el Lady Edwina.
—¡Daniel! ¡Haz callar a esos hombres! No conviene avisar de nuestra llegada a los cabezas de queso.
—De acuerdo, maese Hal. Les daremos una pequeña sorpresa.
—¡Atranca las escotillas de las cubiertas inferiores! Tenemos una carga de cobardes y traidores escondidos en la bodega. Enciérralos allí hasta que Sir Francis pueda ocuparse de ellos.
Silenciosamente, el Lady Edwina se puso bajo la popa del galeón. Quizá los holandeses estaban tan ocupados que no la vieron llegar, pues ni una sola cabeza asomó por sobre la barandilla cuando los dos cascos se unieron con un impacto chirriante. Daniel y su tripulación arrojaron ganchos de abordaje hacia la barandilla del galeón e inmediatamente se descolgaron por ellos, mano tras mano.
Hal se demoró apenas un momento para atar fuertemente el timón; luego corrió a sujetar una de las cuerdas, pisando los talones al Grandote. Trepó con celeridad y se detuvo al llegar ala barandilla del galeón. Con una mano en el cabo y ambos pies bien plantados en los maderos del barco holandés, desenvainó su sable y lo sujetó entre los dientes. Luego se dejó caer detrás de Daniel.
Se encontró a la vanguardia del nuevo grupo de abordaje. Con Daniel a su lado y el sable en la diestra, dedicó un momento a observar la cubierta. El combate estaba casi acabado. Habían llegado cuando sólo quedaban unos pocos segundos, pues los hombres de su padre estaban diseminados por la cubierta en pequeños grupos, rodeados por su tripulación y luchando por salvar la vida. La mitad había caído; varios estaban muertos, obviamente. Una cabeza, cortada de su torso, le hizo una mueca lasciva desde el imbornal por donde iba y venía, en un charco de su propia sangre. Con un escalofrío de espanto, Hal reconoció al cocinero del Lady Edwina.
Los heridos se retorcían en la cubierta, quejándose y gruñendo. Las tablas estaban resbalosas de sangre. Otros se habían sentado, ya exhaustos, sin armas ni ánimo, y mantenían las manos cruzadas sobre la cabeza, entregados al enemigo.
Unos pocos seguían combatiendo. Sir Francis y Aboli estaban junto al palo mayor, rodeados de holandeses aullantes, y se defendían a espada. Aparte de un tajo en el brazo izquierdo, su padre parecía indemne (quizá la coraza de acero lo había salvado de heridas más serias) y luchaba con todo su fuego habitual. Aboli, inmenso e indestructible, lanzó un grito de guerra en su propia lengua al ver la cabeza de Hal por sobre la barandilla.
El muchacho se lanzó hacia adelante, pensando sólo en acudir en auxilio de ellos.
—¡Por Franky y por San Jorge! —gritó a todo pulmón.
El grandote Daniel repitió su grito mientras corría a su izquierda. Los hombres de las pinazas iban tras ellos, chillando como una horda de locos recién escapados del manicomio.
Los holandeses estaban casi exhaustos. Habían perdido a una veintena y, entre los que seguían combatiendo, varios se encontraban heridos. Al mirar por sobre el hombro a esa nueva falange de ingleses sedientos de sangre, la sorpresa fue completa. Cada una de esas caras cansadas y sudorosas reflejaba aturdimiento y horror. La mayoría arrojó el arma y, como cualquier tripulación derrotada, corrió a esconderse en el entrepuente.
Unas pocas almas valerosas se volvieron para enfrentar la carga; eran los que estaban alrededor del palo mayor, con el coronel holandés a la cabeza. Pero los gritos de Hal y su grupo habían convocado a sus exhaustos y sangrantes compañeros, que se unieron al ataque con renovada resolución. Los holandeses quedaron rodeados.
Pese a la confusión, el coronel Schreuder reconoció a Hal y giró para enfrentarlo, apuntándole una estocada a la cabeza. Tenía los mostachos erizados como bigotes de león y la espada zumbaba en su mano. Estaba milagrosamente indemne, tan fresco y fuerte como los hombres que Hal guiaba hacia él. El muchacho desvió el golpe con un giro de muñeca y contraatacó.
A fin de enfrentar la carga de Hal, el coronel había vuelto la espalda a Aboli; fue un movimiento equivocado. Mientras paraba la estocada de Hal y movía los pies para embestir, Aboli lo atacó desde atrás. Por un momento, Hal pensó que le atravesaría la columna, pero se equivocaba. El negro conocía el valor del rescate, como todos los hombres de a bordo: un oficial enemigo muerto era sólo carne podrida que arrojar a los tiburones; un cautivo, en cambio, valía muchos guldens de oro.
Aboli invirtió su espada y descargó la cazoleta de acero contra el cráneo del coronel. Los ojos del holandés se dilataron ante el impacto; luego se le doblaron las piernas y cayó de bruces en la cubierta.
Al caer el coronel, con él se derrumbó la última resistencia de los tripulantes del galeón, que arrojaron sus armas. Los combatientes del Lady Edwina que se habían rendido se levantaron de un salto, olvidando las heridas y el cansancio. Recogieron deprisa las armas abandonadas y las volvieron contra los derrotados holandeses, arriándolos hacia adelante para obligarlos a alinearse en cuclillas, con las manos cruzadas detrás de la nuca, en desaliñado abandono.
Aboli estrechó a Hal en un abrazo de oso.
—Cuando tú y Sam Bowles se hicieron a la mar temí no volver a verte. —Jadeó.
Sir Francis se acercó a grandes pasos, abriéndose camino por entre la bulliciosa turba de sus marineros.
—¡Abandonaste tu puesto de vigía! —señaló, ceñudo, mientras se ataba una tira de paño al corte que tenía en el brazo; luego la anudó con los dientes.
—Padre —tartamudeó el muchacho—, pensé que…
—¡Y por una vez, pensaste bien! —La expresión sombría de Sir Francis desapareció; sus ojos verdes chisporrotearon—. Todavía haremos un guerrero de ti, si no olvidas mantener la punta alta en la estocada. Este gran cabeza de queso —dijo, empujando al coronel caído con la punta del zapato estaba a punto; de atravesarte cuando Aboli le sacudió el melón—. Y agregó, envainando la espada: —El barco aún no está asegurado. El entrepuente y la bodega están llenos de hombres. Hay que sacarlos. No te apartes de Aboli y de mí.
—¡Pero estáis herido, padre! —protestó Hal.
—Podría haber sido una herida mucho más grave, si hubieras regresado un minuto más tarde.
—Permitidme que os atienda.
—Conozco las tretas que te ha enseñado Aboli. ¿Serías capaz de mear a tu propio padre? —Soltando la risa, le dio una palmada en el hombro—. Quizá te conceda ese placer algo más tarde. —Luego se volvió para gritar hacia el otro lado de la cubierta—: ¡Grandote, llevad a vuestros hombres abajo y sacad a todos los cabezas de queso que están escondidos allí! Maese John, apostad un guardia junto a esas escotillas de carga. Cuidad que no haya saqueos. ¡Todo se dividir con justicia! Maese Ned, tomad el timón y ceñid este barco antes que las velas se hagan jirones.
Luego rugió a los otros:
—¡Estoy orgulloso de vosotros, canallas! ¡Buen trabajo el de hoy! Cada uno volverá a su casa con cincuenta guineas de oro en el bolsillo. Pero las muchachas de Plymouth jamás os amarán tanto como yo.
Lo vitorearon, histéricos al verse a salvo después de esa acción desesperada y el miedo a la derrota y la muerte.
—¡Vamos! —Sir Francis hizo un gesto hacia Aboli y echó a andar hacia la escalerilla que descendía a los alojamientos de oficiales y pasajeros, en la popa.
Hal los siguió a la carrera. Aboli gruñó por sobre el hombro:
—Ten cuidado. Abajo hay más de uno que se alegraría de hundirte un puñal entre las costillas.
El muchacho adivinó hacia dónde iba su padre y cu l sería su primera ocupación: quería las cartas del capitán, su libro de bitácora y sus órdenes de navegación. Para él eran más valiosas que todas las especias fragantes, los metales preciosos y las joyas que pudiera llevar el galeón. Con ellos en las manos tendría la llave de todos los puertos y los fuertes holandeses de las Indias. Conocería las órdenes de navegación de los convoyes de especias y los manifiestos de sus cargas. Para él valían diez mil libras en oro.
Sir Francis bajó tempestuosamente por la escalerilla y probó la primera puerta de abajo. Estaba cerrada con llave desde adentro. Dio un paso atrás y se lanzó a la carga. A la primera patada, la puerta se abrió de par en par, estrellándose hacia atrás.
El capitán del galeón estaba encorvado sobre su escritorio, con la calva sin peluca y la ropa empapada de sudor. Levantó la vista, horrorizado. Un corte en la mejilla goteaba sangre hacia la camisa de seda, de anchas mangas a la moda, acuchilladas en verde. Al ver a Sir Francis quedó congelado en el acto de meterlos libros del barco en un saco de lona para fondear; luego lo recogió precipitadamente para correr hacia las ventanas de popa. El marco y el vidrio habían sido destrozados por las culebrinas del Lady Edwina; estaban abiertas de par en par, con el mar rompiendo y arremolinándose bajo su bovedilla. El capitán holandés levantó el saco para arrojarlo por la abertura, pero Sir Francis le sujetó el brazo y lo arrojó hacia atrás, contra la litera. Aboli se apoderó de la bolsa, mientras el caballero inglés hacía una pequeña reverencia.
—¿Habláis mi idioma? —preguntó.
—Inglés no —bramó el capitán.
Sir Francis pasó tranquilamente al holandés. Como caballero Nautonnier de la Orden, hablaba casi todos los idiomas de las grandes naciones navegantes: francés, castellano y portugués, además de holandés.
—Os tomo prisionero, Mijnheer. ¿Cómo os llamáis?
—Limberger, capitán de la primera clase, al servicio de la VOC. Y vos, Mijnheer, sois un corsario —replicó el capitán.
—¡Os equivocáis, señor! Navego bajo carta de contramarea. Vuestra nave es ahora botín de guerra.
—Enarbolasteis enseñas falsas —acusó el holandés.
Sir Francis sonrió débilmente.
—Una treta de guerra admisible —descartó el punto con un gesto antes de proseguir—. Sois hombre valiente, Mijnheer, pero el combate ya ha terminado. En cuanto me entreguéis la espada seréis tratado como huésped de honor. El día en que se pague vuestro rescate quedaréis libre.
El capitán se limpió de la cara la sangre y el sudor, usando la manga de seda; una expresión resignada le opacó las facciones. Por fin se levantó, entregando su espada a Francis con la empuñadura hacia adelante.
—Aquí tenéis mi espada. No trataré de escapar.
—¿Ni fomentaréis la resistencia entre vuestros hombres? —azuzó Sir Francis.
El capitán asintió, sombrío.
—Acepto.
—Voy a necesitar vuestro camarote, Mijnheer, pero os buscaré otro alojamiento cómodo.
Sir Francis volvió ansiosamente su atención al saco de lona, cuyo contenido desparramó sobre el escritorio. Hal sabía que, desde ese momento en adelante, su padre estaría dedicado a la lectura. Miró hacia Aboli, que montaba guardia ante la puerta, y el negro lo autorizó con un ademán de la cabeza; entonces salió discretamente del camarote, sin que su padre lo viera.
Sable en mano, avanzó con cautela por el estrecho corredor. Desde otras cubiertas llegaban gritos y ruidos de pisadas, en tanto los tripulantes del Lady Edwina arriaban a los marineros derrotados hacia arriba. Allí había silencio y soledad.
La primera puerta que probó estaba con llave. Después de una breve vacilación, siguió el ejemplo de su padre. La madera resistió a su primer ataque, pero él retrocedió para lanzarse nuevamente a la carga. En esa ocasión la puerta se abrió de paren par y Hal entró a toda carrera en el camarote, perdiendo el equilibrio y resbalando en las magníficas alfombras orientales que cubrían el piso. Cayó despatarrado en el enorme lecho que parecía ocupar medio camarote.
Cuando se incorporó para contemplar el lujo que lo rodeaba, captó un efluvio más embriagador que cuantas especias hubiera olido hasta entonces. Era una fragancia a alcoba de mujer mimada; no sólo a los preciosos aceites florales procurados por el arte del perfumista, se mezclaban esencias más sutiles: los de la piel, los cabellos y el cuerpo de una mujer joven y saludable. Era tan exquisito y embriagador que, al ponerse de pie, sintió las piernas extrañamente débiles; lo aspiró apasionadamente. Nunca había estremecido sus fosas nasales un aroma tan delicioso.
Con la espada en la mano, paseó la mirada por el camarote, reparando apenas en los ricos tapices y los recipientes de plata llenos de golosinas, frutas secas y mezclas de pétalos y especias. El tocador, contra el mamparo de babor, estaba cubierto por una serie de frascos de vidrio tallado, con tapones de plata. Hal se acercó a él. Detrás de los frascos había un juego de cepillos con mango de plata y un peine de carey. Entre los dientes del peine vio un solo cabello, largo como su brazo, fino como una hebra de seda.
Se llevó el peine a la cara como si fuera una reliquia sagrada. Allí estaba otra vez ese perfume cautivador, esa perturbadora esencia de mujer. Se lo enrolló al dedo, liberándolo de entre los dientes del peine; luego lo guardó con reverencia en el bolsillo de la camisa maloliente de sudor.
En ese momento se oyó, tras el vistoso biombo chino que cubría un extremo del camarote, un sollozo suave, pero conmovedor.
—¿Quién está allí? —desafió Hal, con el sable listo—. Salid, si no queréis que os atraviese.
Hubo otro sollozo, más patético que el anterior.
—¡Por todos los santos, hablo en serio!
Hal marchó a grandes pasos hacia el biombo y cortó uno de los paneles pintados, derribándolo con la fuerza del golpe. Se oyó un grito aterrorizado y Hal se encontró boquiabierto ante la maravillosa criatura arrodillada en ese rincón. Tenía la cara escondida entre las manos, pero la masa de pelo reluciente que caía hasta el piso brillaba como escudos de oro recién acuñados; las faldas extendidas a su alrededor eran tan azules como las alas de una golondrina.
—¡Por favor, señora! —susurró Hal—. No voy a haceros ningún daño. No lloréis, por favor.
Sus palabras no surtieron efecto alguno. Obviamente, ella no las entendía. En una momentánea inspiración, el muchacho recurrió al latín.
—No tenéis nada que temer. Estáis a salvo. No os haré daño.
La cabeza relumbrante se levantó. Ella había entendido. Cuando Hal la miró a la cara fue como si recibiera una descarga de metralla en el centro del pecho. El dolor fue tan intenso que lanzó una exclamación ahogada. Nunca había imaginado que pudiera existir tanta belleza.
—¡Misericordia! —susurró ella en latín, lastimera—. No me hagáis daño, por favor. —Sus ojos estaban líquidos y desbordantes, pero las lágrimas sólo acentuaban su magnitud e intensificaban ese tono violeta iridiscente. Sus mejillas habían palidecido hasta tomar el brillo traslúcido del alabastro; las lágrimas refulgían en ellas como diminutas perlas irregulares.
—Sois hermosa —dijo Hal, siempre en latín. Su voz sonaba como si fuera una víctima del potro: sofocada, agónica. Estaba sufriendo la tortura de emociones cuya existencia nunca había soñado. Quería proteger y atesorar a esa mujer, conservarla siempre para sí, amarla y venerarla. Todas las palabras de la caballerosidad, que hasta entonces había leído y pronunciado sin comprender de verdad, le invadían la lengua exigiendo ser pronunciadas. Pero sólo podía estarse allí, mirándola.
De pronto lo distrajo otro leve sonido, a su espalda. Giró en redondo, con el alfanje listo. Bajo las sábanas de satén que caían de la enorme cama salió una figura porcina. La espalda y el vientre estaban tan cargados de grasa que se bamboleaban a cada movimiento. Los rollos le hinchaban la cara posterior del cuello y colgaban en papadas oscilantes.
—¡Rendíos! —aulló Hal, pinchándolo con la punta de la hoja.
El gobernador dio un grito agudo y se derrumbó en el piso, retorciéndose como un cachorro.
—No me matéis, por favor. Soy un hombre rico —sollozó, también en latín—. Pagaré el rescate que pidáis.
—¡Levantaos! —Hal lo pinchó otra vez, pero Petrus van de Velde apenas tuvo fuerzas y valor para incorporarse sobre las rodillas. Así quedó, balbuciente.
—¿Quién sois?
—Soy el gobernador del Cabo de Buena Esperanza, y esta señora es mi esposa.
Fueron las palabras más terribles que Hal había oído jamás.
Miró al hombre con espanto. Esa maravillosa dama, a la que ya amaba con todo su corazón, estaba casada… y con ese grotesco remedo de hombre que tenía ante sí.
—Mi suegro es director de la Compañía, uno de los mercaderes más ricos y poderosos de Ámsterdam. Él pagará, pagará cualquier cosa. No nos matéis, por favor. —Eso tenía poco sentido para Hal. Se le estaba partiendo el corazón. En pocos segundos había pasado del regocijo alocado a las simas del espíritu humano, del raudo vuelo del amor a la más honda desesperación.
Pero las palabras del gobernador tenían mucha importancia para Sir Francis Courtney, quien estaba a la puerta del camarote, con Aboli tras él.
—Tened a bien calmaros, gobernador. Vos y vuestra esposa estáis en buenas manos. Me ocuparé inmediatamente de arreglar vuestro rescate. —Quitándose el sombrero emplumado, dobló la rodilla hacia Katinka. Ni siquiera él era completamente inmune a su belleza—. ¿Me permitís presentarme, señora? Soy el capitán Francis Courtney, a vuestras órdenes. Tomaos un rato para serenaros, por favor. Os agradecería que a las cuatro campanadas, vale decir, dentro de una hora, os reunierais conmigo en el alcázar. Mi intención es hacer una lista de quienes viajan en la nave.
Ambos barcos habían izado sus velas: la pequeña carabela, solamente los velachos y las rastreras; el gran galeón, con las mayores. Navegaban en estrecha compañía, con rumbo nordeste, alejándose del Cabo y cerrándose hacia los sectores orientales del continente africano. Sir Francis contempló paternalmente a su tripulación desde el combés del galeón.
—Os prometí cincuenta guineas por cabeza como botín —dijo.
Todos lo vitorearon estruendosamente. Algunos estaban tiesos y estropeados por las heridas. Cinco yacían en jergones a lo largo de la barandilla, tan débiles por la pérdida de sangre que no podían mantenerse de pie, pero decididos a no perder una palabra de la ceremonia. Los muertos ya habían sido envueltos en sudarios de lona, cada uno con una bala de cañón holandés a sus pies, y dispuestos en la proa: dieciséis ingleses y cuarenta y dos holandeses, camaradas en la tregua de la muerte. Ninguno de los vivos pensaba ahora en ellos.
Sir Francis alzó una mano. Todos guardaron silencio y se arracimaron hacia adelante para no perder las palabras siguientes.
—Os mentí —añadió. Hubo un momento de atónita incredulidad. Luego comenzaron los gruñidos y los murmullos sombríos—. No hay entre vosotros un solo hombre… —Una pausa efectista—. …¡a quien esta jornada no haya enriquecido en doscientas libras!
El silencio persistió en tanto lo miraban con estupefacción; luego enloquecieron de júbilo. Hubo aullidos, volteretas y abrazos que terminaban en jigas delirantes. Hasta los heridos se incorporaron, exultantes.
Sir Francis sonrió con benignidad por un rato, dándoles tiempo para expresar su alegría. Por fin agitó unas cuantas páginas manuscritas por sobre la cabeza. Todos volvieron a hacer silencio.
—He aquí el extracto que he hecho del manifiesto del barco.
—¡Leedlo! —suplicaron.
La lectura se prolongó por casi media hora, pues cada punto de la carta de embarque, traducido en voz alta del holandés, era saludada con vítores. Cochinilla y pimienta, vainilla y azafrán, clavo de olor y cardamomo, por un peso total de cuarenta y dos toneladas. La tripulación sabía que, peso por peso y libra por libra, esas especias eran tan preciosas como barras de plata. Estaban ya roncos de tanto gritar cuando Sir Francis levantó otra vez la mano.
—¿Os fatigo con esta lista interminable? ¿Es suficiente?
—¡No! —rugieron todos—. ¡Seguid leyendo!
—Pues bien, hay en las bodegas unas cuantas tablas. Sándalo, teca y otras maderas exóticas que nunca se vieron al norte del ecuador. Más de trescientas toneladas. —Los hombres devoraban sus palabras con ojos brillantes—. Todavía hay más, pero veo que os canso. ¿Habéis tenido suficiente?
—¡Leednos! —suplicaron.
—Finísima vajilla de porcelana china, blanca y azul, y piezas de seda. ¡Eso complacerá a las señoras!
Esa mención de las mujeres los hizo bramar como elefantes machos en celo. Cuando llegaran al puerto siguiente, con doscientas libras en cada bolsa, podrían tener tantas mujeres como quisieran, de la calidad y la belleza que su fantasía ordenara.
—También hay oro y plata, pero eso está guardado en cajones de acero herméticamente cerrados, en el fondo de la bodega principal, con trescientas toneladas de madera encima. No podremos echarle mano hasta que lleguemos al puerto siguiente y podamos bajar la parte principal de la carga.
—¿Cuánto oro? —preguntaron, implorantes—. Decidnos cuánta plata.
—Plata amonedada por valor de cincuenta mil guldens. Eso es más de diez mil libras inglesas de las buenas. Trescientos lingotes de oro, de las minas de Kollur, sobre el río Krishna de Kandy; sólo el buen Dios sabe cuánto rendir n cuando las vendamos en Londres.
Hal estaba colgado de los obenques del palo mayor, puesto privilegiado desde donde podía ver bien el alcázar donde estaba su padre. De lo que él estaba diciendo apenas entendía palabra, pero comprendió vagamente que era uno de los botines más ricos jamás logrados por marineros ingleses durante esa guerra contra Holanda. Se sentía mareado, incapaz de concentrarse en nada que no fuera el gran tesoro capturado con su propia espada, que ahora permanecía pudorosamente sentada detrás de su padre, atendida por el aya. Sir Francis, caballerescamente, había puesto una de las sillas talladas del capitán en el alcázar, para que la ocupara la esposa del gobernador. Petrus van de Velde permanecía de pie tras ella, espléndidamente vestido y calzado con botas altas de suave cuero español, con la peluca llena de cintas y su corpulencia cubierta por las medallas y las bandas de seda de su cargo.
Hal descubrió, sorprendido, que odiaba terriblemente a ese hombre. Lamentó no haberlo ensartado en cuanto salió a gatas de bajo la cama, para convertir en trágica viuda al ángel que era su esposa.
Se imaginó dedicando su vida a hacer de Lancelote para esa Ginebra. Se vio humilde y sumiso ante cada capricho suyo, pero llevado a hazañas de sobresaliente valor por el puro amor que ella le inspiraba. A un pedido suyo, hasta podía iniciar una caballeresca búsqueda del Santo Grial y poner en sus bellas manos blancas esa reliquia sagrada. Estremecido de placer ante esa idea, la contempló con ansias.
Mientras Hal soñaba despierto en el cordaje, la ceremonia de abajo llegó a su conclusión. Detrás del gobernador formaban fila el capitán holandés y los otros oficiales capturados. El coronel Cornelius Schreuder era el único sin sombrero, pues tenía un vendaje en la cabeza. Pese al golpe que Aboli le había dado, su mirada era aguda y límpida, su expresión feroz, mientras escuchaba la enumeración de Sir Francis.
—¡Pero eso no es todo, muchachos! —aseguró éste a su tripulación—. Quiere nuestra buena suerte que tengamos a bordo, como huésped de honor, al nuevo gobernador de la colonia holandesa del Cabo de Buena Esperanza.
Dedicó una irónica reverencia a van de Velde, que le echó una mirada fulminante; se sentía más seguro ahora que sus captores conocían su precio y su posición. Los ingleses lanzaron un grito de júbilo, pero todas las miradas estaban fijas en Katinka. Sir Francis les dio el gusto de presentarla.
—También tenemos la suerte de que nos acompañe la encantadora esposa del gobernador… —Hizo una pausa, mientras los marineros expresaban su apreciación por tanta belleza.
—Campesinos brutos —gruñó van de Velde, apoyando una mano protectora en el hombro de Katinka.
La hermosura y la inocencia de aquellos grandes ojos violáceos avergonzaron a los hombres, provocándoles un embarazoso silencio.
—Mevrouw van de Velde es la única hija del burgués Hendrik Coetzee, stadhouder de la ciudad de Ámsterdam, quien preside el directorio de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.
La tripulación la observó con respeto religioso. Pocos entendían la importancia de una persona tan excelsa, pero los impresionaba el tono en que Sir Francis había recitado esos títulos.
—El gobernador y su esposa ser n retenidos a bordo de este barco hasta que se pague el rescate. Uno de los oficiales holandeses capturados ser enviado al Cabo de Buena Esperanza para que trasmita la exigencia de rescate al concejo, con el primer barco que zarpe hacia Ámsterdam.
Los hombres clavaron los ojos desorbitados en la pareja, evaluando eso. Por fin, El Grandote Daniel preguntó:
—¿Cuánto, Sir Francis? ¿Cuál es la suma que habéis fijado como rescate?
—He fijado el rescate del gobernador en doscientos mil guldens en monedas de oro.
La tripulación de a bordo quedó atónita. Semejante suma sobrepasaba su comprensión. Luego Daniel volvió a aullar:
—¡Un hurra por el capitán, muchachos!
Y chillaron hasta que se les quebró la voz.
Sir Francis recorrió lentamente las filas de marineros holandeses capturados. Eran cuarenta y siete; dieciocho de ellos, heridos. Al pasar los fue examinando uno a uno; eran gente recia, de facciones toscas y expresiones poco inteligentes. Resultaba obvio que por ninguno de ellos se podía pedir rescate. Antes bien eran un estorbo: habría que alimentarlos y tenerlos bajo vigilancia; siempre existía el peligro de que recobraran el coraje e intentaran una insurrección.
—Cuanto antes nos liberemos de ellos, mejor —murmuró para sus adentros. Luego alzó la voz para hablarles en su propio idioma.
—Habéis cumplido bien con vuestra obligación. Se os pondrá en libertad y volveréis al fuerte del Cabo. Podéis llevar vuestras mochilas. Me ocuparé de que se os paguen los salarios adeudados antes de la partida.
A los hombres se les iluminó la cara. No esperaban eso. "Así se mantendrán tranquilos y dóciles", pensó Sir Francis, mientras descendía hacia su nuevo camarote, donde lo esperaban sus prisioneros más ilustres.
—¡Caballeros! —los saludó, mientras ocupaba su asiento tras el escritorio de caoba—. ¿Aceptáis una copa de vino de Canarias?
El gobernador van de Velde asintió con avidez. Tenía la garganta seca y, aunque había comido apenas media hora antes, el estómago le gruñía como un perro hambriento. Oliver, el sirviente de Sir Francis, sirvió el vino amarillo en las copas de pie alto y sirvió las frutas confitadas que había encontrado en la despensa del capitán holandés. Éste puso cara agria al reconocer sus propias vituallas, pero bebió un gran sorbo de vino.
Sir Francis consultó el montón de manuscritos en que había tomado sus notas; luego echó un vistazo a cierta carta encontrada en el escritorio del capitán. Había sido despachada en Holanda por una eminente firma de banqueros. Levantando la vista hacia el capitán, le dijo con severidad:
—Me extraña que un oficial de vuestra antigüedad en la VOC se permita comerciar por cuenta propia. Ambos sabemos que está estrictamente prohibido por los Diecisiete.
El capitán pareció a punto de protestar, pero como Sir Francis dio unos golpecitos a la carta, echó una mirada culpable al gobernador.
—Parece que sois rico, Mijnheer. No os costará pagar un rescate de veinte mil guldens. —El capitán murmuró algo, sombríamente ceñudo, pero sir Francis prosiguió sin alterarse—: Si redactáis una carta para vuestros banqueros, podemos arreglar este asunto entre gentiles hombres en cuanto yo reciba esa cantidad en oro.
El capitán inclinó la cabeza en señal de aquiescencia.
—Vamos ahora a los oficiales de a bordo —prosiguió Sir Francis—. He examinado vuestro registro. —Acercó el libro y lo abrió—. Al parecer, todos son hombres sin vinculaciones importantes ni buena posición financiera. —Miró al capitán—. ¿Es así?
—En efecto, Mijnheer.
—Los enviaré al Cabo con los marineros comunes. Queda por decidir a quién confiaremos el pedido de rescate por el gobernador van de Velde y su buena esposa… y, desde luego, vuestra carta a los banqueros.
Sir Francis miró al gobernador, que se metió otra fruta abrillantada en la boca y sugirió, con la boca llena:
—Enviad a Schreuder.
—¿Schreuder? —Sir Francis hojeó los papeles hasta hallar el nombramiento del coronel—. ¿El coronel Cornelius Schreuder, el nuevo comandante militar del fuerte de Buena Esperanza?
—Sí, ése. —Van de Velde tomó otro dulce—. Su rango le dar más categoría cuando presente vuestro pedido de rescate a mí suegro —señaló.
Sir Francis estudió al hombre, preguntándose por qué desearía deshacerse del coronel. Parecía buen hombre, lleno de recursos; era más lógico que quisiera retenerlo. Sin embargo, lo que van de Velde apuntaba de su rango era la verdad. Y sir Francis presentía que, si mantenían cautivo al coronel a bordo del galeón, bien podía jugarles alguna mala pasada. "¡Demasiados problemas para lo que vale!", pensó. Y dijo en voz alta:
—Muy bien, irá él.
El gobernador frunció con satisfacción sus labios cubiertos de azúcar. Tenía perfecta conciencia del interés de su esposa por el apuesto coronel. Aunque llevaban pocos años de casados, tenía la certeza de que ella, en ese tiempo, había tenido cuando' menos dieciocho amantes; algunos, sólo por una hora o una noche. Zelda estaba a sueldo de van de Velde y le informaba sobre cada una de las aventuras de su señora, deleitándose con profundo placer indirecto al relatar los detalles soeces.
Van de Velde había comenzado por indignarse al detectar los apetitos carnales de Katinka. Sin embargo, sus primeros regaños furiosos no habían surtido el menor efecto; pronto descubrió que no tenía el menor control sobre ella. No podía protestar demasiado ni devolverla a su casa: por una parte, estaba deslumbrado por ella; por la otra, era hija de un hombre demasiado rico y poderoso. Su propia fortuna y su posición social dependían de ella casi, por completo. Al final, el único curso de acción posible fue mantenerla lejos de tentaciones y oportunidades.
Durante ese viaje había logrado retenerla en sus habitaciones, virtualmente prisionera; a no dudarlo, de otro modo su esposa ya habría probado las mercancías del coronel, tan ostentosamente exhibidas. Pero con él lejos del barco, ella vería bastante reducidas sus posibilidades de divertirse; después de un ayuno prolongado, hasta era posible que aceptara las sudorosas insinuaciones conyugales.
—Bien —aceptó Sir Francis—, enviaré como emisario al coronel Schreuder. —Volvió la página del almanaque—. Con buen viento y por la gracia de Dios Todopoderoso, el viaje de ida y vuelta entre el Cabo y Holanda no debería requerir más de ocho meses. Se puede esperar que, hacia la Navidad, estéis en situación de asumir vuestro cargo en el Cabo.
—¿Dónde nos retendréis hasta que se reciba el rescate? Mi esposa es una dama de buena familia y de constitución delicada.
—En lugar seguro y con comodidades. Eso os lo aseguro, señor.
—¿Y dónde os encontraréis con el barco que traiga el dinero del rescate?
—A treinta y tres grados de latitud sur y cuatro grados treinta minutos de longitud este.
—¿Y dónde queda eso, si tenéis la bondad?
—Caramba, gobernador van de Velde, en el mismo punto donde estamos en este momento.
Sir Francis no revelaría con tanta facilidad la localización de su base.