DURANTE tres días Wang el Tigre permitió a sus hombres festejarse; comieron hasta hartarse y apuraron hasta las heces los jarros de vino. Cuando hubieron comido como no lo habían hecho desde hacía meses y estuvieron ahítos de comida, y cuando hubieron dormido hasta que no pudieron dormir más, se levantaron fuertes, pendencieros y apasionados. Pues bien, todos esos años Wang el Tigre había vivido entre soldados y había aprendido a conocer los hombres y sabía cómo manejar a los individuos robustos, vulgares e ignorantes, cómo aprovechar las disposiciones de cada cual y alardear de libertad manteniéndolos, en lo posible, dentro de los límites de su propia voluntad. Así, pues, cuando oyó que los hombres entablaban disputas amenazándose mutuamente por fruslerías, y cuando vio que algunos empezaban a soñar con mujeres, comprendió que había llegado la hora de comenzar una tarea más ardua.
Saltó una vez más sobre la vieja tortuga, cruzó los brazos sobre el pecho y exclamó:
—Esta noche, cuando el sol se haya ocultado tras la llanura al pie de la montaña, partiremos hacía nuestras tierras. Que cada cual se preocupe de sí mismo, y si desea aún volver donde el viejo general para comer y dormir sin hacer nada, que regrese hoy mismo; no lo mataré. Pero si después de haberse puesto en camino conmigo hoy día falta a la promesa que hemos jurado, lo mataré con mi espada.
Al decir estas últimas palabras, Wang el Tigre sacó su espada con tanta prontitud como brota el relámpago de la nube, blandiéndola delante de los atentos soldados; éstos, alarmados, cayeron unos sobre otros, mirándose aterrorizados. Wang el Tigre permanecía en espera contemplándolos; y mientras esperaba, cinco de los más viejos se miraron dubitativamente y miraron la brillante espada que blandía aún en su mano; luego, sin decir una palabra, se levantaron y bajaron la montaña y no se les volvió a ver. Wang el Tigre los siguió con la mirada apoyado sobre su espada inmóvil y brillante, y dijo:
—¿Hay algún otro?
Hubo gran silencio entre los hombres y nadie se movió durante un momento. Luego, una silueta débil y encorvada se separó de la multitud, deslizándose apresuradamente. Era el hijo de Wang el Mayor. Cuando Wang el Tigre lo vio, rugió:
—¡Tú no, idiota! ¡Tú no eres libre, tu padre te dio a mí!
Y mientras hablaba envainó su espada, murmurando con desprecio:
—No quisiera hundir esta buena hoja en una sangre tan pálida. No, te azotaré como se azota a un niño.
Y esperó que el muchacho, con la cabeza inclinada como de costumbre, hubiera recuperado su lugar.
Entonces continuó con su tono acostumbrado:
—Esto marcha, pues. Vigilad vuestros fusiles, atad sólidamente vuestros zapatos y ceñid vuestro cinturón, pues esta noche hacemos una larga etapa. Dormiremos durante el día y caminaremos de noche para que la gente no sepa que atravesamos el campo. Pero cada vez que lleguemos al territorio de un señor de la guerra, os diré su nombre, y si alguien os pregunta quiénes somos, contestaréis: «Somos una banda errante que ha venido a reunirse con el amo de estas regiones».
Así, pues, cuando el sol se ocultó y quedaba aún un poco de luz del día y las estrellas empezaban a aparecer, sin luna, los hombres se hundieron en el desfiladero, cada cual con su cartuchera, un atado a la espalda y el fusil en la mano. Pero Wang el Tigre había hecho entregar los fusiles suplementarios a los hombres que conocía y en quienes podía confiar, pues había muchos entre estos hombres a quienes no había probado aún y prefería perder un hombre y no un fusil. Los que tenían caballos los condujeron de las riendas hasta el pie de la montaña. Llegado allí, antes de tomar la ruta hacia el Norte, Wang el Tigre se detuvo y dijo con su voz ruda:
—Nadie debe detenerse, salvo cuando yo lo ordene, y no haremos alto prolongado hasta la hora del crepúsculo en una aldea que yo escogeré. Allí podréis comer y beber, que yo pagaré.
Y saltó sobre su caballo, un animal alazán, fuerte e infatigable, de huesos grandes y crines largas y crespas, proveniente de las llanuras de Mongolia. Y era necesario que así fuese, pues aquella noche Wang el Tigre llevaba bajo la montura numerosas libras de plata; y lo que no podía llevar lo había entregado a su hombre de confianza y algunos otros de menor categoría, de modo que si uno de ellos cedía a una tentación, que bien puede asaltar a cualquiera, no habría perdido gran cosa. Pero a pesar de la fuerza de su animal, Wang el Tigre no lo dejó desarrollar toda su marcha. No, en el fondo era compasivo y moderó el paso del caballo en consideración a sus hombres que no tenían caballos y que debían ir a pie. A cada lado de él cabalgaban también sus dos sobrinos, a quienes había comprado asnos, y las cortas patas de estos animales no podían rivalizar con el tranco de su caballo. Una treintena de sus hombres iba montada y los demás a pie; Wang el Tigre separó a sus caballeros del resto, poniendo la mitad adelante, la otra mitad atrás y los de infantería en medio.
Avanzaron así en la noche silenciosa, milla tras milla, deteniéndose a ratos cuando Wang el Tigre gritaba que podían descansar un instante y volviendo a partir en cuanto lo ordenaba. Y sus hombres lo seguían sin quejarse, pues esperaban mucho de él. Wang el Tigre también estaba contento de ellos y se prometía que, si no lo traicionaban, él tampoco los traicionaría, y más tarde, cuando se hubiera convertido en gran personaje, ascendería a cada uno de esos soldados que primero lo habían acompañado; y al ver que confiaban en él como niños, Wang el Tigre sentía su corazón henchido de ternura para con aquellos hombres; se enternecía así en secreto, y cuando se recostaba sobre un terreno pastoso bajo los enebros plantados en torno de las tumbas, los dejaba descansar un rato más largo.
Marcharon durante más de veinte noches y durante el día descansaban en las aldeas designadas por Wang el Tigre. Pero antes de llegar a una aldea se informaban sobre quién era el señor del territorio, y sí alguien preguntaba quiénes eran esa banda de hombres y hacia dónde se dirigían, Wang el Tigre tenía la respuesta pronta.
En cada aldea, pues, cuando la gente los veía llegar, lanzaban grandes exclamaciones, ignorando cuánto tiempo permanecerían allí esos soldados errantes, preguntándose qué comerían y qué mujeres podrían desear. Pero en esos primeros días Wang el Tigre tenía elevados proyectos y mantenía a raya a sus hombres, tanto más cuanto que su extraña frigidez respecto de las mujeres lo hacía irritarse al ver a otros hombres enardecidos; les decía:
—No somos ladrones ni bandidos y yo no soy jefe de ladrones. No, me abriré un camino mejor que éste hacia la grandeza y venceremos por la pericia de las armas y por medios honrados y no agobiando al pueblo. Debéis comprar todo lo que necesitaréis y yo pagaré. Recibiréis vuestro sueldo todos los meses. No tocaréis mujer alguna, salvo las que lo acepten de buen grado, pues su oficio es recibir hombres por dinero, y solamente cuando os veáis obligados a ello. Y tened cuidado con las que se ofrecen por poco dinero, pues tienen a veces una inmunda enfermedad que propagan en torno de ellas. Pero sí llego a saber que uno de mis hombres ha tomado ilegalmente una virtuosa esposa o una joven virgen, lo mataré sin darle siquiera tiempo para decir lo que ha hecho.
Cuando Wang el Tigre hablaba así cada uno de sus hombres se detenía para escucharlo y para reflexionar, pues veían brillar sus ojos bajo las cejas y comprendían que, a pesar de su buen corazón, su capitán no temería matar un hombre. Los jóvenes comentaban con admiración, pues en aquel entonces Wang el Tigre era para ellos un héroe, y decían en voz alta: «El Tigre, el Tigre de cejas negras». Así, pues, avanzaban o se detenían según él lo ordenaba, y cada hombre obedecía a Wang el Tigre u ocultaba cuidadosamente su desobediencia en caso contrario.
Por numerosas razones Wang el Tigre había decidido establecerse en regiones no muy alejadas de la propia; allí estaría cerca de sus hermanos y tendría asegurada la renta que le entregarían por un cierto tiempo, hasta que pudiera establecer impuestos, evitando el peligro de que los ladrones robasen en el camino el dinero que le enviaban. Además, si de improviso se presentaba algún rotundo fracaso, como puede sucederle a todo hombre que el cielo abandona, le sería posible desaparecer entre sus conciudadanos, pues su familia era tan rica y honorable, que estaría en seguridad entre ella. Por esto se dirigió sin vacilar a la ciudad donde vivían sus hermanos.
Pero la víspera del día en que divisaron los muros de la ciudad, Wang el Tigre se irritó contra sus hombres, pues caminaban de malas ganas, y durante la noche, cuando les ordenó que reanudaran la marcha, lo hicieron con toda calma y oyó que algunos murmuraban y se quejaban, y uno decía:
—Hay cosas mejores que la gloria y me pregunto si hemos hecho bien en seguir a un hombre irascible y orgulloso como éste.
Y otro dijo:
—Es mejor tener tiempo suficiente para dormir y no verse obligado a inutilizar las piernas hasta las rodillas, aunque tuviésemos menos comida.
En verdad los hombres estaban fatigados, pues no estaban acostumbrados a caminar continuadamente; desde hacía muchos años el anciano general había llevado una vida tan regalada, que su relajamiento se había transmitido a sus hombres. Y sabiendo lo ignorantes que eran, Wang el Tigre los maldecía en su corazón, porque ahora que se acercaban a sus tierras del Norte empezaban a quejarse.
Olvidaba que mientras él se felicitaba de llegar al Norte y poder comprar pan duro y sentir el fuerte olor a ajo, sus hombres continuaban desconociendo esas cosas. Una noche que descansaban bajo un enebro, díjole su hombre de confianza:
—Creo llegado el momento en que debemos dejarlos descansar tres días o más y darles un festín y una gratificación suplementaria.
Wang el Tigre se levantó de un salto, exclamando:
—Muéstrame cuál es el hombre que habla de quedarse rezagado, y le meteré un bala por la espalda.
Pero el hombre con el labio leporino le llevó aparte y le dijo, para calmarlo:
—No, mi capitán, no hables de ese modo. No te dejes llevar de la ira. En el fondo esos soldados son como niños y mostrarán una energía de la que no los crees capaces sí tienen la perspectiva de divertirse, aunque no sea sino una pequeña recompensa, un plato de carne o una jarra de vino nuevo o un día libre para dedicarlo al juego. Son sencillos, fáciles de contentar y prontos a entristecerse. Los ojos de sus mentes no están abiertos como los tuyos, y son incapaces de ver lo que hay más allá de un día.
Mientras el hombre de confianza hablaba así, permaneció en el camino iluminado por la luna, pues había ahora luna llena; y era algo horrible verlo en medio de esa claridad. Pero Wang el Tigre lo había probado ya muchas veces y conocía su corazón sincero y sensible; no vio, pues, su labio leporino, sino su rostro moreno y bueno y sus ojos humildes y fieles, y le creyó. Sí, Wang el Tigre confiaba en ese hombre aunque ignoraba quién era, pues el hombre nunca hablaba de él y cuando lo urgían demasiado contestaba:
—Soy nativo de una región muy lejana; y tan lejos está, que si te digo el nombre no sabrás qué nombre es.
Se rumoreaba no obstante que había cometido un crimen. Decíase que había tenido una hermosa mujer, una muchacha que, no pudiendo soportarlo, había tomado un amante; el hombre los encontró juntos, mató a ambos y huyó. Si era o no verdad, nadie lo sabía, pero el hombre se había apegado a Wang el Tigre sin otra razón, al principio, de que el joven era hermoso y fiero y porque esta hermosura constituía una maravilla para el horrible y desgraciado muchacho. Y Wang el Tigre sintió el amor de ese hombre y lo apreció en su justo mérito, pues el hombre lo seguía, no por razones monetarias o de posición, sino a causa de su extraño cariño que no pedía nada en cambio, sino estar cerca de él. Confiaba, pues, en la lealtad del hombre y siempre prestaba atención a lo que decía. Comprendió que el hombre tenía ahora razón, y acercándose a sus hombres, que, fatigados, descansaban en silencio a la sombra de los enebros, les dijo con mayor benevolencia que la acostumbrada:
—Queridos hermanos, estamos al lado de la ciudad, al lado de la aldea en que nací, y conozco todos los caminos y senderos. Habéis sido valientes e infatigables durante estos penosos días y noches; merecéis ahora una recompensa. Os llevaré a las aldeas de los alrededores de mi propio villorrio, pero no allí mismo, pues toda esa gente nos conoce y no quisiera ofenderla. Haré comprar ganado y cerdos y los mataremos, y patos y gansos asados, y comeréis hasta hartaros. También tendréis vino, y el mejor vino se hace en esta zona; es un vino espirituoso y claro, cuyos vapores se disipan con facilidad. Y cada hombre tendrá tres monedas de plata como recompensa.
Entonces los hombres, contentos, se levantaron riendo, y con el fusil a la espalda caminaron esa misma noche hasta la ciudad y más allá de la ciudad, y Wang el Tigre los condujo a los caseríos situados allende el suyo propio. Allí hizo alto, escogió cuatro caseríos y acuarteló a sus hombres en ellos. Pero no lo hizo con arrogancia como lo hacen los señores de la guerra. No; en la madrugada, cuando el humo empezaba a salir por las entreabiertas puertas, al encender fuego para la primera comida, hizo buscar a los jefes de las aldeas y les dijo cortésmente:
—Pagaré en dinero todo lo que consumamos, y ninguno de mis hombres mirará a una mujer que no esté libre. Tienes que alojar a veinticinco hombres.
Pero, a pesar de toda su amabilidad, los ancianos de la aldea se manifestaban inquietos, pues ya muchas veces habían oído promesas semejantes de otros señores de la guerra que después no les habían pagado nada; miraban, pues, con el rabillo del ojo a Wang el Tigre, acariciándose la barba y hablando en voz baja en la puerta de sus casas; terminaron por pedir a Wang el Tigre un gaje de su buena fe.
Entonces Wang el Tigre sacó dinero con generosidad, pues eran conciudadanos suyos, y lo dejó en prenda en manos del jefe de cada aldea y dijo a cada uno de sus hombres antes de dejarlos:
—No debéis olvidar que estas personas eran amigos de mi padre, y que estáis aquí en mí propia tierra. Hablad con cortesía y no toméis nada sin pagar, y sí cualquiera de vosotros mira a una mujer que no sea pública, lo mataré.
Viendo cuán fiero era, sus hombres prometieron lo que quiso, con repetidos y sólidos juramentos, que recaerían sobre sí mismos si faltaban a lo prometido. Luego, cuando todos estuvieron alojados y la comida lista, y cuando hubieron pagado dinero suficiente para trocar en sonrisas las malévolas miradas de los campesinos, cuando todo estuvo terminado, miró a sus dos sobrinos, y les dijo con rudo buen humor, pues le era agradable estar en su propia tierra:
—Bien, muchachos, juraría que vuestros padres estarán contentos de veros, y durante estos siete días descansaré yo también, pues la guerra nos espera.
Y dirigió su caballo hacía el Sur y pasó delante de la casa de barro, sin detenerse, y sus dos sobrinos lo seguían sobre sus asnos. Llegaron así a la ciudad, y, franqueando las viejas puertas, llegaron a la casa. Y por primera vez, desde hacía meses, una pálida sonrisa iluminó el rostro del hijo de Wang el Mayor, quien, con cierta prisa, se dirigió hacía su hogar.