VII

POR lo tanto, el día designado, Wang el Segundo dijo a su hermano mayor:

—Si tu segundo hijo está listo, el mío lo está también, y mañana al amanecer partiré con ellos hacía esa ciudad del Sur, donde mi hermano hará de ellos lo que mejor le plazca.

Entonces Wang el Mayor llamó a su segundo hijo y contempló al muchacho para apreciar si serviría para la carrera que le había destinado. El muchacho permaneció de pie, esperando. Era de baja estatura, frágil y delicado en apariencia, nada hermoso, tímido y asustadizo, de manos temblorosas y palmas húmedas. Permanecía delante de su padre con la cabeza inclinada, estrujando entre sí sus temblorosas manos sin saber siquiera lo que hacía, pero a ratos lanzaba una rápida ojeada a su padre y de nuevo inclinaba apresuradamente la cabeza.

Wang el Mayor lo contempló un momento, pues era la primera vez que lo veía separado de sus demás hermanos, y dijo de pronto, un tanto pensativo:

—Habría sido mejor que tú fueses el mayor y que el mayor ocupase tu lugar, pues tiene mejor contextura para ser general; pareces además tan débil, que no sé si serás capaz de sujetarte encima de un caballo.

Al oír esto cayó de rodillas el muchacho, y con sus temblorosas manos juntas imploraba a su padre:

—¡Oh!, ¡padre mío!, odio hasta la idea de ser soldado y pienso que sería un buen estudiante, pues amo tanto mis libros. ¡Padre mío!, déjame en casa contigo y con mi madre, y ni siquiera te pediré que me envíes a la escuela; leeré y estudiaré solo y nunca te molestaré para nada si no me obligas a ser soldado.

Aunque Wang el Mayor hubiera jurado que no había dicho nada a nadie sobre este asunto, de alguna manera la verdad había traslucido. Lo cierto era que Wang el Mayor no podía guardar nada para sí. Era un hombre tal, que, sin que se diera cuenta, cada vez que lo preocupaba una idea o maduraba algún plan secreto, sus resoplidos y suspiros, sus medias palabras, su apariencia toda lo delataban. Habría jurado que no se lo había dicho a nadie; pero se lo había dicho a su hijo mayor, se lo había dicho a su concubina en la noche y después forzosamente a su mujer para obtener su aprobación. Planteó tan bien el asunto que la dama creyó que su hijo empezaría su carrera de general y dio su consentimiento, pensando para sí que su hijo no merecía menos. Pero el hijo mayor, que con su aire lánguido y melindroso parecía no ver nada, era un muchacho despierto que sabía más de lo que nadie creyera; había atormentado a su hermano menor y burlándose de él habíale dicho:

—Serás un soldado vulgar a la siga de ese salvaje de nuestro tío.

Ahora bien, el segundo hijo de Wang el Mayor nunca había podido ver matar ni una gallina sin correr a esconderse en alguna parte para vomitar, y tenía un estómago tan pequeño que casi no soportaba la carne; y cuando oyó a su hermano decir aquello, estaba fuera de sí de miedo y no sabía qué hacer. No podía creerlo, y pasó en vela la noche entera sin decidirse a hacer nada sino esperar que su padre lo llamara; y por eso se dejó caer ante su padre, pidiendo gracia.

Pero cuando Wang el Mayor vio a su hijo arrodillado e implorante montó en cólera, pues cuando se sentía seguro de su poder era un hombre obstinado e irascible, y gritó, golpeando las baldosas con el pie:

—Irás, porque es una oportunidad que no podemos perder, y tu primo irá también y debéis estar contentos de ir. Cuando yo era joven habría deseado tener una oportunidad semejante, pero no la tuve. No, me enviaron al Sur inútilmente y todavía por poco tiempo, pues mi madre murió y mi padre me ordenó regresar al hogar. Y nunca soñé en desobedecerle; no, no podría haberlo hecho. No tuve la suerte de llegar a ser alguien ayudado por un tío que ocupara, una elevada posición.

Y Wang el Mayor suspiró de pronto, porque pensó que si se le hubiera presentado la misma oportunidad de su hijo habría triunfado; y qué aire tan noble habría sido el suyo con su brillante casaca de soldado, montado en un corpulento caballo de guerra. Así imaginaba a los generales; y se vio a sí mismo grande y admirable como debían ser los generales. Suspiró de nuevo y, mirando a su desgraciado hijo, añadió:

—Verdad es que habría preferido mandar otro hijo en tu lugar, pero ninguno tiene la edad suficiente; el mayor no puede abandonar el hogar, pues es mi heredero y el que debe continuar mi nombre; tu hermano menor es jorobado, y la que sigue, mujer. Tú debes ir, pues, y todo tu llanto es inútil, porque ésa es mi voluntad. —Levantóse y salió de la pieza para no ser molestado otra vez por ese hijo suyo.

El hijo de Wang el Segundo no se parecía a éste. Era un muchacho alegre y turbulento que había tenido viruelas a los tres años; su madre le inyectó con el pulgar, dentro de la nariz, el virus de un grano enorme para ponerlo a salvo de la enfermedad, y como conservó las marcas toda su vida, todos, aun sus propios padres, lo llamaban el «Apestado». Cuando Wang el Segundo lo llamó y le dijo: «Haz un lío con tu ropa, pues mañana partimos hacia el Sur, para entregarte a tu tío soldado», corrió dichoso, dando cabriolas, pues siempre estaba pronto para ver cosas nuevas y jactarse después de lo que había visto.

Pero su madre, que atizaba unos carbones en un hornillo en la puerta de la cocina y que no había oído hablar del asunto, gritó a su manera habitual:

—¿Para qué gastan la plata en ir al Sur?

Wang el Segundo se lo explicó entonces, y ella escuchaba sin abandonar su tarea y sin perder de vista a una sirvienta que limpiaba una gallina, pues temía que hurtara el hígado o los huevos que la gallina no alcanzó a poner. Por lo tanto, no oyó sino la última parte de lo que su marido dijo:

—Debemos correr el riesgo, pues habla de hacer subir al muchacho; además, tenemos otros hijos que meter en los negocios, y éste es el único que tiene la edad requerida; mi hermano manda uno también.

Cuando la mujer oyó estas últimas palabras se concretó al asunto diciendo con prontitud:

—Bueno, si los hijos de él van a ocupar una gran posición, nosotros también debemos enviar los nuestros, pues si no durante toda mi vida tendré que oír decir a mi cuñada que su hijo es un héroe militar. Verdad es que este hijo nuestro debe dedicarse a algo; está ya crecido y no piensa sino en divertirse. Y dices con razón; los otros pueden atender el mercado.

Al día siguiente Wang el Segundo partió con los dos mancebos, llevando cada cual sus prendas de vestir; el hijo de Wang el Mayor las llevaba en una caja de cuero de cerdo; tenía aún los ojos enrojecidos por el llanto, y se quedaba rezagado para ver si el sirviente que lo acompañaba la llevaba con la parte superior hacia arriba, de modo que los libros que iban dentro no se desordenasen. El hijo de Wang el Segundo no poseía libros y en un pañuelo de algodón atado a su espalda llevaba sus escasos vestidos. Corría por el camino comentando a gritos todo lo que veía. Era una radiante mañana de primavera y las calles de la ciudad estaban atestadas con los primeros productos de la tierra, que todos compraban o vendían. Para el muchacho era un buen año y un alegre día, pues empezaban un viaje que nunca había hecho antes, y su madre le había preparado esa mañana un plato por él apetecido, lo que justificaba su alegría. Pero el otro muchacho caminaba correctamente y en silencio, con la cabeza inclinada, sin mirar casi a su primo y de cuando en cuando humedecía sus pálidos labios como si estuviesen resecos.

Así avanzaba Wang el Segundo con los dos mancebos mientras meditaba en sus propios asuntos, pues nunca prestaba atención a los niños. Y así llegaron al Norte de la ciudad, donde debían subir al carro de fuego; y Wang el Segundo pagó y subieron. Y entonces el hijo de Wang el Mayor se sintió muy avergonzado, pues su tío había comprado los asientos más baratos que pudo, pensando que era suficiente para los muchachos, y el joven comprendió entonces que él con su elegante vestido de seda azul tendría que sentarse en compañía de gente del pueblo que trascendía a ajo y cuyas inmundas ropas de algodón olían a pobrezas; pero no se atrevió a quejarse, pues temía el secreto desprecio de su tío; se limitó, pues, a colocar su caja de cuero de chancho[4] entre él y el vulgar labrador que le tocó por vecino, mirando lastimosamente al sirviente que se alejaba.

Pero Wang el Segundo y su hijo parecían a sus anchas; Wang el Segundo habíase puesto esa mañana un vestido de algodón, pues creía que era mejor no presentarse demasiado elegante ante su hermano, por miedo de parecer más rico de lo que deseaba. En cuanto a su hijo, no poseía aún ningún vestido de seda, y los de algodón que usaba, anchos y largos para poderlos arreglar, eran cosidos por su madre. Wang el Segundo contempló a su sobrino y dijo con su modo helado:

—No es bueno viajar hoy día con ropas tan finas como las que llevas. Mejor sería que te quitaras tu vestido de seda y doblado lo guardaras en tu caja; puedes quedarte con tus ropas interiores y ahorrar el mejor.

El muchacho refunfuñó entonces:

—Tengo otros mejores que éste, que es el que uso todos los días en casa.

Empero no se atrevió a desobedecer, se levantó e hizo lo que su tío le ordenara.

Así viajaron durante todo el día, y Wang el Segundo contemplaba los potreros y las ciudades por donde pasaban, avaluando todo lo que veía; y su hijo gritaba ante cada cosa nueva, suspirando por paladear los frescos panecillos que los vendedores ofrecían cuando se detenían, pero su padre no se lo permitió. El otro muchacho, pálido y temeroso, enfermo con el movimiento del carro, dejó caer la cabeza encima de su caja de cuero de chancho y no habló durante todo el día. No pudo probar ningún alimento.

Después navegaron dos días en un buque pequeño y atestado, y llegaron por fin a la ciudad donde debían encontrar aquel a quien buscaban; y cuando desembarcaron y se encontraron en tierra nuevamente, Wang el Segundo alquiló dos rikshas[5], colocó a los muchachos en uno y ocupó el otro. El hombre que arrastraba el riksha de los muchachos se quejó amargamente de su doble carga, pero Wang el Segundo le explicó que no eran hombres todavía, y uno de ellos, pálido y delgado y más liviano que de costumbre a causa de los vómitos; y después de muchos regateos prometió pagar un poco más, pero no tanto como podría haber costado otro vehículo. Y los rikshas partieron en dirección de la calle y de la casa que Wang el Segundo les indicó; y cuando se detuvieron sacó de su pecho la carta y comparó las letras escritas encima de la puerta con las de la carta, y ambas eran iguales.

Descendió de su riksha y ordenó a los muchachos que hiciesen lo mismo, y después de haber regateado nuevamente con los portadores porque el sitio no era tan distante como habían dicho, les pagó un poco menos que el precio convenido. Tomó entonces la caja de un extremo y los muchachos del otro y así pasaron a través de la inmensa puerta a cada lado de la cual había dos leones de piedra.

Pero al lado de uno de los leones había un soldado que gritó:

—¿Creen que se puede pasar a través de esta puerta cuando mejor les parezca?

Y quitándose el fusil del hombro golpeó con la culata las piedras; y su mirar era tan fiero y rudo que los tres permanecían atónitos; el hijo de Wang el Mayor empezó a temblar, y hasta el Apestado pareció temeroso, pues nunca había visto un fusil tan de cerca.

Entonces Wang el Segundo se apresuró a sacar la carta de su hermano y, pasándosela al soldado para que la viese, dijo:

—Nosotros somos los que esa carta menciona y ella es la prueba.

Pero el soldado no sabía leer, y llamó entonces a otro soldado que después de haberlos contemplado durante un rato y oído toda la historia tomó la carta. Pero tampoco pudo leer, y después de darla vueltas entre las manos la llevó hacía adentro. Después de mucho rato volvió y, señalando la casa con el pulgar, dijo:

—Es verdad, son parientes del capitán y hay que hacerlos entrar.

Tomaron la caja otra vez y entraron, dejando atrás los leones, mientras el hombre del fusil los miraba con malos ojos como si todavía dudara. No obstante, siguieron al otro soldado al través de diez patios o algo así, todos ellos atestados de soldados ociosos que comían y bebían, mientras otros sentados al sol medio desnudos sacaban piojos de sus ropas y los demás dormían roncando. Así llegaron hasta una casa interior donde, en la pieza central, hallábase Wang el Tigre. Vestido de ropas obscuras de material bueno y tosco, abrochado con botones de bronce con un signo estampado encima, los esperaba sentado al lado de una mesa.

Cuando vio a sus parientes se levantó prestamente y gritó a los soldados que le servían que trajesen vino y carnes; entonces ambos hermanos se saludaron, y Wang el Segundo ordenó a los muchachos que hicieran lo mismo, y todos se sentaron en conformidad con su rango, Wang el Segundo en el sitio principal, después Wang el Tigre y los dos muchachos en seguida. Entonces el sirviente trajo el vino, y mientras bebían Wang el Tigre miró a los muchachos y dijo con su acostumbrado tono áspero:

—Ese rubicundo parece bastante fuerte, pero no estoy seguro de la inteligencia que se oculta tras ese rostro marcado por la viruela. Parece un payaso. Espero que no sea un payaso, hermano mayor, pues no soy aficionado a la risa. ¿Es tuyo? Tiene un ligero parecido con su madre. Y en cuanto al otro, ¿es eso lo mejor que mi hermano mayor puede hacer?

Al oír esto el pálido muchacho inclinó aún más la cabeza; un escalofrío de sudor, que furtivamente se enjugó con la mano, cubría su labio superior. Pero Wang el Tigre continuaba con sus ojos negros y duros clavados en ellos hasta que el muchacho manchado, que siempre era tan listo, no supo dónde mirar y movía los pies y se comía las uñas. Entonces Wang el Segundo dijo como excusa:

—Cierto es que son dos infelices muchachos, hermano mío, y estamos muy apenados por no tener nada mejor con que pagar tu bondad. Pero el hijo mayor de mi hermano mayor debe quedarse en el hogar para continuar nuestro nombre y el otro que sigue es jorobado; y este manchado es el mayor de los míos y la que sigue es mujer; son, pues, por ahora, los dos mejores que tenemos.

Entonces, Wang el Tigre, después de enterarse de quiénes eran, llamó a un soldado para que condujera a los muchachos a la pieza del lado y les llevase allí la comida; y allí debían esperar que él los llamase. El soldado los guió entonces, pero el hijo de Wang el Mayor lanzaba lastimeras miradas a su tío, y Wang el Tigre, que lo vio vacilante, preguntó:

—¿Por qué tardas?

El muchacho se detuvo y dijo tímidamente:

—¿Puedo llevarme mi caja?

Wang el Tigre miró entonces y vio al lado de la puerta la hermosa caja de cuero de chancho y dijo con cierto matiz de desprecio:

—Llévatela, pero no te servirá de mucho, pues tendrás que quitarte esas ropas y ponerte las buenas y fuertes que usan los soldados. Los hombres no pueden pelear con vestidos de seda.

El muchacho enrojeció de vergüenza, salió sin decir una palabra y ambos hermanos quedaron solos.

Por un largo rato Wang el Tigre permaneció sentado en silencio, pues nunca pensó que había que hablar por cortesía; entonces Wang el Segundo preguntó:

—¿En qué piensas tan abstraído? ¿Es acaso en nuestros hijos?

Y Wang el Tigre contestó pausadamente:

—No; pienso cuán alentador debe ser para hombres de mi edad ver a sus hijos crecer en torno de ellos.

—Tú también podrías tenerlos si te hubieras casado temprano —contestó Wang el Segundo, sonriendo imperceptiblemente—. Pero como durante tanto tiempo ignoramos dónde estabas, mi padre no pudo casarte como, seguramente, lo hubiese hecho. Pero mi hermano y yo lo haremos con mucho gusto y pronto está el dinero que necesites para ello.

Pero resueltamente Wang el Tigre alejó de sí tal idea y dijo:

—No, seguramente, te parecerá curioso, pero me repugnan las mujeres. Es extraño, pero nunca he visto a una mujer —y se interrumpió, pues el sirviente llegaba con la comida y los hermanos guardaron silencio.

Después que hubieron comido, y cuando el té estuvo sobre la mesa, Wang el Segundo creyó que era llegado el momento de preguntar qué es lo que Wang el Tigre pensaba hacer con los muchachos y el dinero; pero mientras cavilaba sobre cómo iniciar una conversación ventajosa, Wang el Tigre dijo de pronto:

—Somos hermanos y nos entendemos como hermanos. Cuento contigo.

Wang el Segundo bebió un sorbo de té y contestó suave y prudentemente:

—Puedes contar conmigo puesto que somos hermanos, pero me gustaría saber cuál es tu plan y qué es lo que me corresponde a mí hacer.

Wang el Tigre se inclinó entonces hacia adelante y dijo en un murmullo; y las palabras se atropellaban al salir de sus labios y la respiración era como un viento caliente que soplaba en el oído de Wang el Segundo:

—Cuento con hombres leales, un ciento y más, y todos están hastiados del general. Yo también estoy hastiado y suspiro por vivir en mi propia región y no volver a ver a estos pigmeos sureños. Sí, cuento con hombres leales que a la menor señal partirán conmigo en el profundo silencio de la noche. Marcharemos hacia el lejano Norte, donde se alzan las montañas, para atrincherarnos y hacer una guerra o revolución si el viejo general nos persigue. Pero no podrá moverse; está tan viejo y no piensa sino en sus mujeres, en su comida y en sus vinos; además, entre mis valientes se cuentan sus hombres mejores y más fuertes, no hombres del Sur, sino de las más fieras y bravas tribus.

Pero Wang el Segundo siempre había sido un hombre de paz, un mercader, que aunque sabía que había guerras en alguna parte, no tenía nada que ver con las guerras, salvo en una oportunidad en que, en una revolución, los soldados acuartelaron en casa de su padre; y no sabía ni cómo empiezan ni se financian las guerras, salvo que cuando la guerra está cerca, los precios de los granos suben, y cuando lejana, bajan. Nunca había estado tan cerca de una guerra como ahora, puesto que la guerra estaba en su propia familia. Con la boca abierta y los ojos espantados, susurró quedamente:

—¿Pero qué puedo hacer en esto yo, que soy un hombre de paz?

—¡Esto! —respondió Wang el Tigre, y su voz fue como el rechinar de un hierro sobre otro hierro—. Necesito mucho dinero, todo el mío y el que tú me prestes al menor interés posible, hasta que pueda establecerme definitivamente.

—¿Y qué garantías me das? —dijo Wang el Segundo, sin respiración.

—¡Esto! —repitió Wang el Tigre otra vez—. Me prestarás todo lo que yo necesite y todo lo que dé la tierra hasta que pueda reunir un poderoso ejército y establecerme en alguna de nuestras regiones del Norte, convirtiéndome en señor de todo el territorio. Y cuando sea amo conquistaré nuevas tierras y seré más y más grande con cada nueva guerra que emprenda, hasta…

Se detuvo y pareció mirar hacia un tiempo lejano, hacia una región distante, como sí los viera con claridad ante él, mientras Wang el Segundo esperaba, hasta que no pudo esperar más:

—¿Y entonces? —dijo.

Wang el Tigre se levantó de pronto:

—¡Hasta que no haya nadie tan grande como yo en toda la nación! —dijo, y ahora su susurro pareció más bien un grito.

—¿Qué serás entonces? —preguntó Wang el Segundo, asombrado.

—¡Seré lo que quiero ser! —gritó Wang el Tigre. Y sus espesas cejas levantáronse de pronto encima de sus ojos y golpeó la mesa con la palma de la mano; ambos hermanos se miraron de hito en hito.

Todo esto era lo más extraño que Wang el Segundo había oído. No era hombre de grandes ensueños y su única aspiración era sentarse en la noche con su libro de cuentas y comprobar las ganancias del año y planear un método seguro para aumentarlas el venidero. Ahora, sin embargo, contemplaba a este hermano suyo y lo veía alto y moreno, con los ojos brillantes como los de un tigre, y esas cejas negras y rectas, que parecían estandartes sobre sus ojos. Fuera de sí miraba a Wang el Segundo, y éste tenía miedo y no se atrevía a decir nada para desbaratar sus planes, pues había tal destello de locura en los ojos del hombre y tal poder de convicción, que hasta Wang el Segundo sintió en su encogido corazón el poder de ese hombre, su hermano. Pero siempre prudente, pues no podía olvidar su hábito de prudencia, tosió ásperamente y dijo con su vocecilla:

—Pero ¿qué sacaré yo de todo eso y qué garantías si envío mi dinero?

Y Wang el Tigre contestó con majestad, fijando los ojos en su hermano:

—¿Crees que me olvidaré de quién soy cuando haya alcanzado lo que deseo? ¿Crees que olvidaré que son ustedes mis hermanos y vuestros hijos los hijos de mis hermanos? ¿Cuándo has oído que un guerrero poderoso no levante con él a su casa y a los suyos? ¿Nada significa para ti ser hermano de un rey?

Y miró a su hermano en los ojos; Wang el Segundo, a medias convencido, pues era el cuento más extraño que nunca oyera, dijo con su tono razonable:

—Pues bien, te daré lo que te pertenece y te prestaré lo que pueda economizar, pues, indudablemente, hay muchos que no llegan tan alto como lo pensaron. Tendrás, por lo menos, lo que te pertenece.

Lanzaron destellos los ojos de Wang el Tigre; se sentó y con los labios apretados dijo:

—Eres prudente, hermano.

Su voz era tan áspera y helada que Wang el Segundo, asustado, dijo como para, excusarse:

—Tengo una familia y muchos niños aún pequeños, y la madre de mis hijos es todavía joven y fecunda. Tú no te has casado aún y no sabes lo que es tener estas cargas que para todo dependen del oro; y la comida y la ropa suben de día en día.

Wang el Tigre se encogió de hombros y, alejándose, dijo como con negligencia:

—Ya lo sé, pero escúchame. Cada mes enviaré a mi hombre de confianza, al que reconocerás por el labio leporino. Le entregarás todo el dinero que pueda acarrear. Vende mis tierras lo más pronto y lo mejor que puedas, pues necesitaré unas mil monedas de plata al mes.

—¡Mil! —exclamó Wang el Segundo, con la voz quebrada y los ojos dilatados por la sorpresa—. ¿Y en qué las piensas gastar?

—Tengo cien hombres a quienes debo alimentar y vestir; tengo que proveerme de armas. Tendré que comprar fusiles antes de aumentar mí ejército, si es que no consigo apoderarme antes de ellos —dijo Wang el Tigre, hablando con rapidez. De pronto se interrumpió furibundo—: ¡No tienes por qué preguntarme esto y lo de más allá! —rugió, golpeando la mesa de nuevo—. Yo sé lo que debo hacer y tengo que conseguir la plata necesaria hasta que logre convertirme en amo de un territorio. Entonces, si quiero, pondré impuestos al pueblo. Pero ahora necesito mucho, mucho dinero. Si me ayudas, tendrás una recompensa. Si me engañas, puedo olvidarme de que eres de mí propia sangre.

Al decir esto acercó su rostro al de su hermano, y Wang el Segundo, al ver esos ojos escondidos tras la visera espesa y negra de sus cejas, se echó hacía atrás y, carraspeando, contestó:

—Por supuesto, lo haré así. Soy tu hermano. ¿Cuándo piensas empezar?

—¿Cuándo puedes vender mi parte de tierras? —preguntó Wang el Tigre.

—La cosecha de trigo será dentro de pocos meses —contestó Wang el Segundo pausadamente, meditando mientras hablaba, pues estaba ofuscado con todo lo que había oído.

—Entonces los hombres tendrán dinero —contestó Wang el Tigre—, y puedes vender una parte antes de sembrar el arroz.

Todo esto era verdad, y Wang el Segundo no se atrevió a contradecir a su extraño hermano, pues le tenía miedo; pero comprendió que debía realizar el negocio de alguna manera. Se levantó, pues, y dijo:

—Si tanta prisa tienes, debo regresar inmediatamente y ver qué puedo hacer, pues las cosechas se agotan rápidamente y los hombres se sentirán pobres otra vez y recargados de trabajo con toda la tierra que tienen que plantar, y más tierras les parecerá demasiado.

Quería salir lo antes posible de ese sitio, donde había hombres tan feroces y fusiles y armas de guerra por doquier. Entró solamente a la pieza del lado, donde su hermano había enviado a los muchachos; estaban sentados sobre un banco, delante de una mesa pequeña y sin pintar, sobre la que estaba la comida. Eran los restos de las viandas que Wang el Tigre había presentado a su hermano, juzgándolas suficientes para los muchachos; el hijo de Wang el Segundo engullía gustoso con la escudilla pegada a los labios. Pero el otro muchacho, melindroso y acostumbrado a algo mejor que las sobras de los demás, picoteaba con los palillos un poco de arroz y no probó nada de lo demás. Wang el Segundo sintió entonces un extraño desasosiego en dejar allí a esos muchachos, especialmente al suyo, y pensó si no sería un riesgo demasiado, aventurado el que hacía correr a su hijo. Pero ya había empezado y no podía deshacer lo empezado; se limitó, pues, a decir:

—Regreso, y lo único que os ordeno es obedecer a vuestro tío en todo lo que os mande, pues ahora sois suyos y es un hombre irritable e impulsivo, que no os tolerará nada. Pero si sois obedientes y hacéis lo que os ordene, podréis subir hasta donde nunca lo soñasteis. Vuestro tío tiene su destino escrito.

Dio media vuelta y salió, pues no podía dejar de sentir pena al separarse de su hijo, mucho más de lo que había creído; y para tranquilizarse se dijo para sí:

«No todos los muchachos tienen una oportunidad semejante. Después de todo no será un soldado vulgar, sino un oficial, si la cosa tiene éxito».

Y en bien de su hijo decidió hacer lo que pudiera para que tuviese éxito. Pero el pálido muchacho hijo de Wang el Mayor empezó a llorar cuando vio que su tío se iba; entonces éste apresuró el paso. Pero el ruido de este llanto lo perseguía y corriendo llegó a la puerta donde estaban los leones.