Kaing Guek Eav, conocido como Duch, fue el responsable del centro de tortura y ejecución S21, en Phnom Penh, de 1975 a 1979. Añade que eligió ese nombre de guerra en recuerdo de un libro de su infancia, en el que el pequeño Duch era un niño obediente.

Al menos 12.380 personas fueron torturadas en ese lugar y a los martirizados que habían confesado los ejecutaban en el «campo de la muerte» de Choeung Ek, a quince kilómetros al sudeste de Phnom Penh, igualmente bajo la responsabilidad de Duch. En el S21 nadie escapaba a la tortura. Nadie escapaba a la muerte.

En la cárcel del tribunal penal apadrinado por la ONU, las Salas Especiales de los Tribunales de Camboya, Duch me dice con su voz agradable: «El S21 era el final. Ya no servía de nada rezar, no eran más que cadáveres. ¿Humanos o animales? Ésa es otra historia». Observo su rostro de anciano, sus grandes ojos soñadores, su mano izquierda tullida. Adivino la crueldad y la locura de sus treinta años. Comprendo que haya podido despertar fascinación, pero no tengo miedo. Estoy en paz.

Unos años antes, para preparar mi película S21, la máquina de matar de los jemeres rojos,[1] mantuve largas conversaciones con guardianes, torturadores, verdugos, fotógrafos, enfermeros o chóferes que trabajaron bajo las órdenes de ese hombre. Muy pocos de entre ellos fueron procesados judicialmente. Todos se hallaban en libertad. Sentados en lo que fuera una celda, en el corazón del centro S21 convertido en museo, uno de ellos me soltó: «¿Los prisioneros? Eran como pedazos de madera». Se echó a reír nerviosamente.

En la misma mesa, frente al retrato de Pol Pot, otro me explicó: «Los prisioneros no tenían derecho alguno. Eran mitad hombres, mitad cadáveres. No eran hombres y tampoco cadáveres. Eran como animales sin alma. No teníamos miedo de hacerles daño. No temíamos por nuestro karma». También a Duch le pregunto si sufre pesadillas, por las noches, por haber electrocutado, golpeado con cables eléctricos, clavado agujas bajo las uñas, obligado a comer excrementos, transcrito confesiones que eran mentiras, degollado a mujeres y a hombres con los ojos vendados junto a la fosa rodeados por el rugido del grupo electrógeno. Reflexiona y al cabo me responde, bajando la vista: «No». Más tarde, filmo sus risas.

No me gusta la palabra trauma, que se utiliza sin cesar. Hoy no hay individuo o familia que no tenga su trauma, pequeño o grande. En mi caso, es una pena sin fin; imágenes imborrables, gestas que ahora ya son imposibles, silencios que me persiguen. Pregunté a Duch si soñaba, por las noches, en su celda del tribunal penal. Un hombre que dirigió un lugar como el S21 y, con anterioridad, el M13, otro centro de detención y ejecución en la jungla, ¿no ve en sus pesadillas los rostros martirizados que lo llaman y le preguntan el porqué? Como el de la joven y bella Bophana, de veinte años, torturada atrozmente durante varios meses.

Por mi parte, desde que los jemeres rojos fueron expulsados del poder, en 1979, no he dejado de pensar en mi familia. Veo a mis hermanas, a mi hermano mayor y su guitarra, a mi cuñado y a mis padres. Todos muertos. Sus rostros son talismanes. Aún veo a mis sobrinos y a mi sobrina, hambrientos. ¿Qué edad tendrían? ¿Cinco y siete años? Respiran con dificultad, con la mirada extraviada, jadeando. Recuerdo los últimos días, el cuerpo que ya anuncia el desenlace. Recuerdo la impotencia, los labios infantiles cerrados. Duch parece sorprendido por mi pregunta. Reflexiona y simplemente me dice: «¿Sueños? No. Jamás».

Si hoy cierro los ojos, me acuerdo de todo. Los arrozales secos. La carretera que cruza el pueblo, cerca de Battambang. Hombres de negro contra el horizonte en llamas. Tengo trece años. Estoy solo. Si mantengo los ojos cerrados, veo el camino. Sé dónde se halla la fosa común, detrás del hospital de Mong, no tengo más que extender la mano: la fosa está justo delante de mí. Sin embargo, abro los ojos a tiempo. No veré esa nueva mañana, ni la tierra acabada de arar, ni la tela amarillenta con la que envolvemos los cuerpos. He visto muchos rostros, inmóviles, con muecas. He enterrado a muchos hombres con el vientre hinchado y la boca abierta. Dicen que sus almas errarán por toda la tierra.

Yo también soy un hombre. Estoy lejos. Estoy vivo. Ya no conozco los nombres ni las fechas. El tan temido jefe que cabalgaba por la comarca; la mujer casada a la fuerza; los cuchitriles en los que dormí; los altavoces que vociferaban de buena mañana. Ya no sé nada. Lo que hiere carece de nombre.

Hoy ya no busco la verdad sino la palabra. Quiero que Duch hable y se explique —sobre todo él—; que cuente la verdad; su trayectoria; lo que fue, lo que quiso o creyó ser, puesto que al fin y al cabo vivió, vive, fue un hombre e incluso fue un niño. Que al responder así, el hijo de comerciante incompetente y endeudado, el estudiante brillante, el profesor de matemáticas respetado por sus alumnos, el revolucionario capaz de citar a Balzac y Vigny, el dialéctico, el verdugo principal, el maestro en torturas, se encamine hacia la humanidad.

En 1979 aterricé en Grenoble y fui acogido por mi familia. No expliqué lo que había vivido, o apenas. Escribí un breve texto en jemer acerca de aquellos cuatro años. Esas páginas de antaño se pierden en el tiempo. No volveré a verlas. Hablar es difícil.

Empecé el colegio y descubrí el país con el que tanto había soñado, y la libertad. Hacía frío y los días eran oscuros. No sabía leer, ni escribir, ni hablar francés o muy poco. Estaba en otro sitio. Tenía pocos amigos. ¿Qué decir y a quién? Pronto me dediqué a la pintura. Copiaba. Esbozaba. Dibujaba alambradas de espino y cráneos. Hombres con trajes de rayas. Arcos de metal vigilados por perros. Luego empecé a tocar la guitarra; y descubrí la ebanistería.

Un día, un alumno inmenso me acorraló en un pasillo y me golpeó en la cabeza. Eso hizo reír a sus compañeros. Me golpeó una vez, luego dos, luego tres. Le supliqué que parara, porque en Camboya la cabeza es sagrada, pero él continuó. Estaba yo de espaldas contra la pared y de repente todo cambió. Sentí una fuerza inusitada en las manos, me abalancé sobre él y lo aporreé. Cayó un velo ante mí y un instante después, al abrir los ojos, el tipo estaba en el suelo, acurrucado, con el rostro ensangrentado. Me retenían, agarrándome de los brazos entre varios. Respiraba dificultosamente. Temblaba.

Los meses siguientes, por miedo a las represalias, llevé en la cartera un tubo metálico envuelto en papel de periódico. Afortunadamente, no lo necesité.

Así pervive la violencia. El mal que me infligieron se halla dentro de mí. Ahí está, intenso. Me acecha. Se requieren muchos años, muchos encuentros, muchas lágrimas y muchas lecturas para domeñarlo. No me gusta esa mañana sangrienta y, treinta años después, no me gusta explicarla: no se trata de vergüenza sino de indecisión.

El dibujo y la ebanistería me conducían al silencio. Elegí el cine, que ofrece el mundo y la belleza, y también las palabras: creo que me permite desahogar mi furia.

Desde esa época, recelo de la violencia. Mantengo las armas lejos de mí y evito los huecos de las escaleras, las terrazas, los precipicios, las vistas panorámicas, los acantilados. Es muy fácil caerse y ya he vivido demasiadas cosas. Si estoy en un balcón, no puedo resistirlo y cuento los segundos que necesitaría para llegar al suelo. Pero no me rindo, y voy a entrevistar a Duch con mi cámara, durante cientos de horas. Necesito estar frente a él. Tal vez el cine no sea más que un pretexto para acercarme a él. Quiero que los que cometieron ese mal lo digan. Que hablen.

No había previsto hacer una película sobre ese hombre, pero no me gusta su ausencia en S21, la máquina de matar de los jemeres rojos, que es prácticamente una prueba de cargo contra él: todos lo acusan. Es como si faltara un elemento esencial de la investigación: la palabra de Duch. Recuerdo las imágenes descartadas en el montaje de S21, cuyo rodaje duró tres años. Quería abordar esa historia pero a la vez mantener la distancia, sin sacralización ni banalización. Primero me reuní con los torturadores en sus casas. Hablé con ellos. Traté de convencerlos. Luego los filmé en los mismos escenarios en que cometieron sus actos. A menudo contraté a alguien para reemplazarlos en sus labores en el campo, puesto que el rodaje podía durar varios días. Los alojé y les di de comer. Unas veces estaban solos; otras, junto a otros «camaradas interrogadores». Hablaban entre ellos, discutían. Se evitaban. Quería que se aproximaran a la verdad y la sintieran, que desvelaran las pequeñas mentiras y se enfrentaran a las grandes. Luego se reunieron con el pintor Vann Nath, uno de los pocos supervivientes del centro, sereno y justo.

Filmar sus silencios, sus rostros, sus gestos: ése es mi método. No fabrico el acontecimiento, sino que creo situaciones para que los antiguos jemeres rojos piensen en sus actos. Y para que los supervivientes puedan contar lo que sufrieron.

Planteé las mismas preguntas a los verdugos. Diez veces, veinte si era necesario. Y aparecían detalles, contradicciones y nuevas verdades. Su mirada fluctuaba o se volvía huidiza. Pronto acababan diciendo lo que habían hecho. ¿Alguno de ellos recordaba haber torturado a la una de la madrugada? Estábamos a esa hora en el S21. Luz artificial. Murmullos. Pasó una motocicleta. Alrededor de nosotros, las ranas mugidoras; los crujidos de la noche; una familia de búhos.

En su primera versión, un torturador del grupo «mordaz», al que le mostré la foto de una mujer joven, la reconoció: «Confesó, pero no la toqué». Una hora más tarde, murmuró: «Cogí una rama de guayabo y la azoté un par de veces. Se meó encima. Rodó por el suelo llorando. Luego pidió un bolígrafo. Como escribía muy mal, le cogí el bolígrafo y fui yo quien escribió su confesión». Se la acusaba —ella misma se acusaba— de sabotaje: habría inyectado agua en la perfusión de los enfermos y ensuciado el quirófano. ¿Era eso creíble? Vi a ese hombre bajar la vista, hablando con voz queda. No lo creí más que parcialmente. Fue muy violento con esa mujer. Al cabo de tres días, tenía la ropa desgarrada y el rostro fatigado. Pasó un mes en el S21.

Ese mismo hombre explicó que torturaba durante noches enteras; que a veces se quedaba dormido junto a su prisionero. ¿Se imaginan los grilletes sucios al pie de las sillas de madera? ¿El somier metálico en el que sufrió convulsiones el hombre que luego dormía? ¿Las tenazas, las barras de hierro, las agujas, las mordazas? ¿El olor a sangre? Cada veinte minutos, Duch o su adjunto Mám Nay telefoneaban al torturador para preguntarle si había progresado, le daban indicaciones y la tortura proseguía.

El mismo torturador explicó que en varias semanas obtuvo casi treinta «confesiones» sucesivas de un prisionero. Cada confesión, de una veintena de páginas, tenía que estar disponible en tres copias. La más importante se dactilografiaba. Una locura administrativa. Duch la leía minuciosamente y devolvía al torturador el texto anotado y subrayado, con peticiones de aclaraciones y nuevas preguntas. Las sesiones volvían a comenzar.

En mi despacho de Phnom Penh, los armarios metálicos forman un muro. Contienen cartas, cuadernos, grabaciones de sonido, archivos, estadísticas demoledoras y mapas. Al lado, un local climatizado contiene los discos duros: las fotos, las grabaciones radiofónicas, los films de propaganda de los jemeres rojos y las declaraciones ante el tribunal penal. Todo el drama camboyano está ahí. Los jemeres rojos entraron en la capital el 17 de abril de 1975. Cuando fueron derrocados por las tropas vietnamitas, en enero de 1979, se contabilizó la cifra de 1,7 millones de muertos, lo que suponía casi un tercio de la población del país.

Al igual que en otras ocasiones, las aspas de un gigantesco ventilador arremolinan el aire asfixiante. La ciudad viene a mí, con sus gritos, bocinas, risas de chiquillos y actividad. Abro una gruesa carpeta y observo los rostros desaparecidos. A algunos les tengo mucho afecto. Conozco su historia y he leído sus confesiones. Otros aparecen y desaparecen en mis sueños y aún no conozco sus nombres. ¿Qué piden los muertos? ¿Que se piense en ellos? ¿Que se los libere juzgando a los culpables? ¿O quieren que se comprenda lo que sucedió?

En mis manos, una fotografía un poco rayada, desenfocada. Duch entra en una sala de banquetes y parece sonreír a la decena de personas sentadas a la mesa, que no lo miran. Viste, como siempre en esa época, pantalón negro. Eligió, sin embargo, una camisa gris oscuro, me precisa. Qué misterio: ¿cómo ese hombre tranquilo llegó a convertirse en uno de los grandes verdugos del siglo XX? Parece que irrumpiera subrepticiamente. Sin aspavientos. Lo imagino en 1943: tenía un año. Sus padres se marchan al campo. Su madre, jemer. Su padre, chino. Creció en la provincia de Kompong Thom, junto a sus hermanas. Era un alumno brillante y pronto se dieron cuenta de ello, y prosiguió su escolarización en Siem Reap y luego en la capital, en el prestigioso liceo Sisowath. El año del bachillerato, obtuvo la segunda mejor nota media del país. Eligió la enseñanza de las matemáticas y así conoció a Son Sen, que más tarde sería su jefe y miembro del Comité Central. Dedicó toda su vida a la revolución y a la ideología.

Considerado el instigador de una revuelta en la provincia natal de Pol Pot (por aquel entonces era director adjunto de una escuela), Duch fue encarcelado tres años. Liberado en 1970, se echó al monte. Un año después, se hallaba al frente de los «servicios de seguridad» de la Zona Especial, en la jungla. Hasta 1975 dirigió el centro M13, donde sin duda fueron torturados y ejecutados miles de camboyanos. Allí fue donde pulió su organización y desarrolló su método: «En 1973, en el M13, recluté a niños. Los escogí según la clase social: campesinos de clase media o pobres. Los puse a trabajar y luego los llevé al S21. Esos chiquillos se forjaron con el movimiento y el trabajo. Los obligué a vigilar e interrogar. Los más jóvenes se ocupaban de los conejos. Vigilar e interrogar pasaba por delante de la alfabetización. Su nivel cultural era bajo, pero me eran fieles y confiaba en ellos».

Duch primero circulaba en bicicleta y luego en una moto Honda. Unos campesinos de Amleang explican: «Cuando oíamos la cadena de su bici, nos escondíamos».

En primer plano, una mujer parece darle el pecho a un bebé. Sólo puedo ver su espalda erguida, la nuca, su cabello corto. Duch fue preciso: se trata del banquete nupcial del camarada Nourn Huy, llamado Huy Sré, responsable del S24, un anexo del S21.

Más adelante, el camarada sería ejecutado, al igual que su mujer, por orden de Duch. Dejo la foto sobre la mesa. Incluso con todo lujo de detalles, una biografía siempre es un enigma.

Durante el rodaje de S21, la máquina de matar de los jemeres rojos, a finales de los años noventa, sentíamos que los jemeres rojos estaban muy cerca, al acecho. ¿Quién podía pensar ni por asomo que ya no se hallaban en el país? Un día, cuando filmaba a un superviviente del centro Kraing Ta Chan, aparecieron varios hombres con hachas y machetes. Muy encolerizados. ¿Qué hacer? Resistir. No solté mi cámara y grité: «Sé quiénes sois y dónde habéis trabajado. Os conozco a todos. Tú eras torturador en este centro. No lo niegues. Tú eras guardián. Tú eras mensajero. ¿Creéis que he venido aquí así, sin prepararme? ¿Creéis que no os conozco?». Estaban perplejos. Mi equipo y Vann Nath se mantenían a mi lado. Dejaron sus machetes y hablamos. Al final de esa dura jornada, pude filmar al verdugo, solo.

Bophana y luego S21 se exhibieron en Camboya. El país, al igual que yo, pudo bucear en la memoria. Me pareció que ambas películas ponían punto final a un episodio de mi vida.

El proceso de Duch comenzó: me parecía lejano. Creía estar en paz. Había prevenido a los jueces camboyanos e internacionales del tribunal: las imágenes contarán la historia, mostrarán al mundo lo que hicieron los culpables, mostrarán la arrogancia, la severidad, las mentiras, el método, las argucias… ¡Recuerden Núremberg! Recuerden al dirigente nazi que se pone en pie y responde mecánicamente «Nein» antes de volver a sentarse: una secuencia así supera cualquier análisis. Existe una pedagogía y una universalidad de la imagen.

Comenzaron las primeras audiencias de Duch y la lectura de las transcripciones de las mismas me atormentó. Supe que no podía mantenerme distanciado.

No trataba de comprender a Duch, ni de juzgarlo: quería darle la oportunidad de explicar, detalladamente, el proceso de muerte por él organizado.

Por ello solicité a los jueces la autorización para entrevistarlo. Me reuní con él en el locutorio y le expuse las dos premisas de mi proyecto: él no estaría solo en el film, se utilizarían otros testimonios, posiblemente contradictorios, y los temas se abordarían con absoluta franqueza. Se lo resumí: «Seré franco y directo con usted. Sea franco y directo conmigo». Me respondió con sentenciosa serenidad: «Señor Rithy, ambos trabajamos por la verdad».

El primer día de rodaje, Duch abandonó su celda en un vehículo blindado, escoltado por una quincena de guardianes. Se reunió conmigo en una sala del tribunal. Yo: ¿Cómo desea que lo llame? ¿Kaing Guek Eav? Duch: No. Llámeme Duch. Yo: ¿Duch? ¿Su nombre en el S21? ¿No quiere volver a lo que era usted antes? Duch: No. ¿Por qué iba a esconderme? Soy Duch. Todo el mundo me conoce por ese nombre y me llama así. Llámeme Duch. Y en ese momento me tambaleé.

Había visto mis documentales y por lo tanto lo sabía todo acerca de mi trabajo. S21 no le gustaba porque se le acusa a él de manera muy precisa. Al hablarme de Bophana, que cuenta el destino de la joven torturada porque escribía a su novio en una lengua romántica y codificada, Duch hizo el siguiente comentario: «Si se cruza con el tío de Bophana, pídale perdón en mi nombre. Lo siento por ese hombre, le hice daño. Soy el responsable. Y si ve a la madre de su marido, dígale que Duch reconoce el daño que causó». Luego: «No reconozco todo lo que se dice en su film, pero asumo toda la responsabilidad como director del S21». Duch pretende que la redención se compra con palabras. Niega la verdad histórica y a continuación afirma que asume toda la responsabilidad. En otras palabras, viene a decirme que niega lo que afirmo, pero cargará con el peso de mi verdad.

Le respondí: «Señor Duch, no asuma tanto. No es lo que le pido. Cada uno tiene su responsabilidad, puesto que los torturadores reconocen la suya. Y cuentan cosas. Lo que deseo es comprender lo que sucedió en el S21 durante esos años. Quiero que nos lo explique todo: su papel, el lenguaje utilizado, la organización del centro, el sistema de las confesiones, la ejecución».

Tras más de diez horas de entrevista, Duch me confió, exaltado: «Esta mañana, mientras rezaba, he tenido una revelación. Se ha adueñado de mí. Lo he entendido: tengo que hablar con usted». Le respondí: «Es todo cuanto le pido». Y continuamos.

Más adelante, me preguntó, riéndose: «¿A cuánto la hora?». No lo entendí. O más bien fingí que no lo comprendía puesto que sabía que otro antes que yo había pagado una suma importante en dólares. Visitar al verdugo; al monstruo; al hombre: qué excitación… Repitió con claridad: «Señor Rithy, ¿a cuánto paga la hora?». Le respondí: «No puedo pagarle, y además no quiero. Hago mi trabajo de cineasta. Ya conoce mis condiciones. Yo le filmo y soy el único responsable del montaje. Lo toma o lo deja». No insistió: «Bromeaba. ¿Sabe que los periodistas le pagan a uno de los fotógrafos del S21 hasta doscientos dólares por una entrevista? ¡Y menudas tonterías dice!». Duch rió a carcajadas.

Durante meses lo entrevisté sin miedo y sin odio. Al principio, se lanzaba a largas peroratas sobre la obra de Marx, el materialismo histórico y el materialismo dialéctico. Luego habló sobre su trayectoria, sobre su método, sobre la doctrina jemer roja. Se zafó. Se contradijo. En las fotografías primero parecía no reconocer a sus víctimas ni a sus camaradas torturadores. Ni siquiera a Tuy, célebre por su crueldad, al que formó en el M13 e hizo que lo acompañara al S21, Tuy el especialista en «casos difíciles». Poco a poco, Duch recuperó la palabra, pero sólo le quedaban mentiras.

El día en que le llevé el dossier de Bophana —el dossier de interrogatorio más grueso del S21— se vio en apuros. Su caligrafía aparecía por doquier. Treinta años después, aún se percibía la lucha, el odio, la perversidad y una excitación que se asemejaba al deseo. Al reclamarle precisiones y detalles, me interrumpió con su voz agradable: «Señor Rithy, le estoy muy agradecido por haberme traído un dossier tan completo. Muchas gracias». Acto seguido, se puso en pie.

Sólo una vez tuvimos una discusión muy violenta. Sentía a los centinelas del tribunal justo detrás de mí, dispuestos a contenerme. Duch apilaba sus carpetas sobre la mesa metódicamente para que no sobresaliera ni una hoja de ellas y repetía: «Es cierto, es cierto», como si estuviera ausente y con los ojos muy abiertos. De repente se detuvo y me miró fijamente: «Señor Rithy, usted y yo tenemos un problema: no nos entendemos». La discusión prosiguió. Le espeté: «¿De qué sirve que venga a verle si me miente?». Duch sonrió: «Es cierto, es cierto…». Algo más tarde, al ponerse en pie, me dijo riendo: «Señor Rithy, no discutamos más. Hasta mañana».

Tras cientos de horas de rodaje, vi la verdad con toda claridad: me había convertido en el instrumento de aquel hombre. En cierta medida, en su consejero. Su entrenador. Lo escribí: no busco la verdad, sino el conocimiento. Que se haga la palabra. La de Duch era una cantinela: un juego con la falsedad. Un juego cruel. Una epopeya borrosa. Con mis preguntas, había participado en su preparación para el proceso. Luego, ¿yo había sobrevivido al régimen jemer rojo, indagaba el enigma humano en la persona humana de Duch, y él me utilizaba? Esa idea me pareció insoportable.

El mundo zozobraba. Estuve a punto de asfixiarme en el avión. Me caí por la calle en varias ocasiones. En París, huía del metro y de los autobuses. Miraba a la multitud tembloroso: ¿adónde va toda esa gente? ¿Y de dónde viene? Me sobresaltaba ante el menor ruido. Me agarraba al metal, a las baldosas, a la madera, a mis allegados, a mis libros, al papel, me agarraba a la noche.

Luego una niebla de sonidos me invadió el cerebro, de la mañana a la noche. Oía crujidos, frecuencias de radio, impactos metálicos, ecos extraños. Recuerdo haber pasado noches enteras errando por el gran bulevar frente al palacio del Rey. Entre el tráfico de Phnom Penh, me sentía sintonizado. La sangre me latía en las sienes. No quería oír nada más. Le decía a mi asistente: «Si esta noche no regreso, ve a buscarme frente al palacio. No me dejes a orillas del río. Por favor. Ven».

Me sentaba en la acera, con la cabeza entre las manos. Sin sollozos ni pensamientos. Hacia las cuatro de la madrugada, atravesaba en moto la capital de las pesadillas, con un nudo en la garganta y la frente al viento tibio. Pequeños edificios de hormigón. Una pagoda iluminada. Tenderetes en la penumbra. Ya hacía veinte años que los jemeres rojos abandonaron esas anchas avenidas, pero sentía la mano de Duch que buscaba mi hombro y mi nuca, tanteando. Resistí. Me volví con un escalofrío.

De camino, vi a un niño que dormía en una carretilla de verduras. El cielo era pálido. Estábamos salvados.

Duch recuerda con gran precisión los nombres, lugares, fechas, rostros y hechos biográficos. Tiene una memoria excelente. No se le escapa nada. Le gustan el método y la doctrina. No dejó de perfeccionar la máquina de matar y hasta su propio lenguaje.

Durante el rodaje, Duch me mira de arriba abajo. Yo también lo miro de arriba abajo. Descubro poca humanidad en lo que es. De niño lo salvó un bonzo y conoce muy bien el budismo aunque no lo guía la fatalidad. Controla su vida hasta en los menores aspectos, hasta su tardía conversión al cristianismo, y hoy es evangélico. De una ideología a otra. Medida muy humana: en mí no hallo más que sensaciones. Todo se manifiesta en olores, imágenes y sonidos. Estoy vivo, pero tengo miedo de dejar de estarlo. De no poder respirar. La masacre me ha arrastrado en parte.

Creo que el insomnio comenzó en 1997 cuando mi película La gente del arrozal fue seleccionada en Cannes. A partir de entonces no hizo más que empeorar. Gané algo de dinero y se me metió en la cabeza un pensamiento cruel: «Mis padres no podrán disfrutarlo». Y de repente recordé toda mi infancia. Temblaba. Me ahogaba. Tenía que darlo, darlo a cualquier precio. Que ese dinero no estuviera en mis manos. Que se escapara y me llevara con él.

De noche, deambulaba por los bulevares, entre las prostitutas, los maleantes, los turistas y los parisinos a la deriva. Jugaba en todas las timbas de Clichy, République y Bastille: al póquer, al bacarrá y también al chemin de fer. Gané fortunas.

Recuerdo haber cruzado París con una fortuna en el bolsillo. Vivía para ese cuarto de hora milagroso y para esa mentira: era rico, tenía el mundo en mis manos. Luego era pobre de nuevo, alabado sea Dios. Un jugador siempre pierde. Reía y bebía mucho con árabes, judíos, armenios y chinos. Estábamos colgados. Todos sabíamos que íbamos a perder. Para eso estábamos allí, por otra parte. Lo importante era dilapidarlo todo, que no quedara nada: ni fichas, ni billetes, ni dado de siete caras, ni ruleta feliz, ni timba, ni jugadores. Nada ni nadie.

Esa vida me asqueaba y la angustia se adueñaba de mí. Pensaba en Mitterrand asfixiándose en su ataúd. Soñaba que me habían encerrado en un horno y golpeaba las paredes, gritando en vano. Tras algunas semanas, dejé la noche. Volví sensatamente a mis guiones y mis películas, pero no recuperé el sueño.

Yo: ¿Los dirigentes sabían que las confesiones eran falsas?

Duch: ¡Lo sabía! Yo lo sabía. ¡Y eso me inquietaba! Desde el M13, quería compararlas con la verdad, pero ¿cómo hacerlo?

Yo: ¿Así que todo el mundo sabía que las confesiones eran falsas?

Duch: ¡Sí, pero nadie se atrevía a decirlo! Señor Rithy, me gusta el trabajo de la policía, ¡pero para buscar la verdad! No me gusta hacerlo a la manera de los jemeres rojos.

Así aguanté. Por ello el fin de Primo Levi me apena y me exaspera. Sí, la palabra puede sorprender, pero es sincera. La idea de que ese hombre sobreviviera a la deportación, que escribiera por lo menos un gran libro, Si esto es un hombre, sin olvidar La tregua y El sistema periódico, y se arrojara por el hueco de la escalera cincuenta años después… Es como si los verdugos hubieran vencido, a pesar del amor y a pesar de los libros. Sus manos lograron atravesar el tiempo para culminar la destrucción, que no cesa. El fin de Primo Levi me espanta.

A menudo evocábamos los libros de Marx, que Duch conocía y admiraba.

Yo: Señor Duch, ¿quién simpatiza más con el marxismo?

Duch: Los iletrados.

Quienes no leen son los que «más» simpatizan con el marxismo. Es el pueblo en armas. Añado: obedecen.

Los que leen pueden acceder a las palabras, a la historia y a la historia de las palabras. Saben que el lenguaje forma, halaga, disimula y mantiene firme. Quien lee, lee en el propio lenguaje: percibe la falsedad; la crueldad; la traición. Sabe que un eslogan es un eslogan. Y ya ha visto otros.

En 1975, tenía trece años y era feliz. Mi padre había sido jefe de gabinete de varios ministros de Educación sucesivos. Se había jubilado y era senador. Mi madre cuidaba de sus nueve hijos. Mis padres, ambos nacidos en el seno de familias campesinas, creían en el saber. Más aún: lo valoraban. Vivíamos en una casa, en un suburbio no lejos de Phnom Penh: desahogadamente, con libros, periódicos, una radio un día, una televisión en blanco y negro. Entonces lo ignoraba pero estábamos destinados a convertirnos, en cuanto los jemeres rojos entraran en la capital, el 17 de abril de ese año, en «nuevo pueblo», lo que significaba: burgueses, intelectuales, propietarios. Y, en consecuencia, opresores a los que había que reeducar en el campo o exterminar.

De la noche a la mañana, me convertí en un «nuevo pueblo» o, expresión aún más terrible, un «17 de abril». Éramos millones los que nos hallábamos en esa situación. Esa fecha se convirtió en mi matrícula, mi fecha de nacimiento en la revolución proletaria. Mi historia de niño quedó abolida. Prohibida. A partir de ese día, yo, Rithy Panh, de trece años, no tenía historia, ni familia, ni emociones, ni pensamiento, ni inconsciente. ¿Había un nombre? ¿Había un individuo? Ya no había nada.

Qué idea tan genial darle a la clase odiada un nombre cargado de esperanza: nuevo pueblo. Esa masa sería transformada por la revolución, transmutada o borrada para siempre. En cuanto al «antiguo pueblo» o «pueblo de base», ya no era arcaico y doliente, se convertía en el modelo a seguir: hombres y mujeres encorvados hacia la tierra de los antepasados, inclinados sobre las máquinas-herramientas, revolucionarios anclados en la práctica. El antiguo pueblo es el heredero del gran reino jemer. No tiene edad. Construyó Angkor. Arrastró las figuras de piedra a la selva y al agua. Las mujeres se doblegan en los arrozales. Los hombres construyen diques. Se realizan con esos gestos. Se encargan de reeducarnos y tienen poder absoluto sobre nosotros.

En la bandera de la Kampuchea Democrática (el nuevo nombre del país) no figuraba la hoz y el martillo sino el gran templo de Angkor. «Durante cerca de dos mil años, nuestro pueblo ha vivido en la más absoluta indigencia y en un completo desánimo. […] Si nuestro pueblo fue capaz de construir Angkor Vat, es capaz de hacer cualquier cosa» (Pol Pot, en un discurso emitido por la radio).

¿Cuántos murieron en las obras del siglo XII? Nadie lo sabe. Sin embargo, la fuerza y la elevación espiritual de aquella época nada tenían que ver con lo que instauraron los jemeres rojos.

Unos días antes del 17 de abril de 1975, un amigo de mi padre lo previno: «Se acercan los jemeres rojos. Tendrías que marcharte con tus hijos. Aún estás a tiempo. Ya hallaremos alguna solución para vosotros, un avión a Tailandia, por ejemplo. Huid». Mi padre se negó, impasible. No tenía miedo. Era un hombre de la educación. Un servidor del Estado que siempre había trabajado a favor del bien general. Una vez al mes, en su tiempo libre, se reunía con amigos —profesores, inspectores académicos— y corregía los libros traducidos al jemer. No quería abandonar su país. Y no creía que corriera un gran riesgo, aunque hubiera trabajado para todos los gobiernos.

A la luz de la experiencia china, nos dijo que sin duda lo enviarían a un campo de reeducación, durante los primeros tiempos, eso casi hasta le parecía dentro del orden de las cosas. Luego todo se suavizaría. Creía en su utilidad para el país y en la justicia social. En cuanto a mi madre y a nosotros, los niños, no contábamos para los jemeres rojos. Ése era el análisis de un hombre instruido e informado, un hombre nacido en el seno del campesinado, por ende. Retrospectivamente, es fácil ver su candidez. Su mirada era en primer lugar la de un humanista que contemplaba la revolución en el seno de la humanidad: un progresista.

Mi padre, sin embargo, sabía que había habido exacciones. A finales del año 1971, un profesor le explicó que dar clase en las zonas de la guerrilla era casi imposible. Que los jemeres rojos chantajeaban, torturaban y asesinaban. Que no hacían gala de piedad alguna. Ante todo, en su organización nada parecía igualitario y libre.

La revolución popular era cruel, pero por su parte el régimen de Lon Nol no pintaba mucho mejor, con su cortejo de desapariciones y ejecuciones arbitrarias. Los campesinos ya no soportaban más la miseria y la servidumbre, los bombardeos estadounidenses en el interior del país. En las ciudades, igualmente, se detestaba al poder, pues la corrupción había alcanzado ya niveles insoportables, en un clima de penuria. En ese caldo de cultivo prosperaron los jemeres rojos, con su disciplina, su ideología y su dialéctica.

Mi padre conoció a Ieng Sary a su regreso de Francia a finales de los años cincuenta. Luego éste se convirtió en un importante responsable jemer rojo y desapareció en la jungla. Mi padre ayudó en esas circunstancias a su esposa. Sus hijos iban al mismo liceo que nosotros. No alcanzaba a imaginar al antiguo alumno del liceo Condorcet, al estudiante marxista, al profesor de historia y geografía participando en una empresa inhumana o criminal. Estimaba que el nuevo régimen se volcaría en la educación de las masas. En el fondo, creía en su programa.

El protectorado francés llegó a su fin en 1953, pero la verdadera independencia no se obtuvo con tanta facilidad. Bajo el régimen de Lon Nol, la propaganda era omnipresente y reinaba un clima de fuerza. Como a todos los chavales de mi edad, me fascinaban las escopetas y los uniformes. En cuanto un camión militar se acercaba a casa, salía a montar guardia con una carabina de madera. Dibujaba tanques en mis cuadernos.

Pensándolo bien, los chavales del campo debían de compartir la misma fascinación, pero pronto, a los once o doce años, los jemeres rojos se los llevaban con ellos. Les daban un uniforme, camisa y pantalones negros, un fular tradicional (un krama), unas sandalias de neumático, un fusil y, sobre todo, un ideal y una disciplina de hierro. ¿Qué habría pensado yo si me hubieran proporcionado un arma y me hubieran prometido la revolución del pueblo que conduce a la igualdad, la fraternidad y la justicia? Habría sido tan feliz como se es cuando se cree.

Los combates se aproximaban a Phnom Penh. Notábamos cómo temblaba el suelo a causa de los bombardeos estadounidenses: la famosa estrategia de la «alfombra de bombas» utilizada ya en Vietnam. Mis primos del campo me habían prevenido: cuando se acercaran los B-52, no había que echarse al suelo. A cientos de metros, la vibración hace que sangren la nariz y los oídos. También me habían enseñado a reconocer el silbido de los cohetes. Ellos ya no soportaban el hambre y la sed, el miedo. Recolectaban de noche, debido a los ataques aéreos. Murieron todos junto a los jemeres rojos. Es sencillo: cuanto más bombardeaban los B-52 estadounidenses, más campesinos se sumaban a la revolución y más terreno conquistaban los jemeres rojos.

Los refugiados se amontonaban en la capital. Parecían alelados. El racionamiento se generalizó. Escaseaba el agua, el arroz, la electricidad y la gasolina. En la planta baja de la casa, alojábamos a mi tía y sus dos hijos. Oíamos el silbido de los cohetes que caían en nuestro barrio, y luego la lúgubre carrera de las ambulancias. Mi escuela se hallaba frente a una pagoda y asistíamos cada vez más a menudo a la incineración de los oficiales muertos en combate. La angustia se apoderó de la ciudad, difusa, impalpable. Aguardábamos, pero ¿qué? ¿La libertad? ¿La revolución? Yo ya no era capaz de reconocer nada: los rostros se habían vuelto opacos. Y guardé mi carabina de madera. Se había acabado la fiesta y no tenía ideales.

El 17 de abril, como todos los habitantes de la capital, nos dirigimos hacia el centro. Recuerdo que mi hermana conducía sin tener el permiso. ¡Ya llegan! ¡Ya llegan! Queríamos estar allí, ver, comprender y participar. Ya circulaba el rumor de que seríamos evacuados. La gente corría tras las columnas armadas, vestidas de negro. Había hombres de todas las edades, con el pantalón arremangado hasta las rodillas, como todos los campesinos.

Los libros afirman que Phnom Penh celebró alegremente la llegada de los revolucionarios. Recuerdo más un estado febril, la inquietud y la angustia ante lo desconocido. Y no guardo recuerdo de escenas de confraternización. Lo que nos sorprendió fue que los revolucionarios no sonreían. Nos mantenían a distancia, con frialdad. Pronto vi sus miradas, sus mandíbulas apretadas, los dedos en los gatillos. Ese primer encuentro me asustó sobremanera por la total ausencia de alma.

Hará unos años, conocí y filmé a un soldado de élite jemer rojo que me confirmó haber recibido una orden muy clara, la víspera del gran día: «No toquéis a nadie. Nunca. Y si no queda más remedio, no lo toquéis nunca con la mano sino con el cañón del fusil».

Anotación en tinta roja en el registro del S21 junto a los nombres de niños de muy corta edad: «Pulverízalos». Firmado: «Duch». Duch reconoció su caligrafía. Sí, eso lo había escrito él, pero precisó: lo escribió a petición de su adjunto, el camarada Hor, jefe de la unidad de seguridad, para «darle un zarandeo» al camarada Peng, que parecía dudar…

En una página de ese registro puede haber veinticinco o treinta nombres. Para cada nombre, una mención manuscrita de Duch: «destruir», «conservar», «puede destruirse», «fotografía necesaria», como si conociera cada caso al detalle. La minuciosidad de la tortura. La minuciosidad del trabajo de tortura.

Nos fuimos a casa de los amigos que nos alojaban provisionalmente, en el centro de la capital. En una encrucijada repleta de vehículos, soldados y gentío, un jefe jemer rojo en jeep, con pistola al cinto, rodeado por sus guardaespaldas, reconoció a mi padre y juntó las manos para saludarlo. Se inclinó lentamente. ¿Quién era? ¿Un antiguo alumno? ¿Un profesor? ¿Un campesino del pueblo natal de mi padre? Unos metros más lejos, mi padre le dijo a mi hermana: «Probemos a la derecha». Sin embargo, recibió un violento culatazo en la sien. «¡No! ¡A la izquierda!», gritó un joven jemer rojo. Obedecimos.

Al ver la precariedad sanitaria de los refugiados, las mujeres embarazadas por las carreteras, los enfermos graves abandonados, el marido de mi hermana mayor, que era cirujano, nos dejó. Regresó al hospital de la Amistad jemer-soviética. Durante días enteros operó y atendió a los pacientes, y luego fue evacuado con todos los enfermos. El caos era indescriptible. No había ningún medio de comunicación o, más bien, estaba prohibida cualquier comunicación. Mi cuñado nos buscó infructuosamente y prosiguió, solo, el camino hacia su provincia natal. Quince años después averigüé que fue detenido en Taing Kauk. Alguien lo reconoció y lo denunció por ser médico. En aquel entonces se denunciaba a cambio de un bol de arroz. Por venganza. Por celos. Para complacer al nuevo poder. ¿Un médico? Fue ejecutado allí mismo.

Un año más tarde, su esposa, mi hermana mayor, desapareció. Ambos trabajaban para Camboya: ¿qué hay más bello que la arqueología y la medicina? ¿El cuerpo pasado y el cuerpo vivo? Mi padre contempló la posibilidad de enviarlos a Francia, gracias a una beca, como ya había logrado hacer con cuatro de sus hijos. Para que se especializaran. Para que avanzaran aún más. Y luego volvieran para servir a su país. Pero renunció a ello.

Cuando voy al Museo Nacional de Arqueología, un edificio rojo de esbelta cubierta, construido por los franceses, pienso en mi hermana que fue, muy joven, directora adjunta del mismo. A los ocho o nueve años iba a menudo a buscarla a su despacho. Trepaba al murete de ladrillos y, con un bastón, cogía los frutos maduros de los tamarindos. Eran deliciosos. Hoy ya no me atrevo a hacerlo. ¿Será la edad? ¿El recuerdo? El palacio real no queda lejos, con sus altos muros y sus tradiciones. El antiguo mundo no volverá, y a ti, querida hermana, jamás he vuelto a encontrarte. Aún veo tu falda de colores, cuando aparecías en la gran puerta de madera tallada con tu maletín cargado de documentos. Recuerdo nuestros paseos, tus palabras, mis caprichos. Veo tu sonrisa. Me llevas de mi mano de niño.

Pronto, el 17 de abril por la mañana, un soldado se presentó en nuestra puerta: «¡Cojan sus cosas! ¡Desalojen la casa! ¡Inmediatamente!». Nos apresuramos. Sin saber por qué, ni cómo, obedecimos en el acto. ¿Era ya el miedo? No lo creo. Sería más un sentimiento de estupefacción. Uno de nuestros vecinos, un factótum que se había convertido en comandante de los jemeres rojos, intentó tranquilizarnos.

La ciudad entera estaba en la calle. Los hombres de negro nos dijeron que estaríamos de vuelta al cabo de dos o tres días. La caza de los traidores y de los enemigos había comenzado. Se trataba de una depuración odiosa pero clásica en semejantes circunstancias. Los jemeres rojos buscaban a oficiales y altos funcionarios, a partidarios de Lon Nol. Luego circuló el rumor de que los estadounidenses se disponían a bombardear la capital. Esa posibilidad fue evocada en numerosas ocasiones por los dirigentes jemeres rojos y luego por algunos intelectuales occidentales. Los estadounidenses no hicieron nada: ¿quién podía pensar seriamente en que iban a bombardear una ciudad de dos millones de habitantes, unos días después de haber retirado a sus hombres y sus apoyos? Aún recuerdo los helicópteros que evacuaban su embajada. Sería necesario mucho odio o ceguera, o razones inconfesables, para creer en esa fábula.

Cada uno de nosotros se llevó una bolsa que mi madre había preparado con su innato sentido práctico y nos marchamos en coche. No avanzábamos. Pronto nos perdimos entre la marea humana. Había mujeres y niños que empujaban carretillas, hombres con grandes cargas a cuestas, personas despavoridas y por doquier la mirada fría, el uniforme negro y los cartuchos en bandolera de los combatientes quinceañeros.

Hoy, los historiadores creen que los revolucionarios trasladaron al campo a cerca del 40 % de la población total del país. En pocos días. No había ningún plan de conjunto, ni organización. No había nada previsto para guiar, alimentar, curar o cobijar a esos millones de personas. Poco a poco, vimos por las carreteras a enfermos, ancianos, inválidos y camillas. Nos dimos cuenta de que la evacuación tomaba un mal cariz. El miedo era palpable.

Interrogo a Duch incansablemente. Él, que siempre mira a la cara a los fiscales, los jueces y los abogados del tribunal —puesto que sabe cuándo lo filman, porque tiene un monitor de control bajo sus ojos—, nunca mira a mi cámara. O muy pocas veces. ¿Teme que pueda ver dentro de él?

Duch habla al cielo, que es un techo blanco. Me expone su situación. Suelta frases. Las retomo. Le doy informaciones precisas. Titubea. Cuando se halla en apuros, Duch se frota el rostro con su mano tullida. Respira ruidosamente. Se frota la frente, los párpados y luego observa el fluorescente.

Un día, durante un diálogo que deriva en combate, veo que se le amoratan las mejillas. Escruto esa irritación, su carne erizada. Y luego vuelve la calma, la calma del combatiente, la calma del revolucionario que ha tenido que enfrentarse a tantos comités crueles y a sesiones de autocrítica. Dejo de filmar y le digo: «Piénselo, tómese su tiempo».

Sonríe y me habla con amabilidad: «Señor Rithy, mañana no discutiremos, ¿verdad?». Lo veo claro: le gustaría que nos comprendiéramos, que riéramos juntos. Y necesita hablarme, continuar la discusión, convencerme. No, no es un monstruo; y aún menos un diablo. Es un hombre que busca y se adueña de la debilidad del otro. Un hombre que persigue su humanidad. Un hombre inquietante. No recuerdo que nunca se despidiera de mí sin una risa o una sonrisa.

Recorrimos varios kilómetros y nos detuvimos. ¿Era necesario continuar? ¿Hasta dónde? Un soldado se nos acercó y nos hizo señal de que circuláramos, sin decir palabra. Mi padre suspiraba, con las manos crispadas. El episodio se repitió dos veces. Los jemeres rojos hablaban una lengua un poco extraña, con palabras que ignoraba. Utilizaron el verbo snœur para confiscar nuestro coche, que dejaron en la cuneta. En teoría, snœur significa «pedir amablemente». La palabra era suave, casi dulce, pero la mirada era violenta. Treinta años después, Duch evoca a Stalin, «un puño de hierro con guante de terciopelo», y resume así la actitud de los jemeres rojos: «educada pero firme».

Instintivamente, ese lenguaje nos inquietó. Si las palabras pierden su sentido, ¿qué queda de nosotros? Por primera vez oí el término «Angkar» (la Organización), que no ha cesado de resonar en mi vida. Caminamos y luego el sol se puso en los arrozales.

Empezábamos a adivinar, por el tono, por las miradas de los jemeres rojos, que tardaríamos en volver a ver Phnom Penh. Y no tengo la sensación de haberme tropezado con la fuerza, la alegre excitación y la libertad de los primeros sans-culottes.

En el M13, Duch asistía a menudo a los interrogatorios. Reflexionaba. Observaba atentamente. «Hasta formular una teoría», me dice. No comprendo esa fórmula. «¿Formular una teoría? Pero ¿qué teoría? Explíqueme…». Su respuesta es la siguiente: «Me mantengo cortés pero firme», luego calla.

La segunda noche, mi madre le dijo a mi padre que tirara sus corbatas. Aún no había registros, pero corría el rumor de que unos jóvenes de pelo largo habían sido ejecutados y que habían paseado sus cabezas clavadas en picas. Mi padre desapareció en el bosque, con las corbatas en la mano, y volvió tras haber ocultado su antigua vida.

Después de la caída de Phnom Penh, al alba, en el norte del país, los prisioneros del centro M13 recibieron la orden de cavar. Bajo el cielo blanco, con dolor y sudor, prepararon una fosa. ¿Cuántos eran? ¿Decenas? Nunca se sabrá. Fueron ejecutados. De esas fosas tal vez inmensas no queda nada. Durante años, los jemeres rojos plantaron mandiocas y cocoteros que devoraron los cuerpos y el recuerdo.

Duch llegó a Phnom Penh con todo su equipo: decenas de campesinos a los que había elegido y formado para torturar. Algunos tenían trece o catorce años. Entre ellos, Tuy, Tith, Km y Mám Nay llamado Chan. Estos últimos también habían sido profesores. Mám Nay estuvo en la cárcel con Duch, su amigo, su doble. Ambos hablaban francés con fluidez y se entendían a medias palabras.

La nueva historia había empezado y sus asesinos aguardaban en las afueras de la capital. Pronto ocuparían el antiguo liceo de Ponhiear Yat, que recibiría el nombre de S21.

Más tarde, le muestro a Duch una foto de Bophana antes de ser torturada. Ojos negros, cabello negro. Parece impasible. Como si ya se hallara en otro lugar. La sostiene un buen rato: «Al mirar este documento, me siento turbado». Parece emocionado. ¿Será compasión? ¿El recuerdo? ¿Es su propia emoción lo que lo turba? Calla y luego concluye: «Estamos a la intemperie. ¿A quién no le moja la lluvia?».

Nos acostumbramos a dormir en el bosque, no lejos de la carretera. Extendíamos una lona de plástico en el suelo y nos tendíamos allí.

Faltaba de todo: agua potable, leche para los recién nacidos, medicamentos, fuego. Los precios se habían vuelto disparatados. Para mi decimotercer aniversario, el 18 de abril, mi madre compró a un vendedor ambulante un jamón que hizo caramelizar. Pagó decenas de miles de rieles. Compartimos ese plato, pero creo que aquel día no reímos.

Al cabo de varios días, corrió el rumor de que el dinero ya no tenía valor; que simplemente iba a desaparecer. Los vendedores comenzaron a rechazar los billetes. El efecto fue devastador. ¿Cómo alimentarse, cómo beber, cómo vivir sin dinero? El trueque había aparecido en cuanto comenzó la evacuación y se generalizó. Los ricos empobrecieron y los pobres se quedaron sin nada. La moneda no es más que una violencia: disuelve y fragmenta. El trueque afirma lo que falta absolutamente y fragiliza al que ya es frágil. Mi madre, previsora, se había llevado muchas sábanas, que cambió por comida. Esas grandes telas nos fueron muy útiles. Mi madre consiguió unas escudillas, cucharas del ejército estadounidense, un cubo y una cazuela. Y un hervidor para beber sin riesgo el agua del río Bassak.

Comprendimos que el cambio era irreversible.

Años más tarde visioné unas extraordinarias imágenes de archivo: unos revolucionarios dinamitan el Banco Central de Camboya. Sólo quedan en pie los ángulos del edificio, una lamentable ruina reforzada con metal, y en el centro, escombros. El mensaje es claro. No hay tesoro, no hay riqueza que no pueda ser aniquilada. Dinamitaremos el viejo mundo y así demostraremos que el capitalismo no es más que polvo entre cuatro paredes.

Me detengo un instante en ese programa. Los rebeldes de todos los países a menudo evocan una sociedad sin moneda. ¿Es el dinero lo que les repugna? ¿O es el deseo de consumo que éste despierta? El intercambio tendría propiedades desconocidas. El intercambio gratuito, como es conveniente denominar al trueque. Sin embargo, no conozco ningún intercambio gratuito. O bien es un donativo. Viví cuatro años en una sociedad sin moneda y nunca sentí que esa ausencia mitigara la injusticia. Y no puedo olvidar que la propia idea de valor había desaparecido. Ya nada se podía estimar —me gusta esa palabra de doble sentido, puesto que contar no significa forzosamente despreciar o destruir—, empezando por la vida humana.

¿Nada? No es exacto, puesto que durante todo ese período, el oro no dejó de circular discretamente. Tenía un poder extraordinario. Con oro se hacía aparecer aquello que había desaparecido: la penicilina, por ejemplo. Arroz, azúcar o tabaco. Los jemeres rojos participaban plenamente en ese tráfico.

Otras imágenes de archivo: el tesoro. Cajas de madera claveteada, descubiertas en un almacén. Bajo plásticos transparentes, los billetes de banco del nuevo país: la Kampuchea Democrática había preparado su moneda. ¿Hubo un problema logístico? ¿Una radicalización de la doctrina? Nunca se utilizó.

Practicábamos el trueque, al principio tolerado, pero pronto ya no quedó nada que intercambiar. Contrariamente a lo que afirma el imaginario popular, no siempre queda «alguna cosa». Vi un país enteramente despojado, en el que no se regalaba un tenedor; en el que una hamaca era un tesoro. No hay nada tan real como la nada.

Conozco pocos ejemplos en la historia contemporánea de un desplazamiento de población tan masivo y repentino. ¿Cómo llamarlo? ¿Éxodo organizado? ¿Marcha forzada? Que no me digan que los jemeres rojos no tenían otra opción: que estaban en guerra contra nosotros; que salían de la jungla; que no tenían recursos humanos ni medios técnicos; que hicieron lo mejor que pudieron en una época turbulenta; y que es fácil tener razón a toro pasado. Que no me digan que los jemeres rojos creían que así solucionarían la hambruna que afirmaban temer. O que los bombarderos estadounidenses ya sobrevolaban los alrededores de la capital.

Desgraciadamente, en la «deportación de Phnom Penh» no puedo ver más que el inicio del exterminio del «nuevo pueblo», según la definición del propio Duch: «capitalistas, feudales, funcionarios, clases medias, intelectuales, profesores, estudiantes». Vaciar las ciudades y así también las universidades, las bibliotecas, los cines, los tribunales, los teatros o las administraciones. Vaciar esos lugares de comercio, de corrupción, de desenfreno y de tráficos varios. Vaciar igualmente los hospitales y dispensarios. Esa deportación prefiguraba el plan de conjunto que ahora conocemos.

La primera decisión política del nuevo orden fue desmembrar la sociedad: desenraizar a los habitantes de las ciudades; disolver las familias; poner fin a las actividades anteriores, tanto profesionales como particulares; acabar de raíz con las tradiciones políticas, intelectuales y culturales; debilitar física y psicológicamente a los individuos. La evacuación forzada tuvo lugar simultáneamente en todo el país, sin excepción.

Así dio comienzo la transformación completa de la sociedad. De inmediato, como cabe imaginar, hubo miles de muertos, un gran número de enfermos y personas que padecían hambre.

Veamos ahora el razonamiento inverso. Partamos de la hipótesis de que los jemeres rojos quisieron proteger a la población de las ciudades y en particular a la de Phnom Penh. Pasada la «limpieza política», no sé cómo llamar a esa caza del hombre; pasado el riesgo de bombardeos estadounidenses, ¿por qué no se organizó el retorno de la población? Por supuesto, no era en absoluto sencillo, pero se hubieran evitado decenas de miles de muertos. Desafortunadamente, la hipótesis es absurda: ¿por qué los revolucionarios habrían protegido a una parte de la población a la que odiaban cuando luego no cesaron de debilitarla, de someterla a la hambruna, de «forjarla» y exterminarla? El plan de conjunto era coherente. Los jefes jemeres rojos consiguieron lo que pretendían: la destrucción casi inmediata de la «clase burguesa».

Mucho antes de esos acontecimientos, recuerdo que mi padre me llevaba a casa de una mujer muy próxima a los revolucionarios. Yo la llamaba tía Tha. Ella y su marido, Uch Ven, habían regresado de Francia, donde estudiaron: rápidamente él se echó al monte y se convirtió en una figura importante de la guerrilla. Murió de malaria, me informó Duch.

Su mujer vivía en Phnom Penh con sus hijos. Me gustaba ir a su casa porque tenían un tren eléctrico. La policía la vigilaba permanentemente. Nada de todo eso inquietaba a mi padre. Apreciaba a aquella mujer, su inteligencia, su trayectoria, su valor, y a menudo la habíamos recibido en casa. Era como de la familia.

Mucho después, encontré a uno de los alumnos de mi padre, que me dijo: «¡Ah, eres hijo de Panh Lauv! Era exigente pero formidable…». Y me explicó la siguiente historia: un día ese alumno se peleó violentamente con el hijo de una familia muy rica, en el patio. El padre de éste fue a quejarse a la dirección del colegio y mi padre lo calmó: «No se preocupe, no volverá a suceder. Resolveré el problema». Con aire marcial, tomó su bastón de mimbre. El notable y su hijo desaparecieron, sin duda satisfechos de lo que le esperaba al otro alumno. Mi padre fue a ver a éste y le dijo: «Has hecho bien en darle un puñetazo a ese niño de papá insoportable. Es tonto y su padre también, pero ándate con cuidado, porque de lo contrario tendrás problemas. ¡Pero no te voy a pegar! Ahora vete a casa». Y eso fue todo.

Pregunto a Duch acerca de la hambruna que devastó el país a partir de 1975. «Estaba al corriente de la hambruna. Lo sabía. Mi madre me vino a ver». Sonríe. «También ella pasó hambre». Puntualizo que su madre vivía en la provincia de Kompong Thom, y que su viaje a Phnom Penh, en coche o en camión, era impensable: todos los desplazamientos estaban estrictamente prohibidos. Y en la capital sólo se hallaba el gobierno, la administración, algunas embajadas cuyo personal estaba enclaustrado, unas pocas fábricas y el centro S21. Nadie podía aproximarse a ese complejo vasto y secreto.

Duch prosigue: «¿Cómo ayudar a mi madre?». Ríe de nuevo. «Si le daba arroz, me detendrían». Subrayo esa última frase: dar arroz a la propia madre era un delito. ¿Y atravesar el país para ver a su hijo y quejarse a él, en plena revolución, no lo era?

Le respondo: «¿Su madre atravesó todo el país para ir a verlo al S21? Está de guasa». Duch: «En absoluto. Ella conocía a todo el mundo». Yo: «Señor Duch, ¡es a usted a quien todo el mundo conocía!».

Dice que luego redactó un informe sobre la hambruna para su primer jefe, Son Sen, miembro del Comité Central, ministro de Defensa y responsable de la seguridad. Afirma así su humanidad y su proximidad con los jemeres que padecen. No hay bando bueno. Incluso la madre de Duch es una víctima.

Son Sen respondió así al informe: «¡Por supuesto! Ella tiene razón. Es el enemigo quien ha hecho pasar hambre al pueblo. Es el enemigo al que aún no hemos detenido». Y Duch comenta: «En aquel momento, todo el mundo lo creyó».

La confesión nunca surge de una manera clara y directa. Es un murmullo, al que hay que prestar oído con mucha atención. Pongo esas dos frases en orden lógico: «En aquel momento, todo el mundo creyó que el enemigo nos hacía pasar hambre, y que si lo deteníamos ya no tendríamos hambre. No era verdad. No era verdad pero nosotros, los jemeres rojos, mentimos. Y creímos en nuestra propia mentira». En su nivel de responsabilidad —era el jefe de la policía del régimen, como él mismo afirma—, Duch no podía ignorar esa mentira. Insisto en ese «nosotros», puesto que ahora Duch utiliza «ellos» para evocar a los jemeres rojos. «No piensan en la vida de la gente». «Ellos» no lo incluye a él. El revolucionario es el otro.

En la conversación, Duch emplea expresiones maravillosas e inhumanas, pero ¿lo sabe?: «No soy aquel que no tiene madre». Y ríe.

En el camino estábamos mis padres, mi hermana mayor, mis dos hermanas solteras, mis tres jóvenes sobrinos y yo. Nos acompañaba un muchacho que tenía dos años más que yo, al que acogíamos desde hacía varios meses. Phal, un huérfano pobre que mis padres habían recogido según la tradición jemer. Recibía educación, alimentación y ropa, y ayudaba en las tareas del hogar. Por turnos, cada uno se ocupaba de recoger los huevos, de dar de comer a los patos y los perros, de fregar el suelo y lavar la ropa. No era sorprendente en una casa en la que vivía una quincena de personas.

Estuvimos dos días en una pagoda, en Kóh Thom, no lejos de un inmenso cementerio de coches donde los desplazados habían abandonado sus vehículos. Estábamos encerrados. Ahí fue donde tuvo lugar el primer censo, que ya no cesaría jamás. Las informaciones se consignaban en cuadernos escolares. ¿Cuántos éramos? ¿De dónde procedía nuestra familia? ¿Cuál era el oficio de mi padre? Los jemeres rojos eran vehementes, casi agresivos.

De noche nos hicieron subir a un barco, con nuestros bártulos cada vez menos pesados, y nos aproximamos a la frontera vietnamita. Phnom Penh estaba lejos.

Desembarcamos en Kóh Tauch, en una pagoda. Todo era misterioso. Había bonzos que trabajaban en los arrozales, cosa que hasta entonces había sido impensable. A otros los consultaba todo tipo de gente. Sabíamos que había un general en arresto domiciliario. Adivinábamos su silueta. Parecía inmóvil. Luego desapareció, lo habían «conducido al estudio»; oímos esa expresión por primera vez. Creíamos sinceramente que se refería a la reeducación.

Cada instante es cruel. Una noche, los jemeres rojos exigieron que abriéramos nuestras maletas. Sin mediar palabra, extendimos todas nuestras pertenencias en el suelo, muy espaciadas. Querían saber quiénes éramos. No hallaron ningún documento ni indicio de colaboración con el enemigo. Había telas, algunas joyas y dinero del que ni siquiera se incautaron.

Uno de ellos, encogiéndose de hombros, nos dijo: «Todo eso se ha acabado». ¿Se había acabado el dinero? Nos quedamos estupefactos.

No he olvidado sus miradas cuando descubrieron los sujetadores de mis hermanas. Aquellos chicos de quince años eran hombres, y nosotros estábamos como desnudos.

Uno de ellos despedazó un cuadernillo en el que mi hermana había pegado algunos recuerdos y halló una vieja tarjeta de visita. Nos la mostró sin decir palabra: «Panh Lauv, Jefe de gabinete, Ministerio de Educación». Había incluso su número de teléfono. Aquello era mucho más comprometedor que unas corbatas. Estábamos aterrorizados.

Luego fuimos confiados a una familia del antiguo pueblo. Una pareja de edad avanzada nos acogió en su casa sobre pilotes. Dos de mis hermanas, que tenían más de catorce años, se fueron a vivir con un «grupo de jóvenes». Con Phal, y también con el yerno de los ancianos, un jemer rojo, descubrí la vida del campo. No sabía hacer nada. Ni pescar, ni buscar raíces comestibles, ni coger caracoles. Ni siquiera remar. Descubrí ese mundo duro en el que hay que sumergirse en el agua fría erizada de juncos, tantear en el cieno y vaciar las nasas. Plantamos arroz, maíz y mandioca.

Phal sufrió una diarrea terrible a consecuencia de la cual estuvo a punto de morir. Aún recuerdo que mi hermana mayor le lavaba su pantalón sucio varias veces al día, en el río. No podía controlarse. Ambos teníamos una relación muy estrecha y yo estaba muy triste. Finalmente, se salvó.

Phal conocía la vida del campo, así que se convirtió en una especie de modelo a imitar. Los dos empezamos a asistir a los cursos nocturnos organizados por los jemeres rojos. En el programa de los mismos: la lucha de clases, su ristra de injusticias y la revolución. En un mes, Phal cambió. Se volvió arisco. Su conciencia despertó. ¿O era resentimiento? Fue a explicarle al responsable del pueblo que había sido maltratado, que mis padres eran unos esclavistas, que debían ser castigados. El hombre lo anotó en su cuaderno.

Cabe suponer que, en los primeros tiempos, el movimiento revolucionario no era tan radical, puesto que el anciano que nos alojaba riñó a Phal: «¿Así es como tratas a tu familia? ¡Mira a tu hermana, que te lava los pantalones cagados! ¡Y cuidan de ti! ¡Vergüenza debería darte!». Semejantes palabras se volvieron impensables más adelante.

Observaba los campos arrastrados por el gigantesco Bassak. Había crecido hasta el bosque, cenagoso y lúgubre. Ese río era nuestro cielo. Habíamos perdido aquel curso escolar, pero parecía que mi padre era el único que aún pensaba en ello.

Mi madre obtuvo el derecho a ocuparse de mis jóvenes sobrinos. Con trece años, yo podía permanecer con mis padres. El viejo me confió sus bueyes. Me impresionaban aquellas bestias enormes, que me resoplaban en el cuello y se detenían sin motivo. Les hablaba y les suplicaba, pero me ignoraban cual divinidades a las que la tierra hubiera secado los párpados. Un chiquillo me dijo que me mantuviera detrás de los animales y les diera con un bastón. Así prosiguieron el camino, barriendo el cielo con sus colas sucias. Por la mañana araban y a mediodía los llevaba al sotobosque, donde se quedaban al fresco. Al atardecer, volvía al establo y encendía un fuego de turba y ramitas para ahuyentar a los mosquitos. Luego caía rendido sobre una estera. Aún hoy siento la mano de mi madre que me acaricia la frente.

También crucé un brazo gigantesco del río, ahogándome en los remolinos de barro, con el ronzal en una mano y agarrado a la oreja de un buey con la otra. Luego un hijo de campesinos me explicó la única técnica posible: asirse a la cola de las bestias y dejarse arrastrar, evitando recibir una coz.

Estábamos al servicio de la cooperativa, pero la vida no era enteramente comunitaria: comía con mis padres y mis sobrinos. Cuando se mataba un cerdo, cada familia era llamada por su apellido y recibía un pedazo de manteca. La distribución de alimentos tenía lugar siempre en dos tiempos: primero los del «nuevo pueblo», a los que se apartaba rápidamente; luego los del «antiguo pueblo». La calidad y la cantidad de la carne dependían de la categoría a la que uno perteneciera. El dinero se resistía aún a desaparecer, y algunos soñaban con hacerse millonarios. Mediante joyas o telas, uno del «nuevo pueblo» podía negociar con uno del «antiguo pueblo». El kilo de cerdo valía cientos de miles de rieles. Luego eso se acabó.

Trato de definir la atmósfera de esos primeros meses, tal como la percibí: imperaba más la desconfianza que el miedo. Todo me sorprendía. La revolución, sin embargo, no se hallaba aún en su fase radical, seré más preciso: en su fase de terror.

En la misma época, recibimos sacos de maíz duro: un regalo oficial de los camaradas chinos. Los granos eran enormes y pálidos, pero estaban infestados de insectos. Seleccionamos uno a uno aquellos granos que antes se daban a los cerdos. Un campesino, al verme hambriento, me ofreció un poco de perro. Un hombre comiéndose a un perro. Menuda idea…

Con dos amigos descubrimos una especie de península a la que llegué a nado. Había crustáceos y peces: ¡un tesoro! Me até mis capturas al cuello, y a mi regreso estuve a punto de ahogarme de cansancio en esas aguas que arrastraban maderas, bloques de tierra y animales extenuados… ¿Cómo negarlo? Era una aventura. Descubría la vida en el campo con su dureza y su fuerza. Aprendí a tender trampas y fumaba tabaco liado en una hoja de sangker, como los chavales del antiguo pueblo. Me decía: «¿Me creerán cuando explique todo esto a los otros en Phnom Penh? ¿Creerán que he pescado con las manos desnudas?». Ya pensaba en explicarlo. El camino ha sido largo y dudo que «los otros en Phnom Penh» sigan vivos.

Luego se multiplicaron las prohibiciones y las vejaciones. La vida comunitaria se endureció. Los del «antiguo pueblo» comían bien y nos hablaban con dureza.

Una mañana vi un cadáver a la deriva en el río, hinchado y angustioso. Pensé en el hambre y los combates. Pasaron semanas. Unas raíces duras como el acero atraparon algunos cadáveres. Nos aproximamos. No había sangre sino marcas moradas, cortes profundos. Aquellas mujeres y hombres habían sido ejecutados.

Las revoluciones tienen hambre. Las perspectivas de mi gran relato se disiparon, al igual que la idea de recuperar la vida de antaño.

Acabamos durmiendo en casa de la pareja anciana, al lado de ellos. Recuerdo que rezaban a Buda y a sus antepasados, de noche, sin osar encender el incienso. Los milicianos se deslizaban bajo los suelos de madera para escuchar las conversaciones. Oyeron a mi padre preguntarse por Ieng Sary. ¿Dónde estaba en aquellos momentos? ¿Estaba al corriente del cariz que tomaba la revolución? ¿Volvería a verlo? Ese nombre célebre dejó petrificados a los jemeres rojos, que no tocaron un pelo a mis padres. Llegó la estación fría, anunciada por el viento del norte y la decrecida del río. Descubrí kilos de pescado en el cráter gigantesco de una bomba, vestigio de los bombardeos de los B-52, pero no pude con ellos. No tenía fuerzas. Volví llorando, temblando de fiebre, trastabillando sobre la arcilla. El arroz maduró, y la mandioca y todas las plantas dieron sus frutos. Pero el Angkar decidió que teníamos que partir. Así que dejamos Kóh Tauch a pie y luego un barco a motor nos llevó a la otra orilla del Bassak.

No comprendía todos los términos utilizados por los jemeres rojos, a menudo inventados a partir de palabras existentes: mezclaban de manera extraña sonoridades y significados. Todo parecía deslizarse, desplazarse. ¿Por qué se utilizaba santebal para designar a la policía y no el tradicional nokorbal? Descubrí igualmente la palabra kamaphibal. Kamak puede traducirse como «actividad», «acción». Kamakor significa «obrero». Y phibal, «guardián». Literalmente, el kamaphibal era el «guardián del trabajo», el «guardián de la acción»: así llamábamos a los cuadros jemeres rojos, que eran nuestros señores y carceleros, y que tenían poder de vida y muerte sobre nosotros.

Una noche, se presentó una veintena de camiones. Los jemeres rojos obligaron a varias familias, entre ellas la mía, a subir a ellos. Los conductores, muy jóvenes, no nos hablaban. Circulamos hacia las afueras de Phnom Penh. Todo parecía vacío. Muchos, empero, estaban alegres, pensando que iban a recuperar sus casas y, por qué no, su antigua vida.

De repente, los camiones se desviaron. Recuerdo que un anciano observó las estrellas y murmuró: «Nos alejamos de la capital». Entonces callamos. Teníamos hambre y sed. El camión traqueteaba por una pista de tierra que parecía infinita. Luego se detuvo entre arrozales. Nos hicieron bajar envueltos en una polvareda y en los vapores de gasolina, y el convoy se marchó. Traté de distinguir un pueblo o algún cobijo. Nada. Nos sentamos en el camino, viejos, mujeres y niños. Se oían murmullos y suspiros. Nadie se atrevía a hablar. De vez en cuando, un jemer rojo surgía de la nada, se aseguraba de que estuviéramos todos allí y se alejaba sin decir palabra.

Recuerdo el cielo estrellado. De todas partes surgían crujidos, silbidos y el croar de las ranas. Parecía que en los campos hubiera una cacería. Y no pegué ojo en toda la noche.

Luego ascendió el sol, terrible. No sabíamos nada nuevo. Un soldado nos trajo pan y nos dejó en medio del inmenso arrozal. Unos días más tarde, embarcamos en unos vagones de transporte de ganado. Las puertas se cerraron con un sonido metálico y nos dirigimos hacia el norte, de pie, apretujados unos contra otros. Tras varias horas, silenciosas y agotadoras, tenía la impresión de ver en la oscuridad. El tren se detenía sin motivo aparente. Esperábamos junto a la vía, a menudo en plena noche. Alguien empezaba a hervir arroz, pero un hombre gritaba una orden y volvíamos a subir apresuradamente al vagón y el convoy se ponía de nuevo en marcha.

Llegamos en tren cerca de Mong, en el noroeste, y mi madre le tendió su bolsa a Phal y le dijo simplemente: «Ahora ya se acabó. Vete por tu lado». Nos suplicó quedarse con nosotros. Era espantoso. Se había vuelto de nuevo un niño. Imploraba a mi madre retorciéndose las manos, pero ella permanecía impasible. Nos había traicionado en un momento difícil: no se lo podía perdonar. Presentía también que lo peor estaba por llegar. Tendríamos que contar con una absoluta confianza. Y se marchó. Aún veo su rostro cubierto de lágrimas y su silueta que desapareció en la noche.

Subimos a unas carretas, que traquetearon a través de los arrozales. Fue un periplo muy extraño. Por indicación de los jemeres rojos, bajamos de las carretas. Era imposible proseguir campo a través. Nos sentamos en las cunetas. Al alba, descubrimos un llano árido y pedregoso, y un oasis de mangos bordeado de bambúes. Caminamos hasta una casa, la de nuestro responsable del antiguo pueblo. Había que construirlo todo o casi, con las pocas personas que ya parecían vivir allí. Teníamos prohibido acceder al pozo. El agua del canal era de color marrón y muchos enfermaron.

Buscábamos arroz infructuosamente. El hambre empeoraba. Empezaron a repartirnos un caldo de agua tibia en el que flotaban filamentos verdes. Era nuestra única comida del día.

La hambruna es el primer crimen de masas, y es muy difícil probarlo con certeza, como si hasta se hubieran comido sus causas. Stalin mató de hambre a millones de campesinos. Persiguió a sus élites, médicos, amigos, allegados y familia. Las masacres forman parte de las revoluciones. Quienes reivindican el derrocamiento de la sociedad lo saben muy bien y jamás condenan la violencia. Siempre utilizan el mismo argumento: sólo la violencia acaba con una violencia anterior. La violencia anterior era odiosa y cruel. La nueva violencia es pura y beneficiosa: transforma (para no decir transfigura). No se trata de una violencia contra el individuo, sino de un acto político. La sangre purifica. Volveré más adelante sobre ese eslogan del Angkar que Duch tanto admira: «Las deudas de sangre se saldan con sangre».

Las purgas se abaten sobre unos y luego sobre los demás, con o sin motivo. Es imposible detenerlas. Las doctrinas cambian, y también las manos, pero siempre hay una cuchilla y un cuello culpable que cortar en nombre de la justicia, en nombre de la salvaguarda del régimen, en nombre del nombre. En nombre de la «moral proletaria», dice Duch. En nombre de nada: si se corta el cuello es porque había motivo. Se les atribuyen muchas cosas a los asesinos. A Stalin, se le atribuye esta frase extraordinaria: «Sin hombres no hay problemas».

El hombre que apadrinó el ingreso de Duch en el Partido Comunista clandestino, a mitad de los años sesenta, se llama Ker Pauk. Tenía fama de ser muy violento. Se sabe que ejecutó en masa. Arrojó a jemeres vivos a pozos. Fueron sus hombres quienes detuvieron a Bophana. Le llamaban «el gran exterminador».

Los jemeres rojos nos observaban sin cesar. Se dieron cuenta de mis dedos delicados. Uno de ellos me dijo: «Tienes dedos de burgués. ¡Nunca has tenido una azada en tus manos!». Yo era del nuevo pueblo, tenía cuerpo de nuevo pueblo: un nuevo cuerpo que por lo tanto había que forjar. Pero el trabajo, las heridas o los callos, no cambian las cosas. Aún tenía unos dedos demasiado delicados. Así que me aparté de la primera fila. Aprendí a ocultar mis manos, a apretar los puños, a fundirme, a desaparecer.

A lo largo de nuestras entrevistas, me quedé estupefacto al ver hasta qué punto Duch se mostraba relajado y atento. Un hombre muy tranquilo, a pesar de la inhumanidad de sus crímenes. Parecería como si los hubiera olvidado. O como si no los hubiera cometido. La cuestión presente, sin embargo, no es saber si es humano o no. Es humano en todo momento: por ello puede ser juzgado y condenado. No hay que permitirse humanizar ni deshumanizar a nadie. Pero nadie puede ponerse en el lugar de Duch en la comunidad humana. Nadie puede adoptar su trayectoria biográfica, intelectual y física. Nadie puede creer que era un engranaje más en la máquina de la muerte. Volveré sobre el sentimiento contemporáneo de que todos somos verdugos en potencia. Ese fatalismo teñido de complacencia está presente en la literatura y el cine y en algunos intelectuales. Al fin y al cabo, ¿qué hay más excitante que un gran criminal? No, no todos nosotros estamos sólo a un paso de cometer un crimen mayor. Por mi parte, creo en los hechos y observo el mundo. Las víctimas se hallan en su lugar. Los verdugos también.

Mi padre era alto y erguido, de frente amplia y mirada penetrante, e impresionaba. En cualquier estación (antes de 1975, por supuesto, me refiero al antiguo régimen), vestía camisa blanca, gemelos en los puños, traje cruzado y corbata, como era obligatorio en los ministerios. Su lengua de trabajo continuaba siendo el francés.

Fumaba mucho, y a mí me gustaba llevarle su pitillera de metal. Le encendía el último cigarrillo del día. Conservo esa imagen de él, pensativo. Mi madre lee el periódico al lado de él, perdida entre las volutas de humo.

A veces iba a buscarme al colegio y hablaba con el director. Yo me mantenía a distancia, un poco asustado ante aquellos dos hombres serios que tantas cosas parecía que tenían que contarse. A veces asistía a mis entrenamientos de taekwondo. Se apoyaba en un árbol, silencioso y atento, con los ojos entrecerrados. Estaba orgulloso de él. Orgulloso de su presencia, de su mirada. Me sonreía, antes de desaparecer.

Había nacido en el seno de una familia de campesinos que sobrevivía en la frontera vietnamita, en los años veinte. Eran nueve o diez hijos. Todo es incierto en las tierras de los arrozales, donde los huesos se blanquean en una estación. Para esos campesinos no había ni estado civil ni historia, sólo contar las horas y el ganado.

Mi padre tuvo un destino aparte: su propio padre lo eligió para ser educado. Por qué él y no otro es un enigma. Sus hermanos y hermanas estaban en el campo, se ocupaban de los arrozales o pastoreaban los rebaños. Él estaba en el colegio en Phnom Penh. Nunca me habló de esa época, pero debió de sentirse feliz y muy solo, en la capital donde los alumnos se reían de sus pobres ropas.

Se hizo profesor, luego inspector de escuelas primarias y posteriormente jefe de gabinete del ministerio, durante cerca de diez años. Leía mucho, periódicos, revistas y libros. Sin mencionar los innumerables informes que incluso le llevaban a casa para que los firmara, ya de noche. Le gustaba conversar y reflexionar. Sé que le habría gustado avanzar más en sus conocimientos. No es sencillo cuando se ha sido un chaval campesino de la frontera y uno mismo es padre de nueve hijos.

La enseñanza era su combate. Admiraba a Jules Ferry y la escuela pública francesa. Tenía una idea fija: no habría desarrollo económico y social sin educación. En esa cuestión no daba su brazo a torcer. Era puro, hasta la candidez.

A su manera, mi padre había triunfado, pero la vida material no le interesaba. Había varillas de acero que sobresalían de los pilotes y del tejado de la casa. No le daba mayor importancia, pues vivía sólo para su oficio. Pronto, bajo los jemeres rojos, no tuvo derecho a seguir llevando gafas. A partir de entonces la educación sólo contó en la propaganda. A partir de entonces ese mundo dejó de ser el suyo.

El anciano me mira sin pestañear, con una pizca de ironía y de dulzura en su mirada. Suspira. Observo su mano izquierda tullida. Retomo mi pregunta: «Señor Duch, ¿oía usted los gritos de los prisioneros a los que se torturaba durante días y semanas?». Me dice que no, que no los oía. Además, no podía oírlos. Trabajaba en sus informes, en su despacho, lejos de las celdas y de las salas de tortura. La cursiva es mía. Allí no había gritos sino papeles, palabras, anotaciones: la verdad proletaria. Para quien conoce el escenario y su historia, para quien ha hablado con los escasos supervivientes y también con los empleados del S21, para quien ha pormenorizado el proceso de exterminio, desde la entrada de los prisioneros en el centro hasta las confesiones por escrito que el propio Duch no dejaba de leer y de corregir, no cabe la menor duda: es mentira. Durante cuatro años, hiciera lo que hiciera en su despacho, Duch oyó los gritos de los torturados.

Observo su rostro: sonriente, frágil con su camisa negra, con más de treinta años; en familia, con rasgos marcados, al lado de Mám Nay, con un bolígrafo en el bolsillo; hoy, burlón, con un dedo levantado. Anoto en mi cuaderno sus diversos nombres y apellidos: Yun Cheav; Kaing Cheav; Keav; Kaing Yun Cheav; Kaing Guek Eav; Doan; Hang Pin. Sólo retengo uno: Duch.

Recuerdo que a mi padre le gustaba recitar poemas en su francés impecable. ¡Cuántas veces lo oí murmurar «Cheveux noirs, cheveux noirs, caressés par les vagues…»![2] Es el principio de un poema de Prévert. Un estribillo que yo no entendía. Hallé el texto, hará unos años, y lo perdí, como si no debiera quedar más que esa cabellera sin cuerpo, esas palabras huérfanas. Como si los campos de la muerte hubieran ganado, desbordado el país, arrastrado hasta las más dulces canciones. Por supuesto, dibujo un retrato idealizado de mi padre, puesto que me impresionó mucho por su fuerza moral ante los jemeres rojos. En nuestras sociedades democráticas, el hombre que cree en la democracia nos parece ordinario. Incluso aburrido. Por ello, en mi despacho parisino, tengo ante mí su retrato un poco amarillento: que haya una poderosa banalidad del bien. Eso será su victoria.

Comí raíces de papayo y de plátano, y piel de vaca seca. Sí, piel de vaca. Como el protagonista de La quimera del oro, que asa un buen rato sus zapatos antes de comerse cordones y suelas, evitando los clavos. Masqué esa piel incomestible durante horas. No podía soportarlo más, mis mandíbulas se volvían de cuero y madera. Sin embargo, esa piel asada olía a vaca, así que mascaba.

Durante semanas no comí más que espinaca de agua, que es también alimento para cerdos. También comí mondaduras.

Recuerdo haber visto, en imágenes de archivo, a cerdos paseándose por la Biblioteca Nacional de Phnom Penh, vaciada por los jemeres rojos. Derribaban sillas y pisoteaban mondaduras. Los cerdos sustituían a los libros. Y nosotros sustituíamos a los cerdos.

Mi padre se agotó física y moralmente. El nuevo régimen lo privaba de su profesión y de su razón de vivir. Ahora era él quien debía ser reeducado. No sabía nada. Peor aún: lo que sabía, lo sabía mal. Los libros y los periódicos habían desaparecido, en su mayoría prohibidos y quemados. Debido a ello, a mi padre sólo le quedaba la memoria, esa reserva de palabras poéticas y vanas. Puesto que era demasiado débil para trabajar en el campo o en un dique en construcción, el Angkar lo destinó a un taller de cestería: sentado con las piernas cruzadas junto a otros viejos, trenzaba mimbre. Era poco mañoso y le sangraban los dedos. Dado que le habían confiscado el cinturón, ceñía su pantalón caqui con lianas.

Uno de sus amigos, de sangre real, se reunía con él por las noches y los oíamos hablar en francés, cosa que estaba estrictamente prohibida. Muy pronto, ese hombre fue deportado. Meses más tarde lo encontré en el hospital de Battambang, donde murió. Entonces mi padre se puso a hablar solo, a murmurar frases que yo ya no alcanzaba a comprender, a encerrarse en el lenguaje.

Tiempo atrás, hablaba en francés con mis hermanos mayores. Algunas de sus expresiones me quedaron grabadas y aún hoy me hacen reír. En aquella época, me impresionaban. También el príncipe discurría ante las masas. No hablaba, gritaba. Recuerdo a mi padre escuchando una retransmisión radiofónica, silencioso, de pie en la penumbra. A veces suspiraba. Yo tenía seis años y observaba a aquel hombre severo que fumaba con los ojos entrecerrados. Sentía que no estaba de acuerdo. Hoy lo sé: la política es un grito.

Creo que yo ya tenía cierta madurez, pero evidentemente no estaba preparado para semejante violencia. De un día para otro, la escuela desapareció. Nos ordenaron que tiñéramos nuestra ropa: adiós, camisas claras; adiós, sarong de flores coloreadas. Todo se volvió marrón oscuro, gris o azul marino. Utilizábamos una fruta de pulpa abundante que desprende tinte negro. Teníamos las manos ajadas. El pijama holgado se convirtió en el uniforme de todos. Los jemeres rojos prohibieron las gafas y el matrimonio por amor. Prohibieron ciertas palabras: «mujer», por ejemplo, o «marido», por su connotación sexual y burguesa. Impusieron sus eslóganes: «¡Camarada, con mentalidad revolucionaria todo es posible para ti!». Nos enseñaron una y otra vez los doce mandamientos revolucionarios. Éste es el primero: «Amarás, honrarás y servirás al pueblo de los obreros y campesinos»; el segundo: «Allí donde fueres, servirás al pueblo de todo corazón y con todo tu espíritu»; y un fragmento del duodécimo: «Lucharás con coraje y determinación contra cualquier enemigo, contra todos los obstáculos, dispuesto a sacrificarlo todo, hasta tu propia vida, por el pueblo, los obreros, los campesinos, por la Revolución, por el Angkar, sin titubear y sin descanso». Se cambiaron todos los nombres. ¿Qué hay más individualizador que el nombre propio? ¿Qué hay más peligroso que una identidad? Basta una sola sílaba, dado que no existe ya el ser. Los religiosos fueron perseguidos. Las escuelas y las pagodas, de sólidos muros, se convirtieron en centros de tortura, hospitales o almacenes de alimentos. El «nuevo pueblo» fue enviado al campo para llevar a cabo las tareas más duras y mudar allí su antigua piel. Las tierras fueron colectivizadas. El objetivo anunciado fue triplicar la producción anual de arroz, gracias al desarrollo del regadío. Todos nuestros actos y pensamientos estaban guiados por ese único principio: «Tres toneladas de arroz por hectárea», y, en el caso de algunos jefes que hacían gala de mayor celo, «Cinco toneladas de arroz por hectárea». Esas cifras eran una cantinela, una obsesión: una visión.

La Kampuchea Democrática se convirtió en un inmenso terreno en obras: se abrían canales, se edificaban diques y se desviaban ríos. A ello siguió una terrible hambruna. Resultó que esa gran obra pública era un campo de trabajo.

Todo quedó sometido al Angkar, organización misteriosa y omnipotente: la vida social, la ley, la vida intelectual, la esfera familiar, la vida amorosa y amistosa. No conozco ningún otro ejemplo, en toda la historia, de una empresa semejante, casi abstracta por su aspiración a ser absoluta: «Ya no hay ventas, ni intercambios, ni quejas, ni lamentaciones, ni robos ni saqueo, ya no hay propiedad intelectual». Desconozco el nombre de ese régimen político, y ni siquiera la palabra régimen es apropiada. Era un estado de non habeas corpus. En ese mundo, ya no soy un individuo. Carezco de libertad, de pensamiento, de orígenes, de patrimonio y de derechos: ya no tengo cuerpo. Sólo tengo un deber: disolverme en la organización.

Recuerdo también este eslogan: «Sólo el niño que acaba de nacer es puro». ¿Quién es puro entonces? ¿El bebé que busca el pecho de su madre? ¿El niñito de rostro borroso a su derecha que mira al fotógrafo? ¿O el joven que entra en el salón de banquetes? Ese joven sonriente se encamina hacia nosotros. Su nombre de guerra es Duch. Todos éramos impuros y tuvimos que pagar por ello.

Todos los «camaradas interrogadores» del S21, repartidos en equipos, torturaron. En cuanto a los conductores y centinelas, se demostró que todos consignaron las confesiones y transportaron a los prisioneros hasta Choeung Ek, donde los ejecutaron y enterraron.

Duch: «Toda la unidad de élite de la división 703 mató, ¡para eso estaban en el S21! Tanto los que transportaron a los prisioneros como los que estaban permanentemente en Choeung Ek. Simplemente tienen miedo de decírselo, esos pobres chicos. Pero no los atosigue. Asumo toda la responsabilidad». Y se ríe.

Durante esos años, aquellos hombres tenían estrictamente prohibido abandonar el S21. Trabajaban de las siete de la mañana a medianoche, todos los días, sin descanso. Dormían, comían y recibían atención médica allí mismo, salvo en caso de enfermedad grave. No tenían familia, ni amigos, ni esposas, ni diversiones, ni visitas, ni libros, ni correo. Sólo la tortura y la muerte.

De vez en cuando, Duch los reunía y les enseñaba su método y la dialéctica del Angkar. Hacían su autocrítica ante sus camaradas, autocrítica que se transcribía y luego se le transmitía a Duch. Gracias a ese control permanente se conocen algunas de las peores exacciones cometidas en el centro.

El propio Duch me explica que una profesora suya fue violada con un pedazo de madera por uno de los verdugos: un hecho muy grave a sus ojos, dado que no se trataba de una tortura inventariada.

Pienso en la mujer que dio clase años antes a un niño pobre y brillante. Pienso en el niño que fue enviado al colegio de Siem Reap y luego a Phnom Penh. Pienso en el niño que luego enseñó matemáticas en un colegio, en Skoun, estuvo en la cárcel, se sumó a la guerrilla y se convirtió en «jefe de seguridad» de la Kampuchea Democrática. Pienso en su profesora, que fue golpeada, electrocutada, y a la que se hizo pasar hambre durante días y semanas. Pienso en el verdugo que forzó su vagina con un pedazo de madera. Pienso en su marido, igualmente prisionero en aquel mismo momento en el S21, al que obligaban a comerse sus excrementos. Pienso en la mujer que lo confesó todo, puesto que ésa era la regla: confirmó que era miembro del KGB, de la CIA o de los servicios secretos vietnamitas, dio nombres de traidores y de agentes. Denunció a toda su «red». Luego fue ejecutada, dado que había traicionado a su pueblo y a su país. Ya no era una mujer, no era más que un desecho.

Pienso en ese pobre prisionero, una noche de tortura, al que cubrieron el rostro con cemento porque se negaba a confesar. Duch se mostró muy descontento: no era una tortura inventariada.

Duch: «Lo esencial era que yo aceptara la línea del partido. Las personas detenidas eran enemigos, no seres humanos. ¡Camaradas, no tengáis sentimientos! ¡Interrogad! ¡Torturad! Puse sobre papel el lenguaje de la muerte e irrigué el pensamiento de mis subordinados en el S21. A menudo organizaba sesiones de formación».

En los años sesenta, Camboya vivía en una paz muy frágil. El compromiso de mi padre a favor de la educación para todos no era un sueño, pero la distancia entre las ciudades y el campo era inmensa. Los jemeres rojos prosperaron a favor de esa injusticia, puesto que hay una sabiduría del pueblo campesino, y creo que la misma se percibe en algunas de mis películas. Hay también una dimensión artística y una experiencia tradicional que fueron despreciadas. ¿Quién trató de desarrollar el trabajo de las esculturas, el gusto por la poesía, la riqueza de la lengua jemer, la belleza de la artesanía? ¿Quién trató de conocer y educar a esa pobre gente? Nadie o casi nadie. Hubo regiones enteras que fueron abandonadas a su propia suerte por los franceses, en la época del protectorado, que fue cruel, injusto y duró noventa años, y por los propios camboyanos, cuando se proclamó la independencia. Sólo los revolucionarios dieron la palabra a esos campesinos maltratados y olvidados.

Como sucede a menudo en las revoluciones, los responsables jemeres rojos procedían en su mayoría de familias acomodadas: Pol Pot, Khieu Samphan, Ieng Sary, Ieng Thirith vivieron varios años en París, donde estudiaron a Rousseau y a Montesquieu, la Ilustración y la Revolución Francesa, y a veces a Marx, algunos textos de Stalin o de Mao. Crearon círculos de reflexión. Viajaron a Europa del Este. Conocieron a camaradas de todos los países, argelinos en particular. Algunos se afiliaron al Partido Comunista Francés. Profundizaron en su causa. Luego regresaron a Camboya. En la misma época, en Phnom Penh, Duch leía El capital de Marx y, sobre todo, La nueva democracia de Mao, en jemer y en francés.

Hoy en día, aún, mi padre es para mí una brújula: un resistente a su manera. Hablar francés en un pueblo jemer rojo, cuando ya habían comenzado los grandes crímenes, cuando él mismo era hijo de un campesino iletrado, era un acto político que significaba: este lenguaje es mío. Lo aprendí para ser un hombre y para transmitirlo. Haced la revolución. Repetid vuestros eslóganes hasta la saciedad, pero esta conciencia y este saber no me los podréis quitar. Si queréis mi silencio, tendréis que matarme.

¿A quién no desearía encandilar Duch? ¿A quién no quisiera llevarse a su infierno íntimo y sofisticado? Una tarde en la que su actitud me excede, le pregunto: «¿Cómo un intelectual como usted pudo actuar de esa manera?». Me espeta: «Es así. ¿Qué quiere que haga a estas alturas?». Yo: «Podría suicidarse, por ejemplo. ¿No ha pensado nunca en ello?». Titubea un instante: «Sí, pero no es fácil». Yo: «Mi padre lo hizo, ¿sabe?». Duch se enfurece y su voz se vuelve aguda y amenazadora: «¡Claro, eso es! ¡Su padre es un héroe!». Respondo tranquilamente: «No lo creo. Actuó de acuerdo con sus ideas. Se respetaba a sí mismo. Usted hizo la revolución por la justicia, ¿verdad? Me parece muy fácil ser un héroe: pisar una mina; morir por la causa; es un estado de guerra. Sin embargo, ser un hombre, buscar la libertad y la justicia, jamás abdicar de la propia conciencia: eso sí es un combate». Duch no responde. Sus grandes ojos miran detrás de mí, ¿al guardián, la pared, la cámara, el pasado?

Sobre la mesa de trabajo de Pol Pot, en la jungla, había libros de Marx, Lenin y Mao. Un cuaderno. Lápices. Al lado, una cama de campaña y un krama perfectamente doblado. Simpleza y verdad de la revolución. A menudo me he detenido ante esa imagen de propaganda. ¿Qué hicieron de sus ideas puras? Un puro crimen.

Quisiera que estas páginas estuvieran muy lejos de los eslóganes jemeres rojos, lejos de la violencia. Lejos de la revolución.

Durante mucho tiempo nos privaron de dulzura y sensibilidad. Ahora que Camboya ha recuperado una forma de libertad, una forma de paz, ahora que su hermosa juventud puede con todo, hasta con la historia, hasta con el recuerdo, desearía que este libro nos devolviera la nobleza y la dignidad.

Desde nuestro primer encuentro, Duch define precisamente al «antiguo pueblo»: los campesinos, los obreros y los técnicos de la revolución. Insisto en esa última categoría. Así es como se ve Duch: un técnico. O un técnico de la revolución. Unos instantes antes ha afirmado: «El movimiento debe avanzar ágil y ligero, sin hallar obstáculo alguno. No hay que pensar en la vida de cada cuadro, especialmente del nuevo pueblo». Otro día: «No piensan en la vida de la gente. Piensan en el interés del movimiento».

«Técnico de la revolución»: esa cualificación singular permite escapar a cualquier clase. Un revolucionario, incluso instruido, incluso de origen burgués, es del «antiguo pueblo». Está al lado de campesinos y obreros. Su trabajo de revolucionario lo transforma y lo salva, lo acerca al antiguo reino jemer y al ideal comunista.

Esa cualificación muestra a todas luces la falsedad —peor aún, la reversibilidad— de las clases definidas por los jemeres rojos. ¿Qué es un campesino o un obrero, qué es un médico, un abogado o un «feudal»… si ciertos intelectuales escapan a su propia clase? ¿Si el Angkar lava su impureza original? ¿Si escapan a la reeducación o a la muerte? Definir a los seres, clasificarlos, es reducirlos a la mera clasificación, o dicho con otras palabras: a su antojo. Definir a los seres no es trabajar en pro de la justicia, la igualdad, la libertad, no es preparar un horizonte luminoso, sino organizar la aniquilación.

Luego está la cuestión de la técnica. Para el Angkar, la revolución no es una idea o un pensamiento, sino una técnica que se adquiere a través de actos. La revolución no es una aspiración: es una práctica codificada. El «técnico de la revolución» es también un «instrumento de la revolución», y la más alta distinción del régimen es: «Instrumento puro de la revolución». Pureza de la técnica. Duch se lamenta de que el S21 nunca obtuvo ese título.

A mis entrevistas con ese «técnico» llevo material: fotocopias de artículos, eslóganes jemeres rojos, fotografías de víctimas o de revolucionarios importantes, confesiones de prisioneros anotadas por él. Admiro infinitamente el trabajo de Claude Lanzmann, basado en la palabra y la organización de la palabra. Ahí radica la genialidad de Shoah: permitir ver a través de las palabras.

Pero creo que la palabra se puede despertar, amplificar y apuntalar mediante documentos, cuando éstos se han salvado de la destrucción. Es el caso del S21, donde decenas de miles de páginas fueron abandonadas en la desbandada de 1979, frente a las tropas vietnamitas. A veces es útil poner un signo entre las manos de ese al que filmo, para decirle: Cuidado, sé más de eso de lo que crees, no me mientas.

Desde el primer día, le he llevado a Duch unas cincuenta páginas: en cada una de ellas había copiado un eslogan del Angkar. Le he pedido que elija uno sólo. Algunos son amenazadores, otros enigmáticos o de una fría poesía. Se pone las gafas y hojea el conjunto. Parece dubitativo. Acto seguido apoya una mano sobre una página y dice quedamente: «Conservándote, no se gana nada. Eliminándote, no se pierde nada». Mira al techo: «Es una frase importante. Una frase muy profunda. Es un eslogan que procede del Comité Central». Luego añade: «Ha olvidado un eslogan aún más importante: las deudas de sangre se saldan con sangre». Me sorprendo: «¿Por qué ése? ¿Por qué no un eslogan más ideológico?». Duch me mira fijamente: «Señor Rithy, los jemeres rojos son la eliminación. El hombre no tiene derecho a nada».

Por supuesto, se puede apartar la vista. Perder de vista el objeto. Dejar que se aleje, flote y desaparezca, basta con un simple movimiento de los ojos. Por supuesto, se puede no mirar un país; ignorar dónde se encuentra; suspirar ante la repetitiva evocación de un nombre desventurado. Puede incluso decidirse que ese lugar es incomprensible e inhumano. Y apartar la vista. Es una libertad universal. Decirse que otra imagen borrará ésa, que las palabras pueden ser reemplazadas o tachadas. Ya está hecho: ya no veo a ese hombre al que obligan a comerse sus excrementos con una cuchara, con las manos, brazos y cuello ensangrentados, abriéndole las mandíbulas a la fuerza y aplastándole la lengua. Ya no veo a ese occidental al que encierran dentro de cinco neumáticos y queman vivo en plena calle, al lado del S21. Un guardián me explica que le vio hacer gestos desesperados entre las llamas, antes de desplomarse. Duch precisa: «No sé qué sucedió. No vi nada. Nuon Chea dio la orden de quemarlo, que no quedara nada de él. Ni carne ni huesos. No nos dijo que lo quemáramos vivo». Ya no veo a ese recién nacido lanzado contra un árbol. Ya no los veo. Ya no veo.

Recupero estas notas escritas cuando se estrenó S21, la máquina de matar de los jemeres rojos: «Es el cineasta quien debe hallar la justa medida. La memoria debe ser sólo una referencia. Lo que busco es la comprensión de la naturaleza de ese crimen y no el culto de la memoria. Para conjurar la repetición». Más adelante: «La base de mi trabajo documental es escuchar. No fabrico los acontecimientos. Creo situaciones. Trato de encuadrar la historia, tan humanamente como sea posible, en la cotidianidad: a la altura de cada individuo». Finalmente: «Nunca he contemplado un film como una respuesta o como una demostración. Lo concibo como un cuestionamiento». Ofrezco esas imágenes a aquellos que huyeron a tiempo, a quienes escaparon de los jemeres rojos, a los que han olvidado o no quieren ver: para que puedan ver, para que vean.

Una mañana, nos reunieron en círculo a los adultos y los niños del pueblo. Nos sentamos, inquietos y silenciosos. Una mujer se situó en medio de nosotros, llorando. Temblaba. Su hijo, que era más joven que yo y al que conocía bien, se puso en pie y se dirigió a ella de forma violenta. No he olvidado su mirada y su voz metálica. Gritaba: «Eres una enemiga del pueblo. Los mangos que has cogido pertenecen al Angkar. No tienes derecho a cogerlos y quedártelos para ti. Es una actitud burguesa y vergonzosa. Una traición. Debes ser juzgada por la comunidad».

La mujer, cabizbaja, escuchaba los insultos que su hijo de nueve años le dirigía. Yo estaba atónito, tanto más cuanto que también había cogido mangos sin darme cuenta del riesgo que corría… Si un hijo denuncia a su propia madre, significa que todo es posible. La política lo arrasaba todo, ¡y menuda política! Esa mañana de invierno casi fría, se me abrieron los ojos ante ese nuevo tiempo. La mujer se incorporó, con la mirada extraviada, y reconoció una y otra vez su falta. «Sí, he cogido mangos. Los cogí en secreto. Quería guardarlos para mi hijo y para mí. Es una actitud individualista y burguesa. Sólo he pensado en mí misma. He cometido un error. Estoy avergonzada. He olvidado al pueblo y he actuado contra él. Tengo que cambiar. Mejorar mi comportamiento. Imploro el perdón del Angkar. Imploro el perdón del pueblo». No recuerdo haberla visto más tras esos hechos.

Los cuadros jemeres rojos escrutaban nuestras reacciones, pero no había ninguna. Todos permanecíamos firmes y silenciosos, con las miradas vacías. El miedo me atenazaba la garganta. Unos días más tarde, mis hermanas y yo fuimos dispersados por la región. Mis padres se quedaban en el pueblo, con mis sobrinos pequeños. El individuo tenía que disolverse en la organización y amoldarse al eslogan: «¡Renuncia a todos tus bienes, a tu padre, tu madre y tu familia!».

¿Fue en esa época cuando se instauró un corte de pelo único en todo el país? ¿O fue antes, coincidiendo con la prohibición definitiva de la ropa de colores? Recuerdo que en Kóh Tauch habían desaparecido los cabellos largos, incluso recogidos en una cola. Era un símbolo femenino y por lo tanto sexual. Un signo de indolencia o una voluntad de diferenciarse. Todos los cuadros jemeres rojos adoptaron el modelo de Pol Pot, con el pelo muy corto detrás de las orejas. Y el corte «omega» para las chicas, como lo llamaban en secreto mis hermanas: con flequillo y el cabello hasta la nuca. Sin embargo, había que andar con cuidado: afeitarse la cabeza también estaba muy mal visto, puesto que hacía pensar en los bonzos (el niño que yo era no lo supo hasta más tarde).

De nuevo, me pregunto: ¿cuál es el régimen político cuya influencia abarca desde el dormitorio a la cooperativa? ¿Que abole la escuela, la familia, la justicia y toda la organización social anterior; que reescribe la historia; que no cree en el saber y la ciencia; que desplaza a la población; que impide las relaciones amistosas y sentimentales; que rige sobre todas las profesiones; acuña palabras y prohíbe otras? ¿Qué régimen prefiere la ausencia de hombres a los hombres imperfectos, según sus criterios, por descontado? ¿Un marxismo considerado ciencia? ¿Una ideocracia, en el sentido de que la idea está antes que todo? ¿Un «polpotismo», basado en la violencia y la pureza?

La respuesta se halla tal vez en el emblema de la Kampuchea Democrática: dos raíles de ferrocarril que cruzan unos arrozales, simétricos como parcelas de hormigón. Una fábrica en el horizonte, con sus tejados inclinados y sus chimeneas. No hay escapatoria posible. De hecho, los raíles no son tales, aunque sea imposible que no hagan pensar en ello. Se trata de dos muretes que conducen a un dique. Y esa perspectiva hacia la fábrica es un canal de regadío, que se dirige a un pantano. La Kampuchea Democrática es el regadío y la fábrica: los campesinos y los obreros.

Por supuesto, se trata de un emblema de combate, un signo negro y voluntario, en la tradición del cartelismo soviético. Todo parte del trabajo y nada vale más que por sí mismo. Ningún ser. Ningún rostro. Ninguna alegría. Incluso las espigas de trigo son unos inquietantes laureles.

Me salta a la vista una evidencia: las líneas rectas no expresan el deseo optimista de alcanzar ese horizonte. Dicen: Sólo hay un camino, sólo hay un destino y ése es un edificio industrial del que sale humo. ¿Cómo no pensar en el encierro y la destrucción? Para mí, ese sello significa: habrá que escardar, sembrar, mojar, secar, batir, forjar, mecanizar y fundir a muchos hombres para que ese mundo se haga realidad.

Recuerdo el día en que un cuadro del partido me preguntó cómo me llamaba. «Rithy» debía desaparecer: era un nombre burgués. A los trece años, me convertí en el «camarada Thy». Un año más tarde, tuve piojos a centenares y me tuve que afeitar la cabeza. Me llamaron «camarada calvo». Luego me herí gravemente en un pie y, dado que andaba con dificultad, me convertí en el «camarada tractor». En una época en la que mi comportamiento irritaba a los jemeres rojos, me dijeron: «Tienes unos andares de “hijo de consejo”» (y articularon «consejo» en francés, lo que para ellos significaba «ministro»), unos andares arrogantes. Y se convirtió en mi nombre: «hijo de consejo».

Comprendo que se cambie de nombre y de apellido en la clandestinidad. Sin embargo, reducir al otro a un gesto, a una mecánica, a una parcela de su cuerpo, no es propagar la revolución. Es deshumanizar. Es someter al otro.

Hasta la liberación, fui el «camarada calvo» y era mejor así: ya no llevaba el apellido de mi padre, demasiado conocido. No tenía familia. No tenía nombre. No tenía rostro. Estaba vivo porque ya no era nada.

Sobre los afectos, sexto fragmento sobre las instituciones republicanas, de Saint-Just:

Cualquier hombre que haya cumplido veintiún años está obligado a declarar en el templo quiénes son sus amigos. Esa declaración debe renovarse, cada año, durante el mes de ventoso. Si un hombre abandona a un amigo, está obligado a explicar los motivos ante el pueblo en los templos, a solicitud de un ciudadano o del más anciano. Si se niega a ello, será desterrado.

Los amigos no pueden escribir sus compromisos: no pueden litigar entre ellos.

En los combates, se situará a los amigos unos cerca de otros.

Aquellos que hayan permanecido unidos a lo largo de toda la vida serán enterrados en la misma tumba.

Los amigos llevarán luto por el otro. El pueblo elegirá a los tutores de los hijos entre los amigos del padre de éstos.

Si un hombre comete un crimen, sus amigos serán desterrados.

Los amigos cavan la tumba y preparan el funeral del otro. Siembran con los hijos flores sobre la sepultura.

Quien afirme no creer en la amistad, o quien ya no tenga amigos, será desterrado.

Un hombre convicto de ingratitud será desterrado.

Releo ese discurso en el que hay muchas órdenes y poca amistad: «Quien ya no tenga amigos será desterrado». ¿Cuál es el régimen político más inhumano? El que decreta el bien del hombre. En ese caso ya no hay ciudadano. Ni sujeto pensante. Para el Angkar, no había individuos. Éramos elementos. Unidades matemáticas. Una materia neutra, reunida por razones prácticas en grupos de cinco o de diez, chicos, chicas, jóvenes o no tan jóvenes. Nunca estábamos solos. Y estábamos desterrados.

Fui enviado «al frente», a una obra que se hallaba a cinco horas de camino del pueblo de mis padres. Teníamos entre diez y catorce años de edad, inclusive los jefes de unidad. Sólo las «maestras», que nos enseñaban ideología, tenían dieciocho años. Lo compartíamos todo. Todo. Hasta entonces, se hervía el agua de los arrozales antes de beberla. Había aprendido a hacer fuego frotando pedazos de platos contra el metal. Las chispas prendían el algodón de los frutos del kapok, en un bambú.

Pero se presentó un jemer rojo: «¿Por qué hacéis fuego? ¡Está prohibido! El uso del fuego está reservado a la cooperativa». Hubo registros y nos lo confiscaron todo, incluidos los bidones y los cubos. Ya nada nos pertenecía. Así que seguí el ejemplo de mis camaradas y bebí el agua de los charcos y de los campos.

Pronto fui asignado a la construcción de un dique. Éramos centenares, armados de palas, palanquines y varales. Formábamos una noria agotadora bajo el sol tropical. Parecía que no había disponible ninguna máquina para mover las tierras. El mensaje era muy claro: nosotros, revolucionarios, estamos aquí por la fuerza de nuestros brazos; lo hacemos mejor que todas esas máquinas.

He visto un film de propaganda repetitivo y fascinante: en él se ve un Peugeot 404 transformado en molino. Al lado, dos «técnicos de la revolución» atareados sonríen a la cámara. Vean lo que hacemos con esos motores, con esa chapa, con esa civilización. Vean lo que hacemos con las mecánicas impuras: se destinan al grupo. Ahora ya participan en el riego de nuestros campos. Con este nuevo uso, los coches son «nuevo pueblo». También los coches han sido reeducados.

Cavaba y apuntalaba desde el alba. No hablábamos. La tarea parecía inmensa. También trabajé en el campo: encorvado sobre la tierra, desde lo alto de mis trece años. Sin pensar en nada. Escuchando los himnos proferidos por los altavoces. Una noche tuve la visión fugaz de mi abuelo paterno: escardaba como él. Era un hijo del reino de Angkor.

Los archivos están vivos. No hay nada mudo. Una foto. Una hoja de papel marcada en rojo. Pienso en esa mujer que se niega a ser fotografiada de frente al entrar en el S21. Es profesora. Posa en escorzo y casi sonríe. En una de sus confesiones escritas, evoca Cuba, que se hallaba también en plena revolución, donde «no se mata a todo el mundo; donde no se hace pasar hambre a la gente». Treinta años después, nos llega el mensaje. A menudo es combativo. A veces desesperado, aunque no siempre. A nosotros nos corresponde descubrir esa palabra, ese murmullo, a nosotros nos corresponde evocar a Taing Siv Leang, escribo aquí su nombre, para que esté entre nosotros, y su sonrisa también.

Al anochecer, abandonábamos los arrozales. Volvíamos a nuestras hamacas tras una breve cena: estaban atadas a dos grandes palmeras, unas sobre otras. Había así ocho o nueve, en espaldera, a causa de las serpientes, las hormigas gigantes, los escorpiones y las arañas. Esas trenzas de cuerda negra eran nuestro refugio. Nos protegían de la noche, de sus ruidos, de sus gritos. Nos mecían. Por turnos, uno de nosotros atizaba el fuego, al pie del árbol inmenso, para que estuviéramos secos a pesar del rocío, puesto que sólo teníamos un vestido.

Me instalaba en la hamaca del medio e inventaba una historia de fantasmas, en la tradición jemer. Los chavales de mi grupo me la reclamaban.

Recuerdo un cuento, que aquí resumo en pocas líneas, pero que era capaz de alargar durante toda una velada, a base de incorporar detalles. La noche avanzaba, habladora, inquietante, pero nosotros teníamos las palabras.

Un viajero pasa por delante de un pueblo abandonado. Oye a lo lejos el aullido de los lobos. Pasa por delante de una casa y luego de otra. No hay nadie. Todo el mundo sabe que ese pueblo está habitado por fantasmas, excepto el viajero. Un buen aroma a sopa de especias flota alrededor de la tercera casa, a la que el hombre se aproxima. Una mujer elegantemente vestida lo saluda y le pregunta por su destino. El viajero le dice la verdad: tiene hambre y en la casa huele bien… La mujer lo invita amablemente a tomar sopa de especias. Desaparece unos instantes y luego regresa: ambos se sientan sobre una estera, conversan, se descubren, y el viajero come la riquísima sopa. Olvida el aullido de los lobos alrededor del pueblo abandonado. La mujer se inclina hacia él, con los ojos brillantes, mas en el momento en que se dispone a servirle más sopa, el cucharón cae entre dos tablas, debajo de la casa. La mujer abre entonces su hermosa boca y saca la lengua, que se estira y se estira, y se desliza entre las tablas de madera hasta el suelo y coge el cucharón… ¡Es una bruja! El viajero se pone en pie bruscamente. Pero ya es demasiado tarde: ella le sonríe y lo mata.

Gracias a mi talento para contar cuentos, dejé el dique y los arrozales y fui destinado a la cocina de la cooperativa: me había salvado de la extenuación. Era yo, entonces, quien preparaba la sopa. Hervía el arroz. Recibía la pesca, unos pescados muy hermosos que estaban reservados para las «maestras». En las cocinas, uno siempre acaba por mejorar su vida cotidiana. Se pueden rebañar las cazuelas, donde se encuentra la grasa, lo cocido o lo duro, todo cuanto ayuda a aguantar. Y el cocinero sirve a los jefes: sabe qué come cada uno. Ésa es una información estratégica.

Yo era el cocinero de los niños: servía en primer lugar a los hijos de los jemeres rojos, al igual que el cocinero de los adultos servía en primer lugar a los jemeres rojos. La mayoría de las veces, éstos comían aparte. Con comunismo o sin él, la igualdad tiene sus límites.

De noche, seguí contando historias de fantasmas, y gracias a mi papel de contador de cuentos y de cocinero, pude ir a visitar a mis padres. De vez en cuando, el jefe me lo autorizaba.

Me iba solo al alba, por una pista desierta que bordeaba arrozales amarillentos. No había árboles. Sólo pasaba por dos puntos de agua. Casi corría, porque el camino de tierra hacía que me ardieran los pies. Era como pólvora encendida. Llegaba al cabo de cinco o seis horas de camino.

Mis padres habían sido desplazados. Ahora se hallaban en Trum, a unas decenas de kilómetros del pueblo precedente: un llano árido, de nuevo. Mi madre había construido una cabaña. Encontró ramas y las talló hábilmente. Armó las tablas una a una. Apiló hojas de palmera para hacer un tejado sólido. Organizó una pequeña estancia aparte, que servía de cocina.

Pasaba la noche con ellos. Nuestros encuentros eran breves, pero me sentía muy feliz al volver a verlos.

Descubrí que mi madre había logrado conservar su pequeña hacha: una herramienta esencial. Había convencido al responsable del pueblo de que la necesitaba imperiosamente. Iba a menudo a buscar agua: cuatro horas de camino a la ida y cuatro horas a la vuelta, con un bidón de plástico. Mi padre estaba agotado. Ya casi no caminaba. Flotaba dentro de su camiseta negra, que era una herencia de los viejos tiempos. Como todos los hombres elegantes de cierta generación, llevaba una camiseta blanca debajo de la camisa. Esa prenda de ropa interior, teñida, se convirtió en su último traje. Al alba me sonreía con tristeza, con mi madre a su lado.

Corría hasta la pista, a la salida del pueblo: la niebla ya se disipaba. Me volvía por última vez: los miraba y no hacía ni un gesto.

En primavera, para cambiar de las historias de fantasmas y apariciones, relaté a nuestro grupo la fabulosa expedición a la Luna, de hecho, todo el proyecto Apollo, hasta las célebres palabras de Armstrong, cuyo nombre ignoraba. «Un paso pequeño para el hombre, un gran paso para la humanidad». Muchos no me creyeron y me decían: «No es verdad, te lo inventas. ¡Es imposible!», tanto más cuanto que los jemeres cuentan con numerosas fiestas ligadas a la Luna, tradiciones, oráculos y leyendas. De pequeño, cuando preguntaba a mis padres sobre los cráteres de la Luna, me respondían: Rithy, no son cráteres. Son los rasgos de un viejo y una vieja que viven allí arriba, bajo un árbol… Yo miraba hacia el astro frío y soñaba. Nunca he olvidado esa imagen.

Aquella noche, respondí que no me inventaba nada y que había visto en la televisión al cosmonauta descender de su vehículo lunar, el famoso LEM. La imagen temblaba. Todo era lento. Evoqué los primeros pasos sobre el polvo negro. Expliqué sus experiencias: Armstrong recogiendo muestras con una pala. Y concluí con el regreso de los tres hombres a la Tierra. Una voz preguntó: «Pero ¿quién era esa gente?». Respondí: «¡Unos americanos!». ¡Vaya error! Hubo un largo silencio embarazoso y dormimos.

Al día siguiente por la tarde, la «maestra» de los grupos de jóvenes me convocó con un tono inapelable: «¡Camarada Thy! ¡Ven aquí!». Me aproximé al centro del círculo y ella me dirigió una mirada terrible: «¡Camarada! Tienes que hacer tu autocrítica. Ayer contaste que unos hombres habían ido a la Luna y elogiaste a los imperialistas americanos. Son invenciones. Mentiras. Tu comportamiento es inaceptable. Difundiendo esas leyendas, traicionas a la revolución. Traicionas a tus camaradas. Te escuchamos».

Sin duda ella oyó mi historia, desde su cabaña, que se hallaba muy cerca; o bien fueron a contársela. Evidentemente, yo no tenía malicia alguna. Maravillado por el proyecto Apollo, había perdido mi recelo. Yo no sentía odio hacia Estados Unidos ni el imperialismo. Tuve que afrontar las críticas de los siete u ocho chavales que la noche anterior me habían escuchado. Ellos también eran culpables: me habían escuchado sin reaccionar, y sin duda me habían creído. Dijeron que estaban equivocados, que habían caído en una trampa, que habían sido inconsecuentes, que no deberían haber prestado atención a mis historias, que a partir de ese momento estarían atentos, que el Angkar, por descontado, guiaba sus vidas…

Cuando llegó mi turno, repetí muy serio lo que se había dicho, sin comprenderlo del todo: Estados Unidos, el imperialismo, la propaganda, las mentiras, la Luna… Me miraban fríamente. Sobre todo, no llorar, no temblar. Conservar la calma. No empeorar el caso. Mi autocrítica fue total, ya que en el mundo jemer rojo, el tiempo no existía. Así que retrocedí en el tiempo y critiqué también mis historias de fantasmas, que no eran suficientemente revolucionarias. Al cabo de una hora, estaba agotado. Humillado. Triste y vencido. El narrador de cuentos había muerto y yo ya no era cocinero.

Al día siguiente, fui con mis camaradas al arrozal, sobre el que se abatía ya el sol resplandeciente de la revolución.

Him Huy, un guardián recién destinado al S21, redactó su autocrítica:

Ayudé a mis padres, a mi familia. Siempre hablo correctamente a la gente, incluso a los ancianos.

Mis puntos flacos: a veces utilizo palabras incorrectas. Me encolerizo fácilmente. Adoro divertirme, ir al teatro y al cine. Bailar. Escuchar la radio. A veces he robado fruta, pero fue para comérmela.

Mi vida sentimental: estuve enamorado de una chica, pero no toqué su cuerpo. Y no le dije palabras incorrectas. La amé en secreto.

He descubierto mi carácter durante la revolución. Me he esmerado en el cumplimiento de las misiones que el Partido Comunista me ha confiado. No he dudado. No he protestado ante ninguna misión, ni siquiera si era difícil o me hacía sufrir. He luchado para cumplir esas misiones. Puntos flacos. A veces tengo palabras incorrectas para con mis camaradas. Bromeo demasiado. Me enfurezco rápidamente cuando doy órdenes. En mi seguimiento de la base no soy lo bastante regular ni serio ante las actividades del enemigo. Me tomo demasiado a la ligera las actividades del enemigo. No soy suficientemente estricto en mi trabajo. Tampoco soy suficientemente inteligente y rápido en mi misión. No he adquirido mucha experiencia, no tanta como hubiera debido. Soy muy inconstante. He tenido que ser arrestado por mis superiores para centrarme de nuevo.

Lo que debo cambiar: juro enmendar mi carácter que no es revolucionario. Lo corregiré de todo corazón. Me esfuerzo en reconstruir una posición revolucionaria, según el principio de la clase proletaria del partido.

A la llegada de los jemeres rojos, la gente pareció quedar hipnotizada, y de entrada porque pensaban, al igual que mi padre a su manera, que los revolucionarios tenían razón. La buena fe del exterminador a ojos del exterminado. No era sólo una creencia, sino una creencia racional.

Hoy sé que la velocidad es un factor decisivo que retrospectivamente parece no tener tanto peso. No tuvimos tiempo de sentirnos fascinados ni siquiera convencidos. Fuimos desplazados de inmediato. Condenados a morir de hambre. Separados. Aterrorizados. Privados de palabra y de cualquier derecho. Nos rompieron. Nos ahogaron con hambre y miedo. Y toda mi familia desapareció en seis meses.

A los trece años aguanté de pie en un vagón de ganado. A veces la puerta estaba entreabierta, pero no salté.

La pasión de la confesión es temible. Hace que uno dude incluso de la verdad. Peor: hace que uno llegue a dudar de la importancia de la verdad.

La tarde en que hice mi autocrítica, tras haber explicado la misión Apollo, no pensé ni por asomo en justificarme ni en defenderme. Dije lo que había que decir. Me doblegué a los deseos de los responsables jemeres rojos. Hablé para poder volver al silencio. Ser invisible significaba estar vivo; ser casi un individuo.

Duch evoca esa orden que pende sobre todas las demás: la «verdad proletaria». Más tarde, atribuirá la fórmula a su superior Nuon Chea: «Hay que pensar en la verdad proletaria. No pienses en la verdad burguesa».

A menudo, a lo largo del rodaje de S21, la máquina de matar de los jemeres rojos, les pedía a los «camaradas guardianes» que «hicieran gestos» de la época frente a la cámara. Preciso: no les pedía que «actuaran» sino que «hicieran gestos», una manera de prolongar la palabra. Si era necesario, lo repetían diez veces. Veinte veces. Reaparecían los reflejos y pude ver lo que sucedió realmente. O lo que era imposible. El exterminio apareció en su método y su verdad.

En el S21, la disciplina del Angkar era absoluta: el prisionero confesaba haber traicionado a la revolución; firmaba una confesión detallada; ésta era confiada al pueblo en la persona de Duch, que informaba directamente al Comité Permanente de Pol Pot. Una vez realizado ese trabajo de seguridad, se daba paso a la justicia. Con los ojos vendados, el culpable era conducido a Choeung Ek, donde era ejecutado, enterrado y borrado para siempre.

En el S21, Duch exigía una confesión: una nueva historia que borrara la historia. No importaba que esa confesión fuera incoherente o absurda. Quien contaba y construía esa nueva historia era un traidor. Hablaba como traidor. Reconocía sus crímenes y sus mentiras. Y era condenado por el relato que se le exigía.

En algunas ocasiones, el propio Duch se ponía manos a la obra. Reescribió ciertas confesiones, por ejemplo la de Nget You llamado Hong: tachó páginas enteras que no le convenían y adaptó las confesiones forzadas a sus necesidades o a su lógica, antes de darlas a mecanografiar.

Al analizar detalladamente ese proceso, cuando se «hacen los gestos», se ve lo mucho que mintió Duch y cómo sigue mintiendo. Hasta qué extremo su palabra oscila. Por ello le enseño una fotografía, tomada en su momento por uno de los fotógrafos del S21. Se distinguen claramente manchas de sangre en el suelo y las paredes. Duch me responde que jamás vio sangre en el edificio.

Luego le muestro una fotografía de Bophana. De entrada, no la reconoce. No se acuerda. Sin embargo, el 26 de septiembre de 1976 anotó, bajo ese rostro: «Es la esposa del despreciable Deth. Esta zorra es hija del despreciable Ly Thean Chek». Bophana, sin embargo, era hija de Hourt Chheng, un respetado personaje del distrito de Baray e incluso de la provincia de Kompong Thom, donde enseñaban Duch y Mám Nay… Así lo escribe en su confesión. Pero Duch, por esa burda confusión, convertía a esa joven en hija de un diputado enemigo y por ello en una enemiga.

Insisto: Bophana escribía cartas de amor y Deth le respondía citando a Shakespeare. Usted se incautó de esas cartas y las utilizó como prueba de la traición contra ella. ¿No lo recuerda?

Duch: ¿Anoté algo en el informe sobre Bophana?

Yo: Sí. Mire, todo lo que está en rojo lo escribió usted. A buen seguro leyó las cartas…

Examina la confesión: «Es exacto…». Suspira. Su mano izquierda coge otra página.

Duch titubea. Frunce el ceño. Pide tiempo. Yo insisto. A la fuerza, el recuerdo reaparece. Y Duch acaba por reconstruir, de memoria, la historia de esa joven, desde su arresto hasta la muerte de su marido. Porque leyó, anotó y discutió sus sucesivas confesiones, como las de todos los prisioneros del centro. Escribió «Destruir» junto al nombre de ella, en los libros de registro que no pudo quemar a tiempo, en enero de 1979.

Durante cuatro años, la capital estuvo completamente vacía, con la excepción del gobierno, de algunas embajadas y del S21. Duch reconoce: «Todo el mundo lo supo, lo oyó y lo vio. Hasta con los ojos cerrados se sabía que no quedaba nadie en Phnom Penh». La cursiva es mía.

Lamento que el tribunal no organizara careos a fondo sobre esos aspectos, aunque sólo hubiera sido para establecer una documentación histórica. ¿Por qué Nuon Chea, que fue su superior jerárquico tras Son Sen, hoy fallecido, no ha declarado en el proceso de Duch mientras aguarda su propio proceso en la misma cárcel? Tanto más cuanto que centenares de confesiones llevan la siguiente mención manuscrita de Duch: «Pendiente de someter al camarada Nuon Chea»; y a veces la mención: «Pendiente de someter al camarada Van» (Ieng Sary, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, hoy encarcelado). Nuon Chea e Ieng Sary se hallan en sus celdas, a treinta metros del tribunal donde se juzga a Duch.

De la misma manera, habría que haber examinado ciertos libros de registro: cada columna, cada línea, cada firma, cada comentario merecen un análisis, un debate, careos. Así es como se degüella a la bestia.

El juicio de John Demjanjuk, acusado de complicidad en el asesinato de 28.060 judíos en Sobibor, se celebró en Múnich de 2009 a 2011. Según Le Monde, permitió examinar cerca de 40.000 documentos, «más de un centenar de los cuales los jueces leen, pacientemente, día tras día, ante un exiguo auditorio. […] Fue necesaria una decena de audiencias para autentificar el "mapa Trawniki", pieza clave para el ministerio público. Muchas más para evocar Sobibor, "un campo en el que sólo residían las personas que iban a morir a lo largo de aquel día y las que participaban en su muerte", como se recordó en varias ocasiones».

Duch murmura, alzando la mirada al cielo: «Una prisión inmensa, ¡ya la vi! Pero no quería saber ni ver el sufrimiento de quienes estaban allí. Huí. Veía los edificios pero no quería ver el sufrimiento. Mis sentimientos me impedían verla. Aunque la hubiera visto, no me habría fijado».

Más adelante: «No ayudé a nadie. ¿Quién moría y cuándo? Dejé eso al karma, ¡y que los tiraran!».

Concluye: «Con el tiempo, se olvidan esos detalles sin importancia. Algunas cosas iban más allá de lo aceptable y sin embargo las hice. Por eso me obligo a olvidar, para no atormentarme demasiado. Trato de olvidar y con el empeño acabo por olvidar».

Mientras cavábamos un canal de regadío, recibí un golpe de pico en la parte interior del pie. El metal hizo mella en el hueso. No era grave pero sí doloroso. Los primeros días cojeé. Luego, con la tierra húmeda, el polvo, la transpiración, el barro, el agua estancada y la falta de alimentos y de sueño, la herida se infectó. Enrojeció y creció: el agujero abierto me dolía cada día más. La carne caía como láminas de papel mojado. Estaba podrido y me asqueaba mi propio olor a azúcar rancio. El responsable jemer rojo me convocó: «El Angkar te envía a casa de tus padres. ¡Cúrate y luego regresa!». Esa comprensión me aterrorizaba. ¿Desde cuándo se curaba a los humanos? ¿Desde cuándo se curaba a los vivos?

Me transportaron en una carreta hasta nuestra cabaña, en Trum, donde mi madre probó cuanto estaba a su alcance: cataplasmas, hojas de tamarindo…, pero, por descontado, ya no había ni desinfectantes, ni vendas, ni esparadrapo, ni antisépticos. Aún veo a mi madre buscando una tela limpia para proteger mi piel. Todo estaba sucio. Todo era viejo. Ella iba a buscar agua con un cubo, a varios kilómetros de allí, y pasaba horas lavando y aclarando los vendajes amarillentos.

Estaba postrado y me arrastraba con los puños por nuestra cabaña donde no había casi nada: toda nuestra vida reducida a unas tablas, unas lianas y unos petates arrastrados desde Phnom Penh.

En esa época, mi padre empezó a decir a unos y a otros: «Yo no como lo que no se parece a comida para seres humanos». Al hablar así, sabía que se quedaba sin comer. No era una política: era su propia vida, la voluntad de defender hasta el final su idea de la dignidad y del progreso. Como si hubiera deseado ser el último hombre.

Mi padre había viajado mucho: a Egipto, Francia, Estados Unidos y Europa del Este. Yugoslavia le interesaba en particular y recuerdo que todos los meses recibíamos revistas de Belgrado. Había comprendido que el nuevo poder sería implacable y que el proceso de deshumanización no se detendría; que la ideología podría con todo.

Mi madre buscaba arroz para él por todas partes. Él comía una cucharada y nos daba el resto. Mis sobrinos, que tenían cinco y siete años, hasta fueron a robar arroz al granero del pueblo, que era también la casa del jefe. Rascaron las tablas y recogieron un poco de arroz con cáscara en sus manitas de niños. Los sorprendieron y los detuvieron. Mi madre se indignó: «¡Si no quieren que roben, no tienen más que darnos arroz!». Nadie supo cómo reaccionar ante semejante audacia. Y volvió a casa con mis sobrinos.

Poco a poco, mi padre dejó de alimentarse. Había decidido que se había acabado. Adelgazó mucho y ya casi no caminaba.

Sentado en la sombra, dormitaba. A veces abría unos ojos extraviados y me miraba de una manera extraña, creo que con cierta piedad. La muerte sabe.

Yo tenía miedo. La estancia común no era grande, pero aún conseguía alejarme de aquel hombre en declive. Me quedaba en el umbral de la puerta. O pegaba mi estera contra la pared y cerraba los ojos. No quería ver aquella decadencia. Estaba furioso con él y sentía ganas de gritar: «¡Hay arroz! ¡Come! ¡Recupera fuerzas!». Pero ¿qué se podía hacer? Nada. ¿Con quién se podía hablar? Con nadie.

Mi madre cuidaba de él pero estaba extremadamente inquieta. Una mañana vino a buscarme a la cocina, donde yo vigilaba la cazuela de arroz: «Rithy, tu padre se va. Ven».

Me deslicé hasta él. Me arrodillé sobre las tablas que crujían. Tumbado sobre una estera, mi padre no abría los ojos. Tenía los pómulos hundidos y la piel gris. Ya casi no respiraba. Aguardamos en silencio. Y vi su fin. Sí, vi cómo se detenía su aliento. Los pulmones que se paran. Fotografié ese instante en mi memoria. Era inimaginable. No alcanzaba a comprender por qué mi padre había actuado de aquella manera, por qué se había ido, por qué nos dejaba solos con los jemeres rojos, solos en aquel mundo aterrador. Hoy me reprocho no haber estado verdaderamente a su lado, no haber sabido compartir su silencio.

El entierro tenía que llevarse a cabo rápidamente, y antes del anochecer, debido al calor. Mi madre había conservado una bonita sábana blanca y la extendió sin decir palabra. Acaricié los bordados, irreales, de otros tiempos. Acto seguido, envolvimos el cuerpo en aquel sudario y luego en una hoja de chapa.

Mi madre se negó a asistir al entierro, que le parecía indigno de su marido y de sus convicciones, indigno de su familia. Rechazaba el zinc y la tierra impregnada de agua de los arrozales. Así que fue mi hermana mayor quien acompañó a nuestro padre. Corría el rumor de que los cuerpos eran desenterrados y desnudados. Que a veces se los comían. ¿Iban a robar el sudario? Nunca tratamos de averiguarlo.

Esa noche me quedé con mi madre. Era la estación de las lluvias. El calor parecía ascender de la tierra como un agua invisible. Estábamos sentados sobre una estera, apoyados contra una pared de palmera. Lentamente, en voz queda, me contó el funeral de mi padre, tal como yo habría podido contarlo, yo también, tal como ella lo imaginaba, tal como hubiera debido ser, tradicional y respetuoso. «Ves, en primera fila, frente al bonito ataúd de madera, están los representantes de los alumnos; de los profesores; luego los representantes del ministerio, que avanzan llevando coronas de flores; la familia va tras ellos. Ahí estamos todos, reunidos. Los hermanos, hermanas, primos, tías. Los sobrinos. Han venido de todo el país. Algunos han caminado dos días. Otros han tomado un autobús o el tren. Ahí estamos, a su lado. Silenciosos, amantes».

Sabía que mi padre había partido con dignidad. Era lo que deseaba. Esa noche ella me guió a través de una leyenda jemer. Sin dejarse ni una etapa de la ceremonia. Invocamos a los antepasados y luego callamos.

El entierro de palabra duró toda la noche. A bordo de ese frágil esquife, la muerte de mi padre me pareció menos dolorosa. Pero al alba, estábamos solos.

Estaba sorprendido puesto que mi madre lloró muy poco, ella que siempre había estado junto a su marido, ella que había dado a luz nueve hijos de él. Cuando lloraba, era en silencio. Era casi invisible. Más adelante, comprendí que no quería rendirse. Llorar era rendirse. Había que alzar la frente, demostrar a los jemeres rojos que éramos dignos y rectos: que aguantábamos como había aguantado nuestro padre. Que estábamos por encima del drama. Que éramos seres humanos.

Finalmente mi madre nos dijo: «Hay que comer el arroz de vuestro padre. Lo necesitáis». Ella no comió nada, pero cada uno recibimos una pequeña ración. Años después, aún recuerdo el sabor de esa cucharada de arroz, extraño y amargo: como si lo hubiera robado.

Creo que mi fe en el cine procede de ese día. Creo en la imagen aunque, por supuesto, esté realizada, interpretada y trabajada. A pesar de la dictadura, se puede filmar una imagen justa.

Algunas noches me agacho hacia la tierra. Mis rodillas se hunden. Abro las palmas de mis manos de niño. Aspiro el agua oscura entre los labios, huele a paja vieja y mojada. Vosotros que creéis en un mundo mejor, un mundo sin clases, sin moneda, un mundo radiante que aspira al bien de todos, ¿habéis sentido el arrozal deslizándose por vuestras gargantas? ¿Conocéis el sabor de las charcas donde han dormido las anguilas? Me despierto sobresaltado.

Duch ordena sus documentos. Alinea los papeles y las carpetas, apilándolos sobre la mesa con gestos entrecortados, y se pone en pie: «Reflexionaré sobre los crímenes cometidos contra mi pueblo. Y sobre lo que más me duele».

Sin arroz, sin agua, sin fuerzas, ¿cómo resistir? Sin amigos, sin hermanos ni hermanas de combate, ¿cómo huir? ¿Cómo seguir siendo un hombre? Había que sobrevivir. Ése era nuestro primer deber. Nuestro primer combate. Rebelarse significaba, en primer lugar, vivir. O más bien: seguir vivo.

Tras la muerte de su mujer, un padre criaba solo a su hija de cinco años. Una mañana, mientras estaba arando, encontró dos caracoles en la tierra húmeda. Los mostró con orgullo a su hija, que se había quedado en el talud. En plena hambruna, era un verdadero tesoro. En el momento en que se guardaba los caracoles en el bolsillo, se aproximaron unos jemeres rojos. Era un individualista, un enemigo del Angkar. Lo golpearon y lo ataron a un poste, junto al arrozal. Pasaron las horas. La temperatura se volvió insoportable. El hombre gemía. Las hormigas trepaban por su cuerpo, a cientos y luego a miles. Invadieron su boca y su garganta, sus orejas y sus ojos. El hombre se retorcía y gritaba tanto como podía y se desplomó. Entonces se acercó una campesina, tomó de la mano a la niñita que llevaba ahí desde la mañana y le dijo: «Ven conmigo». Las dos fueron hasta el pueblo andando. Es esa niña que llora en silencio frente a mi cámara, unos años más tarde.

Al escribir estas líneas, siento que la rigidez se apodera de mi mano, esquiva la muñeca y asciende hacia el codo y el hombro. Como si me rozara una aguja.

Proverbio jemer: «La verdad es un veneno».

La «lengua de masacre»: Duch utiliza esa expresión, en su celda. Contemplo una foto del S21 en la que se ve a una madre triste que lleva a su bebé en brazos. La madre sería torturada. Ambos morirían, pero separados. En otra foto, un niño casi desnudo está tendido en el suelo, en una celda de madera que mide sesenta centímetros de ancho, en la primera planta del S21. También moriría.

En general, a los hijos de los enemigos, a los que llamaban «niños enemigos», los estrellaban contra el tronco de un árbol. Pero se conoce por lo menos un caso de un bebé arrojado por la ventana de la tercera planta, delante de sus padres. El guardián que lo contó enterró el cadáver, por orden de su jefe.

Los jemeres rojos acuñaron la palabra kamtech, que pido a Duch que defina, pues la escribió miles de veces y aún la utiliza en la actualidad. Duch es claro: kamtech significa destruir y borrar cualquier rastro. Pulverizar. El tribunal lo traduce por «aplastar», que evidentemente es muy diferente… La lengua de masacre está en esa palabra. Que no quede ni rastro de la vida, ni rastro de la muerte. Que hasta la muerte sea borrada.

Es el secreto sobre el que se cimienta el terror duradero y sin rebelión. Por ello la ropa y los bienes de Bophana —un «botín de guerra»— fueron repartidos entre los demás en cuanto fue transferida al S21. Desaparecida Bophana, desaparecía todo lo de Bophana. Y ese borrado es una muerte imperceptible.

Duch precisa: tras la muerte no se avisaba a la familia, no se entregaba el cadáver y no se explicaba el porqué. El Angkar no tiene que justificarse, puesto que el Angkar es la única familia.

Escribí sobre mi padre: «Conocía el comunismo». Asumo cada una de esas palabras, a pesar de que algunos piensen que el comunismo no se ha experimentado de verdad y que la idea de comunismo perdura. Las palabras salen disparadas, ondean… Tal vez, en ese caso, no hay historia humana, ni realidad, sino razonamientos, hipótesis y la cámara de las ideas, que es un cielo.

No bastaron tantos años y tantos países, tantos millones de víctimas. Cada uno asume sus responsabilidades: al elegir determinadas palabras, se elige la propia arma. Sin embargo, lo escribí: no huimos en 1975. Mi padre pensaba que una vez superados los sobresaltos inherentes a cualquier revolución podría ser útil, que trabajaría en favor de la educación de todos y por lo tanto en pro de la libertad y la justicia.

Desde los primeros momentos, empero, el régimen actuó con crueldad. La muerte estaba por doquier. Aquello que mi padre había visto en Europa del Este —la falta de libertad, el poder absoluto del grupo, la pasión por el secreto, la miseria de todos, el deseo de huir— se hizo realidad en la Kampuchea Democrática a una velocidad pasmosa. Y la velocidad del paso al comunismo perfecto fue proporcionalmente inversa a la cifra de muertos.

Duch me espeta un día: «Es un error ver el gran impulso hacia delante desde el ángulo del desarrollo económico. El gran impulso hacia delante es la destrucción de las clases». Pol Pot sólo quería dos clases, y rápidamente.

Por supuesto, es imposible comparar los regímenes soviético, chino y camboyano, pero en todos ellos veo campos y prisiones, violencia, paranoia. Veo en todos ellos el odio hacia los hombres y las ideas. A los intelectuales occidentales que han escrito odas y poemas, dazibaos, panfletos, libros o artículos entusiastas, y que aún hoy, desde el mundo democrático, aspiran a un comunismo nuevo, purificado, alisando en los salones su radicalismo de terciopelo, les digo: no hay más que un hombre.

Copio dos frases. Trato de imaginar, con calma y sencillez, lo que significa cada palabra. Son frases humanas. Son acciones llevadas a cabo por humanos y sobre humanos. Sin embargo, carecen de humanidad.

Disecar a una mujer viva.

Extraer toda la sangre de una mujer.

Vuelvo a copiarlas. ¿Cómo grita un ser humano cuando le abren el vientre? ¿Cuando le cortan el hígado? ¿Cuando le extraen las vísceras? ¿Cómo grita un ser humano cuando comprende que le están extrayendo toda su sangre y no va a salir de ésa? Esos experimentos se llevaron a cabo en el S21. Duch explica: «La vivisección servía para estudiar anatomía, pero yo no estaba de acuerdo con ello». Y, sin embargo, se llevó a cabo.

Que no me digan que soy un voyeur. Trabajo sobre los hechos. Las imágenes. Los archivos. Trabajo sobre la historia, a pesar de que nos incomode. Lo compruebo todo. Traduzco cada palabra. Analizo cada signo, lo que se dice, lo que se escribe y lo que se oculta. Si tengo una duda, la aclaro. Y muestro lo que sucedió.

Primo Levi temía no ser creído. Mi miedo: que mis allegados sufran por lo que voy a contar. Entonces me distancio. Sueño que la palabra se atenúa.

Duch: «Por supuesto, puedo ver, pero mi inconsciente me impide ver».

Louis Althusser, carta del 12 de septiembre de 1969 a su mujer: «El fin de la explotación del hombre por el hombre es el fin de la explotación de un inconsciente por otro».

Vann Nath: «Duch se sentó en un sillón y miró cómo yo pintaba el retrato de Pol Pot. A veces se sentaba muy cerca: escrutaba el cuadro por encima de mi hombro. Me hablaba de pintores famosos, de Van Gogh y Picasso. Cuando pintaba el cabello de Pol Pot, evitaba los movimientos bruscos para que Duch no pudiera pensar que se trataba de una falta de respeto… Trabajaba la cabeza con suavidad, mediante pinceladas ligeras. Y para la superficie del rostro, era necesario un color rosado, una piel lisa y fina, tan hermosa como la de una muchacha virgen. Así Duch estaba contento y aceptaba el cuadro».

En su celda, Duch dibuja incesantemente pilas de cráneos. Acaba incluso por obsequiarme uno de sus bocetos, extraordinariamente sombrío y confuso: cráneos, siempre, centenares de cráneos; y en el centro, Pol Pot.

A petición suya, le llevo una Biblia. Y, de París, una gramática francesa y lápices HB. Le gusta conversar en francés, y me recita orgulloso pasajes de Balzac o poemas.

En ocasiones, hablamos de pintura. Conoce pero no aprecia demasiado la obra de Van Gogh. Parece fascinado por los retratos con la oreja cortada. ¿Será por la dificultad de representarlo? ¿De captar el rostro entero y, si me apuran, en su integridad? ¿Será por la imposibilidad de mostrar la cabeza de un hombre al pueblo y a la sociedad?

Critica a mi amigo Nath: «No es un gran pintor: en sus cuadros nada se parece demasiado a la realidad». Le respondo que, en el caso de Nath, hay que analizar la fuerza de su trabajo sobre la memoria. Nath es pintor y un superviviente, y un superviviente porque era pintor. Su trabajo sólo se puede entender desde esa perspectiva. Y Duch me habla de estética y de técnica pictórica, como si olvidara que Nath pintó durante un año retratos de Pol Pot en el corazón mismo del S21, trabajando únicamente a partir de fotografías y de películas de propaganda. Duch concluye de manera extraña: «No le diga a Nath lo que le acabo de confiar. Lo digo por decir, ¿eh?…».

Picasso no le gusta, en particular las «cabezas de toro». ¿Es la afirmación del deseo y de la fuerza lo que le incomoda? ¿Es el pintor en su propia libertad? Creo que el único artista al que admira sinceramente y a lo largo del tiempo es Leonardo da Vinci. Evoca La Gioconda y me explica que se parece a una jemer. Murmura: «En ese retrato hay algo camboyano». Me pregunto: ¿Ve en ella a una heredera del reino de Angkor? ¿Lo emociona su belleza serena? ¿La pureza de la ropa, las manos y el cuello? ¿O acaso es el equilibrio de la obra del Renacimiento y, digámoslo, su matemática?

Ofrezco una hipótesis: Duch está fascinado por esa mirada que se dirige a nosotros y a la vez flota, por esa mirada imposible de captar. Como si sólo hubiera un envoltorio de carne. Como si no hubiera un ser humano.

Anduve descalzo durante cuatro años. Me parece que jamás perdí el callo oscuro y áspero. O bien mi piel recuperó su aspecto humano, y fue mi corazón el que encalleció.

Las primeras semanas no nos inquietamos ante las desapariciones. No sabíamos nada acerca del país, de nuestras familias, de nuestros amigos y de nuestros vecinos: ni de nosotros mismos. De repente, uno u otro ya no estaba allí, y era como si jamás hubiera estado allí. Desaparecido. Todo iba dirigido a quebrar las relaciones humanas. Los desplazamientos eran incesantes y sin lógica. Los jemeres rojos se presentaban al anochecer y nos espetaban: «Orden del Angkar tenéis que partir, inmediatamente». No había discusión posible y cada uno cogía su petate. A veces caminábamos de noche, con un destino desconocido. Éramos objetos.

Me repito, pero la repetición es indispensable para abordar los grandes crímenes: dudo de que jamás existiera semejante régimen, en el que todas las vidas estaban controladas hasta ese extremo. ¿Qué decir de un país que se convierte por entero en un gigantesco campo de trabajo? ¿Cómo calificar esos 1,7 millones de muertos en cuatro años, y sin medios de exterminio de masas? ¿Dictadura del terror? ¿Crimen contra la humanidad? ¿Suicidio de una nación?

Tras esos crímenes había un puñado de intelectuales, una ideología poderosa, una organización sin fallos, una obsesión por el control y en consecuencia por el secreto, un absoluto desprecio hacia el individuo y un recurso constante a la muerte. Sí, había un proyecto humano.

Por ese motivo las expresiones «suicidio de una nación», «autogenocidio» o «politicidio» me disgustan profundamente, aunque convengan a todo el mundo. Una nación que se suicida es un cuerpo único. Y un cuerpo al margen del cuerpo de las naciones. Es enigmática, inabordable. Es una nación enferma. Tal vez loca. Y el mundo es inocente. En los crímenes de la Kampuchea Democrática, en la intención de esos crímenes, está la mano del hombre, el hombre en su universalidad, el hombre en su integridad, el hombre en su historia y su política. Nadie puede considerar esos crímenes como un particularismo geográfico o como una singularidad de la historia: al contrario, el siglo XX culmina en ese lugar, incluso todo el siglo XX.

Es una fórmula excesiva, por supuesto, pero en su exceso contiene una verdad: esos crímenes se formaron en la Ilustración.

A la vez, no me lo creo. No sólo existía Saint-Just. Y la literalidad es un delito.

Recoger mis pertenencias era sencillo: poseía una muda de ropa, negra, por descontado. Una cuchara grande «US», que mi madre había cambiado dos o tres días después de la evacuación de Phnom Penh. Era un bien precioso: con una cuchara grande, se coge más comida en los platos comunes. Ahí comenzaba la lucha. Finalmente, me quedaba una camisa blanca que no me ponía nunca; y una hamaca negra, cosida por mi madre con una sábana. Eso era todo. Las prohibiciones eran innumerables y los registros incesantes. Jamás hubiera osado ocultar algo. Antes de 1975, uno de mis hermanos que estudiaba en París me envió un bonito pantalón de terciopelo gris. Con esa tela, mi madre me había cosido una pequeña mochila y ahí guardaba mi cuchara y mi ropa. Los días difíciles, frotaba el terciopelo gastado, y recordaba los dedos de mi madre, su rostro y su amabilidad. Yo era un niño, y así iba por el mundo.

La puesta en común tuvo sus cosas buenas al principio, aunque la igualdad jamás fue real. Recuerdo haber odiado al hijo de un campesino que pasaba frente a mí sonriendo, con varios pescados colgando del cuello: yo era incapaz de pescar ni uno solo. Luego las cosas buenas desaparecieron. Ya no se compartió nada, ni hubo trueques, ni se decía nada. Cada uno iba a la suya. Vi morir a niños, enfermizos o no. Y a adultos.

La resistencia humana es misteriosa: actué como un animal. Recuerdo haber quemado grandes bosques, junto con otros niños, para preparar maizales, y haber aguardado tres días a que la tierra dejara de humear. Al alba, caminábamos descalzos sobre las brasas. Rascábamos las cenizas y la tierra quemada como perros, con nuestras pobres patas. Seguíamos nuestro instinto. Sin reflexionar. Peleando. Y hallábamos animalillos atrapados por el fuego, ardillas, lagartos y caracoles, que devorábamos allí mismo.

Más adelante, trabajé en la montaña. Llovía de día y de noche. Las serpientes se deslizaban de un matorral a otro. Nos enfrentábamos a las cobras a garrotazos. Acababan asadas a la brasa.

Tiritaba en mi hamaca mojada por la lluvia. Era imposible moverse, imposible dormir e imposible hablar. Aprendí a ahorrar fuerzas, a no luchar contra el frío y el cansancio sino a acompañarlos. No pensaba en nada: estaba vivo.

Sólo he elegido dos planos para filmar a Duch: frente a la cámara y en un leve escorzo. El dispositivo es sucinto, austero.

Al principio, Duch apenas me mira. Se vuelve o mira la pared opuesta. Le digo: «¡Sólo le puedo filmar la oreja! ¡Tendrá que mirarme!». Se sobresalta. Para él es una frase terrible, tengo ese presentimiento. Y cambia de posición. Se acostumbra y me habla. Sus ojos, sin embargo, huyen hacia lo alto, como si buscaran la luz o ideas. Lo filmo. Durante horas, habla sin decir nada. Luego se inclina hacia delante y reconoce una foto. Se echa atrás. Titubea. Explica con su voz dulce que en la oficina 870 se sabía todo: era la sede del Comité Permanente del partido. O lo que es lo mismo: Pol Pot, Ieng Sary, Nuon Chea y Khieu Samphan. Precisa: «No soy un paranoico como Pol Pot». Reescribe su resistencia pasiva entre 1971 y 1979, del M13 al S21: «Dado que no podía protestar, huí». Duch se zafa. Suelta retazos de verdad. Nunca intento acorralarlo. Pero forzosamente acaba por contradecirse. La verdad aparece gracias al cine: el montaje contra la mentira.

Echo cuentas de las atrocidades cometidas en el S21 que ha evocado a lo largo de las entrevistas. Los «camaradas interrogadores» del «grupo mordaz» son mucho más claros. Sus voces y sus miradas son límpidas. Si se realizaban bien, las torturas no debían conducir a la muerte sino a la confesión. La unidad médica facilitaba regularmente un informe conciso y frío. De vez en cuando, se dispensaba atención médica para que el suplicio pudiera proseguir. Por ello hay fotografías de prisioneros muertos a causa de las torturas en las que a algunos se les ven vendas o apósitos.

Las torturas fueron inventariadas, codificadas y llevadas a la práctica en el M13: azotar al prisionero hasta hacerlo sangrar; ahogarlo en una bolsa de plástico; clavarle agujas bajo las uñas de las manos y golpear las agujas, con una regla o una vara; electrocutar al prisionero poniéndole el cable en las orejas o en los genitales; obligarlo a comer excrementos con una cuchara. Y eso prosiguió en el S21.

Finalmente, hubo también violaciones, aunque oficialmente no existieran. Se conocen varios casos probados en el S21. ¿Quién podría creer que esas decenas de jóvenes interrogadores, enclaustrados durante años en ese lugar horrible, nunca mantuvieron relaciones sexuales? Durante la preparación de mi película, uno de los interrogadores explicó que torturó a una joven: «La deseaba, así que la golpeaba con fuerza, cada vez con más fuerza». Repite: «Golpeaba y golpeaba». De repente, enmudece.

Me pregunto a mí mismo. ¿Hay una escala en la tortura? ¿Hay una estrategia del miedo? Sin duda, pero Duch no dice nada al respecto. No ver. No mirar. No oír. Anotar los informes en su despacho: ésa era su posición oficial. Lo cito: «En cualquier trabajo policial, hay cosas buenas y cosas malas». La política como salvoconducto. La utilidad como marco de tolerancia.

En una página de una confesión, Duch recomienda: «Tortura medianamente fuerte».

Algunos verdugos fueron denunciados en el propio seno del S21. Sabotaje. Traición. Violación. La política de la confesión no tiene límites. Fueron fotografiados, como cualquier prisionero del centro, pero sin la gorra que lucían en sus fotografías de «camarada torturador». Y luego les ocultaban el rostro bajo una manta. La decadencia había comenzado.

Duch evoca también la experimentación de fármacos en prisioneros. Y la toma de muestras de sangre de ciertas mujeres, cuestión sobre la que volveré. Duch precisa: «Es más sencillo transportar cadáveres».

Oigo a Jacques Vergès, en el documental que le consagró Barbet Schroeder, El abogado del terror: «Hay quien dice que el genocidio es un crimen premeditado. Yo digo que NO. Hubo muertos, hubo hambruna, y fue involuntario. Sin embargo, hubo una represión condenable mediante tortura, pero eso no se aplicó a millones de seres humanos. Por otra parte, respecto a la cifra de muertos, no hay más que ver las fosas que se han encontrado, no coinciden con el número de muertos de que se habla». Luego: «Se han ignorado los bombardeos estadounidenses y el hambre provocado por el embargo y el bloqueo estadounidenses. Se hizo un paquete con todo y se acusó de ello a los jemeres rojos». Por supuesto, Camboya no era autosuficiente antes de la revolución de los jemeres rojos. Por supuesto, la Kampuchea Democrática se aisló por decisión propia. Sin embargo, jamás había habido una hambruna de tal envergadura. Cuando ésta comenzó y se prolongó, ¿por qué no se abrieron las fronteras y se llevaron a cabo importaciones? ¿Por qué se prohibió la pesca y la cosecha a los individuos mientras el hambre asolaba el país? ¿Adónde se enviaba la producción de arroz de nuestra unidad? ¿Por qué los cuadros jemeres rojos no tenían hambre? La oficina 870 estaba perfectamente informada. Khieu Samphan y su equipo recibían telegramas regularmente desde todas las regiones en los que se indicaba las cantidades producidas.

Jacques Vergès afirma sin pestañear que en la Kampuchea Democrática no hubo un crimen «premeditado»; que no hubo genocidio; ni hambruna organizada; y, además, que no hubo tantos muertos como se pretende. ¿Estaba presente en el país en aquella época? ¿Tuvo acceso a información privilegiada a través de su amigo de juventud Khieu Samphan, actualmente procesado en Phnom Penh, y de quien es abogado?

¿Y cómo se puede decir que «no hay más que ver las fosas que se han encontrado, no coinciden con el número de muertos de que se habla»? Fijar una imagen no permite escribir la historia. Y según el Centro de Estudios de la Universidad de Yale, se han inventariado más de 20.000 campos de la muerte en el conjunto del territorio camboyano.

Por mi parte, insisto: en la Kampuchea Democrática hubo un crimen de masas y una hambruna. La privación es el medio de exterminio más sencillo y el más eficaz; el menos costoso; y el menos explícito: ni armas ni eslóganes; ni arroz ni agua. Yo vi a bueyes comer restos humanos, huesos y carne entremezclados. Teníamos hambre; pero particularmente aquellos que debían desaparecer.

Yo: En el S21, ¿sus hombres fueron crueles en alguna ocasión? ¿Malvados?

Duch: No, jamás. Ni malvados ni crueles. La maldad y la crueldad no forman parte de la ideología. Es la ideología la que manda. Mis hombres practicaron la ideología.

Así el torturador vive en el orden de la doctrina. No tiene emociones ni pulsiones. Aceptar esos términos significa preservar la humanidad del verdugo.

Cuando el antiguo hospital psiquiátrico Talchmao, anejo al S21, le fue reclamado por el Angkar, que quería ceder el edificio al Ministerio de Asuntos Sociales —no me lo invento—, Duch hizo abrir todas las fosas y desenterrar los cadáveres de los enfermos y de los leprosos masacrados desde 1975. Uno a uno. Him Huy estuvo presente. El olor era insoportable. Había carne putrefacta pegada a jirones de las ropas. Luego se quemaron esos restos, para preservar el secreto.

Duch es un ideólogo: los enemigos son desechos que hay que tratar y luego destruir. Es una tarea práctica que plantea problemas de higiene, de mecánica y de organización.

Con las manos en esos cuerpos putrefactos, en esa carne a tiras, los torturadores del S21 se convirtieron en desechos. A su vez, se deshumanizaron. Nadie puede escapar a la obediencia y al terror.

18 de agosto de 1978. Confesión de Om Chorme, veintinueve años, jefe de una unidad móvil de la región 24. Escribe: «Estoy encadenado. Soy menos que la basura. Mi torturador quiere que me incline ante la imagen de un perro».

Duch mira a mi cámara: «Fui el único en el S21 que no fue promocionado». Y se ríe.

De pequeña, mi madre trabajaba en el campo, en el delta del Mekong. Sé hoy que ya nunca sabré más sobre ello, desaparecida ella y su familia. Todo se ha perdido, borrado o destruido.

Cuando los jemeres rojos la enviaron a los arrozales, el verano de 1975, mi madre demostró que no había olvidado nada. Cribar el arroz o machacar el grano sin cansarse. «Leer la madera» para cortar de un solo hachazo. Los jemeres rojos estaban estupefactos: ¡una burguesa que trabajaba como una campesina! El nuevo mundo reservaba sorpresas. Yo mismo observaba a mi madre durante horas, tanto más cuanto que mi padre no lograba hacer gran cosa.

Entre sus manos, todo crecía. Tenía lo que se da en llamar dedos verdes. Plantaba tabaco, aunque estuviera prohibido: lo secaba, lo trituraba y luego lo cambiaba por arroz. O por semillas de calabacines o de berenjenas. Nos alimentó y cuidó de nosotros. Le debo la vida.

Durante una de las audiencias, toma la palabra el juez: Jacques Vergès le vuelve la espalda ostensiblemente y mira a la sala. Nadie dice nada. Nadie se atreve a decir algo. Sin embargo, todo el mundo lo ve: sí, el gran abogado ofrece un espectáculo. Burlas. Imágenes de televisión. Provocación, ruptura. Que no cese jamás la humillación. Que la muerte y luego su olvido sean también un juego.

Los eslóganes jemeres rojos sonaban duros, pero eran de una belleza simple y gráfica. Recuerdo éste, que a menudo pusimos en práctica: «Los bienes de un camboyano caben en un hatillo». Había un pensamiento para cada situación, a veces directo y violento y otras anodino o enigmático:

¡El Angkar tiene ojos como piñas! (El Angkar lo ve todo).

Si eres libertario y quieres ser libre, ¿por qué no te mueres al nacer?

¡Sólo un corazón sin sentimientos ni tolerancia puede luchar con resolución!

¡La gente del nuevo pueblo no aporta más que su vientre lleno de mierda y su vejiga llena de meados!

Éste sufre la enfermedad de la antigua sociedad. ¡Habrá que curarlo con la medicina Lenin!

¡Quien protesta es un enemigo y quien se opone es un cadáver!

¡La obra es un campo de batalla!

¡Sé dueño del agua! ¡Dueño de la tierra!

¡El sistema de diques en los arrozales transforma vuestra percepción de las cosas!

Hay que destruir al enemigo visible y también al invisible: ¡el enemigo en el pensamiento!

En el marxismo jemer rojo, todo se basa en la lengua. Todo converge en el eslogan. Es el sueño de la movilización: resumir el mundo en una frase. «La radiante revolución brilla en todo su esplendor». «Contádselo todo al Angkar». Y también: «Camarada, debes forjarte a ti mismo, debes reconstruirte tú mismo». La lengua antigua no había desaparecido: se había disuelto en una lengua fría, una lengua totalitaria, la respuesta a la ausencia de pregunta.

Nuestros cantos evocaban el combate, el sufrimiento, los enemigos y la sangre derramada. En los espectáculos revolucionarios que se filmaron en la época, y que contemplo, pensativo, en mi despacho de Phnom Penh, todo es mecánico, seco, sin agilidad. Alzar el puño revolucionario; abrir la mano hacia el cielo, con esperanza; o bien dirigir el puño hacia abajo, con gesto decidido. Ya no hay músculos, ni huesos, ni torsión, ni curvas, sólo dos o tres ideas. El ser desaparece en la edificación.

El puño encierra la fuerza. Si se cierra, afirma y amenaza. Forja el grupo. Está dispuesto a martillear, a destruir: kamtech. Pero si se abre, una paloma se posará en él y picoteará un grano invisible y luego alzará el vuelo: construye la paz.

Las imágenes de la propaganda del Angkar son reveladoras: Pol Pot pasea tranquilamente con la mano sobre su krama, en el hombro izquierdo. Pantalón negro. Camisa negra abotonada. Sandalias. Sonríe bajo un sol radiante. Cuando no sonríe, su rostro está inmóvil, silencioso. Sostiene un abanico en la mano izquierda, que jamás abre. Saluda con la mano derecha, como si no saludara a nadie; tal vez no hubiera nadie. De vez en cuando, una mano que surge de una manga negra avanza y busca la suya. Finalmente el Hermano Número 1 se detiene, bien plantado, con las piernas abiertas, y mira hacia un horizonte que nos es invisible. La fuerza de la marioneta.

Khieu Samphan, en 2004: «¿Cómo se pudo asesinar a alguien por robar una patata? ¿O por haber roto una aguja de coser?».

Recuerdo un canto jemer rojo que difundían los altavoces de la obra: «Coméis raíces; sufrís malaria; dormís bajo la lluvia; y sin embargo lucháis por la revolución». Aún recuerdo la cadencia y el tono. Creo que incluso podría tararearlo, pero ¿me apetece hacerlo? O bien no me atrevo. Coméis raíces. Dormís bajo la lluvia. Ésa era nuestra vida.

Duch evoca su «trabajo» en el S21: «Me esmeraba. Me esmeraba. No transgredía la disciplina». Yo: «¿Recuerda las alambradas en las fachadas de los edificios?». Parece sorprendido. ¿Alambradas? No, no las recuerda. Y, sin embargo, cuando Duch estaba angustiado o deprimido, iba a visitar a los pintores y escultores, una o dos veces al día, precisa. Así que vio las alambradas. Se sabe incluso que ordenó instalarlas tras el suicidio de una prisionera. Suicidarse estaba prohibido. El suicidio impedía la confesión, la justicia popular y por lo tanto la ejecución.

Sus mentiras y omisiones constituyen una negación del crimen. Duch asegura que dirigió una oficina llena de carpetas de asuntos de los que se ocupó durante cuatro años con rigor y en pos de la verdad. Una tarea teórica: la idea de que un «técnico de la revolución» tuviera las manos manchadas de sangre le parece insoportable. Evoco por enésima vez los gritos, los golpes, las descargas eléctricas, los hombres y las mujeres encadenados, los muros altos, los convoyes que parten de noche con los faros apagados. Duch me responde: «Ya ha visto usted cómo camino, señor Rithy… Sabe que camino cabizbajo». Por eso no veía ni las uñas arrancadas, los grilletes en el suelo, ni la sangre sobre las baldosas: ni los cadáveres por todas partes.

De noche no duermo. Me despierto sobresaltado. Y me pongo a leer. Fumo junto a la ventana. Pienso en mis películas. En esa frase de Duch: «camino cabizbajo». Acaricio la foto de mi padre, firme, con un traje de lino claro. Acaricio su camisa, los gemelos de sus puños. Su mejilla apergaminada. Me vienen rostros a la memoria. Bophana. Mi madre. O rostros anónimos, fotografiados para los archivos. Trato de eludir el dolor. No quiero desplomarme. Espero a que llegue el día y vigilo mi reloj. Por fin está aquí, o casi, en la mañana de París o de Phnom Penh, cuando los vivos se interpelan, montan en sus bicicletas, arrastran sus carteras entre risas, se hacen señales y algunos se saludan, la ciudad huele a asfalto y pan tibio, a perfumes, flores y tubos de escape: por fin puedo dormir.

Cuando el hedor de la herida en mi pie se hizo insoportable, me enviaron al hospital regional. Esperé una hora junto a la carretera nacional, hasta que se detuvo un camión y me subieron a la parte posterior. En tres horas, no nos cruzamos con ningún vehículo. Aquí y allá, algún buey. Campesinos de negro, en medio de los arrozales. Cabañas. Zanjas. Atravesamos la ciudad de Battambang, también totalmente vacía, al igual que Phnom Penh. Pasamos la noche en un almacén abandonado. Al día siguiente, nos detuvimos en una pagoda convertida en hospital. Fue allí donde tuve mis primeras visiones del infierno.

Las enfermeras jemeres rojas me instalaron primero en una especie de terraza exterior, por lo mucho que apestaba mi herida. Tenía que mear y cagar en un orinal, delante de todo el mundo. Me limpiaba delante de todo el mundo. Era un animal. Las enfermeras apenas se acercaban a mí y se quejaban de mi olor. Para hacerme las curas, consiguieron máscaras. Me retiraron las vendas arrancándome trozos de mi piel. Había sangre seca y pus. Lloraba, humillado por sus muecas de asco.

Luego me trasladaron al antiguo edificio central de la pagoda, el vihear: antaño se iba allí a orar ante los budas. Comprendí que era el pabellón de los moribundos, y flotaba un olor a hierro y a cuerpos destripados. Había tuberculosos que escupían sangre. Traté de protegerme el rostro con mi krama. Todos morían, uno tras otro. Descubrí a un vecino de mi edad cuya herida se parecía a la mía: había recibido un golpe cortante en la rodilla. Tendido como yo sobre las baldosas, gemía. Su venda se aflojaba sin cesar. Las moscas revoloteaban alrededor de él y no podía espantarlas. Era menos combativo que yo. Gritaba. Se retorcía y deliraba. Pronto ya no pude soportar a ese doble cuya herida empeoraba cada día y se volvía negruzca, asquerosa y tibia.

Tenía la impresión de que ante mis ojos sucedía lo que me aguardaba. Me obligué a no dormir durante el día, puesto que comprendí que el sueño era una renuncia. Estaba al quite. Me forzaba a mantenerme erguido en mi lecho. Me instalaba en el exterior tan a menudo como me era posible, desplazándome sobre las manos, como los tullidos. Me despertaba por la noche para apretarme el vendaje. Luchaba por ir a las duchas, una vez a la semana, ayudado por un médico jemer rojo condescendiente. El agua fría sobre mi herida me hacía gritar, pero era una verdadera alegría librarme de las vendas y la sangre. Aprovechaba para lavar mi único vestido negro.

Yo: ¿Qué es el deber?

Duch: Es una orden dada por un hombre a otro.

Pol Pot dio su respuesta: «Nadie puede cumplir con su deber sin ser leal a la revolución, puesto que éste es el deber más sublime».

Así que no hay conciencia: no hay interioridad. Duch sólo reconoce la relación con el otro, y ésta pasa por la autoridad, la sumisión y los gritos. Le pregunto la diferencia entre «deber» y «misión» y también qué es una «obligación moral». Duda. De hecho, no entiende mi pregunta. Si uno no cree en la libertad y la conciencia, ¿qué diferencia puede percibir entre «deber» y «orden», entre «deber» y «misión»? Ninguna, en efecto. Para los jemeres rojos, no hay ley política. No hay ley moral. No hay palabras.

Ahora me doy cuenta de hasta qué extremo la clasificación por colores estaba extendida entre nuestros nuevos señores. ¿Se debía a que muchos de ellos no sabían leer? ¿O, por el contrario, no querían reconocer que sabían leer? Las vitaminas se guardaban en diversos recipientes y se clasificaban de la siguiente manera: B1, azul; B12, verde; C, amarillo, etc. Recuerdo que los medicamentos inyectables los traían las enfermeras en botellas de Coca-Cola o de Mirinda. La misma jeringa se sumergía en la botella una, dos, diez veces, y luego se clavaba en la carne. Era muy doloroso. Casi nunca cambiaban la jeringa.

Me quedé boquiabierto al descubrir esos colores también en el S21, en las grandes carpetas de los archivos. Lo explica el propio Duch. Hay una raya de color junto al nombre de cada prisionero: azul, aún no ha sido interrogado; negro, está siendo torturado; rojo, el Angkar ha obtenido su confesión. «Conservándote, no se gana nada. Eliminándote, no se pierde nada». Este axioma, indemostrable por definición, sólo tiene una conclusión: la muerte.

Habla con orgullo de la organización que creó y mejoró sin cesar. El Angkar compartía ese gusto por el método, más importante que la propia humanidad, puesto que clasifica, ordena, suma o resta. Parece como si Duch aún hablara ese lenguaje. Como si no hubiera abandonado ese mundo.

Creo que los jemeres rojos estaban obsesionados por las cifras y los códigos: los centros de tortura que Duch dirigió (el M13 y luego el S21); los hospitales (se cita a menudo el hospital 98); los batallones (290, 250, 450); la unidad de élite (703); la oficina de reeducación (105).

Los responsables no sólo tenían códigos sino también varios nombres. Son Sen era el número 89, pero también Khieu. Evidentemente, esa práctica procedía de la clandestinidad y de la guerrilla frente a Lon Nol y los estadounidenses. Era difícil identificar a los dirigentes (Pol Pot cambió varias veces de nombre, y sólo un año después de la caída de Phnom Penh se presentó al mundo como el número uno del régimen) y el organigrama era opaco o incluso inexistente. El Angkar era aún más poderoso puesto que se basaba en un orden sin causa. Pocos rostros, pocos nombres: los que rigen el nuevo mundo son códigos.

Cuando le presento los registros del S21, Duch a menudo hace las preguntas y ofrece las respuestas.

Yo: ¿Quién conocía todos estos documentos? ¿Quién los recibía y los anotaba?

Duch: La oficina 870.

Yo: ¿Qué era la oficina 870?

Articula con frialdad: «La sede permanente del Comité Central del partido».

Como si hubiera que nombrar a los que compartían el secreto. Más adelante, le pregunté por qué el centro de tortura de la capital se llamaba S21. Era la frecuencia de radio del lugar. Esa cifra, sin embargo, no le gustaba al antiguo profesor de matemáticas. Razonaba de la manera siguiente: en la jungla, dirigía el M13; y 1+3=4; un 4 sobre 10, ¡ni siquiera llega al aprobado! Precisa que en esa época ignoraba que en Europa el número 13 trae mala suerte. El S21 aún era peor, ya que 2+1=3, o sea una nota aún más baja. Estaba descontento. Lo cito: «Me gustan las cifras cuyo resultado al sumarlas es 9». Además, había constatado que todas las oficinas importantes tenían un código notable (Asuntos Exteriores: B1) o tres cifras: Propaganda (366); Economía Regional (307), Transmisiones (308). Aún hoy se pregunta: «¿Por qué la oficina de seguridad tenía menos cifras que las otras? Me sentía ofendido».

En el M13, Duch dormía poco e interrogaba mucho. Examinaba las palmas de las manos de los prisioneros. Cuando éstos tenían una línea de la vida larga, se sorprendía: «¡No es verdad!». Le pregunto: «¿Después los ejecutaba?». Duch me responde riéndose: «¡Sí!». Un antiguo prisionero del M13 me dijo que a Duch le gustaban los pasteles de huevo que entonces le preparaba la mujer de Mám Nay.

Después de diez años tras las rejas y con los crímenes que se le conocen, Duch me dice tranquilamente: «Cuando estudio matemáticas, nadie me puede superar»; y también: «Nadie cuenta con una capacidad de interrogatorio o de explicar la ideología igual a la mía». Creo que ambas frases están emparejadas. La conclusión surge más tarde: «Somos máquinas. Somos instrumentos».

Un día, un enfermero nos trajo con orgullo un medicamento, una cataplasma negra concebida por los laboratorios «revolucionarios», aunque debería decir «nuestros» laboratorios. Colocó sobre nuestras heridas ese grueso emplaste, una mezcla de hojas y de resina, que no sé qué diantre era, a decir verdad. La rodilla de mi vecino se hallaba en tal estado de descomposición que la cataplasma cayó con la carne a tiras al cabo de unas horas. Sobre mi tobillo, que parecía más vivaz, el efecto fue inverso: la cataplasma se quedó pegada. Al día siguiente, me la quité, poco a poco, con las uñas: era una cola infernal, un alquitrán bajo el cual la herida había empeorado.

Puesto que sabíamos que esos medicamentos eran inútiles, los cambiábamos por… pimienta. Hecho que, al contrario, prueba que había quien sí creía en los remedios revolucionarios. Mucho después, he podido ver imágenes de archivo de los laboratorios de los jemeres rojos, donde se almacenaban raíces, ramas, troncos, hojas y materias naturales jamás transformadas. Era la derrota de la Enciclopedia. Antes el viejo mundo, elemental, terrestre, que el conocimiento, frío y abstruso.

Nos gustaba la pimienta, que daba sabor a nuestras papillas infectas: nuestro pequeño trapicheo, sin embargo, fue descubierto. El subdirector del hospital nos convocó inmediatamente a mí y a un camarada. Ese hombre nos daba miedo. Adoraba abandonar la sala de operaciones con las manos manchadas de tintura de yodo roja y pasear entre nosotros. Eso lo excitaba.

Aquella tarde, nos hizo conducir hasta un terreno bordeado de cocoteros, detrás de la pagoda. Ya no podíamos caminar más y nos echaron al suelo. Frente a nosotros había una fosa recién excavada. Íbamos a morir. Desapareceríamos para siempre. Yo lloraba. A veces el subdirector iluminaba nuestros rostros con su linterna. Nos quedamos así, aguardando la muerte, durante un tiempo que parecía infinito. Supliqué a ese hombre entre sollozos, supliqué al Angkar que nos perdonara, y creo que mis lágrimas nos salvaron. Acabó por conducirnos de nuevo a nuestros jergones, con este único comentario: «En cuanto sea posible, ¡el Angkar os enviará a otro sitio!».

Unos días después de ese episodio, entre dos gemidos, mi vecino se incorporó y gritó aterrorizado: «¡Un gusano! ¡Un gusano!». El médico vino corriendo. Se inclinó con un suspiro y, con unas pequeñas pinzas metálicas, le extrajo de la rodilla un gusano blanco. Una mosca debía de haber puesto huevos en su carne. No quise saber más. Sabíamos intuitivamente que eso suponía el fin: la irrupción de la vida animal en la vida humana. Murió al día siguiente.

Los que tenían un poco de oro podían comprar cualquier cosa y en primer lugar medicinas de verdad, que procedían de China: vitamina C o penicilina. El oro había conservado su valor. Los cuadros jemeres rojos lo sabían perfectamente, pues participaban en los intercambios. Una parte del país se preparaba para «el después», como mi madre, que guardaba sus joyas para sus hijos, y apostaba por el futuro. Los regímenes pasan, el oro permanece. La magia del viejo metal. Pequeña religión. O ahorro precavido. En cuanto a la ideología, creo que todo el mundo la había olvidado. La habíamos desechado, a la vez que al ser humano.

La risa de Duch. Me habían hablado de ella a menudo. Un superviviente del M13, al que filmé tres veces antes de su muerte, conservaba un recuerdo indeleble de la misma. Hasta la había imitado. No me lo podía creer: era demasiado bonito, demasiado fácil, la irrupción de la risa en el crimen de masas.

Duch rió «a mandíbula batiente», no se me ocurre otra expresión. La primera vez, me sobresalté. Se serenó. ¿Cómo era posible? Torturó, formó a torturadores, adoctrinó, organizó el exterminio; desapareció durante años, enseñó en China, cambió de identidad, trabajó para una asociación humanitaria evangélica y se convirtió; finalmente fue reconocido y detenido; tras diez años de cárcel preventiva iba a ser juzgado por un tribunal penal, y… ¿aún se reía? Sí, ese diablo se ríe de lo que denomina las «mentiras» de los otros, los interrogadores y guardianes que, ellos sí, reconocen las torturas. Ríe como un niño. No, verdaderamente, no oyó cómo electrocutaban a un hombre atado a un somier de hierro. Estaba trabajando. Pasó cuatro años en un mundo acolchado con informes.

Quisiera no saber. Desprenderme de esa época, abandonar suavemente la infancia. Quisiera no volver a oír la risa de Duch. Y, sin embargo, le escucho. Lo vigilo. Me acerco a él. Leo mucho: Desde aquella oscuridad de Gitta Sereny, sobre Franz Stangl, comandante del campo de Treblinka. La vida al desnudo y Una temporada de machetes de Jean Hatzfeld, sobre Ruanda, donde leo estas palabras: «Las matanzas nos han superado. El perdón también nos supera. Nunca se habló convenientemente de las matanzas en la época de los pantanos; no sé si se puede hablar convenientemente de perdón ahora que todo ha acabado de una vez por todas». Estudio La revolución teórica de Marx de Althusser y textos de Balibar sobre Marx y el materialismo histórico. Los orígenes del totalitarismo y Eichmann en Jerusalén de Hannah Arendt. La personalidad autoritaria de Adorno. La especie humana de Robert Antelme. Los tres tomos de Auschwitz y después de Charlotte Delbo. Casi no veo películas. Respiro con René Char y Prévert.

Leo trabajos de investigación acerca de Duch. Conozco el nombre y los apellidos que le dieron al nacer; los que un mago le atribuyó a los tres meses, para conjurar la enfermedad y el mal fario; el que él mismo eligió a los quince años. Sé que, de niño, Duch sufrió la dureza de sus profesores franceses. Sé que a los veinte años le robaron la bicicleta y se sintió muy ofendido. Sé que estuvo locamente enamorado de Kim Heng, a la que llamaba cariñosamente «mi flor de almendro». Ella eligió estudiar literatura; él, matemáticas. Le imploró que estudiara lo mismo que él. «Juntos, con nuestros sueldos de profesores, habríamos vivido más que correctamente. Habríamos podido llevar una existencia media». Esos sueños, sin embargo, no se hicieron realidad. Y Kim Heng lo rechazó. Amor perdido. Sin mencionarla, Duch dice que aún la ama. Tiene la garganta reseca, bebe un buen sorbo de agua y prosigue: «La vida es extraña. Me hice jemer rojo pero habría podido estar en el clan de Lon Nol. En ese caso, los jemeres rojos me habrían ejecutado». Duch, fantasioso, reescribe su vida.

Rápidamente, sus amigos fueron encarcelados por la policía secreta. Luego le pide a Son Sen, su «maestro», autorización para casarse con Rom, una campesina sólida, «por razones de clase». Sé muchas cosas. Quisiera comprenderlo. Explicarlo. Soy un ingenuo.

Eslogan jemer rojo: «No hay que tener sentimientos personales».

Duch: «Si me obligan a decir algo que no sea verdad, me negaré. Hago una declaración, por última vez y públicamente: nunca torturé».

Durante esos cuatro años, no soñé. O bien mis sueños estaban profundamente sepultados. Tengo el recuerdo de un miedo continuo. Las emociones, las impresiones y los sentimientos estaban prohibidos y no podían manifestarse. Sé que es difícil de imaginar, pero así era. En la nueva lengua ya no se decía «matrimonio por amor» sino «organizar una familia para los combatientes y los cuadros». Ya no se decía «marido» o «esposa», sino «familia». Duch: «1+1 debe ser igual a 2, y no 1+1 igual a 1. O peor: 1+1 igual a 0». La pasión amorosa no existía. El Angkar forjaba las parejas a su conveniencia dado que semejante decisión no podía dejarse en manos de los individuos: «La belleza es un obstáculo para la voluntad de combatir». Me dice Duch: «Mi teoría era peor. La belleza es un instrumento sexual».

Volví a soñar en los campos de refugiados, tras cruzar la frontera tailandesa. Una mañana, desperté, sorprendido: había soñado. Tenía quince años.

Dado que el calor era agobiante, el subdirector del hospital de Battambang sólo operaba de noche. Por descontado, en aquella sala alicatada de blanco no había aire acondicionado. Se ponía en marcha el grupo electrógeno y los fluorescentes parpadeaban. Anestesia local. Operación.

Cuando llegué a ese hospital con mi herida en el pie aún había un cirujano, un verdadero cirujano, uno del «nuevo pueblo» que luego sería ejecutado. Tenía que formar en su arte a dos cuadros jemeres rojos. Y a toda prisa. Los dos cuadros decían ser médicos, pero por supuesto no lo eran. Siempre la misma idea de que la práctica lo es todo, tomada del Pequeño libro rojo: «No hay diplomas. Sólo hay diplomas prácticos». Nuon Chea: «La verdad surgirá de la práctica». Cuando el pueblo es libre, se educa sin dificultad. Es el imperialismo el que pone barreras al conocimiento.

Mi hermana mayor se hallaba en aquel mismo hospital. Conocía bien el vocabulario médico, puesto que su marido había sido cirujano. A petición de uno de los dos aprendices de médico, traducía en secreto un manual de cirugía francés en el que había croquis detallados y explicaciones. Por la noche, el camarada iba a por sus páginas y le llevaba alimentos. El otro aprendiz de médico, sin embargo, no estaba de acuerdo con aquello. «¡No somos lacayos del imperialismo! ¡Podemos luchar perfectamente contra la enfermedad sólo con nuestras fuerzas! ¡No recurramos a los métodos de la burguesía!». Cabe imaginar esos diálogos de pura ideología, iba a escribir «de pura comedia»: una farsa interpretada por muertos.

El segundo médico fue quien finalmente triunfó y a mi hermana y a mí nos enviaron de nuevo al pueblo. Ella era demasiado sabia y fue una suerte que no la mataran. Y yo estaba podrido. Más adelante, el primer médico y su esposa desaparecieron, detenidos por las tropas de Ta Mok.

Recuerdo el regreso confuso en camión y luego en carreta, bajo un cielo metálico, con el calor del verano. No hablábamos. Hallamos nuestra cabaña. Yo iba a morir. Mi madre, sin embargo, que se desveló por nosotros, había guardado un poco de oro: no sé cómo lo hizo, pero logró cambiarlo por un comprimido de penicilina. Un único comprimido. Molió la penicilina y la espolvoreó suavemente, dos veces, sobre mi herida. Pronto ya no sentí dolor. La cicatriz sanó y luego desapareció. En unos días estaba salvado. Fue un verdadero milagro. El milagro de la ciencia: se trata de una expresión banal para aquellos que no necesitan creer en ello.

Me caía sin cesar. Hacía más de seis meses que no caminaba. Recuerdo esa duración, de repente, yo que de esos años no retengo fecha ni referencia alguna. ¿Acaso cuando uno tiene trece años y sólo piensa en sobrevivir cuenta los días, las semanas y las estaciones? Cada mañana daba la vuelta con mi madre al cercado, apoyándome en su brazo y en la empalizada que ella había tallado. Me enseñó a caminar por segunda vez. Cada tres o cuatro días me daba una judía larga. Cruda, por descontado. Y la devoraba. Así, poco a poco, recuperé las fuerzas.

A menudo me vienen a la cabeza detalles, imágenes, palabras. Me veo proyectado al pasado. Los jemeres rojos no me dan respiro. Al despertar, siento cómo mi mano mesa mis cabellos y arranca un puñado de piojos. O siento vértigo y debo tumbarme. Esa mañana no es para mí.

La hambruna se agravó. Cabe preguntarse por qué no hubo más revueltas o disturbios. El agotamiento físico era general. El país, aturdido, era guiado con mano de hierro por aquellos que tenían arroz en sus platos u oro en sus manos, oculto y provechosamente intercambiado. Era imposible desplazarse, expresarse y actuar sin ser interpelado, preguntado y sometido a un control. Sin duda, eso era un revolucionario: un hombre que tenía arroz en su plato y veía un enemigo en la mirada del otro.

Una de mis hermanas, la más brillante de todos nosotros, cumplió dieciséis años. Se le había hinchado el rostro, luego los pies, las piernas y las manos. Estaba a la vez delgada e inflada, como si estuviera llena de agua. En determinado grado de hambre, de miseria y de tristeza ya no se sabe de qué muere uno. La enviaron a su vez al hospital de Mong, acompañada por mi hermana mayor, que siempre trataba de marcharse del pueblo para ver si daba con su marido.

En la cabaña quedaban, pues, mi madre, otra de mis hermanas y mis sobrinos: una niña y un niño. Recuerdo sus rostros sonrientes y sus cuerpos frágiles. Sus padres estudiaban en Francia. Mi sobrina tenía cinco años y robaba para comer. Desaparecía de la cabaña sin hacer ruido. Una noche, el jefe de nuestro grupo, uno del «antiguo pueblo», la trajo de vuelta con dureza porque había robado maíz en su campo. Dejaron que mi sobrina se quedara con la mazorca, pero mi madre le prohibió que se la comiera. Ver cómo mis sobrinos empeoraban día a día se me hacía insoportable. Fui a ver a mi madre y le dije con voz firme: «Esta noche papá me ha hablado en sueños. Te pedía que cambiaras el oro por arroz para los más pequeños. Tenemos que obedecer». Era mentira, por supuesto. Mi madre sonrió y me dijo: «Un día, esa gente caerá y habrá que reconstruirlo todo. Ese oro será para vosotros, estos brazaletes y estas joyas os ayudarán a empezar de nuevo». Insistí: «Hay que dar de comer a los niños». Se negó.

La salud de los pequeños se degradó. Recuerdo que una noche mi sobrina mordisqueaba sal, a saber cómo la habría conseguido. La pequeña llamaba a sus padres. Sus dientes, apretados, rechinaban de una manera espantosa. Mi madre trataba de ponerle una cuchara entre los dientes. Jamás olvidaré los últimos días de esos dos seres que no pedían un mundo mejor sino simplemente una ración de arroz hervido. Ya no podían tenerse en pie. Estaban delgados y flotaban bajo la ropa que mi madre les había cosido. Sólo sus vientres eran enormes. Veía sus huesecillos que sobresalían, amenazadores. Luego comprendimos que había llegado el final, y algo en ellos mismos también lo comprendió: dejaron de gemir. Callaron. Sus ojazos rodeados de profundos cercos flotaban, incapaces de sostener una mirada, un objeto, un pensamiento. Estaban ya en otro lugar.

Una noche sentí que sucedía algo. La respiración de mi sobrina era más lenta. El ritmo se volvió entrecortado. Yo apretaba los puños. Quería estar allí y a la vez no estar allí, asir su mano y no oír nada. No ver nada. Recuerdo que su torso delgado, como una tela de piel transparente, de repente dejó de estremecerse. Mi sobrina exhaló un leve suspiro de sorpresa. Había muerto.

Los jemeres rojos pretendían conformar los cuerpos, las palabras, la sociedad y el paisaje. Las variedades de arroz de mi infancia desaparecieron en pocos meses —las llamadas «flor de jazmín», «flor de jengibre» o «muchacha blanca»—, y sólo quedó un único arroz, blanco, sin nombre. Luego ya sólo hubo hambre.

En esa sociedad absolutamente totalitaria, las cifras eran lo más importante. Metros cúbicos de agua, toneladas de tierra, toneladas de arroz por hectárea, kilos de abono por individuo: todo se examinaba con lupa. El error era una traición. Todo empezaba por la cifra y eso era lo único que valía. Era una pasión tranquilizadora.

Al ver films de los archivos de los jemeres rojos, me sorprendí al descubrir una imagen descartada en el montaje o añadida posteriormente. Entre dos visiones ideales y sonrientes, un niño mira a la cámara. Está desnudo, con las piernas separadas, sus brazos y manos son unos palos secos, la cámara desciende, se ve el bajo vientre, y unos labios desmesurados y lisos, como los de los bebés: ese cuerpo descarnado y cadavérico es el de una chiquilla y sus ojazos gritan pidiendo socorro.

Una semana más tarde, también murió mi sobrino. Esas dos desapariciones fueron un golpe terrible para mi madre, que dejó que mi hermana mayor los enterrara sola. Las piernas ya no la sostenían, literalmente. Ya no podía andar. Creo que eso fue demasiado para ella. Mi madre, a la que sabía muy fuerte, se rindió. ¿Cuántas muertes y desapariciones había sufrido ya la familia? El Angkar decidió enviarla a su vez al vecino hospital. Se reunió allí con mis dos hermanas, a la más joven de las cuales, y tal como nos habían avisado, pronto le llegaría su fin.

Esa mañana me crucé con mi madre, a la que dos hombres llevaban a la carreta de bueyes. El jefe de grupo, al que yo apreciaba, tenía prisa y me espetó: «¡Vamos al hospital de Mong!». Yo aún caminaba con dificultad. No pude aproximarme. No pude hablar con mi madre, ni darle ánimos. No pude darle las gracias por lo que había hecho por mí, por mi pie, por todo, por la vida. Me saludó de lejos, apoyada con ambos brazos en sus porteadores y me dijo esas palabras que en cualquier otra circunstancia habrían sido irónicas: «En la vida hay que andar, Rithy. Pase lo que pase, tienes que andar». No era un consejo, era una orden. Yo tenía un nudo en la garganta. Esbocé un saludó, cariñoso y lejano, y no volví a verla jamás.

Lo que sucedió luego me lo contó mi hermana mayor, y no dispongo de ningún otro testimonio. Cuando mi madre llegó al hospital, su hija de dieciséis años acababa de morir. Aún estaba sobre una tabla de madera. El cuerpo tibio. Apacible. Los piojos descendían de la cabeza hacia los hombros y los brazos, en busca de otro ser humano de sangre caliente. Mi madre se acercó, se sentó junto a su querida hija, inteligente y tan amada. No dijo ni una palabra. Desde aquel momento ya no volvió a pronunciar ni una sola palabra. Sin embargo, tuvo un gesto ancestral, magnifico en su sencillez, un gesto de los campos de su infancia. Despiojó a su hija muerta.

Hallaron un cortaúñas en su puño apretado. Mi hermana temía que el Angkar la casara con un combatiente mutilado o desfigurado, como a algunas chicas de su unidad. Conservaba aquella arma irrisoria para cortarse las venas. Y fue la enfermedad la que acabó con ella. Sé que su cuerpo fue sepultado ese mismo día en la fosa común en la que trabajé más tarde.

Mi madre se tendió sobre la tabla de madera donde había muerto su hija y aguardó que le llegara su hora.

Obedecí su consejo: anduve. Retomé el trabajo, como si tuviera otra opción. Cojeaba, me caía sin cesar, en los arrozales, en los canales o en los diques. Caminaba y me caía. Me ponía en pie y la cabeza me daba vueltas. Era imposible detenerme. Era imposible beber. Era imposible vivir. Esa trilogía ya no me abandonó. Me quedaba sin fuerzas pero esas palabras retumbaban en mis oídos: «Tienes que andar».

Un día, con una mosquitera de nailon, un camarada y yo logramos capturar un pez. Fanfarroneo: fue él quien lo pescó. Me dio la cola y se quedó con la cabeza, más rica, más nutritiva. Era normal. Ahumé aquella pobre cola de grandes escamas durante dos días. Finalmente, me concedieron la autorización para ir a visitar a mi madre. Me subí a la misma funesta carreta, con unas gachas en un saquito, y avanzamos bajo el sol.

Al llegar al hospital, pregunté por mi hermana mayor. Me señalaron a una mujer delgada y lívida, que se aproximaba, con una escudilla en la mano. Era ella.

—¿Dónde está mamá?

—Ha muerto.

—Pero… ¿dónde está?

—Está enterrada detrás del edificio… ¿Quieres comer?

Me sumí en la cólera y la tristeza. Estábamos privados de palabras y también de sentimientos. Tenía mi pescado ahumado, que desprendía un olor muy fuerte. Era ridículo. Toda la pena y el dolor parecían concentrados en aquel pobre bicho, que regalé a mi hermana.

Los odiaba a todos. Se habían llevado el cuerpo de mi madre. Si un ser vivo no valía nada, ¿qué iba a valer un cadáver? Más adelante, en ese mismo hospital, enterré centenares de cadáveres y siempre pensaba en mi hermana y en mi madre. Me decía que las habría podido llevar en brazos, como las chicas jemeres rojas que se ocupaban de las mujeres muertas. Me imaginé a mí mismo abriendo los brazos, arqueándome, abrazándolas contra mi corazón, concediéndoles un último instante de paz, de humanidad, hasta la fosa que todo lo devora y lo borra.

En el camino de regreso, alguien me llamó por mi nombre de ser humano. ¡Rithy! Me volví instintivamente, cosa que demuestra que el animal social no muere tan pronto: una mujer corría junto a la carreta. Era la hija de mi tío, director de cine. Tuvo tiempo de gritar «¡Han muerto todos!», y luego sus palabras se perdieron bajo el sol.

Al llegar a la cabaña, me encontré con mi hermana y le hablé de mi viaje entre los muertos. ¿Cuántos se habían ido en pocas semanas? Tácitamente, decidimos separarnos. Que cada uno siguiera su camino. Pronto perdí su rastro.

Duch: Vivo con la muerte de día y de noche.

Le respondo: Yo también. Pero no estamos en el mismo bando.

Leo los testimonios de los supervivientes del régimen jemer rojo. Hubo muchos, a partir de 1979. Me impresiona la precisión de los mismos: se conocen los lugares, las fechas, los nombres de unos y otros. Como si el narrador tuviera en sus manos los hilos y las causas.

Yo sólo dispongo de pistas. Siento dolor. Por ese motivo me gustan los textos breves de Charlotte Delbo. Siempre me ha parecido que ese régimen, que afirmaba crear una sociedad igualitaria, ordenada, profundamente justa y libre, y que para ello había destrozado la antigua sociedad, alzó una bruma inhumana en la que cualquiera podía desaparecer en cualquier instante, o lo que es lo mismo, en la que a uno lo podían desplazar, cambiarle el nombre o ejecutarlo. Y sin dejar rastro. Creo que ese régimen tiene un nombre: el terror.

En su extraordinario libro Los que susurran. La represión en la Rusia de Stalin, Orlando Figes cita al escritor Mijail Prishvin, quien en noviembre de 1937 anotó: «Nuestro pueblo ruso, como los árboles cubiertos de nieve, está tan sepultado bajo sus problemas de supervivencia y tiene tal necesidad de hablar de ello, que ya nadie tiene fuerzas para resistir. Sin embargo, en cuanto uno se deja ir, otro lo sorprende, ¡y desaparece! La gente sabe que una simple conversación puede crear enemigos y por ello se suman a una conspiración de silencio con sus amigos». (La cursiva es mia.) Y más adelante: «“Hoy un hombre ya solo puede hablarle libremente a su mujer de noche, con la cabeza bajo la manta”, observó el escritor Isaac Babel». Como he explicado, los jemeres rojos se deslizaban bajo las casas de los pueblos para escuchar las conversaciones o asegurarse de que las parejas formadas por el Angkar no eran solo de conveniencia y mantenían relaciones sexuales. A un hermano y una hermana de mi pueblo los forzaron a mantener relaciones, ante testigos: simulaban ser marido y mujer para evitar un matrimonio revolucionario.

Los cuidados de mi madre no fueron suficientes. Cojeaba. El dolor nacía en el pie y me llenaba de líquido el tobillo. Me era imposible trabajar en los campos y cortar leña.

Me enviaron de nuevo al hospital de Mong. Me sentía torpe y frágil, tendido de nuevo sobre las tablas de madera. Descubrí entonces que algunos chavales eran mucho más espabilados que yo. Conseguían escapar una o dos horas. Recorrían las zanjas de los arrozales y allí cogían berros y raíces y con eso se preparaban sopas. Otros cazaban lagartijas que asaban en las cenizas y se las comían, aunque a mí me era imposible. Uno de ellos, recuerdo, hasta buscaba varanos por las ramas.

Me quedaba horas al sol, sin hacer nada y sin decir nada. Sin lagrimas, sin sonrisa. Con la cabeza entre las piernas. Mirando al suelo y al vacío. Era un despojo humano. A las dos de la madrugada me despertaba, con la carne de gallina. Me levantaba para quitarme las chinches, que infestaban la madera de nuestras camas. Descubrí también los piojos translúcidos, que comen la carne y se ocultan en los pliegues del cuerpo, en las ingles, debajo de los brazos, detrás de la rodilla. En pleno invierno, a la luz de la luna, me desnudaba y me despiojaba, pensando en mi madre ante el cuerpo de su hija. Estaba triste, me sentía ligero y les hablaba a mis piojos.

Mi suerte fue que estaba entre dos edades: tenía la cobardía de un niño y la resistencia de un adulto. Escribo «cobardía» y tal vez sería más apropiado «astucia». Más joven o mas viejo, habría muerto de agotamiento o por los golpes de los jemeres rojos.

Poco a poco, me curtí. Mi madre me había legado su habilidad, su picardía. Me planteé desafíos absurdos, por una simple cuestión de supervivencia. Recuerdo que me dije: Si salgo de esta, me afeitaré la cabeza. Unos días después, sufrimos una verdadera epidemia de piojos y me afeitaron… El camarada Thy se convirtió en el camarada calvo. Sin nombre, uno parece no tener rostro: es fácil ser olvidado. Me volví más valiente. Ya no temía a la muerte. Me decía: La muerte es un chollo. Una vez muerto ya no te pueden atrapar.

También aprendí a disimular. A no ser. Me construí un personaje. Me convertí en una especie de memo. De tonto. En mi interior, sabía que quedaba un pequeño núcleo de vida, coriáceo, intratable. Y a él me aferré. Sin duda esa transformación no pasó inadvertida a ojos de los médicos jemeres rojos, que no quisieron que siguiera en el hospital. Debía sumarme de nuevo a la masa.

Pienso a menudo en la Revolución Francesa y el Terror. ¿Es el Terror un acontecimiento histórico aislado? ¿Un desvarío? ¿Una consecuencia ineluctable? Pienso en el curso de la historia, en lo que es imprevisible. Pienso en las comparaciones imposibles. Pienso en la frase de Saint-Just, durante el juicio del rey Luis, que no era un chiquillo ni un simple ciudadano: «A Luis no hay que juzgarlo sino destruirlo». Destruir, en primer lugar.

François Furet escribe en Pensar la Revolución Francesa que el hundimiento del Antiguo Régimen creó un «vacío global de poder» que engulló «la ideología de la democracia pura». ¿Qué quedaba en tal caso del alba luminosa? ¿De los primeros combates en la jungla? ¿De los primeros escritos que aspiraban a la libertad? Una inmensa oscuridad. El motor de la «democracia pura» no es el honor, ni la virtud, ni la pureza, sino la destrucción. Por ello no existe la democracia pura: es la ausencia del hombre. Una fórmula matemática aplicada a la historia.

En el S21, el trabajo consistía en matar tras haber obtenido una confesión. Ésa era la tarea y la regla. Si respetabas la regla, matabas. Si no matabas, te mataban. Ésa era la regla. Un camarada torturador precisa: «Te daban el poder y luego te metían presión». Así se transforma a un ser. Ese legalismo paradójico, ese amasijo de poder y terror, era devastador.

Los verdugos dejaron sus machetes y sus barras de hierro a los pies de sus camas. Muchos volvieron al campo. Conducen bueyes o dan de comer a las gallinas y los cerdos. Educan a sus hijos, que a menudo ignoran lo que supusieron esos cuatro años de sus padres. Se da en llamar reconciliación lo que de hecho es una negación. Por mi parte, no acepto dejar que todo ello caiga en el olvido.

Más de treinta años después de la entrada de los jemeres rojos en Phnom Penh, ¿quién recuerda aún la Kampuchea Democrática? Su duración. Su orientación. Sus verdaderos crímenes. ¿Ese régimen era de inspiración marxista, estalinista o maoísta? ¿O era ante todo paranoico? ¿Cómo contemplarlo tras el estalinismo y el nazismo? El conocimiento histórico y científico progresa. Se han publicado, traducido y discutido libros importantes. Y, sin embargo, ¿qué cabe pensar de las palabras de Duch? ¿Qué pensar del propio Duch? ¿Qué pensar de esos jóvenes campesinos convertidos en máquinas de matar? Tal vez será necesario aguardar treinta años más para que por fin se abran los archivos. Para arrojar luz sobre los hechos. Para que entre de una vez por todas en la historia del hombre y se pueda evitar la ganga de interpretaciones en la que aún se entremezclan ideología, cuantificación, revolución, campesinado e imperio colonial. Finalmente conoceremos el incontestable curso de los acontecimientos de esos años. Conoceremos los cimientos ideológicos del régimen. Conoceremos los escritos de sus dirigentes. Conoceremos la organización de la masacre. Accederemos al conocimiento. Sólo entonces aceptaré que perdure el enigma. Será un objeto de meditación.

A mi salida del hospital fui enviado cerca del lago Tonlé Sap. Allí corté leña y planté maíz. Luego comenzaron las grandes lluvias y nuestro grupo se desplazó a otro lugar para seguir cortando leña. El cielo era un mar amenazador. Nuestra ropa estaba empapada y teníamos la piel enrojecida. Yo ya no pensaba en nada. Recuerdo que tras dos días de marcha nos encontramos con unos militares. Vieron a dos monos en un árbol y dispararon con sus armas automáticas. El mono herido asía la mano del mono muerto y suspiraba. La pareja daba vueltas sobre sí misma, patética. Los militares dispararon de nuevo y la comida cayó de golpe sobre la tierra esponjosa.

¿Cuántas veces a lo largo de esos cuatro años fui enviado a un sitio u otro? Ya no me importaba saber el motivo. Y no saberlo me liberaba.

Así, con una orden, todo nuestro pueblo —las casas, el material, los rebaños, las mujeres y los hombres— fue desplazado hasta el pueblo de Sré Co, donde encontré a mi hermana mayor. Tenía enormes dificultades con su hijo de tres años, del que nada he dicho hasta ahora. Nació sordo y muy frágil. No crecía. Mal alimentado y mal cuidado bajo los jemeres rojos, perdió progresivamente la vista. Ya no alcanzaba a ver sus juguetes de madera. Buscaba en vano su plato, pero todos sabíamos que estaba vacío. No comprendía lo que le sucedía. No podía ver, ni oír ni comunicarse. Durante todo el día estaba solo, porque nosotros teníamos que ir a trabajar. Gritaba de rabia y de hambre y se dormía agotado. Luego se despertaba de nuevo y volvía a gritar. Mi hermana, muy débil, ya no podía más.

Un día, me llamó un cuadro del pueblo. Lo seguí por el camino de tierra y, sin decir palabra, me señaló a mi sobrino tendido sobre una tabla de madera. Se había consumido. Me acerqué a su cuerpecillo rígido y me pareció que su rostro estaba en otro mundo y casi parecía dulce, y creo que eso me alivió.

Los hombres se lo llevaron en una tela de yute. Los seguí, pero a distancia. No quería ver cómo sepultaban a mi sobrino bajo tierra. Más adelante, lamenté no haberlo acompañado.

Al haber sobrevivido yo, ¿tenía en mente la idea de que sólo los fuertes sobrevivían? Mi hermana lloraba todas las noches. Se culpaba de no haber sido más paciente con su hijo, pero éramos impotentes.

Desde aquel día, no he dejado de pensar en mis sobrinos que pasaron hambre. No le deseo a nadie que tenga que sufrir lo que ellos sufrieron, la carencia absoluta a los tres, cinco y siete años. Y no le deseo a nadie que tenga que ver lo que vi: un niño al que ya no se puede mantener con vida. A nadie, ni siquiera al profesor de matemáticas que ansiaba «el aprobado», o un código de tres cifras para el centro de la muerte que dirigía con esmero.

Durante esos cuatro años, el bote de hojalata de leche condensada Nestlé sirvió de unidad de medida. A pesar de la penuria, y de manera enigmática, era posible hallar botes de ésos por todo el país, aunque vacíos, por supuesto. Hoy sé que puede contener 250 gramos de arroz. Algunas semanas, en los peores momentos de hambruna, en uno de los grupos en los que viví compartíamos una ración de arroz entre quince, dieciocho, luego veinte o veinticinco, para todo el día. Recuerdo esa cifra: veintisiete. O sea, unos gramos de arroz por día y por persona, cosa que es insuficiente para aguantar el día entero trabajando en el campo.

A finales de 1977, el hambre era insoportable, pero un día recibimos arroz blanco y en cantidad. Nos advirtieron: hay que tomarse su tiempo y comer pequeñas cantidades. Un chiquillo, con la mirada extraviada, se apartó del grupo sosteniendo su escudilla abollada del ejército estadounidense. Vi cómo le temblaban las manos. ¿Qué edad debía de tener? ¿Seis años? No oía nada ni a nadie, y desapareció. Dos horas más tarde volvió, encorvado y lívido. Su estómago había estallado. Lo tumbamos bajo un árbol. Gemía y murmuraba. Veo su rostro en la sombra, por el que no se deslizaba lágrima alguna. Por la tarde murió.

Eslogan jemer rojo: «A partir de 1980, el Angkar instituirá una sociedad modélica que no existe en ningún otro lugar en el mundo, en la que se comerá tres veces al día, donde se vivirá bien, donde el campo será como la ciudad y en la que la sociedad ya no estará dividida en clases sociales».

Al llegar los monzones, con otros muchachos azuzados por el hambre, comenzamos a cazar furtivamente. Tendíamos lazos y así capturábamos ratas de arrozal, enormes y peludas. Las cocíamos. Una noche, a la luz de la luna, vimos una rata fantástica desaparecer en un agujero. Decidimos hacerla salir. Alargué mi mano hacia los gritos agudos pero la retiré de golpe. ¿Fue un miedo instintivo? ¿Oí de repente la voz de mi madre? Recuerdo que siempre me decía: «¡Rithy, no toques las ratas! Pueden morderte y nunca tendrás la mano verde. Ya nunca podrás plantar nada». Por supuesto se trata de una superstición campesina, pero aquel día me aparté. Cedí la vez. Uno de mis compañeros se precipitó: ¡Déjame a mí! ¡Yo no tengo miedo! Hurgó en el agujero, hundiendo el brazo bajo tierra, y lo retiró brutalmente: una cobra acababa de morderlo causándole una herida. Se sostenía la muñeca y gemía.

Volvimos a toda prisa, creo que con sus dos hermanos pequeños. El veneno comenzaba ya a devorar su mano y luego se extendió por todo el cuerpo. Durante un día y una noche, no dejó de gemir y de retorcerse. Vomitaba sangre. Su cuerpo se volvió rígido y ya no nos permitieron acercarnos a él. Parece que su piel se volvió grisácea y luego negruzca en unas horas. Llamaron a un curandero, que machacó unas raíces en una escudilla, pero no sirvió de nada. Murió aquella noche.

De inmediato, desbordantes de dolor y de odio, fuimos a vengar a nuestro hermano y amigo. Prudentemente, excavamos una galería junto al agujero principal, y hallamos a la cobra: parecía que nos aguardara, impasible y reluciente. Era como una manchita de metal clavada en la tierra. La destrozamos a golpes de pico y volvimos al pueblo sin decir palabra.

Más adelante aprendí a matar serpientes con mis propias manos y, en lugar de huir, me abalanzaba sobre ellas: una serpiente es un manjar que repta. Sabía atrapar al animal por la cola y golpearlo violentamente contra el suelo, varias veces seguidas. No había que pensar en los anillos ni en la imprevisible ondulación. No había que dejarse impresionar. Para matar a una cobra, hay que darle un golpe en la nuca, un solo golpe seco. Cualquier vacilación puede ser fatal.

La pesca, la caza y la recolección: todas esas actividades individualistas y burguesas estaban prohibidas por los jemeres rojos. Sólo estaba autorizada la pesca colectiva, controlada por el Angkar, pero contrariamente a lo que mostraban las imágenes de propaganda, en cuatro años jamás vi pescar ni un pez de esa manera. Por ello, actuábamos a hurtadillas y echábamos bajo las cenizas la carne fría y dorada.

Sabíamos que había algunas actividades que eran difíciles de vigilar: pastor de bueyes, por ejemplo. Éstos, en grupos de tres o cuatro, pasaban el día entero lejos, por los campos. Un pastor de bueyes podía recoger discretamente raíces de mandioca, buscar cangrejos en los arrozales o pescar pequeños peces en los estanques, y luego intercambiarlos. Por ello esas actividades estaban reservadas al antiguo pueblo o a los propios jemeres rojos.

Yo sólo pensaba en sobrevivir. Así comí tubérculos negros, redondos y peludos, y hasta cangrejos crudos, tanta era el hambre que tenía y lo débil que estaba. Chupé hojas o tallos azucarados. Ya no pensaba en el mundo de antes: Phnom Penh se había quedado despoblado y para mí sin calles, sin casas y sin historia. En mis sueños, veía a mis sobrinos en el umbral, con los labios delgados, conteniendo el aliento y los ojos hundidos por el hambre; y al pequeño sordomudo que gritaba.

Los primeros días de lluvia me eché unos caracoles al bolsillo. Tal vez un cocinero condescendiente me dejaría cocerlos sobre las brasas, porque no se puede comer un caracol crudo. Temblaba al sentir esa cáscara en la palma de mi mano y pronto en mi boca. Era un individualista y un traidor, pero tenía hambre y tenía aquella carne tan pobre y, sin embargo, tan preciada. Duch me dijo tres frases terribles en tres instantes diferentes de nuestras entrevistas. Las cito una tras otra:

«Yo era la policía de la Kampuchea Democrática, que formó parte de las Naciones Unidas hasta 1991».

«Reconozco que yo era rehén de la Kampuchea Democrática».

«En ese régimen, el problema era idéntico para todo el mundo: vivir, y no morir».

Retomemos cada frase:

«Yo era la policía de la Kampuchea Democrática, que formó parte de las Naciones Unidas hasta 1991»: encarné al orden oficial, legal, en un Estado reconocido por los otros Estados de la comunidad internacional; hice mi trabajo de policía, que existe en todos esos Estados. Me hallaba en un puesto elevado, puesto que «yo era la policía».

«Reconozco que yo era rehén de la Kampuchea Democrática»: actué contra mi voluntad profunda al trabajar para ese Estado que me privaba de libertad y me obligaba a dirigir el S21; yo también estuve encarcelado y arriesgué mi vida.

«En ese régimen, el problema era idéntico para todo el mundo: vivir, y no morir»: como todos los jemeres, arriesgué mi vida; sobreviví a ese régimen, del que soy una víctima.

De responsable de la «policía» a «superviviente» no hay más que un paso: Duch reconoce su posición elevada e influyente, pero a la vez afirma estar al lado de las víctimas.

Y prosigue: «Estaba aterrorizado». Le respondo: «Pero usted era un intelectual, sabía muchas cosas. Tenía la facultad de elegir, de actuar de otra manera». No era ése el caso de un torturador arrancado a los quince años de las montañas del norte. Es una defensa clásica en los sistemas totalitarios: todos los verdugos afirman estar aterrorizados. Tal vez en parte sea cierto. El torturador puede tener miedo, pero tiene elección. El prisionero sólo tiene miedo.

Más tarde, Duch me confía: «En el pasado, pensé que era inocente. Ahora ya no pienso así. Fui rehén del régimen y actor de ese crimen».

En el tribunal, Duch pidió a su adjunto y amigo de toda la vida, Mám Nay, que se entregara y dijera la verdad. Que asumiera. Dio una lección sobre el coraje y la memoria. Y Mám Nay se echó a llorar: «Siento muchos remordimientos, porque también perdí a hermanos y parientes míos sufrieron bajo el régimen, al igual que mi esposa y mis hijos, que también están muertos. Creo que fue una situación de caos. Y no podemos arrepentirnos de nada más. Muchos camboyanos murieron bajo el régimen de la Kampuchea Democrática. Esos lamentos los comparte mucha gente, y si hablamos en términos de religión, nuestro karma sufre por ello. Hoy, trato de hallar consuelo en la fe y el karma». Mám Nay no recordaba nada: ni de las torturas en el M13 y luego en el S21, ni de las ejecuciones, ni siquiera de su visita a Choeung Ek con Duch. Ambos mintieron bajo juramento. El presidente del tribunal prosiguió: «Los hechos en cuestión acontecieron hace más de treinta años y es difícil acordarse de ellos. Somos seres humanos, y nuestra memoria es limitada». A partir de ese intercambio facticio, la verdad ya no puede ver la luz.

Una tarde, de pie sobre un talud, observaba el cielo que ascendía desde los arrozales, marrón, gris, verde intenso y pronto salpicado de estrellas. Estaba solo. Canturreaba una tonadilla infantil: no era el canto de Ulises, no conocía a Dante y no había leído La divina comedia, no me había lanzado al «alto mar abierto». Tarareaba estribillos rimados aprendidos en la escuela, que creía haber olvidado. Imitaba a mi hermano desaparecido. Cantaba en una lengua que no comprendía, en la que se mezclaban melodías de los Beatles y de los Bee Gees. Luego recité mi historia sobre una melodía tradicional. Pensaba en mis hermanos y hermanas. Veía el rostro de mis padres. Murmuraba sus nombres, vivos y humanos. Lloraba. Me temblaban las manos.

Intuí entonces que había alguien a mi espalda. Me volví lentamente: una joven jemer roja se hallaba a un metro de mí, en silencio. Tenía lágrimas en los ojos. Como todos los chiquillos del país, conocía esa melodía tan dulce y alegre. Vi su emoción. Su mirada se volvió dura. Todo su cuerpo se puso en posición de combate: «¿Qué haces ahí, camarada? ¡Deja ya de cantar!». Me había escuchado sin hacer nada y eso era una falta. Y las emociones no existían. Al día siguiente, haría mi autocrítica.

Recuerdo que, todas las noches, mi madre repetía suavemente: «¿Dónde estás hoy, dónde estás?». La vida es un estribillo. Pensaba en mi hermano poeta y músico. Se reprobaba haberlo dejado marchar a la capital. Era un adolescente rebelde y no tenía las cualidades de sumisión exigidas por los jemeres rojos, ¡pero parecía tan contento al recuperar su guitarra!

Cada año, con motivo del día de los difuntos, los jemeres de todas las edades regresan a sus hogares: oran y llevan ofrendas a las pagodas. Hoy se apodera de mí la melancolía. Ya no consigo dormir. No soy religioso, pero la idea de que los míos no tengan sepultura me resulta muy dolorosa. Mi hermano erigió una estupa en una pagoda de Phnom Penh, pero nunca voy allí. En otras palabras: los muertos no están en su casa.

Así, treinta años después, los jemeres rojos siguen invictos: los muertos están muertos y han sido borrados de la faz de la tierra. Su estela somos nosotros.

Pero hay otra estela, el trabajo de investigación, de comprensión, de explicación, que no es una pasión doliente puesto que lucha contra la eliminación. Por supuesto, ese trabajo no exhuma los cadáveres. No busca las malas tierras o las cenizas. Por descontado, ese trabajo no nos proporciona reposo ni nos sosiega, pero nos devuelve la humanidad, la armonía y la historia. Y a veces también la nobleza. Nos hace sentir vivos.

En el S21 se halló un cuaderno escolar, negro, cuadriculado. Contiene los apuntes tomados por un «camarada interrogador» de las clases que impartía Duch. Los apuntes están escritos con tinta negra. La caligrafía es hermosa. La lengua jemer, impecable. Algunos títulos están escritos con colores. Todo está ordenado. Duch reconoció: «Sí, son mis palabras». Llamo a ese cuaderno el «Libro negro de Duch». A menudo he meditado sobre esas páginas que algún día me gustaría traducir y dar a conocer. ¿Cuántos grandes criminales han dejado un manual de práctica e ideología? Es un testimonio único y completo. Un texto esencial sobre la tarea de deshumanización del prisionero y de inhibición del verdugo. Al leer esas páginas, se comprende que se trata de un proceso madurado y reflexionado.

El resumen detallado del «seminario» del 30 de febrero de 1976, dirigido por Duch, es excepcional.

En cada línea se trasluce que Duch es un revolucionario con una misión. El miedo ni siquiera figura en el temario. Duch cumplirá con su misión. Sin titubear. Es un doctrinario y un organizador. Prolonga un combate que se inició en el M13, años antes. No sólo no está «aterrorizado», sino que desarrolla, transmite y aconseja. En otras palabras, pule su obra. Cita El arte de la guerra de Sun Tzu: «Conoce a tu enemigo. Conócete a ti mismo». Explica que la presión sobre el prisionero debe ser continua, incluso cuando el verdugo obtiene lo que desea. Frase transcrita en ese cuaderno: «Si obtienes una confesión, y te ríes y sientes alegría, desconfía. Tal vez tu enemigo haya ganado».

Duch elabora largos razonamientos, aparentemente sencillos pero con terribles implicaciones. «La política es la base. Siempre hay que privilegiar el trabajo político, luego se aborda la tortura. Hay técnicas de tortura, pero siempre es necesaria una presión política». En otras palabras: hay que politizar la tortura que, de todas maneras, tiene lugar en esos lugares, al igual que la muerte.

Duch es explícito: «Luego se aborda la tortura»; es decir, de todas maneras se torturará.

Hay frases de Duch que prueban que el S21 no era un centro de policía donde se llevaran a cabo investigaciones, sino un lugar donde se construía una historia:

«Hay que preparar a los prisioneros para explicar su vida de traiciones».

«Si el prisionero muere, se pierde la documentación».

«Recopilar información, analizarla y tomar la decisión apropiada. Tesis, antítesis, síntesis».

Se cita a Prâk Khan, interrogador del grupo «mordaz»: «La confesión debe ser como una historia. Hace falta un principio y un final. Y el enemigo debe ser del KGB, de la CIA o un agente vietnamita invasor de nuestro país».

Prâk Khan confirma asimismo haber inventado confesiones. Para acelerar las cosas. Para poder irse a dormir.

La defensa de Duch alegó ante el tribunal que trataba de limitar la tortura y prefería la acción psicológica, a la que calificó de «presión política». ¿Qué es, sin embargo, la «presión política» en un centro en el que resuenan sin cesar los gritos de los torturados? ¿Qué es la «presión política» cuando todos los prisioneros acaban siendo ejecutados? ¿Se trata de amenazas de represalias contra la familia o los allegados? Sí. ¿De falsas promesas de liberación o de moderación? Sí. En todos los casos, se trata de tortura mental y «luego se aborda la tortura». Son esos razonamientos de Duch lo que fascinó a quienes lo conocieron: apariencia política, dicción amable y mirada limpia. Todo parece pensado.

Desgraciadamente, en las sesiones de formación, ese mismo intelectual tan sutil precisa: «La confesión que recurre a la psicología es la más rastrera de todas». Desdichadamente, también afirma: «No se puede matar sin directiva». Es una frase transcrita varias veces en el cuaderno y repetida ante mi cámara por los torturadores.

La pregunta es: ¿quién daba las directivas en el S21?

S. Moeun, un camarada guardián del S21, torturó hasta la muerte a un prisionero sin obtener previamente una confesión. A su vez, fue torturado y luego ejecutado. En la confesión de S. Moeun, en la página 9, Duch precisa: «Fui a buscarle a la región 31 con un grupo de chavales». Le pregunto a Duch: «¿Por qué a esa región en concreto?». Me responde: «Es una zona aislada, cerca de las montañas».

Leo El arte de la guerra, y esas palabras de Shang Yang: «Gobernar es destruir, destruir a los parásitos, destruir a las propias tropas, destruir al enemigo».

Las enfermeras jemeres rojas no nos creían. Para ellas nunca estábamos enfermos y mentíamos para tratar de evitar trabajar. A buen seguro no tenían muchos conocimientos ni medicinas y sin duda se sentían impotentes. O bien, y dado que procedían del campo, nos consideraban demasiado sensibles a nosotros, los del «nuevo pueblo». No lo sabré jamás. Si uno de nosotros sufría la «fiebre del tractor» (fiebre y fuertes temblores), lo examinaban y lo enviaban al campo. Uno de mis camaradas murió así, porque no lo creyeron. Tampoco creían en la «fiebre del conejo», igualmente impresionante (fiebre y abatimiento absoluto) y fácil de fingir.

No tenían a su disposición más que unas pastillas marrones, las célebres «cagarrutas de conejo», fabricadas por los laboratorios revolucionarios. Cuando descubrí que estaban comprimidas con miel, traté de conseguirlas como fuera, tanta era el hambre que tenía.

El jefe de nuestro pueblo tenía su propia casa. No estaba formalmente prohibido acercarse a ella, pero era arriesgado, más aún dado que el granero del pueblo se hallaba en esa casa… Sabíamos que su esposa, sus hijos, su hermana y sus primos vivían allí. Sabíamos que todos comían arroz blanco y duro. De vez en cuando, lo veía andando a lo lejos, con el jefe del distrito, que era el terror de los habitantes del pueblo: tenía dientes de oro, llevaba dos bolígrafos en el bolsillo de la camisa y montaba a caballo a pelo. No nos acercábamos a él pues tenía fama de ser cruel y expeditivo.

Con otros tres muchachos, entre los que se contaba un chiquillo de cinco años, criticamos públicamente esa situación. Éramos algo mayores para seguir en una unidad infantil, pero aún no lo suficiente para integrarnos en una «unidad juvenil móvil». Pheng, que era de origen chino, y por ello despreciado por principio, tomó un día la palabra: «En un verdadero régimen comunista, bajo Mao Tsé Tung, por ejemplo, todos los ciudadanos tienen los mismos derechos y deberes. Aquí no es ése el caso. No todos comemos lo mismo. Unos tienen derecho a comer arroz y nosotros sólo potaje. Eso no es conforme a los ideales de la revolución. Somos hijos del Angkar y también somos comunistas. Exigimos los mismos alimentos para todos». Prosiguió, con voz firme, y yo lo aplaudía. Ya no podíamos más. Estábamos hartos de injusticias. Aterrorizados por la muerte, que estaba por doquier: en la hambruna, la sed o los arrozales.

Teníamos razón: los responsables hicieron su autocrítica inmediatamente. Nos acostamos, inquietos, pero felices ante los cambios que se avecinaban. ¡Menuda candidez! Al alba, se nos acercó un hombre y nos señaló: «Vosotros tres, el Angkar os envía al frente. Coged vuestras cosas». Partimos de inmediato, a pie, escoltados por dos milicianos armados con machetes. La verdad es un arma peligrosa. Caminamos varias horas en silencio.

Pheng no quería que su hermano pequeño se quedara en el pueblo sin él, puesto que habría sido confiado a alguien del antiguo pueblo dado que «absolutamente todo pertenece al Angkar». Así que luchó por quedarse con él y lo llevó a cuestas todo el trayecto, bajo un calor aplastante y entre la polvareda. Admiré su coraje. Finalmente llegamos al campamento: cuatro chavales perdidos entre decenas de hombres. Toda la Kampuchea Democrática era un campo de trabajo, pero aquél era particularmente duro. No había ni vallas ni alambradas de espino. Simplemente nos dijeron: «Aquí estáis lejos de todo. No tratéis de huir, porque si os capturamos moriréis».

Pregunta de un juez a un superviviente del S21: «¿Cómo podían defecar con los pies atados?».

Pregunta de un abogado a un superviviente del S21: «¿Disponían de mosquiteras?».

Esas preguntas son indignantes, sobre todo por la ignorancia que revelan. Aquel día, abandoné la sala bruscamente. Uno de los magistrados dio un puñetazo sobre la mesa. Aquello era demasiado. Mi mirada y la de Duch se cruzaron, y vi que no apreciaba ese gesto. Recibí únicamente una advertencia «amistosa». La justicia penal internacional no puede ser objeto de burlas.

En cuanto amanecía, íbamos a cavar, a unos centenares de metros del campamento. Cada uno, ya fuera niño o adulto, pues en eso no había diferencia, tenía que extraer tres metros cúbicos diarios de tierra. Luego la cifra se incrementó a cinco metros cúbicos. Trabajábamos en medio de una polvareda espesa, con picos y palas, sin material alguno para movimientos de tierras. ¿Estábamos excavando un lago artificial? Sin duda, pero los jemeres rojos nunca nos dijeron nada acerca de ello. No había canales ni tuberías que fueran a dar a aquel vasto vacío. Y nunca vi allí agua, excepto algunos grandes charcos tras las lluvias.

No hablábamos. No estaba estrictamente prohibido, por supuesto: el silencio se imponía. A mediodía, teníamos derecho a un plato de sopa. Y por la tarde, cada uno estaba obligado a fabricar veinte o treinta kilos de abono. Íbamos en busca de hojas inventariadas con extrema precisión, que había que triturar y luego mezclar con determinados tipos de tierra y un limo denso y rico. Buscaba también boñigas de vaca o tierra de termiteros, pero en vano.

¿Cómo se podían producir tantos kilos de abono, diariamente, en semejantes condiciones? Era imposible y todos lo sabíamos, prisioneros y guardianes, pero había que llevar a cabo aquella quimera: trabajar, siempre, no detenerse, no resoplar, no dar nunca sensación de «sabotear el combate» del grupo. Era un universo confuso en el que se entremezclaban el terror y la hipocresía. Los garrotazos llovían sobre los lomos de los adultos, y me atrevo a decir: por principio. Nadie verificaba nuestra producción de abono, que se había decidido arbitrariamente en un despacho o en el limbo de las ideas socialistas.

El miedo no nos dejaba ni a sol ni a sombra. Ésa era la única verdad. Mientras buscaba en vano plantas y tierra blanda, pensaba en ese eslogan: «Si no trabajas, el Angkar te transformará en abono de arrozal». Nos lo repetían a menudo. Hoy pienso en los cadáveres del M13, sepultados bajo cocoteros y mandiocas.

El pequeño no contaba. A sus cinco años, le era imposible cavar. Dado que no hacía nada, no recibía nada. Su hermano se ocupó de él con un valor extraordinario. Compartía con él su única ración diaria y, tras horas cavando al sol, dejaba que comiera antes que él.

Pronto pusimos en común nuestras fuerzas y nuestras raciones, puesto que era nuestra única posibilidad de supervivencia: el más fuerte cavaba; yo acarreaba la tierra con el tercero. Cuando el primero estaba cansado, lo relevábamos, por turnos. A veces hacíamos trampas. No muchas. Al caer el sol, estábamos agotados.

El jefe del campamento llevaba de una correa un pastor alemán que parecía salido de un cuento. Con su sombrero negro de ala ancha, aquel hombre enigmático nos atemorizaba. Era poco hablador, escupía y se liaba sus cigarrillos. Lo vi obligar a un hombre a arrodillarse y golpearlo con una vara tras prevenirlo: «Si gritas, te llevarás otro palo».

Por la noche, entraba en los barracones y exclamaba: «Ahora a dormir», y todo el mundo se acostaba sin decir palabra. Muchos se dormían al instante. El silencio era absoluto hasta el día siguiente.

El jefe regresaba a su casa en bicicleta, tan tranquilo. A nadie se le pasaba por la cabeza escapar. Estábamos hambrientos y nos hallábamos en una zona boscosa, sin fuerzas y sin ayuda posible. ¿Cómo se podría atravesar así un país vigilado, en el que nunca te cruzabas con una persona sola? Por supuesto hubo fugas, pero pocos de los que huyeron lograron sobrevivir.

Habíamos perdido nuestras capacidades físicas y morales de imaginar la libertad.

Contrariamente a lo que creyeron o quisieron creer muchos intelectuales, franceses en particular —¿conocían aquel eslogan tan claro: «La azada es vuestro lápiz y el arrozal vuestro papel»?—, y contrariamente a las imágenes de propaganda, quiero dejar bien claro que nunca recibíamos clases. De los trece a los diecisiete años sólo asistí a cinco clases de alfabetización. Ni una más. Me sentí feliz. Pensé: ¡vuelve el abecedario! No teníamos ni lápiz ni papel, ni libros ni periódicos, ni silla ni pupitre. No disponíamos de tiempo libre. No había ni un instante para la reflexión. No había más lección que los discursos revolucionarios y los himnos sangrientos.

A veces volvemos al trabajo de nuevo tras la cena. Las órdenes son estrictas. Cavamos, movemos tierra y terraplenamos durante toda la noche. ¿Es urgente? Nunca lo sabremos. Volveremos al campamento aún de noche, a tientas entre las zarzas y por los arrozales. Aprendo a no esquivarlas, a no saltar sobre las zarzas. Al contrario, camino contra las espinas. Afronto el mundo del antiguo pueblo. Los pies negros se me han encallecido, ganados también por la política.

Luego las fechas dejaron de importarme. O las dejé de lado, tras ese año horrible. El pasado me hundía en la muerte. Sólo pensaba en estar vivo al día siguiente. En que no me mataran. Así que estuve varios meses en ese campo de trabajo, con el pico al hombro, las manos cubiertas de ampollas, en el fondo de esa cuenca inmensa y absurda. Luego nos enviaron de nuevo al pueblo, sin más explicaciones. Ya no conocía a nadie allí; mi hermana había desaparecido. Su cabaña estaba vacía. No quedaba nada, ni una cazuela. Y todos los demás habían sido desplazados.

Durante esos cuatro años, en el país había patrullas de arriba abajo. Era imposible ir de un pueblo a otro sin ser descubierto e interrogado. Me presenté al jefe de grupo, que me acogió: pude instalar mi hamaca debajo de su casa. Me declaró al jefe del pueblo y así sucesivamente: sabían dónde estaba. El Angkar era mi familia. Se lo debía todo. «Hay que respetar el interés del partido. No hay lugar para el individuo», explica Duch en la actualidad, quien no escapa a la prisión de las palabras.

En teoría, se había previsto alimentación, alojamiento y atención sanitaria para mí. En realidad, el Angkar era tan estricto y paranoico que nada funcionaba. Absolutamente nada. Nos faltaba de todo.

En el pueblo enfermé. Cagaba sangre veinte veces al día. Ya no había ni un solo medicamento clásico, ni un medicamento del «nuevo pueblo». Me hallaba al borde del abismo. Por primera vez, me abandoné.

El jefe de grupo me dijo: «Camarada, no puedes quedarte aquí. Es demasiado grave». Y me acompañó al hospital de Mong. Las imágenes de propaganda del régimen muestran a unos hombres en bata blanca, equipados con guantes, mascarillas, instrumental.., y con una sonrisa en los labios. Es mentira. Es fascinante ver hasta qué punto ese régimen criminal supo ofrecer la imagen de un mundo ideal, igualitario, solidario e innovador. Y lo único que nos ofreció fue un infierno.

El médico jemer rojo me examinó treinta segundos, ya de noche: sin decir palabra, me señaló el rincón de los moribundos. Era mi lugar: unas tablas de madera bamboleantes, unos camastros en los que yacían unos hombres acurrucados, apestosos, podridos, empapados de mierda y de sangre, cubiertos de vendas, de trapos sucios y pieles arrancadas. Todo eran lágrimas y lamentos. Recuerdo perfectamente que me dije: ¡Esta vez sí tengo un problema!

Me senté, aterrorizado. De repente apareció un chico joven, envuelto en una sábana sucia, lívido. Me dijo: «¿No te vas a comer tu sopa?». Tenía razón, no tenía hambre. Estaba a la vez lleno y vacío. Tenía dolor de vientre permanentemente y cagaba sangre. Luego, nada. Cuando uno se muere, deja de comer. Le respondí: «No, ya no puedo comer». Él estaba convaleciente. Tenía hambre. Le di la mitad de mi sopa. Me dijo: «No puedes quedarte ahí, de lo contrario no saldrás vivo de aquí». Y me ayudó a trasladarme. Me sacó de la muerte.

Compartí su cama de madera en el rincón de los vivos. Me puse la mochila bajo la cabeza. Dormimos juntos, hombro contra hombro. Así abandoné la zona de los muertos y descubrí a unos vecinos especialmente amables.

Uno de ellos se enfrentó al chico: ¡Qué rastrero, le robas su ración cuando está débil y lo necesita más que tú! Otro era músico: me dio de comer, porque yo ya no podía sentarme. Se había fabricado un banjo con unos cables de freno. Por la noche, los jemeres rojos venían a buscarlo para que tocara canciones revolucionarias con ese instrumento medio americano y medio revolucionario.

Mi estado empeoró. Cerraba los ojos para morir. Me decía: ¡Vete! Pero no me iba. En ese momento tuve una inspiración. Me dije que necesitaba corteza de guayaba. Esas palabras se clavaron en mi cerebro: es extraño, ¿verdad? Me parecía que mi madre había curado así a mis sobrinos, tiempo atrás. Recuerdo que repetía dichos: «Si te partes un diente, alguien muere». O: «Sueño de guayaba, te separas». Era mi última oportunidad. Me arrastré hasta una guayaba, no lejos del hospital. Apoyado en el tronco, masqué durante un buen rato las hojas verdes. El chico fue a por leña e hizo hervir agua: con la corteza, preparé una infusión negra, terriblemente amarga, que detuvo en seco la disentería. Le di las gracias al árbol y a mi madre, que ya me había salvado de la cobra. Se acabó el dolor de vientre y la sangre, se acabó la muerte. Estaba salvado.

Poco a poco, recuperé las fuerzas y fui destinado a la limpieza de la zona de los muertos. La enfermedad y la sanguaza flotaban por doquier. Cada mañana iba hacia allí con un nudo en la garganta. Tenía miedo. Miedo de los cadáveres que había que buscar, palpar y examinar. ¿Está muerto un muerto? ¿Se lo puede echar a la fosa? Aún me daban más miedo los vivos que alargaban sus manos y abrían sus bocas negruzcas. Los observaba: yo mismo había estado en su lugar. Ya no distinguían nada: el mal y el bien, lo limpio y lo sucio, lo violento y lo correcto, todo parecía entremezclado. Sus ojos ya no conseguían fijar la mirada y el mundo bailaba ante ellos.

Me armé de valor y de una escoba de ramas de cocotero y una pala, y entré. Primero con repugnancia, y luego simplemente atareado, recogí tejidos, desechos irreconocibles y deyecciones. Me tropezaba con los jergones. No alcanzaba a reconocer nada. Lavé a algunos hombres, cuando fue posible. Vivían en su propia mierda. Encima de su propia mierda. Yo echaba pestes y escondía el rostro tras mi krama. Luego me parecieron ligeros. A la fuerza, me acostumbré al lugar y se convirtió en mi profesión: chico de la limpieza.

Una mañana, para sorpresa mía, cuando fui a por el material a un local, encontré una caja de medicamentos de los de antes. Comencé a descifrar el nombre que estaba escrito en francés. O la posología, ya no recuerdo. Había perdido la costumbre de leer, así que articulaba cada sílaba. VI-TA-MI-NA. Penicilina. Sin embargo, un responsable jemer rojo que se había acercado a mí en silencio murmuró: «Camarada, ¿sabes leer en francés?». Me sobresalté. Respondí algo así como: ¡No! No, sólo unas palabras, ni siquiera eso…, no, nada…, en absoluto… Ese hombre amable me miró fijamente y me dijo: Ándate con cuidado. Y se alejó. Es una de las pocas veces en que sentí una vaga comprensión: no me amenazaba. No me condenaba. Me daba un consejo, a mí, al chico de la limpieza.

A nadie le hubiera pasado por la cabeza utilizar mi poco conocimiento del francés, a buen seguro. «Aprended a comer y a trabajar colectivamente». ¡Menudo chiste! Esas pocas sílabas en una caja de cartón significaban mi muerte. Más adelante, y nunca sabré el porqué, el hombre que me aconsejó fue ejecutado. Sin duda era demasiado amable.

Luego me confiaron una tarea suplementaria, en la que me ayudaron otros dos muchachos: enterrar a los muertos. Observamos detenidamente. Nuestro trabajo consistía en preparar la fosa y organizarnos. Con la experiencia, se sabe quién va a morir. No es un saber sino una sensación. La muerte llegará pronto: se ve en los ojos, en la respiración, en las manos, en todo el cuerpo deshecho. «No pasará la noche»: la expresión es terrible, pero es cierto que se muere de noche. Al alba, buscaba en silencio a los que tendríamos que llevarnos.

Había heridas purulentas. Miembros incurables. Rostros devastados. Vientres enormes. Pies llenos de agua, con la piel que se resquebrajaba por la terrible presión. De vez en cuando se hacía un agujero para que saliera el líquido. Contra el cáncer teníamos cenizas de arroz, azúcar de palma o hachís tostado. No dábamos nombres a las enfermedades, no las conocíamos, como si el país entero hubiera sido víctima de pestes extraordinarias. Sólo la muerte parecía cierta.

Recuerdo a un hombre devorado por un cáncer, que sufría espantosamente. Era muy digno, pero acabó por suplicarnos: «¡Hagan algo! Prueben…». A su lado estaba su mujer. El médico jemer rojo dijo esta frase incierta: «Vamos a sacarle algo del vientre, para que le duela menos». Hizo lo que pudo. Hizo un tajo con el bisturí en el bajo vientre y el pus salpicó por todas partes. Durante unas horas el paciente se sintió mejor. Luego, murió de golpe. Vi entonces que el médico estaba triste. La mujer trabajó un tiempo en el pabellón de las cancerosas, y luego la enviaron de nuevo a su pueblo.

Las condiciones de higiene eran inimaginables: no había ni guantes ni mascarillas. Al instrumental se le daba un hervor, a falta de algo mejor. Se afilaban las agujas. Las anestesias eran locales y muy imperfectas. Sobre todo, los médicos jemeres rojos no tenían formación alguna: la práctica se imponía. ¿Qué más puede hacerse cuando uno ha humillado, desplazado, enviado a los campos o ejecutado a los que poseían el saber? Ese proceder insensato queda explícito en un film de archivo jemer rojo: unos chiquillos de corta edad conducen sonrientes unas apisonadoras; otros trabajan en pequeñas centrales eléctricas, sobre unas mesas. ¡Significa que todo es un juego de niños! Independientemente de su origen, un chiquillo puede hacerlo. Nosotros, los jemeres rojos, estamos en contacto con la materia. La práctica social nos proporciona el conocimiento. ¡Eso significa que fue la sociedad de clases la que nos privó de ello! Desgraciadamente, la Kampuchea Democrática muestra a unos niños de mejillas rollizas dominando las máquinas y no a un médico que tiembla por la noche, escalpelo en mano.

Cuando los reporteros de la República Democrática Alemana entraron en Phnom Penh tras la caída, en enero de 1979, filmaron una capital completamente vacía. Nada parecía haber cambiado desde el 17 de abril de 1975, y con razón: los habitantes se habían marchado y no habían regresado. Es una larga travesía irreal y melancólica. El film podría ser sublime si entre líneas no se leyera el drama del país. ¿Dónde están los seres humanos? Se entra en apartamentos saqueados. O peor aún, en casas en perfecto estado: la mesa está dispuesta, los platos llenos y la comida devorada por las ratas. Más allá, hay grifos que no han sido cerrados. Contraventanas de madera que baten en la calle. Plátanos que crecen aquí y allá, sobre el asfalto. Un huerto en plena ciudad. Los hospitales y laboratorios están arrasados. Un cuerpo flota en una bañera amarillenta: ¿se trata de una víctima? ¿O de un cuerpo para la experimentación olvidado en el formol?

Una cuestión tabú entre los torturadores, poco conocida y que exigiría por sí sola una tesis doctoral de historia: la toma de sangre forzosa y masiva. Dicho con otras palabras: extraer la totalidad de la sangre de un ser humano, hasta su muerte. Considerar al ser humano como un envoltorio de carne, como una bolsa de sangre. Como un instrumento. Desconocemos el proceso detallado de esa atroz operación. En el S21 hay otra cuestión ignota: el método de ejecución de los niños. Tal vez estamos hoy ante dos temas casi imposibles de evocar por quienes sobrevivieron: los verdugos. Añado un tercero: las violaciones.

Duch reconoce algunas tomas de sangre masivas —utilizaré esta expresión de ahora en adelante—, el jefe de los archivos Sours Thi se niega a responder a mis preguntas y el tribunal no lo interroga acerca de esta cuestión. La mención «sangre», sin embargo, aparece decenas de veces en los registros meticulosamente llevados. Hay que comprender entre líneas que la sangre extraída se destinaba a sanar a los soldados heridos en el frente de Vietnam. Lo que es cierto es que se trataba de una ejecución organizada y bárbara.

Esas tomas de sangre masivas revelan otra obsesión de Duch: la pureza. Afirma, por ejemplo, que hace extraer toda la sangre de las «mujeres educadas». Cita el caso de una joven profesora que había vuelto voluntariamente de Francia, sin duda para participar en el gran movimiento popular. Ante el nombre de ésta, subraya la palabra sangre, escrita de su puño y letra con lápiz azul en la época. Fríamente, Duch explica que a la vista de su trayectoria «la chica no había coqueteado». ¿Hay que deducir de ello que su sangre era «pura»? ¿Que, a su manera, era una «princesa jemer»? ¿Una Gioconda? Sin embargo, si no lo fuera, ¿podría manchar a un combatiente de la causa? No alcanzo a comprenderlo. ¿Era «pura» porque tenía formación intelectual? ¿O porque no había mantenido relaciones con hombres? ¿Y por qué se extraía principalmente la sangre de las mujeres?

En la revolución jemer roja, ese gran cuerpo que constituye el pueblo debe estar unido, cohesionado, ser homogéneo: que cada individuo sea irreconocible. Para ello el pueblo debe ser expurgado de sus enemigos: imperialistas, sino-camboyanos, vietnamitas, chams. Sin embargo, el combate es infinito contra el otro oculto en uno mismo. Los «técnicos de la revolución» definen así, en el seno del pueblo, otro pueblo: ese «nuevo pueblo» es un cuerpo molesto. De hecho, se trata de un cuerpo extraño. El pueblo convertido en su propio enemigo. Sólo queda amputar ese miembro. La invención, en su seno, de un grupo humano considerado diferente, peligroso, tóxico, al que conviene destruir, ¿no es la pura definición del genocidio?

Como ya he escrito, las uniones organizadas por los jemeres rojos hacen gala de esa misma obsesión. El consentimiento individual no existía. Un hombre y una mujer no tenían nada que consentir. Era el Angkar quien elegía, pues la única pasión era la revolucionaria. Aparear a los seres no significa únicamente conocer su historia y organizarles la vida, sino también mantenerlos dentro del círculo. Significa asegurar su pureza y la de las generaciones venideras.

Duch tuvo cuatro hijos: dos mientras dirigía el S21 y dos posteriormente, en la clandestinidad. Entre los gritos, los golpes, las confesiones, le hizo el amor a su mujer. La acarició. Y luego observó su vientre. Ella dio a luz, asistida por la enfermera diplomada que Duch conservó junto a ellos a lo largo de esos años. Se ocupó de los hijos. Les habló del futuro.

Duch me explica sin pestañear: «Quería asegurar la continuidad de mi estirpe».

Conocí a un cámara jemer rojo, Lor Thorn, que me explicó cómo Pol Pot lo envió a las remotas provincias de Mondolkiri y Ratanakiri. Hallé las imágenes mudas que me había descrito y las monté siguiendo sus instrucciones: era la construcción de un mito.

Pol Pot descubrió en esas minorías —jaral y bunong— un comunismo primario, original, anterior al reino de Angkor, un comunismo integral. Lo descubrió, reveló e inventó.

La gente vivía sin moneda y lo compartían todo: las cosechas, la caza y la pesca. Eran solidarios y puros. Estaban lejos de cualquier ideología. Pol Pot les tenía tal confianza que elegía entre esa gente a sus guardaespaldas personales, a sus «mensajeros».

El equipo de Lor Thorn filmó a esas minorías mientras sembraban arroz sobre la tierra de un gran bosque quemado. Luego se entra en una vieja cabaña: la de Pol Pot. Una lámpara de petróleo, una tetera de arcilla, una cama rústica, un gran mapa de Camboya sobre la cama: Pol Pot dormía pensando en su país.

Bajo la cama, un parapeto de madera. La cámara se detiene en la pistola colgada de una viga. Si el enemigo atacara, el Hermano Número 1 pelearía hasta la muerte. Sobre la mesa: libros de Marx, Lenin y Mao, que había llevado el equipo de rodaje, según me explicó Lor Thorn. En la pared, finalmente, la hoz y el martillo, rodeados de retratos: Marx, Lenin, Stalin y Engels. La revolución nace en los seres puros. En una cabaña.

En París, en los círculos marxistas y cuando luego volvió a Camboya clandestinamente, Pol Pot firmaba sus artículos políticos: «Pol Pot, de origen jemer». La pureza, siempre.

En París voy a que me tomen una muestra de sangre en un laboratorio regentado por un hombre al que tengo en gran estima: un médico judío, una parte de cuya familia fue exterminada por los nazis. Es generoso y melancólico. Nos entendemos. Sabemos que hay un enigma humano, del que pendemos. Le digo que filmo durante cientos de horas a un gran criminal, doctrinario y metódico; que miente a menudo; que habla como en la época de los jemeres rojos; que sigue siendo un misterio tan grande como el régimen del que se declara seguidor.

Tras unos instantes, le digo: Doctor, creo que sufro una depresión. Me anima: Su historia es difícil, pero debe continuar. También yo sufro. Todos sufrimos como usted. Es imposible olvidar. Y comprender es difícil.

Hablamos de cine y de historia. Le digo que preparo el montaje de mi película. Elaboro los temas y visiono cientos de horas de tomas, incluidas las de S21. Mientras, me extrae la sangre. De repente me quedo petrificado. Tiemblo. No consigo respirar. Le agarro la mano, a punto de desmayarme. Lo deja todo y me acompaña a una cafetería, donde bebo té azucarado. Necesito dos horas para recuperar las fuerzas, sin comprenderlo: hasta ese momento, siempre me había sentido bien con ese hombre tan cercano a mí.

Tengo una revelación: Duch ha firmado un contrato moral conmigo. Un contrato de sinceridad. Me tiene agarrado.

A partir de ese día, todo escapa de mis manos. Duermo poco. Respiro mal. Sufro vértigo. Ya no cojo el metro ni el autobús. De noche, zapeo frente al televisor. Me cautiva la avalancha de imágenes, me cautiva y me alivia. Me desplomo. Vuelvo a ponerme en pie. Abro los ojos. Llamo a los médicos urgentemente, y sólo me diagnostican angustia. Releo mis cuadernos: el día de mi desvanecimiento, trabajaba sobre las tomas de muestras de sangre en el S21.

Acabo por hablar de ello a un amigo psiquiatra, que me dice: «No, Rithy, no tienes ningún contrato con ese hombre. No le debes nada. Jamás ha sido sincero. Eres libre».

Y comienzo entonces el montaje de mi película. Monto las imágenes y el sonido. Le corto la palabra. Duch reinventa su verdad para sobrevivir. Cada acto, incluso el más horrible, se presenta en perspectiva, englobado y repensado hasta que pueda parecer aceptable o casi aceptable. Monto por ello contra Duch. La única moral es el montaje. Pienso en lo que me ha dicho: «En toda mentira hay algo de verdad. En toda verdad hay algo de mentira. Ambas cohabitan. Lo más importante es denunciar la red».

A lo largo de cuatro años me lavé a menudo completamente vestido. En cuclillas, me echaba por encima un cubo de agua. O me metía en un río. Frotaba la tela, el cuello, el cabello, los tobillos, los pies y me secaba al sol. Así estaba limpio. Nunca utilicé jabón ni dentífrico.

No tenía nada mío, ni siquiera mi desnudez. Me atrevo a decir: ni siquiera nuestra desnudez, ya que no guardo recuerdo de haber visto ningún cuerpo vivo desnudo. Tampoco recuerdo haber visto mi rostro, salvo su reflejo en el agua. Sólo un individuo tiene cuerpo.

Sólo un individuo tiene una mirada sobre su cuerpo, que puede ocultar, ofrecer, compartir, herir o hacer gozar. Controlar los cuerpos y controlar las mentes: el objetivo era muy claro. Yo no tenía lugar, ni rostro, ni nombre, ni familia. Estaba disuelto en la gran túnica negra de la organización.

Khan: «Para la extracción de sangre, se llevaba a los prisioneros a la casa de los médicos, frente a la entrada del S21. Eran esposados a unas camas metálicas, a uno y otro lado. Se les vendaban los ojos y se les amordazaba. Luego se les pinchaba, una cánula en cada brazo, con las bolsas de sangre debajo. Pregunté a los médicos cuántas bolsas de sangre sacaban de cada prisionero. Me respondieron que de cada persona sacaban cuatro bolsas. Una vez acabada la extracción, los dejaban junto a la pared, abandonados. Respiraban como grillos, con los ojos desorbitados. Y cavaban las fosas no lejos de allí».

En el hospital, baldeábamos las camas y luego íbamos a preparar la fosa, bajo un sol resplandeciente: había que taparla la misma tarde pues no disponíamos de antisépticos ni de cal viva. El olor era insoportable y temíamos las epidemias.

En la sala, se depositaba cuidadosamente el cadáver sobre una angarilla de tela de yute, la misma durante varias semanas, y se transportaba así hasta la fosa, detrás del hospital. ¿Cuántas veces recorrimos ese terrible camino? A mis dos acólitos y a mí mismo nos asqueaba aquella peste. Y las moscas. Y la propia tierra. La muerte nos manchaba las manos. Y la tierra se resquebrajaba cuando los cadáveres, tras varios días, se hinchaban.

Una tarde, sin desvestirnos, nos rociamos de alcohol y casi nos ahogamos. Recuerdo esa agua seca que se pegaba a nuestra ropa y nos quemaba los párpados.

Caminábamos descalzos por la sala de los muertos, por el hospital y junto a la fosa. Trabajábamos con las manos desnudas entre los enfermos, en medio de la suciedad y la humedad. Pero la enfermedad no se cebaba en nosotros. Nos habíamos curtido. Nos cruzábamos con enfermos que iban de sala en sala; muchos estaban perdidos y eran presa de temblores, tenían la mirada extraviada y se apoyaban en un bastón; otros se sentaban para no volver a ponerse en pie. Era un mundo fantasmagórico. Nada parecía realmente vivo.

Detrás del hospital, las fosas estaban repartidas en un vasto terreno. Seguíamos un plan bastante preciso. Los niños, las mujeres y los hombres eran enterrados por separado. A fuerza de cavar y tapar, nos alejábamos del edificio. Rápidamente, los jemeres rojos plantaron judías verdes, pepinos, calabacines y calabazas en las fosas ya cubiertas. Recuerdo las increíbles raíces amarillas, grises y largas, que al igual que nosotros cada día se alejaban un poco más. Parecían burlarse de nosotros. Los cadáveres son un excelente abono, decía el eslogan del Angkar que ya he citado. Cuando encontraba algún trozo de calabaza en mi sopa, sentía asco. Veía cómo las raíces se hundían en la tierra sembrada de esqueletos.

Veinte años después, pasé en coche frente a ese hospital y descubrí que la Autoridad Provisional de las Naciones Unidas en Camboya llevaba a cabo allí una obra de gran magnitud. Me acerqué. Las excavadoras habían cavado un lago en el mismo lugar donde se hallaban las fosas. Le dije al jefe del pueblo: «Esto era un cementerio. Hay centenares de cadáveres enterrados ahí. Trabajé aquí». Me respondió: «Sí, lo sé, hemos encontrado muchos huesos. Qué se le va a hacer…». Se excavó el lago —más rápidamente que con palas y con nuestros músculos, por supuesto—, pero el agua nunca ha tenido un color bonito. Es siempre de un verde oscuro, taciturno. Nadie la utiliza nunca, ni para el ganado ni para los campos. Y tampoco para beber. Es un agua muerta.

El rostro de los verdugos. Conozco a unos cuantos, habrá quedado claro. A veces se ríen. A veces se muestran arrogantes. A veces parecen nerviosos. A menudo tienen un aspecto firme. Obcecado. Sí, existe una tristeza del verdugo.

Pienso en ese guardián que no torturó: entró en el S21 a los trece años. Un tiempo después, pidió al pintor Nath un pequeño dibujo, y le hizo una lista de lo que le gustaría ver en él, toda su infancia: una cabaña, un arrozal, cocoteros, dos bueyes, una nasa de pesca. Añoraba su pueblo. Durante las pausas, se aislaba en aquella visión melancólica. De vez en cuando se adormilaba. Huy lo despertaba bruscamente: «Cuidado, camarada, la próxima vez…». Aterrorizado, el chaval lamía pimienta molida y sal cuando sentía que el cansancio lo vencía. Veo en su mirada de hoy al niño que no fue.

El rostro del verdugo: perdido entre imágenes que ninguno de ellos cuenta, como si existiera un límite infranqueable. Y no pregunto nada para no tener que explicarlo después, para que siga existiendo la parte humana: son ellos quienes deben dar el paso. Pero nada dicen acerca de las violaciones. Nada de los detalles de las torturas. Nada acerca del destino de los niños, o casi nada.

Pregunta: «¿Por qué los prisioneros te tenían miedo?». Respuesta: «Porque estaban encadenados». Repito la pregunta. Respuesta: «Porque yo era guardián y ellos prisioneros». Repito la pregunta. Respuesta: «El guardián debe ser malo. ¿Cómo quiere que protestaran contra mí?». El mundo simple de la obediencia. Elegidos por Duch a los trece años, arrancados de sus familias y sus pueblos, educados en el dolor y la muerte, sólo conocían el orden: «Su nivel cultural era bajo, pero me eran fieles», explica Duch. Más tarde: «Los que no eran de origen campesino titubeaban al matar. No lo hacían con sus propias manos. Pero los campesinos analfabetos mataban si se les ordenaba que lo hicieran, y lo hacían con sus propias manos». Repite: «Lo hacían con sus propias manos». Eran instrumentos. La mano de la revolución, que hiere y mata sin que le tiemble el pulso.

En el M13, un joven guardián, Khoan, interrogaba a su abuelo, Sok.

Khoan: ¿Me reconoces?

Sok: Sí, eres mi nieto.

Khoan: ¿Cómo me has llamado?

Sok: Mi nieto.

Khoan: ¡Sexo de tu madre! ¡Eres un enemigo y me llamas nieto!

Khoan golpeó a Sok con una vara. Sok temblaba, suplicaba, llamaba «señor» a Khoan y luego «hermano mayor».

Khoan: Eso es, tienes que llamarme «hermano mayor». Soy joven, pero más viejo que tú en la revolución.

Ese joven guardián, hoy ya de edad avanzada, declaró en el juicio contra su antiguo jefe, Duch. Pero no mencionó a su abuelo.

París. Barrio de las librerías. Compro una antología de poemas de Jacques Prévert. Me siento en un banco y la hojeo. Cabellos negros… Aquí está. Recito en voz queda, y es la voz de mi padre:

Cheveux noirs cheveux noirs

Caressés par les vagues

Cheveux noirs cheveux noirs

Décoiffés par le vent

Le brouillard de septembre

Flotte derrière les arbres

Le soleil est un citron vert.[3]

Me parece sentir su mano sobre mi cabeza. Adivino su olor a tabaco y estudio. Mi padre no regresará. El sol de París es un limón verde. Me levanto. Abandono ese poema sobre un banco, y su cabellera de libro acariciada por las olas.

Los eslóganes piensan por nosotros. Victor Klemperer: «La lengua libremente utilizada está vinculada con la cultura». Pero ¿qué es una lengua «libremente utilizada»? La lengua jemer roja es siempre una conminación, una orden, una amenaza. ¿Pero qué lengua utiliza Duch en la actualidad? ¿Y qué significan para él nuestras palabras?

Le pregunto a quién le habría gustado parecerse. Duch me responde: «Habría querido ser Pierre Curie. Admiro a Pierre y Marie Curie. Habríamos podido ser Kim Heng y yo. Pero carezco de esa capacidad». También admira a Gandhi: «Me gusta ver las fotos en que medita, con los ojos cerrados y las manos sobre las rodillas. Es la calma y la sabiduría». Incluso me cuenta un episodio de la vida de Gandhi, y poco importa que sea o no verídico: Gandhi toma un tren, que descarrila. Hay numerosas víctimas. Buscan a los heridos. Se oyen gritos de dolor. Entre las ortigas, proyectado fuera del vagón, encuentran al sabio, con los ojos cerrados, orando.

Radio jemer roja: «Hemos vencido al enemigo exterior, en particular a los americanos. Ahora debemos vencer a los enemigos del interior, porque aún quedan. También debemos vencer a los enemigos que no tienen forma visible: los hábitos imperialistas de nuestro corazón».

De repente parece que Duch lo recuerda. La mujer «operada viva», de hecho disecada viva, era la señora Thach Chea, esposa del antiguo ministro de Educación de Lon Nol.

Prosigo el trabajo de mi padre. Transmitir. Ofrecer conocimientos. Lo he sacrificado todo por ese trabajo, que ocupa mi vida entera. Y no me acostumbro. Ni a las imágenes. Ni a las palabras. Pienso en ese muchacho de mi edad que, sediento, bebió de noche agua del arrozal y se tragó una sanguijuela. Recuerdo a Huy, adjunto de seguridad de Duch, que se niega a reconocer que mató a cientos de personas en el S21; al preguntarle, acabó por espetarme, casi burlón: «Dime, ¿qué quieres, una cifra? ¿Cuánto?». Pienso en Duch, que me preguntó si iba a entrevistarme con su madre. Cuando le respondí «no, no la molestaré, no quiero verla, es a usted a quien quiero interrogar», pareció sorprendido.

Pienso en Khieu Samphan, secretario general de la oficina 870, que pretendió haber descubierto el genocidio gracias a mi película S21, la máquina de matar de los jemeres rojos y afirmó no estar al corriente: «Sin minimizar los crímenes de los jemeres rojos, hay que abordar el problema en toda su complejidad. Hay que comprender para liberar a las generaciones jóvenes de los estereotipos contradictorios a los que estamos habituados». Pienso en Nuon Cheam, Hermano Número 2, que se atrevió a decir: «No sé dónde está Tuol Sleng (el S21). Nunca recibí ninguna confesión. Y, además, ¿qué es Tuol Sleng? No lo sé. En aquella época, ni idea. Y ahora tampoco».

Con la edad, cada vez me siento más frágil. No me distancio: no puedo hacerlo. Y tampoco quiero. O más bien me mantengo a una distancia humana. Quiero poder tocar a mi interlocutor. No tengo arma ni bayoneta, ni miedo ni antojo. Si tiendo la mano, toco a ese hombre.

20 de junio de 1977 en el S21.

253 ejecuciones

225 hombres

28 mujeres

3 camiones

2 fosas.

Me hice amigo de mis dos camaradas sepultureros. Una amistad verdadera, sincera: era extraño, en esa época de absoluto control, de delaciones, de injusticias sin motivo y de paranoia. Sin duda fue el sudor, el peso de los cuerpos arrojados a la fosa, la enfermedad que nos rodeaba y nos reconcomía, ese olor a muerto que aún hoy siento, por instinto, lo que nos unió de esa manera. Pico en mano, descalzo, casi ya no caminábamos nunca, corríamos entre las fosas, a veces sin poder evitarlas. El firme era movedizo, y estaba cubierto de huesos y de hoyos. La descomposición nos acechaba. La miseria.

Trabajaba sin cesar y tenía hambre. En el hospital, en la zona que yo limpiaba, me crucé con un hombre enfermo y comprendí que pronto moriría. Le propuse que me diera media ración de su sopa. Se negó y pensé: «¡Lástima!». Finalmente, al pasar junto a él, me dijo: «¡Tómala!». Me llevé su escudilla y me instalé en un rincón. Pero una vez allí no pude tragar ni un sorbo. Ni una gota. Estaba avergonzado.

La primera vez fue un chaval quien actuó así y al proponerme compartir la ración casi me salvó. Digo «casi» puesto que la guayaba me salvó sin compartir nada. Pero compartió su cama conmigo: me llevó junto a los vivos. Y ese gesto fue decisivo. Cuando se reprodujo el mismo episodio, yo estaba del lado de los vivos: pensé en ese hombre tan enfermo y me pareció que no lo privaba de gran cosa (él no tenía apetito y estaba agonizando), pero no me pude comer su sopa de arroz. Fue mi padre quien me guió aquel día. Mi padre era libre y estaba vivo por no haber comido. Y yo negociaba un alimento que él no habría querido. Le devolví su escudilla al hombre enfermo, que murió unos días después.

Apilábamos los cadáveres en las fosas comunes: una cabeza contra otra y los pies contra los pies. A veces con la cabeza contra los pies para ganar espacio. O de perfil. Veinte cadáveres por fosa en la peor época. A veces uno o dos. Una horrible disposición de huesos y piel. Me persigue el sonido de un cuerpo humano al topar contra otro cuerpo humano. Utilizo a propósito la palabra topar y no golpear o chocar. Es un sonido muy particular, mate, no sé cómo definirlo. Un leve sonido de madera verde. Sólo había huesos, nada de grasa, ni de carne, todo era esqueleto, sufrimiento, vacío. Descubrí que un cuerpo humano cae y, en mis pesadillas, aún hoy, oigo ese sonido.

A menudo quise preguntarle a Duch: ¿Conoce el sonido de un cuerpo humano al topar contra otro cuerpo humano? No se lo pregunté.

Murmura: «Me apiado de los que murieron. Me apiado también de los que matan. Personalmente, no puedo hacerlo». Un guardián me dijo la misma frase, palabra por palabra: «Me apiado de los que matan».

En el mundo de Duch todo es lógico. Todo está en su sitio. Todo está clasificado: antiguo o nuevo; destruir o conservar; a matar o que te maten. Incluso la piedad tiene dos facetas. Es un mundo de pura ideología, en el que la sinceridad no es un objetivo: al que había confesado bajo torturas en el S21, y mientras lo conducían a la muerte con los ojos vendados, le decían que se hallaba camino de su pueblo.

Duch busca la inocencia en el horror. Por ello puede afirmar que es «rehén del régimen y actor de ese crimen», o lo que viene a querer decir: «A pesar de ser el actor del crimen soy inocente», o también: «¿Lo habría hecho usted mejor?»

Duch habla mediante eslóganes: todo parece sencillo y equivalente. Nada pesa. Parecen sentencias sabias o aforismos. Algunas palabras desaparecen o se encabalgan. La frase se desliza. Duch afirma: «El héroe es aquel que no teme a la muerte». Luego prosigue: «El héroe es aquel que no teme matar».

Cuando se encalla en una palabra, cuando se le escapa una frase, Duch se detiene en seco. Y continúa. Cada frase debe tener principio y fin. ¿Es una costumbre política? ¿O bien se trata de prudencia? El discurso se cierra.

En el S21 apenas se daba de comer a los prisioneros. Se debilitaban. Sufrían. Temblaban. Les golpeaban sin cesar. Había que acabar con cualquier resistencia y con cualquier muestra de humanidad.

El pintor Nath me dice que, a su llegada al S21, no defecó durante casi cinco días, debido a la falta de alimentación. Perdía el conocimiento con mucha facilidad. Algunos camaradas torturadores afirman haber llevado a un prisionero a la cama electrificada y haberlo conducido de nuevo a la sala común tras varias horas de sevicias.

A los dieciocho años descubrí Noche y niebla de Alain Resnais. Me quedé sorprendido. Era igual. Era en otro sitio. Fue antes que nosotros. Pero era como nosotros.

Releo estas páginas. Desearía borrar mi infancia. No dejar nada: ni las palabras, ni las páginas, ni la mano que las sostiene temblando; ni las losas tibias de la entrada, donde me aguarda mi madre; ni las telas; ni las volutas; ni los vértigos. Sólo quedaríamos Duch y yo: para un combate. He filmado sus olvidos y sus mentiras. Su mano que vaga sobre las fotografías. Su respiración profunda, de repente, como si la exaltación de antaño estuviera aún ahí, en sus pulmones.

A los trece años sólo pensaba en aguantar. ¿Y hoy?

Me dieron el título de niño-médico. Fregaba los suelos. Enterraba cadáveres. Asistía a las operaciones. Vivía entre los niños y los adultos, entre los vivos y los muertos. Vi cosas que es imposible olvidar. Doy cuenta de ellas aquí por una sencilla razón: hay que comprender y recordar. No renunciar en nombre del decoro, o peor aún, en nombre de la ideología.

Un día oí gritos en la sala de operaciones. Fui a ver, como estaba autorizado a hacer: una mujer se retorcía de dolor, amoratada, sosteniéndose el vientre endurecido por el esfuerzo. Había comenzado a dar a luz pero la criatura se presentaba mal y no salía. Nos suplicaba. «Ayúdenme… Sálvenme… Sálvennos…». No alcanzo a olvidar sus alaridos inhumanos. Una joven doctora jemer roja la examinó. ¿Operar? ¿No operar? Dudaba. El instrumental aguardaba en agua hirviendo. Creo que una cesárea no habría sido descabellado, pero la doctora no hizo nada.

Todo el mundo sabía que en el pueblo de al lado vivía un médico de verdad, pero era del «nuevo pueblo». Habría sido necesario hacerlo ir hasta el hospital. Nadie quiso hacerlo o nadie se atrevió a hacerlo. La idea de recurrir a un miembro de la clase deshonrada era insoportable. Antes la muerte que renunciar a los ideales.

Así que se retiraron y dejaron que esa joven agonizara sola durante horas. Ya no dormía ni bebía. Gemía, con las piernas abiertas, sorda a cualquier palabra, a cualquier gesto. Recuerdo sus manos hinchadas por la tensión y el miedo. Recuerdo su vientre que acabó por golpear. La sangre palpitaba en su cuello. Moría junto a su bebé. De repente, la mujer dejó de gemir. Se quedó tiesa y unas jóvenes enfermeras se apresuraron a enrollarla en una tela de yute. Ese cuerpo joven amoratado y deforme, era la ideología misma: la enterraron sin dilación.

Duch observa una foto de él, ante un micrófono: «¡Mire mi rostro! No es un rostro triste, sino un rostro ávido de explicar la esencia de ese lenguaje. Ese lenguaje de masacre, de posición firme, de la dictadura del proletariado, fui yo quien lo difundió en el S21. Aquel a quien el partido ha detenido debe ser considerado un enemigo. ¡No hay que dudar! Es la palabra del partido. ¡El partido es el guía! ¡Soy yo! ¿Alguien lo duda? ¿Por qué? ¡El partido es el guía! ¡El partido soy yo!».

Se echa hacia atrás, mirando al techo: «Discúlpeme, estoy fanfarroneando», y se ríe. Una vez más, se ríe. Modestia. Orgullo. Extraña confidencia del jefe que desearía no serlo.

Muestra el mismo orgullo al hablar de Koy Thourn, el ministro de Comercio, al que «trató» personalmente y en absoluto secreto. Lo filmé varias veces hablando de ese tema y, cada vez, Duch se enorgulleció de no haber torturado físicamente a Koy Thourn. De haberlo vencido mediante la palabra, mediante la lucha política. La que vence es la idea: ese cuerpo de doctrina que organiza la sociedad, con sus órdenes, sus eslóganes y sus secuaces. Vivíamos en la doctrina.

Sabíamos que había plantaciones de hachís detrás del hospital: era uno de los pocos remedios disponibles contra el dolor. Por la noche, robábamos algunas hojas, las secábamos junto al fuego y nos las fumábamos en secreto para olvidar la muerte.

Una tarde, un médico jemer rojo llegó con una mosquitera llena de pescaditos: no nos preguntamos de dónde procedían y de inmediato preparamos una sopa de pescado… ¡al hachís! Sin embargo, debí de echar demasiado y al acabar de cenar se me fue la cabeza. Reía sin motivo y era incapaz de hablar o de contenerme.

El director del hospital de Mong era el camarada Roeun, a quien le gustaba mostrarnos sus manos manchadas de sangre en Battambang, y me llevó junto a una fosa. Se me acercó: ¿Qué te sucede, camarada calvo? ¿Por qué te ríes así? En efecto, reía y lloraba. Comprendió lo que sucedía y se volvió hacia el grupo, muy enojado: ¿Quién le ha dado hachís? ¿Quién? Todo el mundo agachó la cabeza. Se produjo un silencio sólo interrumpido por mis carcajadas idiotas. Me oía reír solo y oía una voz en mi interior que afirmaba fríamente: ¡Para ya, o se habrá acabado para ti! La voz de mi conciencia… Era, empero, algo mecánico. Alucinante, en el sentido literal del término. El director comenzó a gritar: «¡Hay que evacuarlo!». Todo le molestaba: mi risa, el silencio de los demás, el desorden individualista, el placer incontrolable. Me tambaleé hasta mi hamaca. Seguía riendo, temblando, petrificado.

Recuerdo que una noche vi un destello en el cielo, como un reflejo metálico. ¿Se trataría de un objeto lanzado en paracaídas? Soñaba despierto: una fuerza benevolente me enviaba una cámara fotográfica. Es para ti, Rithy, para que fotografíes lo que ves, para que no se te escape nada. Para que más adelante puedas mostrar lo sucedido. Mostrar esta pesadilla.

No entendía por qué nadie venía en nuestra ayuda, por qué estábamos abandonados. Era insoportable: sufrimiento, hambre y muerte por doquier. Y el mundo callaba. Estábamos solos. No había ni paracaídas ni cámara fotográfica, y lloré.

Cuando llegué a Francia, recordé ese episodio y escribí una larga carta al secretario general de las Naciones Unidas. Le expliqué lo que había vivido y concluí preguntando por qué no se había hecho nada en serio para ayudar a Camboya. Por qué había estado tan solo, yo, un niño huérfano. Por qué era imperdonable la inacción. Por qué nadie podía vivir con mis recuerdos.

Jamás recibí respuesta alguna. Nada. Ni siquiera una respuesta oficial. El muchacho herido que era yo entonces no aceptó ese silencio: el adulto que soy ahora, aún menos.

¿Quién era secretario general de las Naciones Unidas en 1979, y desde 1971? Kurt Waldheim, que fue soldado a las órdenes del «carnicero de los Balcanes», a partir de octubre de 1943, y sin duda tomó parte en la sangrienta operación Kozara. Sin duda no era un criminal de guerra. Ni un nazi. Pero tampoco era un hombre de paz. Por ello hoy doy el nombre de aquel que ocupó ese puesto influyente, ese nombre de acomodo y cobardía.

Filmo a un torturador jemer rojo que también fue director de la cárcel en su distrito, en Stoeung Trang. Hoy es un hombre importante. Nunca se ha mudado. En 1979, los vietnamitas lo mantuvieron en su puesto. Un policía sigue siendo un policía. Filmo su mirada dura.

Frente a él, tres campesinos chams evocan las sevicias a las que sobrevivieron. Uno de ellos cuenta que tenía que mear y cagar en una caña de bambú. Que ya no era un hombre. Recuerda sus heridas y las chinches que habían colonizado su jergón. De repente espeta: «¿Por qué me torturaste?». El hombre importante se ríe: «No hay que plantearlo así. Eres tú quien debería saber por qué estabas encarcelado aquí. ¡Quien estaba aquí es que era culpable!». El campesino: «¡Si sabes perfectamente que éramos inocentes! ¡Y que éramos seres humanos!».

El hombre importante se lo queda mirando fijamente. Sus gestos se vuelven mecánicos. Se pone en pie y grita: «¡Camarada! No tienes que matar a las chinches que te pican. Son los guardianes quienes las crían. ¡Pertenecen al Angkar!». Asusta al campesino: «¡Mira, qué miedo tienes! Si te doy un bastonazo, me dirás sin razón que eres cabo. Y si te doy un segundo bastonazo, ¡me dirás que eres coronel! Y si te doy otro bastonazo, ¡me dirás que eres general de una estrella! Y si te doy cien bastonazos. ¡me dirás que eres general de cien estrellas! ¡Eso es lo que eres!».

Acabamos por discutirnos, él y yo. Le dije: «¡Ya no estamos en la época de los jemeres rojos!». Me responde: «¡Hay jemeres rojos en todas partes, hasta en Phnom Penh! ¿Quieres provocarme? ¿Quieres pelea?». Yo: «¿Y por qué iba a pelearme contigo? ¿Quién eres tú?». Siento que nada ha cambiado: todo podría empezar de nuevo, muy fácilmente. Tenemos la crueldad ante nosotros.

Una tarde, le pregunto a Duch: «Usted afirma esto, pero Huy pretende lo contrario. ¿A quién hay que creer? ¿Y por qué debería creerle a usted en lugar de a él?». Duch me responde muy seco: «Si cree lo que le cuenta Huy, ¡vaya a ver a Huy! Parémoslo todo. De inmediato. Es banal… ¡Es usted tan banal, señor Rithy!». Le respondo: «Soy banal, sí. Es cierto. Pero le pregunto por personas que han muerto, y ésa no es la mejor respuesta que podría darme». Duch se disculpa tranquilo. Dice estar cansado. Se pone en pie, seguido por los guardianes. Fin de la sesión.

Ya no camino descalzo. Escribo y filmo: en cierta medida, eso es vivir. Quisiera alejarme de ese hombre que no deja de explicar su método: «No hay que titubear, la mente no debe dudar, pues de lo contrario se ralentiza la responsabilidad del interrogador. Aunque el culpable sea de la familia, aunque se trate de alguien en quien se tuvo confianza en el pasado».

Duch me explica una llamada de Son Sen: «El hermano Nuon (Chea) exige una fotografia del cadáver de Ly Phel». Duch se enfurece: «Insulté a Nuon Chea para mis adentros. ¡Hijo de puta! En el S21, el trabajo se hacía. Y se hacía bien. Ly Phel confesó y fue ejecutado como estaba mandado. ¡Y no confiaban en mí! En tal caso, ¿para qué confiarme esa tarea?». Así que Duch hizo reabrir la fosa donde estaba enterrado aquel hombre, en el mismo S21: el olor era insoportable y los hombres se cubrían el rostro con sus krama. Duch hizo fotografiar el cadáver y lo enterraron de nuevo. A veces siento que la mano de ese hombre se agarra a mi cuello, a través del espacio y del tiempo.

Duch me recita «La muerte del lobo» de Alfred de Vigny.

Gémir, pleurer, prier est également lâche.

Fais énergiquement ta longue et lourde tâche

Dans la voie où le sort a voulu t’appeler,

Puis, après, comme moi, souffre et meurs sans parler.[4]

Leo el poema. Un grupo de cazadores sigue la pista de una pareja de lobos y sus dos lobeznos. El macho degüella a uno de los perros de la jauría antes de morir y cosen su cuerpo a cuchilladas.

Il nous regarde encore, ensuite il se recouche,

Tout en léchant le sang répandu sur sa bouche,

Et, sans daigner savoir comment il a péri,

Refermant ses grands yeux, meurt sans jeter un cri.[5]

Los cazadores renuncian a perseguir a los otros lobos. Impresionado ante esa muerte, uno de ellos medita:

Et ton dernier regard m’est allé jusqu’au coeur!

Il disait: «Si tu peux, fais que ton âme arrive,

À force de rester studieuse et pensive,

Jusqu’à ce haut degré de stoïque fierté

Où, naissant dans les bois, jai tout d’abord monté.

Gémir, pleurer, prier est également lâche.

Fais énergiquement ta longue et lourde tâche

Dans la voie où le sort a voulu t’appeler,

Puis, après, comme moi, souffre et meurs sans parler».[6]

Duch es estoico, Duch es un lobo.

Alors il a saisi, dans sa gueule brûlante,

Du chien le plus hardi la gorge pantelante

Et n’a pas desserré ses mâchoires de fer…[7]

Duch degüella al perro entre sus dientes. Está dispuesto a todo para salvar a los lobeznos.

Jusqu’au dernier moment où le chien étranglé,

Mort longtemps avant lui, sous ses pieds a roulé.[8]

Ése es Kaing Guek Eav, conocido como Duch, un niño obediente y estoico.

Dejé la zona de los muertos. La nada seguía su camino. Tras el episodio de la sopa de hachís, creí que me enviarían a un campo de trabajo terrible en la región de las tierras áridas. Y, sin embargo, me llevaron a una tranquila granja de patos, apartada de todo. ¿Se había equivocado el Angkar? ¿Acaso esa granja estaba considerada sin razón un lugar de trabajo muy duro? Nunca lo he sabido.

Éramos dos muchachos en semilibertad, al igual que la cincuentena de patos que teníamos que cuidar. Con nosotros estaba un joven médico jemer rojo, puesto que los patos pertenecían al hospital. Regularmente, un responsable local traía provisiones: arroz para nosotros y salvado para los patos. En cuanto a lo demás, nos teníamos que apañar por nuestra cuenta. Por ello buscábamos hojas y raíces con las que prepararnos unas sopas. O ranitas. Pescábamos discretamente. Era una extraña libertad que aprovechamos al máximo.

Alimentábamos a los patos lo mejor posible, pero las jornadas nos parecían vacías e idénticas. Nunca se nos pasó por la cabeza huir y, sin embargo, estábamos solos durante semanas. Regularmente, un cuadro jemer rojo pasaba en bicicleta para hacer una visita de control. O bien el director del hospital vecino, en moto. Serio y concentrado, inspeccionaba la granja y nos preguntaba: ¿Todo en orden? ¿Cumpliréis los objetivos del Angkar? Nos andábamos con cuidado, pero sabíamos por qué estaba allí. Unos minutos después, le pedía al joven médico que le preparara un pato. Éste nos tendía el animal ya muerto y a nosotros nos tocaba desplumarlo y asarlo durante su siesta.

Al despertar, devoraba su comida sin dirigirnos ni una mirada. Dejaba las patas, demasiado magras, que guardábamos preciosamente. Acabada la inspección, nos dejaba. Recuerdo haber chuperreteado esas pobres patas asadas durante horas. La piel delgada, el hueso duro y el olor del pato asado al fuego eran un verdadero regalo.

Nunca hubiéramos osado matar un pato. El castigo habría sido terrible. Cuando un animal enfermaba, había que llevar su cadáver al hospital y hacer un informe por escrito: el animal debía desaparecer oficialmente de las tablas y de los objetivos cuantificados. Una o dos veces, sorbimos unos huevos crudos temblando, pero las patas parecían estériles y daban pocos huevos.

Casi me dan ganas de reír al escribir estas líneas. Así que en la Kampuchea Democrática había granjas, y patos que corrían de aquí para allá, graznaban, morían de disentería, se perdían entre los matorrales y copulaban impetuosamente. Así que algunos comían huevos y pato. Nuestra granja servía sobre todo a cuadros jemeres rojos. Todo pueblo tiene sus debilidades. Vi cómo el hambre se llevaba a mis sobrinos; llevarse también una ideología. El pueblo tiene un vientre que se come al pueblo, pero éste no lo sabe.

Más adelante nos dimos cuenta de que todo estaba patas arriba, hasta nuestra granja de patos. ¿Fue al inicio de las purgas internas, en 1977? Yo ya no tenía noción del tiempo. Me dejaba flotar en un mar seco y doloroso. Nuestro responsable desapareció de repente y fue reemplazado por un viejo. A mí me enviaron a una unidad infantil, próxima al hospital, en la que no conocía a nadie.

Allí me convertí en intendente de un grupo de niños. Debía asegurarme de que tuvieran lo «necesario» (esas comillas me parecen indispensables dada la pobreza en la que vivíamos). Todas las mañanas me iba con un chaval a buscar provisiones a la cooperativa del pueblo. Caminábamos descalzos. Entre dos, transportábamos cientos de kilos por semana: batatas, arroz y alguna vez un poco de azúcar. La mercancía iba en sacos y repartida a lo largo de unas cañas de bambú: con la experiencia, se aprende a caminar y a balancear la carga para que empuje el propio cuerpo y no siegue los hombros. El bambú es increíblemente flexible, e incluso aprendí a cambiar de hombro por el camino, sin detenerme. Por la noche estábamos rendidos. Sin embargo, como todos los intendentes, robaba para aguantar: un puñado de arroz crudo, mascado en silencio a lo largo del camino de regreso; una batata; recuerdo también haber lamido un poco de azúcar.

El ambiente era terrible. Al despertar, algunos habían desaparecido. Los jemeres rojos siempre actuaban de noche. ¿Era una costumbre de la guerrilla? ¿O una estrategia para sembrar el terror? Nunca lo he sabido. Hay que decir que en la actualidad se dispone de muy pocos archivos o elementos de la oficina 870, mientras que Duch abandonó miles de páginas de los archivos en el S21, que dejó precipitadamente. Es difícil interpretar ciertos mensajes o ciertos eslóganes. Es imposible establecer formalmente, por ejemplo, si fue el propio Pol Pot quien redactó el sangriento himno de la Kampuchea Democrática, Glorioso 17 de abril, o si tradujo La Internacional al jemer como se afirma a menudo.

Un día, un jefe de la unidad infantil se lavaba en un arroyo, a mi lado, y le oí decir a otro que, según la radio norteamericana, la situación estaba muy fea en la frontera vietnamita. El camarada Prem añadió en voz queda: «Joder, espero que esto explote de una vez». El camarada Pheap, un joven soldado jemer rojo desengañado, respondió: «¡Estaría bien que fuera antes del año nuevo jemer! ¡Estoy harto de los cuadros de Ta Mok!». Se volvió y comprendió que yo lo había oído todo. Vi el miedo en sus ojos, pero también yo tenía miedo. Los tres nos podíamos denunciar. Todos éramos culpables, y a todos nos condenarían directamente. Uno por haber hablado así, y más aún tratándose de un cuadro; otro por escuchar imperturbable semejante confidencia y por criticar a los cuadros de Ta Mok; el tercero, por no haberlos denunciado a los dos en el acto, aunque ¿me hubieran creído? Así que entre los tres se estableció un pacto de silencio. Los dos jefes de dieciocho años me mantuvieron en su unidad: preferían tenerme vigilado.

Unos días más tarde, cometí una imprudencia. Por aburrimiento, tal vez, por orgullo o por deseo de provocar alguna cosa. Un día en que acababan de instalar un tablón comencé a escribir un eslogan revolucionario en una bella caligrafía jemer. Era una locura. El menor signo era interpretado y reinterpretado, y se juzgaba de buenas a primeras. El viejo cocinero me vio y se acercó. Me arrancó la tiza de entre los dedos y me dijo: «Cierra la boca. Bórralo, y si no, lo haré yo». Tuve miedo de que me pegara, pensé «será gilipollas», y borré el texto. Ese hombre que no me apreciaba me salvó la vida.

Le pido a Duch que se defina. Responde en francés: «Soy estoico». De inmediato me viene a la cabeza la máxima: soporta y abstente. La sabiduría estoica. La sabiduría de Zenón. Indiferencia, impasibilidad, coraje. Respondo: «¿Estoico? ¿Está seguro? Ser estoico significa olvidarse a favor de una causa justa, pero no asistir a la muerte de los demás. ¿Está seguro de que no es sádico?». Duch: «¿Sádico? No, he dicho estoico. Soy estoico». Prosigo: «¿Y perverso? ¿Es usted perverso?». Repite en voz queda «perverso» varias veces, pero parece dudar acerca del significado de la palabra. Me pide que se la deletree, cosa que hago: el verdugo escribe esa palabra en la palma de su mano. Aplicadamente. PERVERSO. Me gusta la idea de que ese día volvió a su celda llevando en la mano una palabra que ignoraba. Al día siguiente, le pregunté si había buscado la definición en un diccionario, pero eludió la respuesta. Y llevaba la mano limpia.

Durante nuestras entrevistas, Duch ríe a menudo. A veces me espeta riéndose: «Se burla usted de mí. Trata de burlarse de mí». Ríe porque sí. Para ocultar su cólera o su embarazo. Ríe también para hacerme reír. Para compartir. Para que lo comprenda a él. Ríe para que yo sea él. Tal vez para que yo también sea un verdugo y deje de observarlo.

Una noche, el camarada Cau, con el cráneo afeitado y ancho de espaldas —era un duro, un «liquidador»—, se presentó ante el grupo y dijo: «Venimos a buscar a dos chavales, para ir a unas obras, en otro sitio». Estábamos aterrorizados pues desde hacía varios días corría el rumor de que estaba previsto un desplazamiento: el destino debía de ser un infierno. En nuestro vocabulario de la época se decía: Nos van a forjar. Hubo un silencio sepulcral.

El hombre dio un paso al frente y me señaló a mí y al hijo del jefe del pueblo. No comprendía por qué me acompañaba uno del antiguo pueblo, pero no hice preguntas, por descontado. Cogí mi cuchara y mi saco de terciopelo y partimos de inmediato.

En cada pueblo, el camarada Cau era recibido con enorme respeto. Nosotros, los dos chavales, no existíamos. No teníamos derecho a hablar, pero escuchábamos y comprendíamos que la situación era peliaguda. Todos murmuraban, con aspecto sombrío. Nuestro viaje duró dos días, y llegamos finalmente cerca del gran lago de Tonlé Sap. ¡Era otra granja de patos! Ése era el infierno que nos habían prometido: unas cuantas cabañas tranquilas.

Hoy creo que el jefe del pueblo, que percibía que las cosas iban por mal camino, quiso poner a su hijo al abrigo, lejos de todo. Sin embargo, no había que dar la sensación de que ese desplazamiento era una elección individualista. De ahí los rumores que circularon acerca de «esos a los que van a forjar» a lo largo de los días precedentes… Creo que me eligieron porque era un huérfano sin más lazos. Había vivido en lugares muy duros, era una garantía. El hijo del jefe no dijo ni una palabra durante el trayecto: estaba muy tranquilo. Creo ahora que estaba al corriente.

Éramos siete criando patos, en una relativa autonomía…, pero teníamos mucha hambre. Pescamos peces del lago, cosa que estaba prohibida, y a fuerza de comerlos sufrimos unas diarreas terribles. Luego hubo unas grandes crecidas, las más fuertes de aquellos cuatro años. El río y el lago cubrieron la tierra hasta allí donde alcanzaba la vista. Nuestra cabaña estaba sobre el agua.

Una mañana, vimos que la deriva dirigía hacia nosotros una montaña de paja. Recuerdo que, como los demás, me pregunté: ¿Qué es eso? Luego comprendimos que era paja de arroz y lloramos de alegría.

Nadamos hasta la paja y tiramos de aquella masa enorme a fuerza de brazos. A lo largo de todo el día, apaleamos las briznas de paja con varas y acabamos por recoger algunos puñados de arroz. Estábamos salvados.

La vida transcurría lentamente. Un día, empero, un hombre cubierto de barro llamó al hijo del jefe del pueblo. Me saludó con la mano y se marchó. Unos días después supe que su familia había desaparecido: los despertaron por la noche y se marcharon todos a pie, en silencio, con las manos atadas a la espalda.

Había logrado conservar el reloj de pulsera de mi padre en el fondo de mi saco. Desapareció. Me quejé al camarada Cau, que organizó un registro general. Dio con el hermoso Omega de acero y estuvo a punto de matar allí mismo al chaval que me lo había robado.

¿Tal vez Cau fuera menos cruel de lo que aparentaba? Me pidió si podía llevar aquel reloj algún tiempo: le gustaba mucho. Acepté. Luego, como habíamos convenido, me lo devolvió.

Todos los cuadros jemeres rojos que conocí lucían marcas de «distinción». Utilizo intencionadamente la noción de Pierre Bourdieu: es aún más inesperada a propósito de un dirigente revolucionario que aplicada a un joven capitalista de hoy en día. Pero ¿tan fácil es acabar con los deseos? Los cuadros que lucían una bonita boina, un reloj o unas sandalias de verdad, por ejemplo, eran respetados. Nunca les pedían un salvoconducto. No sé qué era respetado: ¿el valor distintivo de los objetos, real o imaginario, en un mundo sin moneda, sin cosas superfluas, en un mundo perfectamente uniforme? ¿O la capacidad de confiscar de la que esos objetos daban fe?

Las imágenes de propaganda tienen el mérito de afirmar la ambición del régimen. A todas luces, éste desea mostrar al mundo a unos jóvenes combatientes saludables, sonrientes y entusiastas. Un film de propaganda comunista clásico, hasta en los efectos visuales. Pero contiene imágenes terribles: unos chiquillos encorvados bajo el peso de su carga, unos chavales descarnados… Se adivina que los trabajadores, en primer plano, son de hecho cuadros jemeres rojos: calzan zapatos de verdad, están bien alimentados, se les nota en las mejillas, en sus manos, en sus antebrazos; finalmente, casi todos llevan un bolígrafo en el bolsillo de su camisa, como Pol Pot. Una distinción evidente. En unas imágenes filmadas en la jungla, sin duda antes de 1975, todos los dirigentes del Angkar llevan dos o tres bolígrafos en el bolsillo, sorprendente medalla de un régimen que se enorgullecía de romper las gafas y de cerrar las escuelas…

El camarada Cau lucía el bonito Omega de acero sin ningún tipo de vergüenza. ¡Al contrario! Lo mostraba a propósito. Pobre Panh Lauv, si hubiera sabido que su reloj de pulsera compraría un día un poco de libertad a su hijo pequeño, ¿qué habría pensado?

Me cuesta discernir la diferencia que existe entre la lengua del Angkar y la lengua de Duch, ahora que está en la cárcel. François Ponchaud lo mostró muy bien en Camboya a sangre y fuego (año cero), publicado en octubre de 1976: la lengua del Angkar se caracteriza por el vocabulario guerrero. «Luchar para pescar los peces»; «luchar para producir con coraje»; «luchar para labrar y rastrillar» o «lanzar la ofensiva de la ganadería». Ofrece infinitos ejemplos: todos éramos «combatientes». Y aspirábamos a la «victoria frente a la inundación», a la «victoria sobre la naturaleza».

Organizar. Forjar. Combatir. Ésas eran las palabras que irrigaban el país, la lengua y nuestros cerebros. Una cascada de eslóganes.

¡Cuántas veces llegué a oír la palabra dueño! Dueño del país. Dueño de la naturaleza. Dueño de las fábricas. Dueño de esto y de nada, a todas luces lo sentíamos muy profundamente. ¿Quién de nosotros se habría considerado dueño de su vida? ¿Dueño de su destino? De entrada, sin embargo, «todos los trabajadores están alegres como si acabaran de renacer».

Recuerdo que nos decían al alba: «¡Partamos al frente! Vamos a luchar y a cultivar el arrozal». Yo mismo lo repetía ante los cuadros jemeres rojos. Entre nosotros, por supuesto, decíamos: «Vamos a plantar arroz». Si no hubiéramos vivido bajo el miedo, esa diferencia nos habría parecido ridícula. Los dirigentes jemeres rojos habían desarrollado esa lengua sin diálogos, sin intercambios, esa lengua derivada, violenta, basada en palabras jemeres que dejaba de lado algunas y forjaba otras nuevas. Hoy aún no ha desaparecido por completo esa gramática en la que no hay lugar para la emoción, la duda o la preocupación.

Duch murmura como un sabio. Utiliza palabras neutras, ocultas. Algunas son fruto de la ideología, como cuadro interrogador, por supuesto. O método caliente (para referirse a la tortura), como es fácil adivinar. Pero hay también expresiones que no ofenden, que de hecho hay que interpretar pues de lo contrario no se sabría que se está ante un criminal de masas. Al evocar a un hombre que agonizaba bajo tortura, en el S21, Duch habla de su salud desmejorada. Al recordar las competencias de sus equipos, seleccionados y formados por él como se ha visto, insiste: «Mis cuadros sabían golpear y todo lo demás». ¿«Todo lo demás»? Otro día elogió el «golpear con reflexión».

Creo que esa manera de ser y de hablar pudo fascinar y aún fascina. Incluso a mi amigo Nath, encerrado en el S21, superviviente únicamente gracias a la voluntad de Duch (que escribió de puño y letra en su dossier: «conservar para utilizar»; en efecto, pintó retratos de Pol Pot durante un año, y fue el ayudante del escultor), le llevó cierto tiempo, entonces, entender al personaje: por un lado está el hombre educado, dulce, que habla un jemer impecable y que va a visitarlo a diario y lo llama «pintor Nath»; observa sus cuadros, asiente, sonríe (no lejos de allí se electrocuta, se fustiga y se arrancan uñas); y está el amo y señor del S21, jefe del centro de tortura, que no conoce la duda.

Pasan los años y las palabras pierden fuerza. El lenguaje de Duch, en la actualidad, mezcla la confesión y el rechazo de la confesión. De ahí su sinuosa y cobarde dulzura, tan alejada de las órdenes matemáticas que jalonaron su infancia.

Una vez, en cuatro años, recibí del Angkar un pantalón azul marino holgado que me ataba con un cordel, como había hecho mi padre. Dos veces, unos médicos jemeres rojos del hospital me dieron una camisa negra. También ellos vivían con miedo: peor, con miedo al miedo.

Trato de detallar la cronología de esos años. ¿Cómo volver treinta y cinco años atrás? ¿Y es necesario volver? No. No, no vuelvo. Busco. Los lugares. Las fechas. Las estaciones. Organizo la página por años. Dibujo flechas. Garabateo. Al principio, Kôh Thom. La pagoda de Kôh Tauch. El hospital de Mong. De Battambang. Pursat. El campo de Mai Rut, en la frontera tailandesa. A veces me vuelven algunos olores. Detalles olvidados. Me estremezco bajo la lluvia. Adivino unos pasos. Un búfalo me roza. ¿Dónde están los seres humanos? Me queda mi hoja de papel y mi pobre trazo negro. Alguien está de pie detrás de mí, y llora.

Luego el camarada Cau me condujo al pueblo. Asistí a su boda ante el Angkar. Ese día, había una quincena de parejas en pie ante un cuadro del distrito. Ni alegría, ni música, ni baile, sólo algunos eslóganes gritados que exhortaban a las jóvenes parejas a ser fieles a la revolución y a dar prueba de su reconocimiento al clarividente Angkar…

Retomamos la vida del campo, agotadora y plácida. Una tarde, un hombre —un médico jemer rojo al que había conocido en el hospital de Mong— tiraba de una carreta cargada de sacos de arroz. Para ganar tiempo, atravesó el arrozal en lugar de rodear el terraplén. Podía encenagar su carga. Incumplía la regla. Unos jemeres rojos se abalanzaron sobre él. Lo golpearon e insultaron, y luego decidieron ejecutarlo. No profirió ni un grito. El cuerpo permaneció varios días a orillas del arrozal, con la nuca partida.

Durante la preparación del proceso de Duch, anoté esta frase de Mao Tsé Tung: «No soy responsable más que de la realidad que conozco y en absoluto responsable de cualquier otra cosa. No conozco el pasado ni conozco el futuro. Nada tiene que ver con la realidad de mi propia persona». No soy responsable «más que de la realidad que conozco»: el tiempo, la historia y el pensamiento no son para los seres humanos.

En París, el invierno llega a su fin. Sentado en un parque, observo a un niño que empuja un rodillo musical. Sus sandalias se pierden en una jungla minúscula. Se tambalea sonriendo y acaba cayéndose. Su joven madre se precipita y lo abraza riendo. A veces todo es muy dulce. Caliento un puro con una cerilla. Hago girar el tronco de tabaco que tengo entre los labios. Estoy en otro lugar. En el tabaco, la jungla. La infancia. De repente grito: la cerilla me ha quemado los dedos. He visto en un destello al hombre blanco quemado vivo dentro de unos neumáticos. Grita. Yo también he gritado. Recojo el puro de la hierba. Mi mano tiembla un poco.

Cuando el ejército vietnamita y algunas unidades de la resistencia camboyana tomaron Phnom Penh, el 7 de enero de 1979, se produjo una desbandada de jemeres rojos. Los vietnamitas estaban muy bien armados, motorizados y aguerridos por decenas de años de combate.

En Mong, una unidad de blindados avanzó por la carretera nacional. Los combates fueron breves pero muy violentos. Los vietnamitas destruyeron trenes y parte de la estación, luego se marcharon hacia Pursat y Phnom Penh.

Probablemente querían poner a prueba la resistencia del adversario antes de la ofensiva final. Tal vez trataron de detener un tren jemer rojo que había salido de Phnom Penh.

Todos nuestros cuadros desaparecieron de golpe. Volatilizados. Regreso a la jungla. La alegría fue tal que fui a por una camisa blanca que tenía en el fondo de mi mochila. Me la puse orgulloso. El blanco para celebrar la vida. «¡Somos libres!». ¿Y quién se presentó de inmediato en ésas, muy enojado? El mismo viejo cocinero, que me señalaba con un dedo y me gritaba: «¡Cierra la boca! ¡Quítate esa camisa blanca! ¡Ahora mismo!». Esta vez no me rendí: «Vamos, cada vez que hay una buena noticia tienes que aguarnos la fiesta. ¡Se han acabado los jemeres rojos!». Se aproximó, amenazador: «¡Quítate la camisa blanca y cállate!». No había alternativa. Me desnudé, triste, y volví a ponerme la camisa negra.

Unos días más tarde, los jemeres rojos reaparecieron: el hombre que no me apreciaba me había salvado la vida de nuevo. Todos los que habían aprovechado la situación fueron masacrados. Algunos se habían llevado arroz; otros habían pipado gasolina. Fueron ejecutados de un golpe de pico. Esperé unos días antes de reaparecer: me había escondido con las parturientas. Los cuadros jemeres rojos ahora escuchaban la radio estadounidense y sabían que estaban perdiendo el combate.

Recuerdo que, en esa época, compartí con Pheap el proyecto muy serio de ejecutar a un cuadro jemer rojo: detenía a decenas de hombres, mujeres y niños, y los ataba unos a los otros. La maquinaria de la muerte ya no distinguía entre el antiguo y el nuevo pueblo. El enemigo estaba en todas partes.

Nuestra cólera desbordaba. Prem no estaba con nosotros, pero nos dejó hacer. Pheap y yo nos armamos de machetes. Seguimos a ese hombre cruel y lo acechamos. Me imaginaba golpeándolo hasta que sangrara.

El día decidido, llegó en bicicleta y aparecimos nosotros con nuestros machetes. Sin embargo, no todo el mundo puede ser asesino, aunque no nos faltara valor. Aminoró la marcha y nos dijo, suspicaz: «¿Todo en orden, camaradas?». Se detuvo. Y bajamos la vista: «Todo en orden…».

Pienso en esa frase de Fouquier-Tinville, acusador público del tribunal revolucionario: «Las cabezas caen como las tejas».

La semana siguiente, Pheap y yo erramos de un escondite a otro, del lecho del río seco al maizal, detrás del pueblo. Encontramos un cartucho de M79: si alguien nos denunciara, teníamos intención de hacernos volar por los aires, dándole tres vueltas de rosca a la cabeza del cartucho. El camarada Prem, sin embargo, vino a buscarnos y nos puso bajo su protección: durante dos meses, nuestra unidad no dejó de desplazarse. El Angkar transportó el arroz de la cooperativa a las montañas y nos distribuyó armas, llegadas de no se sabía dónde. Prem recibió un CK7 chino. Y nos dirigimos a pie a zonas apartadas.

En la montaña recibimos raciones de arroz más abundantes, como si los jemeres rojos trataran de convencernos y de retenernos. La expresión «nuevo pueblo» desapareció: todos éramos jemeres frente al invasor vietnamita. En pocas horas, el discurso del Angkar se volvió radicalmente nacionalista.

Hartos de comer sólo arroz y sal, Pheap y yo decidimos descender hacia la región de Mong, hasta los bosques próximos al gran lago Tonlé Sap, donde podríamos pescar.

Redacté un magnífico salvoconducto, que Pheap presentaba fríamente en cada control y al cruzar cada pueblo. Recuerdo haber escrito en la parte inferior del documento: «¡Viva el Angkar revolucionario extraordinariamente clarividente! ¡Viva el Partido Comunista de Kampuchea!». No había ninguna firma. Esos dos eslóganes bastaban.

Con su impecable lenguaje oficial, su traje negro, el sombrero y sus dos bolígrafos, Pheap imponía. Aquí y allá yacían algunos cadáveres, en pueblos desiertos. Proseguimos nuestro camino entre el caos.

A lo largo del camino descubrimos un gran pantano artificial, casi seco. El agua cenagosa estaba cubierta de escamas y de ojos en blanco: centenares de peces asfixiados. Bastaba inclinarse para cogerlos. Se nos unieron otros hombres, también hambrientos.

Dos soldados armados aparecieron en el dique y uno de ellos disparó al aire y luego exclamó: «¿Quién os ha dado permiso para coger esos peces? ¡Pertenecen a la colectividad! ¿Quiénes sois?». Nos reunieron, bajo un sol de justicia, y exigieron una autocrítica. En el nuevo contexto, era irreal.

Nos sentamos. Pheap pidió de inmediato la palabra, se puso en pie, miró fijamente a aquellos dos soldados perdidos y les habló en un tono marcial: «¡Camaradas! Necesitamos ese pescado para los camaradas que se encuentran en los campamentos de las montañas. Necesitamos ese pescado para luchar contra el enemigo vietnamita. ¡Viva el Angkar! ¡Viva el Angkar!». Cuantos estaban sentados alzaron la mano derecha y corearon: «¡Viva el Angkar!».

Los dos soldados nos dejaron que nos lleváramos los peces. Y nos dimos un atracón.

Nos dispersamos. Me convertí en responsable de quince chavales, todos huérfanos, que tenían siete u ocho años. Cogimos el arroz que quedaba en el campamento y lo repartimos en nuestros pantalones arremangados. Yo llevaba una red de pesca. Cada niño tenía su hatillo. Eran todos nuestros tesoros.

El último mes, en el bosque, sufrí unos ataques de paludismo terribles. Me daban un día sí y un día no, siempre después de comer, a la misma hora. Cuando empezaba a temblar, avisaba a los chavales y Len, una joven del «nuevo pueblo» a la que amaba púdicamente, calentaba agua. Cuando empezaba a temblar de frío, ella me aplicaba piedras calientes sobre el cuerpo. Tenían que sostenerme entre dos o tres. Era terrible. Me parecía oír a mi madre que murmuraba: «Ten valor, Rithy. Ten valor». Los ataques se agravaron y para que dejara de temblar tenían que poner sobre mí a cinco o seis niños. Tras el frío, venía la fiebre. Deliraba y me retorcía por el suelo. Len aplicaba sobre todo mi cuerpo cortezas de ceiba que habíamos ido a buscar al bosque. La temperatura disminuía poco a poco. Me adormilaba. Aguantar en el bosque es difícil. Al cabo de un mes los ataques se espaciaron y luego fueron más leves.

Por todas partes la disciplina se desmoronaba. Cuando los vietnamitas estuvieron cerca, en pocas horas aparecieron nuevos eslóganes: «¡Muera Pham Van Dong!», «¡Mueran los ladrones vietnamitas que nos roban nuestra tierra!». Los jemeres rojos decidieron proseguir el combate y me pidieron que los acompañara. Me negué rotundamente. Desaparecieron en el monte, en la frontera con Tailandia.

Los huérfanos regresaron al pueblo, donde fueron acogidos y adoptados por familias. ¿Cabe imaginar palabras más sencillas y evidentes? Acoger. Adoptar. Era la libertad. Libertad de hablar. Libertad de utilizar nuestras palabras.

Me encontré al camarada Cau, que me había parecido muy duro; estaba con su mujer y me dijo amablemente: ¡Quédate con nosotros! También en ese caso me negué. Le dije: Me voy. Tengo que irme. Que me dejen tranquilo. ¿Lo entiendes?

El camarada Pheap desapareció. ¿Se fue con los jemeres rojos a la jungla? Nunca lo sabré.

Encontré a mi hermana mayor, que estaba con unos amigos. Parece increíble, ¿verdad? Ellos dudaban. Nosotros no. Mi hermana y yo echamos a andar hacia Tailandia. Nuestro periplo duró varias semanas y pertenece a la triste historia de los refugiados. Los tailandeses nos pegaron. Nos persiguieron. Nos entregaron a los jemeres rojos. Un día nos sentamos y les dijimos a los soldados tailandeses que preferíamos que nos ejecutaran a que siguieran empujándonos hacia la jungla y los campos de minas.

Durante algún tiempo vivimos cerca de una pagoda: los jemeres rojos se hallaban enfrente, en la otra orilla del río. Nos vigilaban.

Mi hermana había conseguido conservar algunas pulseras de oro, que transporté en el fondo de un hervidor, cubiertas con arroz muy pasado. Por la noche, cada chica dormía con dos o tres hombres que la protegían de los soldados.

Nos maltrataron y nos despreciaron. Nadie nos quería y por fin un periodista nos descubrió en plena jungla, informó a la Cruz Roja y así fuimos rescatados. Pero otras dos columnas de centenares de personas desaparecieron por completo.

En el campo de Mal Rut nos fotografiaron, contaron y curaron. Recuerdo aún el sabor de las sardinas en lata. De mi primer chicle. Y el olor de los camiones: ¿cuánto tiempo hacía que había olido a gasolina por última vez?

Mi tío, que había regresado de Estados Unidos para reconstruir Camboya, fue torturado y eliminado en el S21.

Cuatro de mis hermanos estudiaban en el extranjero cuando los jemeres rojos entraron en Phnom Penh, y tuvieron la sensatez de quedarse. No tuvieron noticias nuestras durante cuatro años. Dos estaban en Francia, uno en Alemania y uno en Argelia. Fue así como mi hermana y yo pudimos ir a Francia gracias al reagrupamiento familiar.

En enero de 1979, Alain Badiou concluía así su columna titulada «¡Kampuchea vencerá!», publicada en Le Monde: «Además de las tensiones acumuladas a lo largo de los siglos por la absoluta miseria del campesinado jemer, la simple voluntad de contar con sus propias fuerzas y de no someterse al vasallaje de nadie arroja luz sobre muchos aspectos, incluso en lo que concierne a la cotidianidad del terror, de la revolución camboyana. […] No se pide ni siquiera que se examine a conciencia a quien sirve finalmente la formidable campaña anticamboyana de estos tres últimos años, y si el principio de realidad de la misma no reposa en la tentativa en curso de “solución final”». En 1980, en After the cataclysm (Después del cataclismo), firmado con Edward S. Herman, Noam Chomsky escribió: «Aunque todos los países de Indochina hayan sido objeto de infinitas denuncias occidentales por sus “repugnantes” cualidades y sus inaceptables fracasos para hallar soluciones a sus problemas, Camboya ha sido el blanco de críticas enconadas. De hecho, en Occidente se acabó convirtiendo en un verdadero dogma que el régimen [de los jemeres rojos] era la mismísima encarnación del mal sin nada que pudiera redimirlo, y que el puñado de criaturas diabólicas que de alguna manera se habían apoderado del país masacraban sistemáticamente y mataban de hambre a la población. Cómo los “nueve hombres del centro” lograron eso o por qué razón eligieron emprender la extraña vía del “autogenocidio” son cuestiones rara vez planteadas».

Releo esas frases. Las palabras resbalan y se escapan. No alcanzo a comprenderlo.

En el «Libro negro de Duch» aparece la definición de aquellos que son susceptibles de entrar en el S21. Hay dos casos, explica a sus jóvenes alumnos: «los que están libres y son libres de hablar; y aquellos que ya están bajo la vigilancia del Angkar». El pintor Nath muestra ese cuaderno a un torturador. Le pide que lea ese pasaje y lo explique. Insiste: «Si se suman ambos casos, aquellos que están libres, y son libres de hablar, y aquellos que ya están bajo vigilancia del Angkar, ¿qué queda? ¿Acaso esa definición no abarca a todo el pueblo de la Kampuchea Democrática?» El «camarada torturador» calla. Pide que se le repita la pregunta. No lo entiende. Dice que no lo entiende.

No sé si las palabras me sanan o me agotan. Se me aparecen imágenes y las alejo de mí. Durante el día, extiendo una cama de campaña en mi despacho, bajo el ventilador, y me tumbo en ella. Así no temo el vértigo. No tengo la tentación de ponerle fin.

Algunas noches, un jefe jemer rojo pasaba y señalaba a varias personas: «El Angkar os ha elegido para estudiar. Nos vamos. Ahora mismo». Desaparecían juntos en la noche, a pie, sin hacer ruido. Al día siguiente los encontraban con la cabeza partida. Algunos trataban de saber, de reconocer un rostro. Nunca quise acercarme. Nunca. Para mí, un hombre sin sepultura es una pesadilla. Los cadáveres se quedaban allí, con su ropa negra, devorados por las ratas y los gusanos, derretidos por el sol, anegados por las lluvias. Eran el abono del miedo.

En los eslóganes jemeres rojos, en sus cantos y sus gestos, en las palabras de Duch, hay un lirismo gélido. Los eslóganes están cincelados y tienen un ritmo perfecto. Me vienen a la cabeza las imágenes de propaganda, esos miles de niños, mujeres y hombres armados de palas que parecen bailar entre el polvo. No bailan. Desfilan. Cavan, cargan y allanan. Ya no son seres humanos sino parte de la fuerza. El pueblo es una noria. El pueblo es una idea. ¿Es la culminación de la Ilustración, la razón universal en acción? ¿O representa el fin de la misma?

En esos eslóganes, gestos, palabras e imágenes veo únicamente una exaltación abstracta. Cuando la idea se convierte en ideal, hay que plantearse una última pregunta: ¿y el hombre? Respuesta: el hombre, qué engorro…

Duch: «François Bizot tiene razón. Cualquiera puede ser verdugo». Me señala con el dedo, riéndose: «Bajo los jemeres rojos, señor Rithy, ¡podría haber estado en mi lugar! ¡Habría sido un buen director del S21!». La idea le gusta mucho. Se echa atrás: «¡Es usted tan serio!». Ése es su sistema: engatusarle a uno mediante la risa y la proximidad; adueñarse de uno; convertirle a uno en él. Respondo simplemente: «No». Vuelve a reírse.

Duch es un hombre. Y quiero que sea un hombre. Que no se atrinchere sino que recobre su humanidad mediante la palabra.

De niño soñé que me lanzaban una cámara fotográfica en paracaídas por la noche: hoy tengo esa cámara en mis manos. Hoy sé por qué filmo; por qué escribo. Miro a los hombres. A todos los hombres. A cada uno en su sitio.

Recuerdo que encontré a un recién nacido en el suelo, de camino a Mong. No lloraba. Recuerdo que lo llevé en brazos y lo entregué a una anciana. La veo encorvada, llamando a otras mujeres, buscando leche materna.

Duch evoca su obsesión por el secreto, que se aplicaba absolutamente en el S21, en la tortura en masa, y en Choeung Ek, el campo de ejecución, donde fueron ejecutados y luego arrojados a las fosas miles de cadáveres. Durante el «Seminario» del 30 de febrero de 1976, del que se conserva un acta detallada, Duch lo resume así: «Hay cuatro secretos: no sé; no lo he oído; no lo he visto; no hablo».

Un soldado de las fuerzas especiales, destinado en Phnom Penh, me explica cómo él y sus hombres tenían la orden de detener «por lista». Mujeres y hombres llegaban de las provincias para «estudiar» o para participar en una reunión con el Angkar. Les pedían que depositaran sus hatillos en un rincón; luego les anunciaban que se había preparado un banquete en su honor, antes de su encuentro con un dirigente jemer rojo. Una vez habían entrado en la sala, los encañonaban y los esposaban con las manos a la espalda.

Luego los amontonaban en un camión; no debía haber ningún jemer rojo con ellos (ya estaban separados del mundo humano); se cubría el camión con la lona y se ponía en marcha en dirección a Tuol Sleng; a varias calles de la entrada del S21, tenía que detenerse; unos camaradas del centro llegaban hasta allí gritando, tomaban posesión del camión, reemplazando a sus ocupantes oficiales, y lo conducían al interior; un poco más tarde, les devolvían el camión. El S21 estaba vigilado de noche y de día por centinelas. Estaba rodeado de empalizadas y de alambradas electrificadas durante la noche.

La otra mentira era la que se decía a los prisioneros tras confesar bajo tortura. ¿Acaso un guardián, un torturador, un responsable o el propio Duch le hablaba al pueblo encarnado en aquel hombre? ¿Acaso se le decía: «Camarada, has traicionado al régimen, ya sabes lo que te espera»? En absoluto. Le vendaban los ojos al prisionero, lo esposaban y le liberaban los tobillos (hasta entonces encadenados). Los guardianes o los camaradas torturadores le decían: «Hasta luego. Te vas a tu pueblo. No vuelvas a hacerlo. Trata de rehacer tu vida». Increíble mentira del Angkar, más aún dado que la tortura, física y psicológica, tenía por objetivo obtener una confesión detallada… Imagino que tal mentira era necesaria para evitar la rebelión, los gritos y los problemas que habrían dificultado el traslado y desvelado el secreto. Sin embargo, aniquila el proceso de justicia «popular».

Paso al presente. El procedimiento es preciso y se respeta escrupulosamente. Por la tarde, los verdugos de Choeung Ek han sido informados del número exacto de prisioneros que llegarán y han cavado una fosa. Al caer la noche, los camiones se detienen cerca del campo de ejecución, junto a una cabaña. El grupo electrógeno funciona para dar electricidad a los fluorescentes. Los prisioneros encadenados, con los ojos vendados, aguardan sentados bajo un ruido infernal. Tienen hambre y sed. Transpiran. Están agotados. A menudo, heridos. Algunos han recibido palizas durante semanas. Un hombre es conducido hacia la fosa, no sabe nada, no ve nada, sólo oye una algarabía, tal vez cree que va a subir a un camión. Lo obligan a arrodillarse y recibe un violento golpe con una barra de acero en la nuca. Se desploma en la fosa donde lo espera un segundo ejecutor, que lo degüella. A veces el prisionero ya está muerto, pero el hecho de degollarlo vacía el cuerpo de sangre; así el cadáver no se hinchará y se descompondrá con mayor facilidad. Los jemeres rojos se ponen nerviosos ante la posibilidad de que las fosas sean descubiertas.

Le llega el turno al siguiente prisionero. Junto a la fosa, un hombre vigila las operaciones y verifica el número de cadáveres que figura en su registro. No deben descuadrarse las listas transmitidas por el S21 y las que se llevan en Choeung Ek. Ha llegado a escaparse algún prisionero de un camión, de noche. Lo buscan en kilómetros a la redonda, y lo localizan. Al menor descuadre, los verdugos extraen todos los cadáveres de la fosa, de noche, entre la sangre, los cuentan y los recuentan, y los identifican.

Luego se disponen los cuerpos con la cabeza contra los pies. Se recupera la ropa, que se utilizará para los prisioneros del centro. Se recuperan las esposas ensangrentadas, que se aclaran en agua en unas grandes tinas en el S21.

Hay allí una pequeña unidad de guardianes. Los asesinos también vigilan las fosas: al alba, están llenas. La muerte es un secreto.

Duch asegura que sólo ha ido una vez a Choeung Ek, por orden de Son Sen, y que no vio nada porque «todo se hacía a la luz de linternas».

Cuando expliqué esa versión por lo menos a dos de los torturadores, se indignaron. «¿Duch? ¿Una sola vez?». «¿A la luz de linternas?». Imposible. Me confirman que trabajaban a la luz de fluorescentes: «El cielo estaba tan claro como si fuera de día».

La logística del conjunto era eficaz y estaba muy rodada. Es inimaginable que Duch no la controlara de principio a fin, por algo ostentaba el título de secretario general del partido. Y en caso contrario, reinaría el caos a la vista de la cantidad de personas encarceladas, torturadas y asesinadas. Duch afirma: «En el S21, el partido soy yo», y lo acompaña con el gesto extraño y ostentoso de señalarse la boca con ambas manos.

Al insistirle, Duch me dice en voz queda: «Fui también con Mám Nay, pero no lo diga al tribunal… Para proteger a Mám Nay…». El hombre se retrata con esa confidencia: dice parte de verdad (fui más de una vez a Choeung Ek), parte de mentira (no lo cuenta al tribunal «para proteger a Mám Nay», que no ha exigido nada y a quien no lo persigue la justicia), y prosigue una mentira más vasta puesto que a todas luces fue varias veces a ese lugar decisivo. Lo interrogo también acerca de sus visitas a los diferentes centros de detención y de ejecución, en provincias, pero en vano: «¿A Kampong Thom? Fui a almorzar con mi cuñado, que era el jefe de la oficina de seguridad. ¿A Kraing Ta Chan? No, no fui nunca. Pero uno de los cuadros dirigentes de allí se me parecía un poco y también se llamaba Duch».

Más adelante, hizo ejecutar a su cuñado en el S21.

Por mi parte, he recorrido en diversas ocasiones el trayecto entre el S21 y Choeung Ek, con Huy y también con Vann Nath: de noche, a la hora de los convoyes.

La banalidad del mal: la fórmula es atractiva y permite todos los contrasentidos. No me fío. Es cierto que el hombre banal de Arendt banaliza el mal con sus palabras y su visión. Entiendo por ello «banalización del mal», como si sólo hubiera funcionarios o eslabones en el proceso de exterminio. Como si sólo hubiera oficinistas. Como si no hubiera responsable ni proyecto. Un mundo de engranajes, de cadenas y de ejes salpicados de sangre.

Los experimentos de Stanley Milgram van en la misma dirección: cualquier individuo, en un laboratorio, puede propinar una descarga eléctrica dolorosa o mortal a un desconocido. Cualquiera puede convertirse en verdugo. Basta que se someta, obedezca e incluso que disfrute obedeciendo. ¿Pero quién no se somete?

No niego que algunos verdugos puedan ser ordinarios o que un hombre ordinario pueda convertirse en verdugo. Creo, sin embargo, en la unicidad del individuo. Me interesa su experiencia emocional, familiar e intelectual; la sociedad en la que evoluciona. Duch concibe métodos de tortura, los perfecciona y los enseña. Toma notas en cuadernos. Recluta a torturadores. Configura equipos. Los anima. Duch rinde cuentas a sus jefes. Discute con ellos. Controla continuamente sus actos y tiene siempre conocimiento de los mismos.

Duch no es el jefe de una prisión, es el responsable del S21: el centro que depende directamente de la oficina 870; el centro del que no se sale nunca; el centro que puede «tratar» a los más altos dirigentes del régimen.

Vuelvo sobre mi fórmula: ni sacralización ni banalización. Duch no es ni un monstruo ni un verdugo fascinante. Duch no es un criminal ordinario. Duch es un hombre que piensa. Es uno de los responsables del exterminio. Hay que ver su trayectoria: si en el M13 sus métodos podían perfeccionarse, eso ya no era necesario en el S21. Si en el M13 pudo no ejecutar a un hombre, ya no fue ése el caso en el S21. Ese hombre sanguinario, que se ve en un despacho, me confía: «Mi lanza es la palabra».

Vuelvo sobre el testimonio de ese soldado de las fuerzas especiales. Retomo sus frases por segunda vez: aquellos a los que detenían en función de una lista eran llevados al centro de tortura; los amontonaban en un camión; con ellos no debía haber ningún jemer rojo; cubrían el camión y éste circulaba hacia el centro; cuando se aproximaba a él, tenía que detenerse; unos camaradas del S21 se hacían cargo del camión y lo conducían personalmente al interior.

Las listas de enemigos eran confeccionadas por el Angkar: era el trabajo de investigación, de verificación y de arresto; el auténtico trabajo policial, aunque a todas luces se tratara de una policía política violenta y ciega. A Duch, por su parte, se le hacía entrega de los enemigos y era el encargado de organizar su tortura moral y física. Estaba a cargo del Santebal, la seguridad del Estado y del partido. ¿Podía obtener y verificar las confesiones sin abandonar jamás el centro? ¿Podía cotejar las informaciones sin tratar personalmente jamás con los prisioneros? ¿Podía analizar las listas de personas denunciadas? No. ¿Y qué cabe pensar de confesiones arrancadas tras varias semanas de torturas? Es también sabido que los verdugos exigían a los prisioneros que reconocieran que eran lacayos del KGB, de la CIA o de los vietnamitas. ¡Qué sencilla es la verdad proletaria!

En semejante sistema, el prisionero no sabe nada. No se trata de explorar una realidad, sino de construir una historia y luego exterminar. Duch utiliza la palabra policía, que lo acerca al mundo político y humano: es mentira.

Duch: «Yo, que deseaba transmitir el saber al pueblo, caí muy bajo».

Uno de los torturadores del S21 cultiva hoy su huerto tan tranquilo. Se ha convertido en mediador de su pueblo. Le consultan acerca de disputas familiares o entre vecinos. ¿Cómo fundar una paz duradera cuando no existe verdadera justicia? ¿Qué cabe esperar del destino del propio país?

Paseo hoy por Phnom Penh. No hay aceras, sino una mezcla de asfalto y losas polvorientas. Con la costumbre, uno acaba por no tropezar. El aire es ardiente y el ruido incesante: pasan camiones, derrapan las motos y suenan las bocinas. Veo desfilar rostros sonrientes, chicos en vaqueros y chicas con faldas claras que arrastran las chancletas sobre la calzada. Tengo la nuca húmeda, y también las manos y la camisa. Fumo y pienso en los míos. Pienso en esos cuatro años que no fueron una pesadilla: ni sueño ni pesadilla, a pesar de que aún sufra pesadillas. Digamos que es un capítulo complicado de mi vida. Y que nunca podré perdonar. Para mí, el perdón es muy íntimo.

Sólo los políticos se arrogan el derecho a condonar o perdonar en nombre de todos, cosa inconcebible para un crimen de masas o un genocidio. No creo en la reconciliación por decreto. Y todo cuanto se resuelve muy rápido me asusta. Es la pacificación del alma la que conduce a la reconciliación, y no a la inversa.

Creo más en la pedagogía que en la justicia. Creo en el trabajo a lo largo del tiempo, en el trabajo del tiempo. Quiero comprender, explicar y recordar, y precisamente en ese orden.

Una madre descubrió que todos sus hijos habían sido ejecutados por el Angkar. No sabía de qué se les había acusado, cómo habían muerto ni dónde se hallaban sus cadáveres. Eran los hijos del kamtech. Así que recogió piedras y lastró las mangas de su camisa y el doblez del pantalón negro, y se hizo collares y pulseras de piedras. Cuando se sintió preparada, se encaminó pesadamente hacia el río. Se adentró en el agua espesa. Sus tobillos desaparecieron. Sus muslos. Luego la cintura. Ya no se le veían el vientre ni los hombros. Y luego desaparecieron el cuello, el mentón y las mejillas, la boca se esfumó y por fin la frente. La ahogada prosiguió su marcha por el fondo del río. Esta historia me la contó un campesino.

Mis películas se decantan por el conocimiento: todas se basan en lecturas, reflexiones y el trabajo de investigación. Creo, sin embargo, en la forma, los colores, la luz, el encuadre y el montaje. Creo en la poesía. ¿Puede sorprender esa manera de pensar? No. Los jemeres rojos no acabaron con todo. Y debemos aprender de nuevo. Lo que hiere es el silencio. El silencio acerca de las extracciones de sangre, las vivisecciones o los niños asesinados. El silencio acerca de las violaciones: cuando se vive en la crueldad, incluso las relaciones sexuales son crueles.

Hoy desearía un libro de palabras dulces. Al atravesar el campo en Battambang, la rica provincia de antaño donde pasé tanta hambre y tanto miedo, contemplo el paisaje de arrozales impasibles. Unos pueblos paupérrimos junto a la carretera. Unos miserables vendedores de agua. La jungla erizada contra el cielo blanco. Ahora hay antenas parabólicas; adolescentes que telefonean. ¿Dónde está el pasado? ¿Dónde está la infancia? Siento que los ojos se me llenan de lágrimas y aprieto los puños.

Si algunos pueden afirmar que las cámaras de gas nazis fueron un «detalle» en la historia de la Segunda Guerra Mundial, por la misma razón cualquier crimen de masas es susceptible, un día u otro, de ser considerado un «detalle», en Francia o en cualquier otro lugar. En Camboya, por ejemplo. Por ello mi combate ha consistido en entrar en los más ínfimos detalles y verificarlo todo una, diez o cien veces; sin negarme nunca a entrevistarme con un verdugo o un superviviente; sin renunciar a escuchar; a verificar la organización del S21. Quiero que la verdad vea la luz y quede documentada. Si ningún detalle de la historia es contestable, este crimen de masas nunca será un «detalle».

No acepto que los fiscales del tribunal y sus equipos muestren la fotografía de un cadáver hinchado sobre un somier metálico sin una verdadera explicación.

No acepto que los fiscales proyecten en la sala del tribunal un «documental de ficción», no sé cómo llamarlo de otra manera, en el que se ve a figurantes en plena forma interpretar el papel de prisioneros del S21, tendidos con los pies encadenados sobre el suelo del S21… ¿Acaso faltan pruebas? No. Hay decenas de fotografías tomadas por «camaradas» del S21. Incluso hay fotografías de un suicida; o de un prisionero herido de bala en la cabeza porque trataba de resistir. Ese hombre iba a morir y, además, Duch me proporciona de inmediato su nombre. Me describe «el accidente». ¡Menuda confesión!

Un documento así debe ser analizado, desmenuzado y contemplado en su contexto. No es una prueba en sí. La historia que contiene sí es una prueba, pero esa historia no se ofrece. Hay que buscarla. En The Politics of Memory (La política de la memoria), Raul Hilberg escribe: «Veo que era, ante todo, un objeto, con un rastro tangible inmediatamente reconocible: el original que un burócrata había tenido un día en sus manos y había firmado o visado. Más aún, las palabras que figuraban en el papel constituían en la ocurrencia una acción en sí: el desempeño de una función. Si se trataba de una directiva, ese original significaba la totalidad de la acción del iniciador».

No acepto que el fiscal no utilice a fondo los registros tan meticulosos del S21, marcados con tres colores, que Duch describe orgulloso ante mi cámara. Los documentos tienen un sentido. Hablan. Se le habrían tenido que mostrar esos registros al acusado para que se explicara. Me parece incomprensible que el tribunal no llamara a declarar a Nuon Chea.

No acepto, finalmente, las imágenes —pretendidamente «neutras»— rodadas por los técnicos de las Salas Especiales de los Tribunales de Camboya. En ese terreno no hay neutralidad posible. Se trata por ello de un juicio sin imágenes para un genocidio sin imágenes. Filmar un juicio así supone avanzar en el conocimiento, participar en la reflexión sobre la política y los hombres que la lideraron, observar la historia. Y, sin embargo, ese trabajo no se llevó a cabo.

En cambio, la presencia de la acusación particular fue importante así como que el juicio se celebrara en Phnom Penh y no en otro lugar. De esa manera, los camboyanos se interesaron y siguieron el juicio en la televisión o en los periódicos.

Duch lo explica claramente en el «Libro negro»: es necesario que la propia víctima crea su confesión. Inventa la confesión casi verdadera. Si la confesión es mentirosa, ¿qué legitimidad existe para interrogar? Y, en el caso de Duch, ¿qué legitimidad existe para vivir en nombre del Angkar? Es un sofisma odioso. Ese hombre vive en un mundo en el que la confesión que aceptaba se convertía en verdad al precio de terribles suplicios: por eso no se hunde en la actualidad.

Si un prisionero escribe en una de sus confesiones que ha mentido, si vuelve sobre una red o sobre un nombre en concreto, si afirma que esa vez sí va a decir la verdad, la tortura prosigue. Hasta que el propio prisionero deja de contestar su versión. El procedimiento constituye la verdad, aunque la boca que hable sea la de un desecho humano.

Hay aún un misterio: ¿cuándo decidía Duch que había obtenido la «verdad»? ¿Por qué elegía una versión en lugar de otra?

Si se examinan detalladamente determinadas confesiones en sus sucesivas versiones, se observan pequeños signos de resistencia, frases sorprendentes, fórmulas que se repiten. También se traslucen algunos momentos de sinceridad: me cuesta aplicar esa palabra a prisioneros, algunos de los cuales eran torturados durante semanas. Pienso en esa declaración que concluye así: «Sé que voy a morir. No lo aguantaré. Acepto la muerte. Sigo siendo un hijo del Angkar. ¡Viva el Partido Comunista de la Kampuchea Democrática!».

Los jemeres rojos diezmaron de una manera atroz a los chams, los chinos, los vietnamitas y los jemeres kroms. Pero en la mayoría de los casos mataron a otro como ellos. También por esta razón era necesario apoyar la confesión. Incluso el verdugo debe estar convencido de que participa en una ejecución legítima: la de un enemigo del pueblo. Repito la frase de Duch: «Los camaradas detenidos eran enemigos, no seres humanos».

Varios testigos dan fe de que algunos prisioneros entraban en el S21 y al ser conscientes de inmediato de lo que les aguardaba, al ver a los centinelas y las alambradas de espinos, gritaban en el patio alzando el puño: «¡Viva el Partido Comunista de la Kampuchea Democrática!»

He descubierto recientemente que algunas familias de las minorías del norte, al comprender que la llegada de los jemeres rojos suponía su fin, decidieron adentrarse en el bosque. Esos campesinos no abandonaron la jungla impenetrable en la que ni siquiera los revolucionarios se aventuraban. Vivieron ocultos, olvidados por todos. Aprendieron a sobrevivir sin nada, a pesar de los animales salvajes, las serpientes y las arañas, a pesar del clima y de la humedad. Cultivaron cuanto pudieron, cazaron, comieron cortezas, raíces y pescado. Se curaron. Se casaron. Tuvieron hijos. Por supuesto, vivieron sin electricidad, sin agua potable, sin médicos, sin papel, sin libros. Sin nosotros, me atrevería a decir. Cuando su ropa estuvo ya demasiado vieja, se confeccionaron otra con hojas y lianas.

En 2009, uno de ellos se aventuró fuera de la jungla y se acercó a un pueblo. Se quedó estupefacto al descubrir que los jemeres rojos se habían ido. Todos abandonaron su campamento.

Según las últimas noticias, han construido casas en ese pueblo y tratan de acostumbrarse a nuestro mundo. No es fácil, con la modernidad, sus cosas extrañas, sus bellezas, sus locuras, y deben aprender también de nuevo qué son las leyes, la propiedad, el dinero. Han vivido en un mundo duro pero igualitario, una perfección a la manera de Rousseau. En la actualidad, enferman a menudo, a pesar de haber sobrevivido treinta años en la jungla.

Duch: «La vía del partido es un documento titulado La vía política base de la estrategia revolucionaria en Camboya. Fue oficial el 30 de septiembre de 1960».

Duch: «Yo no era un fuera de la ley, puesto que no había ley. Estaba en la vía del partido. Tras la victoria del 17 de abril, aplicábamos totalmente la vía del partido. Habíamos ganado la guerra, íbamos a acabar con la clase burguesa y capitalista, acabaríamos con esos regímenes. La gente era enviada a los arrozales. No sólo los burgueses, los capitalistas y los altos funcionarios, sino también los estudiantes, profesores, médicos, ingenieros… Todos enviados a producir a las provincias. El objetivo de nuestra revolución era ofrecer a Camboya únicamente dos clases: obreros y campesinos. Yo mismo enseñé esa ideología durante la jornada de estudio del 24 de junio de 1975».

Yo: «¿Pero por qué se hacía sufrir hambruna a la gente? ¿Por qué no se ofrecía atención sanitaria? ¿Por qué se eliminaba a la gente? ¿Por qué se mataba a los niños? ¿Eran incompatibles con esas dos clases? Dos meses después de la victoria, no preparaban a la gente para matar a los imperialistas sino al enemigo. ¿Quién era el enemigo?»

Duch se frota el rostro, me mira fijamente y sonríe. ¿Cómo esperar que cambie de actitud? Se considera un revolucionario y quiere pasar a la historia con ese título. Tiene lógica. Ahora quiere escribir su historia, la de ellos, y para ellos ese juicio constituye una tribuna.

En primera instancia, y luego en el recurso de apelación, Duch pide públicamente «ser liberado». La jueza pregunta a su abogado: «¿Qué reclama su cliente?» El abogado confirma: «La puesta en libertad». ¿Por qué ese hombre, que no puso en libertad a nadie en el centro S21, que dirigió con tanta dedicación, reclama su puesta en libertad? «Me esmeraba. Cumplía la disciplina», repite sin cesar. «Mi mujer se quejaba. Siempre estaba enfrascado en mis documentos. No oía a mi hijo que lloraba». Era un hombre muy ocupado. Apasionado por su trabajo.

Duch se echó atrás. Rompió nuestro pacto de sinceridad. Después de los alegatos, se negó a volver a verme. Tal vez no deseaba que evocáramos su petición de puesta en libertad, incomprensible tras lo que había reconocido ante mi cámara. Tal vez no quería que yo volviera a hacerle preguntas. Sin embargo, declaró al tribunal que «su puerta estaba abierta para cualquier víctima que deseara hablar con él» y «que deseaba decir la verdad a todos aquellos que quisieran oírla».

Guardo en la memoria esa frase pero hay muchas más: «Algunas cosas iban más allá de lo aceptable y, sin embargo, las hice». Por ello utilicé las fotografías. Los registros. Los testimonios. El famoso «Libro negro». Aporté pruebas. Confronté las imágenes. Duch tiene un punto flaco: no conoce el cine. No cree en las repeticiones, los cotejos y los ecos. Ignora que el montaje es a la vez una política y una moral. Y, con el paso del tiempo, no hay más que una verdad.

Me dice: «¡Ah, conocí a su padre!». Es otra mentira: ¿cómo habría podido conocerlo personalmente? Le respondo: «Basta ya, señor Duch. Muchos profesores y maestros conocen el nombre de mi padre».

El verdugo no guarda silencio. Habla. Habla sin cesar. Añade. Borra. Apaña. Así construye una historia, ya leyenda, otra realidad. Se atrinchera tras la palabra.

Nunca he odiado a ese hombre. Llego incluso a reír cuando sus mentiras sobrepasan los límites: «Sabe, señor Duch, en esa época vivía en la Kampuchea Democrática». Una mañana me preguntó: «¿Estudió usted psicología?». Comprendí que algunas de mis preguntas se asemejaban a las de los psiquiatras que preparaban el peritaje para el tribunal: una francesa y un camboyano. En particular acerca de sus sueños. Así que evoqué de nuevo sus sueños, y me dijo: «Es cierto, a veces sueño. Veo a Son Sen. Avanza hacia mí. Me habla. Ordena. Y siempre soy yo quien obedece, ¡nunca lo contrario!». Yo: «¡Era su jefe! Así era en realidad… ¡y usted era su subordinado!». Duch cita sin cesar su jerarquía y sus «camaradas interrogadores», es su defensa continua: no es más que un engranaje entre los dirigentes políticos y los ejecutores de las faenas sucias. Un hombre dedicado al papeleo. Un soñador impenitente que obedece incluso en sueños.

Un día, Son Sen lo llamó por la línea de teléfono segura. Duch quería ir al baño pero no se atrevió a interrumpir a su jefe. Insisto: «Pero ¿por qué no se lo dijo?». Duch: «No me atreví». Son Sen seguía hablando. Cuando ya no pudo aguantar más, Duch se meó sobre las baldosas de su despacho, sin interrumpir la conversación. Le pregunto: «¿Es cierto? ¿Se meó en su despacho?». Duch: «Me crié en la disciplina». Y, entre risas, precisa: «Lo limpié personalmente».

Duch tiene miedo de su jefe. Duch se mea en el suelo como un crío. Duch explica esa historia riéndose. Duch es humano.

Comprendo que hoy esté aterrorizado ante sus propios actos. También es comprensible que esté aterrorizado por no haber salvado a nadie. Voluntariamente confunde ese terror de hoy en día… y su espíritu decidido de entonces (que denomina aún, en la lengua del Angkar, su «postura firme»). Sin embargo, esa incapacidad de no reconocer en detalle lo que hizo u ordenó hacer durante años le impide caminar hacia la comunidad humana. Permanece lejos de nosotros. Y deseo que se acerque, como si la discusión conmigo pudiera proporcionarle un poco de esa humanidad. Soy muy inocente. Parte de mí se quedó en esos años.

A lo largo de varias semanas esperé una mirada. Una palabra. Habría renunciado a mi película por unas palabras: pero Duch no se echa a andar.

Cuando se bebe agua de los arrozales, es necesaria una fuerza descomunal para rebelarse. Desgraciadamente, se extiende una interpretación: en Camboya, el crimen contra la humanidad fue específico. En parte, es explicable por cierto quietismo ligado al budismo. Y también por una tradición de violencia del campesinado. Como si se tratara de un genocidio cultural, o, lo que es decir lo mismo, previsible.

Creo que es un análisis fácil… que permite eludir las faltas intelectuales, morales y estratégicas. Desde ese punto de vista es más simple pasar por alto el protectorado francés; el apoyo estadounidense al régimen de Lon Nol y los implacables bombardeos; la debilidad de los sucesivos gobiernos; la ideología marxista y el apoyo chino. ¡La lista es larga! Es mejor interesarse en las variantes del budismo que en la universalidad de ese crimen de masas… Se quiera o no, la historia de Camboya, profundamente, es la nuestra.

Me quedé estupefacto al oír a un historiador explicar, en una emisora de radio francesa, que los camboyanos luchaban entre ellos desde la construcción del Angkor… Escribí al productor del programa para decirle que tales declaraciones eran inadmisibles y algo cortas de miras cuando uno tiene frente a sí 1,7 millones de muertos. Le expliqué que los jemeres no eran una tribu antropófaga. Nunca me respondió. Aún es más lamentable puesto que en el mismo programa se utilizaron dos extractos de mi película S21… Y siempre me he negado explícitamente a que esa película sea fragmentada sin mi consentimiento: no se respetó mi voluntad pedagógica. En ésas estamos: sumidos en la confusión. O en el silencio. Silencio para Camboya.

Por mi parte, creo en la universalidad del crimen jemer rojo, al igual que los jemeres rojos creyeron en la universalidad de su utopía. Cito a Duch: «Se destruye el mundo antiguo para construir uno nuevo. Queremos fabricar una nueva concepción del mundo».

Estos últimos años París se ha convertido en un refugio: el vientre de una madre. Allí encuentro la distancia adecuada. A la vez, es el lugar donde tengo los sueños más absurdos y violentos.

Phnom Penh es diferente. Es la ciudad de mi infancia, de la que fui expulsado. No he podido regresar a la casa de mis padres, que en la actualidad está ocupada por otras personas. Al volver a Camboya, a principios de los años noventa, me costó mucho ser aceptado. Viajaba con pasaporte francés porque mi documentación fue destruida bajo los jemeres rojos: fui considerado un «camboyano del extranjero» y me vigilaban; hasta llegaban a decir si era chino o coreano… Aún hoy, hay quien me mira de una manera extraña, incluso aquellos a los que conocí antes de los años terribles. Sólo los jóvenes que trabajan conmigo me llaman afectuosamente «tío Rithy».

Hace unos años propuse que historiadores franceses y camboyanos hicieran tesis doctorales universitarias simultáneamente en francés y jemer. Mi idea era muy sencilla: trabajar con un doble punto de vista, históricamente apasionante… y necesario; fundar, poco a poco, una verdadera escuela histórica camboyana.

Los temas son innumerables: la hambruna y la independencia alimentaria; los discursos de Pol Pot; las fuentes del lenguaje del Angkar; la estancia de los dirigentes jemeres rojos en Francia; el proceso de deshumanización o el M13. Y también: el trato de la revolución jemer roja en la prensa francesa, en particular entre 1975 y 1976; la evocación o el análisis de esa «experiencia» por ciertos intelectuales. O, más simplemente: la alimentación bajo los jemeres rojos; la indumentaria; los medicamentos revolucionarios o el misterio de los archivos del Angkar. Hay mucho por descubrir. Muchísimo.

En el S21, cada tarde, Duch hacía una pausa. ¿Se debía a la angustia? ¿A la locura de los golpes? ¿Al recuento de cadáveres? ¿O simplemente al exceso de trabajo? Se servía un poco de leche de coco en una copa de Cointreau. Puedo verlo en su despacho, frente a una pila de dossiers; o apoyado en la pared, con los ojos entrecerrados; de pie, junto a la ventana; o en un balcón. Desde la mañana no han cesado los gritos. Unas casas más lejos, están electrocutando a un hombre.

Extiendo a la vista de Duch unas ampliaciones fotográficas de gran formato. Comprende de inmediato de qué se trata: son los rostros del S21, fotografiados a la llegada al centro, antes de los golpes, antes de la tortura. Las mujeres, niños y hombres: todos tienen miedo. Tal vez no saben lo que les aguarda, pero están tristes y serios. Ya están en otro lugar. Duch me pregunta por qué le muestro esas fotos: «¿De qué sirve?». Con ese tono. Le respondo: «Le escuchan… Ahí está Koy Tourn. Ahí está Bophana. También Taing Siv Leang. A mí me parece que le escuchan». Ante la inmensidad del crimen es necesaria esa sencillez.

Visiblemente incómodo, Duch me pregunta: «¿Puedo traer la Biblia? Sé que no estamos de acuerdo, pero me gustaría tenerla cerca». Le replico: «La Biblia no lo salvará. Debería dejarla en paz». Al día siguiente, deposita el libro sobre la mesa, a su derecha: un arma contra los rostros.

Las célebres fotos tomadas en el S21 por los fotógrafos del régimen, presentes allí durante años y por ello forzosamente conscientes del crimen en curso, se expusieron en el extranjero, sin una verdadera explicación. Daban así la sensación de ser una obra de arte, una obra organizada: todos esos rostros sombríos, uno junto al otro, son la humanidad misma. Están entre nosotros. Nos observan. Sin duda es así en el S21 hoy, convertido en lugar de memoria y meditación, pero no es así en un museo si no se explica su origen y su historia. Fealdad de la belleza.

Ang Saroeun, fotógrafo jemer rojo, fue enviado al frente para fotografiar los diques en construcción. Dirigió su objetivo a la gente hambrienta. Disparó. Fue detenido y enviado al S21, donde fue torturado y luego ejecutado.

Interrogo a Nhiem Ein, uno de los fotógrafos del S21, que vio pasar ante su objetivo a miles de prisioneros destinados a la tortura y a la muerte: «¿Qué es una buena fotografía?». Me responde: «Las pupilas deben ser nítidas». Titubeo: «¿Y por qué?» Me mira fijamente: «Para poder dar con ellos, si huyeran…».

Duch hizo venir a Srieng, otro fotógrafo del centro, y le pidió que le fotografiara la luna, luego una ejecución y luego a su mujer y sus hijos.

Srieng también fotografió la hambruna, en un desplazamiento a las provincias. Mostró las imágenes de los niños hambrientos a Duch, que guardó silencio. Aterrorizado, Srieng destruyó los negativos y las copias.

Duch evoca a sus compañeros de cárcel. Hablan entre ellos. Pasean juntos. Ieng Sary mandó una bandeja de fruta a Nuon Chea. E incluso, precisa Duch: «A Nuon Chea le gustaba contar chistes».

El abogado francés de Duch le ha obsequiado una antología de poemas: O ma mémoire — La poésie, ma nécessité (Oh mi memoria — La poesía, mi necesidad). Se trata de poemas franceses, ingleses y alemanes. En la introducción, Stéphane Hessel, superviviente de los campos de Buchenwald y de Dora, que escapó por los pelos a ser ahorcado, explica cómo lo ayudaron esos poemas.

Filmo a Duch leyendo esa antología, pero me siento incómodo. Dudo al ver ese hermoso libro en semejantes manos. ¿Se trata de la conversión del verdugo en víctima? ¿Es el camino hacia la humanización? ¿O simplemente se trata de la puesta en escena de Duch?

Me explica que se ha convertido al cristianismo. Fue la Iglesia la que hizo caer el Muro de Berlín, me dice con convicción. Fue Juan Pablo II quien venció al comunismo. Duch: «El comunismo me traicionó, así que es natural que me vuelva hacia el cristianismo».

Se hizo bautizar en un río, pero con nombre falso.

Duch lee la Biblia a diario. Parece meditar. Recibe la visita periódica de pastores evangélicos. Si Jesús perdonó en la cruz al mal ladrón también crucificado, ¿qué no haría por Duch, que lo reconoce todo y quiere asumir toda la culpa? Con esa culpabilidad gloriosa y salvada, Duch alza la vista al cielo: «Ofrezco mi corazón partido, mi tormento». También: «Asumo enteramente la responsabilidad del S21». Recuerdo que un día me dijo: «Mis subordinados son mi carne y mi sangre», como si todo su pensamiento estuviera puesto en la redención. Como si llevar a hombros el sufrimiento que uno ha causado y el del mundo en general condujera a la salvación. A la derecha del padre, no al crimen.

Yo: ¿Por qué Dios no le abrió los ojos cuando llevaba usted a cabo su horrible tarea?

Duch: No meta a Dios en esto. Y no se burle de la religión.

No creo haber escrito que la Kampuchea Democrática fue miembro de la ONU hasta 1991; ni que Pol Pot murió en la jungla en 1998. En la jungla, y en su cama. Y parece difícil poder juzgar a cinco altos dirigentes, hoy encarcelados en Phnom Penh. Francia todavía no ha dilucidado lo que sucedió, en el propio recinto de su embajada, en abril de 1975; y por qué entregó a los jemeres rojos a altos responsables camboyanos a sabiendas de que serían asesinados. En cuanto a Estados Unidos y a China, ¿harán públicos los lazos que durante mucho tiempo mantuvieron con esos criminales?

«En mayo de 1980, la CIA publicó un “informe demográfico” sobre Camboya en el que se afirmaba que no había habido ninguna ejecución en el curso de los dos últimas años del régimen de Pol Pot (en 1977-1978, las ejecuciones conllevaron alrededor de medio millón de víctimas)». Leo esas líneas terribles en El Régimen de Pol Pot: Raza, poder y genocidio en Camboya bajo el régimen de los jemeres rojos, 1975-1979. El autor, Ben Kiernan, profesor en la Universidad de Yale, es el fundador del notable Programa internacional sobre el genocidio en Camboya.

Leo los textos de Charlotte Delbo sobre la deportación, magníficos por su sencillez. Éstas son las últimas líneas de La medida de nuestros días (el tercer tomo de Auschwitz y después):

Un hombre que muere por otro hombre

es difícil de hallar.

No lo digas más Mendigo,

no lo digas más.

Me habría gustado conocerla. Filmarla. Me habría gustado hacer un retrato de ella. Creo que su presencia me habría dado ánimos. Sé que llevaba en la muñeca el número 31661. Sé que sobrevivió a Auschwitz y a Ravensbrück. Sin embargo, llegué demasiado tarde: falleció en 1985.

Un día, Duch me dice en voz queda: «Dios dice que el juicio es asunto de los hombres. Los hombres harán lo que deseen de mi carne y de mi sangre. Mi alma, Dios ya la ha reconocido». Alza la vista al cielo. Veo al joven que fue, en el liceo Sisowath y en la jungla. Cuando mi cámara rueda, su voz es dulce: el asesino nunca anda lejos.

Jacques Lacan: «El mundo es un infierno para el hombre que no cree en el diablo». Duch no es un diablo ni un dios. Pero el hecho de que sea hombre, plenamente humano, no le retira su unicidad. Al contrario. Es ese hombre que no puede ser otro, y que otro no puede ser.

Después de que los jemeres rojos abandonaran Phnom Penh, nuestra casa fue fotografiada. Recientemente, me han mostrado esa imagen vacía y enigmática. Esa casa alta e inacabada es mi infancia. Abajo, teníamos gallinas para disponer de huevos en cantidad. También patos. Mi hermano se ocupaba del corral y mi madre del huerto detrás de la casa. Teníamos menta, pimientos, mangos, tomates y toronjil. Mi madre preparaba salmuera y secaba el pescado.

Tengo el recuerdo de que pasábamos con ella largas tardes en la cocina para preparar la fiesta del día de difuntos. Las cazuelas se apilaban en las estanterías. Una gran marmita de sopa hervía a fuego lento. Había también cerdo troceado, huevos al caramelo, pollos hervidos suspendidos de una caña de bambú y pasteles de arroz rellenos de plátano. Nuestros primos del campo traían chirimoyas y los frutos de la yaca. Había tanto que no sabíamos qué hacer con todo ello. Aprovechábamos nuestra gran alacena de madera. Reíamos.

Llego al final de este libro: he contado muchas cosas. He visto el rostro de los míos. He mostrado a un hombre con un destino único. El tribunal lo ha condenado a una pena muy relativa. Si fuera un revolucionario y un hombre valiente, habría dicho la verdad. No le corresponde decirla a la justicia —la justicia no es la verdad— sino sólo a Duch. Decir la verdad y luego morir es caminar hacia los hombres. Duch está donde le corresponde. Nadie puede ocupar su lugar.

He explicado el mundo de antes, para que su lado malo no vuelva. Para que esté en nuestra memoria y en los libros, en la carne de los supervivientes, en las estelas de los desaparecidos: y que allí permanezca. He afrontado esta historia con la idea de que el hombre no es malo en el fondo. El mal no es algo nuevo; tampoco lo es el bien, pero como he escrito existe también una banalidad del bien y una cotidianidad del bien.

En cuanto al lado bueno, la infancia, la risa de mis hermanas, el silencio de mi padre, la carrera de mis sobrinos, el coraje y la bondad de mi madre, ese país de rostros de piedra, las ideas de justicia, de libertad, de igualdad, la pasión por el conocimiento y la educación, no puede ser borrado. No es un tiempo pasado, sino un esfuerzo y un trabajo: es el mundo humano.