Carol abrió la puerta de la habitación del hospital. Tony estaba recostado sobre un montón de almohadas. Tenía la parte izquierda de la cara hinchada y amoratada.
—Hola —dijo el psicólogo, recibiéndola con la mejor sonrisa que podía esgrimir antes de empezar a sentir mucho dolor—. Entra.
Carol cerró la puerta tras de sí y se sentó en una silla que había junto a la cama.
—Te he traído unas cosillas —dijo al tiempo que dejaba una bolsa de plástico y un sobre abultado encima de la colcha.
Tony cogió la bolsa. La detective hizo una mueca cuando vio el brazalete de moretones que tenía el hombre alrededor de la muñeca. De la bolsa sacó un ejemplar de Esquire, una lata de Aqua Libra, otra de pistachos y una antología de Dashiell Hammett.
—Gracias —dijo, sorprendido de hasta qué punto había acertado en sus preferencias.
—No sabía muy bien qué te gustaba —dijo Carol a la defensiva.
—Pues, entonces, por lo que veo, eres buena deduciendo. La agente perfecta para mi cuerpo especial.
—Bueno, soy un poco lenta a la hora de reaccionar —dijo ella con amargura.
Tony negó con la cabeza.
—Hace un rato ha venido John Brandon. Me ha contado que fuiste tú quien lo descubrió todo. No creo que pudierais haber llegado antes.
—Debería haber descubierto mucho antes que tú no ibas a desaparecer sin más en un punto tan crucial de la investigación. De igual modo, en cuanto nos diste el perfil, debería haber sido consciente de que eras un objetivo perfecto y haber tomado las medidas necesarias para protegerte.
—Joder, Carol; si alguien tenía que haberse dado cuenta, ese era yo. Hiciste muy buen trabajo, caray.
—No lo creo; de haber actuado con mayor prontitud, habríamos llegado a tiempo y no habrías pasado por lo que…, por lo que tuviste que pasar.
Tony suspiró.
—¿Quieres decir que habrías salvado a Angélica? ¿Para qué? ¿Para que pasase años en un hospital psiquiátrico de máxima seguridad? Mira la parte buena, le has ahorrado una pasta al Estado. Nada de juicios carísimos, nada de tener que pagar por su encarcelamiento y su tratamiento… Joder, hasta puede que te den una medalla.
—No me refiero a eso, Tony. Me refiero a que no tendrías que haberla matado y vivir con ello toda tu vida.
—Sí, bueno… ya sé que no fue la mejor situación posible, pero aprenderé a sobrellevarlo —le reveló Tony mientras esbozaba una sonrisa forzada—. No te lo tomes a mal, pero lo primero que voy a hacer cuando salga del hospital es comprarte una gabardina nueva. Cada vez que veo la que llevas me dan ganas de gritar.
—¿Y eso? —preguntó mientras fruncía el ceño, confusa.
—¿No lo sabías? Llevaba la misma gabardina que tú cuando llamó a mi puerta. Así, en caso de dejar fibras en la escena del crimen, los forenses iban a pensar que eran tuyas.
—Tremendo —dijo ella con ironía—. Por cierto, ¿qué tal los tobillos?
Tony torció el gesto y dijo:
—Creo que no volveré a tocar el violín. Consigo llegar al baño con muletas, pero tengo que sentarme para hacer pis. Me han dicho que no parece que tenga ningún daño permanente en los ligamentos, pero que necesitaré un tiempo para curarme. ¿Qué tal ha ido el día?
Carol puso mala cara.
—Truculento. Sospecho que tú te habrías encontrado como pez en el agua. Tenías razón en lo de mantener viva la fantasía. Ella, él, eso guardaba registros de todas las llamadas telefónicas eróticas que había realizado a las víctimas, y les robaba las cintas del contestador cuando los secuestraba. A los cerebritos les ha costado un poco acceder a su ordenador. Nadie de los nuestros sabía muy bien cómo hacerlo, así que le pedí a mi hermano que nos lo resolviera.
Tony torció la sonrisa.
—En su momento no quise decir nada, pero incluso llegué a sospechar de tu hermano.
—¿De Michael? Estarás de broma…
El hombre, avergonzado, asintió:
—Fue cuando propusiste la idea de la manipulación de los vídeos. Michael contaba con la suficiente experiencia para hacerlo, qué duda cabe. Tenía la edad adecuada, vivía con una mujer pero no mantenía una relación sexual con ella, tenía acceso a toda la información que necesitaba el asesino sobre el desarrollo de la investigación, así como sobre el modo en que trabajaban policía y forenses, formaba parte de un campo al que se suponía que pertenecía el asesino y sabía perfectamente por dónde iba la policía. De no haber atrapado a Angélica, te hubiera pedido que me invitases a cenar a casa para investigarlo.
Carol sacudió la cabeza.
—¿Ves a qué me refería con lo de que soy lenta a la hora de responder? Tenía acceso a la misma información que tú y, en cambio, jamás se me cruzó por la cabeza siquiera que pudiera tratarse de mi hermano.
—No me sorprende; lo conoces lo suficiente como para saber que no se trata de un psicópata.
Carol se encogió de hombros.
—¿Tú crees? No sería la primera vez que un familiar cercano, incluso una esposa, comete ese error.
—Por lo general, o se engañan a sí mismos o son inestables emocionalmente y dependen del asesino de alguna manera. Pero, en este caso, no se daba ninguna de esas dos condiciones —sonrió, cansado—. Da igual; cuéntame qué ha descubierto Michael.
—El ordenador es una mina de oro. Seguía incluso un diario de cómo acechaba a sus víctimas. Escribió que quería que se publicase una vez hubiera muerto. ¿Te lo puedes creer?
—Claro. Recuérdame que te muestre algunos informes que tengo acerca de los asesinos en serie.
Carol se estremeció.
—Gracias, pero no. Te he traído una copia del diario para que lo leas. He pensado que te interesaría. —Señaló el sobre—. Está ahí dentro. Por otro lado, y como bien habías apuntado, tenía los asesinatos grabados en vídeo. Tal y como sugerí yo, los había importado al ordenador para manipular sus imágenes y mantener viva la fantasía. Es horrible, Tony; es peor que una pesadilla.
El psicólogo asintió.
—No voy a decir que acabes acostumbrándote, porque no debes hacerlo si persigues aportar tu granito de arena a este trabajo, pero llega un punto en el que puedes encerrarlo en un armario para que no salga de ahí y te vuelva loco en el momento menos pensado.
—¿En serio?
—Esa es la teoría. Pero pregúntamelo dentro de unas semanas —dijo él en tono grave—. ¿Explica en el diario cómo elegía a las víctimas?
—Por encima —respondió Carol con amargura—. Llevaba meses preparándolo todo antes de elegir siquiera a la primera víctima. Trabajaba para la compañía telefónica, era jefa de sistemas informáticos. Por lo visto, en Seaford trabajó para una pequeña empresa privada, lo que le dio la experiencia suficiente para conseguir el trabajo en Bradfield. Desde su puesto tenía acceso a todos los programas de datos del sistema. Usaba el ordenador de la compañía para extraer los números de las casas desde las que se habían realizado llamadas periódicas a líneas de sexo durante el último año. —Carol se calló y dejó que la pregunta obvia flotase en el aire.
—Era para investigar —dijo Tony con dejadez—. Publiqué un artículo sobre el papel de las líneas calientes en el desarrollo de las fantasías entre los asesinos en serie. Alguien debería haberle dicho a Angélica que no sacase conclusiones precipitadas.
Carol consideró su respuesta como un reproche, pero siguió adelante.
—Cruzó estos datos con los del padrón y así descubrió qué hombres vivían solos. Luego iba a echar un vistazo a sus casas para comprobar si se adecuaban o no a lo que buscaba. Tenía una imagen muy clara del tipo de físico que quería y, además, deseaba que tuvieran casa propia, unos buenos ingresos y unas buenas perspectivas profesionales. ¿Te lo puedes creer?
—Pues sí, pues sí. En realidad, no quería matarlos, solamente quería amarlos. Pero ellos la forzaban a hacerlo porque la traicionaban. No paraba de decir que lo único que buscaba era un hombre que la quisiera y viviera con ella.
«¿Acaso no es lo que queremos todas?», pensó Carol, pero no llegó a decirlo.
—La cuestión es que cuando había elegido al candidato, tanteaba el terreno con las llamadas eróticas. Así es cómo los enganchaba… ya que los hombres sois tan guarros que no podéis resistiros al sexo anónimo.
—Tocado —dijo Tony, al tiempo que realizaba un gesto de dolor—. En mi defensa he de decir que gran parte de mi interés era puramente académico. Me interesaba desentrañar la psicología de una mujer dispuesta a decir por teléfono cosas como las que ella decía.
Carol sonrió tímidamente.
—Al menos, ahora sé que decías la verdad cuando me dijiste que no conocías a la mujer que te dejaba mensajes eróticos en el contestador.
Tony miró hacia otro lado.
—Descubrir que un hombre hacia el que te sentías atraída se ponía cachondo con llamadas telefónicas obscenas de una extraña tuvo que parecerte maravilloso.
Carol guardó silencio. No sabía qué decir.
—He escuchado las cintas —reconoció—. Las tuyas son muy diferentes de las de los otros. Es evidente que te sentías a disgusto gran parte del tiempo. Aunque eso no sea cosa mía.
Tony seguía siendo incapaz de mirarle a los ojos, pero siguió hablando con voz entrecortada y clínica.
—Tengo problemas con el sexo. Para ser más preciso, tengo problemas para conseguir erecciones y mantenerlas. La verdad es que solamente una parte de mí sentía un interés profesional por las llamadas. La otra parte intentaba usarlas a modo de terapia. Sé que puedo parecer un pervertido, pero parte del problema de mi profesión radica en que me resulta casi imposible encontrar a un terapeuta al que respetar y confiar, y que no esté conectado de alguna manera con el mundo en el que trabajo. Y por mucho que te dejen claro lo de la confidencialidad médico-paciente, nunca he querido correr ese riesgo.
Carol se dio cuenta de lo difícil que le había resultado a Tony realizar dicha confesión y puso su mano sobre la del psicólogo.
—Gracias por contármelo. No va a salir de aquí. Y para que te sientas mejor, los únicos que hemos oído todas las cintas somos John Brandon y yo. No tienes por qué preocuparte de lo que diga de ti la gente de la policía a tus espaldas.
—Algo es algo. Bueno, sigue; háblame de las llamadas de Angélica a las demás víctimas.
—Era evidente que pensaban que se trataba de sexo sin ningún tipo de repercusión u obligación. La percepción de Angélica, sin embargo, era completamente diferente. Estaba convencida de que sus respuestas implicaban que se habían enamorado de ella. Desafortunadamente para ellos, no era así. En cuanto mostraban interés por otra mujer, habían firmado su sentencia de muerte. Excepto en el caso de Damien, a quien mató para darnos una lección. Tú ibas a ejemplificar la otra lección.
Tony se sobrecogió.
—No me extraña que tuviera que ir al extranjero para cambiarse de sexo. Los psicólogos del Servicio Nacional de Salud que la trataron debieron de pasárselo pipa reconociendo un caso de libro con sus actitudes y aspiraciones.
—Por lo visto, decidieron que no se trataba de una candidata adecuada para la operación debido a su falta de comprensión del sexo. Llegaron a la conclusión de que se trataba de un homosexual vergonzante, incapaz de asumir su sexualidad debido al condicionamiento cultural y familiar. Le recomendaron que, en vez de realizar el cambio de sexo, fuese a ver a un sexólogo para que le aconsejara. Y no se lo tomó muy bien. Por lo visto, arrojó a uno de los psicólogos contra una puerta de cristal.
—Qué pena que no la denunciaran.
—Ya. Y me alegra decirte que no se van a presentar cargos contra ti.
—¡Solo faltaría! Con la de dinero que les he ahorrado a los contribuyentes. Quizá podríamos ir a cenar para celebrarlo cuando salga de aquí… —dijo Tony con cautela.
—Me encantaría. Por cierto, también ha salido algo bueno de todo esto —respondió Carol.
—¿A qué te refieres?
—Penny Burgess se tomó el día de ayer libre para ir al valle a caminar. Por lo visto, se le estropeó el coche y se quedó tirada en mitad del bosque toda la noche. Se perdió todo el tinglado. Hoy salen una docena de artículos en el Sentinel Times ¡y ninguno de ellos es suyo!
Tony se acomodó y miró al techo. Estaban cerrando asuntos. Consideró que Carol también lo sabía y no le pareció mal estar haciendo un esfuerzo. Pero ya era suficiente por el momento. Cerró los ojos y suspiró.
—Oh, Dios, lo siento… —dijo ella al tiempo que se ponía en pie—. No me había dado cuenta de que debes de estar exhausto. Me marcho. Te dejo todo esto para que leas cuando te sientas algo mejor. Si te parece… podría pasarme mañana.
—Me encantaría —dijo Tony con voz de cansado—. Es que a veces me acuerdo de cosas.
Oyó cómo taconeaba en dirección a la puerta y la abría.
—Cuídate —le dijo antes de cerrarla tras ella.
Tony se recostó nuevamente sobre las almohadas y cogió el sobre acolchado. Aunque no le apetecía seguir hablando, su curiosidad le impedía olvidarse del diario de Angélica. Sacó un fajo de folios.
—Vamos a ver de qué estabas hecha realmente —dijo en voz baja—. ¿A qué venía todo? ¿Cómo justificabas lo que escondías? —Y empezó a leer con voracidad.
Para Tony, recorrer los vericuetos de las mentes dañadas resultaba una experiencia rutinaria; pero esta vez, nada más leer dos párrafos, se dio cuenta de que era diferente. Al principio no sabía a qué era debido. La escritura parecía más culta, controlada y directa que en la mayoría de las ocasiones, en las que resultaba más laberíntica; pero ello no explicaba el porqué de su diferente respuesta. Avanzó unas páginas, fascinado y asqueado por igual. La obsesión por sí misma no era ni mayor ni menor que en los otros casos, pero aquí había algo que le producía unos escalofríos fuera de lo normal. La mayoría de los asesinos de quienes había leído algo se vanagloriaban más de la sangre, de la carnicería, y se basaban menos en el daño infringido a sus víctimas y en el efecto que había generado en ellas; mientras que este asesino se identificaba mucho con sus víctimas. No obstante, ni siquiera eso explicaba por qué se sentía incómodo con lo que leía. Fuera lo que fuese, cuanto más avanzaba, menos le apetecía seguir; lo contrario de la respuesta habitual. Se había obsesionado tanto por meterse dentro de la cabeza de Andy el Hábil… que ahora que la tenía al alcance de la mano, no quería hacerlo.
Según se esforzaba por seguir leyendo, al tiempo que iba corrigiendo mentalmente las suposiciones que había redactado en su perfil, terminó por darse cuenta de que sus sentimientos se explicaban porque el caso se había convertido en algo personal. Estas palabras le llegaban más adentro, como nunca antes había experimentado… debido a que la existencia que se mostraba en ellas le había afectado de manera más directa que ninguna otra jamás. Lo que estaba leyendo eran los pasos de su propia némesis; y seguía un camino de lo más incómodo.
Dejó a un lado los papeles, incapaz de seguir adelante pues veía su propio destino reflejado en los cuerpos rotos que Angélica describía tan meticulosamente. El problema de ser psicólogo es que sabía perfectamente lo que le estaba sucediendo. Sabía que todavía se encontraba en un estado de shock, en la fase de negación profunda. Aunque no podía quitarse de la cabeza lo que había sucedido en el sótano, existía cierta distancia entre él y sus recuerdos; como si estuvieran observándolo desde lejos. Algún día, el horror que había experimentado la noche anterior le envolvería en sonido estéreo y Cinemascope. Dado que lo sabía, esta insensibilidad momentánea resultaba una bendición. Sabía que iba a encontrar el contestador automático lleno de ofertas lucrativas a cambio de relatar cómo el cazador se había convertido en asesino. Algún día tendría que contar la historia. Deseó tener la fuerza suficiente para dejárselo a un psiquiatra.
No le reconfortaba pensar que, desde el punto de vista estadístico, haber sido el objetivo de un asesino en serie le descartaba de volver a serlo. Lo único en lo que podía pensar era en las horas que había permanecido encerrado en aquel sótano, rebuscando entre sus experiencias y conocimientos las palabras mágicas que le concedieran unos minutos más para dar con la llave de su libertad.
Y entonces… el beso. El beso de la puta. El beso del asesino. El beso del amante. El beso salvador. Todos en uno. Un beso de una boca que llevaba semanas seduciéndolo. Una boca cuyas palabras le habían dado esperanzas para el futuro… y que le habían dejado tirado después en este lugar. Había pasado toda su vida laboral metiéndose en el cerebro de quienes mataban… y había acabado siendo uno de ellos… gracias a un beso de Judas.
—Has ganado, ¿verdad, Angélica? —dijo en voz baja—. Me querías y ya soy tuyo.