18

La pura verdad es que soy muy exigente en todo lo relacionado con el asesinato, y tal vez lleve mi delicadeza demasiado lejos.

Don Merrick entró en la sala HOLMES masticando una hamburguesa de dos pisos con doble de queso y bacon ahumado.

—¿Cómo lo haces? —le preguntó Dave Woolcott—. ¿Cómo consigues que esas sosas de la cantina te cocinen algo que merezca la pena? Pero si hasta el té se les quema… Siempre te las apañas para tenerlas comiendo de tu mano.

—Es mi encanto natural de Tyneside —dijo Merrick y le guiñó un ojo—. Me acerco a la más fea y le digo que me recuerda a mi madre cuando estaba en la flor de la vida —añadió, y se sentó y estiró sus largas piernas—. He comprobado la media docena de Discoverys que me ha dado tu sargento. Están todos limpios. Dos de ellos son de mujeres; los dos siguientes tienen coartadas más sólidas que una piedra para, al menos, dos de las noches en cuestión; uno tiene esclerosis múltiple, por lo que es imposible que cometiera los asesinatos, y el sexto vendió el coche hace tres semanas a un concesionario de Midlands.

—Bien. Dale la lista a uno de los operarios para que actualice el archivo.

—¿Y mi superior?

—¿Carol o Kevin?

Merrick se encogió de hombros.

—Sigo pensando en la detective Jordán como mi jefa.

—Está por ahí, cazando gansos salvajes.

—Así que ha obtenido resultados, ¿eh?

—Dos pistas de un cruce de datos.

—Vamos a echar un vistazo —dijo Merrick.

Dave rebuscó entre sus papeles hasta que encontró tres folios grapados. En el primero se listaban las dos correlaciones. Merrick frunció el ceño y pasó la página. En la segunda se mostraba una copia del registro criminal de Crozier. No había nada. Pasó la segunda página a toda prisa; en la tercera había dos entradas para dos Christopher Thorpe diferentes. La última dirección conocida del primero de ellos era en Devon y acumulaba varias detenciones por robo. La última dirección conocida del segundo era en Seaford. Este poseía un largo historial de detenciones juveniles: agresión a un árbitro de fútbol, rotura de cristales en el colegio, hurtos en tiendas. Pero también reunía media docena de arrestos una vez superada la mayoría de edad, todos ellos por prostitución. Merrick tragó una bocanada de aire de forma abrupta y volvió a la primera página.

—Joder —dijo.

—¿Qué sucede? —le preguntó Dave, de pronto alertado.

—Este Christopher Thorpe, el de Seaford…

—¿Sí? Carol cree que no es el mismo que el nuestro. Es decir, sí, tiene detenciones por prostitución, pero parece que está casado, porque en su misma dirección figura una mujer con el mismo apellido. Y, además, las cosas como son: no creo que un chapero de los muelles pueda permitirse un Discovery.

Merrick sacudió la cabeza.

—No, no, os habéis equivocado. Conozco al tal Christopher Thorpe de Seaford. Trabajé en Antivicio en la comisaría de aquella ciudad antes de venir aquí, ¿recuerdas? Yo fui el agente que le detuvo ambas veces por prostitución. En aquella época, Christopher Thorpe estaba llevando a cabo un cambio de sexo. Tenía tetas y todo; e intentaba ganar el dinero suficiente para operarse. ¿Sabes cuál era su nombre de batalla? Dave, Christopher Thorpe no está casado con Angélica Thorpe; es Angélica Thorpe.

—Joder —soltó Dave.

—Dave, ¿dónde cojones está Carol?

Angélica estaba frente a él, con las manos en las caderas, mordiéndose la comisura de los labios.

—No puedes, ¿verdad? No puedes demostrar nada porque no sabes nada de mi vida.

—En cierto modo tienes razón. No conozco los hechos concretos de tu vida —dijo Tony con cautela—, pero creo que sé, hasta cierto punto, la forma que estos han ido adquiriendo. Tu madre no te quiso demasiado. Puede que tuviera un problema con las drogas o con la bebida… o quizá fuera incapaz de entender lo que necesitaba un niño. De una u otra manera, no conseguía que te sintieras querido cuando eras pequeño. ¿Me equivoco?

Angélica puso mala cara.

—Sigue. Cava tu propia tumba.

Tony sintió un pinchazo de miedo en la nuca. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si esta mujer era la excepción a la regla estadística que había barajado para realizar sus suposiciones durante toda la investigación? ¿Y si este era ese asesino en serie único procedente de una familia feliz y amorosa? Dejó de lado todas sus dudas —puesto que eran un lujo que no podía permitirse ahora mismo— y siguió excavando.

—Tu padre no solía estar en casa mientras crecías. Y nunca te dijo que estuviera orgulloso de ti, a pesar de que tú hacías todo lo que estaba en tu mano para ser merecedor de sus halagos. Tu madre esperaba demasiado de ti y no dejaba de decirte que eras el hombre de la casa. Y en cuanto te comportabas como el niño que realmente eras, te castigaba y te lo hacía pasar mal. —La cara de Angélica esbozó un gesto involuntario de reconocimiento. Tony se detuvo.

—Sigue —le ordenó entre dientes.

—Me cuesta mucho hablar en esta posición. ¿No podrías destensar un poco la cuerda para que pueda estar erguido?

Negó con la cabeza, con la boca cerrada, como si estuviera enfurruñada. Como un crío.

—Desde aquí no te veo bien —insistió el psicólogo—. Tienes un cuerpo fabuloso, seguro que lo sabes. Va a ser lo último que vea, así que, al menos, podrías dejar que lo apreciara.

Ladeó la cabeza como si estuviera analizando si sus palabras eran ciertas o un mero truco.

—De acuerdo. Pero no creas que haya cambiado nada —dijo mientras se acercaba al cabrestante y lo soltaba un poco. Lo bajó unos treinta centímetros.

Tony no pudo reprimir el grito de dolor que sintió dé golpe en los hombros en cuanto sus músculos se vieron liberados de la tensión que los había mantenido al límite.

—Se te pasará —dijo ella duramente mientras volvía junto a la cámara—. Sigue hablando —le ordenó—, siempre me ha gustado la fantasía.

Tony se enderezó, al tiempo que luchaba por vencer el dolor.

—Eras un chico inteligente —dijo de forma entrecortada—. Más inteligente que los demás. Y nunca es sencillo hacer amigos cuando eres más listo que los demás. Por otro lado, también cabe la posibilidad de que te mudaras bastante. Vecinos nuevos… Probablemente, colegios distintos. —Angélica había recuperado el control y su cara volvía a mostrarse impasible—. No te resultaba fácil hacer amigos. Sabías que eras diferente de los demás. Especial. Pero, al principio, no sabías por qué. Cuando creciste te diste cuenta de a qué se debía. No eras igual que el resto de chicos porque, en realidad, no eras un chico. Las chicas no te despertaban ningún interés sexual, pero no era debido a que fueras homosexual. Ni mucho menos. Se debía a que tú también eras una chica. Descubriste que vestirte de mujer hacía que te sintieras realmente a gusto, como si eso fuera lo normal. —Tony se detuvo y le lanzó una sonrisa de medio lado—. ¿Qué tal voy?

—Impresionante, doctor —dijo ella fríamente—. Estoy fascinada. Sigue.

Tony flexionó los músculos de los hombros, aliviado porque el dolor que había sentido hacía un rato hubiera sido temporal. Después de lo que había soportado, los pinchazos que sentía ahora en la espalda le parecían poco más que una irritación. Respiró profundamente y siguió.

—Decidiste convertirte en la persona que llevabas dentro, la mujer que sabías que eras en realidad. Dios, Angélica, te respeto mucho por haber tenido que pasar por todo eso. Sé lo duro que les resulta a los médicos tomarse esta situación en serio. La terapia hormonal; la electrólisis; vivir sin terminar de ser ni un hombre ni una mujer mientras esperas la operación, y después el dolor de la cirugía. —Tony movió la cabeza de lado a lado, dubitativo—. Yo no habría tenido las narices de pasar por todo eso.

—No fue fácil —se le escapó a Angélica, casi contra su voluntad.

—Te creo —dijo, simpatizando con ella—. Y después de todo eso, el hecho de preguntarse si ha merecido la pena cuando te das cuenta de que la estupidez, la falta de tacto y la ausencia de perspicacia con la que identificabas a los hombres no desaparecía por el mero hecho de que fueras una mujer. Seguían siendo una panda de cabrones, incapaces de reconocer lo magnífica que eras a pesar de que les ofrecías amor y cariño en bandeja de plata. —Tony hizo una pausa, estudió la cara de su captor y decidió que había llegado el momento de subir la apuesta. La frialdad había desaparecido de los ojos de Angélica y había sido reemplazada por una mirada de lo que parecía sufrimiento. Decidió hablar con voz más suave y bajar el volumen. Por favor, Dios… a ver si su experiencia valía la pena—. Te rechazaron, ¿verdad? Adam Scott, Paul Gibbs, Gareth Finnegan y Damien Connolly. Te dejaron, ¿verdad?

Angélica negó violentamente con la cabeza, como si así pudiera borrar lo sucedido.

—Me defraudaron. Me defraudaron, no me rechazaron. Me traicionaron.

—Háblame de ello —le pidió en voz baja, al tiempo que rezaba para que las técnicas que había estudiado no le fallaran en este momento—. Cuéntamelo.

—¿¡Por qué iba a hacerlo!? —gritó Angélica. A continuación, se adelantó y le pegó una bofetada tan fuerte que Tony probó el sabor de la sangre que manaba de la herida que acababa de hacerse con sus propios dientes al impactar contra la mejilla—. Tú no eres mejor que ellos. ¿Qué me dices de esa puta? ¿De esa rubia, ese zorrón que te estás tirando?

Tony tragó la sangre, cálida y salada, que tenía en la boca.

—¿Te refieres a Carol Jordán? —dijo, intentando ganar tiempo. ¿Cómo debía comportarse? ¿Le mentía o le decía la verdad?

—Sabes perfectamente a quién me refiero. Sé que te la has follado; no me mientas, joder —susurró, al tiempo que levantaba la mano de nuevo—. Eres un cabrón traidor y desleal. —Volvió a atizarle otra bofetada; tan fuerte, que esta vez le crujió el cuello.

A Tony se le saltaron las lágrimas involuntariamente. La verdad no iba a servir, solamente iba a proporcionarle más sufrimiento. Rezó para poder mentir con convencimiento e imploró;

—Angélica, no fue más que un polvo, alguien con quien quitarse el gusanillo. Me pones tan cachondo con tus llamadas telefónicas… No sabía cuándo me llamarías de nuevo o si ibas a llamarme siquiera —sonó un poco enfadado a propósito—. Yo te quería a ti y tú no me decías cómo conseguirte. Angélica, es a ti a quien veía. Solo estaba pasando el tiempo, esperando encontrar a alguien que estuviera a mi altura. No pensarás que una simple policía podía responder a mis fantasías, ¿verdad? Deberías saberlo de sobra, tú también las tienes. —Angélica se retiró, sorprendida. Tony se dio cuenta de que había traspasado alguna especie de barrera y siguió hablando—. Nosotros éramos diferentes; tú y yo. Ellos no te merecían. Pero nosotros éramos especiales. Estoy seguro de que lo percibiste durante las llamadas. ¿Es que no notabas cómo manteníamos algo extraordinario? ¿Que esta vez iba a ser diferente? ¿No es eso lo que buscas realmente? Tú no quieres asesinar. En el fondo, no es eso lo que quieres. Los asesinatos se debieron a que no eran dignos de ti, a que te defraudaron. Lo que tú necesitas realmente es un compañero que te merezca. Lo que quieres es amor, Angélica. Me quieres a mí.

Durante un momento bastante largo se quedó mirándolo. La mujer tenía los ojos como platos y la boca abierta. Estaba confundida. Le resultaba tan obvio como los coqueteos de las putas.

—¡No uses esa palabra conmigo, maldito saco de mierda! —le soltó—. ¡Ni se te ocurra! —Sus gritos eran profundos, guturales. De pronto, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación, taconeando a toda prisa por las escaleras.

—¡Angélica, te quiero! —gritó a la desesperada mientras ella se marchaba—. ¡Te quiero!

Carol y el agente Morris permanecían de pie en el umbral de la pequeña casa adosada de la calle Gregory. No había que ser psicóloga para leer el lenguaje corporal del agente: Morris se había cansado de seguirla de un lado a otro tras este pálpito estúpido.

—Seguro que están trabajando —remarcó el policía después de que tocaran el timbre por cuarta vez.

—Eso parece.

—¿Volvemos más tarde?

—Vamos a tocar algunas puertas —sugirió ella—, a ver si hay algún vecino que nos pueda indicar cuándo vuelven los Thorpe del trabajo.

Morris la miró como si prefiriera formar parte del equipo de control de masas en una manifestación de estudiantes.

—Sí, señora —dijo con voz de aburrimiento.

—Tú ve al otro lado de la calle; yo investigaré en este.

Carol observó cómo avanzaba el policía, pesadamente, como un minero al final de su turno. Agitó la cabeza de lado a lado mientras suspiraba y puso toda su atención en el número 12 de la calle. Este lugar se parecía mucho más al territorio que Tony había descrito como el hogar del asesino. Pensar en el psicólogo hizo que se pusiera de nuevo de mal humor. ¿Dónde diablos se habría metido? Hoy era el día en que más necesitaba su consejo, eso sin contar con su apoyo ante una idea que todos los demás consideraban una pérdida de tiempo. No podía haber elegido un momento peor para desaparecer de escena. Resultaba imperdonable. Al menos podría haber telefoneado a su secretaria para que la pobre no tuviera que estar pendiente de tantas llamadas y excusarse por él.

En el número 12 no había timbre, así que Carol golpeó la madera con los nudillos. La mujer que abrió la puerta parecía la caricatura de un personaje de teleserie. Tenía unos cuarenta años e iba maquillada de una manera que habría llamado la atención hasta en una cena de Los Ángeles —imagina cuánto cantaba así maquillada por la tarde en una calle secundaria de Bradfield—. Llevaba el pelo teñido de rubio platino y recogido en un copete ladeado, un jersey negro ajustado con escote de pico que dejaba a la vista un canalillo tan arrugado como lo estaría un pañuelo de papel usado, unas mallas ceñidas de color azul celeste, zapatos de tacón de aguja blancos y una tobillera estrecha de oro. De la comisura de los labios, colgaba un cigarrillo.

—¿Qué quieres, cariño? —dijo con voz nasal.

—Disculpe que la moleste —contestó mientras le enseñaba la placa—; soy la detective Carol Jordán, de la policía de Bradfield. Pretendía hablar con sus vecinos del número 14, los Thorpe, pero parece que no hay nadie en casa. Me preguntaba si sabría usted hacia qué hora vuelven del trabajo.

La mujer se encogió de hombros.

—A mí que me registren. Esa vaca viene y va a cualquier hora.

—¿Y el señor Thorpe?

—¿Qué señor Thorpe? No existe ningún señor Thorpe, cariño —dijo y soltó una carcajada que se parecía más al croar de una rana—. Está claro que nunca la ha visto. Cualquier hombre que se casara con esa vaca burra tendría que ser ciego y pobre de cojones. ¿Para qué la busca?

—Se trata de una investigación rutinaria.

La mujer resopló.

—No me venga con esas. He visto suficientes capítulos de The Bill como para saber que no se envían detectives a hacer investigaciones rutinarias. Si quiere saber mi opinión, ya era hora de que metieran a esa vaca entre rejas.

—¿Por qué lo dice, señora…?

—Goodison, Bette Goodison. Como Bette Davis. Pues porque es una vaca burra antisocial, por eso.

—Me temo que eso no es un crimen, señora Goodison —dijo Carol tras esbozar una sonrisa.

—No, pero el asesinato sí que lo es, ¿no? —dijo la mujer, triunfante.

Carol tragó saliva y rezó para que el efecto que había tenido en ella aquella palabra no fuera tan visible como le parecía.

—Esa es una acusación muy seria.

Bette Goodison le dio una última calada a su cigarrillo y lanzó por los aires la colilla, al otro lado de la calle, de manera muy experimentada.

—Me alegro de que lo crea así. A sus colegas de la comisaría de Moorside no les pareció para tanto.

—Siento mucho que considere que no fue bien tratada por mis compañeros —dijo Carol con voz de preocupación—. Quizá podría explicarme usted a qué se está refiriendo. —«Por Dios», pensó, «que este caso no sea como el del asesino de Yorkshire, donde el mejor amigo del homicida le trasladó a la policía sus sospechas acerca de su culpabilidad y los agentes no le hicieron ni caso».

Prince, a eso es a lo que me refiero.

Por un instante, Carol imaginó a la diminuta estrella del pop norteamericana enterrada en el patio trasero de una casa adosada de Bradfield. Se rehizo y preguntó:

—¿Prince?

—Nuestro pastor alemán. Angélica Thorpe siempre se estaba quejando de él. Y no tenía motivos para ello. El perro le estaba haciendo un favor. En cuanto alguien entraba en el pasillo que separa ambas casas, el perro nos lo hacía saber. Habría tenido que pagar una fortuna por una alarma antirrobos tan eficiente como ese perro. Pero, de pronto, hace unos meses…, en agosto, el fin de semana anterior al festivo, Col y yo volvimos a casa y Prince había desaparecido. La cuestión es que resulta imposible que saltara la tapia; además, se habría cargado a cualquiera que hubiera entrado. La única posibilidad real de que desapareciera consiste en que alguien lo asesinara —dijo la señora Goodison mientras apuñalaba con el dedo índice el pecho de Carol para dar énfasis a sus palabras—. Lo envenenó y se deshizo del cadáver para que no hubiera pruebas. ¡Es una asesina!

En otra situación, Carol habría puesto pies en polvorosa ante una conversación como esa, pero se trataba de Andy el Hábil y cualquier curiosidad debía ser tratada como una posibilidad.

—¿Por qué está tan segura de que fue cosa de la señora Thorpe?

—Cae por su propio peso: era la única que se quejaba del perro.

Y el día que desapareció, Col y yo estábamos trabajando, pero ella pasó todo el día en casa. Estoy segura, porque esa semana iba de noche. Y además cuando fuimos a su puerta a preguntarle si sabía algo de la desaparición del perro, se quedó sonriendo con esa cara fea de cojones que tiene, sin decir nada. Yo le hubiera arreglado la cara —dijo la mujer con énfasis—. Entonces, ¿qué va a hacer?

—Me temo que sin pruebas no podemos hacer gran cosa —dijo Carol, mostrando empatía por la mujer—. ¿Está usted segura de que la señora Thorpe vive sola?

—Nadie querría vivir con una vaca burra como esa. Ni siquiera recibe visitas. Parece un travesti lleno de músculos.

—¿Sabe usted qué coche conduce?

—Uno de esos de yupis. A ver ¿quién necesita un puñetero jeep tan grande para el centro de Bradfield? No vivimos en un poblacho, ¿no?

—¿Y sabe dónde trabaja?

—Ni lo sé ni me importa. —Consultó el reloj—. Ahora, si no es inconveniente, va a empezar mi serie preferida.

Carol observó cómo Bette Goodison cerraba la puerta de su casa tras de sí y notó cómo una sospecha desagradable empezaba a cobrar cuerpo en el interior de su cabeza. Antes de que llegara al número 10 le sonó el busca: «Llamar a Don a la calle Scargill. Muy, muy urgente».

—¡Morris! —gritó Carol—. ¡Llévame hasta un teléfono! ¡A la voz de «ya»! —Lo que estuviera pasando en la calle Gregory podía esperar… y era evidente que lo de Don, no.

Exhausto, Tony se había sumido en una especie de sueño delirante lleno de pesadillas. Alguien le arrojó un vaso de agua helada a la cara y volvió en sí, a la agonía, mientras tiraba la cabeza hacia atrás como un latigazo.

—Ay… —gruñó.

—Es hora de despertar —dijo Angélica con dureza.

—Tenía razón, ¿verdad? —dijo él, con los labios hinchados—. Has tenido tiempo para pensar en ello y sabes que tengo razón. Quieres dejar de matar. Tenían que morir. Merecían morir. Te defraudaron. Te traicionaron. Pero todo eso puede cambiar ahora. Conmigo puede ser diferente, porque te quiero.

La rígida máscara de la mujer se vino abajo ante él y la expresión de su rostro pasó a ser más suave, más tierna. Le sonrió.

—Sabes que no se trataba de sexo. No era sexo lo que necesitaba. Los hombres me pagaban por follar conmigo. Y me pagaban mucho dinero. Así es como pude operarme, ¿sabes? Siempre me quisieron. —Su voz arrastraba una extraña mezcla de orgullo y enfado.

—Lo puedo entender —mintió Tony con la esperanza de que su gesto reprodujese deseo y admiración—. Pero lo que tú querías era amor, ¿verdad? Tú querías algo más que sexo sin amor en las calles o sexo impersonal por teléfono. Te lo mereces. Dios, que si te lo mereces. Y eso es lo que yo puedo darte, Angélica. El amor no es solo atracción física, aunque, joder, tú eres muy atractiva. El amor también es respeto, admiración, fascinación… y yo siento todo eso por ti. Angélica, tú puedes tener lo que te propongas.

Y podrías tenerlo conmigo.

Las emociones enfrentadas se leían perfectamente en su cara. Veía que parte de ella quería creerle de manera desesperada, ansiaba escapar a un mundo de relaciones normales. Pero esa parte tenía que convivir con un nivel de autoestima tan bajo que era incapaz de imaginar que nadie quisiera amarla. Y por encima de todo estaba la sospecha de que estuviera intentando engañarla para detenerla.

—¿Cómo, si has intentado darme caza? —dijo crudamente—. Estás con la policía. Estás de su parte.

Tony movió la cabeza de lado a lado.

—Eso era antes de darme cuenta de que eres la misma mujer de la que me había enamorado por teléfono. Angélica, el amor es la única emoción que está por encima del deber. Sí, he trabajado con la policía, pero no soy policía.

—Quien con niños se acuesta, mojado se levanta… —se burló ella—. Has intentado detenerme, Anthony. ¿Y ahora pretendes que te crea? Debes de pensar que soy tonta del culo.

—Todo lo contrario. Si quieres hablar de tontos del culo, hablemos de la policía. No es más que gente aburrida, intolerante y sin capacidad de raciocinio, que no ha conseguido mantener el interés de un psicólogo más de cinco minutos. No tenemos nada en común —argumentó a la desesperada.

Angélica agitó la cabeza, más por pena que por ira.

—Trabajas para el Ministerio del Interior. Has pasado toda tu vida laboral atrapando a asesinos en serie y tratándolos en hospitales. ¿Cómo pretendes que crea que has cambiado de bando de la noche a la mañana y que me vas a ser leal? Vamos, Anthony, no me voy a creer una mentira tan tonta.

Tony sintió que su nivel de energía decrecía. Su cerebro ya no era lo bastante rápido para mantenerla a raya. La miró con cara de pena y le dijo:

—Yo no he hecho carrera atrapando a gente, sino tratándola. Es lo que debo hacer, ¿no lo entiendes? Únicamente en los lugares en los que he trabajado encuentro mentes lo suficientemente complejas como para que me resulten interesantes. Es como ir a ver animales al zoo. Tú preferirías verlos en su hábitat natural, pero sabes que esa es la única manera que vas a tener de verlos, y por eso vas al zoo. Siempre he tenido que esperar a que estuvieran en cautividad para estudiarlos. Pero tú sigues en la selva, sigues siendo como eres, perfecta en tu quehacer. Y comparada con ellos, eres lo más de lo más. Una mujer excepcional. Quiero pasar el resto de mi vida sintiendo la excitación que me produce tu mente. Nunca llegaré a aburrirme contigo. —Puede que llegase a estar aterrado… pero no aburrido.

Su labio inferior se deslizó hacia fuera, otorgándole al rostro de Angélica una expresión de petulancia. Ella asintió mientras apuntaba con la cabeza la ingle del psicólogo, allí donde su pene colgaba sin más.

—Y si me encuentras tan atractiva, ¿por qué no lo parece?

Era la única pregunta para la que Tony no tenía ninguna respuesta en absoluto.

—¿Qué es lo que tenemos, Carol? —dijo Brandon, retador.

Carol recorrió la oficina de Brandon al tiempo que enumeraba los diversos puntos con los dedos.

—Tenemos a un transexual. Pero no a un tipo que haya pasado el proceso de control del Servicio Nacional de Salud, sino uno que, según Don, fue rechazado por la sanidad de aquí y tuvo que ir al extranjero a operarse. Para financiar el cambio de sexo, de hecho, ejerció la prostitución. Así que, desde un primer momento, sabemos que tenemos entre manos a alguien que ha sido examinado por psiquiatras y que fue considerado entonces inestable. Tenemos que el transexual conduce un vehículo idéntico al que tenía el sospechoso del asesinato de Damien Connolly. Tenemos una vecina que está convencida de que la señora Thorpe se cargó a su perro. El perro desapareció quince días antes del primer asesinato. Angélica Thorpe compró un programa con el que podría manipular vídeos en su ordenador, lo que se adecúa a la teoría sobre el comportamiento del asesino desarrollada por mí y respaldada por nuestro psicólogo; incluso vive en una casa como la que Tony describió en el perfil —argumentó Carol con vehemencia.

—Cuando era Christopher Thorpe le faltaba un tornillo —añadió Don.

—Me gustaría hablar con Tony al respecto —dijo Brandon sin rodeos.

—Y a mí —dijo Carol entre dientes—, pero es evidente que ha encontrado algo mejor que hacer para el día de hoy. —De pronto un pensamiento la golpeó como si fuera un saco de arena; empezaron a temblarle las piernas y se sentó deprisa en la silla más cercana—. Oh, Dios mío… —dijo de forma entrecortada.

—¿Qué sucede? —preguntó Brandon, preocupado.

—Tony. No ha hablado con nadie desde que se fue de aquí ayer. Según su secretaria, tenía dos reuniones esta mañana, pero ni ha ido a trabajar ni tampoco ha llamado para avisar de que no iba a poder asistir. Anoche no estaba en casa y ahora tampoco —dijo. Las palabras de Carol quedaron suspendidas en el aire como si se tratase de una nube de gas venenoso. Una oleada de náuseas le sobrevino desde el estómago y casi la ahoga; no obstante, consiguió mantener la compostura frente a la atenta y concentrada mirada de Brandon.

Le temblaban las manos, pero consiguió coger la copia del perfil que descansaba sobre la mesa del comisario. A toda prisa, pasó las páginas hasta que encontró lo que andaba buscando: «Es posible que su próxima víctima sea también un agente de policía; tal vez incluso alguien que trabaje en la investigación. Pero ese no sería motivo suficiente para elegirla, habría de encajar además en los criterios que haya elaborado su mente; solo así los homicidios tendrían un significado completo para él. Recomiendo encarecidamente que todos los agentes que encajen en el perfil de víctimas estén vigilados en todo momento, aparte de prestar atención a todos los vehículos extraños que haya aparcados cerca de su casa y de asegurarse de que no les sigan en el trabajo, así como en los eventos sociales a los que acudan», leyó Carol.

—Piense en ello, señor. Piense en el perfil de la víctima. Tony encaja a la perfección.

Brandon, que no quería creer lo que sugería la inspectora, dijo:

—Pero no han pasado ocho semanas, ¡no es el momento!

—Pero estamos a lunes. No olvide que Tony también dijo que el periodo entre asesinatos podía disminuir si algo traumatizaba al homicida. Stevie McConnell, señor. Piense en todo lo que se ha escrito al respecto. Era otra persona la que se estaba llevando la gloria de sus crímenes. Mire, señor, aquí lo pone: «Otra posibilidad sería que acusaran de los asesinatos a un inocente. Esa sería una afrenta tal a su autoestima que perfectamente podría llevarle a cometer el siguiente crimen antes de lo previsto». ¡Señor, tenemos que darnos prisa!

Brandon ya había descolgado el teléfono antes incluso de que la detective empezara a leer la última frase.

La puerta delantera daba directamente a la casa. El piso de abajo no podía haber tenido un aspecto más normal. La pequeña sala estaba decorada sin lujos pero de manera confortable. Había un sofá de dos plazas y una butaca a juego tapizada con dralón de color verde musgo. También había un televisor, un vídeo, un equipo de música de calidad media y una mesita auxiliar con una copia de la revista Elle. De las paredes colgaban un par de pósteres de ballenas en el océano. La única balda disponible contenía una selección de clásicos de ciencia ficción, un par de novelas de Stephen King y una trilogía de sexo explícito escrita por Jackie Collins. Carol, Merrick y Brandon avanzaron con cautela por la habitación, dejaron atrás las escaleras y entraron en la cocina. Estaba tan limpia que parecía una de exposición; todo se hallaba en su sitio correspondiente y se podría comer sopas en cualquiera de las superficies. En el escurridor había una taza, un plato, un tenedor y un cuchillo.

Con Brandon encabezando el ascenso, subieron las estrechas escaleras que separaban las dos habitaciones de abajo. El dormitorio que quedaba frente a ellas estaba pintado de color rosa y blanco, como un batido de fresa. Incluso la mesita auxiliar, con forma de alubia, y reborde de puntilla y todo, era rosa.

—Chúpate esa, Barbara Cartland —musitó Merrick.

Brandon abrió el armario y miró entre las ropas de mujer que guardaba. Carol se dirigió a los cajones de la cómoda, también rosa, y empezó a rebuscar. No contenían nada extraño, excepto una colección de ropa interior chabacana, la mayor parte de satén de color rojo.

Merrick fue el primero que entró en el otro dormitorio. En cuanto abrió la puerta estuvo seguro de que ningún periódico pondría de vuelta y media a los jueces por conceder órdenes de registro sin prueba alguna.

—¡Señor, creo que ya le tenemos!

La habitación parecía una oficina. Había una gran mesa con un ordenador y montones de periféricos, ninguno de los cuales eran capaces de identificar. A un lado había un teléfono enchufado a una grabadora muy sofisticada. En otra esquina había un pequeño editor de vídeo, junto a un archivador. También un carrito con un televisor y un vídeo, ambos de lo mejor que se podía encontrar en el mercado. Diversas baldas cubrían dos paredes, llenas de juegos de ordenador, vídeos, casetes y CD, cada uno de ellos en su caja correspondiente y etiquetado claramente con letras mayúsculas. Lo único extraño que había en la habitación era un asiento reclinable de cuero, que parecía una hamaca dispuesta en una estructura de acero.

—Bingo —dijo Brandon por lo bajo—. Bien hecho, Carol.

—¿Por dónde coño empezamos?

—¿Alguno de vosotros sabe cómo utilizar un ordenador? —preguntó Brandon.

—Creo que eso deberíamos dejárselo a los expertos —sugirió la policía—. Podría estar preparado para borrar todos los datos en caso de que alguien intentase entrar.

—De acuerdo. Don, tú coge el archivador; yo cogeré los vídeos, y tú, Carol, las casetes.

Carol fue hasta las baldas de las casetes. Las primeras veinte parecían casetes de música, de Liza Minnelli a U2. A continuación había una docena marcada como «AS» y numerada del uno al doce. Catorce marcadas como «PG»; quince como «GF»; ocho como «DC», y seis como «AH». La concatenación de iniciales iba mucho más allá de la mera coincidencia. Carol cogió la primera en la que ponía «AH» y, con el corazón lleno de dudas, la metió en la ranura del reproductor. Cogió los auriculares que había conectados a la máquina y se los puso con suma cautela. Escuchó el timbre de un teléfono y, a continuación, una voz tan familiar que le dieron ganas de llorar: «¿Hola?», dijo Tony con la voz rebajada por el efecto telefónico.

«Hola, Anthony», dijo una voz que no le resultaba completamente desconocida.

«¿Quién es?», preguntó Tony.

Una risita profunda y sexy.

«Nunca lo adivinarías. Ni en un millón de años», Carol se dio cuenta, al tiempo que sentía que una mala premonición la atenazaba, de que era la voz que había escuchado salir del contestador automático en casa del psicólogo.

«Bueno, pues dímelo», dijo Tony con voz curiosa y amigable, uniéndose al juego.

«¿Quién te gustaría que fuera, en caso de que pudiera ser cualquier persona del mundo?».

«¿Es una broma?», replicó Tony, exigente.

«Nunca en la vida había hablado tan en serio. Estoy aquí para hacer realidad tus fantasías. Soy la mujer de tus sueños, Anthony. Soy tu amante telefónica».

Durante un rato, se hizo el silencio; luego, Tony colgó el teléfono de golpe. A continuación, Carol escuchó cómo la mujer decía: «Hasta la vista, Anthony».

Pulsó el botón de «stop» bruscamente y se quitó los auriculares con violencia. Se giró y vio a Brandon, petrificado, ante la imagen de Adam Scott estirado en un potro, desnudo y, aparentemente, inconsciente. Parte de su mente era incapaz de comprender lo que veía. «El mal nunca debería llegar a los televisores de los hogares», pensó.

—Señor —dijo a duras penas—, las cintas… Ha estado acechando a Tony.

Tony intentó reírse. Pero le salió algo más parecido a un sollozo.

—¿Pretendes que tenga una erección? ¿Así, atado? Angélica, me has dormido con cloroformo, me has secuestrado y me has traído a tu cámara de torturas. Siento decepcionarte, pero no tengo experiencia en sadomasoquismo. Ahora mismo estoy demasiado asustado para tener una erección.

—No te voy a soltar, ya lo sabes. No, porque volverías corriendo con ellos.

—No te estoy pidiendo que me sueltes. En serio, no me importa ser tu prisionero si esa es la manera en la que puedo pasar más tiempo contigo. Quiero conocerte, Angélica. Quiero demostrarte mis sentimientos hacia ti. Quiero enseñarte qué es el amor. Quiero demostrarte de parte de quién estoy realmente. —Intentó poner el tipo de sonrisa a la que tan bien respondían las mujeres.

—Demuéstramelo —le retó Angélica mientras se acariciaba el cuerpo suavemente con una mano y se detenía en los pezones para bajar de nuevo hacia la ingle.

—Voy a necesitar tu ayuda. Igual que por teléfono. Hacías que me sintiese tan bien… como un hombre de verdad. Por favor, ayúdame —le rogó.

Dio un paso hacia él, moviéndose tan sinuosamente como lo haría una artista de striptease.

—¿Quieres que te ponga cachondo? —dijo arrastrando las palabras a modo de horrible parodia seductora.

—No creo que pueda hacerlo así. No con los brazos atados a la espalda de esta manera.

Angélica se quedó parada y le espetó:

—Te he dicho que no voy a soltarte.

—Y yo te he dicho que no es lo que te estoy pidiendo. Lo único que te pido es que me esposes con las manos delante. Así podré tocarte. —Nuevamente, forzó una sonrisa dulce.

Lo miró, pensativa, considerando sus palabras.

—¿Cómo sé que puedo confiar en ti? Tendría que soltarte las manos para esposártelas delante. Podrías traicionarme.

—No lo voy a hacer. Te doy mi palabra. Si te sientes más segura, ponme cloroformo y hazlo mientras estoy inconsciente —dijo Tony, subiendo la apuesta. La reacción de la mujer le diría cuanto necesitaba saber sobre las posibilidades que tenía.

Angélica se colocó detrás de él. Una voz exultante en su cerebro gritó: «¡Sí!». Sintió la calidez de su mano entre la suyas mientras cogía las esposas… y tiraba de ellas.

—¡Aaah! —gritó Tony mientras nuevas punzadas de dolor le recorrían los brazos y los hombros. Oyó un clic metálico cuando la mujer abrió el grillete que mantenía unidas la cuerda y las esposas. La mujer soltó las esposas y el peso del hombre cayó sobre las rodillas puesto que las piernas le temblaron y el peso las venció—. ¡Joder! —gritó al caer de bruces sobre el duro suelo de piedra. Angélica se movió rápidamente y desató una de las esposas, le cogió del pelo y tiró de él hacia atrás. Sin soltar la mano que tenía las esposas puestas, se colocó delante de él y le cogió el otro brazo con fuerza por debajo del bíceps. A los pocos segundos volvía a tener las manos esposadas, pero esta vez delante de él. Se arrodilló como un suplicante. Le dolía mucho la presión que ejercía la tira de cuero que tenía entorno a los tobillos—. ¿Ves? Ya te he dicho que no iba a intentar nada —soltó a duras penas.

Angélica estaba frente a él, jadeando un poco y con las piernas abiertas.

—Ahora, demuéstramelo.

—Vas a tener que ayudarme; no puedo hacerlo solo —pidió débilmente.

Se inclinó, volvió a cogerle del pelo y le ayudó a ponerse en pie. Le temblaban los músculos de las piernas por el esfuerzo de mantenerse en pie. Apenas les separaban unos centímetros y la seda del kimono le acariciaba la mano. Sentía el calor de su aliento en la mejilla descarnada que acababa de herirse contra el suelo.

—Bésame —le dijo con dulzura. «Las putas nunca besan», pensó. Esto le hará pensar que es diferente.

Angélica parecía sorprendida, pero se inclinó sobre él, le soltó el pelo y atrajo su cara hacia la de ella. A Tony le costó toda su fuerza de voluntad no estremecerse cuando sus labios se encontraron y la boca de ella invadió la suya, explorando sus dientes y su lengua. «Tu vida depende de esto», se dijo a sí mismo, «tienes un plan». El psicólogo se forzó a corresponderle en el beso e introdujo su lengua en la boca de la mujer al tiempo que pensaba que en la vida había cosas peores y que esta mujer había hecho pasar por algunas de ellas a sus anteriores víctimas.

Tras lo que le pareció el beso más largo de toda su vida, Angélica se separó de él y le miró la ingle con cara de pocos amigos.

—Voy a necesitar ayuda. No ha sido un día fácil —dijo Tony.

—¿Qué tipo de ayuda? —le preguntó ella un tanto molesta. Era evidente que la asesina no estaba teniendo problemas para ponerse caliente.

—Cómemela. Eso es lo único que funciona cuando tengo problemas. Acabo de sentir tu boca y sé que va a ser la hostia. Por favor, quiero hacerte el amor, de verdad.

Ella estaba de rodillas delante de él antes casi de que acabase la frase. Le cogió las pelotas con las manos. Con cuidado, cogió su pene flácido y se lo metió en la boca sin dejar de mirarle a los ojos. Tony levantó los brazos y empezó a acariciarle el pelo. Con una lentitud que le resultó desmesurada, tiró de su cabeza hacia él para que la bajara y dejara de mirarle.

A continuación, reunió todas las fuerzas que le quedaban y golpeó a Angélica en la nuca con las esposas.

El golpe la pilló desprevenida y se desplomó entre sus piernas, y sus dientes lo mordieron bien fuerte. Tony cayó hacia atrás y notó que sus tobillos se rasgaban, puesto que acababa de obligarles a realizar un movimiento para el que no estaban diseñados. En cuanto tocó el suelo, cogió la cabeza de la mujer y la golpeó fuertemente contra el suelo de piedra una y otra vez hasta que dejó de moverse.

Se incorporó por encima de ella, que yacía boca abajo, hasta que alcanzó las tiras de cuero de los tobillos. Con gran torpeza, luchó por desatarse de las cuerdas que lo ataban a la gran piedra. Para cuando se soltó, le pareció que habían pasado horas. Cuando intentó ponerse en pie, los tobillos se negaron a aceptar el reto, por lo que cayó catapultado al suelo. Sintió grandes dolores en las piernas. Quejumbroso, se arrastró hacia la escalera. Apenas si había avanzado un par de metros cuando el cuerpo que yacía en el suelo gimió. Angélica levantó la cabeza; la sangre y los mocos estaban convirtiendo su cara en una espeluznante máscara de Halloween. En cuanto lo vio, gritó como un animal herido y comenzó a levantarse.

La búsqueda de pistas que les llevasen hasta el lugar en el que Angélica cometía los asesinatos era más y más desesperada según crecía el miedo y la preocupación por Tony. Habían vaciado el contenido del archivador en el suelo y estaban analizando exhaustivamente cada pedazo de papel en busca de las señales con que localizar el sótano que aparecía en los vídeos. Facturas, garantías, notas y recibos; lo miraban todo. Carol analizaba una hoja de correspondencia oficial con la esperanza de encontrar algún detalle sobre hipotecas o usufructos; cualquier cosa que pudiera relacionarla con otra propiedad. Merrick investigaba los papeles referentes al cambio de sexo de Thorpe. Brandon había dado una falsa alarma al encontrar unos papeles de abogados en los que se hablaba de una propiedad en Seaford; pero no tardó en darse cuenta de que se trataba de la venta de dicho inmueble, que había pertenecido a la madre.

Fue Merrick quien halló la clave. Cuando acabó con los papeles que hablaban del cambio de sexo, empezó con un grupo de documentos archivados como «Impuestos». Cuando encontró la carta, tuvo que leerla un par de veces para asegurarse de que su mente, deseosa de dar con algo, no le estaba jugando una mala pasada.

—Señor —dijo con cautela—, creo que he encontrado lo que buscábamos.

Le tendió la carta a Brandon, que vio que llevaba el membrete del bufete de abogados Pennant, Taylor, Bailey y asociados, y empezó a leer: «Estimado Christopher Thorpe: Hemos recibido una carta de su tía, la señora Doris Makins, desde Nueva Zelanda. En ella nos autoriza a dejarle las llaves de la granja de Start Hill, en el páramo superior de Tontine, en Bradfield, Yorkshire Oeste. Como agentes suyos que somos, le permitimos acceso a dicha propiedad a efectos de que la mantenga y cuide de ella. Por favor, póngase en contacto con nuestra oficina para recoger las llaves cuando más le convenga…».

—Acceso a una propiedad rural aislada —dijo Carol mirando a Brandon por encima del hombro—. Tony dijo que el asesino podría tener algo así. Es allí donde se lo ha llevado. —Una oleada de ira la invadió y desplazó la quemazón del miedo que la había estado consumiendo por dentro desde que habían descubierto los macabros secretos de aquella oficina, aparentemente normal en un principio.

Brandon cerró los ojos un instante y dijo sin atisbo de duda:

—Eso no lo sabemos, Carol.

—Y aunque lo tenga allí, es un tipo listo. Si alguien puede zafarse de este problema, ese es Tony Hill —añadió Don.

—Dejemos de ahuyentar nuestros miedos, señores —soltó ella cortante—. ¿Dónde demonios está la granja Start Hill y cuánto tardaremos en llegar?

Tony miró en derredor, desesperado. El organizador de cuchillos estaba a su izquierda, pero a una gran altura del suelo. Cuando Angélica se puso de rodillas, Tony se agarró a la bancada de madera y se incorporó. Cogió uno de los cuchillos mientras ella se levantaba trastabillando y se lanzaba contra él mugiendo como una vaca a la que le hubieran arrebatado su ternero.

Su peso junto con la velocidad de la carga lanzaron a Tony contra el banco. Las manos de la mujer buscaban la garganta del psicólogo. Cuando la alcanzaron, presionaron tan fuerte la tráquea que el hombre empezó a ver luces blancas. Justo cuando empezaba a creer que no iba a aguantar más, sintió un chorro de sangre cálido y pegajoso en su estómago mientras las manos de Angélica dejaban de presionar como si fueran las de un muñeco.

Antes de darse cuenta de lo que sucedía, oyó pasos bajando a toda velocidad por las escaleras. Como si fuera la personificación del paraíso, Don Merrick apareció ante sus ojos, seguido de cerca por John Brandon, que tenía la boca abierta de par en par por lo que veía ante él.

—Hostia puta… —dijo el comisario.

Carol se abrió paso entre los otros dos policías y se quedó mirando la carnicería que había ante ella, como si no entendiera nada.

—Sí que habéis tardado —dijo Tony entre jadeos. Mientras se desmayaba, lo último que oyó fue su propia risa histérica.