17

Pero en un asesinato puramente voluptuoso, enteramente desinteresado, sin testigos inútiles que suprimir, ni un nuevo botín del cual apoderarse, ni venganza que exigiera satisfacción, es evidente que todo apuro no haría sino malograr la obra.

La agonía era tan extrema que Tony quería creer que aquello era una pesadilla. Hasta ese momento nunca había sabido que existiesen tantos tipos de dolores. El latido sordo de la cabeza; el áspero escozor en la garganta; el terrible dolor de los hombros distendidos, y los calambres, como cuchillos, que sentía en muslos y pantorrillas. Al principio, el sufrimiento bloqueaba los demás sentidos. Los ojos le daban vueltas y lo único que sabía es que estaba sufriendo tanto que el sudor le caía a raudales por la frente.

Poco a poco, aprendió a sobrellevar el dolor extremo y se dio cuenta de que si dejaba caer el peso en los pies, los calambres desaparecían gradualmente y el desgarrador y atroz padecimiento de los hombros disminuía. En cuanto el tormento resultó más tolerable, empezó a darse cuenta de que sentía náuseas, de que tenía el estómago revuelto y que podía vomitar en cualquier momento. Solo Dios sabía cuánto tiempo llevaba allí colgado.

Poco a poco, asustado, abrió los ojos y levantó la cabeza; un movimiento que le causó un espasmo de agonía en el cuello y los hombros. Miró a su alrededor. Instantáneamente, deseó no haberlo hecho. Supo dónde se hallaba de inmediato. La habitación estaba muy bien iluminada, con focos en el techo y las paredes, encaladas, pero con las piedras sembradas de manchas, que, sin necesidad de hacer un examen exhaustivo, eran de sangre de las otras víctimas. Frente a él había una cámara sobre un trípode. Tenía el piloto rojo encendido, lo que le indicaba que su escrutinio estaba siendo grabado. En la pared que quedaba más lejos había una banda magnética con una selección de cuchillos que colgaban de ella de forma ordenada. En un rincón de la habitación vio los artefactos de tortura: el potro; algo parecido a un asiento que reconocía pero cuyo nombre desconocía…, era algo religioso…, algo quizá cristiano, ¿no?, algo relacionado con la traición… ¡Una cuna de Judas, eso es! Y en la otra esquina, un aspa de madera enorme, como si fuera una especie de reliquia sagrada pero pervertida. Se le escapó un quejido a través de su boca reseca.

Ahora sabía lo peor, sabía dónde se encontraba. Estaba desnudo, con la carne de gallina debido al frío que hacía en aquel sótano. Tenía las manos atadas a la espalda, y por lo duros y cortantes que resultaban los bordes de las ataduras, debía de tratarse de esposas; que, a su vez, colgaban de una cuerda o una cadena que estaba fijada al techo. Estaba atado tan fuertemente que su torso se inclinaba hacia delante y lo dejaba doblado por la cintura. Tony consiguió moverse con la punta de los dedos de los pies y girar el cuerpo a uno y otro lado. Por el rabillo del ojo consiguió ver una dura cuerda de nailon detrás de él, que corría por una polea hasta el techo y, desde allí, hasta la polea de un cabrestante.

—Dios santo… —dijo con voz ronca. Le daba miedo mirar hacia abajo por si acaso se confirmaban sus peores miedos, pero se forzó a hacerlo igualmente. Tal y como había temido, tenía una tira de cuero atada a cada tobillo y estas a su vez se hallaban atadas a una cuerda que sujetaba una piedra muy pesada. Un escalofrío involuntario de miedo le recorrió el cuerpo, lo que hizo que sus músculos se pusieran aún más tensos. Algo sabía sobre tortura; para tratar a sus pacientes, había tenido que estudiar la historia del sadismo. Ni siquiera en el peor momento de su vida había imaginado que acabaría pasando por algo tan inhumano.

Su mente iba a la carrera. Lo levantaría hasta que llegase al techo. Sus músculos se estirarían y se rasgarían, y sus articulaciones alcanzarían el punto máximo de tensión. Entonces, soltaría el cabestrante y le dejaría caer un buen trozo antes de que le frenara la cuerda. El peso de la piedra, que llevaría una aceleración de cien metros por segundo, pondría fin al trabajo: le desgarraría las articulaciones, dejándolo como una marioneta. Con un poco de suerte, el dolor haría que se sumiera en la inconsciencia. La garrucha, una tortura mejorada por la Inquisición española. Para torturar no se necesitaba alta tecnología.

Con la intención de escapar del pánico que amenazaba con apoderarse de él, se obligó a pensar en cómo había sucedido todo esto. La mujer de la puerta… ahí es donde había empezado. En cuanto dejó que entrara en casa, había notado algo raro. Estaba seguro de que la conocía de algún lado, pero no le parecía posible haber visto a alguien tan feo y no acordarse siquiera de dónde. La había guiado por el pasillo hasta el estudio. Luego había sentido el aroma de algo extrañamente medicinal, químico, antes de que una mano lo cogiera por el cuello y le pusiera un paño frío y asqueroso en la cara. Una patada detrás de la rodilla para hacerle doblar las piernas y caer. Había luchado, pero con el peso de ella encima, solo había tardado un momento en perder la conciencia.

Luego había entrado y salido de un mundo que oscilaba entre la luz y la oscuridad, y solamente era consciente de que el paño volvía a sumirlo en la inconsciencia en cuanto pretendía despertar. Hasta que, finalmente, había despertado… en la cámara de torturas de Andy el Hábil. De repente, una frase le vino a la cabeza: «Depende, señor, cuando un hombre sabe que lo van a ahorcar en dos semanas, es capaz de concentrarse maravillosamente». Sabía que, en alguna parte, había una pista que le ayudaría a entender todo lo que había pasado y que le ayudaría a escapar de algo que parecía inevitable. Lo único que tenía que hacer era encontrarla.

¿Acaso había estado completamente equivocado al trazar el perfil? ¿Sería Andy el Hábil la mujer que lo había secuestrado? ¿Actuaría sola? ¿O no era más que un cebo, el cómplice que se aprovechaba del vicio de su maestro? Una vez más, rememoró lo que su cabeza le permitía recordar. Volvió a la imagen de la mujer. Primero, las ropas. Un impermeable beige, estilo continental, como el de Carol, un poco abierto de manera que dejara al descubierto una camisa blanca lo bastante desabotonada como para mostrar unos pechos turgentes y su correspondiente canalillo. Llevaba pantalones vaqueros y deportivas. Deportivas. Eran de la misma marca y modelo que las suyas. Pero nada de esto le pareció significativo. Solamente eran símbolos externos del cuidado que tenía Andy el Hábil para que no le cogieran. Había elegido un atuendo parecido al de la policía para que en el caso de que dejara alguna fibra, nadie pensara que se trataba de una pista importante, ya que parecería que bien provenía de las ropas de Carol, bien de las suyas. Y Carol había estado en su casa las suficientes veces para que hubiera dejado alguna fibra.

La cara de la mujer tampoco le decía nada. Era alta para ser mujer, cerca de 1,80 metros, y ancha de huesos. Ni su madre habría dicho de ella que era atractiva… con aquella mandíbula cuadrada, la nariz un tanto bulbosa, una boca ancha y los ojos muy separados entre sí. Aunque era habilidosa de por sí, a pesar de ser tan grandota, no podía hacer gran cosa con lo que le había tocado en suerte. Estaba convencido de que jamás habían estado juntos en la misma habitación, aunque no podría asegurar que no se la hubiera cruzado en la calle, en el tranvía o en el campus.

Las zapatillas de deporte. Por alguna razón, no dejaba de pensar en ellas. Si parase el dolor un rato…, el suficiente para concentrarse de forma adecuada. Tony cerró las piernas con la intención de reducir el dolor agónico de los hombros. Los milímetros que ganó no fueron suficientes; de nuevo, el miedo visceral se apoderó de él, y al pestañear, se le escapó una lágrima.

¿Qué pasaba con las deportivas? Tony se concentró al máximo y trajo a su memoria de nuevo la imagen de la mujer. Tragó saliva y se dio cuenta de lo que era. Los pies eran demasiado grandes. Hasta para una mujer de esa altura. En cuanto se dio cuenta de ello, recordó las manos. Primero, los guantes de cuero negro; luego, los guantes de látex…, ambos cubriendo unas manos grandes con dedos gordos y fuertes. La persona que le había traído hasta aquí no había sido siempre una mujer.

Carol volvió a tocar el timbre. ¿Dónde diablos se había metido? Las luces estaban encendidas y las cortinas echadas. Quizá hubiera salido un rato a por una pizza, a echar una carta, a comprar una botella de vino o a alquilar una peli. Profirió un suspiro de frustración y caminó hasta el final de la calle para asomarse al pasillo que quedaba entre la casa de Tony y la vía de atrás. Llegó hasta el patio trasero, donde un propietario anterior había decidido echar el muro abajo y asfaltar parte de la zona. Allí era donde Tony le había dicho que siempre dejaba el coche.

Y allí estaba el vehículo, justo donde debería.

—Maldita sea —se quejó la policía, que dejó el coche atrás y caminó hacia el otro lado de la casa para mirar por la ventana de la cocina. La luz que se veía a través de la puerta abierta dejaba la habitación en una especie de penumbra. Ni rastro de vida. Ni platos sucios ni botellas vacías. Probó a ver si sonaba la flauta y la puerta de atrás estaba abierta—. Puñeteros tíos —murmuró mientras volvía a su coche—. Cinco minutos más… y me largo —dijo mientras se dejaba caer en el asiento del conductor. Pasaron diez y no apareció nadie.

La policía arrancó y se incorporó al tráfico. Al final de la calle, miró hacia el pub que había al otro lado de la carretera principal y pensó que merecía la pena intentarlo. Le llevó menos de tres minutos mirar en todos los cubículos llenos de humo del Farewell to arms para comprobar que Tony Hill no estaba allí.

¿Dónde demonios podría estar a las 21:00 de un domingo si había salido andando de casa? «En cualquier parte», pensó, «no eres su única amiga. No te esperaba. Solo has venido para avisarle de la reunión de mañana».

Se rindió y volvió a casa. El apartamento estaba vacío. Michael había salido a cenar con una mujer que había conocido en una feria de muestras. Decidió pasar del mundo e ir a dormir. Pero primero le dejaría un mensaje en el contestador a Tony. Si aparecía dos mañanas seguidas sin avisar, quizás empezase a ponerse nervioso. El contestador automático saltó después de un par de tonos, pero no salió ningún mensaje, solamente una serie de clics seguidos por el tono.

—Hola, Tony. No sé si este cacharro tuyo funciona bien, así que no se si recibirás el mensaje. Son las 21:20 y me voy a meter pronto en la cama. Iré a la oficina a primera hora de la mañana para trabajar en lo de los vendedores de ordenadores y programas. El comisario Brandon ha organizado una reunión mañana a las 15:00. Si quieres que nos reunamos antes, llámame. Si no estoy en la sala de homicidios, estaré en la de HOLMES.

Sentada con Nelson en el regazo y una bebida cargada en la mano, pensó en el trabajo que le quedaba por delante. El listado con los vendedores de todo aquello que Andy el Hábil necesitaría para animar sus propias imágenes era deprimentemente larga. Le había pedido a Dave que no empezara a trabajar en el asunto hasta que ella misma hubiera tenido la oportunidad de repasar los vendedores de programas. La lista de clientes de estos últimos sería más corta y tendrían con qué cruzar las referencias del primer listado. Solamente si eran incapaces de sacar algo de allí, haría que el equipo de Dave se perdiese en las docenas de números de teléfono que tan laboriosamente había recopilado aquella tarde.

—Llegaremos, Nelson —dijo al gato—. Y será mejor que valga la pena.

El repiqueteo de tacones sobre el suelo de piedra cortó el delirio de dolor como un cable cortaría un queso. Un sonido tan habitual convertido en amenaza debido al lugar en el que se producía. No sabía si era de día o de noche, ni cuánto tiempo había pasado desde que lo había «extraído» de su vida. Tony se esforzó por mantenerse en alerta cuando notó que el sonido provenía de atrás. Estaba bajando las escaleras. Al final de ellas, el repiqueteo cesó. Oyó una risilla. Despacio, dando los pasos poco a poco, se acercó a él por la espalda. Sentía el escrutinio al que lo estaba sometiendo.

Se tomó su tiempo. Empezó a girar alrededor de su cuerpo maniatado, hasta que entró en su campo de visión. Tony se quedó sorprendido momentáneamente por la magnificencia de su cuerpo. De cuello para abajo podría haber sido una modelo de portada de revistas eróticas. Permanecía con las piernas abiertas y los brazos en jarras. Llevaba un kimono de seda rojo, holgado y abierto de manera que se veía el extraordinario corsé de cuero rojo que vestía (con agujeros en los pezones y una abertura en la entrepierna). Llevaba unas medias negras que le moldeaban las fuertes y musculosas piernas, rematadas en unos zapatos de tacón de aguja. Bajo el kimono se intuían los brazos y hombros fuertes y bien musculados. Desde donde estaba colgado, le resultaba tan erótica como una cataplasma de caolín.

—¿Ya lo has adivinado, Anthony? —dijo, arrastrando las palabras, evitando reírse abiertamente y remarcando su nombre.

Eso fue lo último que necesitó Tony para que todos los lados del cubo de Rubik de su memoria encajasen. Su cerebro pensó a toda velocidad.

—Imagino que pedirte un par de paracetamoles no servirá de nada, ¿verdad, Angélica?

Otra vez la risita.

—Me alegro de ver que no has perdido el sentido del humor.

—No, solo la dignidad. No me lo esperaba, Angélica. Durante nuestras conversaciones telefónicas nada me hacía sospechar que fuera esto lo que me tenías reservado.

—No tenías ni idea de quién era, ¿verdad? —dijo ella con un inconfundible tono de orgullo.

—Sí y no. No sabía que fueras la mujer que había matado a esos hombres, pero sabía que eras la mujer que necesitaba.

La mujer frunció el ceño, como si no supiese qué contestar. Se giró e inspeccionó la grabadora.

—Has tardado mucho en darte cuenta de ello. ¿Sabes cuántas veces me has colgado el teléfono? —Su voz parecía enfadada, no dolida.

Tony percibió el peligro e intentó buscar palabras que pusieran paños calientes.

—Se debía a un problema que tenía; no era por ti.

—Claro que era por mí —dijo mientras se acercaba a las bancadas de piedra que había a lo largo de una de las paredes. Cogió otra casete y volvió hasta la cámara.

El psicólogo lo intentó de nuevo.

—Ni mucho menos. Siempre he tenido problemas al relacionarme con las mujeres. Por eso no sabía cómo tratarte al principio. Pero la cosa ha ido mejorando. Y lo sabes. Sabes que nos iba genial juntos. Gracias a ti, siento como si hubiera dejado atrás todos mis problemas. —Deseó que no percibiese la ironía involuntaria de sus palabras.

Pero Angélica no era idiota.

—Sí, creo que es así exactamente —le respondió con una sonrisa sardónica.

—Has sido más lista que yo. Estaba convencido de que el asesino era un hombre. Debería haberlo imaginado.

Angélica le daba la espalda mientras cambiaba la cinta de la cámara. Luego, giró sobre sí misma y dijo:

—Nunca me habrías cogido. Y en cuanto acabe contigo, nadie me cogerá.

Tony ignoró la amenaza y continuó hablando, con cuidado de mantener la voz cálida y constante.

—Debería haberme dado cuenta de que eras una mujer. La sutileza, la atención a los detalles, el cuidado que te tomas para limpiarlo todo tras de ti. He sido idiota al no considerar que todo eso eran rasgos de una mente femenina, no de un hombre.

Ella esbozó una sonrisa de suficiencia.

—Los psicólogos sois todos iguales —escupió la palabra como si fuera una obscenidad—. No tenéis imaginación.

—Yo no soy como ellos, Angélica. Sí, vale, he cometido ese error garrafal, pero estoy seguro de que sé más cosas de ti de las que supieron ellos. Tú me has enseñado el interior de tu mente. Y no solamente con los asesinatos, me has mostrado a la verdadera mujer; la mujer que comprende el amor. Pero seguro que no te entendían, ¿verdad? No te creían cuando les decías que tenías el espíritu de una mujer atrapado en el cuerpo de un hombre. Oh, sí… seguro que te decían que sí, seguro que resultaban paternalistas contigo y te sermoneaban. Pero luego te describían como un monstruo, ¿no es así? Créeme, yo nunca lo he hecho. —La voz de Tony se desgarró cuando llegaba al final de su disertación. Tenía la boca muy seca, en parte por el miedo y en parte por el cloroformo. Al menos el fluir de la adrenalina por su cuerpo parecía estar actuando como analgésico.

—¿Qué vas a saber de mí? —dijo Angélica bruscamente. El dolor que se reflejaba en su rostro contrastaba con la extraña pose coqueta que había adoptado.

—Si vamos a hablar, necesito beber algo —dijo Tony, jugándoselo todo a que el narcisismo de la mujer la empujase a mostrarle sus hazañas, a querer compartir la versión de sí misma. Si aspiraba a tener alguna posibilidad de salir de allí con vida, debía construir una relación con ella. Una bebida sería el primer ladrillo del muro. Cuanto más consiguiese que la mujer lo viese como un individuo, en vez de como un número, más probabilidades tendría.

Angélica volvió a fruncir el ceño. Luego, movió la cabeza bruscamente, su largo pelo salió disparado tras ella, y fue hasta un lavamanos que había junto a la pared. Abrió la puerta del armarito y buscó algo donde servir una bebida.

—Voy a por un vaso —murmuró mientras pasaba a su lado y subía las escaleras taconeando.

Tony se sintió un tanto aliviado por esta pequeña victoria. La mujer no tardó más de treinta segundos en volver. Traía una taza blanca y gruesa en las manos. «La cocina está arriba», dedujo Tony mientras iba de nuevo al lavamanos. Sabía caminar con tacones; el paso no era muy largo, femenino. Resultaba interesante, pues era evidente que había tenido que adoptar movimientos más masculinos para los secuestros y los asesinatos. Esa era la única manera de que Terry Harding estuviera tan convencido de que había visto a un hombre salir en coche del garaje de Damien Connolly.

Angélica llenó la taza y se acercó a Tony con cautela. Le cogió del pelo, tiró de su cabeza hacia atrás fuertemente y le puso la taza llena de agua helada en la boca. Bebió tanta como la que se le cayó por el mentón y la garganta, pero el alivió fue considerable.

—Gracias —dijo de forma entrecortada mientras Angélica se retiraba.

—Hay que ser hospitalaria con los invitados —dijo sarcásticamente.

—Espero seguir siéndolo durante un tiempo. ¿Sabes?, te admiro. Tienes estilo.

Volvió a fruncir el ceño.

—No me vengas con chorradas, Anthony. Adulándome no vas a conquistarme.

—No son chorradas —protestó—. Llevo días analizando pormenorizadamente los detalles de todo lo que has hecho. Estoy tan dentro de tu cabeza que… ¿Cómo no iba a admirarte? ¿Cómo no iba a estar impresionado? Los otros a los que has traído aquí no tenían ni idea de quién eras, de lo que puedes hacer.

—Eso es verdad, las cosas como son. Se comportaron como críos. Críos estúpidos y asustados —contestó desdeñosamente—. Parecían incapaces de apreciar lo que una mujer como yo podía hacer por ellos. Eran unos tontos traidores y lujuriosos.

—Eso se debe a que no te conocían como yo.

—No paras de decir eso. Demuéstralo. Prueba que sabes algo de mí.

Tony sintió que acababan de arrojarle el guante. No importaba mucho lo que dijera, la cuestión era no parar de hablar. Aquí es donde iba a demostrarlo, el lugar en el que descubriría si la psicología era realmente una ciencia o solamente un montón de gilipolleces.

—¿Fraser Duncan? Hola, soy la detective Carol Jordán, de la policía de Bradfield. —Aún no se había acostumbrado a presentarse con su título. Sentía como si, en cualquier momento, alguien fuese a aparecer en alguna parte y gritar: «¡Oh, no, no lo eres! ¡Por fin lo hemos descubierto!». Por suerte, era como si no fuera a ser hoy cuando sucediera.

—¿Sí? —dijo una voz cautelosa y dubitativa.

—Ha sido mi hermano, Michael Jordán, quien me ha sugerido que quizás usted podría ayudarme en una investigación que estoy llevando a cabo.

—Ah, ¿sí? —La conversación se distendía—. ¿Qué tal le va a Michael? ¿Disfruta con el programa?

—Creo que es su juguete preferido —respondió ella.

El hombre rio.

—Un juguete muy caro, detective. Bueno, dígame, ¿en qué puedo ayudarla?

—Quería hablarle del Vicom 3D Commander. Pero ha de ser en la más estricta confidencia. Tenemos un caso de asesinato muy importante entre manos y una de las teorías que estoy siguiendo es que el asesino podría estar usando su programa para editar sus propios vídeos, quizás incluso para importar el material. Eso puede realizarse con su programa, ¿verdad?

—Claro, claro que sí. Puede hacerse sin ningún problema.

—¿Y tiene usted registrados a todos sus compradores?

—Así es. No vendemos directamente a todos los compradores, evidentemente, pero todo aquel que compra el Commander debe registrar su compra con nosotros, porque, así, tiene acceso a las ayudas gratuitas y es el primero en enterarse de las actualizaciones. —Duncan parecía muy comunicativo—. ¿Me va a pedir acceso a nuestra base de datos, detective?

—Pues sí. Se trata de una investigación de asesinato y la información podría ser crucial para nosotros. También quiero hacer hincapié en que la información que nos suministre se tratará de manera estrictamente confidencial. Me encargaré personalmente de que se borren los datos de nuestro sistema en cuanto acabemos de analizarlos —dijo intentando no sonar como si estuviera rogándoselo.

—No sé… —No estaba convencido—. No sé si me gusta la idea de que usted y sus colegas empiecen a aporrear la puerta de nuestros clientes.

—No va a ser así, señor Duncan. De ninguna manera. Lo que haremos es meter los datos en el sistema de investigación del Ministerio del Interior y cruzarlos con datos ya existentes. Solamente actuaremos en caso de que surjan correlaciones con gente que ya tengamos en nuestra base de datos.

—¿Se trata de la investigación del asesino en serie? —preguntó abruptamente.

Carol consideró durante unos instantes qué es lo que querría oír y contestó:

—Sí.

—Deje que le llame yo, inspectora. Para cerciorarme de que es usted quien dice ser.

—De acuerdo. —Le dio el número de la centralita de la policía—. Pídales que le pasen conmigo; estaré en la sala HOLMES de la comisaría de la calle Scargill.

Los siguientes cinco minutos los pasó en vilo. El teléfono apenas había sonado y Carol ya lo tenía pegado al oído.

—Aquí la detective Jordán.

—Me debes una, hermanita.

—¡Michael!

—Acabo de contar a Fraser Duncan lo buena y honorable que eres, y le he dicho que, a pesar de lo que haya oído de la policía, puede confiar en ti.

—Te quiero, hermanito. Venga, cuelga, que estoy esperando que me llame.

Una hora después, los datos de Vicom estaban en la red de ordenadores HOLMES gracias a Dave Woolcott y los milagros de la tecnología moderna. Carol le había pasado con Fraser Duncan tras llegar a un acuerdo sobre cómo pensaban usarlos y escuchó la conversación que mantuvo con Dave, de la que no entendió nada debido a que no paraban de usar términos como «velocidad media de transferencia» y «archivos ASCII».

La inspectora se sentó junto a Dave mientras este trabajaba en uno de los ordenadores.

—Vale —dijo el informático—, tenemos la lista de Swansea con todo el mundo que posee un Discovery en un radio de treinta kilómetros de Bradfield. También tenemos la lista de nombres de la gente que ha comprado el programa Vicom. Pulso las teclas y voy a esta opción del menú, probabilidades, y nos quedamos esperando a que la máquina acabe de hablar consigo misma.

Durante un minuto agónico no sucedió nada. Luego la pantalla cambió y mostró un mensaje: «Encontradas dos coincidencias. ¿Desea ver las coincidencias?». Dave pulsó la tecla «s» y en la pantalla aparecieron dos nombres y direcciones.

1: Philip Crozier. Calle Broughton, 23-Carretera de Sheffield-Bradfield BX4 6JB

2: Christopher Thorpe (criterio 1) / Angélica Thorpe (criterio 2). Calle Gregory, 14-Moorside, Bradfield BX6 4LR

—Eso, ¿qué quiere decir? —preguntó Carol mientras señalaba la segunda opción.

—Que el Discovery está registrado a nombre de Christopher Thorpe y el programa lo compró Angélica. Usar la opción de probabilidades hace que se obtengan coincidencias de nombre y dirección. Bueno, Carol, ya tienes algo. Ahora habrá que ver si nos lleva a alguna parte.

Penny Burgess caminaba a grandes zancadas por la dura y rota piedra caliza de Malham Pavement. El cielo mostraba ese color azul celeste de principios de primavera y la hierba de los páramos empezaba a tener un color más verde que pardo. De vez en cuando, alguna alondra salía volando y dejaba que sus trinos se colasen en sus oídos. Había dos momentos en los que la periodista se sentía realmente viva: cuando perseguía una buena historia y cuando estaba en los páramos de Yorkshire Dales, en el distrito Derbyshire Peak. En campo abierto se sentía libre como una alondra, sin presión. Ningún editor le reclamaba nada para el día «anterior», no había que apaciguar a los contactos, no tenía que mirar por encima del hombro para estar segura de que iba por delante de sus rivales. Solamente estaban el cielo, los páramos, el increíble paisaje de piedra caliza y ella.

Sin razón aparente, Stevie McConnell tomó forma en sus pensamientos. Él nunca volvería a ver el cielo, ni a pisar unos páramos ni a ver cómo avanzaban las estaciones. Menos mal que tenía poder suficiente para hacer que alguien pagase por ello.

La vivienda de Philip Crozier era una casa adosada de tres plantas, estrecha y moderna, cuyo piso inferior estaba compuesto casi exclusivamente por un garaje. Carol permanecía sentada en el coche, observándola.

—¿Vamos a entrar, señora? —preguntó el joven agente que ocupaba el asiento del conductor.

Carol siguió pensativa unos instantes. Lo propio habría sido que Tony hubiera estado con ella mientras interrogaba a las personas cuyos nombres habían salido en el ordenador. Intentó contactar con él por teléfono, pero nada. Claire le había dicho que aún no había llegado a la oficina, lo que la sorprendía, porque tenía una reunión a las 9:30. Carol se había pasado por su casa, pero parecía exactamente igual que la noche anterior. Decidió que habría salido a pasárselo bien con su amiguita. «Que se fastidie si se pierde la detención de Andy el Hábil», pensó con malicia; aunque se arrepintió rápidamente por tener un pensamiento tan infantil. En caso de no ser Tony, le hubiera gustado que la acompañara Don Merrick, pero estaba enfrascado en otras líneas de investigación relacionadas con la identificación del Discovery. La única persona que había encontrado disponible era el agente Morris, trasladado a esta comisaría tres meses atrás.

—Vamos a ver si está en casa —dijo ella—; pero es probable que se encuentre trabajando.

Siguieron el caminito de la casa. Carol se fijó en los detalles, como que el césped estaba cortado cuidadosamente y la casa muy bien pintada. No encajaba en el perfil de Tony. Se parecía más a la vivienda de una de las víctimas (tanto en valor como en posición) que a la de alguien que aspirase a llevar la vida de sus víctimas. La policía pulsó el timbre y dio un paso atrás. A punto estaban de rendirse y volver al coche cuando Carol oyó unos pasos pesados bajando por las escaleras. La puerta se abrió de par en par y tras ella apareció un hombre negro descalzo, achaparrado y vestido con pantalones de traje grises y una camiseta de color escarlata. No podía resultar más diferente de la descripción de Terry Harding. Carol se sintió descorazonada durante unos instantes, pero enseguida pensó que Crozier no tenía por qué ser la única persona con acceso al programa informático y al Discovery. Merecía la pena interrogarlo.

—¿Sí?

—¿Señor Crozier?

—Así es. ¿Quiénes son ustedes? —Su voz era relajada, con un fuerte acento de Bradfield.

Carol le mostró la placa y se presentó.

—Me preguntaba si podríamos entrar y charlar un rato.

—¿De qué?

—Su nombre ha aparecido en unas investigaciones rutinarias y me gustaría realizarle unas preguntas para poder eliminarle del grupo de sospechosos.

—¿De qué tipo de investigaciones se trata? —preguntó tras enarcar las cejas.

—¿Podemos entrar, señor?

—No, un momento. ¿A qué viene todo esto? Estoy trabajando.

Morris se situó junto a Carol.

—No hace falta que se ponga tenso, señor; solo es rutina.

—El señor Crozier no se está poniendo tenso, agente —dijo ella con frialdad—. Yo me sentiría igual si fuera usted, señor. Un coche que responde a la descripción del suyo está implicado en un incidente y necesitamos eliminarle de la investigación, señor. Estamos haciendo lo mismo con otras personas relacionadas con la misma investigación. No tardaremos mucho.

—De acuerdo —suspiró Crozier—. Entren.

Lo siguieron escaleras arriba. La escalera tenía una alfombra de fibra de coco de lo más funcional y daba a una cocina-salón-comedor abierto. Estaba decorada de manera cara pero minimalista. Les ofreció asiento en dos butacas de cuero y madera, y se sentó en un puf de cuero de bolitas dispuesto en el suelo de parqué. Morris sacó su bloc y buscó una página en blanco de manera ostentosa.

—Entonces, ¿trabaja usted en casa? —dijo Carol.

—Así es. Soy animador. Autónomo.

—¿Dibujos animados?

—La mayor parte de lo que hago es animación científica. Si quieres mostrar cómo impactan los átomos entre sí en un curso de la universidad, yo soy tu hombre. Bueno, ¿de qué va todo esto?

—¿Conduce usted un Land Rover Discovery?

—Así es. Está en el garaje.

—¿Podría decirme si lo condujo el pasado lunes por la noche? —«Dios, ¿sólo ha pasado una semana?», pensó Carol.

—No, no lo hice. Estaba en Boston, Massachussets.

Siguió planteándole las preguntas necesarias para establecer precisamente qué había estado haciendo y con quién podía cotejar dicha información. Luego se puso en pie. Debía formularle la pregunta clave, pero era importante que pareciera fortuita.

—Gracias por su ayuda, señor Crozier. Una cosa más… ¿hay alguien que tenga acceso a su casa mientras usted está fuera? ¿Alguien que pudiera haber cogido su coche?

Crozier negó con la cabeza.

—Vivo solo. No tengo ni gato ni plantas, así que no necesito que venga nadie cuando estoy fuera. Soy el único que tiene llaves.

—¿Está usted seguro? ¿Ni señora de la limpieza ni algún amigo que venga a usar su ordenador?

—Así es, estoy seguro. La limpieza la hago yo y trabajo solo. Corté con mi novia hace un par de meses y cambié la cerradura, ¿vale? Solo yo tengo llaves —zanjó el hombre, que empezaba a parecer molesto.

Carol insistió.

—¿Y no podría alguien haberle cogido las llaves y hacer una copia sin que usted se enterase?

—Pues no lo veo factible. No las suelo dejar por ahí. Y el coche solamente está asegurado para mí, así que nadie lo ha conducido jamás —dijo mientras su irritación iba en aumento—. Mire, si alguien ha hecho algo malo con un coche con mi matrícula, estaría usando una matrícula falsa, ¿vale?

—Le creo, señor Crozier. Le aseguro que si la información que me ha dado es correcta, no volverá a saber nada de nosotros. Muchas gracias por su tiempo.

Una vez en el coche, Carol dijo:

—Necesito un teléfono. Quiero ver si doy con el doctor Hill, no puedo creer que se haya ausentado tanto tiempo justo cuando más le necesitamos.