«Ahora, señorita R., si yo me apareciese a media noche junto a su cama armado con un gran cuchillo en la mano, ¿qué haría usted?». A lo que la ingenua muchacha había respondido: «Oh, señor Williams, si fuese cualquier otra persona me daría mucho miedo, pero me bastaría oír su voz para tranquilizarme». ¡Pobre muchacha! Si este breve esbozo del señor Williams hubiera sido rellenado y completado, ella habría entrevisto algo en el rostro cadavérico, habría oído algo en la voz siniestra, que desestabilizara para siempre su confianza.
Cuando sonó el teléfono, la primera reacción de Carol fue de indignación. Una llamada a las 8:10 de la mañana de un domingo no podía significar otra cosa que trabajo. Se desperezó abiertamente con un largo y grave aullido de descontento, lo que irguió las orejas de Nelson. El brazo de Carol emergió de entre las sábanas para buscar a tientas sobre la mesita de noche. Cuando al fin obtuvo señal, gruñó:
—Carol.
—Esta es la llamada-despertador que había pedido. —Carol se dio cuenta de que la voz expresaba demasiada alegría antes incluso de saber de quién se trataba.
—Kevin… será mejor que sea algo bueno.
—Es mejor que bueno. ¿Qué te parece que tengamos un testigo que dice haber visto al asesino salir en coche del garaje de Damien Connolly?
—Repite… —murmuró. El policía repitió la noticia. Pero la segunda vez, su voz catapultó a Carol hasta sentarla en el borde de la cama—. ¿Cuándo? —inquirió.
—El tipo vino anoche. Ha estado fuera del país, en viaje de negocios. Brandon lo interrogó. Ha organizado una reunión a las 9:00 —dijo Kevin, excitado como un niño en Navidad.
—Kevin, cabrón, tendrías que haberme llamado antes…
El policía rio.
—Pensaba que necesitabas un sueñecito reparador.
—A la mierda con el sueñecito reparador…
—Hace cinco minutos que me he enterado. ¿Puedes pasar a recoger al doctor? Lo he llamado, pero no responde.
—De acuerdo, me pasaré por su casa a ver si consigo despertarlo. Parece que tiene el mal hábito de dejar el teléfono descolgado. Imagino que intenta dormir por las noches como Dios manda. Desde luego, no es un policía. —Carol colgó el teléfono de golpe y se dirigió a la ducha. Se le pasó por la mente el hecho de que quizás hubiera descolgado el aparato porque se encontraba con la mujer del contestador telefónico. La sola idea provocó que le diera un vuelco el estómago—. Maldita zorra —murmuró mientras el agua le caía encima.
A las 8:40 estaba tocando el timbre de Tony. Tras un par de minutos, se abrió la puerta. Tony la miró con ojos de miope llenos de legañas mientras batallaba con el cinturón de la bata.
—¿Carol?
—Disculpa que te despierte —dijo ella, seria—, no respondías al teléfono. El comisario Brandon me ha pedido que pasara a recogerte. Hay una reunión a las 9:00. Tenemos un testigo.
Tony se frotó los ojos, parecía desconcertado.
—Mejor, entra. —Tony se encaminó por el pasillo mientras dejaba que Carol cerrara la puerta—. Siento lo del teléfono. Me fui tarde a la cama, así que lo desconecté. ¿Te importa esperar mientras me doy una ducha y me afeito? Si no, ya voy por mi cuenta; no quiero que llegues tarde por mi culpa.
—Te espero —dijo Carol. Recogió el periódico del felpudo y lo ojeó, apoyada contra la pared, en actitud de alerta ante los posibles signos sobre la presencia de una tercera persona. No sabía por qué, pero se sintió bien al no oír nada. Aunque sabía que se trataba de una actitud infantil, era consciente de que la cosa no iba a cambiar de la noche a la mañana. Iba a tener que aprender a esconder sus sentimientos hasta que desaparecieran, y sabía que lo harían… con el tiempo… muertos de hambre ante la falta de interés por parte de Tony.
Diez minutos después, Tony apareció vestido con unos tejanos y una camiseta de rugby, con el pelo húmedo y la cara bien afeitada.
—Lo siento, pero es que mi cerebro no funciona hasta que me he dado una ducha. Bueno, cuéntame lo del testigo. —Carol le contó lo poco que sabía camino del coche—. Son buenas noticias —dijo, entusiasmado—. Es la primera pista importante, ¿no?
Carol se encogió de hombros.
—Depende de cuánto sepa. Si el tipo conducía un Ford Escort rojo, no iremos muy lejos. Necesitamos algo sólido a lo que agarrarnos. Algo como lo del ordenador.
—Ah, sí, la teoría del ordenador. ¿Cómo va?
—Lo he hablado con mi hermano y dice que resulta factible —repuso Carol con frialdad, pues sintió que el psicólogo estaba siendo condescendiente con ella.
—¡Genial! —respondió Tony, entusiasmado—. Espero que nos conduzca a alguna parte. No intentaba echarle ningún jarro de agua fría a la teoría, ¿sabes? Pero he de trabajar con probabilidades equilibradas y tu idea se sale mucho de mis parámetros. No obstante, el tuyo es el tipo de cerebro inquisitivo que vamos a necesitar en el cuerpo de psicólogos. Creo firmemente que deberías plantearte entrar en cuanto lo tengamos todo montado.
—No pensaba que te sintieras a gusto trabajando conmigo después de lo que pasó —le respondió ella, sin quitar los ojos de la carretera.
Tony respiró profundamente.
—Nunca había conocido a un policía con el que quisiera trabajar tanto como contigo.
—¿Aunque invada tu espacio personal? —preguntó Carol con amargura, al tiempo que se odiaba a sí misma por meter el dedo en la llaga.
Tony suspiró.
—Pensaba que habíamos quedado en que podíamos ser amigos. Sé que…
—De acuerdo —le interrumpió ella mientras deseaba no haber empezado aquella conversación—. Seremos amigos. ¿Qué posibilidades crees que tiene el Bradfield Victoria en la liga?
Sorprendido, Tony se removió en su asiento y se quedó mirando fijamente a la policía. Vio cómo sus labios esbozaban apenas una sonrisa. De repente, ambos estaban riéndose.
Las últimas amenazas del gobierno a los servicios de prisiones habían motivado que los funcionarios de la Prisión Real de Barleigh decidieran hacer huelga. Eso, por su parte, implicaba que los prisioneros permanecieran encarcelados veintitrés de las veinticuatro horas del día. Stevie McConnell permanecía tumbado de lado en la litera de la celda que tenía para él solo. Tras el ataque que había sufrido, por el que le habían dejado ambos ojos morados, un par de costillas rotas, más moretones de los que era capaz de contar y daños sexuales que hacían que sentarse fuera una opción demasiado dolorosa para contemplarla siquiera, había pedido que lo confinaran en solitario; cosa que le concedieron de inmediato.
Daba igual cuantas veces dijera que él no era el Matamaricas, a nadie le importaba lo más mínimo: ni a los presos ni a los maderos. Se dio cuenta de que los guardias le tenían tanta simpatía como los convictos cuando escuchó el sonido del vaciado de retretes por todo el ala… pero nadie vino a abrir su celda para permitirle vaciar el apestoso cubo de heces que había en una esquina; unos excrementos cuyo hedor resultaba apremiante y, de algún modo, incluso más molesto que el de las docenas de urinarios públicos en los que había mantenido relaciones sexuales con extraños.
Por lo que veía, su futuro pintaba muy negro. El mero hecho de que lo hubieran encerrado bastaba para condenarlo a ojos de la mayoría de personas. Era muy probable que la gente pensase que el Matamaricas no volvería a asesinar ahora que Stevie McConnell estaba entre rejas. Después de que lo hubieran soltado, tras su primer y largo interrogatorio, había experimentado la dolorosa sensación de que tanto los clientes como los empleados del gimnasio le daban la espalda sin mirarle siquiera. Una cerveza en un bar de Temple Fields del que era habitual desde hacía años había sido suficiente para convencerse de que, misteriosamente, ya no formaba parte de la solidaridad gay. Estaba claro que la policía y la prensa creían que se trataba del psicópata. Así las cosas, hasta que no atraparan al Matamaricas, Bradfield iba a ser terreno hostil para Stevie McConnell. En aquel momento, marcharse a Amsterdam con un examante que tenía un gimnasio en aquella ciudad le había parecido la mejor opción. No se le había ocurrido que lo estuvieran siguiendo.
Stevie no podía olvidar la ironía de que todo esto le estaba sucediendo porque había salido en defensa de un agente de policía. Se rio amarga y profundamente. Seguro que aquel sargento grandote estaba agradeciendo al cielo ahora mismo haber recibido únicamente un ladrillazo en la cabeza, convencido de que aquello lo había salvado de convertirse en la siguiente víctima del Matamaricas. En realidad, la única víctima de aquella noche había sido Stevie McConnell. Y la cosa no tenía pinta de mejorar. Según su abogado, ni siquiera su sorprendida familia quería saber nada de él.
Allí, tumbado, examinando su futuro con la cabeza fría, Stevie McConnell tomó una decisión. Dolorido, se sentó en la litera y se quitó la camiseta. El esfuerzo hizo que le dolieran las costillas y esbozó una mueca de dolor. Trabajosamente, con los dientes y las uñas, arrancó las costuras de la prenda. A continuación, la fue rompiendo a tiras con uno de los muelles de la cama que asomaba, y las trenzó todas para que fueran aún más fuertes. Se echó al cuello un resistente lazo anudado con uno de los cabos de la cuerda improvisada y, a continuación, se subió a la litera y ató el otro cabo de aquella cuerda escasa a la viga superior de la litera.
Y luego, diecisiete minutos después de las 9:00 de un soleado domingo, se lanzó de cabeza por el borde.
Al igual que una empresa a punto de quebrar que ha ganado un concurso contra todo pronóstico, la calle Scargill era un hervidero de actividad. En el centro de todo se encontraba la sala HOLMES, donde los agentes, frente a sus pantallas de ordenador, manipulaban la información nueva y evaluaban las diversas variantes y correlaciones que proponía el sistema.
Brandon se hallaba en mitad de un concilio de guerra con Tony y sus cuatro detectives; todos ellos sostenían una fotocopia con las notas que había tomado el comisario durante su interrogatorio a Terry Harding. Brandon solamente había dormido cinco horas, pero la perspectiva de que la investigación avanzase le había insuflado nuevos bríos —a los que solo traicionaban las largas ojeras que exhibía.
—Recapitulemos —dijo el comisario—: a eso de las 19:15 de la noche en la que fue asesinado Damien Connolly, un hombre salió de su garaje en una especie de jeep grande de color oscuro con tracción en las cuatro ruedas. Se bajó del coche para cerrar la puerta del garaje, momento en el que nuestro testigo pudo verlo mejor. La descripción que tenemos es la siguiente: hombre blanco, de 1,75-1,85 metros de altura, que tendrá entre veinte y cuarenta y cinco años, posiblemente con el pelo recogido en una coleta. Llevaba zapatillas de deporte blancas, pantalones vaqueros y una gabardina encerada de caza. El equipo HOLMES se ha pasado toda la noche buscando entre los vehículos de Temple Fields que pudieran ajustarse a dicha descripción. Ya habíamos interrogado a la mayor parte de los conductores, pero los vamos a seguir y a volver a interrogar ahora que tenemos el testimonio de Harding. Bob, quiero que te encargues de eso y que compruebes las coartadas.
—De acuerdo, jefe —dijo Stansfield sacudiendo la ceniza de su cigarro con un movimiento seguro.
—Ah, y, Bob, que alguien se cerciore de que Terry Harding ha estado toda la semana en Japón en viaje de negocios. Esta vez quiero que nos aseguremos de no dejar ningún cabo suelto —añadió el comisario. Stansfield asintió—. Voy a enviar un coche a por Harding a las 11:00 —prosiguió Brandon mientras comprobaba la lista que había hecho en la cocina a las 7:00—. Carol, quiero que seas tú quien se encargue del interrogatorio. Comprueba qué compañía de taxis cogió para ir al aeropuerto; a ver si podemos estrechar un poco los horarios que nos ha dado. Tony, me gustaría que ayudaras a Carol. Quizá conozcas técnicas con las que Harding pueda recordar algo más, para ver si podemos obtener una descripción firme del aspecto del sospechoso.
—Haré lo que pueda —dijo—. Al menos sabré distinguir entre lo que recuerda realmente y lo que cree que recuerda.
Brandon echó una mirada rara al psicólogo, pero siguió adelante sin dar importancia a lo que había dicho.
—Kevin, quiero que organices un equipo que vaya por los concesionarios de coches y recoja tantos catálogos y fotos como sea posible sobre jeeps con tracción en las cuatro ruedas para mostrárselos al señor Harding, a ver si lo reconoce.
—De acuerdo, señor. ¿Quiere que preguntemos a los vecinos de las demás víctimas, a ver si alguno vio un coche parecido? —preguntó Kevin, ansioso.
Brandon se quedó pensativo.
—No —dijo tras unos instantes—; a ver qué tal se nos da el día. Nos costaría mucho tiempo y recursos volver a interrogar a la gente y puede que no sirva de nada. No obstante, podría merecer la pena volver a hablar con los vecinos de Connolly ahora que tenemos algo concreto que preguntarles. Buena idea, Kevin. Bueno, Dave, ¿en qué puedes ayudarnos?
Woolcott destacó las líneas de acción en las que estaba trabajando el equipo HOLMES.
—Como es domingo, no quiero llamar a Swansea hasta que tengamos algo más sobre el vehículo. Cuanta más información les podamos dar, menos posibilidades habremos de hacer frente. Si el tal Harding puede darnos la marca, el modelo o el año, o al menos eliminar algunos modelos, podríamos pedirle a tráfico que nos localizase los vehículos que coincidan en todo el Reino Unido. Luego podríamos comenzar a interrogar a los dueños, empezando por Bradfield y alejándonos a partir de ahí. Es un trabajo de la hostia, pero al final conseguiremos algo.
Brandon asintió.
—¿A alguien se le ocurre algo más?
Tony levantó la mano.
—Si vais a interrogar a los vecinos, merecería la pena ampliar un poco el espectro. —Y todos los ojos lo miraban, pero él solo era consciente de los de Carol. Lo que había sucedido entre ambos había aumentado el deseo de Tony de resultar determinante en la detención de Andy el Hábil—. Este tipo es un acechador, no creo que quepa ninguna duda al respecto a estas alturas. Yo diría que estuvo vigilando a Damien Connolly una buena temporada. A sabiendas de que estamos en invierno, y que, por tanto, no hace una temperatura como para estar al descubierto, hay muchas probabilidades de que le espiase desde el coche. Posiblemente no aparcase justo enfrente, ya que llamaría mucho la atención en una calle tan pequeña. Yo diría que aparcaba en la calle de abajo, en algún lugar donde la casa de la víctima quedara a la vista. Quizá alguien de la zona viera algún vehículo que no le resultase familiar aparcado durante periodos largos.
—Bien pensado —dijo Brandon—. Kevin, ¿puedes encargarte de eso?
—Por supuesto, señor. Pondré a los muchachos manos a la obra enseguida.
—Y a las muchachas —dijo Carol con dulzura—. Y quizá no debamos centrarnos en coches con tracción en las cuatro ruedas; si este tipo es tan cuidadoso como parece, quizá use el jeep solamente para las capturas y lleve a cabo el espionaje en otro vehículo, por si hubiera algún vecino curioso.
—¿Qué te parece, Tony? —preguntó Brandon.
—No me sorprendería. Es importante que no olvidemos lo competente que es este asesino. Podría incluso usar coches alquilados.
—Oh, Dios, no —se quejó Dave Woolcott—, no me hagáis eso.
Bob Stansfield levantó la mirada del cuaderno en el que había anotado el nombre de los miembros que quería en su equipo y dijo:
—Entiendo, entonces, que las demás líneas de investigación sugeridas por el doctor Hill quedan al margen de momento…
Brandon frunció los labios. Hasta cierto punto, su euforia había desaparecido durante la reunión. La cantidad de trabajo que quedaba por delante le resultaba abrumadora y en su cabeza empezó a fraguarse la idea de que encontrar al asesino iba a ser tan difícil como antes de que entrara en escena Terry Harding.
—Así es. No pretendo ofenderte, Tony, pero tus sugerencias son hipótesis y ahora tenemos una serie de hechos sólidos.
—No lo considero una ofensa. Las pruebas son lo primero.
—Y la idea de Carol en relación con los ordenadores, ¿seguimos con ella? —preguntó Dave.
—Te digo lo mismo; es una corazonada, no un hecho, así que lo dejamos de lado.
—Con todos mis respetos, señor —intervino Carol, decidida a que la tuvieran en cuenta—, aunque Terry Harding nos diga la marca y el modelo exactos del vehículo, cabe la posibilidad de que no podamos seguir adelante. Necesitamos otros factores de eliminación antes de resumir demasiado las cosas. Si tengo razón con lo de los ordenadores, nos tocará investigar a un segmento tan pequeño de la población que podría resultar determinante.
Brandon lo consideró por unos instantes y respondió:
—De acuerdo, Carol, no dejemos esa línea en el tintero. Dave, sigue con ello, pero no como prioridad; solo cuando tengas efectivos disponibles tras acabar la investigación principal. Bueno, ¿tiene todo el mundo claro lo que tiene que hacer? —El comisario miró en derredor, expectante, estudiando los diferentes asentimientos—. De acuerdo, equipo —dijo con voz firme—, a por ello.
—Y que la fuerza nos acompañe —dijo Kevin en voz baja a Carol mientras salían de la oficina.
—Sí, prefiero la fuerza a la prensa amarilla —respondió, cortante, antes de darle la espalda—. Tony, ¿buscamos un lugar tranquilo para hablar de la estrategia de la entrevista?
—La única manera de extraerle la máxima información y la más fidedigna es mediante la hipnosis —dijo Tony a Carol mientras hablaban en el pasillo tras interrogar durante una hora a Terry Harding.
—¿Puedes hacerlo?
—Conozco las técnicas básicas. De acuerdo con el movimiento de sus ojos y el lenguaje corporal, estaba diciendo la verdad respecto a lo que vio, sin inventar nada ni exagerar, por lo que quizá recuerde más detalles si lo sometemos a hipnosis, especialmente si podemos mostrarle una serie de imágenes.
Diez minutos después, Carol estaba de vuelta con un montón de catálogos de coches que el equipo de Kevin había conseguido en los concesionarios de la ciudad.
—¿Es esto lo que necesitamos?
—Perfecto —dijo Tony mientras asentía—. ¿De verdad quieres que lo intente?
—Podría merecer la pena.
Volvieron a entrar en la sala de interrogatorios donde Terry Harding daba un último sorbo a su taza de café.
—¿Puedo irme ya? —dijo con voz lastimera—. Mañana tengo que volar a Bruselas y ni siquiera he deshecho la maleta.
—No queda mucho, señor —dijo Carol mientras se sentaba en uno de los lados de la mesa—. Al doctor Hill le gustaría probar una cosa con usted.
Tony le lanzó una sonrisa tranquilizadora.
—Tenemos unas cuantas fotografías del tipo de jeep que vio salir del garaje de Damien. Lo que me gustaría hacer, si está usted de acuerdo, es sumirle en un leve trance hipnótico y pedirle que las mire.
—¿Por qué no puedo mirarlas tal y como estoy? —preguntó Harding, frunciendo el ceño.
—Con la hipnosis hay más probabilidades de que reconozca el modelo —dijo el psicólogo para relajar al hombre—. La cuestión, señor Harding, radica en que usted es, evidentemente, un hombre muy ocupado. Desde que presenció el incidente ha viajado a la otra punta del mundo y ha mantenido una serie de importantes reuniones de negocios, además de que, posiblemente, no haya dormido lo bastante. Eso significa que su mente consciente ha podido olvidar detalles de lo que vio el pasado domingo. Con el uso de la hipnosis, podría ayudarle a recuperar dichos recuerdos.
Harding dudaba.
—No sé… si es verdad que puede hipnotizarme, podría hacer que dijera cualquier cosa.
—Desafortunadamente, no es posible; de lo contrario, los hipnotizadores serían millonarios —bromeó Tony—. Como le he dicho, lo único que se consigue es hacer aflorar aquella información que ha enterrado por no considerarla importante.
—¿Qué tengo que hacer? —dijo el testigo con recelo.
—Usted, simplemente, escuche mi voz y siga mis instrucciones. Se sentirá un poco raro, como distraído, pero no perderá el control en ningún momento. Uso una técnica llamada «programación neurolingüística». Es muy relajante, se lo prometo.
—¿Tengo que tumbarme o algo así?
—No es necesario. Ni tampoco voy a agitar un reloj delante de su cara. ¿Está preparado?
Carol contuvo el aliento y observó a Harding, cuya cara adoptaba una serie de expresiones, una detrás de otra. Finalmente, dijo:
—No creo que lo consiga, soy un hombre que conoce muy bien su mente… pero estoy deseoso de probarlo.
—De acuerdo —dijo Tony—. Quiero que se relaje. Cierre los ojos si así está más cómodo. Y ahora, quiero que profundice en sí mismo…
Regocijados por su éxito, Tony y Carol irrumpieron de golpe en la sala de homicidios. Bob Stansfield estaba sentado junto a la ventana, observando la calle mojada por la lluvia. Tenía los hombros caídos y sujetaba absorto un cigarrillo en la mano. Miró a su alrededor y Carol le dijo:
—Anímate, seguro que no sucede nunca.
—Es evidente que desconocéis la noticia —dijo Stansfield con amargura mientras se daba la vuelta.
—¿Qué noticia? —preguntó la detective al tiempo que se acercaba a él.
—Stevie McConnell se ha ahorcado.
La policía se tambaleó sobre sus tacones y tropezó con una mesa de trabajo. Le pitaban los oídos y le daba la impresión de que iba a desmayarse. Tony, instintivamente, se acercó a ella y la ayudó a sentarse en una silla.
—Respira hondo, Carol. Hondo y despacio —le dijo en voz baja mientras se inclinaba sobre ella y le miraba a la cara. Estaba pálida.
La mujer cerró los ojos, se clavó las uñas en las palmas y obedeció.
—Lo siento —dijo Stansfield—. A mí también me ha dejado fuera de juego.
Carol levantó la cabeza y se apartó el pelo del rostro, que, de repente, parecía pegajoso.
—¿Qué ha sucedido?
—Por lo visto, ayer le dieron una paliza. A todas luces, una de las «especiales» por ser un agresor sexual. Así que esta mañana ha rasgado su camiseta, ha hecho una cuerda con ella y se ha colgado. Los malditos guardias no se han dado ni cuenta. Con eso de la huelga… —añadió, enfadado.
—Pobre hombre —dijo Carol.
—Alguien se la va a cargar —predijo Stansfield—. No sabes cuánto me alegro de que no tuviera nada que ver conmigo. Al menos, no es mi culo el que van a patear. Es decir, Brandon está blindado a prueba de bombas… A él no le va a pasar nada; por lo que va a ser un pobre inspector hijo de puta el que cargue con el muerto.
Carol lo miró como si tuviera ganas de pegarle.
—Bob, ahora en serio, vete a la mierda —dijo con frialdad—. ¿Dónde está Brandon?
—Con los HOLMES. Probablemente se esté escondiendo del jefazo.
Encontraron a Brandon y a Dave Woolcott encerrados en el cubículo que tenía el segundo a modo de oficina junto a la sala principal.
—Tenemos una identificación positiva, señor —dijo Carol sin ningún tipo de alegría, pues la noticia de Stansfield se la había arrebatado—; sabemos qué coche conducía.
Penny Burgess abandonó la carretera principal y tomó la ruta forestal que llevaba al corazón del bosque. Se dirigía a una zona de descanso con aparcamiento que había en mitad de la arboleda. Era uno de sus lugares favoritos por los árboles y las zonas de arenisca, donde el viento barría toda la mierda vivida durante la semana. Sin duda, lo necesitaba después de los últimos días, en los que se había hinchado a trabajar, había escrito grandes historias y apenas si había podido pegar ojo.
La canción de la radio terminó y el locutor dijo: «Y ahora, vamos a dar los titulares de última hora». A continuación se oyó la cuña de noticias y, justo después, una voz de mujer demasiado cantarina para la información que estaba a punto de dar reveló: «Las noticias horarias de Northern Sound. Un hombre que había sido interrogado por la policía de Bradfield respecto a los asesinatos en serie que están aterrorizando la ciudad ha sido hallado muerto esta mañana en su celda de la cárcel de Barleigh».
Aturdida, Penny levantó el pie del acelerador y salió disparada hacia delante mientras el coche perdía velocidad.
—¡Mierda! —exclamó y subió el volumen de la radio.
«Se cree que Stevie McConnell se ha suicidado con una cuerda hecha a partir de sus propias ropas. McConnell, gerente de un gimnasio de la ciudad, fue arrestado la semana pasada en el distrito gay tras una pelea callejera en la que estaba envuelto un policía de paisano» —continuó la locutora, como si estuviera anunciando los resultados de la gala de Eurovisión—. «Aunque fue puesto en libertad bajo fianza, la policía volvió a arrestarlo cuando intentaba salir del país. Un portavoz del Ministerio de Defensa ha dicho que se llevará a cabo una investigación exhaustiva para esclarecer las circunstancias de su muerte. En otro orden de cosas, el primer ministro ha afirmado que la economía no podría estar mejor preparada para…».
Penny arrancó y dio una curva peligrosa por la estrecha vereda antes de frenar en seco y dar la vuelta hacia la carretera. Acababa de decidir que a Kevin iban a darle por saco bien dado. Entre otras razones porque, después de la historia que estaba a punto de escribir, nunca querría volver a verla.
Tony tamborileaba con los dedos en la parte trasera del asiento del taxi mientras una extraña inquietud se apoderaba de él. Salir de la calle Scargill no le había resultado sencillo, pero sabía que no tenía nada que hacer mientras la policía trabajara en su única pista sólida. Lo último que necesitaban en mitad de aquella vorágine de reproches y actividad frenética era que se quedase por allí merodeando, recordándoles todas las razones que les había dado para convencerles de que Stevie McConnell no era el asesino.
Le consolaba saber que Angélica llamaría por la noche. Mientras el taxi avanzaba silencioso por las calles mojadas y vacías, el psicólogo rememoró la conversación con la mujer. Sintió su confianza renovada, la certeza de que esa noche no tendría problemas; que por fin había conseguido someter al demonio gracias a aquella extraña terapia erótica. Le diría que no tenía idea de lo mucho que habían significado para él sus llamadas telefónicas; que le había ayudado más de lo que imaginaba. Satisfecho de tener las cosas bajo control, suspiró tranquilamente y sacó a Andy el Hábil de su mente.
Penny Burgess abrió una lata de Guinness, encendió un cigarrillo y, a continuación, encendió el ordenador. Tras realizar unas cuantas llamadas para confirmar la versión de los hechos que había oído en la radio, se sintió imbuida por ese entusiasmo fariseo que parece que solo los políticos, periodistas y oradores fundamentalistas son capaces de albergar en su interior en pos de su escalada profesional.
Inhaló una larga bocanada de humo, pensó unos instantes… y empezó a aporrear el teclado.
Ayer, domingo, el asesino en serie de Bradfield reivindicaba su quinta víctima justo cuando Stevie McConnell se suicidaba en una celda.
La policía había encerrado a McConnell como una forma de apostar cínicamente a que el verdadero asesino, el Matamaricas, se dejase ver. Pero su infame maniobra ha acabado en tragedia, puesto que McConnell, de treinta y dos años, decidió poner fin a su vida con una cuerda realizada con su propia camiseta; cuerda que colgó de lo alto de la viga de la celda individual de Barleigh en la que pasaba los días, antes de suicidarse. Anoche, un agente de policía implicado en la investigación del caso del Matamaricas admitía: «Hace días que sabemos que Stevie McConnell no es el asesino».
McConnell había rogado a los guardias que lo pusieran solo en una celda a raíz de la brutal paliza que había sufrido el día anterior a manos de otros reclusos. Una fuente de la propia cárcel confiesa que: «Le dieron una buena paliza. En cuanto llegó, se extendió como la pólvora entre los reclusos que se trataba del Matamaricas, pero que la policía aún no tenía pruebas suficientes para inculparlo. A los prisioneros no les gustan los agresores sexuales y suelen expresarlo. No solo le dieron una paliza brutal, sino que también lo agredieron sexualmente».
Se dice que los guardias hicieron la vista gorda ante la paliza salvaje que estaba recibiendo McConnell. Más tarde, la celda de McConnell quedó desatendida con motivo de la huelga de celadores y funcionarios durante el tiempo suficiente para que este pudiera poner fin a su vida. El portavoz del Ministerio del Interior ha declarado que se llevará a cabo una investigación exhaustiva sobre el incidente.
McConnell dirigía el gimnasio Cuerpos en el centro de la ciudad, establecimiento del que era socio la tercera víctima del asesino, el abogado Gareth Finnegan.
El detenido se enfrentaba a un cargo menor por asalto tras acudir en ayuda de un policía de paisano que fue atacado por un tercer hombre en la zona gay de Temple Fields. Días después, intentó salir del país a pesar de hallarse bajo fianza, momento en que la policía lo detuvo cuando se disponía a tomar el ferry en dirección a Holanda, logrando persuadir al juez para que lo encarcelara. Una fuente policial reveló que: «Lo que hicimos llevó a la gente a pensar que Stevie McConnell era el asesino, que es justo lo que pretendíamos. Los asesinos en serie son muy vanidosos y creímos que el verdadero homicida se enfurecería tanto por habernos confundido de persona, que íbamos a conseguir que saliera de su escondite y darle caza. Todo ha salido terriblemente mal».
Un amigo de McConnell declaró anoche: «Los policías de Bradfield son unos asesinos. Por lo que a mí respecta, son ellos quienes han matado a Stevie. Lo encerraron por lo de los diversos homicidios; le metieron una gran presión encima. Aunque lo habían dejado marchar la primera vez, cosas así son estigmas que te acompañan el resto de tu vida. Tanto en el trabajo como en los bares gais le hacían el vacío. Por eso decidió marcharse. Es una tragedia. Peor aún, es una tragedia sin sentido. Y la policía ni siquiera se halla un centímetro más cerca de atrapar al verdadero asesino».
Penny encendió otro cigarrillo y leyó lo que había escrito.
—A ver cómo sales de esta, Kevin —dijo en voz baja y pulsó las teclas con las que guardaba el archivo y lo enviaba por correo electrónico al ordenador de la oficina. A modo de colofón, escribió:
Memo para el editor.
De Penny Burgess, Homicidios
Me tomo el día de mañana (lunes) libre a cambio de las horas extras de esta última semana. ¡Espero que no acarree demasiados problemas!
—¿Un Land Rover Discovery gris metalizado o azul oscuro? —preguntó Dave Woolcott a fin de cerciorarse mientras lo apuntaba en su bloc de notas.
—Es lo que ha dicho el testigo —asintió Carol.
—De acuerdo. Como es domingo, no puedo conseguir un informe completo de Swansea con todos los vehículos que cumplan esas características.
—Podríamos reunir un equipo que preguntase en los concesionarios oficiales y en los de segunda mano para ver si guardan registro de los compradores —sugirió Kevin. Al igual que los demás, estaba emocionado, aunque la emoción la mitigara un poco la noticia procedente de la cárcel de Barleigh.
—No —dijo Brandon—, eso sería una pérdida de tiempo y de personal. No existe ninguna garantía de que el asesino comprase el vehículo en esta localidad. Esperaremos hasta mañana… e iremos a saco.
Todos parecían descorazonados a pesar de saber que el comisario tenía razón.
—En ese caso, señor —dijo Carol—, me gustaría ayudar a Dave a confeccionar la lista de vendedores de programas y material informático para que estemos preparados en cuanto haya que empezar a realizar llamadas con el personal libre.
Brandon asintió.
—Bien pensado, Carol. Y ahora, ¿por qué no nos vamos a casa los demás y descubrimos de paso cómo están nuestros familiares?
Cuando sonó el timbre de la puerta, Tony se encontraba tumbado en el sofá, intentando convencerse de que estaba disfrutando del lujo de ver la televisión. La esperanza de que alguien viniera a rescatarlo de semejante aburrimiento hizo que se pusiera en pie de golpe y que avanzara hacia la puerta con una sonrisa en los labios.
Sonrisa que se esfumó en cuanto se dio cuenta de que no había tenido suerte. En la puerta había una mujer, pero no era ninguna de sus colegas o amigas. Se trataba de una mujer alta y de constitución ancha, rasgos bruscos y una mandíbula fuerte y cuadrada. Se apartó el pelo de la cara y dijo:
—Siento mucho molestarte, pero se me ha estropeado el coche y no sé dónde puedo encontrar una cabina telefónica. Me preguntaba si me dejarías usar el teléfono para llamar a la grúa. Te pagaré la llamada, claro está.
Su voz se fue apagando y sonrió como pidiendo disculpas.