¿Acaso no podían mantener la vieja y honrada manera de degollar, sin recurrir a esas innovaciones abominables…?
El rugido de la masa recibió a Carol en el momento en que cerraba la puerta de su apartamento tras de sí. Michael, repanchingado en uno de los sofás, ni siquiera levantó la mirada del partido de rugby que echaban por la tele.
—Hola, hermanita. Estoy viendo un partidazo. En diez minutos soy todo tuyo.
Carol miró la televisión, donde gigantes llenos de barro con los colores de Inglaterra y Escocia se peleaban sobre la hierba en una melé rota.
—Ya veo, alta tecnología —musitó—. Necesito una ducha.
A los quince minutos ambos hermanos estaban compartiendo una botella de cava a modo de celebración.
—Te he traído unas fotografías —dijo él.
—¿Algo relevante? —le respondió Carol, animada.
Michael se encogió de hombros.
—Hombre, no sé qué consideras relevante. Vuestro asesino usó cinco objetos con formas diferentes para hacer las marcas. Los separé en cinco patrones diferentes. Hay una cosa parecida a un corazón y cuatro letras rudimentarias: A, D, G y P. ¿Te dice algo?
—Oh, sí, un montón. ¿Tienes las fotos por ahí? —dijo ella después de que le recorriera un escalofrío.
—Sí, en la cartera.
—Ahora les echo una ojeada. Pero antes, ¿puedo usar tu cerebro un poquitín más?
Michael apuró la copa y volvió a llenarla.
—No sé… ¿puedes pagarlo?
—Cena, noche y desayuno en la casa rural que prefieras, el primer fin de semana que tenga libre —le ofreció.
Michael hizo una mueca.
—A este paso me jubilo antes de que libres. ¿Qué te parece si planchas mi ropa durante un mes?
—Quince días.
—Tres semanas.
—Trato hecho —dijo ella mientras le tendía la mano.
—A ver, hermanita, ¿qué quieres saber?
Carol le explicó su teoría sobre la manipulación por ordenador de los vídeos del asesino.
—¿Qué opinas? —le preguntó, ansiosa.
—Es posible, qué duda cabe. Dicha tecnología está a su disposición y no se trata de programas especialmente complicados. Yo podría hacerlo con los ojos cerrados. La cuestión es que estás hablando de mucha pasta. Pongamos trescientas libras por una tarjeta de captura de vídeo; cuatrocientas por una de ReelMagic; otras trescientas-quinientas por un digitalizador de vídeo decente; además de unos mil por un escáner de la hostia. No obstante, lo realmente caro son los programas. Y solamente hay uno con el que se pueda hacer lo que sugieres sin perder calidad: el Vicom 3D Commander. Nosotros lo tenemos y nos costó casi cuatro mil libras.
Y eso, hace seis meses. La última actualización nos costó ochocientas. El manual es más gordo que un ladrillo.
—Entonces, no se trata de un programa que tenga mucha gente, ¿no?
—Joder, claro que no —resopló Michael—. Es algo muy serio. Dudo que lo tenga nadie aparte de profesionales como nosotros, estudios de producción de vídeo y aficionados muy implicados.
—¿Es fácil comprarlo? Es decir, ¿se podría saber quién lo ha comprado?
—No creo. Nosotros tratamos directamente con Vicom porque queríamos que nos hicieran una demostración completa antes de poner en juego tanta pasta. Evidentemente, hay negocios especializados que lo venden y no creo que lo hagan al por mayor. Posiblemente reciban pedidos por correo electrónico; como se hace con casi todo el material informático.
—Las demás cosas que has mencionado, ¿las tiene mucha gente?
—Comunes no son, pero tampoco raras. Así, hablando de oídas, yo te diría que entre el dos o tres por ciento de la gente del mercado tendrá material de vídeo como ese y que quizá un quince por ciento tenga un escáner así. Pero si pretendes perseguir a vuestro hombre, empezaría por Vicom.
—¿Crees que nos permitirían estudiar sus informes de ventas?
—Sé tanto como tú —contestó, torciendo el gesto—. Pero no sois la competencia y se trata de una investigación de asesinato. Nunca se sabe; quizá se muestren encantados de cooperar. Al fin y al cabo, si ese tipo está usando su programa, sería muy malo para ellos no daros acceso. Si quieres, me entero del nombre de la persona con la que tratamos. Era el director de ventas. Un escocés con uno de esos nombres que nunca recuerdas; ya sabes: Grant Cameron, Campbell Elliot… Ya me acordaré.
Mientras Michael miraba entre sus contactos, Carol rellenó su copa y disfrutó del cosquilleo de las burbujas en el paladar. Últimamente había pocas cosas de las que disfrutar. Aunque si con su teoría conseguía algún hilo del que tirar, todo cambiaría.
—¡Ya está! Fraser Duncan. Llámale el lunes por la mañana y dile que lo haces de mi parte. Es hora de descansar, hermanita.
—Ni que lo digas —le respondió—. Y no creas que no me lo merezco.
Kevin Matthews estaba tendido a pierna suelta sobre la cama de matrimonio deshecha, mientras sonreía a la mujer que se sentaba a horcajadas encima de él.
—Hmm. Ha estado bastante bien.
—Es mejor que comer en casa —dijo Penny Burgess mientras le pasaba la mano por el pelo rizado de color castaño rojizo que tenía en el pecho.
—Poco más —bromeó Kevin mientras alcanzaba el vaso de vodka con cola bien cargado que le había servido ella con anterioridad.
—Me sorprende que hayas podido escaparte esta noche. —Penny fue inclinándose lentamente hasta que sus pezones toparon con los de él.
—Últimamente hacemos tantas horas extras que se ha resignado a no verme por casa más que para echar una cabezada.
Penny dejó caer su cuerpo pesadamente sobre el de Kevin, que respiró profundamente.
—No me refería a Lynn, sino al trabajo.
Kevin la cogió de las muñecas y luchó para quitársela de encima. Acabaron, tumbados el uno junto al otro, riéndose sin resuello. El policía dijo:
—A decir verdad, no había gran cosa que hacer.
Penny soltó un soplido de incredulidad.
—¿En serio? La pasada noche Carol Jordán encontró el cadáver número cinco y arrestasteis al sospechoso, que intentaba huir del país y, ¿me dices que no hay mucho que hacer? Venga, Kevin, estás hablando conmigo.
—Estáis completamente equivocados —le respondió magnánimamente—; tú y todos los chalados de los medios. —Kevin no tenía la oportunidad de quedar por encima de ella a menudo, por lo que pretendía sacarle partido.
—¿A qué te refieres? —dijo Penny mientras se incorporaba sobre el codo y se tapaba, inconscientemente, con el nórdico. Esto ya no era diversión, sino trabajo.
—Primero: el cadáver que encontró Carol el otro día no era una de las víctimas del asesino en serie. Es obra de un imitador. Los análisis post mortem lo han dejado meridianamente claro. No fue más que un sórdido asesinato sexual. La Central lo resolverá en cuestión de días con un poco de ayuda por parte de Antivicio —dijo con aires de suficiencia.
Penny se hizo la tonta y preguntó dulcemente entre dientes:
—¿Y?
—¿Y qué, cariño?
—Que después de lo primero viene lo segundo.
Kevin sonrió tan pagado de sí mismo que Penny decidió que se largaría de allí en cuanto se lo contase todo.
—Ah, sí. Y segundo: Stevie McConnell no es el asesino.
Por primera vez, la periodista se quedó sin palabras. La información era sorprendente. Pero lo que más le sorprendía es que Kevin no le hubiera dicho nada. Se había callado y había permitido que su periódico publicase una historia, que, a la postre, la iba a dejar como una imbécil mal informada.
—Ah, ¿no? —dijo Penny con ese acento de superioridad que no usaba desde que había decidido abandonar el internado y pasarse al sector del populismo de ínfima categoría.
—Pues no; lo sabíamos antes de detenerle —respondió Kevin, que se había recostado contra la almohada, ignorante de la mirada de odio que le estaba lanzando la periodista.
—Entonces, ¿a qué venía toda esa pantomima de los juzgados esta mañana? —requirió Penny en un tono de voz del que su profesora de dicción habría estado orgullosa.
Kevin sonrió.
—Bueno, aunque habíamos decidido que McConnell no era nuestro hombre, Brandon ordenó hacerle seguir; así que cuando iba a salir del país, nos vimos obligados, hasta cierto punto, a detenerle. Aunque, para ese momento, ya supiéramos que McConnell no era el Matamaricas. Además, no encaja en el perfil de Tony Hill.
—No puedo creer lo que estoy escuchando —dijo Penny enfadada.
—¿Y eso? ¿Qué te pasa, cariño? —preguntó él cuando por fin se dio cuenta de su tono.
—Que ¿qué me pasa? —estalló Penny masticando amargamente cada sílaba—. ¿Me estás diciendo en serio que habéis puesto bajo custodia a un hombre inocente y que habéis dejado que la prensa mundial asuma que posiblemente se trate del Matamaricas?
Kevin se incorporó y le dio otro trago a la bebida, tras lo cual extendió la mano para acariciarle el pelo a la periodista.
—No es para tanto —dijo Kevin condescendiente después de que ella se apartara de golpe—. No pueden lincharle mientras permanezca en la cárcel. Además, contarle al mundo que creemos que tenemos al asesino podría provocar que el de verdad se pusiera en contacto con nosotros para decirnos que sigue ahí afuera.
—¿Quieres decir que queréis que mate de nuevo? —soltó Penny en un tono de voz cada vez más elevado.
—Claro que no —respondió él, indignado—; he dicho «ponerse en contacto», como hizo después de matar a Gareth Finnegan.
—Dios mío —dijo Penny ensimismada—, Kevin, ¿cómo puedes decir que a Stevie McConnell no le puede pasar nada mientras esté encerrado en prisión?
Mientras Penny Burgess y Kevin Matthews discutían sobre la moralidad de haber encarcelado a Stevie McConnell, en el ala C de la Prisión Real de Barleigh, tres hombres se turnaban para demostrarle al culturista lo que les pasa a los presos sexuales en prisión. Al final del descansillo había un guarda que permanecía impasible y que prestaba tanta atención a los alaridos y súplicas de McConnell como lo haría un sordo con el audífono apagado. Mientras tanto en los altos páramos de Bradfield, un asesino cruel daba los últimos retoques al instrumento de tortura con el que demostraría al mundo que el hombre que estaba en prisión no era el responsable de cuatro castigos en serie ejecutados a la perfección.
La sala donde trabajaban los HOLMES era un hervidero de actividad silenciosa. Los operadores observaban las pantallas de ordenador y tecleaban. Carol encontró a Dave Woolcott sentado en su oficina, comiendo pescado con patatas fritas sin parar. Levantó la vista en cuanto la vio y se las arregló para lanzarle una sonrisa.
—Pensaba que tenías la noche libre.
—Eso espero. Mi hermano ha prometido comprarme un cubo de palomitas para mí sola si consigo llegar a los multicines antes de que empiece la película. Solo he venido a traerte esto. —La detective dejó sobre la mesa dos bolsas de plástico de las que salieron revistas de ordenadores con la portada satinada—. Tengo una teoría; bueno, digamos más bien que es una corazonada —dijo Carol antes de ponerse a explicar por tercera vez su idea de que el asesino importaba y transformaba vídeos para recrear sus fantasías.
Dave la escuchó atentamente, asintiendo, según procesaba lo que le decía la detective.
—Me gusta —dijo Dave sin más—. Ya he leído el perfil un par de veces y no estoy de acuerdo con lo que dice el doctor Hill respecto a que los vídeos de los asesinatos sean lo único que impide que el tiempo entre asesinatos disminuya. No tiene sentido. Tu idea, en cambio, sí. Bueno, ¿y qué quieres que haga?
—Michael dice que, si estamos en lo cierto, investigar sobre la identidad de quien haya comprado el programa Vicom 3D Commander puede servirnos para dar con nuestro hombre. No estoy segura. Es posible que la compañía para la que trabaje el asesino tenga acceso a dicho programa y que se conecte a él desde allí. Pero para que no lo pillen, claro está, debe de realizar toda la digitalización y los escáneres en casa; por lo que he pensado que merece la pena llevar a cabo una búsqueda entre los vendedores de digitalizadores de vídeo y de tarjetas de captura de vídeo. A los vendedores, podemos encontrarlos en los anuncios de las revistas, puesto que casi todas las compras de este tipo se hacen por Internet. También habría que contactar con los clubes de informática de la zona. Si tienes a gente libre, ya sabes en qué emplearla.
—Sueñas despierta —suspiró Dave. Cogió una de las revistas y la hojeó—. Supongo que podría tener una lista entre hoy y mañana por la mañana, y lo primero que haría el lunes es poner a dos agentes a realizar llamadas. Después, mis operadores necesitarán tiempo para meter los datos. No sé… me encargaré de que se haga, ¿vale?
—Eres el mejor. —Carol sonrió.
—Lo que soy es un maldito mártir. A mi pequeño se le han caído dos dientes y ni siquiera lo he visto aún.
—Si quieres me quedo y te ayudo con lo de las revistas —dijo ella a regañadientes.
—Venga, no me fastidies; ve a divertirte. Ya es hora de que alguno de los dos lo haga. ¿Qué vas a ver?
Carol torció el gesto.
—La sesión doble especial del sábado: Hunter y El silencio de los corderos.
La risotada de Dave resonó en sus oídos hasta que llegó donde estaba el coche.
Aquel largo rugido parecía provenir de lo más profundo de su estómago. Mientras el orgasmo se aventuraba a través de él como un tren a la fuga, Tony sintió una gloriosa sensación de liberación.
—Oh, Dios —gruñó.
—Oh, sí, sí —jadeaba Angélica—; me corro otra vez. Oh, Tony… Tony… —Su voz se ahogó en un sollozo.
Tony permaneció tumbado en la cama, con el pecho subiendo y bajando por la respiración alterada. A su alrededor olía fuertemente a sexo y a sudor. Sentía como si, de pronto, le hubieran liberado de una carga que llevara a cuestas desde hacía mucho tiempo y cuyo peso había dejado de notar. ¿Era esto lo que se sentía estando curado? ¿Esta sensación de luz y colorido? ¿De haberse desprendido del pasado como si fueran sacos de carbón? ¿Era así como se sentían sus pacientes tras haber descargado su peso en él?
Oía el sonido entrecortado de la respiración de Angélica a través del auricular. Poco después, ella dijo:
—Guau. Sencillamente ¡guau! Ha sido el mejor de mi vida. Me encanta cómo me haces el amor.
—A mí también me ha gustado —respondió completamente en serio. Por primera vez desde que había empezado con esta combinación de terapia y juego sexual, no había tenido problemas con la erección, que se había mantenido firme como una roca desde el comienzo. Nada de perder intensidad, nada de languidecer, nada de avergonzarse. La primera relación sexual sin problemas que había tenido en años. Vale, sí, Angélica y él no se hallaban en la misma habitación, pero sin duda se trataba de un gran paso en la dirección adecuada.
—Nos entendemos muy bien —dijo ella—. Nunca me había puesto tan cachonda. Jamás.
—¿Haces esto a menudo? —preguntó Tony lánguidamente.
Angélica se rio. Su carcajada fue sensual y profunda.
—No eres el primero.
—Eso ya me lo imaginaba. Eres demasiado experta —la aduló; aunque no era mentira precisamente. Para él había sido la terapeuta perfecta; eso era cierto.
—Pero soy muy exigente a la hora de elegir los hombres con los que comparto esto. No todo el mundo aprecia lo que le puedo ofrecer.
—Muy raros tienen que ser para no disfrutarlo. Yo lo hago.
—Me alegro, Anthony. No sabes cuánto. Ahora tengo que irme —dijo y su tono cambió bruscamente a ese otro más formal que Tony había llegado a asociar con el fin de sus llamadas—. Esta noche ha sido realmente especial. Hablamos pronto. —Colgó el teléfono.
Tony colgó el auricular y se estiró. Esta noche, con Angélica, por primera vez en su vida, había sentido una protección y un socorro que no lo asfixiaban. Sabía que su abuela lo había querido y cuidado, pero la suya nunca había sido una familia representativa y su amor había sido brusco y práctico, para cubrir sus necesidades en vez de las de Tony. Ahora era consciente de que las mujeres con las que había estado en el pasado eran clones emocionales de su abuela. Gracias a Angélica, tenía la esperanza de que el patrón se hubiera roto. Bastante daño había padecido a lo largo de los años.
Su vida sexual había empezado más tarde que la de los demás chicos de su edad, en parte porque su cuerpo se había negado a madurar. Hasta los diecisiete años había sido, con diferencia, el chico más bajito de la clase, condenado a quedar con chicas de trece y catorce años que le tenían más miedo al sexo que él mismo. Entonces, de pronto, creció trece centímetros en cinco meses. Para cuando entró en la universidad, había perdido la virginidad en una cama individual de forma un tanto aparatosa y con el recuerdo de que el roce con la colcha le había dejado una quemadura desagradable durante varios días. Su novia, liberada por fin del estorbo de su virginidad, lo había abandonado poco después.
En la universidad había sido demasiado tímido y aplicado para mejorar sustancialmente aquella experiencia. Después empezó a trabajar en su doctorado y se enamoró hasta los tuétanos de una joven tutora en filosofía de su universidad. Como era brillante e interesante, se fijó en él. A Patricia no se le caían los anillos a la hora de demostrar que era una mujer de mundo, al igual que no le importaba lo más mínimo airear que había cortado con él porque era malo en la cama.
—Asúmelo, corazón, puede que tengas un cerebro de la hostia, pero follando no vas a llegar a ningún lado.
Desde entonces, todo había ido cuesta arriba. Las dos últimas mujeres con las que había estado pensaban que era un auténtico caballero porque nunca las presionaba para acabar en la cama; hasta que acabaron por acostarse con él y descubrieron lo poco que tenía que ofrecer. Hacía mucho tiempo que había descubierto lo difícil que era convencer a una mujer de que el hecho de que no se le levantase no tenía nada que ver con ella.
—Simplemente se cansaron de aguantar los varapalos que sufrían sus egos —dijo en voz alta.
Tal vez hubiera encontrado por fin la manera de enfrentarse al pasado y de seguir adelante. Unas cuantas noches más como esta y quizá —pero solamente quizá— estuviera preparado para salir al mundo real. Se preguntó si los servicios de la mujer llegarían hasta ahí. A lo mejor debería empezar a dejar caer algunas indirectas.
Brandon leyó la hoja de papel que descansaba sobre su escritorio y se frotó los ojos para quitarse las legañas. Dave Woolcott y él habían pasado la noche leyendo las docenas de informes destacados por el detective debido a la gran correlación de datos obtenida de los cruces con el ordenador HOLMES. A pesar de sus esfuerzos por conseguir una buena pista con la que llegar hasta el asesino, ninguno de los cruces de datos había desvelado nada.
—Quizá la idea de Carol nos proporcione algo —dijo Dave mientras bostezaba.
—Hemos probado todo lo demás —añadió Brandon con una voz tan deprimida como su cara—; no perdemos nada por intentarlo.
—Es muy buena —remarcó Dave—. Algún día será la que mande —no había amargura en su tono, sólo admiración. Volvió a bostezar abiertamente.
—Vete a casa, Dave. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Marión despierta?
—No empiece, señor —gruñó—. Iba a marcharme de todas formas, porque no hay gran cosa que hacer. Volveré mañana para acabar la lista de los vendedores de piezas.
—De acuerdo, pero no madrugues, ¿entendido? Quédate un tiempo con tu familia. Desayuna con ellos. —Antes de seguir su propio consejo, Brandon quería leer las declaraciones de los testigos y las impresiones de los agentes una vez más. Le resultaba imposible que no hubiera nada en ninguna parte, algo que les mostrara alguna hebra de la que tirar. Para cuando había llegado a la mitad de los informes, se dio cuenta de que le resultaba imposible motivarse para seguir adelante. La idea de acostarse junto al cuerpo cálido de Maggie se imponía frente a todo lo demás.
Suspiró y trató de concentrarse en la siguiente hoja de papel. El repiqueteo insistente del teléfono interrumpió su escrutinio.
—Brandon.
—Aquí el sargento Murray, señor. Le llamo desde recepción. Siento interrumpirle, pero en comisaría no hay ningún detective, señor. Aquí abajo hay un caballero con el que creo que querrá usted hablar. Dice que es vecino de Damien Connolly.
Brandon se puso en pie de un salto.
—Voy enseguida.
El hombre estaba sentado en el banco de madera que había frente a recepción, y que ocupaba toda la pared. Tenía la cabeza gacha y lucía barba de tres días. Cuando se acercó a él, levantó la cara. «Veintimuchos», estimó el comisario. Moreno de rayos uva y con ojeras, parecía un hombre de negocios, a juzgar por el traje tan caro que llevaba y la corbata de seda, torcida, que le colgaba bajo el botón abierto de la camisa. Tenía esa mirada enrojecida de las personas que han viajado tanto que ya no saben exactamente en qué ciudad se encuentran. Ver a alguien más cansado que él le insufló energía.
—¿Señor Harding? —dijo animadamente—. Soy el comisario John Brandon, el responsable de la investigación de la muerte de Damien Connolly.
El hombre asintió.
—Terry Harding. Vivo un par de puertas más abajo de Damien.
—El sargento me ha dicho que podría usted tener algo de información para nosotros.
—Así es —dijo Terry Harding con voz cansada—. La noche en que mataron a Damien vi a un extraño saliendo en coche de su garaje.