Un hombre no está obligado a guardar sus ojos, oídos e inteligencia en el bolsillo de los pantalones cuando se topa con un asesinato. Supongo que, de no hallarse en un estado comatoso, cualquiera podría percatarse de si un asesinato es mejor o peor que otro en relación con el buen gusto. Los homicidios guardan sus pequeñas diferencias y grados de mérito, al igual que las estatuas, cuadros, oratorios, camafeos, grabados, etc.
Tony yacía en la bañera con una copita de brandy al alcance de la mano. Lánguido, relajado, cansado. No era capaz de recordar la última vez que se había sentido tan a gusto, tan optimista. Sus experiencias telefónicas con Angélica, junto con la convicción de que había realizado un buen trabajo con el perfil, le habían insuflado nuevas esperanzas. Quizá no tenía que ser disfuncional. Quizá pudiera llegar a ser como el resto del mundo, como quienes podían manejar su vida, aquellos que asimilaban el pasado y daban forma a su mundo de acuerdo con lo que deseaban ver. «Puedo cambiar mi vida», pensó.
Sonó el teléfono inalámbrico. Lo alcanzó con un movimiento lento y armonioso. Ahora ya no le aterrorizaba. Le resultaba curioso comprobar cómo había pasado de temer las llamadas de Angélica a agradecerlas.
—Hola —dijo, animado.
—Tony, soy John Brandon. Acabo de enviar un coche a buscarte. Tenemos otro.
Se incorporó de golpe y el agua se agitó arriba y abajo como si se tratase de un experimento marino en un laboratorio.
—¿Estás seguro?
—Carol Jordán y Don Merrick han llegado a la escena a los cinco minutos de que nos hayan avisado.
El psicólogo cerró los ojos con fuerza.
—Oh, Dios. ¿Y dónde está?
—En los urinarios públicos de la calle Clifton, en Temple Fields.
Tony se puso en pie y salió de la bañera.
—Nos vemos allí —dijo, abrumado.
—De acuerdo. El coche debería llegar en cosa de cinco minutos.
—Estaré listo.
Colgó y salió del cuarto de baño, secándose por el camino. Se vistió con unos vaqueros, una camiseta interior, una camisa, un jersey y una chaqueta de cuero mientras pensaba a toda velocidad. Se puso dos pares de calcetines porque recordaba lo fría que era la noche. El timbre de la puerta sonó justo cuando se estaba atando los cordones de las botas.
En el coche patrulla, la atmósfera era tan tensa que resultaba imposible desarrollar ningún pensamiento constructivo. Avanzaban a toda velocidad por la noche. Las luces azules de las sirenas chocaban contra la luz naranja sobrenatural de las farolas. Su escolta, un par de policías de tráfico de lo más masculino, mantenía una pose taciturna que transmitía sensación de absoluto control y que no daba pie a ningún tipo de conversación. Entraron en la calle Clifton derrapando, las ruedas chirriaron cuando el policía pisó el freno justo ante las bandas policiales que impedían el acceso más allá de la sección central de la calle.
Levantaron la cinta para que Tony pasase y este avanzó en dirección al centro de la calle, donde había un grupo de coches de policía y una ambulancia aparcados en diferentes ángulos. Mientras llegaba, vio la señal de los urinarios públicos, iluminada frente a la amenazante oscuridad del edificio. Junto a la ambulancia divisó la inconfundible figura de Don Merrick (aún llevaba la cabeza vendada). Los agentes que pululaban de un lado a otro lo ignoraban, así que decidió acercarse a Merrick, que se hallaba enfrascado en una conversación telefónica. El policía le hizo una señal para indicarle que ya lo había visto y colgó el teléfono tras decir: —De acuerdo, gracias. Disculpa por haberte molestado.
—Sargento, estoy buscando al comisario Brandon o a la inspectora Jordán.
El policía asintió.
—Están ambos dentro. Imagino que usted también querrá echar una ojeada.
—¿Quién ha encontrado el cadáver?
—Una de las chicas de la calle. Dice que todos los baños de chicas estaban ocupados y que buscó un cubículo vacío. Yo juraría que estaba con un cliente… Seguro que ha salido por patas en cuanto se ha olido problemas.
Tony vio por el rabillo del ojo cómo Carol salía de los lavabos. Se dirigió directamente hacia ellos.
—Gracias por venir —dijo la inspectora mientras Merrick se alejaba y seguía haciendo llamadas telefónicas.
—Si dijese que no me lo perdería por nada del mundo, seguro que alguien me malinterpretaría —dijo irónicamente—. ¿Qué os hace pensar que ha sido Andy el Hábil?
—La víctima está desnuda y le han cortado el cuello. Es evidente que la han traído hasta aquí en una silla de ruedas, pero lo han tirado al suelo. Encima del cadáver había una copia de la portada del Sentinel Times de anoche —contestó ella con voz tensa. Tenía los ojos demacrados—. Lo hemos provocado, ¿verdad?
—Nosotros, no. Puede que los periódicos lo hayan hecho, pero nosotros, no —respondió, conciso—. Sin embargo, no esperaba que reaccionase tan rápido.
Merrick se acercó a ellos y dijo alegremente:
—Me parece que he dado con el lugar del que ha salido la silla de ruedas. Por lo visto, esta noche ha desaparecido una de la recepción del hospital de maternidad. Con un poco de suerte, alguien lo habrá visto.
—Buen trabajo, Don —dijo la detective—. ¿Echamos un vistazo? —preguntó a Tony. Él asintió y la siguió hacia los urinarios públicos mientras se abría paso entre los agentes. Tony entró poco a poco e hizo un inventario mental de lo que iba viendo. Se fijó en las baldosas de goma negra del suelo y en sus círculos resaltados; en el aparente patrón aleatorio de las baldosas grises y blancas de las paredes; en las desafiantes pintadas; en el aire frío y húmedo; en el olor a desinfectante, que apenas si alcanzaba a enmascarar el olor a pis. Una vez dentro, los baños se dividían en dos: el de hombres quedaba a la izquierda; el de mujeres, a la derecha. El de los minusválidos también quedaba a la derecha, junto a la entrada de los lavabos de mujeres. Brandon y Matthews estaban apostados en la gran puerta, mirando a través de ella. Tony se quedó a su lado, comulgando con su silencio y abatimiento. Justo en la otra zona de la puerta había un fotógrafo, en una esquina, sacando instantáneas de un escenario del crimen que dejaría tocado a más de un miembro del jurado, siempre que Brandon y sus hombres consiguiesen llevar a Andy ante la justicia. Cada pocos segundos, la brillante luz blanca del flash grababa la escena en la retina de los presentes.
Tony observó el cuerpo que yacía despatarrado en el suelo. Estaba, tal y como había dicho Carol, desnudo, pero no estaba limpio. Tenía manchas de algo oscuro y aceitoso en las rodillas, en los hombros y en uno de los tobillos. Y también tenía manchas de sangre. El corte de la garganta era profundo, pero sospechaba que no lo suficiente para resultar letal. Por lo que veía, los órganos sexuales estaban intactos, aunque el recto y el ano y la carne de alrededor habían sido arrancados de forma salvaje por los cortes profundos de una cuchilla muy afilada. Sintió un gran alivio mientras una sensación cálida le recorría el cuerpo y se forzó a reconocer lo que había intentado negarse. Al igual que Carol, había tenido miedo de que, de alguna manera, sus actividades hubieran provocado a Andy para que rompiera su ciclo y volviera a golpear. Desde la llamada de Brandon, el horror se había agarrado a su hombro como una malévola ave de presa.
Se giró hacia Brandon y le dijo abiertamente:
—No ha sido él. Tenemos a un imitador.
Desde las sombras que cubrían la esquina de la calle Clifton, con el cuello de la gabardina levantado, Tom Cross se unió a las almas noctámbulas que parecían salidas de debajo del asfalto y que observaban el familiar baile ritual de los investigadores en un escenario del crimen. Sus labios dibujaron una sonrisa tensa y se escabulló aún más entre las sombras. Sacó el diario del bolsillo y arrancó una página para tomar notas. Bajo la escasa luz de una farola, escribió: «Querido Kevin, te apuesto un chelín contra un reloj de oro a que el Matamaricas no ha hecho esto. Saludos, Tom».
Lo de Seaford había sido vergonzoso y doloroso, pero Tom Cross no era de esos que dejaban que la humillación se interpusiera en su camino. Dobló la nota en cuatro y escribió: «Detective Kevin Matthews. Personal». Se abrió paso entre la gente hasta que obtuvo contacto visual con uno de los agentes que había al otro lado de la cinta. Se dirigió hacia él y le dijo:
—Sabes quién soy, ¿verdad, muchacho?
El agente asintió, vacilante, y miró rápidamente a ambos lados para ver si alguien era consciente de su encuentro con el actual leproso del cuerpo.
El comisario le tendió la nota.
—Sé bueno y asegúrate de que esto le llega al detective Matthews.
—Sí, señor —respondió diligentemente, mientras guardaba la nota en el guante y se preguntaba quién habría tenido los huevos de ponerle un ojo morado a Popeye Cross.
—Me acordaré de ti en cuanto esté de vuelta —dijo Cross por encima del hombro mientras desaparecía entre los espectadores.
El comisario llegó hasta su Volvo aparcado frente a la salida de incendios de un club de alterne. El día no había sido satisfactorio en absoluto y no parecía que la mañana fuera a traer consigo nada mejor. No obstante, estaba convencido de lo que le había escrito a Kevin Matthews, y creía que sus actuaciones no habían sido desafortunadas.
—El análisis forense me dará la razón —dijo Tony, testarudo—. No sé quién ha matado a este hombre, pero no se trata de nuestro asesino en serie.
Bob Stansfield frunció el ceño.
—No entiendo cómo puede estar tan seguro por unas simples manchas de aceite.
—No es solo que el cuerpo no estuviera limpio —dijo el psicólogo mientras empezaba a contar con los dedos—: no pertenece al grupo de edad adecuado; dudo que tenga siquiera veinte años; era un gay declarado, bien conocido en la escena homosexual; a las 3:00 ya lo habíais identificado.
Kevin Matthews asintió.
—Es que los de Antivicio lo conocían muy bien. Se trata de Chaz Collins: un antiguo chapero que trabajaba en un bar y al que le gustaba el sexo duro.
—Además, eso —apostilló Tony—. Y tampoco tiene marcas en el pene o en los testículos, mientras que nuestro asesino cada vez se ha cebado más con los órganos sexuales. Dado que no hemos indicado ni cómo ni dónde, este asesino lo ha interpretado como una justificación para deshacerse de toda la zona anal. Imagino que lo ha hecho porque se pasó por la piedra a la víctima antes de matarla y no quería que los forenses encontrasen el más mínimo rastro de semen. —Tony se detuvo para poner en claro sus ideas mientras se servía otra taza de café del carrito de desayuno procedente de la cantina que John Brandon había ordenado para la reunión de la mañana.
—La silla de ruedas —dijo Carol—. Corrió un gran riesgo al robarla del hospital. No creo que eso se corresponda con la cautela exhibida por el asesino hasta el momento.
—Y no lo han torturado —añadió Kevin mientras deglutía un rollito de huevo con salsa—. O no lo parece en cualquier caso. —Tenía en el bolsillo una nota que coincidía con todas las ideas que estaban saliendo a relucir en la habitación. Puede que Popeye estuviera suspendido, pero Kevin apoyaría su instinto frente a quien hiciera falta.
Aunque Bob Stansfield no daba su brazo a torcer.
—Vale, pero ¿y si está haciéndolo de manera diferente para hacernos creer que hay un imitador? ¿Y si pretende confundirnos deliberadamente? Después de todo, no podemos ignorar la hoja de periódico que hemos encontrado. Y el doctor Hill nos advirtió de que el estrés que pudieran provocarle las noticias inexactas de los periódicos podrían llevarle a cambiar de patrón.
Tony se estaba preparando un rollito de bacón y huevo con sumo cuidado. Dibujó una aureola de salsa parda alrededor de la yema, lo cerró, lo apretó para que la yema se rompiera y dijo:
—Esa teoría no tiene nada de malo. Es posible que mate simplemente para hacer alarde de sus habilidades. Además, al no estar tan bien planeado como los demás asesinatos, la elección de la víctima podría variar mucho. Pero el patrón subyacente sería igual.
—Es que lo es —insistió Stansfield—. A este crío le han cortado la garganta, como a los demás. Y el cabrón del asesino lo ha dejado hecho trizas. ¿Cómo se puede decir que no lo torturaron? ¡Mira cómo le han dejado el culo!
—Si me gustara apostar, te apostaría cien a uno que Chaz Collins no murió por el corte en la garganta. Yo diría que lo estrangularon con las manos y que el cuello se lo segaron luego para que pareciera que se trataba de una de las víctimas del asesino en serie. Creo que lo que ha pasado en esta ocasión es que una jornada de sexo duro se les fue de las manos. Chaz se resistiría mientras lo sodomizaban y su compañero sexual lo agarró por el cuello para que se tranquilizase. En el frenesí del orgasmo le apretó demasiado fuerte y, de pronto, tenía un cadáver entre las manos. Piensa y decide que su única oportunidad de salir de esta es hacer que parezca que se trata de un trabajo del asesino en serie; y por si no pillamos el mensaje a la primera, deja el periódico de la otra noche sobre el cadáver.
—Es una teoría plausible —dijo Brandon, limpiándose con dificultad los dedos, llenos de salsa, en un pañuelo de papel que llevaba en el bolsillo.
—Creo que Tony tiene razón —añadió Carol, convencida—. Mi primera reacción fue pensar que se trataba de la quinta víctima, pero cuanto más lo pienso, menos plausible me resulta. ¿Y sabéis por qué lo creo así? —Cuatro pares de ojos la observaban con curiosidad. Sintió tanta presión como aquella vez en el estrado—. Porque ayer no era lunes.
Tony sonrió. Stansfield miró al techo. Kevin asintió de mala gana. Y Brandon dijo:
—¿Crees que el día en que lo hace resulta importante?
La policía asintió.
—Es evidente que hay una razón de peso para que lo haga los lunes por la noche; ya sea por sentido práctico o por superstición. Pero sea por el motivo que sea, para él es muy importante. No creo que pase de ese punto solo por levantarnos el dedo.
—Estoy de acuerdo —intervino Kevin—; pero no solamente por lo del lunes, sino por todo en general.
Stansfield parecía sorprendido.
—Es evidente que estoy en clara inferioridad —dijo de modo afable—. Entonces, si no pertenece al caso, ¿quién se va a encargar de ello?
Brandon suspiró.
—Hablaré con el comisario en jefe Sharples, de la Central y les pasaré la pelota. Si no le cae a ninguno de los nuestros, se lo ofrecerá a su inspector en jefe.
—Está de baja —recordó Kevin de manera ausente.
—Así es, en efecto. Bueno, se lo pasarán al inspector que menos fortuna haya tenido esta mañana. Por cierto, lo sucedido esta noche nos ha impedido darle al perfil del doctor Hill la importancia que requería y creo que deberíamos… —Brandon fue interrumpido cuando llamaron a la puerta—… Adelante —dijo, intentando esconder la irritación de su voz.
El sargento de guardia entró con dos sobres.
—Acaban de llegar, señor. Uno es de los forenses; y el otro, del laboratorio de patología —dijo mientras los dejaba encima de la mesa, delante de Brandon. El sargento desapareció antes de que el comisario extrajese los papeles que contenían.
Los demás disimulaban su impaciencia mientras el jefe de policía leía en diagonal los hallazgos preliminares de los patólogos.
—«Querido John —leyó en voz alta—, estoy seguro de que esperarás este informe como agua de Mayo puesto que, por lo visto, vuestro asesino en serie por fin ha dejado algunas pistas forenses. La mala noticia es que no creo que sea cosa de vuestro hombre. La víctima había muerto de asfixia antes de que le cortaran la garganta. Es probable que lo estrangularan con las manos. Además, no creo que los cortes los hiciera con el mismo filo usado en los anteriores cuatro casos. Por lo visto, se trata de un cuchillo más largo y más ancho, más semejante a uno de verduras.
Ya sabes que opino que los cortes de las otras víctimas fueron ejecutados con algo más parecido a un cuchillo de carne. Yo diría que la hora de la muerte se produjo entre las 20:00 y las 22:00 de anoche. Te enviaré un informe completo en cuanto…» y bla, bla, bla. Bueno, Tony, parece que tienes razón.
—Menos mal que he cambiado de opinión en el último instante; de lo contrario habría quedado como un idiota —dijo Bob Stansfield mientras le tendía la mano a Tony—. Muy buena, doctor.
Carol sonrió para sus adentros. Era un consuelo que el resto del equipo empezara a aceptar que Tony tenía cosas interesantes que aportar. Era increíble lo diferente que resultaba la atmósfera desde que no estaba Tom Cross.
Kevin se removió en su silla, como si estuviera incómodo, y preguntó:
—¿Qué dicen los forenses? ¿Dicen algo de nuestro caso o todo son temas preliminares sobre el de Chaz Collins?
John Brandon echó una ojeada al otro informe.
—Preliminares… preliminares… preliminares… —Tomó aire de golpe—. ¡Dios santo! —exclamó en tono de asco y desconcierto.
—¿Qué sucede, señor? —preguntó Carol.
Brandon se pasó la mano por su larga cara y volvió a leer el papel, como si creyese que había leído mal.
—Han estado analizando las quemaduras del cuerpo de Damien Connolly para determinar con qué objeto le fueron provocadas.
Tony se quedó inmóvil, con el último pedazo de bocadillo camino de su boca.
—¿Y qué es lo que dicen? —demandó Stansfield sin rodeos.
—Esto es una maldita locura. Lo único que se les ha ocurrido es que se trate de las boquillas de una manga para decorar pasteles.
—Claro —dijo Tony como en una ensoñación, al tiempo que se le dibujaba una sonrisa que le iluminaba los ojos—; de ahí que hubiera tantas formas de estrella. Resulta evidente una vez te lo indican. —De pronto, se dio cuenta de que los otros cuatro lo estaban observando. Solamente Carol parecía preocupada. En los demás, reconoció expresiones que ya había visto antes: cautela, repugnancia, asco, incomprensión.
—Loco hijo de perra de veinticuatro quilates —soltó Stansfield con amargura. Nadie supo con certeza si se refería al asesino o al psicólogo.
Cuando Penny Burgess pasó a encargarse de la sección de homicidios del Bradfield Evening Sentinel Times, decidió que iba a contar con mejores contactos que los que habían tenido sus predecesores masculinos. Descubrió que los rituales masculinos de la logia masónica y del fumador iban a seguir siendo mundos vedados para ella; pero determinó que nada de cierta relevancia sucedería sin su previo conocimiento.
Por tanto, no era sorprendente que el teléfono de su casa hubiera sonado dos veces entre las 6:00 y las 7:00. Ambas llamadas las habían realizado agentes de policía, quienes le habían contado que el hombre interrogado con anterioridad en relación con los asesinatos del Matamaricas había sido arrestado cuando intentaba huir del país. Ni nombres, ni denuncia, pero el sospechoso anónimo iba a ser puesto bajo custodia aquella misma mañana por el cargo de intento de obstrucción a la autoridad. Tras el descubrimiento de un quinto cadáver, que había mantenido a Penny despierta hasta las 2:00, la conexión resultaba obvia.
Penny sonrió para sí de manera ensoñadora mientras tomaba la segunda taza del fuerte Earl Grey. Esta noche tendría otra portada; siempre que el editor y el abogado no perdieran la cabeza. Dejó el bol de cereales en el fregadero y cogió su abrigo. En cualquier caso, iba a ser un día interesante.
Carol había sacado la pajita más corta a la hora de determinar quién iría a las Cortes a supervisar que todo saliera según lo previsto ante los jueces. Stansfield y Kevin tenían que ponerse al día con una serie de interrogatorios rutinarios, y Tony había ido a Leeds para asistir a una cita pendiente desde hacía tiempo con un psicólogo académico canadiense, quien impartía una conferencia en la ciudad. Era preciso discutir con él algunos aspectos un tanto esotéricos relativos a su estudio para la creación del cuerpo de psicólogos, le había dicho a Carol el doctor. «Asociaciones conceptuales», las había llamado mientras pasaban unos instantes juntos tras la reunión de grupo.
Él podría haber dicho de igual modo «mecánica cuántica», pensó irónicamente la detective mientras subía a paso ligero las escaleras del edificio de las Cortes. Se había alzado el cuello de la chaqueta para protegerse del viento helado del Este que anunciaba aguanieve para antes de la cena. Iba a tener que aprender mucho si pretendía que alguien la tuviera en cuenta en dicho cuerpo; eso estaba claro.
Dejó de pensar en el grupo de psicólogos del Ministerio en cuanto pasó el primer control de seguridad y caminó por el largo pasillo donde se encontraba la media docena de magistraturas. En vez de encontrarse con los habituales quebrantadores de la ley contrariados y desafiantes, arropados por su deprimida familia, se topó cara a cara con una nube de periodistas que pululaba de un lado para otro. Nunca había visto una cobertura tan amplia por parte de los medios un sábado por la mañana; normalmente era el día más tranquilo de la semana. En mitad de la muchedumbre vio a Don Merrick, apoyado de espaldas contra la puerta del juzgado y con aspecto de sentirse agobiado.
Carol se dio la vuelta de inmediato, pero era demasiado tarde. Un puñado de periodistas enviados por los medios nacionales para ver si conseguían una buena historia la había reconocido. En cuanto dobló la esquina, salieron corriendo tras ella. Todos, excepto Penny Burgess, que se apoyó en la pared y le lanzó al sargento Merrick una sonrisa de hastío.
—Así que no eres la única que ha recibido la llamada telefónica de esta mañana, ¿eh? —dijo él con sarcasmo.
—Desafortunadamente no, sargento. Por lo menos, mis compis parecen más interesados en tu jefa que en ti.
—Está más buena —respondió.
—Yo no diría eso.
—Eso me han contado —añadió él, seco.
Penny levantó las cejas, sorprendida.
—Algún día tengo que invitarte a una copa, Don. Así podrás descubrir por ti mismo si lo que cuentan es cierto.
Merrick negó con la cabeza.
—No lo creo, querida; a mi esposa no le haría ninguna gracia.
—Y menos a tu jefa —sonrió ella—. Bueno, Don, ahora que la jauría ha salido ladrando detrás de la detective Jordán, ¿vas a dejar que ejerza mi derecho democrático a informar de las medidas tomadas por los jueces?
Don Merrick se alejó de la puerta y le cedió el paso.
—Adelante. Pero, señora Burgess, recuerde que debe ceñirse a los hechos. No querrá poner en peligro a gente inocente, ¿verdad?
—¿Tal como ha hecho el Matamaricas? —preguntó dulcemente la periodista mientras lo dejaba atrás y entraba en el tribunal.
Brandon miraba con incredulidad a Tom Cross. El rostro del subcomisario, en cambio, estaba recorrido por una expresión de profunda complacencia y su ojo multicolor era el único que expresaba cierto trastorno en medio de esa imagen indolente de completa satisfacción de sí mismo.
—Entre tú y yo, John —le dijo—, tienes que admitir que di en el clavo con McConnell. El cadáver de la otra noche no es cosa del Matamaricas, ¿verdad? No, seguro que no, porque, de lo contrario, habrías echado a mi muchacho escaleras abajo de una patada en el culo. —Sin tener en cuenta la ausencia de ceniceros en la oficina del comisario, Cross encendió un cigarrillo y soltó una enorme bocanada de humo.
Brandon quería responder, pero, por una vez en la vida, se había quedado sin palabras.
Cross buscó un lugar en el que echar la ceniza y decidió que el suelo era el mejor sitio. Luego, extendió la ceniza sobre la alfombra con el pie en un intento por limpiarla.
—Entonces, ¿cuándo quieres que vuelva al trabajo?
Brandon se recostó en la silla y se quedó mirando el techo.
—Si por mí fuera, no volverías a trabajar en esta ciudad.
Cross se atragantó con una bocanada de humo. Brandon le miró y disfrutó del momento.
—Joder, John, sí que te gusta bromear —le soltó Cross.
—Jamás en la vida he hablado tan en serio —le respondió fríamente—. Te he llamado para advertirte. Ayer por la tarde agrediste a Steve McConnell. El caso sigue abierto, subcomisario. Como vuelvas a acercarte siquiera a esta investigación, no tendré el más mínimo escrúpulo en denunciarte. De hecho, disfrutaré haciéndolo. No voy a permitir que ninguno de los integrantes de este cuerpo eche por tierra la reputación de esta comisaría; ya esté de servicio o suspendido. —Mientras le llovían las palabras de Brandon, Cross se puso pálido primero y rojo después por la ira y la humillación. Brandon se levantó—. Y ahora, sal de mi oficina y de mi comisaría.
Cross se puso en pie, conmocionado.
—Te arrepentirás de esto —tartamudeó.
—No me busques, Tom. Por tu propio bien, no me busques.
Carol, improvisando, reunió a los periodistas en una pequeña habitación que había al lado de la cafetería de los abogados.
—De acuerdo, de acuerdo —les dijo gesticulando abiertamente para ver si conseguía que dejasen de gritar—; si me dan dos minutos, volveré y contestaré a todas sus preguntas.
La miraron, vacilantes. Un par de los que estaban atrás hizo el gesto de dirigirse a las puertas del juzgado.
—A ver, chicos —dijo mientras se masajeaba la mandíbula—, estoy rabiando. Tengo dolor de muelas y si no llamo a mi médico antes de las 10:00 no voy a conseguir que me dé hora para hoy. Por favor, ¿podéis darme un respiro? En cuanto acabe soy toda vuestra, lo prometo. —Carol esbozó una sonrisa forzada y se escurrió en dirección a la cafetería. Fue directa hacia el teléfono que había en la pared del fondo. Mientras marcaba de memoria el número de los juzgados, representó el papelón de su vida haciendo ver que buscaba un número de teléfono en su agenda—. Con el juzgado número uno, por favor. —Esperó a que le pasaran y le dijo a la secretaria—: Aquí la detective Jordán. ¿Puedo hablar con el fiscal?
Al rato estaba hablando con él.
—¿Eddie? Soy Carol Jordán. Tengo aquí a una treintena de gacetilleros esperando a que salga Steven McConnell. Se mueren por extraer las conclusiones equivocadas y he pensado que quizá prefieras llevártelo ahora, mientras yo los entretengo con una rueda de prensa improvisada. ¿Puedes arreglarlo con tu secretaria? —Se mantuvo a la espera mientras él hablaba algo con la secretaria.
—Podemos, Carol. Gracias.
Ella siguió fingiendo mientras colgaba el teléfono y escribía algo en el diario. A continuación, tomó aire profundamente y se dirigió hacia la jauría.