13

Mientras leía sus actos a la luz de las invisibles huellas que dejara tras de sí, la policía comprendió que el asesino había perdido el tiempo. La razón es digna de señalarse, pues nos permite comprobar que no buscaba el homicidio solo como un medio para lograr un fin, sino también como un fin en sí mismo.

La peña de los banqueros era uno de los pocos garitos del centro de la ciudad en los que Kevin Matthews se atrevía a reunirse con Penny Burgess. Se trataba de un pub divertido con música rap atronadora cuya decoración parecía inspirada en los bares de ciertos culebrones de la tele (tales como el Rover’s return, el Woolpack eaterie, el Queen víc Lounge y el Cheers beer bar); pero por encima de todo, era el último lugar del mundo en que él estaba dispuesto a encontrarse con otro policía o ella con otro periodista.

El policía torció el gesto en el momento en que sus papilas gustativas saboreaban el café fuerte y amargo que se escondía bajo un remolino de espuma con muy mala pinta, más semejante a las aguas residuales vertidas por una empresa que a un capuchino. ¿Dónde diablos estaría? Consultó el reloj por enésima vez. Le había prometido que llegaría a las 16:00 como muy tarde y ya habían pasado más de diez minutos. Apartó de sí la taza medio vacía y cogió la elegante gabardina de la banqueta que había a su lado. A punto estaba ya de levantarse cuando la puerta giratoria del pub siseó, giró y escupió a la periodista. La mujer lo saludó con la mano mientras se dirigía directamente hacia su mesa.

—Habías dicho a las 16:00 —le reprochó Kevin.

—Por Dios, Kevin, cuanto mayor te haces más imbécil te vuelves —se quejó, antes de plantarle un beso en la mejilla y sentarse a su lado—. Pídeme un agua mineral de esas que llevan un toque de frutas del bosque. Está buenísima —dijo como si ni siquiera ella se tomase en serio lo que acababa de pedir.

En cuanto Kevin volvió con el vaso, sudado por la condensación, Penny le puso la mano en la cara interior del muslo, como si fuera de su propiedad.

—Hmm. Gracias —dijo mientras sorbía la bebida—. ¿Qué hay de nuevo? ¿A qué viene esta reunión tan urgente?

—El periódico de hoy —dijo sin matizar la frase—. No sabes hasta qué punto has removido la mierda.

—Me alegro. Quizás así obtengamos algo positivo… como algún sospechoso contra el que erigir alguna prueba.

—No lo entiendes. Se ha iniciado una verdadera caza del topo. Esta mañana el jefazo ha llamado al orden a Brandon y resulta que va a haber una investigación de Asuntos Internos. Penny, tienes que cubrirme las espaldas —dijo, desesperado. Ella encendió un cigarrillo, sin prisa—. ¿Me has oído? —insistió Kevin.

—Por supuesto, cariño —le respondió de forma automática, mientras pensaba en la historia del día siguiente—. Lo que no entiendo es por qué estás tan alterado. Ya sabes que un buen periodista nunca revela sus fuentes. ¿Cuál es el problema? ¿Acaso crees que no soy una buena periodista? —Penny se obligó a escuchar a Kevin en lugar de la voz que le desgranaba titulares en la cabeza.

—No es que no confíe en ti —soltó, impaciente—; lo que me preocupa es la gente del cuerpo. Todo el mundo va a hacer lo imposible por demostrar que está limpio, así que cualquiera que sepa lo nuestro irá a contárselo a Asuntos Internos. Y en cuanto sepan que estamos… ya sabes… se acabó. Irán a por mí.

—Pero nadie sabe lo nuestro. O al menos, no lo conocen por mí —dijo tranquilamente.

—Yo también estaba convencido de que nadie lo sabía, hasta que Carol Jordán hizo un comentario que me hizo pensar que ella sí.

—¿Y crees que Carol te va a vender? —soltó Penny sin ser capaz de disimular su incredulidad. No es que hubiera tenido muchos encuentros con la detective más glamurosa, pero lo que sabía de ella no le hacía pensar que se tratara de una chivata.

—No la conoces. Es endiabladamente despiadada. Quiere llegar a lo más alto… y me la estaría jugando bien si creyera que con ello iba a poder ascender un peldaño más.

Penny cabeceó de un lado a otro, exasperada.

—Te estás dejando llevar. Aunque Carol Jordán hubiera descubierto, vete tú a saber cómo, que nos estamos viendo, estoy segura de que está demasiado ocupada cubriéndose de gloria en su calidad de enlace con Tony Hill para preocuparse por jugártela. Además, si te lo planteas, tiene mucho que perder si se granjea una reputación de chivata entre los chicos.

Kevin movió la cabeza de forma dubitativa.

—No lo sé. Penny, no te haces a la idea de cómo es este caso. Trabajamos dieciocho horas al día y no llegamos a ninguna parte.

Penny le acarició la cara interna del muslo.

—Cariño, tienes mucha presión. Mira, ¿sabes qué?, si esto acaba saliendo a la luz y alguien te señala, Asuntos Internos tendrá que citarnos para hacernos un careo. Necesitarán corroborarlo. Y, si eso sucede, les diré que mi fuente ha sido Carol Jordán, ¿vale? Eso enturbiará algo las cosas.

«La sonrisa de Kevin ha merecido la bola que acabo de meterle», pensó. «Bueno, tiene un par de cosas más que merecen la pena». Él, más tranquilo, se puso en pie.

—Gracias, Pen. Oye, tengo que ir a hacer una cosa. Te llamaré pronto para que nos veamos, ¿vale? —Se agachó y la besó de manera larga y profunda.

—Mantenme informada, donjuán —le dijo en voz baja mientras él se retiraba. Antes de que el hombre llegase a la puerta, la entradilla ya empezaba a tomar forma. Sí, ya lo veía.

La policía de Bradfield dedica un mayor número de efectivos a la caza del asesino en serie que lleva ya cuatro víctimas y cuyas muertes han conseguido que los hombres se sientan más amenazados que nunca. Así las cosas, los agentes adicionales no se van a unir para ir en busca del monstruoso Matamaricas; antes bien, su trabajo va a consistir en ejercer de policías de la propia policía.

Los jefazos de las fuerzas del orden se sienten tan alarmados ante el acierto de los artículos del Sentinel Times sobre los asesinatos, que han puesto en marcha una caza del topo a gran escala con el objeto de descubrir quién es la fuente de nuestras noticias. Así pues, en vez de atrapar al asesino, los cazadores de topos buscarán entre sus compañeros, pues consideran que el público aterrado tiene derecho a saber qué está pasando.

Carol abrió la puerta de la oficina exterior y dijo:

—Ya he terminado. ¿Podemos hablar?

Tony alzó la vista del ordenador con gesto ausente, levantó un dedo y respondió:

—Sí, claro. Dame un minuto. —Y acabó lo que estaba haciendo.

Carol se alejó de la puerta y respiró profundamente. Daba igual lo profesional que intentara ser, no podía evitar sentirse atraída por ese hombre, aunque fuera más fácil decirlo que hacerlo. Al poco rato, el psicólogo se unió a ella. Se sentó en el borde de la mesa, los pelos de punta como Daniel el Travieso de tanto pasarse la mano para concentrarse.

—¿Y bien: cuál es el veredicto?

—Estoy impresionada. Eres capaz de ponerlo todo en perspectiva. Aunque hay un par de cosas…

—¿Solo un par? —respondió el psicólogo en broma.

—Recalcas mucho que debe de tratarse de un tipo fuerte para sojuzgar a sus víctimas y moverlas de un lado a otro. También presupones que, al principio, las sorprende cuando son más vulnerables. Me pregunto si no habrá dos personas.

—Sigue —dijo él, sin atisbo de frialdad en su tono.

—No me refiero a dos hombres, sino a un hombre y a alguien que resulte vulnerable. Quizás un chico adolescente o, más probablemente, una mujer. No sé, quizás incluso una mujer en silla de ruedas. Un cómplice. Como Ian Brady y Myra Hindley. —Revolvió los papeles para ponerlos en orden. Tony seguía sin decir nada. Tras observar un instante su cara inexpresiva, Carol añadió—: Sé que es probable que ya te lo hayas planteado, pero me preguntaba si representa una posibilidad que debamos tener en cuenta.

—Disculpa, no quería que creyeras que te ignoro —dijo él a toda prisa—; estaba recreando la idea, sopesándolo con lo que sabemos, además del perfil. Una de las primeras cosas que he tenido en cuenta es si actuaba solo o no. A pesar de que la situación nos pueda hacer pensar lo contrario, yo diría que actúa en solitario. Casos como el de los «asesinos de los páramos», en donde tienes a dos personas actuando juntas para llevar a cabo verdaderas atrocidades, resultan increíblemente raros. Además, encontraríamos una variación mayor tanto en la metodología como en la patología si hubiera dos personas involucradas; cuesta creer que las fantasías de ambas coincidiesen de manera tan exacta. Pero es interesante que me saques el tema, porque tienes razón en una cosa: que esté trabajando con una mujer explicaría cómo consigue acercarse a las víctimas sin que estas se enfrenten a él. —Tony se sentó con la mirada fija, concentrada en sus pensamientos.

Carol permaneció quieta en la silla. Al cabo de un momento, el hombre la miró y le dijo:

—Voy a seguir adelante con la teoría de que actúa solo. La tuya es una idea interesante, pero no veo pruebas que me convenzan para modificar el escenario más probable.

—Entendido —respondió Carol sin alterarse—. Entonces, ¿has tenido en cuenta que podría tratarse de un travestí? Como tú mismo has dicho, una mujer podría acercarse a ellos sin que se sintiesen amenazados. ¿Y si la mujer es un hombre travestido? ¿No tendría eso el mismo efecto?

Pareció que Tony se sobresaltaba unos instantes.

—Quizá deberías plantearte pedir trabajo en mi equipo cuando esté por fin organizado.

Carol sonrió.

—Con halagos no vas a llegar a ninguna parte.

—Lo digo en serio. Creo que tienes lo que se necesita para desempeñar esta clase de trabajo. ¿Sabes?, no soy infalible. Ni siquiera se me había ocurrido lo del travestí. ¿Por qué he ignorado esa posibilidad? —musitó, pensando en voz alta—. Debe de haber alguna razón inconsciente por la que lo he dejado de lado sin haberlo considerado siquiera… —Carol empezó a decir algo pero Tony la interrumpió—. No, un momento, por favor, deja que piense en ello. —Volvió a pasarse las manos por el pelo, recomponiéndose los mechones despeinados.

Ella se sintió menospreciada; pensó que era tan arrogante como todos, incapaz de admitir que se le podía haber escapado algo. «Deja de engañarte con que es diferente», se dijo para sí, obstinada.

—De acuerdo —dijo él, dejando traslucir un tono de satisfacción—, estamos tratando con un sádico sexual, ¿verdad?

—Verdad.

—El sadomasoquismo es el no va más de los fetiches sexuales, pero el travestismo es lo diametralmente opuesto. Los travestís pretenden asumir el papel supuestamente más débil de las mujeres en la sociedad. Lo que apuntala el travestismo es la creencia de que las mujeres ejercen un poder sutil, el poder de su género. Y eso podría encontrarse más allá de la brutal transacción de poder y dolor que buscan los sadomasoquistas. El dolor no es parte de la fantasía de un travesti. Para convencer a la víctima de que está tratando con una mujer y no con un hombre travestido, el asesino debería ser un travesti muy hábil. Pero de acuerdo con mi experiencia en psicología clínica, también tendría que ser un sádico sexual. Y ambas cosas no van de la mano —explicó el doctor en un tono irrevocable—. Y lo mismo pasa con los transexuales. De hecho, quizá de manera más acusada, debido al asesoramiento psicológico que reciben antes de ser aceptados para el tratamiento.

—Así que los estás excluyendo —dijo Carol, que se sentía machacada sin razón.

—No, nunca excluyo nada. Cuando lo haces, es muy probable que quedes como un imbécil. Lo que pienso es que no debería incluirlo en el perfil porque hacerlo podría empujar a la gente en la dirección equivocada. Pero no voy a dejar de tenerlo en cuenta. Piensas en la dirección correcta —y sonrió de golpe, borrando de sus palabras cualquier posible significado condescendiente—. Como he dicho antes, Carol, juntos podemos atraparlo.

—¿Estás completamente seguro de que no es una mujer?

—La psicología no funcionaría. Si nos ceñimos a lo más obvio, el asesino es un obseso, lo que suele ser una característica masculina. ¿A cuántas mujeres conoces que esperen en los andenes del tren, con un anorak bajo la lluvia, apuntando números de serie de trenes?

—¿Y qué me dices de ese síndrome… Cómo se llama… Ese en el que la gente se obsesiona con otra persona hasta el punto de querer hacer que su vida sea un asco?

—El síndrome de Clerambault. Y sí, son principalmente las mujeres las que lo padecen, pero se concentran solamente en una persona, la única susceptible de morir, porque a veces se suicida. La cuestión es que las obsesiones y compulsiones en las mujeres son diferentes. Las de los hombres se centran en el control; reúnen sellos y los catalogan; coleccionan unas braguitas de todas las mujeres con las que se han acostado. Necesitan trofeos. Las relativas a las mujeres tienen que ver, en cambio, con la sumisión. En el caso de los desórdenes alimenticios, la obsesión se apodera de ellas y las controla, en vez de suceder al revés. Alguien que padezca erotomanía y que consiga casarse con el objeto de su deseo, es muy probable que se convierta en la esposa ideal. Ese patrón no se ajusta a nuestro asesino.

—Entiendo a qué te refieres —dijo ella, resistiéndose a renunciar a la única idea fresca que había aportado durante el proceso de creación del perfil.

—Además, debemos tener en cuenta la fuerza física requerida —continuó Tony al percibir la desconfianza de la mujer—. Tú estás en forma. Probablemente seas bastante fuerte para tu altura. Yo solamente soy unos cuantos centímetros más alto que tú, pero ¿hasta dónde crees que podrías arrastrarme? ¿Cuánto tiempo te llevaría sacar mi cuerpo de un maletero y echarlo por encima de un muro? ¿Podrías cargar conmigo al hombro y llevarme por Carlton Park hasta los arbustos? Y ahora, ten en cuenta que todas las víctimas han sido más altas y pesadas que yo.

—Carol sonrió, compungida.

—De acuerdo, tú ganas. Me has convencido. También se me ha ocurrido otra cosa.

—A ver.

—Al leer el perfil, me da la impresión de que la razón que das para que mantenga ese espacio de tiempo entre asesinato y asesinato no es plausible —empezó con cautela.

—Entonces, te has dado cuenta —contestó irónicamente—. A mí tampoco me convence. Pero no se me ha ocurrido otra cosa para explicarlo. Nunca me había encontrado con algo así; ni en directo ni por escrito. Todos los asesinos en serie que conozco sufren una escalada.

—Tengo una teoría que podría solventar el problema.

—Cuéntamela —dijo Tony, absorto, mientras se inclinaba hacia delante.

Carol se sintió como un pececillo dorado en una pecera. Tomó aire. Había deseado captar su atención, pero ahora que la tenía… no estaba segura de que le gustase.

—Aún recuerdo lo que me dijiste hace un par de días acerca de los intervalos. —Carol cerró los ojos y recitó—: «Con la mayoría de asesinos en serie, el espacio de tiempo entre asesinato y asesinato tiende a reducirse drásticamente. Son sus fantasías lo que les impulsa a matar en un primer momento, pero la realidad nunca llega a equipararse a la fantasía, al margen de cuánto pulan sus crímenes. Pero cuanto más allá van, más se embotan sus sentidos y más estímulos requieren para obtener esa excitación sexual que les proporciona la muerte en sí. Por tanto, los asesinatos se vuelven más frecuentes. Hasta Shakespeare lo dijo: “Como si el aumento del apetito guardara relación con aquello de lo que se alimentaba”», ¿no?

—Notable —resopló él—. ¿Eso también puedes hacerlo con las imágenes o solo con lo que oyes?

Exasperada, miró hacia el techo.

—Me temo que solamente con lo que oigo. Bueno, como te iba diciendo, cuando he leído el punto en donde sugieres que podría trabajar con ordenadores, se me ha encendido una bombilla. La pregunta que no te has hecho, pero que es evidente que te preocupa es: ¿por qué no se está volviendo insensible con los vídeos?

Tony asintió. El modo en que Carol enfocaba el asunto le resultaba atractivo y era, precisamente, lo que le estaba ocasionando quebraderos de cabeza. Intentó encontrar una respuesta posible que los satisficiese a ambos. Trató de hallar la solución según hablaba.

—Supón, en aras del debate, que el primer vídeo tuviera el potencial para mantenerle estable durante doce semanas… pero que ya hubiera empezado a planear el proceso de captura de su segunda víctima y que el momento oportuno se produjera antes de que estuviera obligado a matar de nuevo. No podría dejar pasar una oportunidad tan perfecta. Luego se da cuenta de que han transcurrido ocho semanas entre los asesinatos y decide que va a usar ese lapso de tiempo como patrón. Hasta ahora ha aguantado con los vídeos, pero cabe la posibilidad de que eso vaya cambiando.

—Plausible, pero no me convence —negó ella con la cabeza.

Tony sonrió.

—No sabes cuánto me alegro. A mí tampoco me convence. Tiene que haber una explicación mejor, pero no sé cuál es.

—¿Cuánto sabes sobre ordenadores?

—Sé dónde está el botón para apagarlos y para encenderlos y sé usar los programas con los que tengo que trabajar. Si me sacas dé ahí, no tengo ni idea.

—Bueno, ya somos dos. Mi hermano, sin embargo, es un niño prodigio de la informática. Es socio de una empresa de juegos de ordenador. Trabaja con lo más puntero en tecnología. Ahora mismo, su socio y él están desarrollando un sistema que permitirá a los jugadores poner su cara en las aventuras que lleven a cabo. En otras palabras, en vez de ser Arnie el que les patea el culo a los malos en Terminator 2, podría ser Tony Hill. O Carol Jordán. La cuestión es que ya existen máquinas y programas que te permiten escanear una grabación e importar las imágenes a un ordenador. Creo que lo llaman «digitalización de imágenes». Sea como fuere, una vez que lo tienes en el ordenador, puedes manipularlo como quieras. Puedes incorporar fotografías o pedazos de otros vídeos. Puedes superponer imágenes. Cuando consiguieron el hardware que necesitaban, hará cosa de seis meses, me enseñó una secuencia que había hecho él mismo. Había grabado parte de un discurso del partido conservador y también había importado una guía de sexo en vídeo. Había seleccionado las caras de los ministros del gobierno que hablaban y las había superpuesto en la guía de sexo. —Carol se rio al recordarlo—. Se notaba un poco, pero te aseguro que ¡John Mayor y Margaret Thatcher nunca se habían llevado tan bien! Le daba una nueva dimensión a la palabra «jerigonza».

Tony se quedó mirando a Carol, sorprendido y en silencio.

—Será una broma.

—Es la explicación perfecta de por qué los vídeos consiguen mantenerlo bajo control.

—¿No quiere eso decir, entonces, que tendría que tratarse de un cerebrito como tu hermano?

—No lo creo. Por lo que me explicó, las técnicas que se utilizan son bastante sencillas. No obstante, los programas y periféricos que se necesitan para hacerlo son increíblemente caros. Podríamos estar hablando de entre dos mil y tres mil libras por programa. Así que, o bien trabaja para una empresa que tenga ese tipo de programas y dispone de la privacidad suficiente para poder crear los vídeos, o bien es un aficionado a los ordenadores con grandes ingresos.

—O un ladrón —dijo él medio en broma.

—O un ladrón.

—No sé… —dijo dubitativo el psicólogo—, resolvería el problema, pero resulta disparatado.

—¿Acaso no lo es Andy el Hábil? —dijo ella, beligerante.

—Sí, es disparatado, tienes razón… pero no estoy seguro de que llegue a tanto.

—Construye máquinas de tortura. Resultaría mucho más sencillo con un programa de ordenador. Tony, hay algo que hace que mantenga el periodo de ocho semanas, ¿por qué no iba a ser esto?

—Es una posibilidad, Carol; pero en este punto, solo es eso. Mira, ¿por qué no haces unas pesquisas para determinar cómo de viable sería en la práctica lo que estás sugiriendo?

—¿No quieres incluirlo en el perfil? —dijo, visiblemente desilusionada.

—No quiero comprometer lo que creo altamente probable incorporando algo que, en estos momentos, se aguanta con pinzas. Tú misma lo has dicho: se te ha ocurrido por el único punto del perfil que parece meramente una especulación. No me malinterpretes, no estoy dejando de lado la idea. Creo que es magnífica, pero bastante vamos a tener que luchar por defender algunas de las partes del perfil como para incluir esta. Ni siquiera la gente que apoya abiertamente la idea de usar un perfil va a estar de acuerdo con todo lo que aparezca en él. Así que no les demos facilidades. Cerrémoslo tal como está y entreguémoslo envuelto en papel de regalo para que los francotiradores no puedan abatirlo a las primeras de cambio, ¿te parece?

—De acuerdo. —Sabía que, en el fondo, tenía razón. Cogió una hoja y un bolígrafo—. Consultar a creadores de programas y consultorías de Bradfield —musitó mientras escribía—. Preguntarle a Michael quién podría crear este tipo de máquinas y de programas, y después consultar las ventas. Investigar robos recientes.

—Clubes de aficionados a ordenadores —añadió él.

—Gracias, sí —dijo mientras lo añadía a la lista—. Y el tablón de anuncios. Dios, me voy a hacer realmente popular entre la gente del HOLMES. —Se puso en pie—. Voy a necesitar tiempo, será mejor que me ponga en marcha. Me llevo esto a la calle Scargill y se lo entregaré al jefe Brandon. Necesitaremos que vengas y lo expliques.

—No hay problema.

—Me alegro de que algo no lo sea.

Tony se quedó mirando fijamente por la ventanilla del tranvía, observando cómo atravesaba las luces de la ciudad, empañadas por la lluvia. El interior iluminado y brillante del tren tenía algo que le recordaba a un capullo. Sin pintadas, cálido, limpio. Le resultaba un lugar seguro. El conductor tocó la bocina mientras se acercaba a un semáforo. Sonó profunda, como un sonido de la niñez. «El típico pitido que emitían los trenes de los dibujos animados», pensó.

Dejó de mirar por la ventana y estudió, sin llamar la atención, a la media docena de pasajeros. Cualquier cosa con tal de dejar de pensar en el curioso vacío que había sentido tras hablar del perfil. No es que se tratara de la última intervención en el caso, Brandon le había dicho a Carol que habrían de mantener una reunión diaria.

Le hubiera gustado ser más osado con la teoría de los ordenadores que se le había ocurrido a ella, pero los años de entrenamiento y experiencia le habían forjado el hábito de mostrarse cauteloso. La idea en sí misma era estupenda. Si la policía investigaba y descubría que la teoría era factible, le encantaría defenderla en el perfil, compartirla con sus compañeros; pero por el bien de la credibilidad del mismo, había preferido dejar al margen algo que cualquier policía medio consideraría poco más que ciencia ficción.

Se preguntó qué tal lo llevaría Carol aquella noche. Le había llamado para comentarle que una serie de equipos salían a patrullar por Temple Fields con la intención de interrogar a los habituales si conocían a alguien relacionado de algún modo con la persona trazada en el perfil. Con un poco de suerte, iban a conseguir algunos nombres, que, más tarde, podrían cruzar con las referencias disponibles en el HOLMES (ya fueran criminales o los dueños de los coches que habían aparcado en la zona).

—La próxima estación será Bank Vale. Bank Vale, próxima estación —anunció una voz electrónica que salía de los altavoces. De pronto, Tony se dio cuenta de que habían dejado atrás el centro de la ciudad y que estaban llegando a Carlton Park, a poco más de un kilómetro de su casa. Tras alejarse de la parada de Bank Vale, el psicólogo se removió en su asiento, dispuesto a encaminarse hacia la salida en cuanto se anunciase la siguiente parada.

Caminó a paso ligero por las calles limpias de las afueras, dejó atrás el patio del colegio y bordeó el bosquecillo (que era lo único que quedaba de la plantación que había dado nombre a la zona, Woodside). Tony observó los árboles mientras cruzaba a toda prisa y pensó, no sin cierta ironía, que el sendero que lo atravesaba en diagonal estaría, probablemente, desierto. Primero fueron las mujeres que volvían solas a casa quienes lo habían abandonado. Luego, los niños, cuyos padres, nerviosos, les habían quitado la idea de la cabeza. Ahora, en Bradfield, eran los hombres los que estaban aprendiendo por las malas las amargas lecciones de la vida.

Tony llegó a su calle y sonrió al comprobar lo tranquilo que estaba el callejón. Tendría que pasar la tarde de algún modo. Quizá cogiera el coche y se acercara al supermercado a comprar los ingredientes necesarios para hacer un pollo biryani. O alquilara un vídeo. O se pusiera al día con la lectura.

En cuanto metió la llave en la cerradura, el teléfono empezó a sonar. Tras dejar el maletín en el suelo, corrió hacia él cerrando la puerta de una patada. Descolgó el auricular y, antes de que alcanzara a decir nada, la voz profunda de una mujer se introdujo en sus oídos como lo haría un cálido aceite de oliva para calmar una otitis.

—Anthony, cariño… parece que estés jadeando.

Había conseguido no pensar en ello de camino a casa, pero esto era justo lo que había estado esperando.

Cuando sonó el teléfono ni siquiera había pasado un minuto desde que Brandon apagara la lámpara de la mesilla.

—Debería haberlo imaginado —murmuró Maggie mientras su marido escapaba de su complaciente calidez y alargaba la mano para descolgar el teléfono.

—Brandon —gruñó.

—Señor, soy el inspector Matthews —dijo una voz cansada—. Acabamos de detener a Stevie McConnell. Los chicos lo han retenido en la salida del ferry, en Seaford. Estaba a punto de coger un barco para Roterdam.

Brandon se sentó, cubierto por el edredón, ignorando las protestas de Maggie.

—Que han hecho, ¿qué?

—Bueno, señor, no creían que se pudiera hacer mucho más… a sabiendas de que está bajo fianza pero sin que haya nada nuevo contra él.

—¿Aún está retenido? —Brandon ya estaba de pie y se dirigía al cajón de la ropa interior.

—Sí, señor, lo tienen en el despacho de aduanas.

—¿Con qué cargos?

—Asalto a un agente de policía. —De alguna manera, la voz de Kevin le sugería una sonrisa tan incorpórea como la del gato de Cheshire—. Me han llamado para preguntarme qué debían hacer a continuación… y como sé que siente un interés personal por el caso… he creído que debía preguntárselo antes a usted.

«No te pases», pensó el comisario de golpe. No obstante, se limitó a decir:

—Creía que era bastante obvio: arréstelo por intentar entorpecer el curso de la investigación y tráigalo de vuelta a Bradfield. —Brandon se peleó con un par de calzoncillos bóxer y se agachó para coger los pantalones del respaldo de la silla.

—Imagino que deberíamos llevarlo a la magistratura y pedir que le retiren la fianza. —La voz de Kevin sonaba tan suave que a punto estaba de costarle todos los dientes… y no porque se le hubieran podrido.

—Eso es lo que se hace normalmente, sí, detective. Gracias por mantenerme informado.

—Otra cosa, señor —dijo Kevin, afectado.

—¿Qué? —gruñó Brandon.

—Los chicos han detenido a otra persona.

—¿A otra? ¿A quién demonios más había que arrestar?

—Al subcomisario Cross, señor. Por lo visto, estaba usando la fuerza para que McConnell no se subiera al ferry.

Brandon cerró los ojos y contó hasta diez.

—¿Está herido McConnell?

—Aparentemente no, tan solo un poco conmocionado. Pero el comisario tiene un ojo morado.

—Bien. Diles que dejen que Cross se vaya a casa. Y diles que le pidan que me llame mañana. ¿De acuerdo, detective? —Brandon cambió de mano el teléfono y le dio un beso a su mujer, que había reclamado el edredón nórdico y estaba envuelta en él como un lirón hibernando.

—Hmm… —murmuró ella—. ¿Seguro que tienes que irte?

—No creas que me apetece, en serio, pero quiero estar allí cuando llegue el sospechoso. Es el típico prisionero que podría «resbalar escaleras abajo».

—¿Es que no tiene equilibrio?

Brandon negó con la cabeza y añadió:

—No es el suyo el que me preocupa, sino el desequilibrio de otros, cielo. Esta noche ya hemos asistido a la caza de un inconformista. No me voy a arriesgar. Estaré de vuelta en cuanto pueda.

Quince minutos más tarde, Brandon entraba en la sala de homicidios. Kevin Matthews se había desplomado sobre una mesa al otro lado de la habitación, con la cabeza entre los brazos. Al acercarse, oyó sus débiles ronquidos y se preguntó cuándo fue la última vez que alguien de la brigada habría gozado de una noche de sueño larga y placentera. Los errores más graves se cometían cuando los agentes estaban cansados y quisquillosos debido a la falta de resultados. Brandon quería evitar a toda costa que su nombre pasase a la historia en diez años como el hombre que había propiciado un sensacional error judicial y que fue incapaz de hacer nada por impedirlo. Aunque había un pequeño problema al respecto, pensó sarcásticamente mientras se sentaba frente a Kevin: para mantener el pulso de la investigación necesitaba trabajar el mismo número disparatado de horas que daba pie a los errores que quería evitar. La pescadilla que se muerde la cola. Lo había leído años atrás, cuando Maggie había decidido ir a clases nocturnas para acabar el bachillerato (cosa que no había conseguido en el colegio). Le dijo que se trataba de un libro estupendo, divertido, cruel, muy satírico. A él le había resultado un tanto doloroso… porque le recordaba demasiado su trabajo; especialmente en noches como esta, en que hombres cuerdos hasta la fecha se volvían forajidos.

Sonó el teléfono. Kevin se movió, pero no llegó a despertarse. Brandon puso cara de persona comprensiva y descolgó el auricular.

—Aquí el comisario Brandon.

Hubo un momento de silencio y confusión. Entonces, una voz tensa dijo:

—Señor, soy el sargento Merrick. Señor, hemos encontrado otro cadáver.