10

El mundo en general, señores, resulta muy sanguinario y todo cuanto exige de un asesinato es una cantidad abundante de sangre; un despliegue llamativo en este punto parece bastar a la mayoría. Sin embargo, el conocedor avisado posee gustos más refinados.

Penny Burgess llenó hasta arriba la copa del chardonnay californiano que guardaba en el frigorífico y volvió a la sala de estar justo a tiempo para escuchar los titulares de la BBC local. «Nada nuevo por lo que preocuparse», pensó, aliviada. Un robo a mano armada, que sería lo primero con lo que se pondría por la mañana. La policía aún estaba interrogando a un hombre que podría estar conectado con los asesinatos de gais, aunque todavía no lo habían acusado de nada. Dio un sorbo al vino y encendió un cigarrillo.

Si no se movían rápido y por la mañana no presentaban algún cargo contra él, tendrían que dejar que se fuera. Hasta el momento, nadie poseía la más mínima pista sobre la identidad del sospechoso, lo cual resultaba llamativo. Todo el equipo había estado presionando fuertemente a los contactos personales de la policía, pero, por una vez, el pozo de información se había negado de forma tajante a rezumar. Penny pensó que sería mejor echar una ojeada a la lista de magistrados por la mañana. Existía una pequeña posibilidad de que la policía encontrara algo con lo que inculpar al sospechoso —aunque fuera bastante inocuo— a fin de poder retenerlo mientras recolectaban las pruebas necesarias y lo acusaban de varios asesinatos en serie.

Justo cuando las noticias daban paso a la previsión meteorológica, sonó el teléfono. Penny se acercó a la mesita auxiliar que tenía junto al sofá y descolgó el auricular.

—¿Hola?

—Penny, soy Kevin.

«Aleluya», pensó mientras se sentaba y apagaba el cigarrillo; pero lo único que le dijo fue:

—Kevin, mi hombre. ¿Cómo va todo? —Buscó un lápiz y el bloc de notas que guardaba en el bolso.

—Ha sucedido algo que podría interesarte —dijo el inspector de policía con prudencia.

—No sería la primera vez —respondió ella, sugerente. Sus escarceos sexuales con Kevin Matthews, felizmente casado, le habían proporcionado más de una pista a seguir en la Policía Metropolitana de Bradfield. Además, resultó ser uno de los mejores amantes que había tenido nunca; tanto, que deseaba que fuera capaz de superar su sentimiento de culpa cristiana más a menudo.

—Esto es serio —dijo, molesto.

—No estoy bromeando, semental.

—Oye, ¿quieres la información o no?

—Por supuesto. Sobre todo si se trata del nombre del tipo que tenéis bajo custodia como sospechoso de ser el matamaricas.

Escuchó cómo respiraba profundamente al otro lado de la línea.

—Sabes que eso no puedo decírtelo. Existen unos límites.

Penny suspiró. Lo típico de su relación.

—Bueno. Entonces, ¿qué puedes contarme?

—Han suspendido a Popeye.

—¿Está fuera del caso? —Su mente empezó a trabajar a toda velocidad—. ¿Tom Cross? ¿Suspendido?

—Lo han suspendido de empleo y sueldo, Pen. Lo han enviado a casa a la espera de que decidan qué medida disciplinaria aplicarle.

—¿Quién ha sido? —Dios, esto era más que una noticia, un notición. ¿Qué habría hecho el subcomisario esta vez? Sintió pánico durante unos momentos. ¿Y si le habían pillado dando el nombre del sospechoso a uno de sus rivales? Casi se pierde la respuesta de Kevin.

—John Brandon.

—¿Y a qué coño se ha debido?

—Nadie lo sabe. Pero lo último que hizo antes de ver a Brandon fue realizar una investigación en casa del sospechoso.

—¿Legal?

—Por lo que sé, se ha saltado la ley del Parlamento a la torera.

—¿Y qué ha hecho? ¿Ha puesto pruebas falsas?

—No lo sé —respondió en un tono quejoso—. Oye, tengo que dejarte. Si me entero de algo más, te llamo, ¿vale?

—De acuerdo, Kev. Gracias, eres un cielo.

—Sí, bueno. Hablamos pronto, ¿eh?

Se cortó la comunicación. Penny volvió a dejar el teléfono en la base y de un salto se puso en pie. Corrió al dormitorio y se quitó la bata por el camino. Cinco minutos después, bajaba las escaleras de su apartamento hacia el garaje subterráneo. Una vez en el coche, comprobó la dirección que tenía anotada en el bloc, arrancó el motor y empezó a pensar en qué iba a decir cuando estuviera frente a la puerta.

Tony fue el primero que se separó. Su cuerpo se alejó del de Carol a toda velocidad.

Con el propósito de que la situación no fuera más allá y para alejar la incomodidad que había surgido entre ellos, Carol dijo:

—Lo siento, me ha parecido que necesitabas un abrazo.

—No pasa nada —dijo él, envarado—; lo usamos a menudo en terapia de grupo.

Se quedaron de pie unos instantes pero sin llegar a mirarse directamente a los ojos. La detective se puso a su lado, le pasó la mano alrededor de su rígido brazo y tiró de él por el patio de la universidad.

—Bueno, ¿cuándo voy a ver el perfil?

La conversación volvía a discurrir en una zona neutral, pero Carol seguía estando demasiado cerca para que él pudiera sentirse cómodo. Tony pudo percibir la tensión en su interior, como si una mano helada le apretara el pecho. Se obligó a hablar en un tono calmado, con una voz normal.

—Me gustaría trabajar un par de horas más y ponerme de nuevo con él mañana a primera hora. Podría tenerte preparado un borrador a primera hora de la tarde. ¿Qué te parece quedar a las 15:00?

—Estupendo. Oye, ¿te importa si me quedo mientras trabajas? Podría releer algunas declaraciones. Además, en Scargill no voy a poder concentrarme.

Tony dudaba.

—Supongo que no.

—Prometo que no le molestaré, doctor Hill —se burló ella.

—Maldita sea —respondió él mientras chasqueaba los dedos como si eso le incomodase. «Mírate, te haces pasar por un ser humano seguro de todos tus movimientos», pensó—. No es eso. He dudado porque no estoy acostumbrado a trabajar con alguien más en la habitación.

—No sabrás ni que estoy allí.

—Lo dudo mucho —dijo Tony. Ella podría entenderlo como un cumplido, pero Tony sabía que no lo había dicho con esa intención.

Penny pulsó el timbre de la casa adosada de falso estilo Tudor que se hallaba en una de las mejores calles de la zona sur de Bradfield. Sin duda, estaba fuera del alcance de cualquiera que tuviera un sueldo de subcomisario. Pero Popeye tenía reputación de afortunado, y se decía que, años atrás, había ganado una suma de cinco cifras muy elevada en una quiniela. La fiesta posterior había acabado por engrosar las leyendas que giraban en torno de la policía. Pero ahora parecía que su duendecillo de la buena suerte se hubiera quedado tirado en el arcén de alguna carretera.

Se encendió una luz en el pasillo y alguien avanzó con torpeza en dirección a la puerta hasta convertirse en un bulto amorfo frente al cristal translúcido.

—Viernes 13 y Halloween juntos… —murmuró ella y contuvo la respiración cuando oyó que se descorría el cerrojo. La puerta se abrió poco más de quince centímetros. Penny giró la cabeza y sonrió a la figura que había al otro lado—. Comisario Cross. —La nube blanca de su aliento se topó con el jirón de humo que salía por la puerta—. Soy Penny Burgess, del Sentinel Times.

—Ya sé quién es —gruñó él arrastrando las palabras, síntoma evidente de que había estado bebiendo—. ¿Qué cojones quiere a estas horas de la noche?

—He oído que ha tenido algún problemilla en el trabajo.

—Pues ha oído mal, señora. Venga, lárguese.

—Oiga, mañana saldrá en todos los medios. Le van a asediar. El Sentinel Times siempre lo ha apoyado, señor Cross. Hemos estado de su parte durante toda la investigación. No soy un incendiario de Londres que haya venido a echarle la puerta abajo. Si lo han dejado fuera del equipo, nuestros lectores tienen derecho a saber su versión de la historia. —La puerta seguía abierta. Si había conseguido llegar tan lejos sin que se la cerrara en las narices todavía podía sacarle algo útil.

—¿Qué le hace pensar que estoy fuera del caso? —preguntó desafiante.

—Me ha llegado el rumor de que lo habían suspendido. Pero no sé por qué; de ahí que haya venido a escuchar lo que usted tenga que decir, antes de que nos suelten la versión oficial.

Cross frunció el ceño. Parecía que sus ojos de huevo fueran a salírsele de las órbitas.

—No tengo nada que decir —dijo mascando cada sílaba.

—¿Ni siquiera de manera extraoficial? ¿Va a quedarse parado y dejar que echen su reputación por la borda después de todo lo que ha hecho por el cuerpo?

El comisario abrió un poco más la puerta y miró hacia la calle.

—¿Está sola?

—Ni siquiera mi editor sabe que estoy aquí. Solo escucharé.

—Pues lo mejor será que vuelva en un minuto.

Penny cruzó la puerta y entró en un salón que parecía una muestra del catálogo de Laura Ashley. Al fondo de la sala había una puerta medio abierta a través de la cual llegaban las voces distantes de un televisor. Cross la condujo en dirección contraria, hasta una sala alargada. Cuando dio la luz, los ojos de Penny recibieron el impacto de todos los objetos decorativos diseminados por la estancia, más de los podrían encontrarse en una tienda de hacer punto. Lo único que compartían cortinas, alfombras, moquetas, papel pintado frisos y los cojines que había por todos lados era sus tonos en verde y crema.

—Qué habitación tan encantadora —balbuceó.

—¿Usted cree? A mí me resulta espantosa, pero mi mujer dice que todo es carísimo…, que es la mejor manera de quedarse sin un penique —gruñó el policía mientras se dirigía al mueble bar. Se sirvió una bebida fuerte de un escanciador y le soltó, sin más—. A usted no le voy a ofrecer nada, que tiene que conducir.

—Así es —contestó ella forzando algo de calidez en su voz—. No puede una arriesgarse… con sus muchachos en la carretera.

—¿Quiere saber por qué me han suspendido esos cabrones sin entrañas? —le espetó beligerante, moviendo la cabeza hacia delante como una tortuga hambrienta.

Ella asintió, sin atreverse a sacar el bloc de notas.

—Porque prefieren escuchar a un puto doctor de mierda antes que a un policía como Dios manda, por eso.

De haber sido un perro, las orejas de Penny se habrían puesto en posición de alerta, pero se limitó a reaccionar con un educado arqueo de cejas.

—¿Un doctor?

—Han traído al loquero gilipollas ese para que haga nuestro trabajo. Y el tío asegura que el sospechoso al que hemos encerrado es inocente… sin prestar la más mínima atención a las pruebas. Hace veintitantos años que soy policía y confío en mi instinto. Tenemos al cabrón, lo presiento. Lo único que hice fue intentar asegurarme de que seguiría entre rejas hasta haber atado al menos todos los cabos sueltos. —Cross apuró la bebida y de un golpe dejó el vaso sobre el armario—. ¡Y tienen los santos cojones de suspenderme!

Entonces, había falsificado pruebas. Aunque estaba desesperada por saber más sobre el misterioso doctor, sabía que era mejor dejar que Cross se desahogara primero todo lo que necesitase.

—¿De qué lo han acusado?

—No he hecho nada malo —dijo al tiempo que se servía otro trago largo del escanciador—. El problema del maldito Brandon es que lleva tanto tiempo detrás de la mesa de su despacho que ha olvidado cómo se trabaja en serio. El verdadero trabajo consiste en seguir tu instinto. Instinto y trabajo duro, joder. Nada de acróbatas de circo con la cabeza llena de nociones estúpidas sacadas de un puto asistente social.

—¿Y quién es ese tipo?

—El maldito doctor Tony Hill, del jodido Ministerio del Interior. Se queda sentado en su torre de marfil y nos dice cómo debemos atrapar a los malos. Tiene menos idea de cómo se ejerce el trabajo policial que yo sobre la maldita física nuclear. Pero basta que el buen doctor nos diga que dejemos marchar al mariquita, para que Brandon empiece a decir: «sí, señor; no, señor; lo que usted diga, señor». Y como no estoy de acuerdo, me han dado la patada en el culo. —Cross le dio otro buen trago al whisky. Su cara estaba roja por la ira y el alcohol—. Por lo visto, piensan que estamos tratando con un maldito cerebro en vez de con un gilipollas de mierda que ha tenido hasta la fecha algo de suerte. No hace falta un listillo que lleve el título de «doctor» antepuesto al nombre para atrapar a esa clase de basura. Lo único que consigues es darle más ideas a ese puto homicida.

—Sería adecuado decir, entonces, ¿que no está usted de acuerdo con la línea que está tomando la investigación?

Cross resopló.

—Es una manera de decirlo. Escuche bien lo que le digo: si sueltan a ese cabrón, pronto habrá otro cadáver.

Para sorpresa de Tony, Carol cumplió su palabra. Se quedó sentada en la mesa, leyendo la pila de declaraciones, mientras él trabajaba en el ordenador. No solo no lo distrajo, sino que descubrió que su presencia lo relajaba. No tuvo ningún problema para retomar el perfil donde lo había dejado.

Al igual que en una montaña rusa, cada ascenso debe ser más elevado a fin de compensar la inevitable caída que lo ha precedido. A este respecto, hay tres indicadores básicos para medir el aumento de intensidad. Las heridas del cuello son cada vez más profundas y seguras. La mutilación sexual ha pasado de unos pequeños cortes efectuados en la región genital a la amputación total o parcial. Y los mordiscos que inflige a las víctimas, y que más tarde recorta, han aumentado de tamaño y de hondura. Sin embargo, sigue teniendo el control suficiente de sí mismo como para borrar el rastro que deja.

Resulta difícil asegurar si el nivel de tortura también ha aumentado, ya que más bien parece estar utilizando diferentes métodos en cada caso. Con todo, el hecho de que necesite el estímulo de métodos diferentes constituye, per se, una forma de aumentar la intensidad.

De acuerdo con los informes forenses, la secuencia de acontecimientos parece ser la siguiente:

1. Captura, con el uso de esposas y ataduras en los tobillos.

2. Tortura, incluidos actos sexuales como los mordiscos y los chupones.

3. El corte letal en la garganta.

4. Mutilación genital post mortem.

¿Qué nos dice esto del asesino?

1. Tiene fantasías muy sofisticadas y desarrolladas que está explorando mediante los métodos de tortura.

2. Posee un lugar donde comete sus crímenes. La cantidad de sangre y fluidos corporales que generan estas actividades no podrían limpiarse fácilmente en un entorno doméstico corriente; antes bien, lo empujaría a correr un alto riesgo y ello no casaría en absoluto con su comportamiento cauteloso. Además, es casi seguro que debe de resultarle fácil lavarse después de cada asesinato y disponer de electricidad para la luz y la cámara de vídeo. Deberíamos buscar algo parecido a un garaje cerrado o a un edificio abandonado, pero que tuviera acceso al agua comente y a la electricidad. También podría encontrarse en un lugar aislado, lo que impediría que se escucharan los gritos de sus víctimas. (Seguramente les quitará la mordaza mientras los tortura; querrá escuchar cómo gritan y piden clemencia).

3. Está obsesionado con la tortura y, evidentemente, es lo bastante habilidoso para construir sus propias máquinas. No parece poseer habilidades médicas ni de carnicero, a juzgar por los primeros cortes, torpes y tímidos, tanto en el cuello como en los genitales.

Tony dejó de mirar la pantalla para echar un vistazo a la policía. Se hallaba totalmente absorta en la lectura, con esa arruga característica fija entre los ojos. ¿Estaba loco al distanciarse de lo que parecía que le estaba ofreciendo? Ella podría llegar a entender la presión de su trabajo mejor que nadie con quien hubiese estado antes, los altibajos inevitables que solían acompañar sus viajes al interior de la mente de los sociópatas. Era inteligente y sensible, y si se comprometía en las relaciones tanto como en su carrera, podría ser lo bastante fuerte para ayudarle a superar sus problemas en lugar de usarlos como arma arrojadiza.

De pronto, consciente de que Tony la estaba mirando, Carol levantó la vista y le devolvió una sonrisa cansada. En ese momento, Tony se decidió. Imposible. Bastantes problemas tenía ya en tratar con toda la mierda que había en su cabeza, como para dejar que alguien probase suerte con ella. Carol era demasiado aguda para dejar que se acercase más.

—¿Todo bien? —preguntó la mujer.

—Empiezo a hacerme una idea de cómo es —admitió.

—Eso no puede ser especialmente agradable.

—No, pero me pagan para eso.

Carol asintió.

—E imagino que resulta satisfactorio. Y emocionante…

Tony sonrió con ironía.

—Más o menos. A veces me pregunto si eso no me convierte en alguien tan retorcido como ellos.

Carol se rio.

—A ti y a mí. Dicen que los mejores cazadores de tipos malos son los que se meten en su cabeza. Así que si pretendo llegar a ser la mejor en lo que hago, tengo que pensar como si fuera uno de ellos. Sin embargo, eso no significa que quiera hacer lo mismo que ellos.

Extrañamente reconfortado por sus palabras, Tony decidió seguir con su trabajo.

El tiempo que el asesino pasa con sus víctimas también puede darnos pistas. En tres de los cuatro casos, parece como si el asesino hubiera contactado con ellos por la noche y se hubiera deshecho de los cadáveres a primera hora de la mañana siguiente. Pero es interesante destacar cómo, en el tercer caso, el homicida pasó mucho más tiempo con su víctima, a la que mantuvo viva, aparentemente, durante casi dos días. Me refiero ahora al asesinato que tuvo lugar en Navidad.

Quizá no pueda pasar demasiado tiempo con sus víctimas debido a otras exigencias de su vida, obligaciones que se vieron alteradas durante el periodo navideño. Asimismo, es más probable que dichas obligaciones estén relacionadas con el trabajo que con la vida privada; aunque existe la posibilidad de que mantenga una relación con alguien que vuelva con su familia durante las vacaciones de Navidad, lo que le permitiría estar más tiempo con la víctima. Otra posibilidad sería que el tiempo adicional que pasó con Gareth Finnegan fuera un extraño regalo de Navidades que se hizo a sí mismo, una recompensa por el buen «trabajo» que había hecho hasta el momento.

El corto periodo de tiempo que transcurre entre que asesina a la víctima y se deshace de ella sugiere que no usa alcohol ni drogas en cantidad significativa durante la tortura y los homicidios. No puede arriesgarse a que lo detenga la policía por conducción temeraria con un cuerpo metido en el maletero (vivo o muerto). Además, aunque parece que en ocasiones haya usado el coche de sus víctimas, es evidente que tiene vehículo propio. Es muy probable que se trate de un coche bastante nuevo y que se halle en buen estado, ya que tampoco puede permitirse que le paren en una inspección de rutina.

Tony pulsó la tecla «guardar» y se recostó en el asiento con una sonrisa de satisfacción. Este era un buen punto en el que poder dejarlo. Mañana por la mañana completaría la lista detallada con las características que creía tener Andy el Hábil y esbozaría unas propuestas de posibles líneas de acción para los policías que trabajaban en el caso.

—¿Has terminado? —preguntó Carol.

Giró la cabeza y la descubrió inclinada sobre la silla, enfrente de una pila de carpetas cerradas.

—No me había dado cuenta de que hubieras terminado…

—Hace diez minutos. No quería interrumpir a tus deditos voladores.

Tony odiaba que los demás lo estudiasen de la misma manera que él los estudiaba a ellos. La idea de verse convertido en un paciente que recibía su propia medicina era una de las pesadillas de las que se despertaba sudando.

—He terminado por esta noche —dijo mientras hacía una copia en un disquete y se lo guardaba en el bolsillo.

—Te llevo a casa.

—Gracias —dijo poniéndose en pie—. Nunca vengo en coche a la ciudad. A decir verdad… no me gusta mucho conducir.

—No me extraña, el tráfico en la ciudad es un infierno.

Cuando Carol aparcó en la casa de Tony, esta le preguntó:

—¿Alguna posibilidad de que me invites a tomar una taza de té, por no mencionar mis ganas de ir al baño…?

Mientras Tony ponía la tetera, Carol subió al cuarto de baño. Al bajar, oyó que su propia voz sonaba en el contestador automático. Se detuvo al pie de las escaleras para mejor observarlo, recostado sobre su mesa, con una pluma y papel a mano, mientras escuchaba sus mensajes. Le gustaba la sensación de ir familiarizándose poco a poco con su cara y las formas de su cuerpo. Su voz dejó de hablar y la máquina emitió un pitido.

—Hola, Tony, soy Pete —dijo la siguiente voz—. Estaré en Bradfield el próximo jueves. Podríamos quedar para tomar una cerveza el miércoles por la noche. Por cierto, felicidades por tu reclutamiento en la investigación del Matamaricas. Espero que cojas a ese hijo de puta —sonó otro pitido—. Anthony, cariño, ¿dónde estás? Estoy aquí, tumbada, esperándote. Tenemos asuntos pendientes, querido.

En cuanto sonó aquella voz, Tony se puso tenso y se quedó mirando la máquina. La voz era ronca, sensual, íntima.

—¿Crees que podrías…? —Tony alzó la mano a toda velocidad y cortó la voz de forma abrupta.

«Pues menos mal que no tenía nada con nadie», pensó Carol con amargura. Luego entró en la habitación y dijo:

—Será mejor que pasemos del té. Nos vemos mañana —su voz era fría y quebradiza como el hielo de un charco en invierno.

Tony se dio la vuelta con los ojos idos.

—No es lo que parece —soltó sin pensar—. ¡Ni siquiera la conozco!

Carol se dio la vuelta y se dirigió a la puerta. Mientras buscaba la cerradura, Tony dijo fríamente:

—Es la verdad, Carol. A pesar de que no tenga por qué darte explicaciones.

Se dio media vuelta, buscó algo parecido a una sonrisa y repuso:

—Tienes razón, no tienes por qué dármelas. Hasta mañana, Tony.

El golpe de la puerta retumbó en la cabeza del hombre como un martillo neumático.

—Menos mal que eres psicólogo —se dijo amargamente mientras se apoyaba en la pared—. Un novato no lo habría hecho peor. ¿Acaso pensabas que iba a ser pan comido, Hill?