8

Ningún artista inexperto sería capaz de concebir una idea tan audaz como la de un asesino a plena luz del día en el centro de una gran ciudad. El autor de esta obra no fue, señores, ni un oscuro panadero ni tampoco un anónimo limpiador de chimeneas. Yo sé quién fue.

Stevie McConnell se pasó ambas manos por el pelo con gesto de desesperación.

—A ver, ¿cuántas veces he de decíroslo? Estaba mintiendo. Pretendía hacerme el chulo. Ligar. Quería resultar interesante. No conocía ni a Paul Gibbs ni a Damien Connolly. No los había visto en la vida.

—Podemos demostrar que conocías a Gareth Finnegan —dijo Carol fríamente.

—Sí, admito que conocía a Gareth. Era socio del gimnasio, ¿cómo voy a negarlo? Pero es que, por Dios, mujer, el tipo era abogado; seguro que conocía a miles de personas en la ciudad —respondió al tiempo que daba un puñetazo en la mesa.

Carol ni se inmutó.

—¿Y Adam Scott? —siguió sin piedad.

—Sí, sí —dijo, cansado—; Adam Scott estuvo un mes de prueba en el gimnasio hará cosa de dos años. Pero no llegó a apuntarse. Me encontré con él un par de veces en un pub de la zona. Nos tomamos un par de cañas juntos y punto. He bebido con mucha gente, ¿sabes? No soy un puto ermitaño. Joder, si hubiera matado a todo aquel con el que he echado un trago alguna vez, cabrones, os tendría ocupados hasta el fin de los siglos.

—Vamos a demostrar que conocías a Paul Gibbs y a Damien Connolly. Lo sabes, ¿verdad? —apostilló Merrick.

McConnell suspiró. Apretó las manos y contrajo los músculos de sus potentes antebrazos hasta hacer que resaltasen.

—Para ello tendríais que inventároslo, porque no podéis demostrar lo que no es cierto. A mí no me vais a liar como a los seis de Birmingham, ¿sabes? Mirad, si fuera el asesino cabrón ese, ¿crees que me habría quedado allí para ayudarte? Al primer atisbo de problemas, me habría largado por patas. Es lógico.

Carol, con voz cansina, dijo:

—Pero no sabías que el sargento Merrick era policía, ¿no? Así que dinos cuál es tu coartada para el lunes por la noche.

McConnell se apoyó en el respaldo de la silla y se quedó mirando al techo.

—El lunes es mi día libre —recitó—. Tal como os he dicho, los chicos con quienes comparto piso están de vacaciones, así que estoy solito. Me levanté tarde, fui al supermercado a hacer unas compras y, después, fui a nadar. A eso de las 18:00, cogí el coche y me fui al multicines de la carretera para ver una peli de Clint Eastwood… —De golpe, se incorporó en la silla—… ¡Ellos podrán confirmároslo! Pagué con tarjeta y tienen el sistema informatizado. ¡Pueden demostrar que estaba en el cine! —dijo triunfante.

—Pueden demostrar que compraste una entrada —respondió ella lacónicamente. Desde el cine a casa de Damien Connolly hay poco más de media hora por carretera, incluso en hora punta.

—Puedo contarte el argumento entero, ¡por el amor de Dios! —dijo, enfadado.

—Podrías haberla visto en otro momento, Stevie —dijo Merrick de forma educada—. ¿Qué hiciste después de la película?

—Fui a casa. Me preparé un bistec con verdura —añadió, y se quedó callado, mirando la mesa—. Luego fui a la ciudad hacia la hora de cierre, a echar un trago con unos amigos.

Carol se apoyó en la mesa al notar la desgana de McConnell.

—¿A qué bar? —inquirió.

McConnell no dijo nada. Carol se inclinó un poco más hasta quedarse a pocos centímetros de la nariz del sospechoso. Su voz sonaba relajada pero era fría como un témpano.

—Si tengo que poner tu cara en el Sentinel Times y enviar un equipo entero de pub en pub, lo haré. ¿A qué bar?

McConnell respiró profundamente por la nariz.

—A La reina de corazones —escupió.

Carol se enderezó, satisfecha.

—Interrogatorio finalizado a las 3:17 a. m. —dijo antes de apagar la grabadora—. Ya volveremos, McConnell.

—Un momento —protestó él en cuanto Merrick se puso en pie y ambos policías se acercaron a la puerta—, ¿cuándo voy a salir de aquí? ¡No tenéis derecho a mantenerme encerrado!

Carol se giró a la altura de la puerta, sonrió dulcemente y le soltó:

—Oh, sí, claro que tenemos derecho. Te hemos detenido por asalto, que no se te olvide. Tenemos veinticuatro horas para convertir tu vida en un infierno antes de que nos pongamos a pensar siquiera de qué cargos acusarte.

Merrick le lanzó una sonrisa de disculpa mientras salía de la habitación detrás de la detective.

—Lo siento, Stevie, pero la señora tiene razón.

Se acercó a Carol mientras esta le pedía al sargento de guardia que llevase de nuevo a McConnell al calabozo y se puso a caminar a su lado.

—¿Qué opina, jefa?

Carol se detuvo y miró a Merrick con ojo crítico. Tenía la piel pálida y sudorosa, y un resplandor febril en la mirada.

—Creo que deberías ir a casa y dormir un poco. Tienes un aspecto deplorable.

—No se preocupe. ¿Qué opina de McConnell?

—Ya veremos qué dice Brandon —dijo mientras empezaba a subir las escaleras por delante de Merrick.

—Sí, pero ¿qué piensa usted?

—A lo mejor, podría tratarse de nuestro hombre. No tiene nada, ni siquiera parecido a una coartada, para el lunes por la noche; dirige el gimnasio al que iba Gareth Finnegan, conocía a Adam Scott y ha admitido que el lunes por la noche, a última hora, estuvo en La reina de corazones. Es lo suficientemente fuerte para haber metido y sacado los cuerpos del maletero del coche. Está fichado, aunque solo sea por escándalo público y un asalto. Y le va el sadomaso. Pero todo es circunstancial. Y creo que no tenemos nada para conseguir una orden de registro —soltó—. ¿Y tú? ¿Te da en la nariz que es él?

Doblaron hacia la sala de la brigada de crímenes.

—Me cae bien —dijo a regañadientes—. Y no creo que el cabrón que está cometiendo estos asesinatos pudiera llegar a caerme bien. Aunque imagino que es una reacción bastante tonta. Es decir, no es un tipo con dos cabezas. Ha de tener algo que le permita acercarse lo suficiente a las víctimas para hacer lo que hace. Así que quizá sí que sea Stevie McConnell.

Carol abrió la puerta de la sala. Esperaba encontrar allí a Brandon y a Tony, cargando las pilas con café y bocadillos del bar; pero la habitación estaba vacía.

—¿Dónde está el comisario? —preguntó, permitiendo que el cansancio asomara en su voz con un tono de exasperación.

—Quizá haya dejado una nota en el vestíbulo —sugirió Merrick.

—Y quizá haya hecho lo más sensato y se haya ido a casa a dormir. Bueno, Don, nosotros también hemos terminado por hoy. Que McConnell sufra un poco. A ver qué dicen los jefes por la mañana. Quizá ahora que sabemos que estuvo en La reina de corazones podamos pedir una orden de registro. Venga, desaparece de mi vista antes de que Jean me acuse de que te estoy llevando por el mal camino. Duerme un poco. No quiero verte antes del mediodía. Y si te duele la cabeza, quédate en casa. Es una orden, sargento.

—Sí, jefa. Nos vemos —dijo Merrick esbozando una sonrisa.

Carol observó cómo el policía se alejaba por el pasillo, preocupada por la lentitud de sus movimientos.

—¡Don! —Merrick se dio la vuelta, preocupado—. Coge un taxi. Tienes mi permiso. No quiero que te estrelles contra una farola por mi culpa. Y eso también es una orden.

El policía sonrió, asintió y desapareció escaleras abajo.

Carol suspiró y se dirigió hacia su oficina temporal. No había ningún aviso sobre la mesa. «Puñetero Brandon. Y puñetero Tony Hill», pensó. Al menos, Brandon tenía que haber esperado a que acabase el interrogatorio. Y Tony debía haberle dejado alguna indicación de cuándo deseaba que quedasen para hablar del perfil. Musitando por lo bajo, la mujer se encaminó hacia la salida. Cuando llegó al vestíbulo, el policía que estaba en recepción la llamó.

—¿Inspectora Jordán?

Carol se dio la vuelta.

—Lo que queda de ella.

—El comisario ha dejado un mensaje para usted, señora.

Carol se acercó a la mesa y cogió el sobre que le tendía el agente. Lo abrió y sacó de él la siguiente nota: «Carol, Tony y yo vamos a realizar una “misioncilla”. Cuando acabemos, llevaré a casa al doctor. Por favor, preséntese en mi oficina a las 10:00. Gracias por trabajar tan duro. John Brandon».

—Genial —dijo amargamente y le ofreció una sonrisa mustia al agente—. Imagino que no sabes adonde han ido el comisario Brandon y el doctor Hill, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—Lo siento, señora, no me lo han dicho.

—Maravilloso —musitó con sarcasmo. «En cuanto te das la vuelta se ponen a jugar a cosas de chicos. Una “misioncilla”, claro. Mis ovarios», pensó mientras caminaba hacia el coche—. Tres pueden jugar a ese juego, dijo mientras accionaba la llave de contacto.

Tony hojeó la última de las revistas y la metió de nuevo en la mesilla que había junto al cabecero de la cama.

—El sadomasoquismo siempre me deja el estómago revuelto —remarcó—, y el material que tiene este hombre es especialmente asqueroso.

Brandon se mostró de acuerdo. La colección de pornografía dura en poder de McConnell consistía en su mayor parte en revistas llenas de fotos a todo color en papel satinado en donde aparecían hombres jóvenes muy musculosos que se torturaban y masturbaban unos a otros. Algunas eran aún más inquietantes si cabe debido a las imágenes tan gráficas que salían de parejas de hombres practicando el sexo con toda serie de objetos. El comisario no recordaba ejemplos tan asquerosos, ni siquiera cuando trabajó aquellos seis meses en antivicio.

Estaban ambos sentados en la cama de la habitación de Stevie McConnell. En cuanto Carol y Don se hubieron marchado hacia el interrogatorio, Brandon dijo:

—¿Le ayudaría ver dónde vive el sospechoso?

Tony volvió a coger su pluma y empezó a garabatear en un pedazo de papel.

—Podría servir para hacerme una idea de la persona en sí. Y si se trata del asesino, podría haber pruebas que lo incriminaran. No me estoy refiriendo a las armas del delito ni a nada parecido, sino más bien a pistas que él guarda como trofeos: fotografías, recortes de periódico y ese tipo de cosas que he mencionado antes. Pero esto es hablar por hablar, ¿no? Es decir, antes ha comentado que era prácticamente imposible conseguir una orden de registro.

La melancólica cara del comisario se encendió con una sonrisa extraña, casi maliciosa.

—Cuando tienes a un sospechoso bajo custodia, hay una serie de cosas que puedes hacer para esquivar las reglas. ¿Quiere jugar?

—Estoy fascinado —sonrió Tony, y siguió a Brandon hasta el calabozo, que se encontraba abajo. El sargento de guardia abandonó enseguida la novela de Stephen King que estaba leyendo y se puso en pie de un salto.

—Tranquilo, sargento —dijo Brandon—, si yo tuviera solo dos prisioneros a mi cargo, también estaría disfrutando de una buena lectura. Quiero echar un vistazo a las pertenencias de McConnell.

El sargento abrió el armarito de pertenencias y le tendió una bolsa de plástico transparente. Había una cartera, un pañuelo y un manojo de llaves. La abrió y sacó las llaves.

—Usted no ha visto nada, ¿verdad, sargento? Y no verá nada cuando vuelva dentro de un par de horas, ¿no es así?

El sargento sonrió.

—Es imposible que usted haya estado aquí, comisario…, yo le habría visto.

Veinte minutos después, Brandon aparcaba su Range Rover ante la puerta de la casa adosada del sospechoso.

—Qué suerte que McConnell haya mencionado que los dos tipos con los que comparte casa están de vacaciones. —Sacó una caja de cartón de la guantera y le dio a Tony un par de guantes de látex—. Tome, los va a necesitar. —Y empezó a ponerse unos también—. Resultaría embarazoso que el equipo de huellas nos señalara a usted y a mí como principales sospechosos si conseguimos una orden de registro.

—Tengo curiosidad por una cosa —dijo Tony mientras el comisario introducía la llave en la cerradura.

—¿De qué se trata?

—Esto es un registro ilegal, ¿verdad?

—Así es —contestó Brandon mientras abría la puerta y accedía al vestíbulo. Buscó a tientas el interruptor de la luz, pero no lo pulsó.

Tony lo siguió tras cerrar la puerta. Fue en ese momento cuando el policía encendió la luz. Lo primero que vieron fue el suelo y las escaleras enmoquetadas. De las paredes colgaba un par de pósteres enmarcados de culturistas.

—Así que si encontramos alguna prueba, es inadmisible, ¿verdad?

—Efectivamente, sí. Pero hay maneras de ingeniárselas. Por ejemplo, si encontramos una navaja llena de sangre bajo la cama del sospechoso, esta aparecerá de forma misteriosa en la mesa de la cocina. Después, iremos a ver al juez y le explicaremos que hemos ido a casa de McConnell para ver si decía la verdad con lo de que sus compañeros de piso estaban de vacaciones, y que al mirar por la ventana de la cocina hemos visto la que podría ser el arma usada para matar a Adam Scott, Paul Gibbs, Gareth Finnegan y Damien Connolly.

Tony sacudió la cabeza, fascinado.

—¿Corruptos, nosotros, señoría? ¡Jamás!

—Hay corrupción y corrupción —dijo Brandon en tono grave—. Y a veces es necesario dar un empujoncito a las cosas en la dirección adecuada.

Ambos hombres avanzaron por la casa habitación por habitación. A Brandon le intrigaban los métodos del psicólogo. Entraba en una estancia, se quedaba en el centro de la misma y empezaba a observar con detenimiento las paredes, la decoración, el suelo, las baldas. Casi esnifaba el aire. Luego, meticulosamente, abría cajones y armarios, levantaba cojines, examinaba revistas, leía los títulos de los libros, de los CD, de las casetes y de los vídeos. Manejaba con el cuidado y la precisión de un arqueólogo todo lo que tocaba. Su mente estaba ocupada en cuestión de segundos. Analizaba cuanto veía y palpaba y, poco a poco, iba creando una imagen de los hombres que vivían allí, y acto seguido la comparaba constantemente con la imagen embrionaria de Andy el Hábil que se iba formando en su cabeza como una impresión fotográfica en un líquido de revelado.

«¿Has estado aquí, Andy?», se preguntó a sí mismo. «¿Este lugar es como tú? ¿Huele como tú? ¿Verías tú estas películas? ¿Son tuyos estos CD? Judy Garland… Liza Minnelli… Pet Shop Boys… No lo creo. Tú no eres amanerado ni afectado en lo que respecta a la casa. Este lugar es agresivamente masculino. Una sala de estar, decorada con muebles de los años ochenta de cromo y madera negra. Pero no es la casa de un heterosexual, ¿no es cierto? No hay revistas de tías ni de coches. Bajo la mesita de centro solamente se apilan revistas de musculación. Mira las paredes: cuerpos de hombres untados de aceite y brillantes; músculos que parecen esculpidos. Tus compañeros de piso saben perfectamente quiénes son. No creo que tú seas ninguno de ellos, Andy. Tú te controlas… pero no tanto. Una cosa es ser coherente y otra bien distinta lo bastante fuerte para proyectar una imagen de coherencia sin fisuras. Yo entiendo de ese tipo de asuntos, ¿sabes? Soy un experto. Si tuvieras tan clara tu identidad como los hombres que viven aquí, no tendrías que hacer lo que haces, ¿no es así?».

«Mira los libros: Stephen King, Dean R. Koontz, Stephen Gallagher, Iain Banks. La biografía de Arnold Schwarzenegger. Un par de libros de bolsillo sobre la mafia. Nada suave, nada agradable, pero tampoco no hay nada que llame especialmente la atención. ¿Leerías estos libros? Tal vez. Pero yo creo que a ti te gusta leer más bien sobre asesinos en serie… y aquí no hay nada de eso».

Hill se dio la vuelta poco a poco hacia la puerta. Se sorprendió al ver a Brandon allí plantado, de pie. Estaba tan absorbido por su escrutinio que se había olvidado de que iba acompañado. «Ten cuidado, Tony. Que no se te vaya la cabeza», se advirtió.

En silencio, avanzaron hacia la cocina. Era espartana y estaba muy bien equipada. En la pila había un bol de sopa y una taza medio llena de té frío. Una pequeña balda llena de libros de cocina daba testimonio de la obsesión de sus ocupantes por comer sano. «Pedolandia», pensó Tony con ironía al abrir un armario lleno de botes de legumbres. Abrió los cajones y observó los cuchillos de cocina. Había una puntilla para las verduras con el filo estrecho de tantas veces que había sido afilada, uno para el pan con el filo oxidado por el paso de los años y uno de trinchar barato cuyo mango se veía emblanquecido debido al lavavajillas.

«Estas no son tus herramientas, Andy. A ti te gustan los cuchillos que sirven para lo que se supone que han de servir», pensó Tony.

Sin consultárselo a Brandon, salió de la cocina y subió las escaleras. El comisario le vio meter la cabeza en la primera habitación y desecharla. Cuando se asomó él, vio que, claramente, se trataba de la habitación de la pareja. Siguió a Tony a través de la puerta de la habitación que quedaba más allá del descansillo. Era la de McConnell. Parecía que Tony se hubiera sumergido de nuevo en un mundo interior. La habitación estaba amueblada de forma sencilla con una cama de pino, una cajonera y un armario. En el alféizar había una serie de trofeos de levantamiento de peso. También había una librería alta repleta de libros de ciencia ficción de segunda fila y un puñado de novelas sobre gais. En una mesa pequeña descansaban una consola y un televisor. Encima, en una balda, se hallaba la colección de videojuegos. Mortal Kombat, Streetfighter II, Terminator 2, Doom y unos cuantos títulos más cuyo denominador común era la acción violenta.

—Esto ya se parece más —murmuró. Se quedó de pie junto a la cajonera con la mano preparada para abrir uno de los cajones—. Quizá sí que seas tú. Quizá les dejes la sala a tus compañeros. ¿Y si este era tu único dominio? ¿Qué debería esperar encontrar aquí? Querría descubrir tus trofeos, Andy. Seguro que guardas algo cercano a ti, porque los recuerdos se desintegran demasiado rápido. Todos necesitamos algo tangible. Ese bote de perfume vacío que aún conserva su fragancia y que la invoca ante mis ojos como si fuera un holograma. El programa de la obra de teatro correspondiente a la primera noche que hicimos el amor y que tan bien estuvo. Guarda los buenos recuerdos, deshazte de los malos. ¿Qué tienes para mí?

Los tres primeros cajones eran decepcionantemente inocuos: ropa interior, camisetas, calcetines, chándales y pantalones cortos. Cuando el psicólogo abrió el último cajón, suspiró de satisfacción. En él encontró todo el material sadomasoquista del sospechoso: esposas, correas de cuero, anillos para el pene, látigos y hasta una serie de objetos que, a Brandon, le parecieron sacados de alguna especie de laboratorio o manicomio. Cuando Tony los extrajo uno a uno del cajón, el comisario se estremeció.

Tony se sentó en la cama y miró a su alrededor. Despacio, con cautela, intentó reconstruir la imagen del hombre que ocupaba esa habitación. «Te gusta ejercer el poder a través de la violencia. Te gusta sentir dolor durante tus relaciones sexuales. Pero aquí no hay nada de sutileza. Nada que me lleve a pensar que eres un hombre que lo planea todo hasta el más mínimo detalle. Reverencias tu cuerpo. Para ti es un templo. Has conseguido cosas y estás orgulloso de ello. No eres un inadaptado social. Puedes compartir la casa con un par de hombres y no te obsesiona la privacidad; puesto que no hay cerradura en la puerta. No tienes problemas con tu sexualidad y te sientes a gusto con la idea de traerte a casa a alguien del club, siempre que tengas la posibilidad de conocerlo un poquito primero», pensó.

Brandon interrumpió la construcción de la imagen.

—¡Fíjese en esto, Tony! —dijo, emocionado. El policía había estado revisando concienzudamente una caja de zapatos llena de papeles, la mayoría de ellos recibos, garantías de aparatos eléctricos y extractos del banco o de la tarjeta de crédito. La caja estaba casi vacía, pero sostenía un papel muy finito en la mano.

El doctor Hill lo cogió. Era una especie de papel de la policía.

—¿Qué es esto? —dijo tras fruncir el ceño.

—Es la notificación que recibes cuando un agente de tráfico te echa el alto y no llevas los papeles. Tienes que llevarlos a la comisaría en un periodo concreto de tiempo para que puedan comprobar que todo está en orden. Mire el nombre del agente —le apremió.

Tony volvió a mirar. El nombre, que al principio le había parecido poco más que un garabato, de pronto se convirtió en «Connolly».

—He reconocido el número —dijo Brandon—. El nombre resulta casi ilegible.

—Joder… —dijo Tony.

—Damien Connolly debió de detenerle por algún delito menor de tráfico o bien durante una inspección sorpresa en que le pediría la documentación.

Tony volvió a fruncir el ceño.

—Pensaba que Connolly era un agente de información. ¿Por qué estaría haciendo labores de tráfico?

Brandon miró la hoja de papel por encima del hombro de Tony.

—Esto fue hace casi dos años. Connolly no era compaginador por aquel entonces. Y si no estaba pasando un periodo en tráfico, estaría de servicio con el coche patrulla por la zona y vio que McConnell hacía algo que no debía.

—¿Puede averiguarlo con discreción?

—Por supuesto.

—Esto es muy importante, ¿no?

Brandon parecía sorprendido.

—¿Se refiere a que… lo hemos resuelto? ¿Se trata de McConnell?

—No, no —respondió Tony rápidamente—; en absoluto.

Lo que quería decir es que si puede llegar a enterarse de cómo sucedió, podría pedirle una orden al juez basándose en que el sospechoso conocía a tres de las cuatro víctimas, lo que va más allá de la mera coincidencia.

—Así es. Entonces, ¿sigue sin estar convencido de que McConnell sea el asesino?

Tony se puso en pie y empezó a caminar por la habitación, arriba y abajo. El patrón gris, rojo, negro y blanco de la alfombra le recordaba la única migraña que había tenido en su vida.

—Antes de encontrar esto, estaba convencido de que no se trataba de él —dijo tras unos instantes—. Sé que aún no he tenido tiempo de sentarme a dibujar un perfil, pero empiezo a hacerme a la idea de cómo es el asesino. Y aquí hay demasiadas cosas que no encajan con dicha idea. Pero esto es una coincidencia de la hostia. Esta es una ciudad grande. Sabemos que Stevie McConnell se relacionaba, o al menos había tratado, con tres de las cuatro víctimas. ¿Cuánta gente se hallará en esa misma circunstancia?

—No mucha —respondió Brandon, apesadumbrado.

—Aun así, McConnell sigue sin encajarme con el homicida. No obstante, es posible que conozca al asesino, que se trate de alguien que contactara con Adam Scott y Gareth Finnegan a través de él. Quizá estuviera con él cuando Connolly lo paró, o se lo señaló diciéndole algo así como: «Ese es el cabrón que me detuvo por exceso de velocidad».

—En realidad, no cree que sea McConnell, ¿verdad? —dijo Brandon abiertamente y con voz de sentirse algo decepcionado—. Supongo que estaba cogido por los pelos. Al fin y al cabo, no hay pruebas que conecten la casa con los asesinatos —dijo con cautela—. Aunque usted ha dicho que podría estar realizando los crímenes en otro lugar. Podría ser allí donde guardase los trofeos de sus víctimas.

—No es solo por la ausencia de pistas. A decir verdad, John, los asesinos en serie acaban convirtiendo sus fantasías en realidad. Lo normal es que las desarrollen hasta el punto de que, para ellos, resulten más reales que el mundo que les rodea. Aquí no hay nada que sugiera que McConnell posee ese tipo de personalidad. Tiene en su poder un montón de revistas porno, sí; pero la mayoría, de hombres de su edad las colecciona, con independencia de cuál sea su orientación sexual. Tiene videojuegos violentos, sí, como también miles de quinceañeros y hombres adultos. Aquí hay muchas pruebas que demuestran que Stevie McConnell no es un sociópata. Mire a su alrededor, John. Toda la casa apesta a normalidad. El calendario de la cocina tiene marcadas las fechas en las que viene gente a cenar. Mire el montón de postales de Navidad que guarda en la balda. Al menos hay cincuenta. Mire las fotografías. Si se fija en el cambio de decorados y de cortes de pelo, Stevie ha debido de conservar la misma pareja durante cuatro o cinco años. No parece que tenga ningún problema para establecer relaciones con la gente. Sí, es cierto, no da la impresión de que conserve nada que tenga que ver con su familia, pero muchos gais son rechazados por sus parientes en cuanto salen del armario. Ello no significa que su familia fuese disfuncional en los modos que suelen propiciar el desarrollo de un asesino en serie. Lo siento, John. Al principio no estaba seguro, pero cuantas más cosas veo, más me convenzo de que este sujeto no me huele mal.

Brandon se puso en pie y colocó la hoja de papel exactamente donde la había encontrado.

—No me gusta decir esto, pero creo que tiene usted razón. Al comienzo de nuestro interrogatorio, me ha parecido que estaba demasiado tranquilo para ser nuestro hombre.

Tony negó con la cabeza.

—No deje que eso lo confunda. Lo más probable es que, cuando detengan al tipo correcto, también se muestre muy tranquilo. No olvide que esto es algo que ha planeado de forma cuidadosa. Aunque cree que es el mejor, seguro que tiene preparado un plan de emergencia. Sabe que, antes o después, lo interrogarán.

Y estará preparado. Será razonable. Agradable. No parecerá un convicto. Será anodino, servicial y no disparará ninguna alarma ante sus detectives. Su coartada no parecerá una coartada. Es probable que diga que estuvo haciendo una tarta o que fue solo a ver un partido de fútbol. Acabarán dejándolo de lado porque cualquier otro sospechoso resultará mucho más interesante.

Brandon se las ingenió para parecer aún más deprimido que de costumbre.

—Gracias, Tony. Ahora sí que me ha animado. ¿Qué sugiere entonces?

Tony se encogió de hombros.

—Como le he dicho, es posible que McConnell conozca al asesino. Quizá hasta tenga sus propias sospechas. Personalmente, lo dejaría encerrado un poco más. Le haría sudar para que nos lo contara todo, cuanto sabe o tiene siquiera en mente. Pero no me olvidaría de él. Pida la orden judicial. Haga un registro como Dios manda, busque bajo el parqué; en el desván. Nunca se sabe lo que se puede descubrir. No olvide que yo podría estar completamente equivocado.

Brandon miró la hora.

—Bueno, será mejor que devuelva las llaves antes de que cambie el turno. Lo acercaré hasta su casa de camino.

Tras echar una última ojeada para ver si lo habían dejado todo tal y como lo habían encontrado, Brandon y Tony abandonaron la casa del sospechoso. Cuando se acercaban al Range Rover, una voz de entre las sombras dijo:

—Buenos días, caballeros. Están arrestados. —Carol dio un paso adelante y quedó bañada por la luz de una farola—. Doctor Anthony Hill y comisario John Brandon, quedan arrestados como sospechosos de un allanamiento de morada. No tienen que decir nada si… —Y en ese preciso momento se echó a reír.

A Brandon se le había subido el corazón a la boca en cuanto había oído las primeras palabras.

—Joder, Carol, estoy demasiado viejo para estas bromas.

—Pero no para estas «misioncillas» —le respondió, cortante, mientras señalaba con el pulgar la casa de McConnell—. Un registro ilegal y, además, acompañado por un civil. Menos mal que no estoy de servicio, señor.

Brandon esbozó una sonrisa de cansancio y dijo:

—¿Y qué hace usted merodeando por los alrededores de la casa del sospechoso?

—Soy detective, señor. Creí que les encontraría a ustedes aquí. ¿Buenas noticias?

—El doctor Hill cree que no. ¿Qué hay del interrogatorio?

—Tus sugerencias nos vinieron de perlas, Tony. McConnell no tenía coartada para el asesinato de Damien Connolly, excepto hacia el final de la noche, aunque Damien bien podría estar muerto para entonces. Lo que resulta significativo es dónde estuvo durante dicho tiempo de la coartada: señor, estaba tomándose unas copas en el pub en el que apareció el cuerpo.

Tony enarcó las cejas de golpe y contuvo el aliento. Brandon se giró hacia él.

—¿Y bien?

—Es la típica reacción impertinente que tendría Andy el Hábil. Que alguien compruebe si se trata de un habitual del club. De lo contrario, será representativo —dijo Tony muy despacio. Antes de que pudiera seguir, le sobrevino un gran bostezo—. Disculpen. No soy un ave nocturna.

—Yo lo llevo a casa —dijo Carol—; creo que el comisario tiene que dejar algo en comisaría.

Brandon miró el reloj.

—De acuerdo. Carol, reunámonos a las 11:00, en vez de a las 10:00.

—Gracias, señor —respondió ella, agradecida, mientras abría la puerta del coche. Tony se desplomó en el asiento del copiloto, incapaz de contener la oleada de bostezos que le sobrevenían.

—Lo siento mucho —le dijo él—; no puedo dejar de bostezar.

—¿Habéis encontrado algo que merezca la pena? —El tono era más agradable que sus propias palabras.

—Damien Connolly lo detuvo hace un par de años por un delito de tráfico —dijo Tony con esfuerzo.

Carol silbó.

—¡Le tenemos! Ya le hemos pillado dos mentiras, Tony. McConnell le dijo a Don Merrick que había conocido a Connolly tras un robo en su gimnasio. Luego, en el interrogatorio, ha negado que lo hubiera visto siquiera. Ha dicho que había mentido para parecer más interesante. ¡Pero resulta que lo conocía realmente! ¡Menuda pillada!

—Solo si consideras que es el asesino. Siento defraudarte, Carol, pero no creo que se trate de él. Ahora estoy muy cansado para contártelo todo, pero en cuanto haya trazado el perfil y lo estudiemos, verás por qué no me parece que sea Stevie McConnell. —Volvió a bostezar y apoyó la cabeza en una mano.

—¿Y cuándo será eso? —preguntó al tiempo que se esforzaba por no pedirle que le contase todo lo que sabía.

—Mira, dame el día de hoy… y mañana por la mañana tendré un perfil para ti. ¿Qué te parece?

—Bien. ¿Necesitas algo más hasta entonces?

Tony no dijo nada. Ella lo miró un momento y vio que se había quedado dormido. «Mejor para él», pensó. Tuvo que esforzarse por concentrarse y condujo a través de la ciudad hasta la vivienda del psicólogo; una casa de ladrillo adosada, de principios de siglo, que se encontraba en una calle tranquila por la que pasaba el tranvía, lejos de la universidad. Aparcó. El coche se detuvo con tal cuidado que Tony, que había empezado a respirar fuerte, ni siquiera se dio cuenta.

Se quitó el cinturón de seguridad y se giró hacia él para sacudirlo ligeramente. Tony levantó la cabeza, sobresaltado, y abrió los ojos como platos. Miró a Carol, sin entender aún.

—Tranquilo, no pasa nada. Hemos llegado a casa. Te has quedado dormido.

Tony se frotó los ojos con los puños y musitó algo ininteligible. Sonrió a la detective con ojos legañosos al tiempo que le lanzaba una sonrisa ladeada y somnolienta.

—Gracias por traerme a casa.

—No hay de qué. —Seguía doblada hacia él y era consciente de que se hallaba demasiado cerca—. Esta tarde te llamo para quedar mañana.

Tony, por fin despierto, sintió claustrofobia.

—Gracias de nuevo —dijo y se retiró precipitadamente mientras abría la puerta del coche y salía a la acera, trastabillando por las prisas y la falta de sueño.

«No puedo creer que haya deseado que me besase —dijo Carol para sí mientras observaba cómo Tony abría la verja y recorría el sendero que lo conducía hasta su casa—. Dios santo, ¿qué me está pasando? Primero trato a Don como si fuera su madre y ahora empiezo a coquetear con especialistas…».

—En cuanto vio que el psicólogo abría la puerta, introdujo una casete en el equipo de música y arrancó. «Lo que necesito», decía Elvis Costello, «son vacaciones».

—Te burlas y flirteas… y brillas como los botones de tu camisa verde —canturreó.

—Anoche estábamos, prácticamente, poniendo a enfriar el champán. Y ahora, ¿resulta que queréis dejar marchar a McConnell? —Cross sacudió la cabeza en un gesto de exasperación tan antiguo que probablemente aparecía ya en algún jarrón griego—. ¿Qué ha sucedido para que todo cambie? ¿Acaso tiene una coartada a prueba de bombas? ¿Acaso salió de copas con el príncipe Edward y sus guardaespaldas?

—No digo que lo soltemos enseguida. Todavía tenemos que hacerle una serie de preguntas sobre sus conocidos, comprobar si presentó a alguien a Gareth Finnegan y a Adam Scott. Y después le dejaremos marchar. No hay ninguna prueba, Tom —dijo Brandon, cansado. La falta de sueño había transformado su cara en una máscara gris que no habría desentonado en una película de miedo de la Hammer. La voz y el aspecto de Cross, en cambio, resultaban tan frescos como los de un niño que acabara de echar una cabezadita.

—Estuvo aquella noche en La reina de corazones. Por lo que sabemos de momento, él tenía el cadáver de Damien Connolly en el maletero del coche mientras esperaba a la hora de cierre. Eso debería bastar para poner su casa patas arriba.

—En cuanto tengamos pruebas suficientes para pedir una orden de registro, lo haremos —dijo Brandon, reacio a reconocer que ya había dado ese paso tan poco ortodoxo. Un poco antes, le había pedido a la sargento Claire Bonner que revisara todos los arrestos y multas de tráfico relativos a Damien Connolly, con el fin de establecer alguna conexión con McConnell; aunque de momento no había encontrado la información crucial que creía esconderse allí.

—Me imagino que todo esto es cosa del «chico maravilla» —dijo Cross con amargura—. Supongo que el loquero afirma que la infancia de McConnell no fue lo bastante infeliz.

Carol se mordió la lengua. Bastante malo era representar el papel de mosquito en medio de esta lucha de titanes como para recordarles a sus jefes que estaba siendo testigo de su enfrentamiento.

Brandon frunció el ceño.

—Lo he consultado con el doctor Hill y sí, considera que por lo que tenemos de momento, es improbable que McConnell sea nuestro hombre. Pero esa no es la principal razón por la que considere que deberíamos soltarle. Para mí, la falta de pruebas es muchísimo más importante, joder.

—Y para mí. Por eso necesitamos tiempo para obtener más. Debemos interrogar a los mariconazos con los que estaba bebiendo el lunes por la noche para ver en qué estado iba. Y necesitamos mirar qué esconde McConnell bajo el colchón —soltó Cross—. No lleva ni doce horas bajo custodia, señor. Podemos retenerle hasta bien pasada la medianoche. Luego, podríamos acusarle por lo del asalto y pedirle al juez que ordene mantenerlo bajo custodia, lo que nos daría tres días más. Es lo único que pido. Para entonces tendré suficiente material para empapelarlo. No me lo puede negar, señor. Los muchachos se pondrán como fieras.

«Mal», pensó Carol. «Lo estabas haciendo bien hasta entonces, pero el chantaje emocional te va a pasar factura».

A Brandon se le pusieron las orejas como tomates.

—Espero que nadie piense que el hecho de interrogar a alguien significa que no hay que seguir trabajando —dijo en un tono de voz peligroso.

—Están entregados, señor, pero llevan mucho tiempo trabajando en el caso sin que pase nada.

Brandon se dio la vuelta y se quedó mirando la ciudad por la ventana. Su instinto le decía que dejara libre a McConnell una vez hubieran intentado sacarle cuanto supiera de sus amistades, y no necesitaba el comentario desafortunado de Cross para ser consciente de que tener a un sospechoso había insuflado ánimo a la brigada de criminología. Antes de tomar una decisión, sonó un repiqueteo en la puerta.

—Adelante —dijo mientras se daba la vuelta y se dejaba caer pesadamente sobre la silla.

Los rizos de color zanahoria de Kevin Matthews aparecieron por la puerta. Tenía el aspecto de un crío al que le hubieran prometido un viaje a Disneylandia.

—Señor, siento interrumpir, pero… acabamos de recibir un informe forense sobre el cadáver de Damien Connolly.

—Pues pase usted y pónganos al día —contestó Cross animadamente.

Kevin esgrimió una sonrisa a modo de disculpa e hizo que su cuerpo delgaducho se colara por la puerta tras asomar sus rizos.

—Uno de los forenses encontró un pedacito de cuero arrancado en un clavo de la verja. Se trata de un área restringida; es decir, que el público no puede entrar, así que pensó que podía resultar significativo. Evidentemente, habría que descartar a la gente que trabaja en el pub y a los que traen la cerveza. No obstante, parece que el patio fue encalado y que las verjas fueron pintadas hace cosa de un mes, por lo que no tendríamos que buscar entre demasiadas personas. Nadie admitió poseer nada hecho con un cuero como ese, así que se lo enviamos a los forenses y les pedimos que lo analizasen con urgencia. Y acaba de llegar el informe. —Le tendió los papeles a Brandon, ansioso como un boy scout.

El pasaje relevante había sido destacado con un fosforescente amarillo y a Brandon le saltó a la vista enseguida: «El fragmento de cuero marrón oscuro es extremadamente inusual. Para empezar, parece ser la piel de algún tipo de ciervo. Aún más significativo resulta que los análisis indican que ha sido curado con agua de mar en vez de con un medio químico especial. Solo conozco un lugar que produzca este tipo de cuero: la antigua Unión Soviética. Debido a que el suministro de los productos químicos necesarios era muy escaso, muchos curtidores de allí seguían usando el viejo método de curación mediante agua marina. Yo diría que el fragmento pertenece a una chaqueta de cuero hecha en Rusia. Este tipo de cuero no se comercializa en ningún otro lugar, debido a que no reúne los estándares fijados por los comercios de Occidente». En cuanto acabó de leer se lo tendió a Cross, que exclamó:

—¡Hostia!, ¿quieres decir con ello que estamos buscando a un Iván?