5

La chusma de lectores de periódicos se contenta con cualquier cosa con tal de que sea bastante sangrienta. Pero un hombre de espíritu sensible exige algo más.

Después de acompañar a Carol al coche, Tony caminó por el campus hasta la zona de tiendas y se compró la edición nocturna del Bradfield Evening Sentinel Times. Si Andy el Hábil deseaba publicidad, por fin la había conseguido. El miedo y el odio llenaban varias páginas del periódico. Hasta cinco, para ser exactos. De la 1 a la 3, y luego la 24 y la 25, además de un editorial, estaban dedicadas por entero al Matamaricas. Si teníamos en cuenta el apodo empleado, era evidente que a la policía se le escapaba más información que al gabinete presidencial.

—No te va a gustar que te llamen Matamaricas, ¿verdad, Andy? —se dijo para sí mientras caminaba de vuelta a la oficina. Una vez instalado en su mesa, estudió el periódico. Penny Burgess había hecho su agosto. El enorme titular en portada proclamaba a los cuatro vientos: «¡El Matamaricas ataca de nuevo!». En otro más pequeño se les decía a los lectores lo siguiente: «La policía admite que un asesino en serie acecha la ciudad». Más abajo, unas líneas escritas en tono morboso relataban el descubrimiento del cadáver de Damien Connolly, junto a una fotografía del día de su desfile de graduación. En las páginas dos y tres se llevaba a cabo un resumen sensacionalista de los tres casos previos, con mapa incluido.

«Ladrillos sin argamasa. Muy bien», pensó mientras pasaba las páginas para llegar a la zona central. El siguiente titular: «Los gais, aterrorizados por el monstruo Matamaricas», dejaba bien a las claras que el Sentinel Times había decidido quién corría peligro. El artículo se centraba en la supuesta histeria que sufría la comunidad gay de Bradfield e incluía fotos de cafeterías, bares y clubes que contribuían a que la zona pareciera lo suficientemente sórdida para complacer los prejuicios de los lectores.

—Ay, Dios —dijo Tony—, esto sí que no te va a gustar —y empezó a leer el editorial.

Por fin, la policía ha reconocido lo que tantos pensábamos hace tiempo: que un asesino en serie anda suelto en Bradfield y que tiene como objetivo a los hombres jóvenes y solteros que frecuentan los sórdidos bares gais de la ciudad.

Es una desgracia que la policía no haya avisado antes a los homosexuales de Bradfield. En una vida nocturna llena de ligues ocasionales y sexo anónimo, al monstruo depredador no debe de resultarle difícil encontrar víctimas que sean propicias. El silencio de la policía solo ha servido para facilitarle las cosas al asesino.

Es probable que su negativa a hablar haya incrementado el recelo de la comunidad gay hacia las fuerzas del orden, empujando a sus integrantes a pensar que, para la policía, su vida tiene menos valor que la de otros miembros de la comunidad.

Así como la policía se preocupó rápidamente de resolver los crímenes de mujeres «inocentes» a cargo del asesino de Yorkshire, cosa que no hubiera hecho en caso de tratarse de prostitutas, no se justifica que haya tenido que ser asesinado un agente para que la policía metropolitana de Bradfield se tomara en serio al Matamaricas.

Pese a ello, pedimos a la comunidad gay que coopere al máximo con la policía. Y exigimos que la misma investigue estos crímenes terribles diligentemente, tal y como merecen los homosexuales de Bradfield. Cuanto antes caiga este asesino despiadado, más tranquilos estaremos.

—La mezcla habitual de justicia propia, indignación y demandas poco realistas —le dijo a la hiedra del diablo que tenía en el alféizar. Recortó los artículos y los extendió sobre la mesa. Encendió su grabadora microcasete y empezó a hablar—. Bradfield Evening Sentinel Times, tj de febrero. Por fin Andy el Hábil ha llegado a lo más alto. Me pregunto cómo será de importante para él. Uno de los principios para trazar el perfil de los asesinos en serie consiste en tener en cuenta que tienden a buscar oxígeno en la publicidad. Pero esta vez no estoy seguro de que le preocupe demasiado. No ha habido mensajes tras los dos primeros crímenes, ninguno de los cuales recibió demasiada publicidad a raíz del descubrimiento de los cadáveres. Y aunque hubo un aviso en un periódico para indicar a la policía dónde se encontraba el tercer cadáver, la nota no mencionaba ninguno de los asesinatos precedentes. He estado dándole vueltas al asunto hasta que la inspectora Carol Jordán me ha ofrecido una explicación alternativa para la nota y el vídeo que la acompaña, pues ella dice que, de no haberlos enviado, el cadáver podría haber permanecido bastante tiempo sin ser descubierto. Así pues, aun cuando a Andy no parezca obsesionarle generar titulares o causar el pánico, es evidente que desea que encontremos los cadáveres mientras en ellos aún sea reconocible su trabajo.

Apagó la casete y soltó un suspiro. Aunque tiempo atrás le hubiera dado la espalda al circo académico, no podía librarse de su entrenamiento: tenía que grabar todas las partes del proceso. La perspectiva de que la investigación le proporcionase material valioso para algunos artículos e incluso para componer un libro era algo a lo que Tony no se podía resistir.

—Soy un caníbal —le dijo a la planta—. A veces me doy asco. —Recogió los recortes y los guardó dentro de la carpeta de los artículos de prensa. Abrió las cajas y sacó pilas de portafolios llenas de documentos. Carol las había clasificado con claridad. «Letras mayúsculas desenvueltas. Una mujer cómoda con la escritura manual», pensó.

Cada una de las víctimas traía asociado un informe de patología y otro forense, preliminar. Las declaraciones de los testigos se dividían en tres grupos: de fondo (sobre la víctima), evidencia (sobre la escena del crimen) y miscelánea. Extrajo los primeros y se impulsó con la silla de ruedas hasta alcanzar el lado de la mesa en el que estaba el ordenador. Cuando llegó a Bradfield, la universidad le había ofrecido una terminal enlazada a su red. Había declinado la oferta puesto que no deseaba perder el tiempo aprendiendo nuevos códigos de protocolo. Se sentía muy a gusto con su ordenador de siempre. Ahora le alegraba no haber tenido que añadir datos de seguridad a la lista de preocupaciones que le mantenían despierto por las noches.

Abrió el programa con el que poder cotejar informaciones de las víctimas y empezó el largo y tortuoso proceso de introducir los datos.

Cinco minutos en la comisaría de la calle Scargill le bastaron a Carol para desear haberse ido directamente a casa. Con el fin de llegar a la oficina que le habían asignado durante la investigación tuvo que atravesar toda la sala principal de la brigada. Había copias del periódico de la tarde esparcidas por las mesas que se burlaban de ella con sus finos titulares negros. Bob Stansfield, de pie junto a dos agentes, le dijo mientras pasaba:

—¿Qué?, el bueno del doctor ya ha terminado, ¿no?

—Por lo que he visto de momento sobre el «bueno del doctor», podría darles algunas lecciones de horas extras a más de uno de nuestros jefes —respondió mientras deseaba que se le hubiera ocurrido algo más ingenioso. Seguro que lo hacía en la ducha, horas más tarde. Aunque, por otro lado, quizá fuera mejor no haber soltado algo devastador. Mejor no quemar a los muchachos más de lo que ya lo había hecho su nombramiento. Se detuvo y sonrió—. ¿Alguna novedad?

—Venga, chavales, poneos a trabajar —soltó Stansfield para despachar a los agentes. Se acercó a Carol y le dijo—: Nada. Los del HOLMES están trabajando a toda pastilla, metiendo en el ordenador todo lo que tenemos, buscando correlaciones que puedan servirnos de ayuda. Cross ha ordenado que repasemos a los sospechosos. Está convencido de que uno de ellos es nuestra mejor opción.

—Menuda pérdida de tiempo —respondió ella negando con la cabeza.

—Y que lo digas. Este cabrón no tiene modus operandi, pondría la mano en el fuego. El equipo de Kevin sale esta noche para probar algo diferente —añadió mientras sacaba el último cigarrillo del paquete y lo encendía. Tiró la cajetilla a una papelera cercana sin poder reprimir una mueca de disgusto—. Como no nos den pronto un puto descanso, voy a tener que pedir un aumento para cubrir el gasto extra de nicotina.

—Yo estoy bebiendo tanto café que tengo un tembleque continuo —dijo, apesadumbrada—. ¿Qué pretende Kevin? —preguntó, mostrando interés. Primero la camaradería y solo después, la pregunta. Era curioso cómo para sacar información a los compañeros había que seguir las mismas reglas que a la hora de interrogar a los sospechosos.

—Ha formado un equipo secreto para salir de marcha por la zona gay. Se van a concentrar en los pubes y clubes con reputación de albergar aficionados al sado —gruñó—. Se han pasado la tarde en Tráfico, gorroneándoles pantalones de cuero a los moteros.

—Merece la pena intentarlo.

—Sí, bueno, esperemos que Kevin no mande a un puñado de mariquitas como Damien Connolly. Lo último que nos faltaría ahora es que un hatajo de homosexuales del departamento de Homicidios acabasen con sus propias esposas puestas.

A Carol le disgustó el comentario, así que decidió no contestar y encaminarse hacia su oficina. Ya tenía la mano en el picaporte cuando la voz de Cross retumbó por toda la sala:

—¿Detective Jordán? Mueva su culo hasta aquí.

Carol cerró los ojos y contó hasta tres.

—Ya voy, jefe —dijo animadamente mientras se daba la vuelta y se dirigía hacia la oficina temporal de Cross. El hombre solamente llevaba allí un día, pero ya había marcado su territorio como un gato. La habitación apestaba a puro. Había vasos de plástico de café a medio beber dispuestos estratégicamente por el antepecho de la ventana y sobre la mesa, y colillas flotando en su interior. Incluso había colgado un calendario de chicas en la pared, prueba irrefutable de que el sexismo seguía vivito y coleando en la industria de la publicidad. ¿No se habían dado cuenta todavía de que eran las mujeres las que iban al supermercado y decidían qué marca de vodka comprar?

Al entrar en la oficina de Cross, dejó la puerta entreabierta para que se ventilara y dijo:

—¿… Señor?

—¿Qué ha descubierto el niño prodigio?

—Es un poco pronto para sacar conclusiones, señor —respondió alegremente—. Aún tiene que leer la copia que le he hecho de todos los informes.

—Ah, sí, se me olvidaba que es un puto profesor —gruñó Cross, añadiendo un toque evidente de sarcasmo a la última palabra—. Todo por escrito, ¿eh? Kevin tiene algo más sobre el caso de Connolly, tendrás que ponerte al día. ¿Algo más, detective? —preguntó beligerante, como si fuera ella la que hubiera hecho algo para imponérsele.

—El doctor Hill tiene una propuesta, señor. Sobre las marcas de quemaduras que hay en el cuerpo del agente Connolly. Me ha preguntado si hay alguien en el equipo HOLMES que sepa hacer análisis de patrones estadísticos.

—¿Y qué coño son los análisis de patrones estadísticos? —dijo al tiempo que echaba la colilla del cigarrillo que estaba fumando en uno de los vasos de café.

—Creo que significa…

—Da igual, da igual —la interrumpió—. Ve a ver si alguno de ellos sabe de qué demonios estás hablando.

—Sí, señor. Ah, señor, por cierto… en caso de que no podamos hacerlo nosotros, mi hermano trabaja con ordenadores. Estoy segura de que él podría encargarse.

Cross se quedó mirándola con una expresión que no fue capaz de descifrar. Al hablar, se mostró muy afable.

—Muy bien. Adelante. Al fin y al cabo, el señor Brandon te ha dado carta blanca.

«Entonces, así es como se escurre el bulto», pensó Carol mientras bajaba las escaleras hasta la sala de los HOLMES. Tras una conversación de cinco minutos con el detective Dave Woolcott —visiblemente agobiado por la cantidad ingente de trabajo— le quedó claro lo que ya sospechaba: su equipo no poseía ni los programas ni los conocimientos necesarios para llevar a cabo el análisis que precisaba Tony. Mientras se dirigía hacia la cantina en busca de Kevin Matthews, rezó para que Michael pudiera ocuparse con total discreción. Mantenerse callado respecto a desarrollos tecnológicos era muy diferente de resistirse a la tentación de cotillear sobre la investigación de un criminal tan notorio. Como la dejase mal, ya podía ir despidiéndose de un futuro ascenso.

Encontró a Kevin encorvado sobre una taza de café, junto a un plato con restos de fritanga. Carol sacó la silla que había enfrente de él.

—¿Te importa si me siento?

—Adelante —dijo mientras la miraba y le ofrecía algo parecido a una sonrisa, al tiempo que se quitaba sus rebeldes rizos pelirrojos de la frente—. ¿Cómo te va?

—Probablemente, sin tantos problemas como los que tenéis Bob y tú.

—¿Qué tal con el cerebrito del Ministerio?

Carol se quedó pensativa unos instantes.

—Es cauto. Es rápido. Es agudo. Pero no es un sabelotodo. Y no parece albergar la menor intención de decirnos cómo tenemos que hacer nuestro trabajo. Es muy interesante observar cómo trabaja. Ve las cosas desde una perspectiva diferente.

—¿A qué te refieres? —preguntó con verdadero interés.

—Cuando nosotros enfocamos un crimen, buscamos las pruebas físicas, pistas, cosas que nos indiquen con quién podríamos querer hablar o hacia dónde necesitaríamos mirar. Cuando lo enfoca él, todo eso no le interesa en absoluto. Él quiere saber por qué las pruebas físicas se han dado de tal manera y entender, así, quién ha podido dejarlas. Es como si nosotros usáramos la información para ir hacia delante y él la usara para ir hacia atrás. No sé si me explico.

—Creo que sí —dijo Kevin mientras fruncía el entrecejo—. ¿Crees que tiene lo que hace falta?

Ella se encogió de hombros.

—Aún es pronto, pero sí, tras una primera impresión, creo que tiene algo que ofrecer.

—¿A la investigación o a ti? —sonrió él.

—Vete a la mierda, Kevin —le respondió, cansada de las indirectas que le lanzaban constantemente en el trabajo—. A diferencia de otros, yo nunca me cago ante la puerta de mi casa.

Kevin la miró por un momento, incómodo.

—Solo era un chiste, Carol. En serio.

—Se supone que los chistes hacen gracia.

—Vale, vale, perdona. Bueno, ¿y qué tal resulta trabajar con él? ¿Es un buen tío o qué?

Carol contestó despacio, midiendo sus palabras.

—Si tenemos en cuenta que se pasa los días metido en la mente de psicópatas, me parece bastante normal. Pero hay algo… a lo que no me deja acceder. Mantiene las distancias. No suelta prenda. Pero me trata como a una igual, no como si fuera tonta. Está de nuestra parte, Kevin, y eso es lo que importa. Parece que es uno de esos tipos adictos al trabajo, más preocupados por dar respuestas que por cualquier otra cosa. Y, hablando de trabajo, Popeye me ha dicho que habías descubierto algo sobre el agente Connolly.

—Para lo que sirve —suspiró Kevin—. Una de sus vecinas llegó del trabajo a las 17:50. Recuerda la hora porque el pronóstico marítimo acababa de empezar a sonar en la radio del coche. Connolly estaba junto a su vehículo, cerrando el capó. Llevaba un mono. Dice que seguro que había estado trabajando en él, porque lo hacía a menudo. Para cuando aparcó y entró en su casa, Damien se encontraba metiendo el coche en el garaje. Esa misma vecina volvió a salir aproximadamente una hora después porque iba a jugar un partido de squash y se fijó en que Connolly había aparcado el coche en la calle. Le sorprendió un poco, porque nunca dejaba el coche afuera, especialmente por la noche. También vio que la luz del garaje estaba encendida. Y eso es todo.

—¿Se trata de un garaje integral?

—No, pero está pegado a la casa y tiene una puerta que da a la cocina.

—Así que parece como si lo hubieran secuestrado de la casa.

—¿Quién sabe? —dijo él, encogiéndose de hombros—. No hay signos de lucha. He hablado con uno de los policías científicos que pusieron la casa patas arriba y dice que no encontraron nada.

—Suena como en los dos anteriores.

—Eso mismo dice Bob. —Kevin empujó la silla hacia atrás—. Será mejor que empiece a ponerme en marcha; esta noche salimos por la ciudad.

—Quizá nos encontremos luego; el Doctor Hill quiere visitar los escenarios de los crímenes más o menos a la hora en que fueron arrojados los cadáveres.

—Pues no dejes que hable con ningún extraño —dijo mientras se ponía en pie.

Tony sacó del microondas la bandeja de plástico con la lasaña y se sentó frente a la barra de la cocina. Había introducido todos los datos que había encontrado sobre las cuatro víctimas y, después, había transferido los archivos a un disquete para poder trabajar en casa mientras esperaba a que llegase Carol. Nada más alcanzar la parada del tranvía, se había dado cuenta de que estaba hambriento. Recordó que no había comido nada desde los cereales del desayuno. Había estado tan concentrado en su trabajo que no se había enterado siquiera. El hambre que sentía le resultaba satisfactoria. Significaba que se hallaba demasiado involucrado en lo que estaba haciendo como para ser consciente de sí mismo. Sabía por experiencia que cuando mejor trabajaba era siempre que perdía la conciencia de sí, cuando podía sumergirse en el patrón de otro ser humano, encerrado en esa lógica de temperamento ajeno, en sintonía con un conjunto de emociones totalmente diferente.

Atacó la comida con gusto y se la zampó tan rápido como pudo para dirigirse al ordenador cuanto antes y seguir con los perfiles de las víctimas. Cuando sonó el teléfono todavía quedaba lasaña en el plato para dos bocados más con el tenedor. Descolgó, sin pararse a pensar.

—¿Hola? —dijo, animoso.

—Anthony —le contestaron. Tony dejó caer el tenedor, que rebotó sobre la pasta y manchó la encimera.

—Angélica. —Tony estaba de vuelta en su propio mundo, anclado en su propia cabeza, en el sonido de su voz.

—¿Hoy te sientes más sociable? —le preguntó con voz grave y un tanto cruda.

—No es que ayer me sintiera antisocial. La cuestión es que tenía asuntos pendientes que no podía ignorar. Y tú me distraes —respondió él, preguntándose por qué se estaba justificando ante ella.

—Esa es la idea. Pero te echaba de menos, Tony. Me habías puesto tan caliente que cuando te deshiciste de mí como de un calcetín viejo, todo lo que deseaba se había esfumado.

—¿Por qué me haces esto? —Era una pregunta que ya le había formulado otras veces, pero ella siempre se iba por las ramas.

—Porque me mereces. Porque te quiero más que nadie en el mundo. Y porque no tienes a nadie más en la vida que te haga feliz.

Siempre la misma historia: esquivar la pregunta con alguna evasiva. Pero esta noche quería respuestas, no halagos.

—¿Y qué te hace pensar eso?

Se oyó una risita al otro lado.

—Sé más cosas de ti de las que te imaginas. Anthony, no tienes por qué seguir solo.

—¿Y si me gusta estar solo? ¿Por qué no puedes asumir que estoy solo porque quiero?

A mí no me parece que estés contento. Hay días en los que parece que necesites un abrazo más que cualquier otra cosa en el mundo. Hay días en los que se diría que no hayas dormido más de un par de horas. Anthony, yo puedo darte tranquilidad. Las mujeres te han hecho daño, lo sé, pero yo puedo evitarlo. Puedo conseguir que deje de dolerte. Puedo hacer que duermas como un niño. La voz era relajante, dulce.

Tony suspiró. Si pudiera…

—Me cuesta creerlo. —Desde el comienzo de estas conversaciones, una parte de él había deseado colgarle el teléfono para no seguir con esta tortura exquisita. Pero el científico que llevaba dentro quería escuchar lo que le decía. Y el hombre herido era suficientemente consciente de que necesitaba curarse, y de que este podía ser el camino. Se acordó de que al principio no quería encariñarse con ella demasiado, para que, llegado el momento, pudiera distanciarse sin sentir dolor.

—Déjame intentarlo. —Estaba tan segura de sí misma… Era consciente del poder que ejercía sobre él.

—Te estoy escuchando, ¿no es cierto? Sigo ahí. Aún no te he colgado el teléfono —contestó, esforzándose porque su voz sonara cálida.

—¿Y por qué no haces justamente eso? ¿Por qué no cuelgas este auricular, subes al dormitorio y descuelgas el que tienes allí, para que estemos más cómodos?

Tony sintió un frío pinchazo de miedo en el pecho. Intentó enfocar la siguiente pregunta de manera profesional. Nada de «¿Cómo sabes eso?», sino:

—¿Qué te hace pensar que tengo teléfono en el dormitorio?

La pausa fue tan corta que Tony no estaba seguro de si se la había imaginado.

—Era una suposición. Lo sospeché. Eres el tipo de hombre que tiene un teléfono junto a la cama.

—Buena suposición. De acuerdo, voy a colgar el teléfono y a coger el del dormitorio. —Colgó el teléfono y corrió hasta su estudio y puso el contestador automático en modo «grabar». A continuación, descolgó el teléfono de nuevo—. ¿Hola? Ya estoy aquí.

—¿Estás sentado cómodamente? Empiezo entonces. —De nuevo esa risita entre sexy y grave—. Esta noche nos lo vamos a pasar realmente bien. Espera a escuchar lo que tengo preparado para ti. Oh, Anthony… —dijo casi en susurros—… he estado soñando contigo. He estado imaginando tus manos sobre mi cuerpo, tus dedos recorriendo mi piel.

—¿Qué llevas puesto? —preguntó, consciente de que era una pregunta tópica.

—¿Qué te gustaría que llevara puesto? Tengo un armario muy amplio.

Reprimió las imperiosas ganas de contestar: «Botas de pescador, un tutú y un plástico en la cabeza». Tragó saliva y dijo:

—Seda. Ya sabes cuánto me gusta el tacto de la seda.

—Por eso adoras mi piel. Me lleva mucho trabajo mantenerme en perfectas condiciones, pero para ti… he cubierto parte de mi cuerpo con seda. Llevo unas medias francesas de seda negra y una camisola de la misma tela, también negra. Oh, me encanta el tacto de su tejido sobre mi piel. Oh, Anthony… —gimió—, la seda me roza suavemente los pezones, como lo harían tus dedos. Oh… se me han puesto duros, erizados, inflamados por ti.

Empezaba a sentir la punzada del interés. Era buena, sin duda. La mayoría de las mujeres que había oído en los chats sonaban trasnochadas y aburridas, y sus respuestas eran previsibles y estereotipadas. Sus charlas nunca le habían despertado nada más que un interés científico. Pero Angélica era diferente; hasta cierto punto, parecía que sintiese lo que decía.

Gimió con dulzura.

—Dios, estoy empapada —dijo entre suspiros—, pero aún no puedes tocarme. Tienes que esperar. Túmbate. Buen chico. Oh, me encanta desnudarte. Tengo las manos bajo tu camisa, mis dedos recorren tu pecho, te acarician, te tocan, siento tus pezones en mis dedos. Dios, eres maravilloso.

—Me gusta —dijo mientras disfrutaba las caricias de su voz.

—Pues esto solamente es el principio. Acabo de sentarme a horcajadas sobre ti y te estoy desabrochando la camisa. Me agacho y mis pezones, tapados por la seda, rozan tu pecho. ¡Oh, Anthony! —exclamó con voz de placer—. Te alegras mucho de verme, ¿no es así? Te siento duro como una roca debajo de mí. Oh, no puedo esperar a que entres dentro de mí.

Sus palabras le dejaron helado. La erección que había sentido en sus pantalones, cada vez más fuerte, se deshizo como un copo de nieve en un charco. Otra vez estaban en el mismo punto.

—Creo que te voy a decepcionar —le dijo con voz rota.

De nuevo la risita sexy.

—Ni se te ocurra. Eres mucho más de lo que he soñado. Oh, Anthony, tócame. Dime qué quieres hacerme.

Tony no sabía qué decir.

—No seas tímido. Entre nosotros no hay secretos. No puedes escapar. Cierra los ojos, deja que fluyan las sensaciones. Tócame las tetas… vamos. Chúpame los pezones, cómeme, quiero sentir tu boca mojada y caliente por todo mi cuerpo.

Tony refunfuñó. Esto ya no lo soportaba, ni por interés científico.

Ahora, la voz de Angélica era más entrecortada, como si sus palabras la estuvieran excitando tanto como deberían haberle excitado a él.

—Eso es, oh… Dios, Anthony… es maravilloso. Oh, oh, oh —dijo estremeciéndose—. Ya te he dicho que estaba mojada. Eso es, mete tus dedos hasta el fondo de mi coño. Oh, Dios… eres el mejor. Deja que… oh, Dios, deja que te la coja.

Escuchó el sonido de una cremallera al otro lado del teléfono.

—Angélica… —empezó a decir. Estaba cayendo otra vez, como le pasaba siempre… cayendo en círculos, sin control, como un pajarillo herido.

—Oh, Anthony, eres precioso. Es la polla más bonita que he visto jamás. Deja que la pruebe… —Su voz se fue apagando y empezó a oír que chupaba.

La sangre se agolpó en el rostro de Tony en una oleada de vergüenza e ira. Colgó el teléfono de golpe y lo volvió a levantar para dejarlo descolgado. Joder, ¿a qué tipo de tío no se le ponía dura a través del teléfono siquiera? ¿Y qué clase de científico no diferenciaría sus patéticos fracasos de un ejercicio objetivo de recogida de datos?

Lo peor de todo era que reconocía su comportamiento. ¿Cuántas veces se habría sentado frente a un violador, un pirómano o un asesino múltiple y había sabido discernir ese punto de su historia en el que ya no podían enfrentarse a sí mismos? Como él, se cerraban en banda. No podían desconectar el teléfono, pero se encerraban en sí mismos de todos modos. Con el tiempo, como es normal, y con la terapia adecuada, derribaban los muros y conseguían enfrentarse a lo que les había llevado hasta allí. Ese era el primer paso para recuperarse. Una parte de Tony rezaba para que Angélica conociera la teoría y la práctica psicológicas suficientes para seguir con él hasta que pudiera romper los muros y mirar de frente aquello que fuera que había fomentado esta parálisis sexual y emocional.

Pero otra parte de él esperaba que nunca volviera a llamar. Le daba igual eso de «sin esfuerzo no hay recompensa». No quería esforzarse.

John Brandon limpió el plato escrupulosamente con el último pedazo de pan indio y sonrió a su mujer.

—Estaba estupendo, Maggie.

—Hmm —coincidió su hijo Andy mientras aún masticaba cordero y berenjena al curry.

Brandon se removió con torpeza en la silla.

—Si no os importa, creo que voy a volver una horita a la calle Scargill. Para ver cómo van las cosas.

—Pensaba que los oficiales superiores no teníais que trabajar de noche —le dijo ella de buen humor—. Creía que habías dicho que las tropas no necesitaban que les echasen el aliento en el pescuezo.

Él pareció avergonzado.

—Lo sé, pero quiero ver cómo les va a los muchachos.

Su esposa meneó la cabeza de un lado para el otro con una sonrisa de resignación.

—La verdad es que prefiero que salgas y te enteres de cómo anda todo a que te pases la noche inquieto ante el televisor.

Karen se animó.

—Papá, si vas a volver a la ciudad, ¿puedes dejarme en casa de Laura? Así podríamos decidir cómo hacer el proyecto de Historia.

—Dirás que vais a buscar la manera de conseguir salir con Craig McDonald —gruñó él.

—Para nada —refunfuñó—. Venga, ¿me llevas?

—Solo si estás lista a la orden de «ya» —dijo mientras se levantaba de la mesa—; y te recogeré cuando vuelva.

—Pero, papá, si has dicho que solo ibas a estar una hora… —se quejó—. No nos va a dar tiempo de hacer todo lo que queremos.

Ahora le tocaba reírse a Maggie Brandon.

—Si tu padre vuelve antes de las 21:30, hago crepés escoceses para cenar.

La chica miró a sus padres, primero a uno y luego al otro, con una mueca dibujada en su cara de adolescente de catorce años que dejaba entrever que la elección no le resultaba sencilla.

—Papá… ¿puedes recogerme a las 21:00?

—¿Por qué tengo la sensación de que me habéis engañado?

Cuando Brandon llegó a la sala de los HOLMES eran las 19:30. A pesar de ser tan tarde, todos los ordenadores se hallaban ocupados. El sonido de los dedos tecleando resonaba por encima de las conversaciones tranquilas que mantenían en algunas mesas. El detective Dave Woolcott estaba sentado junto a uno de los compaginadores, que le señalaba algún detalle en la pantalla. Nadie levantó la vista cuando entró Brandon.

Caminó hasta situarse detrás de Woolcott y esperó a que acabara de hablar con el agente de la terminal. Brandon reprimió un suspiro. Sin duda, era hora de empezar a pensar en la jubilación. No era solo que los agentes resultasen mucho más jóvenes que él, sino que ni siquiera los detectives parecían lo bastante mayores.

—Harry, sigue buscando concordancias. Cruza la base de datos con la de la administración de riesgos —le oyó decir a Woolcott. El chico que estaba frente al teclado asintió y volvió a mirar la pantalla.

—Buenas tardes, Dave.

Woolcott se dio la vuelta con la silla, pero se puso en pie en cuanto se dio cuenta de quién era el recién llegado.

—Buenas tardes, señor.

—Me iba a casa y he decidido pasarme a ver qué tal lo llevabais —mintió con discreción.

—Bueno, señor, aún es pronto. Habrá turnos trabajando las veinticuatro horas durante un par de días para introducir los datos del informe sobre el caso del agente Connolly junto a los tres anteriores. También estoy en contacto con los equipos que trabajan con los teléfonos eróticos. La mayoría de lo que encontramos son las típicas llamadas de odio, venganza y paranoia, pero el sargento Lascelles está realizando un buen trabajo al dar prioridad a dichos mensajes.

—¿Aún no han encontrado nada?

Woolcott se acarició la calva, un gesto reflejo que tenía y al que su segunda esposa achacaba que se estuviera quedando calvo.

—Cosas sueltas. Tenemos el nombre de unos cuantos tipos que estaban en Temple Fields, al menos dos de las noches en cuestión y los estamos investigando. También estamos trabajando con el Departamento Nacional de Ordenadores para investigar las matrículas de los coches que aparecieron regularmente durante el periodo de los asesinatos. Por suerte, a partir del segundo asesinato, la detective Jordán mandó que un agente fotografiara las matrículas de los coches que había estacionados por el barrio gay. Es un trabajo arduo, señor, pero llegaremos.

«Si es que está ahí», pensó Brandon. Él era quien se había mantenido firme en la idea de que se trataba de un caso para el equipo HOLMES, pero este asesino era distinto de todo cuanto había visto o leído. Este asesino era muy cuidadoso.

Aunque no sabía mucho de ordenadores, una cosa estaba clara: de donde no hay, no se puede sacar. Esperaba fervientemente no haberles dado a sus hombres un trabajo más propio del departamento de Limpieza.

Carol abrió los ojos de golpe. El corazón le latía con fuerza. Durante el sueño, la pesada puerta de una celda se cerraba de golpe y la dejaba confinada entre cuatro paredes frías y sin ventanas. Aún seguía adormecida, por lo que le llevó un buen rato darse cuenta de que no sentía el peso familiar de Nelson entre sus pies. Oyó unos pasos. El tintineo de unas llaves al caer sobre una mesa. Una estrecha franja de luz plateada se filtró a través de la puerta entreabierta (para que Nelson pudiera entrar y salir). Se dio la vuelta mientras emitía un pequeño gruñido y cogió el reloj. Las 21:50. Michael le había robado veinte preciosos minutos de sueño con su ruidosa llegada.

Salió a trompicones de la cama y se puso el pesado albornoz con rizo de toalla. Abrió la puerta del dormitorio y se encaminó hasta el enorme salón, el cual ocupaba la mayor parte del apartamento que compartía con su hermano en un tercer piso. La media docena de luces indirectas que había por el suelo a diferentes alturas le daban un aire cálido y elegante a la estancia. Nelson apareció por la puerta de la cocina pisando con cuidado el suelo de parqué. A continuación, se agachó y dio un salto que parecía desafiar las leyes de la gravedad. Fue como si se hubiera quedado en el aire suspendido antes de apoyarse en un altavoz alto y estrecho. Y de allí, hasta aterrizar en lo alto de una bonita estantería de madera. Miró a la policía con desdén, como diciendo: «Seguro que tú no puedes hacerlo».

La habitación medía, aproximadamente, 13,5 x 8,5 metros. A uno de los lados había un grupo de tres sofás de dos plazas cubiertos con mantas acolchadas en torno a una mesita de café baja. En la pared opuesta podía verse una mesa de comedor con seis sillas, al estilo de Rennie Mackintosh. Junto a los sofás, un televisor y un vídeo descansaban sobre una mesita auxiliar. Casi media pared trasera estaba ocupada por baldas abarrotadas de libros, vídeos y CD.

Las paredes aparecían pintadas de un color gris ligeramente azulado, excepto la del fondo, que era de ladrillo visto y cuyas cinco ventanas arqueadas daban a la ciudad. Carol caminó por la habitación hasta divisar el borde negruzco del canal del duque de Waterford. Las luces de la ciudad brillaban como si fuera el escaparate de una joyería barata.

—¿Michael? —dijo.

Su hermano asomó la cabeza tras la puerta de la estrecha cocina con aire sorprendido.

—No sabía que estabas en casa. ¿Te he despertado?

—Bueno, de todas formas, estaba a punto de levantarme. He de volver al trabajo. Intentaba sacar provecho de unas pocas horas —dijo resignada—. ¿Está puesta la tetera? —dijo mientras entraba en la cocina y se sentaba en un taburete alto. Su hermano estaba preparando té y un bocadillo a base de pan de chapata, tomate de la huerta, aceitunas negras, cebolleta y atún.

—¿Quieres? —le preguntó.

—Me comería uno de esos, sí —admitió—. ¿Qué tal en Londres?

Él se encogió de hombros.

—Ya sabes, les gusta lo que hacemos… pero quieren que lo tengas terminado para ayer.

Carol puso cara de asco.

—Suena igual que el editorial del Sentinel Times sobre el asesino en serie. ¿Qué es lo que estáis haciendo ahora exactamente? ¿Podrías explicarlo en pocas palabras a una analfabeta tecnológica como yo?

—Lo próximo que está por llegar —dijo sonriendo— van a ser los juegos de aventuras por ordenador que cuenten con la misma calidad de los vídeos. Grabas lugares de verdad, los digitalizas y luego los manipulas para producir un escenario tan real que parezca una película. Eso es lo que va a pegar fuerte dentro de un tiempo. Imagina que estás viviendo una aventura de ordenador y que la mitad de los personajes es gente que conoces. Tú eres el héroe, pero no solo por el hecho de que lo creas así.

—Me parece que me he perdido.

—Vale, veamos. Cuando instalas el juego, puedes conectar un escáner y escanear fotografías en las que salgas tú o cualesquiera de los que desees que participen en el juego. El ordenador lee la información y la traduce en imágenes que salen en pantalla. De modo que en vez de ser Conan el Bárbaro quien corre la aventura, es Carol Jordán. Puedes importar fotos de tus mejores amigos o de tus amuletos para que te acompañen durante la partida. Asimismo puedes hacer que forme parte de los malos todo aquel que no te caiga bien. Así pues, podrás irte de aventuras con Mel Gibson, Dennis Quaid y Martin Amis; y luchar contra enemigos como Saddam Hussein, Margaret Thatcher y Popeye —le explicó, entusiasmado, mientras extendía los ingredientes sobre el pan. Sirvió los bocadillos en un par de platos y, juntos, se dirigieron al salón donde se sentaron a comer mientras veían la tele.

—¿Te ha quedado claro? —preguntó él.

—Como el agua —dijo ella—. Así que cuando tengas este programa en marcha, ¿se supone que podrías usarlo para poner a la gente en situaciones comprometidas? ¿Como pelis porno?

Michael frunció el entrecejo.

—Teóricamente, ni siquiera un loco de los ordenadores sabría por dónde empezar. Tendrías que saber muy bien lo que estás haciendo y necesitarías máquinas muy potentes y caras para conseguir unas imágenes decentes o vídeos a través del ordenador.

—Pues menos mal —repuso Carol con alivio—, pensaba que estabais creando un monstruo de Frankenstein para estafadores y reporteros sensacionalistas.

—Ni mucho menos. Además, si te fijas bien se aprecia la diferencia. Bueno, ¿qué tal te va? ¿Qué tal va la investigación?

Se encogió de hombros.

—A decir verdad, me vendrían bien un par de superhéroes.

—¿Cómo es el perfilador? ¿Va a conseguir cambiar un poco las cosas?

—¿Tony Hill? Ya lo ha hecho. Tendrías que ver a Popeye, va de un lado para otro con cara de pocos amigos. Yo estoy convencida de que podemos sacar algo constructivo de él. Ya hemos trabajado unas horas juntos y tiene montones de ideas. Además, es un buen tío, no va a ser difícil colaborar con él.

—Eso debe de ser toda una novedad —sonrió Michael.

—Ya te digo.

—¿Y es tu tipo?

Carol arrancó un pedazo de corteza del bocadillo y se lo lanzó a su hermano.

—Dios, eres igual que los cerdos sexistas con los que trabajo. Además de no contar con un tipo de hombre, en caso de tenerlo y de que Tony Hill encajara en él, ya sabes que no suelo mezclar trabajo y placer.

—Si tenemos en cuenta que trabajas casi todo el día y que pasas durmiendo el resto de las horas, imagino que te estás planteando una vida célibe —repuso Michael con sequedad—. Pero bueno, ¿es guapo o qué?

—No me he fijado —contestó ella fríamente—; y yo diría que ni siquiera se ha percatado de que soy mujer. El tipo es un adicto al trabajo. De hecho, esta noche he de salir por su culpa. Quiere visitar los escenarios del crimen más o menos a la misma hora en que fueron abandonados los cuerpos… para hacerse una idea.

—Qué pena que tengas que salir. Hace la tira que no pasamos una noche juntos frente al televisor, mientras nos bebemos unas botellas de vino. Últimamente coincidimos tan poco que parece que estemos casados.

Carol sonrió con cierta pesadumbre.

—El precio de la fama, ¿verdad, hermanito?

—Supongo —respondió mientras se ponía en pie—. Pues si tú vas a trabajar, creo que yo también me pondré un par de horas antes de meterme en el sobre.

—Antes de que te vayas… necesito un favor.

—Lo que sea, siempre que no tenga nada que ver con plancharte la ropa —dijo mientras se sentaba de nuevo.

—¿Qué sabes sobre análisis de patrones estadísticos?

—No mucho —respondió con el ceño fruncido—. Hice algo cuando trabajaba a media jornada y realizaba el doctorado, pero no sé cómo está el tema en la actualidad. ¿Por? ¿Quieres que mire algo?

—Me temo que es algo truculento —asintió ella y le describió las sádicas heridas de Damien Connolly—. Tony Hill piensa que quizá nos esté mandando un mensaje.

—Vale, yo me encargo. Conozco a un tipo que, muy probablemente, disponga de los últimos programas relacionados con eso. Seguro que me deja trastear un rato con su máquina para que estudie lo que me pides.

—Ni palabra a nadie de lo que estás haciendo.

Pareció que se ofendía.

—Por supuesto que no. ¿Por quién me tomas? Sabes que preferiría que se enfadara conmigo un asesino en serie antes que tú. Pásame el material mañana y yo haré lo que pueda, ¿te parece bien?

Carol se inclinó hacia su hermano y le alborotó el pelo, rubio como el suyo.

—Gracias. Te lo agradezco.

Michael se apresuró y le dio un abrazo.

—Este es un territorio realmente raro, hermanita. Ten mucho cuidado ahí afuera, ¿vale? Ya sabes que no me puedo permitir pagar la hipoteca solo.

—Siempre lo tengo. —Ignoró la vocecilla interior que le decía que no tentara la suerte—. Soy una superviviente.