3

No tengo empacho en afirmar que todo hombre que se dedique al asesinato debe razonar de forma equivocada, además de regirse por principios muy dudosos.

Don Merrick se bajó la cremallera, suspiró, relajó los músculos y vació la vejiga, que a punto estaba de estallarle. Detrás, se abrió la puerta del cubículo. El placer que estaba experimentando se vio de pronto interrumpido cuando una mano pesada se posó en su hombro.

—Vaya, sargento Merrick…, justo la persona que andaba buscando —bramó Tom Cross.

No sabía por qué, pero el sargento era incapaz de acabar lo que había empezado.

—Buenos días, señor —dijo con cautela, sacudiéndose y poniendo a salvo su hombría, lejos de la vista del comisario.

—Te ha contado lo de su nueva tarea, ¿no? Me refiero a tu jefa —preguntó Cross con gran cordialidad.

—Me lo ha contado, sí, señor. —Merrick miró hacia la puerta con ansiedad, pero no había escapatoria. Y menos con la mano de Cross puesta aún en el hombro.

—Me han dicho que estás pensando en presentarte a los exámenes para detective.

A Merrick se le encogió el estómago.

—Así es, señor.

—De modo que, muchacho, vas a necesitar a todos los amigos que puedas en las altas esferas, ¿verdad?

Merrick se sintió forzado a esbozar una sonrisa como la de Cross.

—Si usted lo dice, señor.

—Tienes madera de detective… aunque para ser bueno resulta imprescindible saber a quién hay que serle fiel. Me consta que la detective Jordán va a estar muy ocupada durante las próximas semanas y es posible que no siempre tenga el tiempo suficiente para ponerme al corriente de todo —dijo mirando al policía de forma insinuante—; así pues, confío en que me mantengas informado de todo lo que suceda. ¿Me sigues, muchacho?

Merrick asintió.

—Sí, señor.

Cross retiró la mano del hombro del policía y se dirigió hacia la puerta. Tras abrirla, se giró hacia Merrick y añadió:

—Especialmente, si empieza a tirarse a nuestro amigo el doctor.

La puerta se cerró con suavidad detrás de él.

—La leche —dijo Merrick para sí mientras avanzaba hacia el lavabo, y empezaba a frotarse las manos con fuerza bajo el grifo de agua caliente.

Tony llevaba desde las ocho de la mañana en su despacho. De momento, solo había realizado fotocopias del informe sobre el análisis criminal que había ideado para el equipo de policía con el que iba a trabajar. En gran medida, estaba basado en el cuestionario del Programa de Arresto de Criminales Violentos del FBI y con él pretendía conseguir una clasificación estandarizada de todos los aspectos del crimen, considerando desde la víctima hasta las pruebas forenses. Alineó los cuestionarios con gesto distraído y, después, reorganizó los recortes de papel en una pila. Justificó su ausencia de actividad diciéndose a sí mismo que poca cosa podía hacer hasta que llegara Carol con los informes policiales. Pero no se trataba más que de una excusa.

Lo cierto es que había una razón de peso para que le estuviera resultando tan difícil concentrarse. Había vuelto a meterse en su cabeza. La mujer misteriosa. Al principio se había sentido vulnerable y no se mostraba dispuesto a participar en sus juegos. «Como sus pacientes», pensó irónicamente. ¿Cuántas veces había sido testigo del dicho según el cual todo el mundo se muestra reacio a cooperar en algún momento de la terapia? Había perdido la cuenta de las ocasiones en que había colgado el teléfono con brusquedad durante los primeros días. Pero ella había insistido, administrándole pacientemente su persuasión tranquilizadora hasta que había empezado a relajarse, e incluso a rendirse.

Le desconcertaba completamente. Desde el primer momento, había mostrado un sexto sentido para reconocer cuál era su talón de Aquiles, aunque nunca lo avasallara. Era todo lo que se le podía pedir a un amante de fantasía; iba desde lo más dulce a lo más obsceno. Pero, para Tony, la pregunta clave era si resultaba patético mantener relaciones pornográficas por teléfono con una extraña o si, por el contrario, debía congratularse por ser una persona tan equilibrada, consciente de lo que necesitaba y funcionaba. No podía evitar cierto temor ante el peligro de acabar sucumbiendo a aquellas llamadas. Si ya era incapaz de mantener una relación sexual normal, ¿estaría entonces contribuyendo a que la situación empeorase, o por el contrario, se hallaba cada vez más cerca de su recuperación? La única manera de saberlo era intentar trasladar lo fantasioso a lo real. Pero la humillación sufrida era muy reciente, por lo que prefería mostrarse cauteloso. De momento, tendría que contentarse con esa misteriosa mujer capaz de hacerle sentir como un hombre al menos durante el tiempo en que mantenía los demonios bajo la alfombra.

Suspiró y cogió la taza. El café estaba frío, pero se lo bebió igualmente. Se obligó a sí mismo a recordar conversaciones pasadas. Como si no lo hubiera hecho ya suficientes veces durante las primeras horas de la mañana, cuando el sueño se le había mostrado tan esquivo como lo estaba siendo ahora el asesino en serie de Bradfield. La voz de la mujer le zumbaba en los oídos, ineludible… como el walkman de cualquier viajero de metro. Intentó aislar sus emociones y pensar en las llamadas con la objetividad racional que solía emplear en el trabajo. Lo único que tenía que hacer era aislarse, como cuando observaba las fantasías perversas de sus pacientes. Sin duda había contado con la suficiente experiencia para negarse a reconocer ciertos ecos en sí mismo.

Guarda silencio. Analiza. ¿Quién era ella? ¿Qué motivación tenía? Quizás, al igual que él, sencillamente disfrutaba excavando en las cabezas desordenadas. Eso explicaría, al menos, cómo había conseguido ganarse su confianza para que le dejase traspasar sus barricadas. Sin lugar a dudas, se trataba de un «animal» diferente de las mujeres que trabajaban para las sórdidas líneas eróticas. Antes de que el Ministerio le asignara el proyecto que tenía entre manos, había participado en la confección de un estudio sobre dichas líneas. Un buen puñado de violadores encarcelados con los que había tratado por aquella época había reconocido utilizar estos servicios con regularidad y verter sus fantasías sexuales —por raras, obscenas o perversas que fueran— en los oídos de mujeres muy mal pagadas, cuyos jefes las obligaban a mantenerse al aparato tanto tiempo como el cliente estuviera dispuesto a pagar. Él mismo había llamado a alguna de estas líneas para hacerse una idea de lo que ofrecían, y no se había dado cuenta hasta que hubo leído la transcripción de alguna llamada de lo lejos que se podía llegar antes de que la repugnancia venciera el beneficio o la necesidad desesperada de ganarse la vida.

Finalmente, entrevistó a una selección de mujeres que trabajaba en dichas líneas. Lo único que tenían en común era la sensación de que habían sido violadas y vejadas; sin embargo, algunas lo disfrazaban con el desdén que mostraban hacia los clientes. Aunque había llegado a varias conclusiones, el informe escrito no las incluía todas. Algunas las había dejado fuera por disparatadas; y otras, al considerar que dejaban traslucir demasiado aspectos de su propia psique. Entre ellas, se incluía la convicción de que la respuesta de un hombre tras haber llamado a una línea erótica para mantener una charla pornográfica con un miembro del sexo opuesto era completamente diferente de la de una mujer en la misma situación. En vez de colgar violentamente el teléfono o informar a la compañía telefónica, la mayoría de hombres iba a sentirse atraída o incluso excitada. De una u otra manera, querían seguir escuchando.

Ahora, lo único que tenía que descubrir era por qué, a diferencia de las trabajadoras de las líneas eróticas, a esta mujer le resultaba tan atrayente el sexo telefónico con un desconocido. Necesitaba satisfacer su curiosidad intelectual, que se había revelado tan intensa al menos como el deseo de explorar ese jardín que ella le había descubierto. Quizá debiera sugerirle que se encontrasen. Antes de que pudiera ir más allá, sonó el teléfono. Dio un respingo y su mano se detuvo a mitad de camino en su gesto inconsciente de ir a contestar.

—Por Dios santo… —masculló impaciente al tiempo que sacudía la cabeza como si fuera un buceador de grandes profundidades que acabase de salir a la superficie. Descolgó el teléfono y contestó—: Tony Hill.

—Doctor Hill, soy Carol Jordán. —Tony no respondió, aliviado tras comprobar que sus pensamientos no habían conjurado a la mujer misteriosa—. La detective Jordán, de la policía de Bradfield —continuó la mujer, que seguía sin oír nada al otro lado.

—Hola, sí, disculpe. Estaba… haciendo un hueco en la mesa —respondió a la vez que se levantaba, tropezaba y su pierna izquierda empezaba a temblar como lo haría una taza de té en un viaje en tren.

—Lo siento mucho, pero no voy a poder llegar a las diez. El subcomisario Brandon ha ordenado que se reúna toda la brigada para darnos instrucciones y no creo que esté bien que me lo pierda.

—Claro, lo entiendo —respondió tras coger un bolígrafo y dibujar un narciso inconscientemente—; bastante duro debe de ser para usted actuar de agente intermediario como para que, además, parezca que no forma parte del equipo. No se preocupe.

—Gracias. No creo que la charla dure mucho. Me reuniré con usted en cuanto pueda. Posiblemente, a eso de las once, si no resulta incompatible con su horario…

—Me parece bien —dijo aliviado, convencido de que así no tendría demasiado tiempo para darle vueltas a la cabeza antes de ponerse manos a la obra—. Hoy no tengo programada ninguna reunión, así que no tenga prisa. No me va nada mal.

—De acuerdo. Nos vemos.

Carol colgó el teléfono. De momento, todo marchaba sobre ruedas. Por lo menos, Tony Hill no parecía prisionero de su ego profesional, a diferencia de tantos otros expertos con los que había tenido que tratar. Y, a diferencia de la mayoría de los hombres, él había previsto su dificultades futuras, se había compadecido de ella sin resultar paternalista y había optado por comportarse de un modo que redujera al máximo sus problemas. Impaciente, apartó de su mente el recuerdo de la atracción que había sentido hacia él. En la actualidad, no disponía ni de tiempo ni de ganas para empezar una relación sentimental. Compartir piso con su hermano y sacar tiempo para mantener algunas amistades muy cercanas le consumía toda la energía que le quedaba. Además, el final de su última relación había supuesto un golpe muy duro a su autoestima para embarcarse de nuevo en otra a la ligera.

La historia que había mantenido con aquel cirujano de urgencias en Londres no había sobrevivido al hecho de tener que mudarse tres años a Bradfield para incorporarse a la policía. Por lo que a Rob respectaba, lo de marcharse al frío norte era cosa de Carol; así que lo de viajar arriba y abajo por la autopista para pasar un tiempo juntos también le incumbía solo a ella. Él no tenía ninguna intención de perder su valioso tiempo libre haciendo kilómetros con su BMW para llegar a una ciudad cuyo único aliciente era Carol. Además, las enfermeras eran mucho menos insolentes y críticas, y entendían lo de los larguísimos turnos tan bien como un policía, si no mejor. Su egoísmo a ultranza la había dejado sin capacidad de reacción. Se sintió defraudada por la emoción y la energía que había empleado en vano en amar a Rob. Puede que Tony Hill fuera atractivo, encantador y —si su reputación era cierta— inteligente e intuitivo, pero no estaba dispuesta a arriesgar su corazón una vez más. Y mucho menos con un colega del trabajo. Si le estaba resultando difícil quitárselo de la cabeza, era debido a la fascinación que le producía pensar en todo lo que podía aprender de él sobre el caso… no porque le gustase.

Se pasó una mano por el pelo y bostezó. En las últimas veinticuatro horas había permanecido en su casa exactamente cincuenta y siete minutos; veinte de los cuales los había dedicado a intentar reducir con una ducha los efectos de no haber dormido. Había pasado gran parte de la tarde yendo de puerta en puerta con su equipo, realizando preguntas infructuosas entre los nerviosos vecinos, trabajadores y clientes habituales de Temple Fields y de sus establecimientos gais. La reacción de los hombres oscilaba entre la negativa a cooperar y los insultos. Pero no le sorprendió. La zona era un hervidero de sentimientos contradictorios.

Aunque los establecimientos gais no querían que la zona se llenase de policías porque era malo para el negocio, los activistas gais demandaban furiosamente más protección, ahora que la policía había dicho, si bien algo tarde, que por las calles andaba suelto un asesino de homosexuales. Había un grupo de clientes que se sentía horrorizado cada vez que se le hacía preguntas, pues ocultaba su homosexualidad a esposas, amigos, compañeros de trabajo y padres. Otro grupo se hacía el machito; sus miembros se jactaban de que nunca caerían en la trampa asesina de un maníaco con la mirada perdida. Los integrantes de otro grupo distinto se mostraban ansiosos por conocer los detalles; en opinión de Carol, la sola idea de pensar en lo que era capaz de hacer una persona cuando estaba fuera de control los ponía cachondos de una manera siniestra. Y aún había un puñado de lesbianas separatistas de la línea dura que sin disimulo alguno se alegraba de que, por una vez, fueran los hombres el objetivo. «Quizá así entiendan por qué nos indignamos tanto cuando, durante la caza del asesino de Yorkshire, los hombres propusieron que se nos impusiera un toque de queda a las mujeres solteras», le soltó una de ellas a Carol.

Exhausta ante tanta agitación, había conducido hasta la comisaría para empezar a rebuscar entre los archivos de las investigaciones sobre los otros tres asesinatos. Era raro que la sala de investigación estuviera tan silenciosa; en realidad, se debía a que la mayor parte de los detectives se encontraban en Temple Fields, siguiendo diferentes líneas de investigación, o disfrutando de su tiempo libre —ya fuera bebiendo ya poniéndose al día con su vida sexual o su cuota de sueño—. Había hablado un poco por encima con los responsables de los otros dos casos de asesinato y, aunque a regañadientes, estos habían accedido a que consultara los archivos, siempre y cuando devolviera a la mañana siguiente el material prestado. Se trataba, exactamente, de la respuesta que había esperado: cooperadores a primera vista, pero, en realidad, dispuestos a causarle más problemas si cabe.

Nada más cruzar la puerta de su despacho, se había horrorizado ante la enorme pila de papel que aún debía consultar. Su oficina se hallaba prácticamente enterrada bajo montones de declaraciones, informes forenses y patológicos, y archivos fotográficos.

Por el amor de Dios, ¿por qué no había utilizado Tom Cross el sistema informático HOLMES de los asesinatos anteriores? Al menos, de ese otro modo hubiera estado accesible todo el material en los ordenadores, debidamente indexado y con sus referencias cruzadas. Y solo hubiera sido necesario que un archivista del HOLMES le imprimiera lo más relevante del caso para Tony. Emitió un gruñido, cerró la puerta y, dejando aquel caos tras de sí, se encaminó por los pasillos vacíos hasta la oficina del sargento de guardia. Había llegado el momento de comprobar si las órdenes que todos los rangos habían recibido del subcomisario para que colaboraran con ella surtían efecto. Sin alguien que la ayudase, no iba a poder ordenar todo aquel papeleo en una sola noche.

Aun con la ayuda a regañadientes de un policía, había resultado duro revisar todo aquel material. Le había echado una ojeada a cada uno de los informes y había pedido a su ayudante que fotocopiara las partes relevantes. Y, sin embargo, la gran cantidad de papeles con los que habrían de trabajar Tony y ella era desalentadora. Cuando acabó el turno de su ayudante, a las 06:00, Carol llenó a duras penas un par de cajas de cartón con las fotocopias y las llevó trastabillando hasta el coche. Se quedó con todas las fotografías de las víctimas y las escenas de los crímenes, y rellenó una instancia para pedir nuevas copias con las que reemplazar las que les había quitado a los equipos de investigación.

No se fue a casa hasta que hubo terminado todo aquello. Pero ni siquiera allí pudo darse un respiro. Nelson la esperaba detrás de la puerta, maullando, enojado. Nada más entrar, enroscó su sinuoso cuerpo alrededor de sus tobillos y la obligó a entrar en la cocina directamente a coger el abrelatas. Cuando dejó el bol de comida delante de él, el gato lo miró con recelo, con el ceño fruncido… pero el hambre superó las ganas de castigarla así que se lanzó a engullir el contenido del comedero con voracidad.

—Me alegro de que me hayas echado de menos —le dijo, con sequedad, mientras se dirigía a la ducha.

Para cuando salió, era evidente que Nelson había decidido perdonarla por completo. La seguía de un lado para otro, ronroneando como si fuera la señal de llamada de un teléfono, y se sentaba sobre cada una de las prendas que iba sacando del armario y dejaba sobre la cama.

—Eres la leche —refunfuñó tirando de los vaqueros negros que habían quedado debajo del gato. Nelson seguía adorándola. Su ronroneo no había variado lo más mínimo. Se puso los vaqueros y observó cómo le quedaban en el espejo del armario. Eran unos Katharine Amet, pero solo había pagado veinte libras por ellos en una tienda de segunda mano de la calle Kensington Church, en el mercadillo semestral que se hacía de esta diseñadora que tanto admiraba pero que no podía permitirse (ni siquiera con el sueldo de detective). La camisa de lino de color crema era de French Connection, y el jersey de canalé gris, de la sección masculina de unos grandes almacenes. Quitó unos cuantos pelos de gato del jersey y se fijó en la mirada de reproche que este esgrimía—. Sabes que te quiero, pero no tengo que ir vestida de ti… —le dijo.

—El día que te conteste te vas a dar un susto de muerte —dijo una voz de hombre desde la puerta.

Se dio la vuelta y allí estaba su hermano, apoyado en el marco de la puerta y vistiendo únicamente unos calzoncillos bóxer; con el pelo rubio, despeinado, y los ojos hinchados por el sueño. Su cara y la de Carol tenían un extraño parecido. Era como si alguien hubiera escaneado una fotografía de ella en el ordenador y le hubiera cambiado los rasgos femeninos por otros masculinos.

—No te habré despertado, ¿verdad? —le preguntó, ansiosa.

—No. Hoy tengo que ir a Londres. Llegan los de la pasta —dijo bostezando.

—¿Los americanos? —preguntó mientras se agachaba para acariciar al gato detrás de la oreja. Nelson no tardó en girar sobre sí mismo y dejar la tripa al descubierto para que se la rascasen.

—Así es. Quieren una demostración completa de lo que hemos hecho por el momento. Ya le he dicho a Cari que nada de lo que tenemos hasta la fecha resulta impresionante, pero, por lo visto, necesitan convencerse de que no están dilapidando su dinero.

—Los placeres del desarrollo de software —respondió ella mientras le frotaba el pelaje a Nelson.

—Desarrollo de software de primer nivel, por favor —dijo él, bromeando—. ¿Y tú? ¿Qué novedades tienes de la fábrica de asesinatos? Anoche oí en las noticias que ha habido uno más.

Eso parece. Al menos, los de arriba han reconocido por fin que es obra de un asesino en serie y han traído a un perfilador psicológico para que nos ayude.

—Joder —dijo Michael después de silbar—, la policía de Bradfield ingresa en el siglo XX. ¿Cómo se lo ha tomado Popeye?

Carol esgrimió una mueca y dijo:

—Le ha gustado tanto como que le pinchen un ojo con un palillo. Considera que le van a hacer perder su «puñetero tiempo» —para pronunciar las últimas palabras, puso voz grave e imitó el acento de Bradfield de Tom Cross—. Pero bueno, el hombre se animó cuando me nombraron coordinadora entre la comisaría y el psicólogo.

Michael asintió, con expresión cínica.

—Dos pájaros de un tiro.

Su hermana sonrió.

—Sí, por encima de mi cadáver. —Se puso en pie mientras Nelson articulaba un maullido de protesta. La mujer suspiró y se encaminó hacia la puerta—. Tengo que volver al trabajo, Nelson. Gracias por quitarme los cadáveres de la cabeza —dijo.

Michael se apartó para dejarla pasar y le dio un abrazo.

—No hagas prisioneros, hermanita.

Resopló y contestó:

—Creo que aún no has entendido los principios de la actuación policial, «hermanito».

Para cuando se sentó al volante, ya se había olvidado del gato y de Michael y estaba de nuevo con el criminal.

De pronto, tras pasar un par de horas nocturnas tragándose un montón de informes sobre asesinatos, su casa le parecía un recuerdo tan lejano como sus vacaciones de verano en Itaca. Carol se obligó a salir del coche, recogió los papeles y entró en la oficina principal del departamento de Homicidios.

Para cuando llegó, ya no quedaban asientos libres. Algunos de los detectives que normalmente se dedicaban a otro tipo de casos intentaban coger buena posición entre aquel abarrotamiento de agentes. Un par de miembros de su equipo le hicieron un sitio. «Puto lameculos», dijo una voz en alto desde el otro lado de la sala. Carol no alcanzó a ver quién había sido, pero estaba segura de que no era de su equipo. Sonrió y denegó con la cabeza mirando al subordinado que le había ofrecido asiento. Prefirió sentarse en el borde de su mesa, junto a Don Merrick, que le saludó de manera taciturna. El reloj marcaba las 9:29. La sala olía a puros baratos, café y abrigos húmedos.

Otro de los detectives al mando vio a Carol y se dirigió hacia ella, pero antes de que pudieran hablar, se abrió la puerta y Tom Cross se abrió paso a lo bruto, seguido por John Brandon. El subcomisario parecía de golpe increíblemente benévolo. Las tropas le cedían automáticamente el paso para que Brandon y él pudieran llegar sin obstáculos hasta la pizarra blanca, situada al otro lado de la sala.

—Buenos días, muchachos —empezó Cross alegremente—… y muchachas —añadió al darse cuenta—. Imagino que no hay nadie en la sala que no sepa que tenemos entre manos cuatro crímenes sin resolver. Hemos identificado a los tres primeros cadáveres: Adam Scott, Paul Gibbs y Gareth Finnegan. Pero todavía no hemos logrado identificar a la cuarta víctima. Ahora mismo, los chicos del laboratorio están trabajando para conseguir que la foto del rostro que aparezca en los periódicos no acojone a todo Dios. —Tomó una bocanada de aire profunda y su expresión se tornó aún más indulgente si cabe—. Como sabéis, no me gusta teorizar antes de tener pruebas y de hecho he sido reacio a conectar los asesinatos de forma oficial por la histeria que ello pudiera acarrear en los medios y las consecuencias negativas que podría tener para nosotros. De acuerdo con los periódicos de la mañana, lo cierto es que actué de forma adecuada —y señaló varios de los diarios que los policías sostenían entre las manos—. Sin embargo, a la luz de este último asesinato, vamos a tener que cambiar de estrategia. Desde ayer por la tarde, he juntado en una única investigación los cuatro asesinatos.

Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Don Merrick se acercó a Carol y le susurró al oído:

—Este cambia de idea más rápido…

La detective asintió y respondió:

—Espero que se cambie de calcetines igual de a menudo.

Cross los miró. Era imposible que hubiera escuchado los comentarios, pero le bastó ver a Carol moviendo los labios.

—Silencio, no he acabado aún —dijo en tono severo—. No hay que ser un gran detective para reconocer que la comisaría se ha quedado demasiado pequeña para nosotros y el desarrollo de las actividades cotidianas; así que en cuanto acabe esta charla, nos trasladaremos a la antigua comisaría de la calle Scargill, que, como muchos recordaréis, fue cerrada hace seis meses. Esta noche, un grupo de mantenimiento, de cerebritos informáticos y de ingenieros de telecomunicaciones la ha acondicionado como es debido para que todo funcione de manera temporal.

Un lamento recorrió la sala en son de protesta. Nadie había llorado cuando se cerró el viejo edificio Victoriano de la calle Scargill. Tenía corrientes de aire, era poco práctico, y contaba con pocas plazas de aparcamiento, aparte de que los lavabos de mujeres (excepto los de las celdas) requerían ser demolidos y rediseñados… Lo de siempre: el presupuesto no contaba con dinero suficiente para seguir adelante con el proyecto.

—Lo sé, lo sé —dijo el comisario para poner fin a las quejas—, pero estaremos todos bajo el mismo techo y, así, podré teneros controlados. Voy a ser yo quien esté al frente de toda la operación. Tendréis que informar a dos inspectores: Bob Stansfield y Kevin Matthews. Ellos os asignarán vuestros cometidos en unos instantes. La inspectora Jordán, por su parte, se encargará de una iniciativa del jefe Brandon… —hizo una pausa— en la que seguro que todos vais a querer colaborar.

Carol mantuvo el mentón alto y miró alrededor. La mayoría de las caras que veía mostraban cierto aire de cinismo. Varios agentes la observaron. Y no había calidez en su mirada. Incluso aquellos que apoyaban la iniciativa de usar un perfilador se sentían puteados por el hecho de que la responsabilidad hubiera recaído en una mujer en vez de en uno de los «muchachos».

—Bob se encargará de la investigación de la que se ocupaba la inspectora Jordán y se encargará de Paul Gibbs y Adam Scott; mientras que Kevin se hará cargo del cadáver de ayer y del de Gareth Finnegan. Han llamado los del equipo HOLMES y han dicho que empezarán a introducir los datos en su programa en cuanto los cerebritos hayan conectado todos los cables. El inspector Dave Woolcott, a quienes algunos de vosotros recordaréis de cuando era sargento en esta comisaría, será la persona responsable del equipo HOLMES. Le toca, jefe Brandon.

Cross dio un paso atrás y le hizo un gesto con la mano al comisario para cederle el puesto. Un gesto rayano entre la educación y la insolencia.

Brandon miró a la gente que se concentraba en la sala durante unos momentos. Nunca antes había tenido que dar un discurso que fuera tan decisivo. Muchos de los policías que tenía delante estaban frustrados o carecían de entusiasmo. La mayoría llevaba meses trabajado en alguno de los primeros asesinatos y no había descubierto gran cosa. El poder de motivación de Tom Cross era legendario, pero incluso a él se le estaba haciendo cuesta arriba llevar el caso, lo cual se debía en gran parte a su reticencia a reconocer que los crímenes estaban interrelacionados. Había llegado el momento de vencer a Tom Cross en su propio terreno. La franqueza nunca había sido el punto fuerte de Brandon, aunque llevaba toda la mañana practicando. En la ducha; frente al espejo mientras se afeitaba; mentalmente mientras desayunaba un huevo sobre una tostada; en el coche, camino de la comisaría… Metió una mano en el bolsillo del pantalón y cruzó los dedos.

—Probablemente esta sea la tarea más dura de nuestra carrera. Por lo que sabemos, el asesino actúa solo en Bradfield. Hasta cierto punto, me alegro de que sea así, porque nunca ha habido mejor grupo de detectives que el que tenemos aquí. Si alguien puede atrapar a ese cabrón, sois vosotros. Vuestros oficiales os apoyan al 100% y vais a tener a vuestra disposición todos los recursos que necesitéis, les guste o no a los políticos —el tono beligerante de Brandon provocó un murmullo de aprobación en la sala—. Vamos a ser pioneros en más de un aspecto. Todos sabéis que el Ministerio del Interior se ha propuesto organizar una unidad nacional de psicología criminal para detener a delincuentes… y nosotros vamos a ser sus conejillos de Indias. El doctor Tony Hill, que es quien va a dirigir el proyecto del Ministerio, ha accedido a trabajar con nosotros. Sé que algunos de vosotros pensáis que eso de los perfiles es una chorrada de narices… pero, os guste o no, forma parte del futuro inmediato. Si cooperamos y trabajamos mano a mano con este hombre, estaremos mucho más cerca de que nuestra fuerza policial llegue a ser lo que todos deseamos. Si, por el contrario, le jodemos, es probable que acabemos teniendo que comulgar con ruedas de molino. ¿Le ha quedado claro a todo el mundo? —Brandon lanzó una mirada severa y no se olvidó de Tom Cross. Los gestos de asentimiento variaban desde los más entusiastas hasta los casi imperceptibles—. Me alegro de que nos entendamos. El trabajo del doctor Hill consistirá en evaluar las pistas que le facilitemos y en diseñar un perfil del asesino que nos permita enfocar todos nuestros esfuerzos en una misma dirección. He nombrado a Carol Jordán enlace para que coordine entre la brigada de homicidios y el doctor. Detective Jordán, ¿puede ponerse en pie un momento? —Sorprendida, la detective se levantó de golpe y se le cayeron los archivos. Don Merrick se arrodilló inmediatamente y recogió los papeles desperdigados—. Para todos aquellos de otras divisiones que no la conozcan, ahí la tienen.

«Genial, Brandon. Como si hubiera cientos de mujeres detectives entre las que poder elegir», pensó Carol.

—La detective Jordán tendrá acceso a toda la información del caso. Quiero que la mantengan al día cualesquiera que sean sus avances. Todo aquel que considere que tiene una pista prometedora, deberá hablarlo con ella, con su inmediato superior y con el subcomisario Cross. Además, todas las peticiones de la detective Jordán deberán ser consideradas requerimientos urgentes. Si me entero de que alguien se está haciendo el listillo y está intentando mantener apartados del caso a la detective o al doctor Hill, no haré prisioneros. Y lo mismo digo sobre aquel que filtre el más mínimo detalle de la investigación a los medios. Así que enfóquenlo bien. A menos que alguno de ustedes tenga el enorme deseo de volver a vestirse de azul y patear las calles de Bradfield bajo la lluvia durante el resto de su vida laboral, harán todo lo que esté en sus manos por ayudarla. Esto no es una competición. Estamos todos en el mismo barco. El doctor Hill no está aquí para ponerse las medallas; son ustedes quienes van a atrapar a…

El comisario se detuvo en mitad de la frase. Nadie se había dado cuenta de que se había abierto la puerta, pero la voz del sargento de guardia captó la atención de los presentes con mayor rapidez que un disparo.

—Siento interrumpirle, señor —dijo con la voz tensa por la emoción—, pero hemos identificado a la víctima de ayer. Señor, es uno de los nuestros.