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Pero dejemos que el lector se imagine por sí solo el estallido de horror puro que debió de experimentar cuando, en medio de este silencio expectante, deseoso y como a la espera de que el desconocido brazo golpeara de nuevo, aun sin creer a nadie capaz de contar con la audacia necesaria para igualarlo, a la vista de todos…, tuvo lugar un segundo caso de igual naturaleza misteriosa, un asesinato que respondía al mismo patrón de exterminio en el barrio.

En cuanto Brandon puso el motor en marcha, el móvil que tenía instalado en el salpicadero empezó a vibrar. Lo cogió y ladró:

—¡Brandon!

Tony escuchó cómo una voz computerizada decía:

—Tiene mensajes. Por favor, llame al 121. Tiene mensajes…

Separó el teléfono de la oreja, presionó las teclas, y se lo acercó de nuevo. Esta vez, Tony no pudo escuchar lo que se decía. Tras unos momentos, Brandon marcó otro número.

—Con mi secretaria —explicó brevemente—. Disculpe… ¿Hola? ¿Martina? Soy John. ¿Me estabas buscando?

Nada más escuchar la respuesta, Brandon cerró los ojos con fuerza, como si le doliera algo.

—¿Dónde? —preguntó con voz apagada—. Vale, entendido. Estaré allí en media hora. ¿Quién está al cargo…? De acuerdo, Martina. Gracias.

Abrió los ojos, colgó el teléfono y lo dejó con cuidado en el soporte del salpicadero. Acto seguido, se revolvió en el asiento para encarar a Tony y le dijo:

—Me ha preguntado que cuándo empezaba, ¿no? ¿Qué tal ahora mismo?

—¿Otro cadáver?

—Otro —asintió Brandon en tono grave mientras se acomodaba en su asiento, encendía el motor y metía primera—. ¿Qué tal lo pasa ante el escenario de un crimen?

Tony se encogió de hombros y respondió:

—Es probable que tenga que deshacerme de la comida, pero es mejor que los reconozca enseguida, en un estado lo más original posible.

—No hay nada original en el modo en que los deja este cabrón —gruñó Brandon mientras desembocaba en la autopista y accedía poco después al carril rápido. El cuentakilómetros marcaba 150 km/h antes de que empezara a pisar a fondo el acelerador.

—¿Otra vez en Temple Fields? —preguntó Tony.

Brandon, sorprendido, le lanzó una mirada rápida. Tony miraba hacia delante, con sus oscuras cejas fruncidas.

—¿Cómo lo sabe?

Tony no estaba preparado para responder a aquella pregunta.

—Ha sido un pálpito —dijo, sin rodeos—. Yo creo que la última vez le pareció que quizá Temple Fields se estaba poniendo algo difícil. Tras abandonar el tercer cadáver en Carlton Park consiguió que se cambiara de enfoque y que, quizá, la policía no se concentrara en una zona y la alerta de la gente disminuyera un poco. Pero le gusta Temple Fields. Ya sea porque conoce la zona muy, muy bien o porque resulta importante para su fantasía. O quizá porque dice algo de él —reflexionó en alto.

—¿Se le ocurren siempre media docena de hipótesis cada vez que alguien le cuenta un hecho? —le soltó al tiempo que le lanzaba ráfagas de luces a un BMW que se negaba a abandonar el carril rápido—. ¡Aparta, cabrón, o te echo a Tráfico encima! —gritó.

—Eso procuro. Así es como trabajo. Poco a poco, las pistas van descartando algunas de mis ideas iniciales y con el tiempo empieza a dibujarse un patrón. —Se quedó callado, fantaseando sobre lo que iba a encontrar en la escena del crimen. Sintió un vacío en el estómago. Le temblaban todos y cada uno de los músculos, como a un músico momentos antes de un concierto. Por lo general, lo único que interpretaba era una versión de segunda mano, y aséptica, de la escena. Da igual lo buenos que fueran el fotógrafo o los forenses, siempre tenía que traducir la visión previa de otra persona. Esta vez, en cambio, iba a estar más cerca que nunca del asesino. Y para un hombre que vive protegido tras el escudo de los comportamientos adquiridos, atravesar la fachada de un asesino era la única verdadera distracción en la ciudad.

—Sin comentarios —dijo Carol por enésima vez. La boca de Penny Burgess se crispó mientras buscaba ávidamente por el escenario a alguien que no fuera tan impenetrable como Carol. Puede que Popeye Cross fuera un cerdo machista, pero salpimentaba sus declaraciones condescendientes con comentarios memorables. Al no ver a nadie, volvió a concentrarse en Carol.

—¿Qué pasa con la solidaridad, Carol? —se quejó—. Venga, mujer, dame un respiro. Seguro que me puedes decir algo más que «sin comentarios».

—Lo siento, señora Burgess, pero lo único que les faltaba a sus lectores era leer una especulación sin fundamento sacada de una chistera. En cuanto sepa algo concreto le prometo que será la primera en saberlo —y acompañó sus palabras con una sonrisa para suavizarlas.

Se dio la vuelta, dispuesta a marcharse, pero Penny la agarró de la manga del impermeable.

—¿Y extraoficial? —imploró—. ¿Sólo para que sepa por dónde moverme, y no escribir algo que me haga quedar como una idiota? Carol, no tengo que explicarte lo duro que es trabajar en una oficina llena de tíos que llevan una agenda para apuntar cada error que cometes.

Carol suspiró. Era difícil resistirse. Pero pensó en el partido que le sacaría Tom Cross en la sala de reuniones y mantuvo la boca cerrada.

—No puedo, lo siento. No obstante, por lo que sé, no vas muy desencaminada de momento. —Mientras hablaba, un Range Rover conocido dobló la esquina—. Oh, mierda… —musitó al tiempo que se zafaba de la periodista. Solo le faltaba que John Brandon creyera que ella era la fuente de la noticia del Sentinel Times sobre el asesino en serie responsable de que cundiera el pánico. Se dirigió rápidamente hacia el coche de Brandon en cuanto este se detuvo y esperó a que alguien levantase la cinta que mantenía a la muchedumbre alejada. Se mantuvo a la espera mientras que los policías perdían el culo por impresionar al comisario con su eficacia. El Range Rover avanzó y Carol tuvo la oportunidad de ver al extraño que viajaba en el asiento de copiloto. Analizó a Tony mientras ambos bajaban del coche y transfirió los datos al banco de memoria que había desarrollado en su cabeza. Nunca sabes cuándo vas a necesitar un retrato robot, Algo más de 1,70 metros. Delgado. Buenos hombros. Caderas estrechas. Piernas y tronco proporcionados. Pelo oscuro y corto con raya a un lado. Ojos oscuros, probablemente azules; ojeras. Piel blanca. Una nariz normal. Boca ancha, con el labio inferior más grueso que el superior. Qué pena que no supiera vestir. El traje estaba aún más pasado de moda que el de Brandon, aunque al menos no parecía ajado. Deducción: se trataba de un hombre que no trabajaba vestido de traje. Además, no le gustaba tirar el dinero, así que iba a llevar aquel traje hasta que se le cayese a pedazos. Segunda deducción: posiblemente no estaba casado ni mantenía una relación seria. Cualquier mujer cuya pareja necesitase un traje de vez en cuando le habría convencido para que se comprase uno de corte clásico que no se pasara de moda y resultase absurdo a los cinco años de haberlo comprado.

Para cuando llegó a estas conclusiones, Brandon ya se encontraba a su altura y le hizo un gesto a su acompañante para que le siguiera.

—Carol —dijo.

—Jefe Brandon —respondió ella.

—Tony, le presento a la detective Carol Jordán. Carol, este es el doctor Tony Hill, del Ministerio del Interior.

Tony sonrió y le tendió la mano. «Sonrisa atractiva», añadió Carol a su descripción particular mientras se la estrechaba. Y una buena manera de dar la mano. Seca, firme, sin esa necesidad tan masculina de machacarte los huesos que ponían en práctica tantos oficiales de policía.

—Encantado de conocerla.

Sorprendentemente, tenía la voz profunda, vagamente norteña. Carol prefirió no sonreír de manera efusiva. Con el Ministerio del Interior, nunca se sabía.

—Igualmente.

—Carol dirige uno de los equipos que investigan los asesinatos. El del segundo, ¿verdad, Carol? —preguntó Brandon pese a que conocía la respuesta.

—Así es, señor. El de Paul Gibbs.

—Tony se está encargando de estudiar la viabilidad de la creación de una Unidad Nacional de Criminología. Le he pedido que les eche un vistazo a estos asesinatos para ver si con su experiencia nos aporta algo nuevo. —Brandon miró a Carol directamente a los ojos para que se diera cuenta de que tenía que leer entre líneas.

—Agradeceré toda ayuda que el doctor Hill nos dispense, señor. Tras echarle un vistazo rápido a la escena del crimen, creo que no hay ningún hilo del que tirar, como en los casos anteriores, tan similares entre sí. —Hizo un gesto para hacer ver que entendía lo que quería decir Brandon. Ambos caminaban por la misma cuerda floja, si bien por cabos opuestos. Brandon no debía hacer nada para restar autoridad a Tom Cross; y Carol, por mucho que el comisario estuviese de acuerdo con ella, no podía contradecir abiertamente a su oficial superior si quería tener una vida tolerable en la policía de Bradfield—. ¿Desea ver la escena del crimen, doctor Hill?

—Vamos todos —dijo Brandon— y, de paso, infórmeme. ¿Qué tenemos?

—Se encuentra en el patio de ese pub de ahí. Es evidente que la escena del crimen no es el escenario de la muerte. —Carol abría la comitiva—; no hay sangre. Se trata de un hombre blanco, cerca de la treintena, desnudo. No lo hemos identificado. Parece que lo hayan torturado antes de matarlo. Tiene ambos hombros dislocados al igual que posiblemente la cadera y las rodillas. Le faltan mechones de pelo del cuero cabelludo. Yace bocabajo, por lo que no hemos podido apreciar todas las heridas. Creo que la causa de la muerte es un corte profundo en la garganta. También parece que el cuerpo haya sido lavado antes de ser abandonado —recitó sin emoción frente a la verja del patio. Miró a Tony. Lo único que habían conseguido sus palabras es que apretase los labios—. ¿Listo?

Asintió y tomó una profunda bocanada de aire.

—Todo lo listo que se puede estar.

—Tony, por favor, manténgase fuera de las cintas —dijo Brandon—. Los forenses van a tener mucho trabajo para que encima les dejemos pistas falsas por todo el escenario del crimen.

Carol abrió la verja y les pidió que pasasen. Si Tony había creído que las palabras de la mujer le habían preparado para lo que iba a ver, una sola ojeada le hizo darse cuenta de que no era así. Era grotesco. Mucho más si cabe por la antinatural ausencia de sangre. La lógica gritaba que un cuerpo tan destrozado debía ser una isla en un lago de vísceras y sangre, como un cubito de hielo en un Bloody Mary. Sólo había visto cadáveres tan pulcros en las funerarias. Pero en lugar de ofrecer el aspecto relajado de una estatua de mármol, el cuerpo era la parodia retorcida de un ser humano con los miembros desencajados, como una marioneta tirada en el suelo después de que le cortasen las cuerdas que la sujetaban.

Cuando ambos hombres entraron en el patio, el fotógrafo de la policía dejó de tomar instantáneas y saludó a John Brandon con la cabeza.

—Hola, Harry —respondió este, impertérrito ante lo que tenía frente a sí. Traía las manos metidas en los bolsillos de su abrigo encerado, así que nadie pudo ver lo fuerte que apretaba los puños.

—He acabado con todas las fotos de larga y media distancia, jefe. Solo me faltan las de cerca —dijo el fotógrafo—. Hay muchas heridas y moretones; quiero asegurarme de que no se me pase ninguno.

—Bien hecho —le dijo Brandon.

Por detrás de ellos, Carol añadió:

—Harry, cuando hayas acabado con esto, ¿podrías fotografiar los coches aparcados en las inmediaciones?

El fotógrafo levantó la vista:

—¿Todos?

—Todos.

—Bien pensado, Carol —intercaló Brandon antes de que el fotógrafo, que había puesto mala cara, añadiera algo más—. Existe la posibilidad de que el tipo se fuera de la escena del crimen a pie o bien en el coche de la víctima… y puede que haya dejado el suyo aquí para recogerlo más adelante. Aparte de que a los abogados defensores les cuesta mucho más ponerle peros a una fotografía que al bloc de notas de un policía municipal.

Tras soltar un bufido, el fotógrafo se volvió hacia el cadáver. Durante aquel rápido intercambio, Tony había conseguido apaciguar su estómago revuelto. Dio un paso al frente tratando de comprender el funcionamiento de la mente primitiva que había sido capaz de reducir a un ser humano a eso. «¿Cuál es tu juego?», pensó. «¿Qué significa esto para ti? ¿Qué relación existe entre este cuerpo quebrantado y tus deseos? Creí que yo era un experto en mantener las situaciones bajo control, pero tú vas más allá, ¿no es cierto? Tú eres realmente especial. El bicho raro que controla al resto de bichos raros. Al final vas a ser uno de esos sobre los que se escriben libros. Bienvenido a primera división».

De pronto, se dio cuenta de que se hallaba peligrosamente cerca de sentir admiración por una mente tan inquietantemente compleja y se obligó a centrarse en la realidad que tenía frente a sí. El corte en la garganta era tan profundo que casi había decapitado al hombre. De hecho, la cabeza colgaba como si tuviera una bisagra en la nuca. Tomó una bocanada de aire y dijo:

—El Sentinel Times decía que todos habían muerto por el corte que mostraban en la garganta, ¿no es así?

—Sí —respondió Carol—. Todos ellos fueron torturados mientras estaban vivos, pero, en todos los casos, fue la herida del cuello lo que acabó con sus vidas.

—Y el corte, ¿siempre es tan profundo como este?

Carol balanceó la cabeza de lado a lado, dudosa.

—Solamente estoy familiarizada con el segundo caso y el tajo no era, ni por asomo, tan profundo y violento como este. No obstante, he visto fotografías de los otros dos cadáveres y el corte del último parecía casi tan profundo como este.

«Gracias a Dios, por fin algo interpretable como un libro abierto», pensó Tony. Retrocedió un par de pasos y analizó la zona. Aparte del cadáver, no había nada que diferenciase el patio de este pub de cualquier otro. Cajas vacías arrimadas contra la pared, contenedores de basura con ruedas y la tapa bien cerrada… Ni había nada anormal ni habían dejado nada anormal, excepto el cuerpo.

Brandon se aclaró la garganta:

—Bueno, Carol, parece que aquí todo está bajo control. Será mejor que vaya a hablar con la prensa. Cuando he llegado, he visto que Penny Burgess intentaba arrancarte la manga de la gabardina. Seguro que el resto de la manada ya la tiene acorralada. Nos veremos más tarde en comisaría. Pasa por mi oficina; quiero que hablemos sobre la colaboración del doctor Hill. Tony, lo dejo en buenas manos. Cuando acabe aquí, podría usted quedar con Carol para que le enseñase los archivos del caso.

—Me parece bien, John. Gracias —dijo Tony mientras asentía.

—Seguimos en contacto. Y gracias, de nuevo. —Brandon cerró la verja y se fue sin más.

—Entonces usted traza perfiles —dijo Carol.

—Lo intento.

—No sabe cuánto agradezco que los de arriba hayan entrado en razón por fin —dijo secamente—; pensaba que nunca iban a admitir que tratamos con un asesino en serie.

—Yo empecé a sospecharlo con el primero; pero el segundo sirvió para convencerme.

—Y, claro, imagino que no le corresponde a usted lograr que abran los ojos —respondió Carol, hastiada—. Maldita burocracia…

—Es un asunto delicado. Aunque consigamos crear una brigada nacional, sospecho que tendremos que seguir esperando a que sean las fuerzas policiales quienes, a título personal, acudan a nosotros.

Antes de que Carol pudiera decir nada, la verja del patio se abrió de golpe con un gran estruendo. Ambos se volvieron. La puerta enmarcaba a uno de los hombres más grandes que Tony hubiera visto jamás. Tenía el aspecto sólido de un pilar… si bien un tanto ruinoso y desvencijado. Su panza de cervecero precedía unos quince centímetros a sus enormes hombros. Tenía los ojos saltones como dos huevos duros y la cara redonda, de ahí el apodo que recibía: Popeye Cross, el subcomisario. Su boca, parecida a la del personaje animado que le daba nombre, formaba un pequeño e incongruente arco de Cupido. El pelo, de color pardo, le clareaba en la coronilla, como si se tratase de la tonsura de un monje.

—Señor —le dijo Carol a modo de bienvenida.

Cross frunció las cejas, blancas, para mostrar su desaprobación. A juzgar por las profundas líneas que se marcaron entre ellas, era una expresión habitual.

—¿Quién cojones es usted? —le soltó a Tony mientras le señalaba con uno de sus rollizos dedos. Tony se fijó enseguida en que se mordía las uñas. Antes de que le diera tiempo a reaccionar, Carol le echó un cable muy oportuno:

—Señor, le presento al doctor Tony Hill, del Ministerio del Interior. Es el responsable de estudiar la viabilidad para la creación de una Unidad Nacional de Criminología. Doctor Hill, le presento al comisario Tom Cross. Él es quien se encarga de dirigir las investigaciones de asesinato.

La segunda parte de la presentación de Carol se vio interrumpida por la respuesta intempestiva de Cross, que soltó:

—¿¡Qué coño haces, mujer!? ¡Este es el escenario de un crimen! ¡No puedes dejar que un chupatintas cualquiera del Ministerio lo contamine!

Carol cerró los ojos durante una fracción de segundo más que si hubiera parpadeado y, a continuación, respondió en un tono tan agradable que hasta Tony se quedó sorprendido:

—Señor, ha sido el comisario Brandon quien ha traído al doctor Hill. El comisario considera que el doctor Hill puede ayudarnos a trazar el perfil del asesino.

—¿A qué te refieres con «asesino»? ¿¡Cuántas veces he de decirte que no hay ningún asesino en serie suelto por Bradfield!? Lo único que hay aquí es un montón de asquerosos maricones que se copian los unos a los otros. ¿Sabes qué os pasa a los que ascendéis tan deprisa? —le soltó Cross de manera agresiva e inclinándose hacia ella.

—Seguro que usted me lo va a contar, señor —le respondió con dulzura.

Cross se quedó parado unos instantes, con ese aspecto de perplejidad que tienen los perros que han oído el vuelo de una mosca pero aún no la han visto pasar. Y, a continuación, dijo:

—Que estáis todos desesperados por alcanzar la gloria. Queréis relevancia y titulares. No os interesan las molestias que implica la verdadera labor policial. No queréis romperos el culo investigando tres homicidios diferentes, así que intentáis juntarlos en uno solo para reducir al mínimo los esfuerzos y aumentar al máximo la cobertura periodística. Y usted… —añadió tras girarse hacia Tony—, salga de mi escena del crimen ahora mismo. Lo único que nos faltaba eran liberales sensibleros con el cuento de que buscamos a un pobre gilipollas al que no le regalaron un osito de peluche cuando era niño. ¡No es la superstición lo que atrapa a los delincuentes, sino el trabajo policial!

Tony sonrió.

—No podría estar más de acuerdo, subcomisario. Pero resulta que el comisario considera que puedo ayudarles a enfocar dicho trabajo policial de manera más eficaz.

Cross tenía mucha calle como para dejarse llevar por la cortesía.

—Dirijo el equipo más eficaz de la comisaría —replicó— y no necesito que un doctor de las narices me diga cómo pillar a un puñado de maricones asesinos. —Le dio la espalda y se dirigió a Carol—. Detective, acompañe al «doctor» Hill hasta el perímetro —pronunció el cargo del policía con tal desprecio que parecía un insulto—; y cuando haya acabado, vuelva aquí para informarme de lo que sepa de este nuevo asesino.

—De acuerdo, señor. Ah, por cierto, quizá quiera unirse al comisario; está dando una rueda de prensa improvisada en la parte delantera. —Esta vez, sustituyó la dulzura por severidad.

Cross miró de manera mecánica el cadáver que yacía en el patio.

—Bueno, no va a ir a ninguna parte, ¿no? —insistió—. Voy a hablar con el comisario y con la prensa, detective; espero un informe para cuando haya acabado. —Dio la vuelta sobre sí mismo y desapareció tan ruidosamente como había aparecido.

Carol cogió a Tony por el codo y lo condujo hasta la verja.

—Esto hay que verlo —le murmuró al oído mientras avanzaban por el callejón, tras los pasos de Cross.

A Penny Burgess se le había unido media docena de periodistas detrás de la cinta amarilla. John Brandon estaba frente a ellos. A medida que se acercaban, oían más y más alto la cacofonía de preguntas que los periodistas lanzaban al subcomisario. Carol y Tony se quedaron atrás y observaron cómo Cross se llegaba a la altura de Brandon después de empujar a un agente de policía mientras gritaba:

—De uno en uno, damas y caballeros. Contestaremos a todo el mundo.

Brandon se giró hacia Cross sin expresión alguna en la cara.

—Gracias, subcomisario Cross.

—¿Hay un asesino en serie en Bradfield? —preguntó Penny Burgess, su voz cortando el silencio que acababa de hacerse como si fuera el graznido de un ave de mal agüero.

—No hay razones para suponer… —empezó Cross.

Pero Brandon lo cortó con frialdad.

—Como ya he dicho hace un momento, esta tarde hemos encontrado el cadáver de un hombre blanco de entre veintimuchos y treinta y pocos años. Es muy pronto para estar completamente seguros, pero hay indicios que señalan que el asesinato podría estar relacionado con otros tres ocurridos en Bradfield en los últimos nueve meses.

—¿Quiere decir con eso que van a tratar dichos asesinatos como si fuesen el trabajo de un asesino en serie? —preguntó un hombre joven que agarraba una grabadora como si fuera un pincho para ganado.

—Estamos barajando la posibilidad de que los cuatro crímenes los haya perpetrado una misma persona, sí.

La cara de Cross era un poema, parecía que quisiera pegar a alguien. Tenía las manos cerradas con fuerza y las cejas tan bajas que no debía de poder ver gran cosa.

—Pero, en estos momentos, no es más que una posibilidad —dijo el subcomisario, rebelándose.

Penny se adelantó nuevamente a los demás.

—¿Cómo afectará esto a la investigación, comisario Brandon?

—A día de hoy, vamos a amalgamar las tres investigaciones abiertas y crearemos un destacamento mayor que se encargará de las cuatro. Vamos a servirnos del extenso archivo criminal informatizado que el Ministerio del Interior ha dispuesto a fin de poder analizar todos los datos que tenemos hasta la fecha y estamos seguros de que eso nos ayudará a desarrollar nuevas pistas —explicó Brandon, cuyo rostro sombrío no se correspondía con el optimismo de su voz.

—Eso es, ¡a por todas! —murmuró Carol.

—¿No es un poco tarde? ¿No le han dado demasiada cuerda al criminal por no haberse atrevido antes a postular que se trataba de un asesino en serie? —gritó, enfadada, una persona desde la parte de atrás.

Brandon se cuadró y lanzó una mirada severa.

—Somos policías, no adivinos. No teorizamos sin pruebas. Quédense ustedes tranquilos; vamos a hacer todo lo que esté a nuestro alcance para detener al asesino y llevarlo ante la justicia lo más rápido posible.

—¿Van ustedes a usar a un perfilador psicológico? —Nuevamente Penny Burgess. Tom Cross lanzó una mirada cargada de odio a Tony al tiempo que Brandon sonreía.

—Eso es todo por ahora, damas y caballeros. Más tarde, la oficina de prensa de la policía emitirá un comunicado. Ahora, si me disculpan, tenemos mucho trabajo —se excusó, benevolente, mientras saludaba a la prensa con la cabeza y daba la vuelta. Tomó a Cross firmemente del codo y lo llevó hacia el callejón. Cross estaba tan furioso que caminaba tieso como un palo. Carol y Tony les siguieron a unos cuantos pasos. Mientras avanzaban, sonó la voz de Penny Burgess:

—¡Detective Jordán!, ¿quién es el nuevo?

—Dios, a esa mujer no se le escapa ni una —murmuró la policía.

—Entonces, será mejor que no me cruce en su camino —señaló Tony—, que yo aparezca en los periódicos sería un grave riesgo para la salud.

Carol paró en seco.

—¿Se refiere a que el asesino podría ir a por usted?

Tony sonrió.

—No, me refiero a que el subcomisario podría padecer una apoplejía.

Carol tuvo ganas de reír. Este hombre no se parecía en nada a ninguno de los funcionarios del Ministerio con los que se había topado hasta entonces. No solo tenía sentido del humor, sino que le daba igual ser indiscreto. Y de cerca, definitivamente, entraba en la categoría que su amiga Lucy denominaba «comestibles». Era el primer hombre interesante con el que se encontraba en el trabajo desde hacía mucho tiempo.

—Puede que tenga razón —fue la única respuesta que se le ocurrió, pues intentaba que sus palabras no resultasen comprometedoras y pudieran volverse en su contra más adelante.

Llegaron a la esquina del callejón justo en el momento en el que Tom Cross se giraba y se enfrentaba a Brandon.

—Con todos mis respetos, señor… ha contradicho usted todo lo que llevo diciéndoles a esos hijos de puta desde que empezó este circo.

—Es hora de poner en práctica un nuevo enfoque, Tom —dijo fríamente.

—Pero ¿por qué no lo ha hablado conmigo primero en vez de dejarme como un idiota delante de esa gentuza? Por no mencionar a mis hombres —dijo Cross inclinándose hacia delante de forma amenazadora. Mantenía una mano alzada, con el índice apuntando al pecho de Brandon, como si fuera a apuñalarlo. Pero prevaleció el sentido común de la ambición y dejó caer la mano.

—¿Cree usted que si le hubiera llamado a mi despacho y le hubiera sugerido que enfocara el caso de otra manera, lo habría hecho? —La voz de Brandon era suave, pero escondía la dureza del acero. Y Cross lo sabía. Le temblaba la mandíbula inferior.

—No obstante, las decisiones operativas son cosa mía —respondió. Detrás de tanta beligerancia, Tony vio a un chaval, un abusón de patio de colegio resentido con los adultos que tenían poder para ponerle los puntos sobre las íes.

—Pero el comisario soy yo y la responsabilidad recae sobre mí. Soy yo quien determina la política a seguir y, por lo visto, acabo de tomar una decisión que afecta a su esfera de operaciones. A partir de ahora, esta será una investigación única. ¿Está claro, Tom? ¿O quiere llevarlo más allá?

Por primera vez, Carol entendió por qué John Brandon había sido capaz de trepar tan alto por aquel poste resbaladizo. El tono de amenaza de su voz no era gratuito. Era obvio que estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para conseguir sus fines, y actuaba con la seguridad de un hombre acostumbrado a ganar. Tom Cross no tenía dónde esconderse.

El comisario se giró hacia Carol y le soltó:

—¿No tiene nada mejor que hacer, detective?

—Estoy esperando para darle mi informe, señor —respondió esta—. Dijo usted que lo esperara hasta el final de la conferencia de prensa.

—Antes de eso… Tom, quiero presentarle al doctor Tony Hill —soltó Brandon al tiempo que le hacía un gesto para que se adelantase.

—Ya me lo han presentado —dijo Cross, hosco como un colegial.

—El doctor Hill ha aceptado trabajar mano a mano con nosotros en esta investigación. Tiene mucha más experiencia trazando perfiles de criminales en serie que ninguna otra persona en todo el país. Además, también ha accedido a mantener su participación en secreto.

Tony esgrimió una sonrisa diplomática y de falsa modestia.

—Así es. Lo último que deseo es convertir su investigación en un circo. Cuando atrapemos a ese cabronazo, quiero que la gloria se la lleve su equipo. Al fin y al cabo, son ellos los que van a hacer el trabajo.

—En eso no se equivoca —masculló Cross—. No lo quiero de por medio. No quiero que se inmiscuya.

—Nadie desea que así sea, Tom —dijo Brandon—; por eso le he pedido a Carol que actúe de enlace entre Tony y el departamento.

—No me puedo permitir perder a un oficial superior en un momento como este —protestó Cross.

—Y no va a perderlo, sino que ganará a un detective con una perspectiva única respecto a todos los casos. Podría resultar muy valioso, Tom —y miró su reloj—. Bueno, tengo que irme, el comisario en jefe querrá que le informe. Tom, manténgame al día. —Tras lo cual esbozó un adiós con la mano y salió a la calle, por la que se perdió hasta desaparecer.

Cross sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo y encendió uno.

—¿Sabes cuál es tu problema, detective? Que no eres tan lista como crees. Como des un solo paso en falso, señorita… me haré un suspensorio con tus tripas. —Le dio una calada profunda al cigarrillo y le tiró el humo a Carol a la cara. Pero su intención quedó en agua de borrajas porque una ráfaga de viento dispersó el humo antes de que la alcanzara. Con aspecto disgustado, Cross giró sobre sí mismo y volvió a la escena del crimen.

—En este trabajo conoces a personas maravillosas —dijo Carol.

—Al menos, ahora sé de qué lado sopla el viento —respondió Tony. Mientras hablaba, sintió que una gota de lluvia le mojaba la cara.

—Mierda. Lo que nos faltaba. Oiga, ¿podríamos reunimos mañana? Me permitiría estudiar los archivos esta noche y hacerle un resumen de antemano. Así, podría meterse de lleno.

—De acuerdo. ¿En mi oficina a las diez en punto?

—Perfecto. ¿Cómo doy con usted?

Tony le dio indicaciones a Carol, tras lo cual la observó alejarse de vuelta al callejón. Una mujer interesante. Y atractiva, para la mayoría de los hombres. Había veces en las que casi deseaba ser capaz de encontrar en su interior una respuesta sin complicaciones. Pero hacía tiempo que había superado la época en la que permitía que le atrajera una mujer como Carol Jordán.

Eran más de las siete cuando Carol llegó por fin a comisaría. Tras llamar a la extensión de John Brandon, se sorprendió gratamente de encontrarlo todavía allí, en su despacho.

—Venga —le dijo este.

Y aún se sorprendió más cuando cruzó la puerta de la secretaría y lo encontró sirviendo en dos tazas café humeante de la cafetera.

—¿Leche y azúcar? —le preguntó.

—Solo —respondió—. Menudo placer tan inesperado.

—Dejé de fumar hace cinco años —le confió Brandon— y, ahora, es la cafeína lo que me ayuda a seguir adelante. Pase, pase.

La detective entró en la oficina, llena de curiosidad. Nunca antes había atravesado esa puerta. La decoración mostraba la pintura beis indicada por el reglamento, el mismo mobiliario que Cross tenía en su oficina —excepto que aquí la madera brillaba y no exhibía rozaduras, arañazos, quemaduras de cigarrillo y los típicos anillos que dejaban las tazas calientes—. A diferencia de la mayoría de oficiales superiores, Brandon no había decorado las paredes con fotografías policiales y títulos enmarcados. Por el contrario, había elegido media docena de reproducciones de cuadros que mostraban escenas callejeras de Bradfield de finales del siglo pasado. A pesar de su colorido, guardaban un aire triste (a menudo mostraban escenarios lluviosos); aunque eran tan espectaculares como la vista que se divisaba desde la ventana del séptimo piso. El único objeto que cabía esperar era una fotografía de su mujer y sus hijos colocada sobre la mesa. Pero tampoco se trataba del típico posado o foto de estudio, sino que era una ampliación de una instantánea tomada en vacaciones a bordo de un barco de vela. Deducción: a pesar de la apariencia de policía campechano, directo y convencional que Brandon se esforzaba en transmitir, bajo esa fachada era mucho más complejo y amable.

El comisario señaló a Carol un par de sillas frente a su mesa y se sentaron uno en cada una de ellas.

—Quiero dejar clara una cosa —dijo Brandon sin paños calientes—, usted informa al comisario Cross. Él es quien está al frente del caso. Sin embargo, quiero recibir copias de sus informes y de los del doctor Hill, y quiero estar al tanto de cualquier teoría que se les ocurra a ustedes dos, pero que no se hayan atrevido a plasmar en un papel. ¿Cree que podrá hacerlo?

Carol levantó las cejas.

—Solamente hay una manera de saberlo, señor.

Los labios del comisario se movieron nerviosamente y esbozaron una media sonrisa. Siempre había preferido la honestidad a las chorradas.

—Muy bien. Necesito que se asegure de que le dan acceso a todos los archivos. Si tiene cualquier problema al respecto, cualquier sensación de que alguien les está poniendo trabas a usted y al doctor Hill, quiero que me lo diga de inmediato; me da igual de quién se trate. Mañana por la mañana hablaré con la brigada personalmente y me aseguraré de que a nadie le queda ninguna duda acerca de cuáles son las reglas del juego. ¿Puedo ayudarle yo en algo?

«Sumarle doce horas al día sería un buen comienzo», pensó Carol, agotada. Le encantaban los retos, pero, esta vez, parecía como si aquello que tanto le gustaba se le fuera a hacer cuesta arriba.

Tony cerró la puerta de la calle tras de sí. Dejó el maletín en el primer sitio que encontró y se apoyó contra la pared. Había conseguido lo que quería. Ahora le quedaba por delante nada menos que librar una batalla de intelectos. Estaba en juego su perspicacia contra la empalizada que había levantado el asesino. En algún lugar del patrón que seguían estos crímenes había un sendero laberíntico que desembocaba directamente en el corazón del asesino. De algún modo, tenía que recorrer dicho camino, mostrarse cauteloso ante las sombras que querrían confundirlo, intentar no perderse por entre la maleza traicionera.

Se apartó de la pared. De pronto se sentía exhausto. Se quitó la corbata y se desabrochó la camisa mientras se dirigía a la cocina. Una cerveza fría y, después, se pondría a estudiar la escasa colección de recortes de periódico que hablaban de los tres asesinatos previos. Nada más abrir la nevera para coger una lata de Boddingtons sonó el teléfono. Cerró la puerta de golpe y descolgó el auricular mientras hacía malabarismos con la lata fría.

—¿Hola? —dijo.

—Anthony.

Tony tragó saliva.

—No es un buen momento —contestó fríamente para interrumpir el ronco contralto que le llegaba desde el otro lado de la línea. Dejó la lata sobre la encimera y tiró de la anilla con una sola mano.

—¿Te estás haciendo el duro? Por mí vale, me resulta entretenido, ¿sabes? Pensaba que se te había pasado lo de evitarme. Que lo habíamos superado. Solo te pido que no me cuelgues y me hagas creer que lo nuestro va a dar un paso atrás. —La voz resultaba burlona, como si estuviera a punto de escapársele la risa.

—No pretendo hacerme el duro. Pero es que no es un buen momento, la verdad. —Tony notaba la suave quemadura del enfado ascendiendo desde el pozo de su estómago.

—Tú sabrás. Tú eres el hombre. Tú eres el jefe. A menos que, para variar, quieras que las cosas cambien, ¿lo pillas? —Hablaba casi en susurros y aquella cualidad elusiva le ponía frenético—. Al fin y al cabo, esto queda entre tú y yo. Ambos somos mayores de edad, ¿no?

—¿Acaso no tengo derecho a decir que no? Al menos, no ahora. ¿O es que solo las mujeres tienen ese derecho? —Notó que su voz se tensaba al tiempo que su enfado subía como bilis por la garganta.

—Dios, Anthony… pero qué sensual es tu voz cuando te enfadas —ronronearon al otro lado del teléfono.

Tony, desconcertado, apartó el teléfono como si se tratara de un artefacto de otro planeta. A veces se preguntaba si las palabras que salían de su boca eran las mismas que llegaban a los oídos de los demás. Con una impasibilidad médica que no podía transmitir a la persona que había llamado, notó que estaba agarrando tan fuerte el teléfono que los nudillos se le habían puesto blancos. Tras un momento, volvió a acercarse el aparato a la oreja.

—Solo con escuchar tu voz me mojo, Anthony —dijo ella—. ¿No quieres saber qué llevo puesto? ¿No quieres saber qué estoy haciendo? —La voz era seductora y la respiración resultaba, ahora, mucho más audible.

—Oye, he tenido un día duro y todavía tengo mucho trabajo por hacer. Y aunque me encantan estos jueguecitos, ahora mismo no estoy de humor —dijo Tony, agitado, mientras miraba desesperadamente a su alrededor como si estuviera buscando una salida.

—Tienes la voz muy tensa, cariño. Deja que alivie esa presión. Vamos a jugar. Piensa en mí como en una técnica de relajación. Sabes que después trabajarás mejor. Sabes que nunca antes te lo has pasado tan bien con nadie. Con un semental como tú y una reina del sexo como yo, resulta inevitable. Y para empezar, voy a hacer que esta sea la conversación más sucia, sensual y cachonda que jamás hayamos mantenido por teléfono.

De pronto, el enfado encontró una vía de escape en su presa y salió disparado.

—¡Que hoy no! —gritó antes de colgar tan fuerte el teléfono que la lata de cerveza pegó un salto. La espuma pastosa se derramó por la abertura triangular. Tony lo observó, disgustado. Cogió la lata y la tiró al fregadero. La lata repiqueteó contra el acero inoxidable y rodó de lado a lado. La cerveza y la espuma se desparramaron en gotas de color marrón y crema mientras Tony se ponía en cuclillas, con la cabeza gacha y las manos tapándole el rostro. Esa noche necesitaba rebuscar en lo más profundo de las pesadillas de otra persona, de modo que no quería, bajo ningún concepto, tener que enfrentarse además a sus propias debilidades… que tan al descubierto ponían estas llamadas. El teléfono volvió a sonar, pero no se movió siquiera. Mantuvo los ojos cerrados con fuerza. Cuando el contestador dio paso a la llamada, la persona que había al otro lado colgó.

—Puta —dijo ferozmente—. Puta.