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Señores: el comité me ha honrado con la ardua tarea de pronunciar la conferencia en honor de Williams sobre el tema Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Quizá la tarea habría sido fácil hace tres o cuatro siglos, cuando era muy poco lo que se sabía del arte y muy contados los grandes modelos expuestos, pero en nuestra época no faltan obras maestras de valor ejecutadas por profesionales, y el público exigirá un adelanto que esté a la altura respecto del estilo de la crítica que haya de aplicarse[1].

Tony Hill entrelazó las manos por detrás de la cabeza y se quedó mirando al techo. Una gran telaraña de grietas rodeaba la elaborada roseta de yeso de la que pendía el portalámparas, pero él no le prestó atención. La tenue luz del amanecer, teñida de naranja por las farolas de sodio, entraba a través de un hueco triangular que había en lo alto de las cortinas; pero eso tampoco le interesaba. Inconscientemente, oía la caldera de la calefacción central puesta a todo trapo, preparándose para suavizar el húmedo frío invernal que se filtraba por debajo de la puerta y los marcos de las ventanas. Tenía la nariz fría y los ojos enrojecidos. No recordaba la última vez que había dormido de un tirón. La preocupación por lo que tenía que hacer ese día era una de las razones que habían interrumpido su sueño. Pero había otras. Muchas más.

Como si lo de hoy no fuese suficiente. Sabía lo que se esperaba de él, pero dar la talla era otra historia. Había gente capaz de hacerse cargo de este tipo de cosas y sentir apenas poco más que un leve cosquilleo en el estómago. Pero Tony, no. Necesitaba todas sus fuerzas para mantener la fachada que debía construirse a fin de encajar lo que tenía que ocurrir. En circunstancias como esta, entendía cuánto debía de costarles a los actores del método realizar esas actuaciones tensas y complejas que cautivaban a la audiencia. Cuando llegase la noche, no valdría para nada excepto para realizar otro vano intento de dormir ocho horas seguidas.

Cambió de postura en la cama y se removió el pelo, corto y oscuro, con la mano. Se rascó la barba de tres días a la altura de la barbilla y suspiró. Estaba seguro de lo que debía hacer ese día, pero, aun así, sabía que hacerlo iba a suponer un suicidio profesional. Daba igual que fuera consciente de que en Bradfield había suelto un asesino en serie. No podía ser él quien lo dijera primero. El hambre hizo que sus tripas se retorcieran así que esbozó una mueca de dolor. Suspiró de nuevo mientras apartaba el edredón de plumas; se levantó de la cama y sacudió las piernas para desplegar el acordeón en que se había convertido el pijama holgado que vestía.

Fue hasta el baño caminando con dificultad y encendió la luz de un manotazo. Mientras vaciaba la vejiga, buscó la radio y la encendió. El comentarista de tráfico de Bradfield Sound hablaba de los embotellamientos que se estaban produciendo de buena mañana con un optimismo que ningún conductor podría igualar sin antes haber ingerido grandes dosis de Prozac. Dio gracias por no tener que coger el coche aquella mañana y se plantó frente al lavabo.

Se miró a los ojos, de un color azul profundo. Estaban llenos de legañas. «El que dijo que los ojos son el espejo del alma era un puñetero vendedor de humo», pensó con ironía. Seguro pues, de lo contrario, no tendría ni un solo espejo intacto en la casa. Se desabrochó el botón superior de la chaqueta del pijama y abrió el armarito del lavabo en busca de la espuma de afeitar. Un temblor de la mano hizo que se detuviera en seco. Enfadado, cerró la puertecita de golpe y cogió la maquinilla eléctrica. No le gustaba afeitarse con ella porque no le dejaba esa sensación de frescura y limpieza que obtenía afeitándose con cuchilla. Pero era mejor sentirse ligeramente desaliñado que aparecer como si fuera la fotografía de un tipo desangrado por un millar de cortes.

El otro inconveniente de la maquinilla eléctrica consistía en que no tenía que concentrarse tanto en lo que estaba haciendo, por lo que su mente era libre de pensar en el día que le esperaba. A veces, le resultaba tentador creer que todo el mundo era como él, que todos se levantaban por la mañana y elegían al personaje que iban a representar durante el resto del día. Si bien había descubierto a lo largo de los años que llevaba explorando la mente de las personas que no era así. Para la mayoría de la gente, el rango de personajes dentro del que podía elegir estaba muy limitado. Sin duda, habría quien estaría muy satisfecho de aquello en lo que se había convertido Tony, como resultado de las diferentes elecciones llevadas a cabo desde el conocimiento, la habilidad y la necesidad. Él, no.

Cuando apagó la maquina, oyó los acordes frenéticos previos al resumen de noticias de Bradfield Sound. Con la sospecha de que algo repentino iba a suceder, miró la radio, tenso y en alerta como si fuera un corredor de media distancia a la espera del pistoletazo de salida. Cuando acabó el boletín de cinco minutos, suspiró aliviado y abrió la cortina de la ducha. Esperaba que hubieran realizado algún descubrimiento que no habría podido ignorar. Aunque, de momento, seguía habiendo solo tres cadáveres.

Al otro lado de la ciudad, John Brandon, comisario del departamento de Homicidios de la Policía Metropolitana de Bradfield, se encorvó sobre el lavamanos y observó su rostro apesadumbrado en el espejo. Ni siquiera la espuma de afeitar, que cubría su barba y le hacía parecer Santa Claus, le confería un semblante benevolente. De no haber elegido trabajar como policía, habría sido un candidato ideal para director de funeraria. Medía casi 1,90 metros; era delgado, más bien huesudo; tenía los ojos oscuros, de mirada profunda, y peinaba canas prematuras, grises como el acero. Su cara alargada no perdía ese aire melancólico ni siquiera cuando sonreía. Pensó en que parecía un sabueso resfriado. Al menos, tenía un buen motivo para sentir tal amargura: iba a tomar una decisión que al subcomisario le gustaría tan poco como a los integrantes de la Orden de Orange ver entrar en su sede a un sacerdote.

Suspiró profundamente al tiempo que el espejo se empañaba de vaho. Derek Armthwaite, el comisario en jefe, tenía unos fulgurantes ojos azules dignos de un visionario, pero su forma de ver no tenía nada de revolucionaria. Era un hombre que consideraba el Viejo Testamento una guía mucho más útil que el propio Manual policiaco y criminal de pruebas. No solo creía que la mayoría de los métodos policíacos modernos no eran eficaces, sino que los consideraba una herejía. En su opinión, a menudo airada, volver al empleo de la vara de abedul y al látigo de nueve colas sería mucho más eficaz para reducir el crimen que todos los trabajadores sociales, sociólogos y psicólogos del mundo juntos. De haber sabido lo que Brandon tenía planeado para esa misma mañana, habría hecho que lo transfirieran de inmediato a Tráfico —hoy en día, el equivalente a que la ballena se tragase a Jonás.

Unos golpes en la puerta del baño evitaron que su desánimo fuera mayor que su resolución.

—Papá —gritó su hija mayor—, ¿te queda mucho?

Agarró fuertemente la maquinilla, la sumergió en el lavamanos y la pasó una vez por la mejilla antes de contestar.

—Cinco minutos, Karen. Disculpa, cariño. —En una casa con tres quinceañeros y un solo baño apenas si había oportunidades para dar vueltas a los asuntos.

Carol Jordán dejó la taza de café a medio beber en uno de los bordes del lavamanos y entró a trompicones en la ducha mientras esquivaba el gato negro que se le enroscaba en los tobillos.

—Ahora no, Nelson —masculló mientras le cerraba la puerta en las narices y este lanzaba un maullido interrogativo—. Y no despiertes a Michael.

Carol había creído que su ascenso a detective, que la sacaba de la lista de turnos rotativos, iba a garantizarle esas ocho horas de sueño nocturno que tanto había echado de menos desde su primera semana en el cuerpo. Pero la mala suerte hizo que su ascenso coincidiera con un caso que su equipo denominaba, en privado, «muertes extrañas». Por mucho que el subcomisario Tom Cross defendiese a capa y espada ante la prensa y en la sala de información que no había conexiones forenses entre los asesinatos, y que nada hacía pensar que hubiera un asesino en serie en Bradfield, en el departamento de Homicidios pensaban de otro modo.

Mientras el agua caliente le caía en cascada sobre la cabeza y tornaba de color pardo su pelo rubio, Carol pensó —y no por primera vez— que la actitud de Cross, al igual que la del comisario en jefe, solo servía para calmar sus propios prejuicios y que poco o nada ayudaba a la población. Cuanto más tiempo pasaran negando la existencia de un asesino en serie que atacaba a hombres cuyo porte respetable escondía una vida secreta gay, más y más homosexuales iban a seguir muriendo. Ya que no podías sacarlos de la calle arrestándolos, que los quitase de en medio un asesino, ¿no es cierto? Tanto daba que lo hiciera asesinándolos, o bien a través de ese miedo provocado por dichos asesinatos.

Esta política hacía que todas las horas que ella y sus compañeros le estaban echando al caso fuesen en vano. Por no mencionar los cientos de miles de libras procedentes del dinero de los contribuyentes que estaba costando la investigación; especialmente, a raíz de que Cross insistiera en que cada muerte fuera tratada por separado. Cada vez que alguno de los tres equipos daba con algún detalle que parecía relacionar los casos, Tom Cross lo desechaba aduciendo cinco discrepancias. Daba igual que las similitudes fueran distintas cada vez y que él siguiera manteniendo el mismo quinteto de incompatibilidades: Cross era el jefe. Y el comisario en jefe había optado por lavarse las manos a este respecto y hacer mutis por el foro gracias a sus oportunos dolores de espalda.

Masajeó el champú hasta que produjo una generosa capa de espuma y notó cómo iba despertando poco a poco bajo el agua caliente. Pero, bueno, su parte de la investigación no podía encallar por culpa de los intolerantes prejuicios de Popeye Cross. Aunque alguno de los oficiales más bisoños de su equipo quisiera adoptar la estrechez de miras del subcomisario como excusa por su falta de inspiración, ella iba a comprometerse al máximo e iba a avanzar en la dirección correcta. Llevaba nueve años esforzándose como el que más para conseguir una buena nota, primero; y después, para justificar que hubiera ascendido tan deprisa. No tenía la menor intención de que su carrera desembocase en vía muerta por haber cometido el error de elegir una comisaría dirigida por un puñado de neandertales.

Decidida, salió de la ducha con los hombros erguidos y una mirada desafiante en sus ojos verdes.

—Vamos, Nelson —dijo mientras se ponía el albornoz, se arrebujaba en él y cogía en brazos el saco de músculos cubierto de pelo negro—. Vamos a ponerte algo rico para comer, chico.

Tony estudió la imagen proyectada en la pantalla durante cinco segundos más. Visto que la mayor parte de la audiencia había demostrado una gran falta de interés por su charla, al no tomar, de manera deliberada, ni una sola nota, quería al menos concederle al subconsciente de toda esa gente la oportunidad de que absorbiera el esquema que había diseñado para crear un perfil criminal. Así pues, se volvió hacia el público y dijo:

—No les voy a recordar algo que ya saben: que no son los criminólogos quienes atrapan a los criminales, sino los policías de a pie.

Sonrió a la audiencia, compuesta por oficiales superiores y funcionarios del Ministerio del Interior, para invitarles a que compartieran su ironía. Algunos lo hicieron, pero la mayoría permaneció con la cara larga y ligeramente inclinada hacia delante.

Daba igual cómo lo disfrazase, sabía que no iba a convencer a este grupo de policías curtidos de que él no era otro cerebrito universitario desfasado más que había venido a decirles cómo hacer su trabajo. Reprimió un suspiro, consultó sus notas y siguió con su charla, buscando el contacto visual cada vez que era posible y reproduciendo el lenguaje corporal informal que había aprendido de los cómicos en los clubes del norte.

—Pero, a veces, los criminólogos vemos las cosas de otra manera. Y esa nueva perspectiva puede marcar la diferencia. Los muertos cuentan historias; y no es la misma la que le cuentan a un criminólogo que la que le cuentan a un agente de policía. Por ejemplo, si se encuentra un cadáver entre los arbustos a tres metros de la carretera, un agente de policía buscará pistas por la zona, del tipo: ¿hay pisadas?, ¿se ha deshecho de algo el asesino?, ¿han quedado fibras prendidas en las ramas de los arbustos? En cambio, para mí, ese mero hecho se erigirá como punto de partida de una serie de especulaciones, a las que daré forma con el resto de informaciones que tenga a mi disposición y que podrían llevarme a conclusiones muy útiles sobre el asesino. Así pues, yo me preguntaría: ¿ha dejado el cuerpo aquí de forma deliberada o estaría demasiado cansado para llevarlo más lejos?, ¿pretendía esconderlo o tirarlo sin más?, ¿quería que lo encontrásemos?, ¿cuánto tiempo esperaba o creía que tardaríamos en encontrarlo?, ¿tiene este lugar algún significado para él?

Se encogió de hombros e hizo un gesto interrogativo con las manos. La audiencia seguía sin inmutarse. Dios, ¿cuántos conejos más iba a tener que sacar de la chistera para que esta gente reaccionara? Las perlas de sudor de la nuca empezaban a convertirse en gotas que corrían por su piel más allá del cuello de la camisa. Era una sensación incómoda que le recordaba quién era él en realidad, por mucha máscara que se hubiera puesto para llevar a cabo su aparición pública.

Carraspeó para aclararse la garganta, se concentró en lo que estaba proyectando en vez de en lo que estaba sintiendo y siguió adelante.

—Trazar un perfil del asesino es una herramienta más para ayudar a los agentes a reducir el foco de investigación. Nuestro trabajo consiste en darle sentido a lo extraño. No les podemos dar ni el nombre, ni la dirección, ni el teléfono del criminal; pero sí podemos encaminarles hacia el tipo de persona que ha cometido un crimen, de acuerdo con unas características concretas. A veces, podemos incluso indicar la zona en la que vive o el trabajo que podría desempeñar. Sé que muchos de ustedes ponen en duda que sea necesaria la creación de una Unidad Nacional de Criminología. Y no son los únicos, los defensores de las libertades civiles se quejan a gritos.

«Por fin», pensó al tiempo que sentía la gran liberación que le producían las sonrisas y asentimientos del público. Le había costado cuarenta minutos, pero al fin había roto su compostura. Eso no significaba que pudiera relajarse, pero, sin duda, hacía que estuviera menos incómodo.

—En resumidas cuentas —prosiguió—, no somos como los estadounidenses. No nos salen asesinos en serie de debajo de las piedras. Seguimos teniendo una sociedad en la que el 90% de los asesinatos los comete algún miembro de la familia o algún conocido.

Se los estaba metiendo en el bolsillo. Varios pares de piernas y brazos descruzados, pulcros, como en una sala de prácticas.

—Pero la criminología no sirve solo para atrapar al próximo Aníbal el Caníbal, puede usarse en una gran variedad de crímenes. Hemos obtenido éxitos notables a la hora de concretar medidas que evitaran el secuestro de aviones, así como de atrapar correos de drogas, escritores de anónimos, chantajistas, violadores en serie y pirómanos. Y, además, la creación de perfiles criminales ha servido para indicar a los agentes de policía cuál era la mejor manera de interrogar a los sospechosos de asesinato. No es que sus agentes carezcan de la competencia necesaria para hacerlo, pero los trasfondos clínicos que creamos nos han permitido establecer acercamientos diferentes, que, a menudo, resultan más productivos que las técnicas de toda la vida.

Tomó una gran bocanada de aire, se apoyó en el atril y se inclinó hacia delante. Frente al espejo del baño, el último párrafo sonaba bien. Rezó para que tocara la sensibilidad adecuada y no el callo de nadie.

—Mi equipo y yo llevamos un año trabajando en un proyecto de dos años de duración para establecer cómo debería organizarse la Unidad Nacional de Criminología. Ya he enviado un informe provisional al Ministerio del Interior, que ayer mismo me confirmó que estaba dispuesto a iniciar la formación de la unidad en cuanto les enviara el informe definitivo. Damas y caballeros, va a tener lugar una revolución en la lucha contra el crimen, y disponen ustedes de un año para lograr que lo realice de forma que se sientan cómodos con ella. Tanto los integrantes de mi equipo como yo somos muy abiertos de mente. Todos estamos en el mismo bando. Queremos conocer su opinión porque necesitamos que esto funcione. Al igual que ustedes, deseamos que los criminales, los violentos, acaben entre rejas. Entiendo que nuestra ayuda pueda serles de utilidad. Y sé que la de ustedes nos lo será asimismo a nosotros.

Dio un paso atrás y disfrutó de los aplausos, y no porque fueran especialmente entusiastas, sino porque señalaban el fin de esos cuarenta y cinco minutos que había estado temiendo durante semanas. Hablar en público siempre había sido de las cosas que más le incomodaban, hasta el punto de haber dejado de lado la docencia después del doctorado porque no soportaba la sensación de enfrentarse a un aula a diario. Aunque tampoco había abandonado la docencia exactamente por eso. Por alguna razón, pasar los días indagando en los instintos retorcidos y la demencia de los criminales le resultaba menos terrible.

En cuanto cesaron los aplausos, que tampoco duraron mucho, el «cuidador» que el Ministerio del Interior le había puesto a Tony, y que se había sentado en primera fila, se levantó de un salto. Si Tony provocaba cierto recelo entre la sección policial de su audiencia, George Rasmussen era motivo de una irritación más molesta que la picadura de una pulga. Su sonrisa entusiasta dejaba al descubierto tantos dientes y hacía que se pareciese de manera tan inquietante a George Formby, que era imposible relacionar con su alto cargo en la Administración Pública, el elegante corte de su traje gris de raya diplomática y el rebuzno de su acento de colegio público —tan exagerado que Tony estaba seguro de que, en realidad, Rasmussen había sido educado en el colegio sin grados de un barrio pobre—. Tony solo escuchaba a medias mientras ordenaba sus notas y metía las transparencias en la carpeta: «Gracias por este fascinante punto de vista y bla, bla, bla», «café y esas galletas tan ricas y bla, bla, bla», «oportunidad de hacer preguntas y bla, bla, bla», «recordar todas las propuestas al doctor Hill mediante bla, bla, bla».

El sonido que producía la gente al salir de la sala arrastrando los pies ahogaba la perorata de Rasmussen. Y cuando llegó el momento de decidir si se tomaba un café mientras escuchaba los agradecimientos de funcionarios públicos… la cosa estaba clara.

Y también para los funcionarios. Respiró profundamente. Era hora de dejar de lado al orador y convertirse en el encantador y bien informado colega deseoso de escucharles, de asimilar sus puntos de vista y de hacer que sus nuevos contactos sintieran como si, realmente, todos estuvieran en el mismo bando.

John Brandon se levantó y se hizo a un lado para que el resto de la fila pudiera salir. La conferencia de Tony Hill no había sido tan informativa como esperaba. Había aprendido muchas cosas sobre los perfiles psicológicos, pero casi nada acerca del hombre en sí, dejando de lado que parecía un tipo seguro de sí mismo, sin resultar arrogante. Estos tres cuartos de hora no le habían servido para confirmar si lo que tenía planeado hacer era lo correcto, pero no tenía alternativa. Pegado a la pared, avanzó a contracorriente hasta que llegó a la altura de Rasmussen. Al ver la desaprobación de la audiencia, el funcionario público había cambiado su discurso y dejado de lado las sonrisas. Mientras Rasmussen recogía los papeles que había esparcidos en el asiento, Brandon pasó por su lado y se dirigió hacia Tony, que se hallaba cerrando su maltrecho maletín.

Se aclaró la garganta y dijo:

—¿Doctor Hill? —Tony levantó la mirada. Mantuvo un educado gesto de interrogación en la cara. Brandon dejó a un lado los formalismos y continuó—. No nos conocemos, pero ha estado usted trabajando en mi terreno. Soy John Brandon…

—¿El comisario del departamento de Homicidios? —le interrumpió Tony mientras esbozaba una sonrisa. Había oído hablar de John Brandon lo suficiente como para saber que era un hombre que quería cerca de sí—. Encantado de conocerle, señor Brandon —dijo, insuflando calidez a sus palabras.

—John, llámeme John —respondió de manera más brusca de la que pretendía. Se sorprendió al ver que estaba nervioso. Había algo en la seguridad que transmitía Tony Hill que le desconcertaba—. ¿Podría hablar con usted un momento?

Antes de que le diera tiempo a responder, Rasmussen se había interpuesto entre ambos.

—Si me disculpa —dijo sin el más mínimo atisbo de humildad (volvía a sonreír)—. Tony, le agradecería que me acompañara al salón de café; estoy seguro de que nuestros amigos de la policía están deseosos de charlar con usted de forma más íntima. Señor Brandon, puede usted seguirnos.

La frase irritó a Brandon. Ya se sentía bastante incómodo con la situación como para tener que esforzarse por mantener una conversación en privado en una sala llena de policías traga cafés y burócratas metomentodo del Ministerio.

—¿Podría hablar un momento en privado con el doctor Hill?

Tony observó a Rasmussen y notó que las arrugas paralelas que tenía entre las cejas se volvían un poquito más profundas. En una situación normal, le hubiera hecho gracia seguir la conversación con Brandon para pinchar a Rasmussen. Siempre le había gustado tocarles las narices a los pomposos y hacer que los engreídos se sintieran impotentes, pero en el encuentro de hoy con la policía había mucho en juego, por lo que decidió dejar de lado el placer. Así pues, ignoró por completo a Rasmussen y le preguntó a Brandon:

—John, ¿vuelve en coche a Bradfield después de comer? —A lo que este asintió—. Entonces, podría llevarme, ¿verdad? He venido en tren, pero, si no le resulta inconveniente, preferiría no tener que pelearme con los Ferrocarriles Británicos a la vuelta. En caso de que prefiera que no le vean conmigo, puede dejarme en las afueras de la ciudad.

Brandon sonrió y su cara se llenó de arrugas simiescas.

—No será necesario. Lo llevaré a la comisaría.

Se quedó allí, de pie, viendo cómo Rasmussen conducía a Tony hacia la puerta mientras se quejaba por todo y de todo. No podía quitarse de la cabeza el desconcierto que le había causado el psicólogo. Quizá se debiera solo a que estaba tan acostumbrado a hacerse cargo de la situación, que pedir ayuda se había convertido en una experiencia extraña con la que, inevitablemente, se sentía incómodo. No había otra explicación plausible. Se encogió de hombros y siguió a la multitud hasta el salón de café.

Tony se abrochó el cinturón de seguridad y se dejó llevar por el confort de aquel Range Rover de incógnito. No dijo nada mientras Brandon maniobraba cuando salía del aparcamiento de la comisaría de Manchester y se dirigía hacia la autopista, puesto que no quería interferir en la concentración necesaria para evitar perderse en las calles de una ciudad que no les resultaba familiar. En el momento en que avanzaban hacia la vía de acceso y se unían a un tráfico mucho más rápido, Tony rompió el silencio:

—Por si le sirve de ayuda, creo que sé de qué quiere hablar conmigo.

Brandon asió el volante con fuerza.

—Creía que era usted psicólogo, no adivino —respondió bromeando, algo de lo que él mismo se sorprendió. No era una persona dada al humor; normalmente sólo recurría a él cuando estaba bajo presión. Y no terminaba de acostumbrarse al nerviosismo que le producía la idea de tener que pedirle un favor.

—De haberlo sido, alguno de sus colegas me habría prestado un poco más de atención —dijo con ironía—. Bueno, entonces, ¿va a dejar que intente adivinarlo y corra el riesgo de decir alguna tontería mayúscula?

Brandon lanzó una mirada rápida a Tony. El psicólogo parecía relajado. Tenía la palma de las manos sobre los muslos y las piernas cruzadas a la altura de los tobillos. Su postura inducía a pensar que se habría sentido más cómodo con unos téjanos y un jersey que con el traje que llevaba puesto y que, evidentemente, llevaba mucho tiempo colgado en el armario; lo sabía por los comentarios hirientes que sus hijas le hacían a él sobre su propia ropa. Dijo de golpe:

—Creo que tenemos un asesino en serie en Bradfield.

Tony soltó un pequeño suspiro de satisfacción y dijo irónicamente:

—Empezaba a creer que no se habían dado cuenta.

—No se trata de una opinión unánime —dijo Brandon, como queriendo advertir a Tony antes siquiera de pedirle ayuda.

—Casi todo lo sé por las noticias. Y, si le sirve de consuelo, lo que he leído en la prensa me lleva a pensar que su análisis es correcto.

—Eso no es lo que me pareció cuando leí sus comentarios en el Sentinel Times después del último asesinato.

—Mi trabajo consiste en colaborar con la policía, no en hundirla. Asumí que tenía usted sus propias razones para no proclamar en público la teoría del asesino en serie. Hice hincapié en señalar que mis palabras no eran más que una suposición basada en información de dominio público —respondió en un tono de genialidad que, no obstante, se contradecía con el hecho de que sus manos se hubieran crispado y estuvieran plisando sus pantalones.

Brandon sonrió y, prestando únicamente atención a la voz, dijo:

Touché. ¿Qué me dice, querría usted ayudarnos?

Tony experimentó un cálido escalofrío de satisfacción. Llevaba semanas deseando que se diera esta situación.

—Hay un área de servicio a pocos kilómetros de aquí. ¿Le apetece una taza de té?

La detective Carol Jordán miró fijamente aquel amasijo de carne que otrora había sido un hombre, aunque se forzó por no enfocar demasiado la mirada. Hubiera deseado no haber comido el bocadillo de queso rancio de la cantina. Hasta cierto punto era aceptable que los oficiales jóvenes vomitasen tras enfrentarse a la visión de víctimas por muerte violenta; de hecho, incluso se los compadecía. Pero, en el caso de las mujeres, además de darse por sentado que habían de tragarse sus emociones, en cuanto vomitaban en la escena de un crimen perdían el respeto que tanto les había costado obtener y pasaban a ser despreciadas, así como objeto de los chistes que los vaqueros de la cantina contaban en los vestuarios. «No tiene lógica», pensó Carol con amargura, al tiempo que apretaba las mandíbulas aún más. Metió las manos hasta el fondo de los bolsillos de su impermeable y las cerró fuerte mientras sentía que las uñas se le clavaban en las palmas.

Alguien puso su mano en el brazo de ella, justo por encima del codo. Se giró, agradecida por el hecho de poder dejar de mirar, y se topó con el sargento. Don Merrick le sacaba sus buenos veinte centímetros y se había acostumbrado a encorvarse de una manera extraña cada vez que hablaba con ella. Al principio le había resultado lo suficientemente divertido como para contarlo mientras tomaba una copa o en alguna cena ocasional entre amigos, cuando conseguía librar por la noche. Ahora ya ni se daba cuenta.

—La zona está acordonada, jefa —dijo con su característico acento de Tyneside—. El forense está de camino. ¿Qué opina?, ¿se trata de la cuarta?

—Que no te oiga decir eso el subcomisario —respondió, medio en broma—; pero yo diría que sí.

Carol miró en derredor. Se hallaban en el distrito de Temple Fields, en el patio trasero de un pub frecuentado, principalmente, por clientela gay, que además abría un bar exclusivo para lesbianas en el piso de arriba tres noches a la semana. A pesar de las pullas que le lanzaban los machitos con los que tuvo que enfrentarse durante la carrera para el ascenso, Carol nunca había entrado en ningún bar de ese tipo.

—¿Y la verja?

—Con una palanca —contestó Merrick lacónicamente—. No está conectada al sistema de alarma.

Carol inspeccionó los contenedores de basura y las cajas vacías amontonadas.

—No hay razón para que lo estuviera. ¿Qué dice el dueño?

—Whalley lo está interrogando, jefa. Por lo visto, anoche cerró a eso de las 23:30. Tenían la basura preparada en los contenedores y a la hora de cierre, los empujaron hasta el patio, hasta ahí —dijo mientras señalaba la puerta trasera del pub, donde se encontraban los tres contenedores de basura de plástico azules, del tamaño de un carro de supermercado—. No los sacan hasta la tarde.

—Que es cuando se han encontrado con esto —dijo ella señalando con el pulgar por encima del hombro.

—Ahí tirado. A la intemperie, como si dijéramos.

Carol asintió. Un escalofrío que nada tenía que ver con el frío viento del noreste le recorrió la espalda. Avanzó hacia la verja.

—Bueno, dejemos trabajar a los forenses. Aquí solo estorbamos.

Merrick la siguió hacia el estrecho callejón que había detrás del pub. Era tan estrecho que un coche pasaría por él a duras penas. Carol miró hacia ambos accesos, cerrados al paso mediante cinta policial y custodiados por un par de policías uniformados.

—Conoce la zona —musitó. Caminó de espaldas por el callejón sin perder de vista la verja del pub. Merrick la siguió, a la espera de nuevas órdenes.

Al final del callejón, Carol se detuvo y se dio la vuelta para inspeccionar la calle. Al otro lado del callejón había un edificio alto, un antiguo almacén convertido en diversos talleres de manualidades. Por la noche estaría desierto, pero, a media tarde, casi todas las ventanas enmarcarían caras entusiasmadas, ajenas a la calidez del drama que tenía lugar al otro lado.

—Imagino que no tendremos la suerte de que alguien estuviera mirando por la ventana en el momento justo.

—Y aunque estuvieran mirando, no se habrían dado cuenta —dijo Merrick con cinismo—. Tras la hora de cierre, las calles de la zona están abarrotadas. Hay maricones dándose por culo en cada portal, en cada callejón y entre los coches. No me extraña que el jefe llame a esta zona Sodoma y Gomorra.

—¿Sabes?, me lo pregunto a menudo. Lo que hacían en Sodoma está muy claro, pero ¿cuál crees que era el pecado de Gomorra?

Merrick se quedó perplejo. Ello aumentó su aspecto de perro labrador de ojo vago ante algo desagradable.

—No la entiendo, jefa.

—Da igual. Me sorprende que el jefe Armthwaite no ordene a la brigada de antivicio que los detenga por indecencia.

—Lo intentó hace unos años —soltó Merrick—, pero los del Comité Policial lo agarraron por las pelotas. Se enfrentó a ellos, y lo amenazaron con el Ministerio del Interior. Y después de lo que había pasado con el incidente de Holmwood Three, sabía que los políticos se la tenían guardada, así que lo dejó. Aunque eso no impide que los ponga verdes en cuanto tiene oportunidad…

—Sí, ya… Espero que esta vez nuestro simpático asesino del vecindario nos haya dejado alguna pista más, o nuestro querido jefe podría elegir un nuevo objetivo al que poner verde. —Carol se puso seria—. Venga, Don, quiero que preguntéis puerta por puerta. Y mañana por la noche saldremos a la calle para hablar con los gays de la zona.

Antes de que Carol acabase de dar órdenes, la interrumpió una voz que provenía del otro lado de las cintas.

—Inspectora Jordán, soy Penny Burgess, del Sentinel Times. ¿Inspectora? ¿Qué ha descubierto?

Carol cerró los ojos por un momento. Lidiar con los recalcitrantes intolerantes de la cadena de mando era una cosa, pero hacerlo con la prensa era aún peor. Pese al deseo de haberse quedado en la trasera del pub con el cadáver truculento, tomó aliento y se acercó al cordón policial.

—A ver si lo he entendido bien. ¿Quiere que forme parte de su equipo mientras dure la investigación de estos crímenes pero sin que se lo cuente a nadie? —La cara de sorpresa de Tony enmascaraba su enfado por lo reacios que se mostraban los policías influyentes a admitir la valiosa ayuda que podía ofrecerles.

Brandon suspiró. Tony no se lo estaba poniendo fácil, aunque, ¿por qué iba a hacerlo?

—Quiero evitar que la prensa anuncie que nos está ayudando. La única posibilidad que tengo de que se incorpore formalmente a la investigación es la de convencer al comisario en jefe de que no le va a robar el protagonismo a él y a sus chicos.

—Y que no se haga público que Derek Armthwaite, la mano de Dios, ha pedido ayuda a los charlatanes —contestó Tony de manera tan brusca que revelaba más cosas de las que pretendía.

Brandon esgrimió una sonrisa cínica. Resultaba agradable comprobar que era posible alterar aquel rostro tan serio.

—Si usted lo dice… Técnicamente, se trata de una cuestión operativa y no va a interferir, a menos que mis acciones vayan en contra de toda lógica y de la política del Ministerio de Interior. Además, la policía de Bradfield acostumbra a echar mano de la ayuda de expertos siempre que es apropiado.

Tony soltó una carcajada.

—¿Y piensa usted que me considerará «apropiado»?

—Yo diría que no quiere más enfrentamientos con el Ministerio ni con el Comité Policial. Se retira dentro de año y medio, y está desesperado por recibir el título de caballero. —Brandon no podía creer lo que estaba diciendo. Ni siquiera ante su mujer se había mostrado tan desleal, y ahora lo estaba siendo frente a un extraño. ¿Qué tenía Tony Hill para que se abriera a él tan fácilmente? Debía de ser porque era psicólogo. Brandon se consoló pensando en que, al menos, lo hacía por una especie de servicio a la justicia—. Bueno, ¿qué me dice?

—¿Cuándo empiezo?