COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.018
Es ridículo. La policía contrata a un hombre incapaz de saber si soy culpable o no de haber llevado a cabo un castigo en particular para que le ayude a atraparme. Al menos, podrían haberme mostrado algo más de respeto y contratar a alguien con cierta reputación, un oponente digno de mis habilidades; no a un idiota que nunca se ha topado con alguien de mi calibre.
Han preferido insultarme. Se supone que el doctor Tony Hill ha diseñado un perfil que me describe y que se basa en su análisis de mis asesinatos. Cuando estas líneas se publiquen, dentro de muchos años, después de que haya muerto plácidamente en mi cama por causas naturales, los historiadores podrán comparar dicho perfil con la realidad y se reirán de las grandes inexactitudes de su seudociencia.
Nunca va a poder acercarse siquiera a la realidad. Soy yo quien escribe todo esto con el fin de contar cuál es la verdad.
Nací en Seaford, Yorkshire, uno de los puertos pesqueros y comerciales más importantes del país. Mi padre era marino mercante, el primer oficial de un petrolero. Viajaba por todo el mundo y tardaba mucho tiempo en volver a casa. Mi madre era tan mala esposa como madre. Ahora soy capaz de ver que la casa siempre estaba desordenada y que lo que cocinaba ni era gran cosa ni era apetecible. Lo único que se le daba bien era lo que ambos tenían en común: la bebida. Si hubiera habido un campeonato olímpico de bebedores empedernidos por parejas, se habrían llevado la medalla de oro.
Cuando cumplí siete años, mi padre dejó de volver a casa. Evidentemente, mi madre me culpó por no ser un hijo lo bastante bueno. Decía que lo había ahuyentado. Me decía que, ahora, yo era el hombre de la casa. Pero nunca estaba a la altura de sus expectativas. Siempre quería que diera más de mí de lo que me resultaba posible.
Y se pasaba el tiempo culpándome por las cosas que hacía mal en vez de reconocerme las que hacía bien. Solía quedarme encerrado en el armario más tiempo que los abrigos de algunas personas.
Sin la paga de mi padre, esta se vio obligada a confiar en los recursos del sistema de bienestar, que apenas nos daban para vivir, básicamente porque se lo bebía todo. Cuando el banco nos embargó la casa, nos fuimos a Bradfield una temporada, a vivir con unos parientes; pero como mi madre era incapaz de soportar su desaprobación, volvimos a Seaford. Allí se pasó al otro negocio floreciente de la ciudad: la prostitución. Terminé por acostumbrarme a la procesión de marineros asquerosos y bebidos que pasaban por los apartamentos y albergues cutres en los que vivíamos. Nunca estábamos al día con el alquiler y, normalmente, nos largábamos a escondidas antes de que los acreedores se pusieran verdaderamente duros.
Aprendí a odiar la copulación, sucia y llena de gruñidos, que me veía obligado a presenciar, por lo que estaba fuera de casa tanto tiempo como podía; a veces, incluso dormía en el puerto. Acostumbraba a pegar a los niños más pequeños que yo para quitarles el dinero y poder comer. Cambiaba de colegio casi tantas veces como de casa, así que nunca me fue muy bien en los estudios, a pesar de ser consciente de que les daba mil vueltas a la mayoría de niños, que eran imbéciles.
En cuanto cumplí dieciséis años me fui de Seaford. No me costó mucho; con tanta mudanza, no había llegado a hacer muchos amigos. Había visto suficiente de los hombres para saber que no quería convertirme en uno de ellos. Me sentía diferente por dentro. Pensé que si me mudaba a una ciudad más grande, como Bradfield, me resultaría más sencillo saber lo que quería. Uno de los primos de mi madre me consiguió un puesto en la empresa de electrónica en la que él trabajaba.
Por aquel entonces, descubrí que vestirme de mujer hacía que me sintiera bien conmigo mismo. Vivía en un estudio, así que podía hacerlo siempre que quería. Me tranquilizaba mucho. Empecé a estudiar ingeniería informática por las noches y obtuve muy buenas notas. Por aquella época, mi madre heredó la casa de su hermano.
Me ofrecieron un trabajo en Seaford, un trabajo con ordenadores para una compañía local de telefonía. No es que quisiera volver, pero el trabajo era demasiado bueno para rechazarlo. Ni me acerqué a mi madre. No creo que llegase a saber siquiera que estuve allí.
Una de las pocas cosas buenas de Seaford es que de allí sale el ferry a Holanda. Lo cogía casi cada fin de semana, puesto que en Amsterdam podía ir vestido de mujer y la gente ni siquiera me miraba por la calle. Allí conocí a muchos transexuales y travestís, y cuanto más hablaba con ellos, más me daba cuenta de que era como ellos: una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre. Eso explicaba por qué las chicas nunca me habían interesado sexualmente. Y aunque los hombres me resultaban atractivos, sabía que no era mariquita. Me daban asco, con esa pretensión de normalidad en sus relaciones cuando todo el mundo sabe que solamente los hombres y las mujeres encajan como debe ser.
Fui a ver a los médicos de Jimmy’s, en Leeds, al norte, donde hacen todo tipo de cambios de sexo, pero rechazaron mi petición. Sus psicólogos eran tan estúpidos y ciegos como todos los demás. Pero encontré un médico privado en Londres que me prescribió el tratamiento hormonal que necesitaba. Evidentemente, no podía permanecer en mi trabajo mientras lo seguía, pero lo hablé con mi jefe y me dio buenas referencias para otro trabajo cuando ya me hubieran operado y fuera una mujer.
Para operarme tenía que ir al extranjero y era mucho más caro de lo que había pensado. Acudí a mi madre para que hipotecara la casa y me prestase el dinero, pero se rio de mí en mi cara.
Así que hice lo que ella me había enseñado. Me vendí en los puertos. Ni te imaginas la de dinero que pagan los marineros por un travesti. Se ponen cachondísimos solamente de pensar que tienes tetas y rabo. Y no era como las demás putas, no me lo gastaba en beber o en drogarme y tampoco tenía chulo. Lo ahorré todo hasta que pude permitirme la operación.
Cuando volví a Seaford, ni mi madre me reconoció al principio. Solo llevaba unos días de vuelta cuando tuvo aquel trágico accidente de las píldoras y la bebida. Una sobredosis. Nadie se sorprendió. Sí, doctor, puedes añadirla a la lista.
Con mis notas, experiencia y referencias, no tuve problema alguno en conseguir un trabajo como analista de sistemas superior en una empresa de telefonía en Bradfield. Con el dinero que obtuve tras vender la casa de Seaford, compré la de Bradfield y me dediqué a buscar a un hombre con el que poder compartir mi vida.
Y el doctor Tony Hill presume de que me entiende, ¿sin saber nada de esto? Bueno, dentro de poco voy a contárselo. Qué pena que no vaya a tener tiempo de escribirlo.