DEL DISCO DE 3 1/2” ETIQUETADO COMO:

COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.016

Ya había empezado a planear lo del doctor Tony Hill antes incluso de acabar con Damien Connolly. Parecía un acto de justicia poética el hecho de que, al igual que Damien, su nombre ya apareciera en mi lista de posibles parejas. De haber necesitado algo que me convenciera de que hacía lo correcto castigándole, era eso.

Así que ya sabía dónde vivía, dónde trabajaba y el aspecto que tenía. Sabía a qué hora salía de casa por la mañana, qué tranvía cogía para ir al trabajo y cuánto tiempo permanecía en su pequeña oficina de la universidad.

No me di cuenta de lo bien que había salido todo hasta que llegó el momento en que las cosas empezaron a moverse en direcciones que no había previsto y que me disgustaban. Supongo que cometí el error de subestimar la estupidez de las fuerzas opuestas a mí. Nunca había creído que los agentes de la policía de Bradfield tuvieran mucho cerebro, pero los últimos acontecimientos me sorprendieron incluso a mí. ¡Habían arrestado al hombre equivocado!

La increíble falta de inteligencia y percepción estaba a la altura de la de los medios, que acataban todo sin sentido crítico alguno, como si fueran ovejas. No me lo podía creer cuando vi en el Sentinel Times que habían detenido a un hombre en relación con mis asesinatos. El arresto se había producido tras un asalto callejero en el que estaba implicado un agente de policía. ¿Cómo podían pensar que alguien que había tomado tantas precauciones como yo iba a meterse en una pelea barriobajera en Temple Fields? Era un insulto a mi inteligencia. ¿Acaso pensaban que lo mío era una cuestión de vandalismo desaforado?

Leí y releí el artículo, incapaz de dar crédito a la profundidad de su memez. La ira me quemaba por dentro. Podía sentirla en mis entrañas como si se tratara de una indigestión; como retortijones envueltos en una bola de pinchos. Quería hacer algo tremendo y dramático a la vez, algo que les demostrase lo equivocados que estaban.

Trabajé con las pesas hasta que mis músculos temblaban por el esfuerzo y tenía el chándal empapado en sudor. Sin embargo, la ira se negaba a abandonarme. Subí al piso de arriba a todo correr, me senté frente al PC y me puse a trabajar en los vídeos de Damien que había importado a mi ordenador. Para cuando hube terminado, habíamos llevado a cabo una tabla de ejercicios sexuales de los que el equipo nacional ruso se habría sentido orgulloso. Pero nada me satisfacía. Nada conseguía que se me pasara el enfado.

Por suerte, y a diferencia de ellos, no soy estúpido. Sé lo mala que podría resultar para mí toda esa ira descontrolada. Tenía que refrenar mi enfado, usarlo en favor de la creatividad e intentar que me sirviera de algo. Me obligué a canalizarlo de modo constructivo. Planeé meticulosamente la manera de capturar al doctor Tony Hill y lo que le haría en cuanto lo tuviera. Lo mantendría en suspenso, literalmente.

La garrucha o polea. La Inquisición española sabía muy bien cómo sacar el mejor partido a lo que tenía a su alcance. Los inquisidores españoles se dedicaron a dar forma a la fuerza más potente del planeta: la de la gravedad. Todo lo que necesitas es un cabrestante, una polea, unas cuantas cuerdas y una roca. Le atas las manos a la espalda a la víctima y pasas una cuerda desde esa atadura a la polea; y después, le atas una piedra a los pies.

En el libro de John Marchant Las horribles crueldades de la Inquisición, publicado en 1770, se describe esta eficiente tortura de la manera más elocuente:

«Entonces se le levanta hasta que la cabeza alcanza la polea. Se le mantiene colgado de esta manera durante algún tiempo para que, gracias al peso de la piedra que cuelga de sus pies, todas sus articulaciones y miembros se estiren terriblemente. Entonces, se suelta la cuerda y se le deja caer de golpe, pero sin que llegue a tocar el suelo. Con tal sacudida, se le dislocan brazos y piernas, por lo que sufre un dolor exquisito; no obstante, el susto que le produce la suspensión de la caída en seco y la sensación de que el peso de sus pies le estira todo el cuerpo es aún más intenso y cruel».

Los alemanes introdujeron una mejora que me gustaba. Situaban detrás de la víctima un rodillo con pinchos para que, al caer, le agujereara y excoriara la espalda, con lo que el cuerpo quedaba reducido a una masa desmembrada y sanguinolenta. Pensé en reproducir también dicha parte, pero después de hacer diversos bocetos, fui incapaz de conseguir con el ordenador un diseño que pareciera que iba a funcionar de forma conveniente a menos que le esposara las manos delante, lo que reduciría la efectividad de la garrucha. Y mi lema es: cuanto más sencillo, mejor.

Mientras lo planeaba y construía todo, me aseguré de estrechar el cerco aún más en torno al doctor Hill. Puede que pensase que podía meterse sin más en mi cabeza, pero era evidente que había sido incapaz de desentrañarlo todo.

Estaba impaciente por empezar. Contaba las horas.