DEL DISCO DE 3 1/2” ETIQUETADO COMO:

COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.015

Damien Connolly, el compendio del policía trabajador. No podría haber encontrado a nadie mejor para darle una lección a la policía aunque la hubiera buscado durante un año. Pero allí estaba en la lista ocupando un puesto entre mis diez favoritos. Era más difícil de acechar que los demás porque sus turnos de trabajo a veces no coincidían con mis horarios. Pero como solía decir mi abuela: nada que merezca realmente la pena es fácil de conseguir.

Lo atrapé de la forma habitual: «Siento mucho molestarte, pero se me ha estropeado el coche y no sé dónde encontrar la cabina más cercana. ¿Puedo usar tu teléfono para llamar a la grúa?». Casi me da risa pensar en lo fácil que resulta entrar en una casa. Tres hombres asesinados y la gente sigue sin tomar las precauciones más elementales. Damien estuvo a punto de darme pena, puesto que, de todos ellos, era el único que no me había traicionado. Pero tenía que dar ejemplo con él; para que la policía se diera cuenta de lo patéticamente ineficaz que estaba siendo. Me mortificaba coincidir con la denominada «comunidad gay», pero sus integrantes estaban en lo cierto al afirmar que mientras los asesinados fuesen homosexuales, la policía no haría nada. Solo si mataba a uno de los suyos se pondrían las pilas. Tendrían que concederme, finalmente, el reconocimiento y el respeto que merecía.

Y para que les quedara claro, había diseñado algo especial para Damien; un método de castigo inusual, usado ocasionalmente como ejemplo terrible pour décourager les autres. Por lo visto, era usado de forma corriente como método de castigo en casos de alta traición contra hombres que habían conspirado para matar al rey. Pensé que sería apropiado. Al fin y al cabo, ¿qué era Damien sino un integrante del grupo de personas que me detendría si pudiera?

Los primeros registros acerca del uso de esta tortura en Inglaterra datan de 1238, cuando un noble menor irrumpió en el pabellón real de Enrique III en Woodstock, que se encontraba allí de cacería, e intentó asesinarlo. Para demostrar a cualquier otro traidor potencial que el rey se tomaba muy en serio los atentados contra su vida, el hombre fue condenado a que los caballos le arrancasen los miembros uno a uno y, después, a ser decapitado.

Otro presunto asesino real corrió la misma suerte a mediados del siglo XVIII. Su nombre tuvo que ser un presagio: François Damiens. El citado aspirante apuñaló al rey Luis XVI en Versalles. En su sentencia podemos leer: «Que le quemen con unas tenazas al rojo el pecho, los brazos, los muslos y las pantorrillas; que la mano derecha, que sujetaba el cuchillo con el que perpetró dicho atentado, sea quemada con sulfuro; que se le vierta en las heridas una mezcla de aceite hirviendo con plomo fundido, resina de trementina, cera y sulfuro; y que, después, su cuerpo sea desmembrado por cuatro caballos».

De acuerdo con los registros de la ejecución, el pelo castaño de Damiens se volvió blanco durante la tortura. Casanova, aquel otro gran amante, escribió en sus memorias: «Presencié la terrible escena durante cuatro horas, pero me vi obligado a dejar de mirar en varias ocasiones y a taparme los oídos debido a los aullidos desgarradores que empezó a emitir cuando le habían arrancado medio cuerpo».

Obviamente, no podía bajar cuatro caballos al sótano, así que tendría que buscar la forma de arreglármelas. Construí un sistema de cuerdas y poleas, sujetas al suelo y al techo y conectadas a uno de esos cabrestantes mecánicos que llevan los yates. Cada una de las cuerdas terminaba atada a un grillete de acero que le pondría a mi víctima alrededor de las muñecas y los tobillos. Tras ajustar su largura y tensión, había conseguido suspender a Damien en el aire con los miembros separados y formando un aspa humana gigante. Sus patéticos genitales colgaban en el centro como si fueran un producto de charcutería.

El cloroformo tuvo en él un efecto peor del que había tenido en ninguno de los anteriores. En cuanto despertó, vomitó violentamente —cosa que no es fácil cuando estás colgando en el aire, a más de un metro del suelo—. Y menos mal que le había quitado la mordaza, o se habría asfixiado y no habría experimentado la satisfacción de castigarlo.

Estaba completamente desconcertado. No tenía ni idea de por qué se encontraba allí.

—Porque te he elegido —le dije—. Y porque has tenido la mala suerte de dedicarte a la profesión equivocada. Ahora voy a ser yo quien te interrogue, como hacéis vosotros con los sospechosos.

Mientras buscaba, sin gran interés, en la cocina de tía Doris algo que me pudiera resultar útil, me topé con el juego de boquillas para decorar pasteles. Me acordaba de él. Cada año, sus pasteles de Navidad eran un milagro artístico, hasta el punto de que ninguno de los pasteleros de Bradfield habría podido igualarlos. Una vez, mientras decoraba uno de sus pasteles, la llamó el tío Henry. Recuerdo que cogí la manga con intención de ayudarla. No creo que tuviera más de seis años.

Cuando volvió de llevar a cabo cualquiera de las asquerosas tareas de campo que le hubiera pedido mi tío que desempeñara y vio mis esfuerzos, se puso histérica. Cogió la pesada tira de cuero que mi tío usaba para afilar cuchillas y me pegó con ella tan fuerte que me rompió la camisa. Luego me encerró en mi habitación, sin cenar, y me dejó allí durante casi veinticuatro horas sin otra cosa que un cubo en el que orinar. Seguro que podría encontrarle un uso apropiado a aquel juego de boquillas.

En el sótano había un soplete y lo usé para calentarlas y dejarle mi marca a Damien, tal y como el verdugo había hecho con Damiens doscientos cuarenta años atrás. Era precioso ver cómo florecían quemaduras color escarlata con forma de estrella en su piel pálida cuando las boquillas entraban en contacto con ella. Además, resultó fascinantemente efectivo. Me contó todo lo que quería saber y un montón de chorradas que me importaban una mierda. Lo único malo es que no formara parte directa en la investigación de mis trabajos anteriores. Así, podría haber confirmado de primera mano lo perdida que andaba la policía.

Decidí dejar los restos nuevamente en Temple Fields. Después de Gareth, había buscado otros lugares seguros para deshacerme de mis obras. El patio trasero de La reina de corazones era perfecto para mi propósito: solitario y aislado por las noches. En cambio, al día siguiente habría gente, por lo que Damien no se quedaría solo durante mucho tiempo.

Había llegado el momento de practicar un nuevo juego. Poco después de lo de Adam, y a fin de prepararme, había ido al desván para sacar todas las piezas de mi pasado que conservaba. Una de las cosas que guardaba era una chaqueta de cuero que me había regalado el ingeniero de un buque-factoría soviético como pago por una noche que tardaría mucho en olvidar. Tenía una apariencia y un tacto distinto de todas las que había visto en el país. Corté a tiras el cuero de la manga hasta que estuve satisfecho con un pedazo que podría haberse enganchado perfectamente en un clavo o en la parte afilada de una cerradura. Metí el pedazo en un cajón y, a continuación, hice trizas la chaqueta. Guardé los restos en una bolsa de basura con cáscaras de huevo y restos de verduras, y conduje hasta la ciudad en busca de un contenedor en el que depositarla. Para cuando necesitase poner aquella pista falsa, los restos de la chaqueta estarían enterrados en algún vertedero anónimo.

Me recorrió un escalofrío de emoción al pensar en cuántas horas malgastaría la policía intentando determinar de dónde provenía aquel extraño pedacito de cuero, y que, aun así, nunca conseguirían dar conmigo gracias a él. En Bradfield ni siquiera me habían visto con ella puesta.

Esta vez, las noticias habían eclipsado lo que había conseguido hasta el momento. Por fin la policía admitía que la misma mente estaba detrás de los cuatro asesinatos. Al cabo, se habían dado cuenta de que tenían que tomarme en serio.

Ahora que Damien estaba muerto y en el ordenador, todavía tenía que tratar con una persona antes de retomar mi proyecto original. No podía seguir con la tarea de encontrar a un hombre que fuera digno de mí, un hombre con el que compartir la vida en términos de igualdad y respetándonos el uno al otro; sin antes haber castigado al que me había tratado con tanto desdén frente a la opinión pública.

El doctor Tony Hill, el idiota que había sido incapaz de darse cuenta siquiera de que Gareth Finnegan era una de mis obras, era mi objetivo. Me había insultado. Me había despreciado negándose a reconocer la extensión de mis logros. No tenía ni idea del calibre de la mente a la que se enfrentaba. E iba a pagar por su arrogancia.

Deshacerme de él sería un reto. ¿A quién no se lo parecería?