DEL DISCO DE 3 1/2” ETIQUETADO COMO:

COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.013

No me gustaba tener a Gareth colgado, pero tuve que dejarlo allí para realizar un pequeño recado. En su coche había encontrado algunas tarjetas de Navidad que su compañía enviaba a los mejores clientes y que ya habían sido firmadas por todos sus compañeros. En una de ellas, con una pluma estilográfica, una plantilla y sangre de Gareth, escribí en letras mayúsculas:

«FELIZ NAVIDAD A TODOS SUS LECTORES. UN EXCLUSIVO REGALO NAVIDEÑO LES ESPERA ESCONDIDO ENTRE LOS ARBUSTOS DE CARLTON PARK, DETRÁS DEL QUIOSCO DE MÚSICA. FELIZ NAVIDAD PARA AQUELLOS QUE LA CELEBREN, DE PARTE DE GARRA CLAUS».

Escribir con sangre no resultaba sencillo, ya que esta se coagulaba casi de inmediato. De hecho, tenía que eliminar los coágulos cada pocas letras. Por suerte, no me faltaba tinta.

Escribí la dirección del Bradfield Evening Sentinel Times en un sobre acolchado dirigido a la atención de su editor y metí la tarjeta dentro, junto con un vídeo que había grabado un par de semanas antes, tras haber empezado a planear qué hacer con Gareth. Por entonces ya había decidido cambiar ligeramente mi modus operandi. Ahora, Temple Fields podía resultar un poco peligroso, porque aunque las reinas estuvieran demasiado borrachas o colocadas como para permanecer en alerta, la policía iba a mantener los ojos abiertos ante los escarceos sexuales de los maricones. Sin embargo, el sendero natural de Carlton Park era una zona de encuentros no menos conocida.

A primera hora de un domingo lluvioso, cuando no había nadie por la zona, conduje hasta allí y llevé conmigo la cámara. Empecé por el quiosco de la banda musical, de hierro colado. Caminé en torno a él y lo filmé por sus diversos flancos. No pasaría mucho tiempo antes de que alguno de los oficiales avezados de la policía reconociese el lugar. Al fin y al cabo, Carlton Park es el parque más grande de la ciudad, y en él toca una banda de instrumentos de viento todos los domingos desde abril a septiembre. Mantuve, deliberadamente, la cámara a la altura del pecho en vez de apoyarla en el hombro; había leído sobre casos donde se habían realizado estimaciones correctas acerca de la altura del asesino a partir del ángulo desde el que se había tomado las fotografías. Si algún científico forense pretendía sacar alguna conclusión a partir del vídeo, quería asegurarme de que fuera errónea.

Dejé atrás el quiosco y seguí el sendero natural en dirección a los arbustos. Recorrí la zona donde había pensado abandonar el cadáver, y después dejé de grabar. No me crucé con nadie de camino al jeep. Aunque me daba lo mismo, porque iba sonriendo de oreja a oreja de solo pensar en cómo se sentiría el editor al recibir mi felicitación de Navidad.

El mensaje tenía otras dos funciones. Reducir el tiempo requerido en identificar el cuerpo de Gareth, lo que haría que la máquina periodística tuviera mucho forraje en una época parca en noticias. Y, en segundo lugar, sumir a la policía en una búsqueda inútil tras plantearse quién tenía acceso a las tarjetas de Navidad.

Quizás, incluso, la policía pensara que alguien del trabajo de Gareth había decidido acabar con su vida y hacerlo pasar por un homicidio como los del asesino en serie al desprenderse del cadáver en una zona de encuentros sexuales gais. Justo lo que haría un cliente desilusionado y trastornado. Si tenía suerte, quizás hasta le hicieran pasar mal a la bruja.

Conduje hasta el centro de la ciudad para dejar el paquete en la oficina central de correos. Había tanta gente enviando regalos a última hora que nadie se fijó en mí. De camino, me detuve en una licorería para comprar una botella de champán. Normalmente no bebo cuando trabajo, pero esta era una ocasión especial.

Cuando volví, Gareth estaba medio inconsciente, murmurando cosas incomprensibles.

—Ha llegado Papá Noel —dije animadamente mientras descendía por las escaleras. Descorché el champán y serví dos copas. Le llevé una a Gareth y me puse de puntillas para sujetarle la cabeza, que le colgaba. Coloqué la copa en sus labios y la incliné—. Te va a gustar, es un Dom Perignon excelente.

Abrió los ojos de golpe. Al principio pareció desconcertado, pero enseguida recordó dónde se hallaba y me lanzó una mirada de profundo odio. Como estaba sediento, no se resistió al champán. Lo tragó ávidamente, sin saborearlo. Luego, me eructó en la cara y me miró con una extraña especie de satisfacción.

—¡Lo he malgastado en ti! —dije, enfadado—. ¡Como todas las buenas cosas de la vida! —Me eché hacia atrás y lo golpeé con la copa, que se hizo trizas en su nariz y le provocó varios cortes en la mejilla. Me alegraba de que tía Doris no fuera a volver. Le habían regalado aquel juego de seis frágiles copas de cristal en sus bodas de plata y no las había usado nunca por miedo a que alguien las rompiera. Había hecho bien en preocuparse.

Gareth movió la cabeza.

—Cuánta maldad. Una maldad infinita.

—No, no es así —le respondí en voz baja—. Es justicia. ¿Recuerdas qué es eso? Se supone que la defiendes.

—Qué mentalidad tan asquerosamente retorcida.

No podía creer que aún tuviera fuerzas para engallarse. Era hora de enseñarle quién estaba al mando. Le había clavado las manos a la cruz con un par de cinceles de acero. La sangre se había coagulado alrededor de ellas, y ahora se mostraba negra y reseca. Era el momento de hacerlo con los pies.

Cuando me vio coger las herramientas de la bancada…, por fin se vino abajo.

—No es necesario que lo hagas —dijo desesperado—. Por favor. Aún podrías dejar que me marchara. Jamás darán contigo. No tengo ni idea de dónde estamos. No sé quién eres, ni dónde vives, ni a qué te dedicas. Podrías marcharte de Bradfield y nunca te encontrarían. —Me acerqué un paso más. Las lágrimas empezaron a aflorar en sus ojos y a rodar por sus mejillas, trazando surcos a través de la sangre. Seguro que le ardían, pero no llegó a quejarse—. Por favor —susurró—. No es tarde. Aunque matases a los otros hombres. ¿Fuiste tú quien los mató?

Era inteligente, las cosas como son. Demasiado para su propio bien. Se acababa de ganar un poco más de sufrimiento. Me di la vuelta y dejé los cinceles y el mazo sobre la bancada de trabajo. Dejé que pensara que me lo estaba planteando. Dejé que pasara la noche convencido de que iba a mostrarme clemente. Así, el día de Navidad sería incluso más dulce.

Cerré la puerta del sótano y subí al dormitorio con los vídeos y lo que quedaba de la botella de aquel champán excelente. Estaba teniendo la mejor Navidad de mi vida. Recordé todos aquellos años de ilusión apremiante, rezando para que fuera el año en el que mi madre me comprase un regalo como los que recibían los demás niños. Pero siempre me decepcionaba. Había descubierto que la única persona que podía darme cuanto deseaba era yo. Sabía que, por primera vez en la vida, iba a vivir unas Navidades como los demás, llenas de sorpresas, satisfacción y sexo.