DEL DISCO DE 3 1/2” ETIQUETADO COMO:

COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.012

Mientras todo el mundo se encontraba en la calle comprando regalos de Navidad que los pobres consumidores tendrían que pagar hasta Semana Santa, yo estaba en mi mazmorra, asegurándome de pasar unas Navidades que nunca olvidaría. Aunque serían las últimas de Gareth en la Tierra, no me cabía ninguna duda de que cada detalle quedaría grabado en su memoria con tanta claridad como en mi cinta de vídeo.

Había preparado nuestro encuentro con todo el cuidado y la precisión que podía. La «llegada de la bruja» significaba que no podía arriesgarme a capturarlo en casa, como había hecho con Adam y con Paul. Así pues, tenía que diseñar un plan alternativo.

Le envié una invitación. Imaginé que Nochebuena la tendría reservada para su familia o para la bruja, así que elegí el 23 de diciembre. La formulé de manera que fuera incapaz de resistirse, y que, al mismo tiempo, no se atreviera a enseñársela a esa bruja. La última frase decía: «Admisión solo mediante invitación». Ese era un toque inteligente. De este modo, tendría que traer consigo la única prueba de nuestro contacto.

La dirección que figuraba en el dorso le llevaba, en el caso de que lo hubiera comprobado antes, a una granja de vacaciones que se encontraba aislada en los páramos entre Bradfield y el valle de Yorkshire. Se hallaba en dirección opuesta a la ciudad, hacia la granja Start Hill y mi mazmorra. Imaginé que estaría alquilada para Navidades, aunque no tenía la más mínima intención de dejar que Gareth llegara tan lejos.

Era la típica noche de Navidad: una luna de color hueso, estrellas que titilaban como pequeños diamantes en un reloj de cóctel, y la hierba y los setos cargados de escarcha. Subí por el borde de la carretera de carril único que cruzaba la llanura húmeda hasta alcanzar la granja, situada junto a un par de granjas más. Veía, a lo lejos, la doble calzada que conducía hasta Bradfield como una banda de luces mágicas que perfilara los Peninos.

Encendí las luces de cruce, bajé del jeep y abrí el capó. Dejé a mano todo lo que necesitaba, luego me incliné sobre el lado del guardabarros delantero y me quedé esperando. Me estaba pelando de frío, pero no me importaba. Había calculado bien. No había esperado más de cinco minutos cuando oí el sonido de un motor sufriendo por la empinada cuesta. Las luces doblaron la esquina por debajo de mí y me adelanté, agitando las manos frenéticamente, con cara de frío y preocupación.

El viejo Escort de Gareth se detuvo de golpe frente al jeep. Di un par de pasos vacilantes hacia él mientras abría la puerta y salía del coche.

—¿Tienes algún problema? Me parece que no sé mucho de coches… pero quizá podría llevarte…

Sonreí.

—Gracias por parar. —No pareció que me reconociera mientras se acercaba. Le odié por ello. Me retiré hacia el jeep haciendo señales que apuntaban hacia la parte baja del capó—. No es gran cosa, pero necesito tres manos. Si me ayudas a mantener esta pieza en su sitio para que pueda girar la llave… —Señalé el motor. Gareth se inclinó sobre el capó. Yo cogí la llave y le aticé fuerte.

En menos de cinco minutos, lo había metido dentro del maletero de su propio coche, más atado que un pavo. Ahora yo tenía las llaves del coche, su cartera y la invitación que le había enviado. Conduje de vuelta atravesando la ciudad hasta llegar a la granja, donde tiré el cuerpo inconsciente, sin ningún pudor, escaleras abajo. En aquel momento no tenía tiempo para hacer nada más… al menos, si pretendía recoger mi coche.

Llevé el Escort hasta el centro de Bradfield y lo dejé estacionado en Temple Fields, en un callejón de los jardines de Crompton. Nadie se fijó en mí; todos estaban ocupadísimos, de celebración. Tenía diez minutos andando desde allí hasta la estación. Luego, veinte en tren y otros quince a paso rápido antes de llegar hasta el jeep. Me acerqué con cuidado. No había signos de vida ni parecía que nadie hubiera andado por allí. Conduje de vuelta a la granja silbando «Escucha cómo cantan los ángeles, heraldo».

Cuando encendí la luz del sótano, los ojos de color verde oscuro de Gareth me lanzaron una mirada asesina. Me gustó. Tras el patético terror de Adam y Paul, era estimulante encontrar a un hombre con cojones. El sonido apagado que salía por debajo de la cinta que le había puesto en la boca parecía más un gruñido enfadado que una súplica.

Me detuve a su lado y le acaricié el pelo hacia atrás desde la frente. Al principio me rehuyó, luego se tranquilizó y vi que sus ojos se volvían calculadores y atentos.

—Eso me gusta más —le dije—. No hay por qué luchar. No hay por qué resistirse.

Asintió, gruñó y señaló la mordaza con los ojos. Me arrodillé a su lado y cogí el esparadrapo por uno de sus extremos. Cuando lo tuve bien asido, lo arranqué de un solo movimiento rápido. Es mejor que hacerlo gradualmente.

Gareth movió la mandíbula y se humedeció los labios con la lengua. Luego me miró.

—Menuda fiesta de mierda —gruñó con la voz un tanto temblorosa.

—Exactamente lo que te mereces.

—¿Cómo coño lo has ideado? —exigió.

—Estás hecho para mí. Pero te tenías que liar con esa bruja… y mantenerlo en secreto.

Se le encendieron los ojos.

—Tú eres… —empezó.

—Así es —lo interrumpí—; de modo que ahora ya sabes por qué estás aquí. —Mi voz sonaba tan fría como las losas de piedra del suelo. Me puse en pie de golpe y fui hacia la bancada, donde había dispuesto todo el equipo.

Gareth empezó a hablar de nuevo, pero le tapé la boca; sé lo persuasivos que pueden ser los abogados y no tenía ninguna intención de que unas palabras dulces me alejaran de mis planes. Abrí la bolsa de deporte y saqué el cloroformo. Volví a su lado y me arrodillé. Mientras con una mano le tiraba del pelo; con la otra, le aplicaba la gasa sobre nariz y boca. Se resistió tan fuertemente que acabé con un mechón de su pelo en la mano antes de quedar completamente inconsciente. Menos mal que llevaba los guantes de látex; de lo contrario, su pelo me habría cortado. Lo último que quería era que mi sangre se mezclase con la suya.

Cuando estaba bien dormido, le corté las ropas. Cogí la correa de cuero de la cuna de Judas y se la até alrededor del pecho, por debajo de las axilas. Había colocado una polea rudimentaria y una especie de grúa en una de las vigas del techo… y coloqué el gancho en la correa. Levanté el cuerpo de Gareth con la grúa hasta que quedó suspendido como si fuera el muérdago de un burlete. En cuanto estuvo en el aire, solo tardé un momento en quitarle las esposas y atarlo a mi «árbol» de Navidad.

Había atornillado dos planchas de madera a la pared en forma de cruz de san Andrés y las había cubierto por entero con ramas de falso abeto azul noruego. Le até las muñecas y los tobillos a los diferentes brazos de la cruz con las tiras de cuero. Abrí las manos de Gareth (que tenía fuertemente cerradas) y se las pegué con esparadrapo a la cruz. Para acabar, quité el gancho y dejé que fueran las tiras de las muñecas las que soportaran el peso. Su cuerpo se desplomó de forma alarmante y, por unos instantes, sentí miedo de no haber atado el correaje adecuadamente. Se oyó un pequeño chasquido del cuero golpeando contra la madera… y luego se hizo el silencio. Gareth colgaba como un apóstol mártir de la pared de mi mazmorra.

Preparé la maza y los escoplos afilados que había elegido para desempeñar mi trabajo. Estaríamos juntos hasta Nochebuena… y tenía intención de disfrutar de cada uno de los minutos de las cuarenta y ocho horas que íbamos a pasar juntos.