DEL DISCO DE 3 1/2” ETIQUETADO COMO:

COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.011

Cuando Gareth me lanzó una media sonrisa en el tranvía, me convencí de que mis sueños estaban apunto de cumplirse. Debido a una crisis inesperada en el trabajo y a todo el tiempo extra que había necesitado invertir para solucionarla, no había podido seguirlo durante más de una semana.

Su recuerdo me había ayudado a dormir a menudo, cuando volvía a casa del trabajo, a la hora que fuera, y su voz latía con fuerza en mis oídos. Pero tenía que verlo en carne y hueso. Puse el despertador a una hora que me permitiese estar un buen rato frente a su casa antes de que saliese a trabajar, pero sentía tal cansancio que no oí la alarma. Cuando desperté, me di cuenta de que la única posibilidad de coincidir con él consistía en coger su mismo tranvía un par de estaciones más allá.

El tranvía estaba llegando cuando subí corriendo al andén. Busqué en la primera sección con avidez, pero no lo vi. La ansiedad ascendía por mi garganta como bilis. Entonces reconocí su reluciente cabellera. Estaba sentado junto a la puerta del segundo vagón. Avancé empujando a la gente y conseguí colocarme justo enfrente, con mis rodillas rozando la suyas. En cuanto se produjo el contacto físico, levantó la mirada. La comisura de sus ojos grises se arrugó mientras una sonrisa se dibujaba en sus labios. Le devolví la sonrisa al tiempo que añadía:

—Disculpa.

—No pasa nada —respondió—, el tranvía va llenísimo por la mañana.

Deseaba continuar la conversación, pero, por una vez, no se me ocurría nada que decir. Volvió a meter la cabeza en el Guardian y tuve que conformarme con observarlo por el rabillo del ojo, mientras fingía observar el paisaje de la ciudad. No era mucho, lo sé, pero era un comienzo. Me había reconocido; sabía que existía. Ahora, ya solo era cuestión de tiempo.

Shakespeare tenía razón cuando dijo aquello: «Lo primero que haremos es matar a todos los abogados». Así, como mínimo, habría muchos menos mentirosos irredentos. Parecía que ambas palabras estuvieran relacionadas: «abogado» y «mentiroso». No debía haber esperado otra cosa de un hombre que un día hablaba en favor del defendido y al otro del acusado.

Había aparcado en la esquina de la casa de Gareth, desde donde podría ver cómo llegaba sin que él me viera a mí (gracias a los cristales tintados de mi jeep). Su casa no tenía seto, de forma que podía divisar la sala de estar desde mi posición privilegiada.

Ya conocía sus hábitos. Llegaba a casa justo después de las 18:00, iba a la cocina a por una lata de Grolsch y volvía a la sala, donde se bebía la cerveza mientras veía la tele. Tras unos veinte minutos, iba a por algo de cenar en la cocina: pizza, comida preparada, patatas asadas. Era evidente que cocinar no era su fuerte. Cuando estuviéramos juntos, sería yo quien tuviera que asumir esa responsabilidad.

Después de las noticias abandonaba la habitación, posiblemente para llevar a cabo algún trabajo en otra parte de la casa. Imaginaba varios libros de abogacía dispuestos en estanterías de pino. Luego, o volvía a sentarse frente al televisor, ya por la noche, o iba al pub de la esquina a tomarse un par de rubias.

«Gareth necesita a alguien con quien compartir su vida», pensé mientras esperaba que volviera a casa. Y yo era la persona con la que podría hacerlo. Gareth iba a ser mi regalo de Navidad.

A las 17:15, un Volkswagen Golf blanco aparcó en una plaza que había un poco más allá de la vivienda de Gareth y de él salió una mujer. Tras asomarse al interior del coche, sacó el bolso y un portafolios lleno de archivos. Mientras caminaba por la acera, su cara me resultó vagamente familiar. Menuda, con el pelo castaño claro recogido en una trenza abundante, y gafas grandes con montura de carey, vestía un traje negro y una blusa blanca de cuello alto de encaje.

Cuando avanzó hacia la verja de Gareth… no podía creerlo. En los pocos segundos que tardó en llegar a la puerta pensé que podía tratarse de su agente inmobiliario, una agente de seguros, o bien de una colega que le traía unos papeles. Cualquier cosa. Lo que fuera.

Entonces abrió un bolsillo del bolso y sacó una llave. Mi cabeza gritó: «¡No!» mientras la insertaba en la cerradura y abría la puerta. Entró en el salón, dejó el maletín sobre el sofá y desapareció. Diez minutos después, aparecía de nuevo, envuelta en el gran albornoz blanco de Gareth.

A decir verdad, estaba con Shakespeare al cien por cien.

Era una época del año en la que había que estar feliz, así que hice un esfuerzo para que la decepción no me cambiara el carácter. Por el contrario, me concentré en preparar mi próximo proyecto. Quería algo apropiado para la temporada, recrear algún tipo de simbolismo cristiano de la época bárbara. No se puede hacer gran cosa con un pesebre y unas túnicas, así que me permití algunas licencias artísticas y deambulé por el otro extremo de la vida.

Es posible que la crucifixión como forma de castigo fuese tomada por los romanos de los cartagineses (resulta interesante que los romanos se refiriesen a todas las demás culturas como «bárbaros»). La adoptaron en la época de las Guerras Púnicas y, en un principio, se trataba de un castigo reservado a los esclavos. Eso me pareció adecuado porque era el único papel en el que esperaba que encajara Gareth de momento. Durante los últimos días del Imperio se convirtió, sin embargo, en un castigo más general, siendo aplicado a cualquiera que tuviera el atrevimiento de comportarse mal o de rebelarse después de que los romanos hubiesen sido tan amables de conquistarlos —quiero decir, de civilizarlos.

Tradicionalmente, se flagelaba al que cometía una felonía y, a continuación, se le obligaba a transportar la viga transversal por las calles hasta un lugar en el que yacía clavada una estaca de antemano. Luego, se le clavaba a dicha viga y se le subía a la estaca mediante un sistema de poleas. Unas veces se le clavaban los pies a la estaca; aunque otras, le eran atados. En ocasiones, los soldados le echaban una mano para que muriera de agotamiento: le rompían las piernas, lo que debía de sumirle en un misericordioso estado de inconsciencia. Para mis propósitos, no obstante, había optado por la solución más decorativa de la cruz de san Andrés. Si por un lado, la tensión que sufrirían los músculos de Gareth iba a resultarme más interesante; por otro, acceder a él sería mucho más fácil.

Es curioso que la crucifixión no fuera utilizada con los soldados más que en caso de deserción. Puede que, después de todo, los romanos supiesen lo que se traían entre manos.