DEL DISCO DE 3 1/2” ETIQUETADO COMO:

COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.009

Leí en algún lugar que las investigaciones sobre asesinatos le cuestan al contribuyente unos cuantos millones de libras al mes. Cuando Paul demostró ser tan imbécil y mentiroso como Adam, me di cuenta de que las acciones que había tenido que llevar a cabo iban a empezar a tener un impacto significativo en los impuestos locales. No me importaba pagar unos cuantos peniques más al año… era un precio muy pequeño comparado con la satisfacción que obtenía a cambio.

La deslealtad de Paul me dejó hecho polvo. Justo cuando había preparado el escenario en el que celebrar de manera triunfante nuestro amor, me dio la espalda y eligió a otra persona. No sé cómo llegué a casa la noche en la que hizo su primera aproximación. No recuerdo ni el más mínimo detalle del viaje. Me senté en el jeep, a las afueras de la granja, rabioso por la frivolidad de sus sentimientos, por haber sido incapaz de reconocer que era a mí a quien amaba en realidad. Sentía tal cabreo que perdí todo equilibrio. Casi me caigo del asiento del conductor al salir, tambaleándome como si hubiera bebido hacia el refugio que me ofrecía mi mazmorra.

Me subí al banco de madera y abracé mis rodillas hasta pegarlas al pecho. Unos lagrimones rodaron por mis mejillas hasta salpicar el suelo de piedra —que quedó tan oscuro como cuando se había manchado con la sangre de Adam—. ¿Qué les pasaba? Yo sabía lo que querían, pero ¿por qué no lo admitían?

Me sequé los ojos. Debía procurar que la experiencia de los dos fuese tan rica y perfecta como fuera posible. Había llegado el momento de usar nuevos juguetes. Si Adam había sido el ensayo general, Paul iba a ser la primera noche.

La treta del coche que no arranca me había salido muy bien con Adam, así que la usé también con Paul. Funcionó de nuevo a las mil maravillas. En cuanto di tres pasos por su casa, me invitó a tomar algo mientras esperaba al de la grúa. Pero no cedí a sus súplicas. Ya había tenido su oportunidad y era demasiado tarde para abortar el plan consistente en unirnos según mis términos.

Cuando volvió en sí, estaba atado en una cuna de Judas. Me había llevado unos cuantos días construirla, porque había tenido que empezar de cero. La cuna de Judas había sido uno de los descubrimientos de San Gimignano. En mis libros no había visto más que un par de alusiones a ella, y ninguna dejaba muy claro cómo se construía. Pero en el museo tenían expuesto un modelo que incluso funcionaba. Había hecho un par de fotografías para añadirlas a la del catálogo de la colección y con ellas había podido realizar un diseño factible en el ordenador.

No fue una máquina muy usada por los inquisidores, y no entiendo por qué. El museo de San Gimignano arguye una teoría que, a mí, personalmente, me parece absurda. Si tenemos en cuenta alguna de las otras descripciones que aparecen en las fichas informativas, es evidente que las ha escrito alguna feminista estrecha de miras y obsesiva. En la relativa a la silla de Judas, se dice lo siguiente: «Era adecuado usar instrumentos de tortura en las mujeres, como las peras vaginales que destrozaban el cuello del útero y la vagina; o los llamados “cinturones de castidad”, que destrozaban los labios vaginales hasta convertirlos en una pulpa sanguinolenta; incluso se empleaban otros que servían para cortar los pezones de manera tan eficaz como lo haría un cortapuros; porque las mujeres pertenecían a una especie diferente de la de los inquisidores y, de hecho, a menudo eran criaturas del diablo». Por otro lado, según esta teoría de locos, los instrumentos de tortura usados con hombres no solían estar destinados a herir directamente sus órganos sexuales, a pesar de ser órganos blandos porque —agárrate, que vienen curvas— los verdugos se sentían conectados de manera subconsciente a sus víctimas y, por tanto, toda mutilación infligida al pene y a las pelotas era impensable. Salta a la vista que quien escribió los textos de San Gimignano no estaba precisamente al tanto de los refinamientos del Tercer Reich.

Mi cuna de Judas, no obstante, y a pesar de parecer pedante porque yo lo diga, es una obra maestra. Consiste en un marco cuadrado con una pierna en cada esquina y soportes para los antebrazos, y una plancha gruesa para la espalda. Se parece mucho a las primitivas sillas talladas, solo que esta no tiene asiento, porque donde debería ir el mismo, hay un cono afilado en punta con muchos pinchos unido a las patas de la silla por la base con dos maderos transversales bien fuertes. Para el pico usé uno de los conos de hilo de algodón de gran tamaño típicos de las industrias textiles. Puedes encontrarlos en cualquier tienda de recuerdos dedicada a preservar la historia. Lo cubrí con una hoja fina y flexible de cobre y, a continuación, lo rodeé y até con alambre de espino. Añadí incluso mi propio refinamiento a la cuna que se mostraba en el museo de las torturas: el alambre estaba conectado a la corriente mediante un reostato, lo que me permitía aplicar descargas eléctricas de diferente intensidad. Y todo ello, atornillado al suelo para evitar accidentes.

Mientras aún estaba inconsciente, até a Paul alzado sobre el cono con una fuerte correa de cuero que le había pasado por debajo de los sobacos, al respaldo de la cuna. También le había atado los tobillos a las patas frontales del asiento. En cuanto soltase la correa, se desplomaría por su propio peso y tendría que confiar en los músculos de los gemelos y los hombros para no caer sobre el cono puntiagudo y espinado… situado justo bajo su ano. Como la silla era lo bastante alta como para que sólo llegase al suelo con los pulgares de los pies, no creía que fuera a aguantar demasiado.

Sus ojos mostraron el mismo pánico que había visto en Adam. Pero encontrarse en esta situación era culpa suya únicamente. Y así se lo dije antes de arrancarle la cinta de la boca.

—No lo sabía, no lo sabía —balbuceaba—. Lo siento, lo siento mucho. Déjame que lo arregle. Suéltame y te prometo que empezaremos de cero.

Negué con la cabeza.

—Robert Maxwell tenía clara una cosa. Decía que la confianza era como la virginidad, solo se puede perder una vez. Tienes un alma traicionera, Paul. ¿Cómo voy a creer en ti?

Empezaron a castañetearle los dientes, aunque no creo que se debiera al frío.

—Me equivoqué —se esforzó—. Lo sé. Todo el mundo comete errores. Por favor, lo único que te pido es una oportunidad para arreglarlo. Puedo hacerlo bien, te lo prometo.

—Pues demuéstramelo —dije—. Demuéstrame que lo dices en serio. Demuéstrame que me deseas. —Empecé a tocarle la polla, flácida, empezando por sus pelotas, que colgaban justo donde debería haber estado el asiento. Con él había buscado la belleza, pero también en eso me había fallado.

—A-aquí no… así no. ¡Así no puedo! —dijo con un grito patético.

—Esto o nada. Aquí o en ninguna parte. Por cierto, y por si te lo preguntas, estás atado a una cuna de Judas.

Le expliqué poco a poco cómo funcionaba. Quería que estuviera informado para tomar una decisión. Mientras hablaba, el miedo hacía que su piel se tornara grisácea y se perlara por el sudor. Cuando le expliqué lo de la electricidad, se vino abajo por completo. Empezó a mearse encima, y la orina empezó a gotear justo debajo de él. La peste a meado caliente me excitó muchísimo.

Le pegué una bofetada tan fuerte que su cabeza se golpeó con la plancha trasera de la cuna. Gritó y le brotaron lágrimas en los ojos.

—¡Has sido un niño muy cochino! —le grité—. No te mereces mi amor. Mírate. Te meas y lloras como si fueras una cría. No eres un hombre.

Oír que las palabras de mi madre salían de mi boca hizo que mi autocontrol se rompiera en pedazos como ninguna otra cosa podía hacerlo. Seguí pegándole, deleitándome con el crujido del cartílago de su nariz contra mi puño. Estaba fuera de mí. Había pretendido engañarme diciendo que era algo que no era. Había creído que Paul sería fuerte y valiente, inteligente y sensible; pero no era más que un cerdo imbécil, cobarde y lascivo, un hombre de lo más patético. ¿Cómo había podido llegar a pensar que podría ser una pareja digna? Ni siquiera se estaba resistiendo, seguía allí, maullando como un gatito, dejando que le pegara sin más.

Empecé a jadear por el esfuerzo y la ira, y decidí parar. Di un paso atrás y lo miré despectivamente, observando cómo las lágrimas trazaban líneas que limpiaban de sangre su rostro.

—Te lo has ganado tú mismo —protesté.

Mi cuidadoso plan se había esfumado como el humo. No tenía intención de darle ninguna oportunidad más, como había hecho con Adam. Ya no quería el amor de Paul; bajo ninguna circunstancia. No me merecía. Di la vuelta a la cuna y estiré de la correa de cuero.

—No —gimoteó—. No, por favor…

—Has tenido tu oportunidad —dije enfadado—. Has tenido tu oportunidad y la has cagado. Tú eres el único responsable. Mira que venir aquí y mearte en el suelo como si fueras un niño, incapaz de controlarte…

Volví a tirar de la correa hasta que quedó suficientemente tensa como para soltar la hebilla. Y estiré de nuevo.

Paul apretó los músculos inmediatamente, con lo que se quedó en el sitio, a unos tres centímetros del cono espinado. Me puse ante él y empecé a desnudarme poco a poco, acariciándome, imaginando cómo hubiera sido sentir sus manos. Se le estaban hinchando los ojos por el esfuerzo mientras intentaba mantener la posición. Me senté y empecé a masturbarme, sintiendo la excitación que producía en mí el esfuerzo que hacía para no caer sobre el cono.

—Podrías estar haciendo esto —me burlé mientras el tembleque de sus muslos y sus pantorrillas me excitaban aún más—. Podrías estar haciéndome el amor en vez de luchar por mantener tu culo a salvo.

Si se hubiera comportado como Adam, el placer habría durado más tiempo. Pero ahora, sus gritos de agonía se entremezclaban con mis gruñidos de placer. Me corrí como si fuera un cohete lanzado por Guy Fawkes; sentí fuego por dentro y el orgasmo fue como una explosión que me dejó postrado de rodillas.

Intentó liberarse, pero el espino iba cortando la carne más y más. Me senté en la silla, saboreando las oleadas de placer que me recorrían tras el orgasmo. Los gritos y quejidos de Paul eran el contrapunto extravagante de mi satisfacción sexual.

Mientras transcurría el tiempo, se iba clavando más y más en el cono hasta que sus gritos fueron convirtiéndose en quejidos lastimeros. Para mi sorpresa, volví a sentir crecer el deseo sexual en mi interior. Tras el exquisito placer de mi primer orgasmo, deseaba sentir de nuevo la misma excitación. Cogí la caja de control de la toma eléctrica y pulsé el botón que cerraba el circuito. El cuerpo de Paul se convulsionó hasta formar un arco que casi lo lanzó por completo fuera del cono. Las gotas de sangre salpicaron el suelo a más de medio metro de distancia.

Me adapté al ritmo de su cuerpo; la velocidad, la intensidad de nuestra excitación mutua iba al mismo paso.

Sentí que mis músculos temblaban como los suyos y seguí moviendo la mano. Mientras me corría, mi cuerpo se arqueó como el suyo y mis gritos ahogaron sus últimos sonidos agónicos antes de caer inconsciente.

Tengo que confesar que me sorprendió lo mucho que había disfrutado con el castigo de Paul. Quizá se debiera a que se lo merecía mucho más que Adam; o porque esperaba mucho más de él; o, sencillamente, porque cada vez era mejor en lo que hacía. Fuera por la razón que fuese, este segundo asesinato me hizo creer que por fin había encontrado mi verdadera vocación.