COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.006
—Te quise desde el primer momento en que te vi —dije en voz baja—. Hace mucho que te quiero.
Adam, a quien le colgaba la cabeza, la enderezó ligeramente. Presioné el botón del mando a distancia y puse a grabar la cámara de vídeo que había dispuesto sobre un trípode. No quería perderme nada. Los párpados de Adam, pesados por el cloroformo, lucharon por abrirse poco más de una rendija y, de pronto, se abrieron de golpe en cuanto su memoria le recordó lo que pasaba. Movió la cabeza de un lado a otro intentando ver dónde se encontraba, cómo estaba atado. Cuando vio que se hallaba desnudo, que llevaba unas esposas de cuero en las muñecas y unos grilletes en los tobillos…, que estaba atado al potro…, a través del esparadrapo que le cubría la boca se le escapó un quejido que parecía una muestra de pánico.
Salí de las sombras y me puse junto a él, en su línea de visión. Yo llevaba el cuerpo cubierto de aceite, por lo que resplandecía bajo el brillo de las luces. Me había desnudado hasta quedarme en ropa interior, pues había decidido mostrarle mi figura en todo su esplendor. En cuanto me vio, los ojos se le abrieron aún más. Intentó hablar, pero lo único que emitió fue un galimatías incomprensible.
—Tenías que decidir que no podías permitirte quererme, ¿eh? —dije con voz dura y acusadora—. Traicionaste mi amor. No tuviste coraje para elegir un afecto que nos habría exaltado a ambos. No, preferiste ignorar a tu verdadero yo y enrollarte con esa maricona imbécil, esa putilla barata. ¿Es que no te das cuenta? Soy la única persona del mundo que sabe, que entiende de verdad, lo que necesitas. Podría haberte hecho alcanzar el éxtasis, pero tenías que elegir lo seguro. Qué patético. No tuviste huevos para elegir una comunión total entre cuerpo y alma como la nuestra.
A pesar del frío que hacía en el sótano, le caían gotas de sudor por las sienes. Me adelanté y le acaricié el cuerpo, le pasé la mano por el pecho, pálido y musculoso, y repiqueteé con mis dedos en su ingle. Se estremeció de manera convulsa mientras me rogaba con los ojos, de color azul oscuro.
—¿Cómo has podido traicionar lo que sentías realmente? —susurré mientras le hincaba mis uñas en la carne blanda que quedaba por encima de los ricitos de su oscuro bello púbico. Se puso tenso. La sensación me entusiasmó. Quité la mano y admiré las medias lunas de color escarlata que mis uñas habían dejado sobre su piel—. Sabes que me perteneces. Tú mismo lo dijiste. Me querías. Ambos lo sabíamos.
Otro gruñido tras la mordaza. El sudor se había extendido hasta el pecho. Las gotitas alfombraban el pelo oscuro y denso que bajaba hacia su abdomen en forma de línea fina y que apuntaba hacia su sexo, encogido e inútil —como un gusano— entre sus piernas. Aunque era evidente que no me quería, la vulnerabilidad de su desnudez me excitaba. Era bello. Sentí cómo mi sangre corría más deprisa y cómo mi carne se expandía. Estaba listo para tomarlo. Listo para explotar. Me odié por tal muestra de debilidad y me di la vuelta antes de que pudiera ver lo que estaba causando en mí.
—Lo único que quería era amarte —dije tranquilamente—. No quería que fuera de esta manera. —Llevé la mano, errática, hasta la manivela del potro y acaricié la suave madera. Giré la cara y me quedé mirando el precioso rostro de Adam. Despacio, increíblemente despacio, empecé a girar la manivela. Su cuerpo, ya tenso de por sí, se envaró en cuanto notó que las correas empezaban a moverse. Pero su resistencia fue en vano. Los engranajes del mecanismo multiplicaban el más mínimo brío hasta igualar la fuerza de varios hombres. Adam no era rival para mi máquina. Vi cómo los músculos de sus brazos y piernas empezaban a sobresalir, y su pecho se agitaba fuertemente intentando respirar—. No es demasiado tarde. Aún podríamos ser amantes. ¿Quieres? —Movió la cabeza desesperado. Y no había duda, asentía. Sonreí—, así me gusta. Ahora, lo único que tienes que hacer es demostrármelo. Le pasé una mano por el pecho húmedo y acaricié con mi mejilla su pelo fino y oscuro. Olía el miedo, lo saboreaba en su sudor. Enterré mi cabeza en su cuello; lo chupé y lo mordí; le mordisqueé las orejas. Estaba rígido, pero no sentí erección alguna debajo de mí. Me alejé. Me embargaba la frustración. Me incliné sobre él y con un movimiento rápido y agónico le quité el esparadrapo de la boca.
—¡Aaargh! —gritó cuando el adhesivo le arrancó la piel y la barba de tres días. Se chupó los labios. Los tenía resecos—. Por favor, deja que me vaya —susurró.
Negué con la cabeza.
—No puedo hacerlo, Adam. Quizá si realmente fuéramos amantes…
—No se lo diré a nadie —dijo con voz grave—. Te lo prometo.
—Ya me has traicionado una vez —contesté apenado—. ¿Cómo quieres que confíe en ti de nuevo?
—Lo siento. No me di cuenta… Lo siento.
Pero sus ojos no mostraban arrepentimiento; solo miedo y desesperación. Había imaginado tantas veces esta escena… Parte de mí estaba exultante por haberla previsto tan bien; los diálogos eran casi idénticos a los que había imaginado. Otra parte de mí sentía una tristeza indescriptible porque Adam fuera tan débil y desleal como sospeché. Y aún una tercera parte se sentía incontrolablemente excitada por lo que le esperaba de ahora en adelante, ya fuera amor, muerte… o ambos.
—Es demasiado tarde para las palabras. Es hora de actuar. Has dicho que querías que fuéramos amantes, pero no es eso lo que demuestra tu cuerpo. Puede que tengas miedo. Pero no hay por qué.
Soy una persona generosa, afectuosa. Podrías haberlo descubierto por ti mismo. Te voy a dar una última oportunidad para reparar tu traición. Te voy a dejar solo un rato. Cuando vuelva, espero que seas capaz de controlar tu miedo y demostrarme lo que sientes realmente por mí.
Lo dejé y caminé hacia la cámara. Saqué la cinta que había estado grabando el encuentro y la reemplacé por una nueva. En lo alto de la escalera, me giré.
—De lo contrario, tendré que castigarte por tu traición.
—¡Espera! —gritó con aire desesperado mientras desaparecía de su vista—. ¡Vuelve! —oí que decía al tiempo que dejaba caer la puerta de la trampilla.
Seguro que seguía gritando, pero ya no lo oía. Subí al dormitorio de la tía Doris y el tío Henry. Metí la cinta en el vídeo que había colocado en el baúl situado a los pies de la cama. Encendí la tele y me subí a la cama, con sábanas de algodón. Aunque Adam no me quisiera, yo no podía evitar desearle. Lo observé en el potro y empecé a masturbarme, a tocarme con toda la habilidad e ingenuidad con la que deseaba que él me tocase a mí. Imaginé su bella polla dentro de mi boca. Cada vez que estaba a punto de correrme, me detenía, me sujetaba con fuerza y me forzaba a no hacerlo, a fin de reservarme para más adelante. Después de ver el vídeo por cuarta vez, decidí que ya le había dado suficiente tiempo.
Bajé y lo observé un rato, estirado en el potro.
—Por favor —dijo—, deja que me marche. Haré lo que quieras, pero deja que me vaya. Te lo imploro.
Sonreí y asentí.
—Te llevaré de vuelta a Bradfield; pero, primero, es hora de divertirse.