DEL DISCO DE 3 1/2” ETIQUETADO COMO:

COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.004

Fue un periodista americano quien dijo: «He visto el futuro y les aseguro que funciona». Sé a qué se refería. Después de lo del perro, sabía que con Adam no tendría ningún problema.

Pasé el resto de la semana inmerso en un estado de tensión nerviosa. Incluso sufrí la tentación de tomarme uno de los tranquilizantes, pero al final me resistí. No era momento para flaquezas. Además, no podía permitirme no estar en posesión de mis plenas facultades. Mis años de autodisciplina habían surtido efecto. Dudo que ninguno de mis compañeros de trabajo se hubiera percatado de nada inusual en mi comportamiento, salvo que ya no me ofrecía a cubrir el turno extra del fin de semana, cosa que había hecho de forma habitual hasta entonces.

El lunes por la mañana todo estaba listo, arreglado y preparado. A la espera de cometer el asesinato. Hasta el tiempo estaba de mi parte. Hacía una mañana otoñal clara y con un viento frío, pero vigorizante. El típico día que incluso pone de buen humor a esa clase de personas que han de coger el tren para ir a trabajar. Poco antes de las 08:00 llegué en coche a casa de Adam (un adosado unifamiliar de tres pisos con garaje en el sótano). Las cortinas del dormitorio estaban corridas y la botella de leche aún permanecía en la puerta. Del buzón, sobresalía medio Daily Mail. Aparqué un par de calles más allá, frente a un grupo de tiendas y lo repasé todo. Bajé caminando por su calle, satisfecho de cumplir con el horario previsto. Las cortinas del dormitorio aparecieron descorridas, y la leche y el periódico habían desaparecido. Al final de la calle, crucé hacia el parque que había al otro lado y me senté en un banco a esperar.

Abrí mi propio Daily Mail e imaginé a Adam leyendo los mismos artículos que yo estaba recorriendo con la mirada. Cambié de postura para tener a la vista la puerta de entrada sin necesidad de mover el periódico y empecé a observar por el rabillo del ojo. Efectivamente, la puerta se abrió a las 8:20 y por ella apareció Adam. Doblé el periódico intentando no levantar sospechas, lo tiré en una papelera que había junto al banco y bajé la calle paseando tras él.

La estación del tranvía se encontraba a diez minutos. Cuando llegó al andén abarrotado me coloqué justo detrás. El tranvía llegó deslizándose a la estación momentos después. El hombre avanzó empujado por la corriente de pasajeros. Yo me aparté un poco y dejé que se situara entre nosotros un par de personas. No iba a arriesgarme.

Estiró el cuello nada más entrar en el vagón. Sabía perfectamente por qué. Cuando sus ojos se hubieron encontrado, Adam saludó con la mano y se abrió paso entre la multitud para alcanzarlo, con el propósito de charlar durante el trayecto hasta llegar a la ciudad. Lo observé mientras se inclinaba hacia delante. Conocía cada una de las expresiones de su cara, cada ángulo y gesto de su cuerpo, musculoso y sin una pizca de grasa. Su pelo, los caracolillos de la nuca, aún húmedos; su piel rosada y radiante tras el afeitado; su olor a colonia Aramis. Se rio en voz alta de algo que le habían dicho y sentí la amargura de la bilis en la boca. El sabor de la traición. ¿Cómo se atrevía? Yo debía ser esa persona con la que estaba hablando, quien le provocase que se le iluminara el rostro, el único responsable de que sonriera con aquellos labios cálidos. Si alguna vez había dudado de mi propósito, verlos a ambos juntos disfrutando de su matutino encuentro hizo que mi resolución se volviera inamovible.

Como siempre, bajó del tranvía en la plaza Woolmarket. Le seguía a menos de doce metros de distancia. Se giró para despedirse de su amante, que muy pronto quedaría afligido. Me di la vuelta rápidamente e hice como si leyese el horario del tranvía. En aquellos momentos, lo último que quería era que me viera, que se diera cuenta de que lo estaba siguiendo. Dejé pasar unos segundos antes de reanudar la persecución. Giró a la izquierda, introduciéndose por la calle de Bellwether. Veía su pelo oscuro oscilando de un lado para otro entre los dependientes y administrativos que abarrotaban la acera. Se metió luego por un callejón, a la derecha, y yo salí a la plaza Crown justo a tiempo para verle entrar en el edificio de Hacienda en donde trabajaba. Satisfecho de que se tratara de un lunes cualquiera, seguí caminando por la plaza hasta que dejé a un lado el edificio de oficinas de cristales y metal, y entré en las galerías comerciales victorianas, que habían sido restauradas recientemente.

Allí podía matar el tiempo. La idea me hizo sonreír.

Fui a la Biblioteca Central a estudiar un poco. No tenían nada nuevo, así que cogí uno de mis libros favoritos: La compañía de los muertos. El caso de Dennis Nilsen nunca dejaba de fascinarme y repelerme a un tiempo. Había asesinado a quince jóvenes sin que nadie los echara de menos. Nadie tenía la menor idea de que andaba suelto un asesino en serie homosexual, acechando a los sin hogar y a los desarraigados. Primero se hacía amigo de ellos, los llevaba a su casa y los emborrachaba… pero solo podía «interactuar» con ellos una vez muertos. Entonces, y solo entonces, los abrazaba, mantenía relaciones sexuales y los amaba. Menuda locura. No habían hecho nada para merecer un destino así. No habían cometido ningún acto de traición, no habían mentido.

El único error de Nilsen se produjo a la hora de deshacerse de los cadáveres. Era casi como si, inconscientemente, necesitara que lo cogieran. Trocearlos y comérselos era un buen método; pero ¿tirarlos por el retrete? Para un hombre tan inteligente como él, debía haber sido evidente que los desagües no iban a soportar tamaño caudal de sólidos. Jamás llegué a entender por qué no los echó de comer a sus perros.

Sin embargo, nunca es tarde para aprender de los errores ajenos. Los fallos garrafales que cometían los asesinos no dejaban de fascinarme. No hay que ser muy inteligente para saber de qué modo actúa la policía y los científicos forenses y, por tanto, adoptar las precauciones adecuadas; en especial desde que la clase de hombres que se gana la vida atrapando asesinos se ha mostrado tan servicial como para escribir libros en donde se detalla cómo desempeñan su trabajo. Por lo demás, solo oímos hablar de los fallos. Yo estaba convencido de que nunca iba a aparecer en dicho catálogo de incompetentes. Lo tenía todo muy bien planeado, de modo que había reducido al mínimo cada riesgo, aparte de sopesar los beneficios de cada uno de los pasos que debía dar. El único registro de mi trabajo iban a ser estas anotaciones, que no verían la luz hasta que yo hubiera expirado. La pena de ello es que no estaría vivo para leer las críticas.

Había regresado a mi posición a las cuatro, pese a que Adam nunca había salido del trabajo antes de las cinco menos cuarto. Me senté estratégicamente junto a una ventana del Burger King de la plaza Woolmarket, con el fin de poder ver la boca del callejón que llevaba a su oficina. Puntual como un reloj, apareció por el callejón a las 16:47 y se encaminó hacia la parada del tranvía. Me uní al grupo de personas que esperaban en el andén elevado y sonreí para mis adentros cuando escuché, a lo lejos, el pitido del tren. Disfruta del viaje, Adam, porque va a ser el último, me dije.