COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.003
Cuando mis vecinos salen a trabajar por las mañanas, sueltan al pastor alemán en el patio de atrás. Durante todo el día, trota de arriba abajo como un poseso mientras se dedica a romper en pedazos el hormigón con la diligencia de un carcelero al que le encantara su trabajo. Es grande, de color negro y atigrado, y tiene el pelo enmarañado. Cada vez que alguien se adentra en los jardines contiguos al suyo, ladra. Lo cual produce una cacofonía larga y profunda que dura mucho más que la intrusión. Cuando los basureros se adentran en el callejón trasero para vaciar los contenedores de ruedas hasta el camión, el perro se pone histérico y a dos patas intenta rascar, en vano, la pesada puerta de madera. Lo observo desde la posición estratégica que me confiere la ventana del dormitorio de atrás. Es casi tan alto como la propia puerta. Perfecto, la verdad.
El siguiente lunes por la mañana, compré un kilo de carne y lo corté a trozos de unos tres centímetros de grosor, tal como indican todas las buenas recetas. Después, realicé una pequeña incisión en cada uno de los pedazos e introduje un tranquilizante de los que el médico había tratado de prescribirme. Yo no los quería y de hecho no los he tomado nunca, pero sabía que algún día podrían resultarme útiles.
Salí por la puerta de atrás y escuché, motivado, la salva de ladridos del perro. Dicha animación era hasta cierto punto normal, puesto que se trataba de la última vez que iba a oírlos. Metí la mano dentro del bol de carne húmeda y disfruté de la sensación fría y resbaladiza que producía su tacto. A continuación, tiré puñados de ella al otro lado de la pared. Volví a casa, me lavé y subí a mi punto estratégico, junto al ordenador. Elegí el mundo atmosférico de Dark-seed para calmar mi excitación, ese inframundo gótico y macabro que tan bien había llegado a conocer. A pesar de hallarme concentrado en el juego, no podía evitar lanzar ojeadas de vez en cuando por la ventana. Transcurrido cierto tiempo, el perro se desplomó, con la lengua colgando. Dejé el juego y agarré los binoculares. Parecía que aún respiraba, pero no se movía.
Bajé las escaleras aprisa, cogí la bolsa de viaje que había preparado con anterioridad y me subí al 4x4. Lo metí marcha atrás por el callejón hasta que la puerta trasera quedó a la altura de la puerta del patio contiguo. Apagué el motor. Silencio. No pude reprimir cierta sensación de suficiencia cuando agarré la palanca y bajé del coche. Solamente tardé unos instantes en forzar la puerta del patio de al lado. Cuando la abrí, comprobé que el perro no se había movido lo más mínimo. Descorrí la cremallera de la bolsa de viaje y me acuclillé a su lado. Le metí la lengua en la boca y le cerré el morro con esparadrapo. Le até las patas, las de delante y las de atrás, y lo subí al coche. Pesaba, pero como me mantenía en forma, no me costó mucho subirlo a pulso a la parte trasera.
Cuando llegamos a la granja, emitía suaves ronquidos y no había señal alguna de que estuviera consciente… ni siquiera cuando le levanté los párpados. Lo dejé en la carretilla que había preparado fuera y lo metí dentro de la casa, tras lo cual lo arrojé escaleras abajo. Encendí las luces y subí el perro al potro como si fuera un saco de patatas. A continuación, me giré para estudiar los cuchillos. Había colocado una tira magnética en la pared de donde colgaban suspendidos, todos ellos afilados como lo estarían los de un profesional: cuchilla de carnicero, cuchillo para filetear, otro para trinchar, el de pelar y el cúter. Elegí este último para cortar el esparadrapo de las patas y tenderlo sobre el estómago. Lo até al potro por la mitad con más esparadrapo para que no se moviera. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía un problema.
En algún momento durante los últimos minutos, el perro había dejado de respirar. Acerqué la cabeza hacia el duro pelo del pecho en busca del latido del corazón, pero ya era demasiado tarde. Era evidente que había calculado mal la dosis de tranquilizante, que le había dado demasiado. He de admitir que me enfurecí. La muerte del animal en nada afectaría a las prácticas científicas de mi aparato, pero yo hubiera preferido que padeciera; una pequeña venganza por las veces en que su ladrido enloquecido me había despertado, especialmente tras soportar un turno de noche complicado. Pero no, había muerto sin sufrir en absoluto. Lo último que le había sucedido era deglutir un kilo de carne. No me hacía ni pizca de gracia que hubiera muerto contento.
Y eso no era todo; no tardé en descubrir un segundo problema. Las correas con que lo había atado estaban bien para puños y tobillos, pero el perro no tenía ni lo uno ni lo otro, por lo que era fácil que se le salieran con facilidad.
Pero tampoco le di mucha importancia. No sería muy elegante, pero me serviría para mis propósitos. Todavía me quedaban clavos de quince centímetros procedentes de reparaciones y modificaciones que había hecho en el sótano. Metí la pata delantera izquierda del perro en un hueco que había entre las maderas. Busqué el espacio entre los huesos y, con un solo golpe del mazo, clavé el clavo en el lugar adecuado, justo por encima de la última articulación. Ajusté la correa por debajo del clavo y tiré de ella. Aguantaría lo suficiente.
En cinco minutos había dispuesto las otras tres patas. Ahora que estaba bien atado, ya podía empezar a trabajar. Aunque únicamente pretendiera llevar a cabo un experimento científico, me sentí excitado. Tenía un nudo en la garganta. Parecía como si, de manera casi inconsciente, mi mano se dirigiese hacia la manivela del potro. La observaba como si no fuera mía, como si fuera la mano de otro. Acarició los piñones, se deslizó suavemente sobre la rueda y, finalmente, se posó en la manivela. El aroma del aceite lubricante aún flotaba en el ambiente y se mezclaba con el tenue olor a pintura y el olor viciado a perro, quien sería mi ayudante en este experimento. Respiré profundamente, sentí un escalofrío y, poco a poco, empecé a girar la manivela.