DEL DISCO DE 3 1/2” ETIQUETADO COMO:

COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.002

Aquella primera vez, planeé el acontecimiento con más cuidado de lo que un director de teatro suele necesitar para la producción de una obra nueva. Organicé la experiencia mentalmente hasta que fue como un sueño luminoso y brillante que tenía cada vez que cerraba los ojos. Estudié y repasé cada uno de los movimientos coreografiados y me aseguré de no olvidar ningún detalle de importancia que pusiera en peligro mi libertad. Ahora, cuando lo recuerdo, siento que la película mental que creé era tan placentera como la ejecución del acto en sí.

El primer paso consistía en encontrar un lugar al que llevarlo, un sitio en el que pudiéramos estar a solas, juntos. Deseché mi casa de inmediato. Puedo oír las sórdidas discusiones de mis vecinos, el ladrido histérico del pastor alemán y el irritante ruido sordo del bajo de su equipo estéreo; no quería compartir con ellos mi apoteosis. Además, en mi barrio hay muchos mirones tras las cortinas… y no deseaba que hubiera testigos de la entrada o salida de Adam.

Pensé en alquilar un garaje cerrado, pero deseché la idea por las mismas razones. Además, me pareció muy cutre, el típico cliché de la televisión y de las películas. Quería algo que estuviera a la altura de lo que iba a suceder. Entonces recordé a Doris, la tía de mi madre. Doris y Henry, su marido, tenían una granja de ovejas en unos páramos que había en lo alto de Bradfield. Henry había muerto cuatro años antes. Doris había intentado sacar adelante la granja durante un tiempo, pero cuando su hijo Ken la invitó a pasar unas largas vacaciones con su familia, en Nueva Zelanda, vendió las ovejas e hizo las maletas. Ken me escribió en Navidad para decirme que su madre había sufrido una angina de pecho y que no estaba muy claro cuándo podría regresar.

Aquella noche, aproveché una pausa en el trabajo para llamarle. Se sorprendió de oír mi voz y musitó entre dientes: «Imagino que me llamas desde el trabajo».

—Hacía muchísimo tiempo que deseaba hacerlo —respondí—. Llamaba para ver qué tal se encuentra tía Doris.

Es mucho más sencillo resultar agradable vía satélite. Hice los ruiditos adecuados cuando Ken me aburrió con el estado de salud de su madre, su esposa, sus tres hijos y sus ovejas. A los diez minutos decidí que ya era suficiente.

—Ken, por cierto, estoy preocupado por la casa —le mentí—. Está demasiado aislada. Alguien debería cuidar de ella.

—Tienes razón. Se suponía que iba a hacerlo el abogado de mi madre, pero no he tenido noticias de él.

—¿Quieres que me acerque a echar una ojeada? Estoy viviendo en Bradfield y no me importaría.

—¿En serio? A decir verdad, eso me quitaría un peso enorme de encima. Entre tú y yo: no sé si mamá llegará a recuperarse como para volver a casa, pero sería terrible que le pasase algo a la casa de la familia —dijo nervioso.

Lo que le fastidiaría en realidad es que le pasase algo a su herencia; conocía a Ken. Diez días después tenía las llaves. El primer día que libré, cogí el coche y me acerqué hasta allí para ver si lo recordaba todo bien. El camino de tierra que llevaba hasta la Granja Start Hill tenía mucha más maleza que la última vez que había estado y a mi 4X4 con tracción en las cuatro ruedas le costó subir por aquella carretera de carril único y más de cuatro kilómetros de cuesta. Aparqué a unos diez metros de la granja sombría y me quedé escuchando por espacio de cinco minutos. El viento procedente de los altos páramos batía la maleza crecida. De vez en cuando se oía cantar a algún pájaro. Pero no había señales reconocibles de civilización. Ni siquiera el zumbido lejano del tráfico.

Bajé del coche y di una vuelta para echar una ojeada. Parte del cobertizo de las ovejas se había caído y conformaba un montón de piedras. Pero lo que me satisfizo realmente fue comprobar que no había rastro alguno de visitantes, ni siquiera ocasionales: no había restos de almuerzos campestres, ni latas de cerveza oxidadas, ni periódicos arrugados, ni colillas, ni condones usados. Caminé hasta la casa y entré.

No era gran cosa. Un par de habitaciones abajo y otro par de habitaciones arriba. Por dentro era muy diferente de la acogedora granja que recordaba. Todos los toques personales: fotos, adornos, jaeces, antigüedades… habían desaparecido de la vista, debidamente almacenados en cajas, una precaución muy común en Yorkshire. En parte me sentí aliviado; no había nada que me trajese recuerdos que pudieran interferir con lo que tenía que hacer. Era como un papel en blanco del que se hubiera borrado todas las humillaciones, vergüenzas y dolores. Nada de mi pasado iba a asaltarme. La persona que había sido no se encontraba, pues, allí.

Atravesé la cocina y me dirigí a la despensa. Las baldas estaban vacías. Vete tú a saber qué habría hecho tía Doris con los montones de botes y botellas de jamón, pepinillos y vino caseros. Quizá se los había llevado a Nueva Zelanda con la intención de no alimentarse a base de comida extraña. Permanecí en la puerta y miré al suelo. Sentí cómo una estúpida sonrisa se dibujaba en mi cara. Mi memoria no me había engañado. Allí estaba la trampilla. Me acuclillé y tiré de la anilla de hierro oxidado. Me costó unos segundos, pero, finalmente, la puerta cedió y sus bisagras chirriaron. Mientras husmeaba el aire del sótano, me convencí de que los dioses estaban conmigo. Había temido que el aire fuera húmedo, estuviera viciado y apestase, pero, por el contrario, estaba limpio y fresco, ligeramente dulce.

Encendí una lámpara de camping gas que había traído y bajé con cuidado el tramo de escaleras de piedra. La luz reveló una habitación bastante grande, de unos seis metros por nueve. La pared estaba cubierta por losas de piedra y había un largo banco, también de piedra, pegado a una de las paredes. Alcé la lámpara y observé las sólidas vigas. Las tablas de madera y el enlucido del techo eran lo único que se hallaba en mal estado. Podía arreglarlo fácilmente colocando placas de yeso, que, además, servirían para que la luz no se filtrase hacia el piso de arriba. En perpendicular al banco bajaba una tubería que desembocaba en un lavamanos. Recordé que la granja tenía su propio pozo. El grifo estaba duro, pero en cuanto conseguí abrirlo, el agua cayó limpia y clara.

Junto a las escaleras había una vieja mesa de trabajo de madera llena de tomillos y mordazas. Las herramientas de Henry colgaban de la pared, ordenadas en varias filas. Me senté en el banco y me acurruqué. En pocas horas de trabajo, convertiría este lugar en una mazmorra mucho mejor que cualquiera de las que se les hubiera ocurrido jamás a los programadores de juegos. Para empezar, no tendría que pensar en puntos débiles por los que mis «aventureros» pudieran escapar.

Iba a la granja en mi tiempo libre y afínales de semana había terminado ya con los preparativos. Nada especial: puse un candado y un pestillo interior a la trampilla, reparé el techo y cubrí la pared con un par de capas de cal. Quería que la habitación resultase tan luminosa como fuera posible para mejorar la calidad de las grabaciones. Realicé incluso un empalme en la instalación eléctrica para disponer de suministro eléctrico.

Había pensado mucho en cómo castigar a Adam. Finalmente, me decidí por lo que los franceses denominan «chevalet», los españoles «potro», los alemanes «escalera», los italianos «veglia» y los poetas ingleses «hija del duque de Exeter». El potro recibió su eufemismo inglés del ingenioso John Holland, duque de Exeter y conde de Huntingdon. Tras una brillante carrera de soldado, el duque se convirtió en el gobernador de la Torre de Londres y en torno a 1420 trajo hasta estas orillas tan espléndido instrumento de persuasión.

La primera versión consistía en un armazón rectangular y abierto dispuesto sobre cuatro patas. El prisionero se colocaba debajo y era atado por las muñecas y los tobillos a unos cabestrantes que había en cada una de las esquinas junto al celador encargado de girar los tornos. Este aparato poco elegante y trabajoso se fue haciendo más sofisticado con el paso de los años y acabó convirtiéndose en una mesa o una escalera horizontal, que a menudo incorporaba una rueda de pinchos en el centro para que, mientras se tumbaba al prisionero, su espalda resultase lacerada. Los sistemas de poleas también se perfeccionaron, hasta el punto de conectarlas entre sí, de modo que bastaba un operario para hacer que funcionase.

Afortunadamente, aquellos que han aplicado castigos a lo largo de los siglos se han mostrado meticulosos a la hora de aportar dibujos y descripciones. Además, contaba con las fotos del folleto del museo a modo de referencia. Con eso y la ayuda de un programa de ordenador diseñé mi propio potro. Para el mecanismo, desmonté un viejo rodillo de secar la ropa que había comprado en un anticuario. En una subasta me había hecho con una vieja mesa de comedor de caoba. Así pues, lo llevé todo directamente a la granja y lo desmonté en la cocina, al tiempo que admiraba la maestría con la que había sido tratada aquella madera tan sólida. Construir el potro me llevó un par de días. Lo único que me faltaba era probarlo.