COPIA DE SEGURIDAD.007; ARCHIVO AMOR.001
Siempre recuerdas la primera vez. ¿No es, acaso, eso lo que se dice del sexo? Pues con el primer asesinato sucede lo mismo. Jamás olvidaré ni un solo momento delicioso de ese extraño y exótico drama. Y aunque ahora, echando la vista atrás y gracias al beneficio de la experiencia, sea consciente de que fue una actuación de principiante, sigue conservando la fuerza necesaria para estremecerme a pesar de que ya no me satisfaga.
Si bien no me había dado cuenta de ello hasta que me vi en la tesitura de actuar, llevaba cierto tiempo preparando el terreno para aquel asesinato. Imagina un día de agosto en medio de la Toscana. Un autobús con aire acondicionado nos lleva de ciudad en ciudad a toda velocidad. Se trata de un autobús cargado de buitres de cultura norteña, desesperados por llenar cada momento de nuestro precioso paquete vacacional de quince días con algo que sea memorable del castillo de Howard y Chatsworth.
Disfruté de Florencia; las iglesias y las galerías de arte estaban llenas, en extraña convivencia, de imágenes de vírgenes y mártires. Había subido hasta la vertiginosa bóveda de Brunelleschi que quedaba por encima de la inmensa catedral, después de ascender por la sinuosa escalera que lleva desde la galería hasta la pequeña cúpula. Los gastados escalones de piedra se hallaban firmemente encajados entre el techo de la bóveda y el tejado. Era como estar dentro del ordenador, como una aventura de rol, abriéndome paso por el laberinto en busca de la luz diurna. Lo único que faltaba eran los monstruos que había de matar por el camino. Y, a continuación, emerger a la brillante luz del día y sorprenderme de que allí arriba, al final de esa estrecha ascensión, hubiera un vendedor de postales o recuerdos típicos, un vendedor pequeño, oscuro y sonriente, encorvado por el peso de los años que llevaba levantando sus mercancías por encima de su cabeza. Si realmente hubiera sido un juego, podría haberle comprado algún objeto mágico. Como era lo que era, me limité a comprarle más postales de esas que iba a enviar luego a mis seres queridos.
Después de Florencia, San Gimignano. El pueblo se alzaba en la verde planicie toscana, sus torres en ruina se elevaban hacia el cielo como dedos que intentaran salir de una tumba. El guía parloteaba y decía no sé qué de una «Manhattan medieval», otra comparación errónea que añadir a la lista de las que iban soltándonos desde Calais.
Mi excitación aumentaba a medida que nos acercábamos a la ciudad. Por toda Florencia había visto anuncios de la única atracción turística que realmente me interesaba: pancartas fascinantes de color rojo y dorado pendían vistosas de las farolas, como invitándome a que visitase el Museo Criminológico de San Gimignano. Tras consultar mi guía de conversación, confirmé lo que creía haber entendido en la letra pequeña: se trataba de un museo de criminología y tortura. Obsta decir que no formaba parte del itinerario cultural.
No tuve que ir en busca de mi objetivo; casi diez metros después de pasar bajo el enorme arco de piedra que hacía de portón de las murallas medievales, me entregaron un folleto del museo en donde aparecía incluso un pequeño mapa que explicaba cómo llegar a él. Mientras disfrutaba del placer que produce la expectación, paseé por la zona un rato, maravillándome de las torres, en realidad monumentos a la ausencia de armonía civil. Cada una de las familias poderosas había poseído su propia torre fortificada que defendía de sus enemigos por cualquier medio, desde el uso de plomo hirviendo hasta el de cañones. En el momento de mayor prosperidad, la ciudad tenía, supuestamente, unas doscientas torres. Comparado con el San Gimignano medieval, el sábado por la noche en los muelles, tras la hora de cierre, parecía un jardín de infancia, y los marineros, meros aficionados a las peleas.
Cuando ya no pude resistir más el empuje del museo, crucé la piazza Central, en cuya fuente eché una moneda de doscientas liras de dos colores para que me diera suerte, y caminé varias docenas de metros por una calle secundaria con las antiguas paredes de piedra adornadas por tapices rojos y dorados que ya me resultaban familiares. Entré en el fresco vestíbulo mientras la emoción zumbaba en mi interior como un mosquito desesperado ansioso desangre. Tras relajarme, compré una entrada y una copia de la satinada guía ilustrada que tenía el museo.
¿Cómo describir la experiencia? La realidad física resultaba muchísimo más irresistible de lo que me habían transmitido libros, fotografías o vídeos. La primera pieza era un potro en forma de escalera, acompañada por una tarjeta que describía su función en italiano e inglés con todo lujo de detalles. Los hombros se dislocaban, las caderas y las rodillas se separaban mientras se oía el sonido del cartílago y de los ligamentos desgarrándose, la columna vertebral se estiraba hasta quedar descompuesta y sentir que las vértebras caían como cuentas de un collar roto. En la tarjeta ponía lacónicamente: «A menudo, las víctimas medían entre quince y veintitrés centímetros más tras pasar por el potro». Qué mentes tan extraordinarias las de los inquisidores. No se conformaban con interrogar a los herejes mientras estaban vivos y sufrían, sino que buscaban nuevas respuestas en sus cuerpos quebrantados.
La exposición constituía un monumento a la ingenuidad del hombre. ¿Cómo no admirar la mente de aquellos que examinaban el cuerpo humano deforma tan exhaustiva y que eran capaces de idear un sufrimiento calibrado de manera tan fina y exquisita? Con aquella tecnología tan rudimentaria, los ingenios medievales diseñaron sistemas de tortura tan refinados que aún hoy en día se usan. Parece que la única mejora que ha añadido nuestra moderna sociedad postindustrial consiste en el pánico adicional que conlleva la aplicación de descargas eléctricas.
Visité las diferentes salas y disfruté de todos y cada uno de los juguetes expuestos, desde los burdos pinchos hasta la doncella de hierro, pasando por la maquinaria más sutil y elegante que constituían las peras, esos objetos ovoides, estrechos y segmentados, que se insertaban en la vagina o el ano. Luego, cuando se daba vueltas al trinquete, los segmentos se separaban y se extendían hasta que la pera se metamorfoseaba en una flor extraña cuyos pétalos estaban cubiertos por afilados dientes metálicos. A veces, la víctima sobrevivía, lo que era, probablemente, un destino aún más cruel.
Noté inquietud y horror en las caras y voces de alguno de los visitantes que había a mi alrededor, pero me pareció mera hipocresía. En realidad, estaban disfrutando cada minuto de aquel peregrinaje, pero el decoro les impedía dar muestras públicas de disfrute. Los niños, en cambio, mostraban abiertamente su ardiente fascinación. Habría apostado, sin temor a equivocarme, que yo era la única persona dentro de aquellas habitaciones frescas pintadas en tonos pastel que sentía cómo su deseo sexual crecía mientras se alimentaba de la exposición. Cuántos encuentros sexuales por vacaciones habrían tenido lugar al calor picante de los recuerdos secretos del museo de la tortura.
Fuera, en un patio bañado por el sol, había un esqueleto acuclillado en una jaula. Tenía los huesos limpios como si se los hubieran roído los buitres. Allá por el tiempo en que las torres seguían en pie, estas jaulas colgaban de las paredes exteriores de San Gimignano a modo de advertencia, tanto para los habitantes como para los forasteros, de que en la ciudad eran muy duros con quienes no respetaban sus leyes a rajatabla. Sentía una extraña afinidad para con sus habitantes. Yo también creo en la necesidad de castigar la traición.
Cerca del esqueleto, apoyada contra una pared, había una enorme rueda de metal dentada. Habría quedado estupendamente expuesta en un museo de agricultura, pero la ficha que figuraba junto a ella le confería una función mucho más imaginativa. Los criminales eran atados a la rueda. Primero los fustigaban hasta arrancarles la piel a tiras y dejar al descubierto sus entrañas frente a una muchedumbre entusiasmada. Luego les rompían los huesos usando barras de hierro. De pronto, me vino a la mente aquella carta del tarot: la rueda de la fortuna.
Cuando me di cuenta de que iba a tener que asesinar, los recuerdos del museo de la tortura acudieron a mí como la inspiración de una musa. Siempre se me han dado bien los trabajos manuales.
Después de la primera vez, parte de mí esperaba no verse forzada a hacerlo de nuevo. Pero sabía que, en caso de tener que repetir, lo haría mejor. Descubrimos las imperfecciones de nuestros actos gracias a los errores que cometemos. Y, afortunadamente, la práctica hace al maestro.