Cada tantos días sus carceleros lo llevaban ante Ben Abram. El médico musulmán lo llamaba Cachorro de León y el apodo prendió. Sus carceleros desconfiaban de su carácter tanto como las mujeres; para ellos era un alivio entregarlo a Ben Abram. El cirujano lo examinaba cuidadosamente, desde la cabellera refulgente hasta los pies descalzos, buscando cualquier señal de descuido o maltrato. Le interesaba especialmente que los grillos no le marcaran la blanca piel y que hubiera sido debidamente alimentado y atendido.

—¿Te tratan bien, pequeño Cachorro de León?

—No, me pegan todos los días —respondió Dorian, desafiante—. Y me queman con hierros al rojo.

—¿Te dan bien de comer? —Ben Abram sonreía bondadosamente ante esa flagrante mentira.

—Me dan gusanos para comer y meada de rata como bebida.

—Pues parece que esa dieta te sienta muy bien —comentó el médico—. Debería probarla yo mismo.

—Se me está cayendo el pelo —contradijo el chico—. Pronto estaré calvo. Y entonces Al Auf os enviará al campo de ejecuciones.

Dorian tenía conciencia del peculiar valor que los musulmanes daban a su pelo, pero sólo una vez había hecho caer al anciano con esa amenaza de la calvicie. Ahora sonrió otra vez y le revolvió las abundantes guedejas.

—Ven conmigo, Cachorro de León calvo.

Lo tomó de la mano y, por una vez, el niño no trató de desprenderse. En su penosa soledad, que tanto se esforzaba por disimular, se sentía irresistiblemente atraído por ese amable anciano. Caminó con él hacia la sala de audiencias, donde los esperaba Al Auf.

Esos encuentros eran un rito en el cual se exhibía a Dorian ante algún posible comprador. Mientras ellos discutían y regateaban, le inspeccionaban el pelo y el cuerpo desnudo, el niño se mantenía rígido y los miraba con un gesto de furia teatral, componiendo en silencio el insulto más sucio que le permitiera su creciente dominio del árabe.

Durante las negociaciones, siempre llegaba un momento en que el comprador preguntaba:

—Pero ¿habla el idioma del Profeta?

Entonces Al Auf se volvía hacia él, ordenando:

—Di algo, niño.

Dorian se erguía en toda su estatura y dejaba volar su flamante composición: "Que Alá te ennegrezca la cara y te pudra los dientes en tus malditas mandíbulas". O: "Que te llene las entrañas de gusanos y seque la leche de todas las cabras que hayas tomado como esposas". Esas salidas siempre provocaban consternación entre los posibles compradores. Después, cuando Ben Abram lo llevaba de nuevo a la celda, lo reprendía con gazmoñería:

—¿Dónde pudo aprender tan feas palabras un niño tan bello como tú?

Pero le chisporroteaban alegremente los ojos en la telaraña de arrugas.

No obstante, esa última vez en que Dorian entró en la sala de audiencias captó una atmósfera diferente. El hombre al que lo mostraban no era un tosco capitán de dhow ni un mercader gordo y oleaginoso: era un príncipe.

Estaba sentado en el centro de la habitación, en un montón de almohadones y alfombras de seda, pero mantenía la espalda erguida y un porte regio. Aunque había diez o doce asistentes sentados detrás de él, en actitud de obsequiosa humildad, en ese hombre no había arrogancia. Su dignidad era imperiosa; su presencia, monumental. En la Biblia familiar de High Weald había un retrato de San Pedro, la Piedra. El parecido con ese hombre era tan llamativo que a Dorian le parecieron una misma persona. Se sintió abrumado por el sobrecogimiento religioso.

—Saluda al poderoso príncipe Al Malik —insistió Al Auf, puesto que Dorian permanecía mudo ante esa reencarnación del apóstol cristiano. Obviamente, al corsario lo inquietaba el modo en que Dorian pudiera reaccionar ante esa orden, pues se tironeaba nerviosamente de la barba—. Sé respetuoso con el príncipe, si no quieres que te mande azotar.

Dorian sabía que la amenaza no tenía fundamento: Al Auf jamás lo marcaría, por no disminuir su valor. Continuó mirando con sobrecogimiento al hombre que tenía ante sí.

—¡Haz tus salaams ante el príncipe! —lo instó el corsario.

El niño sintió que sus instintos rebeldes se marchitaban en presencia de ese hombre. Sin decisión consciente, le hizo una reverencia de profundo respeto. Al Auf pareció sorprendido y decidió aprovechar esa inesperada ventaja, con la esperanza de que el chico omitiera cualquier referencia a las cabras y a los dientes podridos.

—¡Habla al excelso príncipe! ¡Salúdalo en el idioma del Profeta! —ordenó.

Sin tener que pensarlo, Dorian recordó un ejercicio que Alf Wilson les había impuesto durante una larga tarde, en la cubierta de popa, mientras el Serafín permanecía inmóvil en la calma ecuatorial, tratando de explicarles las similitudes entre las creencias islámicas y las cristianas. Ahora, con su voz dulce y todavía infantil, recitó las palabras del Corán:

"No soy sino un hombre como vosotros, pero la inspiración me ha dicho que vuestro Dios es un solo Dios. Quien espere encontrar a su Señor, que trabaje por la virtud."

Se oyó una brusca inspiración de todos los hombres presentes. Hasta el príncipe se inclinó rápidamente hacia adelante, clavando una mirada de deslumbramiento en los claros ojos: verdes.

Dorian quedó encantado con la sensación causada. Siempre le habían gustado las representaciones teatrales que organizaba el maestro Walsh, tanto en High Weald como a bordo, y en las que Dorian solía hacer papeles femeninos. Pero ésta era, sin lugar a dudas, la más aclamada de sus actuaciones.

En el largo silencio, el príncipe se irguió lentamente para volverse al hombre que estaba sentado junto a él. Dorian vio por sus ropas que era un mullah, un líder religioso, equivalente islámico del sacerdote.

—Explica las palabras del niño —ordenó el príncipe.

—Es el versículo ciento diez del Sura dieciocho —admitió el mullah de mala gana. La buena vida había dado lustre y redondez a su cara; el vientre le abultaba sobre el regazo. Su barbilla rala tenía el vago tinte anaranjado de la alheña—. El niño lo ha citado con exactitud, pero hasta un loro, con el debido adiestramiento, puede pronunciar palabras que no comprende.

El príncipe se volvió nuevamente hacia Dorian.

—¿Qué entiendes por virtud, niño?

Alf Wilson lo había preparado para eso. Dorian no vaciló.

—Es el verdadero respeto por Dios, que desdeña la adoración de los ídolos, la deificación de los hombres o de las fuerzas naturales, y especialmente la de uno mismo.

Al Malik miró a su mullah.

—¿Son ésas las palabras de un loro? —preguntó.

El santón parecía incómodo.

—No lo son, señor. Son, en verdad, palabras sabias.

—¿Qué edad tienes, niño? —El príncipe clavó en el chico una mirada oscura y penetrante.

—Tengo once años, casi doce —respondió Dorian, orgulloso.

—¿Eres del Islam?

—Preferiría que la lepra me carcomiera la nariz. Soy cristiano.

Ni el príncipe ni el mullah demostraron espanto ni enojo ante tan vehemente negativa. Ellos habrían rechazado con igual vigor cualquier sugerencia de apostasía.

—Ven aquí, niño —ordenó Al Malik, no sin bondad.

Dorian se acercó más a él. El príncipe alargó una mano para tomar un puñado del pelo refulgente de Dorian, recién lavado. El chico le permitió pacientemente que lo deslizara entre sus dedos.

—Así debe de haber sido el pelo del mismo Profeta —comentó el señor, suavemente.

Todos los hombres del salón clamaron:

—Alabado sea el Señor.

—Puedes hacer que se retire —indicó Al Malik al corsario—. Ya he visto suficiente y debemos dialogar.

Ben Abram tomó a Dorian de la mano y lo llevó hacia la puerta.

—Custódialo bien —ordenó el príncipe, levantando la voz hacia él—, pero trátalo con suavidad.

Ben Abram hizo el gesto de respeto y obediencia, tocándose los labios y el corazón, y condujo al niño de regreso a su celda.

***

Los sirvientes trajeron café recién preparado. Mientras uno volvía a llenar con esa infusión espesa como brea la tacita de oro del príncipe, otro le encendía nuevamente el narguilé.

No era posible abreviar los regateos por una compra tan importante. Gradualmente, con pausas largas y cargadas, con intercambios complejos, expresándose en frases floridas y poéticas, los dos hombres fueron acercándose a un acuerdo. Al Auf había duplicado su precio inicial, llevándolo a dos lakhs, a fin de tener margen para maniobrar; poco a poco se fue dejando derrotar.

Mucho después del oscurecer, a la luz de las lámparas y entre el humo fragante de la pipa, llegaron a un acuerdo sobre el precio del niño.

—No traigo tanto oro en mi barco, cuando viajo —dijo Al Malik—. Mañana, cuando me haga a la mar, llevaré al niño conmigo; en cuanto llegue a Lamu te enviaré un dhow rápido y tendrás tu lakh antes de que se levante la Luna nueva. Tienes mi juramento sagrado.

Al Auf apenas vaciló.

—Como decrete el gran príncipe.

—Ahora déjame, pues se hace tarde y deseo orar.

Al Auf se levantó inmediatamente. Había cedido sus propios aposentos a Al Malik, pues era un honor recibir a un huésped tan excelso. Mientras retrocedía hacia la puerta hizo una serie de profundas genuflexiones, diciendo:

—Que las huríes del paraíso estén en tus sueños, gran príncipe. Que tu despertar se perfume con el aroma de las violetas, poderoso. Que tus oraciones vuelen como flechas con punta de oro, directamente a los oídos de Alá, oh, bienamado del Profeta.

***

Dorian no podía dormir. Hacía tiempo se le había evaporado el regocijo que experimentara tras su encuentro con el príncipe; estaba, una vez más, asustado y solitario. Sabía que sus circunstancias acababan de cambiar, una vez más; iba a ser arrojado en aguas oscuras e inciertas. Por mucho que odiara su cautiverio actual, era algo a lo que se había acostumbrado. Y aun tenía pequeños consuelos: había llegado a encariñarse con el viejo médico árabe y a confiar en él. Ben Abram era una cara amistosa y Dorian sabía que se interesaba por él. Además, mientras estuviera en esa isla existía la posibilidad de que su padre y Tom pudieran seguir el rastro que conducía a él. Si ese temible príncipe se lo llevaba a algún otro lugar, ¿qué posibilidad cabría de que ellos pudieran hallarlo?

Tenía demasiado miedo como para apagar la lámpara de aceite, aunque atraía a los mosquitos; prefirió rascarse antes que yacer despierto en la oscuridad. Debajo de las murallas del fuerte, las frondas de las palmeras repiqueteaban suavemente en los vientos incesantes del monzón. Con los brazos ceñidos al cuerpo, escuchó el luctuoso sonido del viento, combatiendo la tentación de ceder al llanto.

De pronto oyó en el viento un sonido diferente, tan ligero que al principio no logró atravesar las brumas de su angustia. Se apagó y tornó a dejarse oír, más potente y con más claridad. Dorian se incorporó, alargando una mano hacia la lámpara. Le temblaban tanto los dedos que estuvo a punto de dejarla caer.

Cruzó la celda a tropezones hasta el peldaño de la tronera, estirando la cadena hasta donde era posible, y apoyó la lámpara en el antepecho, escuchando. No había modo de equivocarse: alguien silbaba suavemente allá abajo, en el borde del bosque. Al reconocer la melodía, el corazón le dio un brinco y echó a volar.

"¡Es Tom!" habría querido decirlo a gritos. Pujó contra la cadena para llegar a la abertura, tratando de cantar el siguiente verso de la canción. Pero se le quebró la voz; tenía los labios entumecidos por el nerviosismo. Se dominó para intentarlo otra vez, dando a su voz un tono muy suave, para que no llegara a los guardias apostados en el extremo del pasillo ni a los vigías de las almenas.

El silbido de afuera se interrumpió abruptamente. Aunque aguzó los oídos, no oyó nada más. Quería llamar, pero contuvo la lengua para no atraer la atención de nadie, aunque le quemaba en la boca como una brasa encendida.

De pronto se oyó un roce afuera, cerca de la tronera, y la voz de Tom:

—¡Dorry!

—¡Tom! Oh, estaba seguro de que vendrías. No podías faltar a tu promesa.

—¡Chist, Dorry! No tan alto. ¿Puedes salir por la ventana?

—No. Estoy encadenado a la pared.

—No llores, Dorry. Te oirán.

—No lloro. —Dorian se hundió los dedos en la boca para apagar el ruido de sus sollozos.

La cabeza de su hermano apareció en la abertura.

—¡Aquí! El niño se tragó el último sollozo y alargó las dos manos a través de la tronera. Dame la mano.

Tom forcejeó por atravesar aquella diminuta abertura, pero al fin se echó atrás.

—No se puede, Dorry. —La cara de su hermano estaba a treinta centímetros escasos de la suya—. Tendremos que regresar por ti.

—Por favor, no me dejes aquí —suplicó él.

—El Serafín está esperando frente a la costa. Padre, Gran Daniel, Aboli y yo, todos estamos aquí. Pronto volveremos por ti.

—No hagas tanto ruido, Dorry. Te juro que volveremos.

—¡Tom! ¡No me dejes solo!

—¡Suelta Dorry! ¡Vas a hacerme caer!

Entonces se oyó un grito en las almenas, por sobre ellos, y una voz preguntó en árabe:

—¿Quién es? ¿Quién anda allí abajo?

—¡Los guardias, Dorry! ¡Suéltame!

De pronto, el brazo de su hermano escapó de entre sus dedos; al mismo tiempo se oyó el rugir de un mosquete por encima de ellos, muy cerca. Supo que su hermano estaba herido y que su cuerpo se deslizaba hacia abajo, a lo largo de la muralla; luego, con un golpe sordo y horrible, lo oyó golpear el suelo.

—¡Oh, no! ¡Por favor, no, Dios mío! —exclamó el niño.

Trató de pasar la cabeza por la tronera, para ver si habían matado a su hermano, pero lo retuvo la cadena.

En lo alto de la muralla resonó un coro de gritos y una salvaje descarga de mosquete. La confusión se esparció rápidamente por toda la guarnición. Pocos minutos después oyó voces árabes al pie del muro, bajo su ventana.

—Aquí no hay nadie —gritó alguien hacia los guardias de las almenas.

—¡Sé que le acerté! —gritó el guardia desde arriba—. ¡Tiene que estar allí!

—No, aquí no hay nadie… pero veo las huellas donde cayó.

—Debe de haber escapado hacia el bosque.

—¿Quién era?

—Un franco. Vi su cara muy blanca a la luz de la Luna.

Las veces se alejaron por el bosque. Luego Dorian oyó más gritos, más disparos, el barullo de los hombres que avanzaban torpemente entre los árboles. Gradualmente los ruidos se perdieron a la distancia.

Dorian pasó el resto de esa noche de pie junto a la tronera, aguardando, con el oído atento. Pero las últimas chispas de esperanza se fueron apagando poco a poco. Cuando el alba gris iluminó por fin la bahía y el océano, el Serafín ya no estaba a la vista. Sólo entonces se arrastró hasta su vellón de oveja y escondió la cara en la almohada de seda, para sofocar los sollozos y enjugar las lágrimas.

***

A mediodía vinieron por él. Las dos mujeres encargadas de cuidarlo lloraban y gemían ante la perspectiva de perder a su pupilo. El carcelero, tras quitarle los grillos, le dijo con voz gruñona:

—Ve con Dios, monito. Ya no habrá nadie que nos haga reír.

Ben Abram lo llevó ante Al Auf, que lo esperaba con las manos furiosamente plantadas en las caderas y la barba erizada de cólera.

—¿Qué perros francos eran esos que anduvieron husmeando anoche tu perrera, cachorro? —interpeló.

—No sé nada de eso. —Aunque aún se sentía desolado y lacrimoso, Dorian presentó una actitud desafiante—. Estaba durmiendo y no oí nada. Quizás el diablo te envió un mal sueño.

Jamás traicionaría a Tom.

Ya no tengo por qué aceptar tus impertinencias. —Al Auf se acercó—. ¡Respóndeme, simiente de Satanás! ¿Quién estuvo en la ventana de tu celda? Los guardias te oyeron hablar con el intruso.

Dorian lo miró fijamente, en silencio, pero estaba juntando saliva bajo la lengua.

—¡Estoy esperando! —advirtió el corsario, acercando amenazadoramente la cara.

—No esperes más. —Y el niño le escupió a la cara.

El pirata retrocedió, estupefacto. Luego, desfigurado por una ira terrible, sacó la daga del cinturón.

—No volverás a hacer eso —juró—. ¡Te voy a arrancar ese corazón de infiel!

En el momento en que iba a descargar el golpe, Ben Abram se adelantó de un salto. Pese a sus años, era rápido y ágil. Trabó ambas manos en la muñeca armada de Al Auf y, aunque no tenía fuerzas para impedir el movimiento, logró desviarlo del pecho de Dorian. La punta centelleante quedó enganchada en la manga de la túnica y abrió una desgarradura en la tela blanca.

Al Auf se tambaleó hacia atrás, desequilibrado por el sorpresivo ataque. Luego, casi despectivamente, arrojó al anciano al suelo.

—Pagarás por esto, viejo tonto. —Y pasó por encima de él.

—Señor, no le hagas daño. Piensa en la profecía y en el oro —suplicó Ben Abram, asiéndolo por el ruedo del albornoz.

El corsario vaciló. La advertencia lo había tocado.

—Perderías un lakh de rupias —insistió el médico—. Y si lo matas, la maldición de San Taimtaim caerá sobre tu cabeza.

Al Auf dudaba, pero aún le temblaba la mano del puñal y se le contraían los labios. Miró a Dorian con tanto odio que, por fin, el niño perdió el coraje y se apretó contra el muro.

—¡La saliva de un infiel! ¡Es peor que la sangre del cerdo!

—¡Me ha envilecido!

Tratando de avivar su furia debilitada, el pirata avanzó otra vez, pero lo detuvo en seco una voz perentoria desde el otro lado de la sala.

—¡Detente! ¡Baja ese puñal! ¿Qué locura es ésta?

El príncipe Al Malik llenaba la entrada con su estatura. Convocado por los gritos y el alboroto, venía desde el dormitorio de atrás. Al Auf dejó caer la daga y se postró en las lajas.

—Perdona, noble príncipe —balbuceó—. Por un momento Shaitan me robó la cordura.

—Debería hacerte visitar tu propio campo de ejecuciones —manifestó Al Malik, fríamente.

—Soy poco ante tus ojos —gimoteó Al Auf.

—Ese niño ya no te pertenece. Es de mi propiedad.

—Pagaré por mi estupidez como tú lo desees, pero no vuelvas hacia mí el rostro de la ira, gran príncipe.

Al Malik no se dignó contestar. Miraba a Ben Abram.

—Lleva inmediatamente al niño hasta la laguna y hazlo embarcar en mi dhow. El capitán lo espera. Yo iré luego. Zarparemos esta misma noche, con la pleamar.

Dos de sus hombres escoltaron a Dorian hasta la laguna. Ben Abram iba a su lado, llevándolo de la mano. El niño estaba pálido y apretaba los dientes en un esfuerzo por mostrarse valiente. No hablaron hasta llegar a la playa, donde esperaba el esquife del dhow real para llevarlo al navío anclado.

Entonces Dorian suplicó:

—Ven conmigo, por favor.

—No puedo. El anciano meneó la cabeza.

—Sólo hasta el dhow, siquiera. Por favor. Eres el único amigo que me queda en el mundo entero.

—Muy bien, pero será sólo hasta el dhow.

Ben Abram se acomodó en el bote, a su lado, y Dorian se arrimó a él.

—¿Qué será ahora de mí? —preguntó en un susurro.

El anciano respondió suavemente:

—Lo que quiera la voluntad de Dios, mi Cachorro de León.

—¿Me harán daño? ¿Me venderán a alguna otra persona?

—El príncipe te conservará siempre a su lado lo tranquilizó el médico.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? Dorian le apoyó la cabeza en un brazo.

—Por la profecía de San Taimtaim. Jamás te dejará ir. Eres demasiado valioso.

—¿Qué profecía es ésa? —Dorian se incorporó otra vez para mirarlo a la cara—. Todo el mundo habla de esa profecía, pero nadie me explica qué dice.

—No ha llegado el momento de que lo sepas. Ben Abram le hizo bajar la cabeza otra vez. Algún día lo comprenderás todo.

—¿No puedes decírmelo ahora?

—Podría ser peligroso que lo supieras. Debes tener paciencia, pequeño.

El esquife golpeó contra el flanco del dhow, donde los hombres esperaban a Dorian.

—No quiero ir —dijo el niño, aferrándose de Ben Abram.

—Es la voluntad de Dios.

Con suavidad, el anciano se desprendió de sus dedos. Los marineros lo alzaron hasta la cubierta.

—Quédate conmigo un rato más, por favor —imploró Dorian, mirando hacia el bote.

Ben Abram no pudo rehusarse.

—Me quedaré contigo hasta que zarpéis —cedió.

Y siguió al niño hasta el pequeño camarote que le habían asignado. Sentándose a su lado en el colchón, hundió la mano en la bolsa colgada de su cinturón.

—Bebe esto. Le ofrecía una pequeña redoma de vidrio verde.

—¿Qué es eso?

—Aliviará el dolor de nuestra separación y te hará dormir.

Dorian bebió el contenido de la redoma.

—Sabe horrible —dijo, haciendo una mueca.

—¿Como meada de rata? —Ben Abram sonrió.

Dorian estalló en una risa que se parecía a un sollozó y lo abrazó.

—Ahora acuéstate.

El anciano empujó a Dorian hacia el colchón. Por un rato conversaron en voz baja, hasta que los párpados del chico empezaron a cerrarse. No había dormido un momento durante toda la noche anterior; el cansancio y la droga lo sometieron pronto.

Ben Abram le acarició la cabeza por última vez.

—Que Dios te acompañe, hijo mío —murmuró antes de levantarse para salir a cubierta.

***

Lo que despertó a Dorian fue el golpe de los pasos por sobre su cabeza y el movimiento del casco en el agua, al zarpar el dhow. Buscó a Ben Abram con la mirada, pero se había ido. En cambio había una mujer desconocida, sentada en cuclillas junto a su colchón. La túnica y el velo negros le daban el aspecto de un buitre posado.

Dorian se levantó, aturdido, y caminó tambaleándose hasta el pequeño ojo de buey. Afuera estaba oscuro y las estrellas bailaban sobre las aguas de la laguna. Lo revivió el dulce aire nocturno contra la cara, despejándole un poco la mente. Quiso subir a cubierta, pero cuando se volvió hacia la entrada la mujer le bloqueó el camino.

—No debes salir de aquí mientras el príncipe no te llame.

El chico discutió con ella por un rato, pero al fin, abandonando ese inútil esfuerzo, volvió al ojo de buey. Las murallas del fuerte pasaban deslizándose, muy blancas a la luz de la luna, en tanto el dhow abandonaba la laguna para avanzar por el canal. Luego sintió que la cubierta se sacudía bajo sus pies, alcanzada por la primera ola fuerte del océano. Un viraje hacia el oeste le ocultó la vista de la isla bajo la Luna. Entonces bajó de un salto para arrojarse en el colchón.

La mujer velada fue a cerrar el pesado postigo del ojo de buey. En ese momento el vigía de cubierta gritó, tan bruscamente que el chico dio un respingo:

—¿Qué barco sois?

—Pesqueros con la pesca de la noche fue la respuesta.

Sonó débil, cuasi inaudible por la distancia y el postigo cerrado, pero el corazón de Dorian dio un brinco contra las costillas y echó a galopar, lleno de entusiasmo.

—¡Padre! —exclamó.

Aunque la voz había hablado en árabe, la reconoció inmediatamente. Se lanzó hacia la ventana, pero la mujer lo sujetó.

—¡Padre! —aulló, mientras luchaba con ella.

Pero la mujer era corpulenta, de pechos grandes y vientre blando. Y tenía fuerza, pese a su obesidad. Lo sujetó por el pecho y lo arrojó nuevamente al colchón.

—¡Suéltame! —chilló él, en inglés. ¡Ése era mi padre! Déjame ir a él.

La mujer lo inmovilizó con todo su peso, gruñendo:

—No puedes abandonar el camarote. Son órdenes del príncipe.

Dorian forcejeó con ella, pero luego quedó petrificado. Desde afuera en medio de la noche, su padre hablaba otra vez.

—¿Qué barco sois vosotros? Su voz se hacía más débil. El dhow debía de estar alejándose rápidamente.

—La nave del príncipe Abd Muhammad Al Malik anunció el vigía, con voz potente y clara.

—¡Que Alá os acompañe! La de su padre estaba tan lejos que llegó a los oídos de Dorian como un susurro.

—¡Padre! —chilló con todas sus fuerzas. Pero el peso de la mujer sobre su pecho lo sofocaba. ¡No os vayáis! ¡Soy yo! ¡Dorry!— gritó con desesperación, sabiendo que el reclamo ahogado jamás podría llegar desde el camarote cerrado hasta los oídos de su padre.

Con un corcovo súbito, logró desplazar a la mujer y se escurrió fuera del colchón. Antes de que ella hubiera podido incorporar su mole, el chico ya estaba en la puerta del camarote. Luchó con la cerradura, en tanto ella avanzaba pesadamente. Apenas logró abrir la puerta antes de que los dedos de la mujer se engancharan en el cuello de su túnica. Dorian se arrojó hacia adelante con tal fuerza que el algodón se desgarró, dejándolo libre.

Salió disparado por el pasillo, seguido por la mujer, que gritaba de viva voz.

—¡Detenedlo! ¡Atrapad al infiel!

Un marinero árabe esperaba a Dorian al tope de la escalera para bloquearle el paso con los brazos extendidos, pero el chico se dejó caer a cubierta y, veloz como un hurón, se le escurrió entre las piernas. Luego cruzó la cubierta a toda carrera, hacia popa.

La silueta oscura de la falúa del Serafín cruzaba las aguas oleosas de la estela dejada por el dhow, alejándose rápidamente hacia la isla; los remos giraban en círculos, chorreando fosforescencia. A popa se veía una silueta alta. Dorian comprendió que era su padre.

—¡No me dejéis! —su voz sonó pequeña en la noche.

Subió de un brinco a la barandilla de popa, preparándose para zambullirse en las aguas oscuras, pero una mano fuerte se cerró sobre su tobillo y lo bajó de allí. En pocos segundos se vio cubierto por el peso de cinco o seis tripulantes árabes, que lo llevaron a su camarote, pese a sus pataleos, mordiscos y rasguños.

—Si hubieras saltado al mar, me habrían arrojado detrás de ti, para que me comieran los peces —se quejó amargamente la gorda—. ¿Cómo puedes ser tan cruel?

Bufando, agitada, mandó pedir al capitán que apostara a dos hombres ante la puerta del camarote; luego se aseguró de que el postigo del ojo de buey y la puerta estuvieran bien cerrados, a fin de evitar otro intento de fuga. Dorian estaba tan afligido y exhausto que, cuando al fin se durmió, fue como si aún estuviera drogado.

Cuando ella lo despertó era casi mediodía.

—El príncipe te manda llamar —le dijo—. Y si vas sucio y maloliente como una cabra, se enojará con la vieja Tahi.

Una vez más, él se dejó bañar, peinar y acicalar con aceites perfumados. Luego lo condujeron al pabellón de proa.

Un dosel de lona sombreaba la zona, protegiéndola del abrasador sol tropical, que estaba casi en el cenit, pero los flancos de esa especie de tienda estaban levantados para permitir el paso de los frescos vientos monzónicos. En la cubierta se habían tendido alfombras de seda. El príncipe ocupaba una pequeña plataforma, reclinado en un lecho de almohadones; cuatro miembros de su cortejo personal lo acompañaban, sentados a la manera oriental por debajo de él. Cuando Dorian entró estaban inmersos en una profunda discusión, pero Al Malik los acalló con un gesto.

Tahi se prosternó en la cubierta; como Dorian se negara a seguir su ejemplo, le tironeó del tobillo.

—¡Muestra tu respeto al príncipe! —le siseó—. De lo contrario te hará fustigar.

Dorian, decidido a desobedecer, apretó los dientes y levantó los ojos hacia la cara del príncipe. Bastaron unos pocos segundos para que bajara la vista. De algún modo le era imposible desafiar a esa majestuosa persona. Entonces se prosternó, susurrando:

—¡Salaam aliekum, señor!

Al Malik mantuvo su expresión severa, aunque los ojos se le arrugaron con pequeñas líneas de risa.

—La paz sea contigo también, al Ahmara. Le indicó por un gesto que se acercara. Luego señaló un almohadón por debajo de su estrado, a la derecha. Siéntate allí, donde yo pueda impedirte saltar por la borda la próxima vez que te ataque la cafard, la locura.

Dorian obedeció sin protestar, con lo cual los hombres pudieron ignorarlo y continuar con sus discusiones. Por un rato el chico intentó seguir la conversación, pero hablaban rápidamente y de una manera formal que ponía a prueba su conocimiento del idioma. Sus frases se cargaban de nombres de personas y lugares que él no conocía. Sólo uno pudo identificar: Lamu. Tratando de orientarse, conjuró en su mente las cartas de la Costa de la Fiebre que Ned Tyler le había obligado a estudiar durante sus lecciones de navegación.

Lamu estaba varios cientos de leguas al norte de Zanzíbar. Era una isla más pequeña y, por lo que él recordaba haber visto en el libro de bitácora de su padre, funcionaba como puerto importante y centro de gobierno del imperio de Omán.

Por la dirección del viento y la inclinación del Sol, dedujo que el dhow llevaba aproximadamente rumbo noroeste; eso indicaba que probablemente se dirigían a Lamu. Preguntándose qué destino le aguardaría allí, estiró el cuello para mirar por sobre la popa.

—En el horizonte, hacia atrás, no quedaban rastros de Flor de la Mar. Durante la noche debían de haberla dejado muy atrás, cortando todo contacto con el Serafín, su padre y Tom. La idea le provocó otra vez esa enervante desesperación, pero decidió no capitular. Hizo otro esfuerzo por seguir el diálogo entre el príncipe y sus seguidores. "Padre querrá que recuerde todo lo que hayan dicho. Podría ser muy valioso para sus planes", se dijo.

Pero en ese momento el mullah se levantó para ir hacia proa. Desde allí inició la convocatoria a la oración, con voz aguda y trémula. El príncipe y sus hombres interrumpieron la discusión a fin de prepararse para las oraciones de mediodía. Los esclavos les trajeron aguamaniles para lavarse.

En la popa, el timonel apuntó hacia el norte, indicando la dirección de la ciudad sagrada de La Meca, y todos los tripulantes que no fueran imprescindibles para el manejo del dhow se volvieron hacia allí.

Al unísono, siguiendo los gritos quejumbrosos del santón, ejecutaron el rito de ponerse de pie, arrodillarse y prosternarse en cubierta, sometiéndose a la voluntad de Alá, a quien ofrecieron sus devociones.

Por primera vez Dorian se veía envuelto en una devoción tan efervescente. Aunque permanecía aparte se sintió extrañamente conmovido por su potencia. Nunca había sentido nada igual durante los oficios semanales en la capilla de High Weald; siguió esos cánticos y esas exaltaciones con mayor interés del que le había provocado nunca el clérigo de su zona.

Levantó la vista al cielo, al vasto cuenco azul del cielo africano, lleno de nubes que marchaban delante de los vientos monzónicos. Abrumado por el respeto religioso, creyó ver en los remolinos de plata la barba de Dios, sus terribles facciones sugeridas en las formas y los contornos de esos nubarrones.

El príncipe Abd Muhammad Al Malik se levantó, muy erguido en el pequeño estrado; mirando siempre hacia la ciudad santa, cruzó las manos sobre el pecho en la expresión final de su devoción. Al contemplar su rostro barbado, Dorian pensó que tal vez ése era el aspecto de Dios: noble, aterrorizante, pero también benigno.

El dhow volaba delante del monzón, con la enorme vela latina bien tensa y dura como una cantimplora. El único botalón estaba hecho con trozos encastrados de una madera tropical, oscura y pesada, casi tan gruesa como la cintura de un hombre; en total era más largo que el mismo dhow. El amantillo mayor sostenía todo su peso en lo alto del corto palo. Cuando el dhow se mecía en las olas, la sombra del botalón iba y venía por la cubierta, sombreando por un momento la regia silueta del príncipe, para dejar luego que la potente luz del sol tropical cayera a torrentes sobre él. El hombre se mantenía erguido en toda su estatura bajo ese madero bamboleante. El timonel árabe, distraído, permitió que la proa del barco ciñera demasiado contra el viento. La vela se sacudió, chirriando ominosamente.

Ned Tyler había enseñado a Dorian que la vela latina era notoriamente caprichosa e inestable ante un viento fuerte; el chico percibió el malestar que provocaba en la nave el torpe manejo al que se la sometía.

Por el rabillo del ojo detectó un súbito cambio en la sombra que la vela arrojaba sobre cubierta, debajo del estrado. Levantó la mirada hacia el cordaje: el amantillo principal empezaba a destrenzarse, justo por debajo del pesado aparejo de madera. La soga se desarmaba como un nido de serpientes en cópula, en tanto las hebras iban cediendo, una tras otra. Por algunos preciosos segundos, el horror impidió que Dorian se moviera o gritara una advertencia. Había visto bajar y apartar el botalón para iniciar una bordada; por eso comprendía lo vital que era el amantillo principal para la vela latina.

Comenzó a levantarse, siempre con la vista fija en el palo único, pero en ese momento la última hebra del cabo se partió con el ruido de un pistoletazo. El botalón, con un rugido de lonas, lanzó desde arriba su media tonelada de fuerte madera, girando hacia la cubierta como el hacha de un verdugo. El príncipe, ajeno a todo lo que no fuera su devoción religiosa, estaba directamente debajo del botalón precipitado. Dorian se arrojó hacia adelante, clavando los hombros contra la cara posterior de sus rodillas. Pilló al príncipe completamente desprevenido, inclinado en la dirección opuesta para contrarrestar el movimiento de la nave, y lo arrojó de bruces a la cubierta, fuera del estrado. Las alfombras y los almohadones quebraron su caída. El pequeño cuerpo del niño aterrizó sobre él.

Detrás de ellos, el botalón atravesó el techo del castillo, reduciéndolo a un montón de tablas quebradas y astillas desprendidas. El gran madero se partió en el encastre y el extrerno voló hacia abajo, cobrando velocidad. Se estrelló contra la pequeña plataforma que momentos antes ocupaba el príncipe, atravesando los macarrones de la proa y la mayor parte de las planchas que constituían la cubierta.

La única vela latina, desinflada, tapó la cubierta de proa, sofocando bajo un sudario de rígida lona a los hombres allí tendidos. Al quedar liberado de la presión de la vela, el dhow alteró drásticamente su movimiento. La proa viró hacia el viento, iniciando un giro cruel entre las olas del monzón.

Por largos segundos reinó el silencio a bordo, exceptuando el estruendo de los aparejos y los cabos sueltos. Luego se oyó un coro de gritos sobresaltados y aullidos de hombres heridos. Dos marineros, aplastados en la cubierta de popa, habían muerto instantáneamente; otros tres estaban terriblemente mutilados, con los miembros destrozados. Sus gritos sonaban patéticamente débiles en el viento.

Bajo las estentóreas órdenes del capitán, los marineros indemnes corrieron hacia proa, para cortar a hachazos la maraña de cuerdas y lona que cubría a los hombres.

—¡Buscad al príncipe! —chilló el capitán, temiendo por su propia vida si su amo estuviera herido o (Alá no lo permitiera) si hubiera muerto bajo el enorme peso del botalón.

En pocos minutos desgarraron los pliegues de la vela y, entre exclamaciones de alivio y agradecimiento a Dios, lo sacaron de entre las ruinas.

El príncipe, erguido y altanero en medio del pandemónium, inspeccionó los restos de su plataforma, ignorando embelesadas exclamaciones de gratitud por su salvación. El botalón había atravesado hasta la gruesa alfombrilla en la que él había estado de pie. El mullah corrió a su lado.

—Estás indemne, gracias sean dadas a Alá. Él extendió sus alas sobre ti, puesto que eres el Bienamado del Profeta.

Al Malik le apartó las manos, preguntando:

—¿Dónde está el niño?

La pregunta provocó otra frenética búsqueda bajo las montañas de lona. Por fin sacaron a Dorian a tirones y lo pusieron de pie frente al príncipe.

—¿Estás herido, pequeño?

Dorian encendió una gran sonrisa de placer ante la devastación que los rodeaba. Era la primera vez que se divertía tanto desde que no estaba con Tom.

—Estoy bien, señor. En el entusiasmo del momento había vuelto a hablar en inglés. Pero vuestro barco está bastante arruinado.

***

Tom sabía que era menester mantener ocupados a los hombres en los días y las semanas que deberían pasar esperando el regreso de Anderson desde Ceilán. Los marineros ociosos pronto hallan diabluras con las que entretenerse; así se convierten en un peligro para sí mismos y para sus compañeros.

También sabía que, para su propia paz mental, debía consolarse con el trabajo. De otro modo pasaría esos largos días tropicales angustiándose por el destino de Dorian y las terribles heridas de su padre, cuyo estado de salud se deterioraba lentamente. Tom se sentía desgarrado entre dos obligaciones en conflicto. Sabía que, en cuanto su padre estuviera en condiciones de viajar, sería preciso tratar de llevarlo al apacible y seguro hogar de High Weald, donde estaría atendido por sirvientes leales y contaría con cirujanos ingleses para que le devolvieran la salud. Por otra parte para eso debía abandonar a Dorian a su suerte de esclavo en un mundo extraño. La fuerza irresistible del juramento que hiciera a su hermano lo impulsaba hacia esa costa horrible que era el África.

Recurrió a Aboli para que lo ayudara a resolver su dilema.

—Si mi padre me permitiera tomar el mando del Minotauro y me diera una pequeña tripulación de hombres confiables, tú y yo podríamos ir por Dorian. Sé dónde comenzar a buscarlo: ¡En Lamu!

—¿Y qué sería de tu padre, Klebe? ¿Estás dispuesto a abandonarlo cuando más te necesita? ¿Qué pensarás cuando, estando por allá lejos —Aboli señalaba hacia el horizonte del oeste, tras el cual se extendía el continente misterioso—, te llegue la noticia de que tu padre ha muerto y de que tu presencia podría haberlo salvado?

—¡No lo menciones siquiera, Aboli! —Tom parecía echar chispas; luego se ablandó, con un suspiro de incertidumbre—. Cuando el capitán Anderson regrese con el Yeoman, tal vez mi padre esté ya en condiciones de hacer el viaje a la patria sin nosotros. Esperaré hasta entonces para decidir, pero mientras tanto debemos preparar el Minotauro para cualquier exigencia que debamos imponerle.

Pese al trabajo que ya se le había hecho, el barco aún mostraba los efectos de su estancia en manos de Al Auf; además, ambos sabían que debía de tener el casco infestado de teredos, la maldición de las aguas tropicales. Ese mismo día Tom ordenó que se lo carenara. Como era la primera vez que lo hacía, comprendió que debía apoyarse en la experiencia de Ned Tyler y Alf Wilson. Retiraron toda la carga y el equipo pesado, incluidos los cañones y los toneles de agua. Todo eso fue trasladado a la playa y almacenado en el palmar, bajo cobertizos de paja; los cañones se dispusieron de modo de proteger el campamento. Luego se aprovechó la alta pleamar de primavera para poner el barco paralelo a la playa.

Se pasaron cabos por los pesados aparejos que coronaban los tres palos y se los ató a las palmeras más grandes y fuertes. Luego, con tres brazas de agua bajo el casco, se lo tendió sobre el flanco. Veinte hombres operaban cada uno de los cabrestantes; los demás jalaban de los cabos desde tierra, todos entonando el ritmo. Gradualmente el barco se fue inclinando profundamente hacia estribor, dejando al descubierto los maderos del costado opuesto, hasta que corrió el peligro de dar una vuelta de campana. Pero por entonces la marea estaba en su punto más bajo, por lo que el Minotauro se posó en la arena con todo el lado de babor expuesto: Antes de que el agua se retirara del todo, Tom y Ned Tyler inspeccionaron su fondo.

El barco llevaba casi cuatro años en esas aguas; tenía las planchas llenas de algas y percebes. Aunque eso afectaba su velocidad y su capacidad de maniobra, no era una amenaza para su existencia. No obstante, al raspar las algas encontraron lo que más temían: los teredos habían abierto sus agujeros por doquiera, bajo la línea de flotación. Tom hundió todo el índice en una de esas madrigueras y sintió que el gusano se retorcía al contacto con la punta de su dedo. En algunos lugares los hoyos estaban tan próximos que la madera parecía un queso suizo.

Los carpinteros tenían marmitas de brea hirviendo sobre fogatas encendidas en la playa. Ned vertió en uno de los agujeros un cazo borboteante. El repugnante parásito salió retorciéndose en los estertores de muerte. Era grueso como un dedo. Cuando Tom lo alzó por la cabeza, con el brazo bien estirado hacia arriba, el rojo cuerpo serpentino quedó colgando hasta la altura de sus rodillas.

—Con esta tripulación asquerosa esta vieja señora jamás habría podido llegar a casa —comentó Ned. En el primer vendaval se le habría quebrado el casco.

Tom, con expresión de disgusto, arrojó el gusano hervido muy dentro de la laguna, donde un cardumen de pequeños peces plateado lo devoraron batiendo el agua.

Los carpinteros y sus ayudantes se acercaron vadeando para ayudarlos a liberar el casco de esos parásitos, el trabajo continuó hasta que se invirtió la marea y el agua, al ascender, los obligó a salir a la playa. Trabajaron durante cinco bajamares sucesivas: rasparon las algas y los moluscos, retiraron los gusanos con calor y taponaron los agujeros con brea y estopa. Retiraron las planchas que no se podían recuperar y las reemplazaron con tablas nuevas y relucientes. Una vez limpio el fondo, lo pintaron con una gruesa capa de brea; después de recubrirlo con una mezcla de brea y cebo, añadieron otras dos manos de alquitrán. Sólo entonces Ned y Tom quedaron satisfechos.

Con la siguiente pleamar pusieron a flote al Minotauro.

Una vez que hubieron invertido su posición, lo llevaron nuevamente al mismo sitio de la playa para repetir todo el proceso, pero esta vez por el lado de estribor.

Cuando al fin el barco estuvo nuevamente en su fondeadero de la laguna se arriaron las vergas y se las examinó cuidadosamente, a fin de reparar cualquier punto débil antes de izarlas otra vez. A continuación se inspeccionaron minuciosamente todas las jarcias y las escolas; la mayor parte fue reemplazada con manila nueva de la mejor calidad, tomada de las provisiones del Serafín. Las viejas velas negras estaban en jirones, casi todas toscamente remendadas por los hombres de Al Auf.

—Las reemplazaremos a todas —decidió Tom. Y encomendó a Ned revolver los armarios del Serafín. Los veleros, sentados en cuclillas en la cubierta, prepararon velas nuevas y alteraron las velas de reserva del Serafín, a fin de que se adecuaran a los palos y las vergas del Minotauro.

Las cubiertas inferiores se encontraban en el mismo estado de degradación que las jarcias: pululaban parásitos y ratas; hedían como un montón de estiércol. Ned preparó una temible mezcla de pólvora, azufre y vitriolo, que se distribuyó en potes por las cubiertas inferiores; luego se les prendió fuego. Cuando los potes empezaron a manar su humo tóxico, todos corrieron afuera, en busca de aire fresco. Luego cerraron todas las portillas, dejando que los vapores se infiltraran en todos los rincones del casco.

En pocos minutos las ratas comenzaron a abandonar el barco, escurriéndose por el escobén y por cualquier grieta de las cañoneras. Algunas tenían el tamaño de un conejo. Mientras los animales nadaban frenéticamente hacia la playa, los marineros se divirtieron mucho disparándoles con pistolas o mosquetes y apostando sobre los resultados.

Una vez atendidos el casco y los cordajes, Tom dirigió su atención a la pintura, que estaba descolorida y descascarada. Armaron andamios contra los flancos para lijar por equipos; luego se le aplicaron tres manos de reluciente pintura blanca hasta la línea de flotación. En un arranque de celo artístico, Tom le hizo ribetear las cañoneras con un alegre azul celeste; se repuso el sobredorado del mascarón de proa y las tallas del castillo de popa. Tras seis semanas de incesante trabajo, el Minotauro parecía recién salido del astillero.

Hal Courtney, que lo observaba por las ventanas de popa desde su lecho de enfermo, sonrió débilmente con aprobación.

—Cielo Santo, está tan bonita como una novia en el día de su boda. Bien hecho, hijo mío. Has añadido cinco mil libras a su precio.

Las palabras paternas dieron a Tom el valor necesario para presentar su solicitud. En silencio, Hal le escuchó pedir el Minotauro y un mando independiente. Luego sacudió la cabeza.

—Ya he perdido a un hijo —objetó suavemente—. No estoy dispuesto a perder otro, Tom.

—Pero, padre, es un juramento solemne que hice a Dorry.

Por los ojos de Hal pasaron sombras de un dolor terrible, peor que cuantos había soportado durante la amputación.

—Lo sé, Tom, lo sé —susurró—. Pero no puedo darte el Minotauro porque no es mío; pertenece a la Compañía. Eso tampoco me detendría, si creyera que así podemos ayudar a tu hermano. Pero no puedo darte el barco y permitir que vayas aun peligro terrible sin una tripulación completa para que te ayude.

Tom abrió la boca para seguir discutiendo, pero su padre le puso una mano en el brazo.

—Escucha, hijo. —Su voz sonaba ronca; la mano pálida y huesuda parecía liviana como el ala de un pájaro—. No puedo permitir que vayas solo. Ese Al Malik es hombre poderoso. Tiene bajo su mando ejércitos enteros y cientos de naves. Por ti solo no podrías imponerte a alguien así.

—Padre… —interrumpió Tom nuevamente.

Pero su padre lo acalló.

—Escúchame hasta el fin. Debemos terminar juntos este viaje. Tengo un deber para con mi Rey y para con los hombres que depositaron su confianza en mí. Cuando hayamos cumplido te haré ingresar en la orden. Serás un Caballero Templario de la Orden de San Jorge y el Santo Grial, con todo el poder que eso otorga. Podrás requerir la asistencia de otros caballeros hermanos, hombres como lord Childs y lord Hyde.

—Eso requerirá un año —exclamó Tom, físicamente dolorido ante la perspectiva—. No, podrían ser dos o tres.

—Nada ganaremos lanzándonos sin la debida preparación contra un aristócrata poderoso, noble de un país lejano en el que no tenemos aliados ni influencia.

—¡Años! —repitió Tom—. ¿Y qué será de Dorry, mientras tanto?

—Por entonces ya estaré repuesto de estas heridas. Hal bajó la vista a sus piernas, patéticamente truncadas. Nos haremos juntos a la mar para ir en busca de Dorian: tú y yo, con una flota de fuertes barcos, tripulados por buenos combatientes. Créeme, Tom: es lo mejor para Dorian y para nosotros.

El joven lo miró con espanto. Desde la amputación Hal Courtney se había convertido en un anciano frágil, de barba encanecida y cuerpo baldado. ¿Creía en verdad que le sería posible volver a comandar una escuadra, librar otra batalla? Era un sueño imposible. Tom contuvo las lágrimas.

—Confía en mí, hijo —murmuró Hal—. Te doy mi palabra. ¿Me das la tuya?

—Muy bien, padre. —Tom tuvo que reunir todo su valor para hacer el juramento, pero no podía desobedecer a su propio padre—. Te doy mi palabra.

—Gracias, Tom.

La mano cayó de su brazo y Hal dejó caer el mentón contra el pecho. Sus ojos se cerraron; su respiración se hizo casi inaudible. Con una llamarada de horror, el joven creyó haberlo perdido. Luego vio el suave subir y bajar del pecho consumido.

Se levantó para caminar hacia la puerta, pisando con cuidado para no perturbar el sueño de su padre.

***

El monzón amainó. Pasaron meses enteros en el torpor de la gran calma entre una estación y otra. Luego las palmeras agitaron sus frondas y las nubes volvieron sobre sus pasos, marchando en dirección opuesta.

—Estos dos vientos poderosos son la gran maravilla de todos los océanos de las Indias —dijo Alf Wilson a Tom.

Ambos estaban sentados en la cubierta de proa. Hablaban en árabe, pues Hal aún exigía que su hijo practicara ese idioma todos los días; le haría mucha falta durante la búsqueda de su hermano.

—Desde noviembre hasta abril soplan desde el nordeste; los árabes los llaman "kaskazi" —prosiguió Alf. Entre abril y noviembre vuelven sobre sí mismos y soplan desde el sudeste. Entonces los árabes los llaman "kusi".

Fue el kusi el que trajo al capitán Edward Anderson a Flor de la Mar, en la clara aurora de otro día ventoso. Mientras las tripulaciones de los otros barcos manejaban las velas y se alineaban contra las barandillas para saludar al Yeoman of York, Anderson recorrió el paso por el coral y arrojó el ancla junto al Serafín. El barco apenas había tenido tiempo de estirar el cable cuando Tom mandó la falúa en busca de Anderson, para que viera a su padre.

El rubicundo capitán trepó por la escalerilla con aspecto de estar muy satisfecho de sí y de sus logros, pero sus primeras palabras fueron para interesarse por la salud de Hal Courtney.

—Mi padre está muy recuperado de sus heridas —mintió Tom, con buenas intenciones—. Os agradezco la preocupación, capitán Anderson.

Lo condujo hacia el camarote de popa. Tom se había encargado de que hubiera en la litera sábanas limpias y recién planchadas, de que recortaran y peinaran el pelo a su padre. El enfermo estaba incorporado contra almohadones; parecía más sano de lo que en verdad estaba.

—Doy gracias a Dios por veros tan bien, sir Henry —lo saludó Anderson, ocupando la silla que Hal le indicaba.

Tom les sirvió sendas copas de Madeira.

—¿Queréis que os deje solo con el capitán, padre? —preguntó, al entregar a Hal la copa de pie tallado.

—No, por supuesto —respondió apresuradamente su padre. Luego, a Anderson—: Mi hijo ha tomado el mando mientras dure mi indisposición.

Tom lo miró fijamente. Era la primera vez que se mencionaba su ascenso. No obstante, Anderson no demostró ninguna sorpresa.

—El muchacho os honra, sir Henry.

—Pero no hablemos más de nuestras hechuras aquí, en la isla. —Hal trató de incorporarse un poco, pero hizo una mueca de dolor y cayó contra las almohadas. Estoy deseando saber qué habéis logrado desde que nos separamos.

—Todas mis noticias son buenas. —Anderson no se mostraba tímido ni reticente—. El viaje a Ceilán se cumplió sin ningún inconveniente. Sólo perdimos una docena de cautivos. Van Groote, el gobernador holandés de Colombo, me recibió cortésmente y se mostró muy deseoso de comerciar. Al parecer, nuestra llegada se produjo en un momento muy propicio, pues una reciente epidemia de viruelas en sus barracas había reducido drásticamente su población de esclavos. Afortunadamente, yo había sido informado de esto y pude acordar con él un precio muy satisfactorio.

—¿Cuánto?

—Treinta y siete libras por cabeza —respondió Anderson, ufano.

—Mis felicitaciones, capitán. —Hal le estrechó la mano—. Es considerablemente más de lo que esperábamos.

—Pero las buenas noticias no terminan allí. —El otro rió entre dientes—. Por la plaga de viruelas y las depredaciones de Al Auf en estos océanos, a van Groote le había sido imposible embarcar gran parte de las dos últimas cosechas de canela. Tenía los depósitos llenos a reventar. Anderson guiñó un ojo. En vez de llevar una nota a Ámsterdam, para que los banqueros de la VOC me pagaran el precio de los esclavos, cargué mi nave con fardos de canela a precios de bicoca. No dudo de que, cuando lleguemos al Pool de Londres, habremos duplicado nuestra inversión.

—Una vez más, es preciso elogiar vuestro buen tino. Las noticias de Anderson habían animado visiblemente a Hal. Tom no lo había visto tan despierto y vigoroso desde que sufriera esas heridas. Tenemos buen viento para navegar hacia Buena Esperanza. Deberíamos zarpar en cuanto el Yeoman esté dispuesto, capitán. ¿Cuándo será?

—Tengo algunos casos de escorbuto entre mi tripulación, pero espero que se recuperen rápidamente, ahora que estamos en puerto. Sólo necesito llenar mis barriles de agua y cargar unos cuantos cocos. Antes de que haya pasado una semana estaré listo para zarpar.

Cuatro días después la escuadra levó anclas y recorrió el paso en fila india. En cuanto llegaron a mar abierto desplegaron las velas para poner proa al sur; cruzado el canal de Mozambique, continuaron hacia el cabo sur del continente africano.

Durante las primeras semanas el clima se mantuvo bueno y el viento, favorable. La salud de Hal respondía bien al aire fresco de altamar y a los suaves movimientos del Serafín. Todos los días dedicaba un rato a ensayar con Tom los ritos de la Orden de San Jorge y el Santo Grial, preparándolo para su ingreso en la hermandad, y expresaba su placer por los progresos del joven.

Pasada la primera semana, Tom ordenó que se lo instalara en una reposera en cubierta, a sotavento del alcázar, para que pudiera sentir nuevamente el viento y el sol en la cara. Aunque el muchacho cargaba con toda la responsabilidad de manejar el barco, todos los días dedicaba algún tiempo a su padre. En esos días alcanzó con él una relación más íntima que nunca antes. A menudo hablaban de Dorian y de los planes para rescatarlo. Sólo una vez mencionaron a Guy y su casamiento con Caroline Beatty. Para estupefacción de Tom, su padre le habló de hombre a hombre.

—¿Te das cuenta, Tom, de que esa criatura bien podría ser tuya y no de Guy?

—Sí, se me había ocurrido. —Tom disimuló su azoro lo mejor posible para responder con la misma franqueza de Hal.

—Temo que has convertido a tu gemelo en enemigo. Cuídate de Guy. No olvida una ofensa y tiene una infinita capacidad de odio.

—Dudo que volvamos a encontrarnos. Él está en la India y yo… bueno, yo estaré en el otro extremo de los océanos.

—El destino suele jugar sucio, Tom, y los océanos pueden no ser tan anchos como tú piensas.

A cuarenta y tres grados de latitud sur, la escuadra viró hacia el oeste, a fin de aproximarse al cabo de Buena Esperanza. Pronto vieron que el oleaje batía contra los acantilados de África. Ese mismo día Hal llamó a su hijo al camarote de popa y le mostró el registro de su ascenso, anotado en el libro de bitácora.

—Esto no es sólo la demostración de la confianza que me inspiras, Tom; también significa que tendrás derecho a una porción oficial sobre el botín —le dijo—. Bien podría llegar a mil libras.

—Gracias, padre.

—Es mucho lo que me gustaría hacer por ti, pero no está a mi alcance. William es el primogénito; ya sabes lo que eso significa: todo irá a sus manos.

—No debéis preocuparos por mí. Puedo abrirme camino en el mundo por mí mismo.

—Eso no lo dudo. —Hal le estrujó el brazo, sonriendo. Estaba más fuerte que al zarpar y el sol le había puesto colores en las mejillas—. Tal vez porque hemos doblado el cabo y vamos hacia el norte, mis pensamientos se vuelven hacia High Weald. No odies a tu hermano mayor, Tom.

—Yo no lo odio, padre. Es Billy el Negro quien me odia a mí.

—Ese apodo despectivo revela tus verdaderos sentimientos, pero cuando yo me haya ido él será el jefe de nuestra familia. Tiene derecho a que lo trates con respeto y lealtad.

—Vos me enseñasteis, padre, que el respeto y la lealtad no se exigen, sino que se ganan.

Anclaron lejos de la playa, frente a la pequeña colonia holandesa de Buena Esperanza. Allí se reaprovisionaron con agua dulce, verduras y carne, sin buscar trato con la administración de tierra. Menos de una semana después zarparon nuevamente hacia el norte. En cuanto la escuadra entró en el océano Atlántico cambió el carácter de las aguas. Y con él, la salud de Hal Courtney.

Las olas del cabo se precipitaron sobre ellos, grandes riscos grises separados por valles profundos, que castigaron a los barcos día y noche. El mar espumajeaba contra las proas, arrancando de la cubierta cualquier tabla débil. Esa manada de lobos tenía por voz el aullido del viento; su ataque era implacable, incesante. Hal volvía a debilitarse, cada día más. Una ventosa mañana, al entrar en su camarote, Tom encontró a su padre arrebolado y sudoroso. Dilató la nariz al detectar en el aire el hedor familiar de la corrupción; al retirar la ropa de cama encontró, en las sábanas blancas, las reveladoras manchas de pus amarillo.

Gritó a la guardia de arriba que hiciera bajar al doctor Reynolds, quien acudió de inmediato. Al retirar los vendajes de la pierna izquierda, las bondadosas facciones del médico se arrugaron con horror. El muñón estaba horriblemente hinchado; los labios de la herida, recién cicatrizada, se habían abierto y manaban pus por los bordes.

—Temo que hay una profunda corrupción en la herida, sir Henry. —El doctor Reynolds olfateó el pus e hizo una mueca—. No me gustan estos humores. Tienen el color de la gangrena. Debo abrir inmediatamente esta herida.

Mientras Tom sujetaba a su padre por los hombros, el cirujano presionó profundamente con la punta de un largo escalpelo, en tanto Hal se retorcía, gimoteando de dolor. Cuando Reynolds retiró el instrumento, tras la hoja brotó un copioso chorro de pus amarillo y purpúreo, manchado de sangre fresca, que cubrió el fondo del cuenco sostenido por el ayudante.

—Creo que hemos secado la fuente del mal. El médico parecía complacido por la cantidad y el color de la descarga. Ahora os sangraré para reducir la fiebre.

Hizo un ademán a su asistente. Entre ambos arremangaron a Hal y le ataron un tiento al brazo, haciendo saltar las venas, orgullosas como cuerdas azules bajo la piel pálida. Reynolds limpió de pus y sangre la hoja del escalpelo, frotándola contra su manga; luego probó la punta en la yema del pulgar; finalmente pinchó la vena y dejó que la sangre roja, oscura, goteara en el cuenco de peltre, donde fue a mezclarse con el pus.

—Bastará con medio litro —murmuró—. Creo que ahora hemos quitado todos los humores morbosos. Aunque sea yo quien lo diga, es el mejor trabajo que puede hacerse fuera de Inglaterra.

En las siguientes semanas del viaje la salud de Hal fluctuó marcadamente. Pasaba días enteros tendido en su litera, pálido e inerte, como si estuviera a punto de morir. Después se recuperaba con bríos. Cuando cruzaron el ecuador Tom pudo hacerlo subir nuevamente a cubierta, para que disfrutara del sol ardoroso, Hal hablaba con ansias de su casa, nostálgico de los campos verdes y los páramos de High Weald. Hablaba de los libros y los documentos de su biblioteca.

—Allí están todos los libros de bitácora de tu abuelo. Eso es algo que puedo legarte, Tom, ya que eres el marino de la familia. A William no le interesarían.

El recuerdo de sir Francis le cambió nuevamente el humor, entristeciéndolo.

—En High Weald nos estará esperando el cuerpo de tu abuelo, pues Anderson lo despachó desde Bombay. Lo depositaremos en su sarcófago de la cripta. Se alegrará de estar nuevamente en casa. Tanto como yo. —Su expresión era trágica—. ¿Te ocuparás de darme un lugar en la cripta, Tom? Me gustaría yacer junto a mi padre y las tres mujeres que he amado. Mi madre…

Se interrumpió sin poder continuar.

—Ese día aún está muy lejos, padre —le aseguró Tom, con un dejo desesperado en la voz—. Aún tenemos una gesta por delante. Hicimos un juramento. Debemos ir en busca de Dorian. Tenéis que recobrar las fuerzas.

Hal hizo un esfuerzo por descartar su desolación.

—Tienes razón, desde luego. De nada nos sirven los lloriqueos y las quejas.

—He encargado a los carpinteros que os preparen piernas nuevas, padre. De fuerte roble inglés —le dijo Tom, alegremente—. Os tendremos de pie antes de que volváis a ver vuestro High Weald.

El joven mandó llamar al jefe de carpinteros. El pequeño y membrudo galés trajo dos patas de palo, aún toscas, para mostrar a su capitán. Luego, con grandes aspavientos, él y Tom las probaron en los muñones de Hal.

El enfermo parecía muy interesado y reía con ellos, haciendo sugerencias fatuas.

—¿No podemos añadirles una brújula y una veleta para facilitar la navegación?

Pero cuando el carpintero se hubo retirado él volvió a su abatimiento.

—Jamás seré muy hábil con esas vergas bajo mis piernas. Temo que deberás ir solo en busca de Dorian, Tom. —Levantó la mano para acallar la rápida protesta de su hijo—. Pero voy a respetar mi palabra: tendrás toda la ayuda que pueda prestarte.

Dos semanas después, mientras el barco permanecía inmóvil en el mar de los Sargazos, a treinta grados de latitud norte y sesenta grados oeste, Tom bajó al camarote de su padre, en la calma húmeda, y lo encontró hundido en su litera. Tenía la piel estirada sobre los huesos del cráneo, amarilla como el pergamino; parecía el rostro de la momia egipcia que, traída por algún antepasado desde Alejandría, se exhibía en su ataúd abierto, contra el muro de la biblioteca de High Weald. Tom hizo venir al doctor Reynolds y dejó a su padre bajo el cuidado del médico. Luego, incapaz de soportar más la atmósfera de ese camarote, corrió a cubierta para aspirar largas bocanadas de aire caliente. "¿No terminará jamás, este viaje?" se lamentó. "Si no lo llevamos pronto a casa no volverá a ver High Weald. ¡Oh, un viento que nos impulse!"

Corrió a los obenques del palo mayor y trepó sin detenerse hasta llegar arriba. Allí permaneció, escrutando el horizonte del norte, vago y humoso de espuma. Luego extrajo la daga que llevaba en el cinturón para clavarla en la madera del palo. Allí la dejó, pues Aboli le había enseñado que ése era el modo de llamar al viento. Empezó a silbar Spanish Ladies, pero como eso le recordaba a Dorian lo cambió por Greensleeves.

Pasó toda esa mañana silbando para llamar al viento. Antes de que el Sol llegara al cenit volvió a mirar por sobre la popa. La superficie del mar era un espejo pulido, quebrado sólo por los manojos flotantes de algas amarillas. Entonces vio una línea azul oscura: el viento que volaba hacia ellos por sobre la superficie brillante.

—¡Ah, cubierta! —gritó hacia abajo—. ¡Frente de tormenta bien a popa!

Y vio las diminutas siluetas de la guardia que trepaban para arrizar las velas. El viento se apoderó de las cuatro naves para impulsarlas hacia adelante. El Serafín aún continuaba a la vanguardia, seguido por el Yeoman, el Minotauro y el matronil Cordero. A partir de entonces sopló desde el oeste sin cesar, aun durante la noche. Tom dejó su puñal clavado en lo alto del palo mayor.

Divisaron tierra frente a las islas de Scilly; allí avistaron la primera vela que vieran en dos meses: era un pequeño barco pesquero con tres tripulantes.

—¿Qué noticias hay? —les gritó Tom—. Llevamos dieciocho meses sin saber nada.

—¡Guerra! —fue la respuesta—. Guerra contra los franceses.

Tom reunió a bordo del Serafín a Edward Anderson y a los otros capitanes para conferenciar apresuradamente. Sería trágico, después de completar un viaje tan peligroso y estando casi a la vista de la patria caer víctimas de los filibusteros franceses. Hal, que estaba en uno de sus períodos vigorosos y bastante lúcido, podía participar de la discusión, de modo que Tom los llevó al camarote de popa.

—Hay dos posibilidades —les dijo—. Podemos amarrar en Plymouth o continuar por el canal rumbo a la desembocadura del Támesis.

Anderson era partidario de anclar en Plymouth, pero Ned Tyler y Alf Wilson querían continuar hacia Londres. Cuando cada uno hubo dado su opinión, Tom expresó:

—Una vez que estemos en Blackwall podremos descargar directamente en los depósitos de la Compañía; nuestro botín estará en la sala de remate en cuestión de días. —Miró a su padre en busca de aliento. Al verlo asentir con la cabeza, prosiguió—: Si vamos a Plymouth podemos vernos acorralados allí Dios sabe hasta cuándo. Propongo que enfrentemos el desafío de los piratas franceses y pongamos proa al norte.

—Tom tiene razón: cuanto antes podamos entregar la carga, más feliz me sentiré —dijo Hal.

Prepararon a las tripulaciones y, con los cañones cargados y doble guardia en el puesto del vigía, navegaron por el canal. Por dos veces, en los días siguientes, vieron velas extrañas que no exhibían bandera alguna, pero tenían aspecto de francesas. Cuando Tom dio la señal de cerrar la formación, los extraños se alejaron con rumbo este, donde se encontraba la costa francesa, apenas por debajo del horizonte.

Divisaron el faro de North Foreland dos horas antes del alba. A mediodía Sheerness había quedado atrás. En la penumbra de ese día invernal, los cuatro barcos amarraron en las dársenas de la Compañía. Antes de que se hubiera tendido la planchada, Tom gritó al agente que esperaba en el muelle para recibirlos:

—Haced informar a lord Childs que hemos traído un gran botín. Debe venir de inmediato.

Dos horas antes de la medianoche, el carruaje de Childs cruzó estruendosamente los portones, precedido por dos jinetes a todo galope. El cochero detuvo al tiro al borde de la dársena, mientras Childs se apeaba a tumbos, antes de que las ruedas hubieran cesado de girar. Subió a grandes pasos por la planchada del Serafín, arrebolado, con la peluca torcida y la boca contraída por la excitación.

—¿Quién eres tú? —acusó a Tom—. ¿Dónde está sir Henry?

—Soy Thomas Courtney, milord, hijo de sir Henry.

—¿Dónde está tu padre, muchacho?

—Os espera abajo, milord.

Childs giró en redondo para señalar el Minotauro.

—¿Y qué barco es ése? Tiene aspecto de mercante de Indias, pero no lo conozco.

—Es el viejo Minotauro, milord, aunque repintado.

—¡El Minotauro! ¿Se lo habéis quitado al corsario? —Childs no aguardó la respuesta—. Y esa otra nave que le sigue. —Señalaba el Cordero—. ¿Qué barco es?

—Otra presa, milord. Un holandés con las bodegas cargadas de té chino.

—Jesús te proteja, muchacho. Eres heraldo de buenas noticias. Llévame con tu padre.

Hal estaba sentado en la silla del capitán, con un capote de terciopelo echado sobre el regazo, a fin de ocultar sus lesiones. Lucía una chaqueta de terciopelo azul oscuro; en su pecho relumbraba el emblema de oro y gemas de la Orden de San Jorge y el Santo Grial. Aunque estaba mortalmente pálido, con los ojos hundidos en cavidades oscuras, se mantenía recto y orgulloso.

—Bienvenido a bordo, milord —saludó a Childs—. Excusadme por no levantarme, por favor, pero estoy algo indispuesto.

—Childs le estrechó la mano.

—Sois bienvenido, sir Henry, por cierto. Estoy deseando escuchar el relato de vuestros éxitos. He visto las dos presas amarradas junto al muelle y vuestro hijo me ha dado una idea de la carga que traéis.

—Tomad asiento, por favor. —Hal señaló la silla vecina—. Mi informe llevará algún tiempo. Lo tengo todo por escrito, pero me gustaría hablaros de esta expedición hombre a hombre y cara a cara. Pero antes, una copa de vino.

Indicó a Tom, por un gesto, que llenara las copas preparadas en la bandeja de plata.

Childs, inclinado hacia adelante en la silla, escuchó con atención. De vez en cuando formulaba alguna pregunta, pero en general guardaba un silencio apasionado, en tanto Hal le leía en voz alta los manifiestos de carga de las cuatro naves de la escuadra. Cuando por fin guardó silencio, agotado por tan larga recitación, Childs alargó una mano hacia los pergaminos. Los estudió atentamente, con los ojos brillantes de codicia. Por fin volvió a levantar la vista.

—Desde que estalló la guerra con los franceses el precio de los productos se ha elevado casi al doble. Con las dos naves capturadas, el valor de este botín podría llegar a quinientas mil libras. Los directores de la Compañía os estarán más que agradecidos. Y creo poder hablar en nombre de Su Majestad si os digo que la Corona respetará su solemne compromiso para con vos: antes de que termine la semana seréis Henry Courtney, barón de Dartmouth. —Childs lo saludó alzando la copa—. Cuando mandé por vos estaba seguro de haber escogido al hombre correcto. ¿Puedo brindar por vuestra salud y fortuna, sir Henry?

—Gracias, milord. Me alegra que estéis satisfecho.

—¿Satisfecho? —Childs se echó a reír—. No tengo palabras con que expresar lo intenso de mi placer, mi admiración, el asombro que me provoca vuestro ingenio, vuestro coraje.

Alargó una mano para apoyarla en la rodilla de Hal y una cómica estupefacción le cubrió la cara. Bajando la vista, buscó a tientas el miembro faltante.

—Estoy abrumado, sir Henry —dijo—. ¡Por Dios, hombre, las piernas! ¡Habéis perdido las piernas!

Hal sonrió débilmente.

—Sí, milord. Había un precio a pagar. Los marineros decimos que es la factura del carnicero.

—Tenemos que sacaros de este barco. Seréis mi huésped en Bombay House hasta que estéis recuperado. El carruaje espera en el muelle. Llamaré a mis médicos, los mejores de Londres. No os faltará nada. Os lo prometo.

FIN