Por entonces la mitad de la guarnición del fuerte se estaba agolpando contra la muralla, por encima de ellos, y disparaba hacia el bosque en cuanto podían cargar. Cuatrocientos soldados británicos, entre gritos y vítores, descargaban una fusilada temible contra las almenas.

Hal y Daniel estaban protegidos del fuego árabe por la estrecha cornisa que había bajo las almenas, pero en cuanto abandonaran ese refugio para cruzar el terreno despejado se verían completamente expuestos. Hal echó una última mirada hacia las mechas, que ardían furiosamente; sólo asomaban dos o tres centímetros desde cada agujero. Se incorporó.

—Creo que es hora de partir.

—No veo ninguna razón para quedarme, capitán. —Gran Daniel le sonrió con sus encías desnudas y los dos se lanzaron hacia el claro, codo a codo.

Inmediatamente se redoblaron los gritos desde las almenas. Todos los árabes que estaban en las murallas apuntaron sus armas hacia los dos que corrían. Las pesadas balas de plomo pasaban zumbando junto a sus cabezas y se clavaban en la arena suelta, a sus pies. Entre los árboles, los marineros los alentaban a gritos, disparando tan salvajemente como los árabes.

—¡Serafín! —clamaban—. ¡Ven, Danny! ¡Corred, capitán!

A Hal el tiempo se le hacía más lento. Era como caminar bajo agua: cada paso parecía durar varios minutos. La línea de árboles no parecía acercarse, en tanto las balas de mosquete caían a su alrededor como granizo.

De pronto Gran Daniel fue alcanzado, no por una, sino por dos balas, simultáneamente. Una lo hirió en la cara posterior de la rodilla, rompiendo el hueso, y la pierna se le dobló bajo el cuerpo como una regla de carpintero. La segunda bala se le clavó en la cadera, destrozando la cabeza del fémur. Yació en la arena, con ambas piernas retorcidas e inútiles.

Hal corrió cuatro pasos más antes de descubrir que estaba solo. Entonces se detuvo para mirar atrás.

—¡Seguid! —le gritó Gran Daniel—. No podéis ayudarme.

He perdido las dos piernas.

Había hundido la cara en el suelo y tenía los ojos y la boca: llenos de arena. Hal giró en redondo y corrió hacia él, en medio de una tormenta de disparos.

—¡No, no! —bramó Gran Daniel, escupiendo arena y saliva en una nube—. Vete, tonto, vete.

Hal se agachó para asirlo por los hombros. Cuando trató de alzarlo quedó horrorizado por lo que pesaba ese corpachón. Daniel, con las dos piernas inutilizadas, no podía ayudar. El capitán aspiró hondo y, después de reacomodar las manos, tiró otra vez. En esa oportunidad le separó del suelo la mitad del torso. Luego trató de meter el hombro bajo la axila de su compañero.

—No se puede —le susurró Gran Daniel al oído, empantanado en el tormento de los huesos fragmentados de la cadera—. Corre. Sálvate.

Hal no tenía aliento con que responder; reuniendo hasta el último gramo de fuerza, jaló hacia arriba, tensando todas las fibras del cuerpo. El esfuerzo le oscureció la vista, encendiéndole torbellinos de luz, pero poco a poco levantó del suelo arenoso la enorme estructura de Gran Daniel, que le rodeó los hombros con el brazo derecho. Así se estuvieron por un largo instante, entrelazados, sin poder avanzar un paso más:

—Estás loco —susurró Gran Daniel, con los labios a dos centímetros de su oído—. Va a estallar la pólvora.

En las altas almenas, detrás de ellos, un mosquetero vertió un puñado de pólvora negra en la boca de su trabuco, sosteniendo la bala entre los dientes; era un bulto irregular de hierro blando, que había forjado a mano para que se ajustara al caño. Luego escupió el proyectil dentro del arma y la empujó hasta el fondo con un palo de madera. Finalmente apoyó el arma contra la piedra del alféizar. Con dedos trémulos vertió un fino chorro de pólvora en la cazoleta y, tras cerrarla, amartilló.

Cuando apoyó la culata contra el hombro, mirando a lo largo del caño de bronce, vio que los dos infieles aún forcejeaban inútilmente, abrazados como amantes. Les apuntó cuidadosamente a las cabezas, que estaban muy juntas, y tiró con fuerza del duro gatillo. Cayó el martillo; el pedernal encendió un estallido de chispas contra el acero. La pólvora de la cazoleta lanzó una bocanada de humo blanco; por un momento pareció que el trabuco fallaría, pero luego, con un bramido ensordecedor, dio un brinco en las manos del árabe, con un fuerte recule.

La bala de hierro blando comenzó a girar en cuanto salió por la boca del arma y cruzó el aire zumbando hacia Hal y Gran Daniel, que se alejaban arrastrándose. Había sido apuntada a la cabeza de Courtney, pero en su trayectoria descendió tan marcadamente que acabó por hundirse, con un golpe sordo y audible, en el costado del tobillo, arrancando el talón y destrozando los frágiles huesos del pie izquierdo.

Al perder todo apoyo de ese pie, Hal se derrumbó bajo el peso del compañero; los dos quedaron tendidos en el suelo, lado a lado.

—¡Corre, en el nombre de Dios! —le gritó Gran Daniel a la cara—. ¡Esos toneles van a estallar en cualquier momento!

—¡No puedo! —barbotó Hal, a través del dolor—. ¡Me dieron! ¡No puedo levantarme!

Gran Daniel se izó sobre un codo para mirar hacia abajo y vio de inmediato que la herida de Hal era invalidante. Luego echó un vistazo a los toneles de pólvora apilados en pirámide bajo el arco del portón, a treinta metros escasos de donde se encontraban. Una de las mechas encendidas llegó al agujero y levantó una llamarada en el tapón de brea blanda. Estaba a punto de estallar.

Entonces abrazó a Hal en un sofocante abrazo de oso y se tendió sobre él, apretándole la cara contra la tierra suelta para cubrirlo con su corpachón.

—¡Bájate, maldita sea…! —Hal forcejeó bajo él, pero en ese instante voló el tonel de abajo, provocando una explosión simpática instantánea en cada uno de los cuatro barriles apilados sobre él.

Los ciento veinticinco kilos de pólvora negra se consumieron en un instante, en un estallido cataclísmico: arrancó las pesadas puertas de sus goznes e hizo volar las vigas astilladas al otro lado del patio interior, derribando la mampostería de la arcada. Las almenas se derrumbaron en una avalancha de bloques coralinos, argamasa y polvo. Cuanto menos una veintena de los árabes que estaban sobre la muralla cayeron con ellos y quedaron aplastados entre los escombros.

El humo y el polvo se elevaron sesenta metros en el aire, para formar allí el yunque de los nubarrones de tormenta. La onda expansiva corrió a través del claro abierto frente a las murallas y alcanzó el borde del bosque, donde arrancó grandes ramas, dobló las palmeras y azotó sus frondas como un viento huracanado.

Gran Daniel y Hal se encontraban en pleno recorrido de la explosión, que pasó sobre ellos en una ola de polvo y fragmentos. Les arrancó el aire de los pulmones y los martilleó contra la tierra, como las pezuñas de una manada de búfalos en estampida. Hal sintió que se le hinchaban los tímpanos; el impacto fue como un garrotazo contra su cerebro. Los sentidos le fueron arrancados; sintió que lo arrojaban a través de un estrecho patio negro, con un estallido de estrellas en la cabeza.

Regresó lentamente de aquel lugar lejano y oscuro, con los tímpanos dañados, rugiendo y cantando con el recuerdo del terrible estallido. Pero a través de él percibía los vítores débiles y descarnados de sus marineros, que se lanzaban a la carga desde la selva. Pasaron en tropel por donde él yacía, hasta alcanzar el portón destruido. Impulsándose mutuamente, treparon por los montones de escombros que lo rodeaban y se abrieron paso entre el polvo y el humo. Así invadieron el patio del fuerte, con los alfanjes en la mano, aullando como una jauría de galgos cuando el ciervo está acorralado, y cayeron contra los aturdidos defensores en una salvaje orgía de lujuria guerrera.

Cegado por el polvo, Hal trató de incorporarse, pero tenía contra el pecho un peso inmenso que lo sofocaba y lo retenía inmovilizado contra el suelo. Tosiendo, ahogado, trató de parpadear para quitarse la arena de los ojos chorreantes. Pese a sus débiles manotazos contra el cuerpo enorme y laxo que lo cubría, no tenía fuerzas para liberarse.

Gradualmente su vista se fue despejando y el rugir de sus oídos se redujo al zumbido de una colmena atrapada en su cráneo. Vio sobre él la cara de Gran Daniel, con los ojos muy abiertos y fijos; cuando Hal trató de apartarlo, la cabeza se balanceó de lado a lado. La boca desdentada estaba abierta, con la lengua asomada. Una mezcla de sangre y saliva goteaba, caliente, sobre la mejilla de Hal.

El horror le dio fuerzas; con un supremo esfuerzo, se retorció para salir de bajo ese corpachón flojo. Aturdido, se incorporó hasta sentarse para observar a su compañero. Al servirle de escudo, Gran Daniel había recibido toda la fuerza de la explosión, que le había arrancado la ropa; estaba desnudo, con excepción de las botas y el cinturón con la espada. La arena, al volar, le había despellejado la espalda y las nalgas, dándole el aspecto de un venado al que acabaran de desollar. Tenía el dorso y los flancos desgarrados por trozos de piedra y escombros; por allí asomaban los fragmentos blancos de las costillas y la columna quebrada.

—¿Danny? —llamó Hal—. Danny, ¿me oyes?

La pregunta era fútil, nacida de su propia obnubilación. Trató de acercarse más, pero descubrió que las piernas no obedecían a su voluntad. Miró hacia abajo. Eran la única parte de su cuerpo que el de Daniel no había protegido. Como la tela de los pantalones les había sido arrancada, Hal vio que tenía la carne triturada como si lo hubieran atrapado los dientes de hierro de un cabrestante en movimiento. En la sanguinolenta masa asomaban astillas de hueso blanco. Pero no había dolor; la mente desechó la evidencia de los ojos. No podía creer que hubiera perdido las dos piernas. Y no quiso seguir contemplando esa destrucción.

Utilizó los codos para acercarse más a Gran Daniel, clavándolos en la tierra blanda, arrastrando atrás las piernas destrozadas. Tendido junto a él, se abrazó al corpachón. Lo meció con suavidad, como en otros tiempos mecía a su bebé para dormirlo.

—Todo saldrá bien. Lo superaremos juntos, como siempre —susurró—. Todo va a salir bien, Danny.

Sólo se percató de que estaba llorando cuando vio caer sus propias lágrimas en la cara de Daniel, vuelta hacia arriba: como gotas de tibia lluvia tropical, lavaban los granos de arena blanca que cubrían los ojos fijos.

El doctor Reynolds, que cruzaba el palmar con sus dos ayudantes, los encontró tendidos allí.

—Atended primero a Danny —imploró Hal.

—Dios ya se ha hecho cargo de él —le respondió el cirujano, con suavidad.

Y entre todos levantaron al capitán hasta la camilla, con las piernas bamboleando.

***

Tom se volvió a mirar la bahía. Desde el sitio donde se habían tendido, en lo alto de una duna blanca, se veían los dos barcos de velas cuadradas, a un kilómetro y medio del arrecife; el grácil Serafín iba adelante; el Minotauro, con sus velas negras, tenía un aspecto potente y amenazador. Los vio iniciar sucesivamente la bordada y virar hacia el sur, asumiendo sus puestos de bloqueo frente a la boca de la bahía.

Se levantó sobre una rodilla para observar las murallas del fuerte, a doscientos pasos de la duna. La densa humareda se estaba disipando, arrastrada hacia el mar por el viento monzónico. En lo alto del muro se alineaban cientos de cabezas, oscuras las barbas bajo los keffiyas y los turbantes. Los defensores blandían sus mosquetes y danzaban triunfalmente sobre las fortificaciones. Tom oyó el parloteo excitado de sus voces y hasta entendió algunos de los insultos que gritaban, dirigidos a los dos barcos ingleses.

—¡Que Dios ennegrezca la cara a esos infieles!

—¡Dios es grande! Nos ha dado la victoria.

Tom hizo ademán de levantarse.

—Algo ha salido mal. A estas horas ya deberían haber volado los portones.

Aboli alargó una mano para sujetarlo por la muñeca y lo bajó hacia él.

—¡Tranquilo, Klebe! A veces, la parte más cruel de una batalla es la espera.

Entonces se oyeron disparos de mosquete en el lado opuesto de la fortaleza. Todas las cabezas árabes de las almenas giraron en esa dirección. Se apagaron los gritos y las pullas.

—¡Los infieles están atacando las puertas! —aulló una voz en árabe.

De inmediato se produjo una estampida. Hasta los artilleros abandonaron sus cañones para correr a lo largo del camino de ronda, a fin de frenar esa nueva amenaza. En pocos segundos los parapetos quedaron desiertos. Tom se puso nuevamente de pie.

—¡Ésta es la oportunidad! ¡Seguidme!

Aboli volvió a tirar de él.

—Paciencia, Klebe.

El muchacho forcejeó para liberarse.

—No podemos seguir esperando. ¡Tenemos que llegar a Dorry!

El negro meneó la cabeza.

—Ni siquiera tú puedes combatir solo contra un millar de hombres.

Tom clavó la vista en la tronera de lo alto, donde su hermano estaba encarcelado.

—¿Cómo no se le ocurre hacernos una señal para que sepamos dónde está? Debería agitar la camisa o algo así. De inmediato disculpó a Dorian. Claro que es sólo un niño. No siempre sabe qué hacer.

Desde el lado opuesto del fuerte, los disparos dispersos se convirtieron en una descarga furiosa.

—Escucha, Klebe. —Aboli lo retenía—. Danny y tu padre están poniendo las cargas bajo las puertas. Ya falta poco.

En ese momento el estallido les hirió los tímpanos, aturdiéndolos. Una torre de polvo y humo, disparada al cielo, quedó bullendo en lo alto y se extendió en una abultada nube de tormenta. Estaba cargada de escombros, trozos de piedra, fragmentos en ascuas que dejaban rastros de humo contra el cielo azul. Tom vio que un cañón de bronce se elevaba treinta metros en el aire. Los cuerpos humanos y los miembros arrancados volaban aun más lejos, junto con pesadas vigas de madera y otros restos.

Antes de que el muchacho pudiera recobrarse, Aboli ya estaba de pie y cruzaba a brincos el terreno descubierto, rumbo al fuerte. Tom se levantó de un salto para correr tras él, pero las faldas de la túnica eran un estorbo y no pudo alcanzar a su compañero antes de que llegara al pie de la muralla.

Aboli, de rodillas, formó un estribo con los dedos entrelazados. El muchacho, sin detenerse, apoyó una bota en él y se dejó impulsar hacia las ramas de una clusia, cuyas raíces estaban entretejidas en las junturas de los bloques. Trepó como un mono, sin que lo demoraran el tahalí que se golpeaba contra las piernas ni el par de pistolas metidas bajo el cinturón. Aboli y los otros tres hombres lo siguieron, pero él llegó primero a lo alto del parapeto. Cuando alcanzó la abertura donde el muro había comenzado a derrumbarse, pasó las piernas por arriba.

Allí se encontró con una sorprendida cara morena: uno de los árabes, que no se había dejado apartar de su puesto por el tumulto del ataque a las puertas. Ante la súbita aparición del muchacho, retrocedió con un grito de estupefacción, tratando de apuntarle con su mosquete, pero los martillos curvos se engancharon en un pliegue de su túnica; mientras forcejeaba por liberarlos, el sable de Tom escapó de su vaina como si fuera un pájaro. La estocada alcanzó al hombre en el cuello, cortándole las cuerdas vocales, con lo que el siguiente grito nació muerto. Cayó hacia atrás, agitando los brazos, a lo largo de quince metros hasta el patio.

Mientras Aboli y los tres marineros trepaban por sobre las fortificaciones, Tom echó un rápido vistazo a las murallas y al patio del fuerte. A través de las densas nubes de polvo y humo divisó las siluetas esfumadas de los árabes que, a tropezones, se alejaban del portal en ruinas. A lo largo del camino de ronda, en lo alto del parapeto, una turba gemebunda luchaba por escapar del revoltijo humeante que había sido el portón de la fortaleza.

De pronto, una turba de marinos ingleses cruzó a gritos la puerta en ruinas, trepando dificultosamente entre los escombros. Luego subieron a toda carrera por las rampas para caer sobre los árabes, en el camino de ronda. Hubo unos cuantos disparos de mosquete y uno de los marineros cayó hacia atrás rampa abajo. Luego los dos bandos se encontraron, convirtiéndose en una masa confusa de combatientes que aullaban.

Tom buscó a su padre entre la turba. Por lo general, su estatura y su barba negra lo distinguían en la peor de las refriegas, pero esta vez no pudo hallarlo. Tampoco podía perder tiempo buscando más.

—¡Por aquí! —convocó.

Y guió a su grupo a lo largo del camino de ronda, hacia la rampa más alejada del portón. Como vestían de albornoz, los árabes les permitían pasar sin mirarlos dos veces. Tom bajó por la rampa a toda carrera y llegó al descansillo intermedio sin que nadie lo detuviera. Allí había una entrada en arco.

Dos guardias montaban guardia allí. Uno miró boquiabierto los ojos claros y las facciones europeas del muchacho. Luego levantó la cimitarra por sobre la cabeza.

—¡Orenghi! —gritó, descargando su arma contra la cabeza de Tom.

El muchacho se agachó para esquivarla y respondió con una limpia estocada hacia arriba, que penetró profundamente en el pecho del árabe. Cuando retiró la hoja, el aire que contenían los pulmones perforados salió silbando de la herida; el guardia cayó de rodillas. Aboli mató al otro guardia con la misma celeridad. Luego ambos saltaron por sobre los cadáveres y entraron corriendo por el estrecho pasillo interior.

—¡Dorry! —aulló Tom—. ¿Dónde estás?

Apartó las vestiduras de su cara y se arrancó el turbante. Ya no necesitaba de disfraz alguno y quería que su hermano lo reconociera.

—¡Dorian! —gritó nuevamente.

Su voz retumbó espectralmente a lo largo del pasillo. Le respondieron gritos salvajes en un balbuceo de idiomas distintos.

A lo largo del pasillo, por ambos lados, había por lo menos una docena de celdas. Las puertas originales debían de haberse podrido un siglo antes, pues se las había reemplazado por otras de madera sin pulir, toscamente construidas. Tom vio caras blancas y barbadas, ojerosas, mirando por las aberturas. Unas manos como garras se alargaban hacia él en ademán de súplica. Comprendió de inmediato que eran los prisioneros de los barcos capturados por Al Auf. Dorian debía de estar entre ellos, pensó, fortalecido el ánimo.

—¡Dorian!

Respondió una voz inglesa.

—Jesús os bendiga, señor. Hemos rezado pidiendo que vinierais.

Cuando Aboli retiró la pesada barra de sus abrazaderas, la puerta se abrió de par en par y los prisioneros forzaron la salida al pasillo. Tom quedó casi atrapado en el torrente de humanidad haraposa y maloliente. Luchando por desprenderse, corrió a mirar en las otras celdas.

—¡Dorian! —bramó por sobre el estruendo.

Trataba de identificar la celda en que había visto a su hermano, pero no estaba seguro de orientarse bien. Entonces aferró por los hombros a uno de los prisioneros liberados y le gritó, sacudiéndolo:

—¿Hay aquí un niño blanco, pelirrojo?

El hombre lo miró como si lo creyera loco; luego, desasiéndose, corrió a unirse a los que bajaban en tropel al patio. Tom llegó al final del pasillo y a la última celda, cuya puerta estaba entornada. Entró en la diminuta habitación de piedra. Estaba desierta. Contra la pared había un colchón de frondas de palmera secas, pero nada más. La luz entraba sesgada por la tronera del muro opuesto. Tom se acercó apresuradamente. Desde allí vio la extensión de la bahía y los dos barcos anclados frente a la costa.

—Es ésta —murmuró.

Subió de un salto al escalón instalado bajo la tronera para asomar la cabeza. Allí estaba la liana, casi a su alcance.

—Ésta es la celda donde tenían a Dorry, pero ¿dónde está ahora?

Bajó del escalón, observando la celda vacía. Había anillos de hierro cementados en los bloques de piedra, utilizados para encadenar a los hombres. Los muros estaban cubiertos de leyendas grabadas en el coral blando. Leyó nombres portugueses y fechas que databan de cien años atrás, gastadas y cubiertas de musgo y hongos. Había agregados más recientes en escritura arábiga; también detectó una exhortación religiosa: una línea del Sura 17 del Corán, que reconoció porque Alf Wilson se la había hecho aprender de memoria: "Los siete cielos y la tierra, y todo lo que ellos contienen, declaran Su gloria". Debajo de ella había otros arañazos, hechos con la hebilla de un cinturón o algún otro implemento metálico. Eran letras nuevas y toscas, de inclinación infantil: "DORIAN COURTNEY 3 FEBRERO 1691".

—¡Estuvo aquí! —gritó Tom—. ¡Aboli, Dorry estuvo aquí!

El negro apareció en el vano de la puerta, bloqueándolo con su enorme cuerpo oscuro.

—¿Y dónde está ahora, Klebe?

—Ya lo hallaremos.

Tom se detuvo sólo para arrancarse el restrictivo albornoz que le estorbaba los movimientos y lo arrojó contra la pared. Luego corrieron juntos por el pasillo, hasta salir a la luz. Aún continuaba el combate en el patio de abajo y sobre las murallas de la fortaleza, pero a la primera mirada era obvio que los defensores estaban derrotados. Centenares de ellos habían escapado por las puertas destrozadas, arrojando las armas. Otros estaban atrapados dentro de los muros. Muchos pedían cuartel de rodillas, pero Tom vio que otros preferían saltar desde las murallas antes que enfrentarse a los alfanjes ingleses. Caían gritando, con las túnicas infladas en torno del cuerpo.

Sin embargo había unos pocos que todavía luchaban. Un grupo aislado de diez o doce defendía el bastión del este, desafiándolos a gritos:

"¡Allah akbur! ¡Dios es grande!" Pero Hal vio cómo los ingleses se lanzaron como un enjambre sobre ellos, los derribaron y arrojaron sus cuerpos por sobre las almenas.

Tom buscaba desesperadamente, en la confusión, una silueta pequeña y un feroz parche de pelo rojo, pero no había rastros de su hermano. Una mujer corrió por la rampa hacia él. Había perdido el velo negro y tenía la cabeza descubierta; era poco más que una niña. La cabellera negra volaba hacia atrás, descubriendo la cara aterrorizada; sus ojos sombreados de kohl eran los de un cervatillo perseguido por los galgos.

Entre fuertes risotadas de entusiasmo, cuatro marineros iban tras ella, con las camisas empapadas en la sangre de los hombres que habían matado, con la cara inflamada por la lujuria.

Atraparon a la muchacha al borde de la rampa y la arrojaron al suelo. Tres de ellos la inmovilizaron contra las lajas y, a pesar de su resistencia, le alzaron las faldas de la túnica, descubriendo las piernas morenas y esbeltas, el vientre suave. Un cuarto marinero se abrió los pantalones y cayó sobre ella.

—¡Lubrícanos el camino! —lo alentaban sus compañeros.

Tom nunca había imaginado algo tan horrendo. Como novicio de la Orden de San Jorge y del Santo Grial, había aprendido que la guerra era noble y galante todo auténtico guerrero.

Corrió a intervenir, pero Aboli lo retuvo con mano de hierro:

—Déjalos, Klebe. Es el derecho de los victoriosos. Nuestro deber es para con Bomvu.

Llamaba a Dorian por su apodo cariñoso, que significa rojo en el idioma de las selvas.

—¡No podemos permitir esto! —barbotó el muchacho.

—No podemos impedirlo —lo interrumpió el negro—. Si lo intentas te matarán. Busquemos a Bomvu.

Pese a los patéticos sollozos de la niña, arrastró a Tom rampa abajo, hacia la parte baja.

En el extremo del patio encontraron un laberinto de viejos muros y portales. Algunas puertas estaban de par en par, pero la mayoría tenía fuertes trancas y las ventanas cerradas con celosías. Dorian podía estar tras cualquiera de ellas, perdido y aterrorizado. Era preciso hallarlo antes de que resultara herido en la pelea y en el saqueo.

—Comienza por el extremo opuesto —gritó Tom a Aboli, señalando la terraza cubierta—. Yo lo haré desde aquí.

Sin volverse a ver si su compañero le obedecía, corrió hacia la puerta más cercana. Estaba con llave. Trató de derribarla con el hombro; luego se hizo atrás, intentando romper a patadas la gran cerradura de hierro. La puerta se mantenía sólida resistiendo sus ataques. Al mirar en derredor, Tom reconoció a uno de los marineros del Serafín, que corría por la terraza con un hacha de mango largo en una mano y una pistola en la otra. Tenía los brazos ensangrentados hasta los codos; en su expresión se leía el gozo de la batalla.

—¡Charley! —chilló Tom. Aun entre las brumas de la locura guerrera, el hombre lo escuchó—. Derríbame esta puerta.

Charley sonrió de oreja a oreja ante esa propuesta de nuevas destrucciones.

—Hazte a un lado, Tommy, amigo mío —exclamó.

Y corrió hacia la puerta. Con dos potentes golpes de hacha, partió los paneles e hizo que la puerta cediera hacia atrás sobre los goznes. Tom acabó de abrirla a puntapiés y la atravesó de un salto. Se encontró en un laberinto de pequeñas habitaciones y pasadizos. Corrió hacia adelante, mirando al pasar el interior de cada cuarto. Obviamente, todos habían sido abandonados con precipitación: había ropa de cama y prendas de vestir sembradas en desorden.

De pronto oyó una serie de golpes sordos por encima de su cabeza. Al final del pasillo había una escalera desvencijada. Era como si alguien estuviera tratando de escapar de un cuarto cerrado. ¡Dorry, tal vez! Su corazón dio un brinco. Sin pensarlo dos veces, Tom subió la escalera de a dos peldaños por vez. Al llegar al tope encontró una puerta pesada; estaba abierta, con la enorme llave de hierro todavía en la cerradura. La alcanzó a la carrera, hacia el interior de una habitación estrecha. Las celosías de las ventanas la hacían penumbrosa.

—¡Dorry! —gritó, mirando velozmente en derredor.

De inmediato comprendió que eso no era una prisión. Frente a las ventanas se apilaban contra el muro diversos cofres de madera, muy similares a los que habían encontrado en el dhow de Al Malik, los que contenían el rescate de Dorian. Comprendió que se encontraba en uno de los depósitos de Al Auf; probablemente allí guardaba su botín más valioso.

Cuatro de los cofres estaban abiertos, con las cubiertas hacia atrás. Pese a la preocupación que sentía por su hermano, Tom quedó fascinado ante el contenido a la vista. Reconociendo los típicos monederos árabes, levantó uno para sopesarlo en la mano. El peso y la forma de las monedas, a través de la tela, dispersó cualquier duda que pudiera tener.

—Oro —susurró.

Luego notó que alguien había dejado un zurrón en el suelo de piedra, junto al cofre. Estaba lleno a medias con sacos de dinero. Sin duda había interrumpido a quien lo estaba llenando, antes de que pudiera escapar de la fortaleza asediada. Los golpes que Tom había escuchado eran los que descargaba para abrir esos cofres.

Quienquiera que fuese debía de estar aún allí. En el momento en que lo pensaba, Tom oyó el roce de una pisada sigilosa en las lajas, detrás de él. El sonido lo galvanizó, haciéndolo girar hacia la puerta.

Al escuchar los rápidos pasos de Tom en la escalera, Al Auf se había escondido tras la hoja de la puerta. El muchacho lo reconoció inmediatamente. Lo había visto en la cubierta del Minotauro cuando el Serafín se trabó en combate con los corsarios. Era más alto de lo que él pensaba; los ojos predadores, hundidos en las cuencas, eran oscuros y fieros como los de buitre. Llevaba la cabeza descubierta, sin turbante. Las gruesas guedejas negras, veteadas de plata, le llegaban a los hombros y se mezclaban allí con los rizos de la barba. Con los labios estirados en una mueca salvaje, levantó la pistola con la mano izquierda para apuntarla a la cabeza de Tom.

Por un instante fugaz, el muchacho miró al fondo de la boca abierta del caño; luego, los ojos brillantes de Al Auf, que le apuntaban por sobre las miras del arma. Con un chasquido metálico que sonó ensordecedor en esa pequeña habitación, cayó el martillo y la cazoleta lanzó una bocanada de humo blanco. Tom, encogido, esperó que el proyectil se le hundiera en la cara. Pero no llegó: la pistola había fallado.

Por un momento Al Auf quedó cegado por el humo y el destello de la cazoleta. En ese breve tiempo, Tom cubrió el espacio que los separaba. Había visto que la pistola era de doble caño y que el índice de Al Auf se estaba curvando en torno del segundo gatillo. Sabía que la suerte no lo favorecería dos veces, que ese segundo caño lo mataría.

Movió el sable contra la mano extendida que le apuntaba y la hoja tajeó el interior de la muñeca. Como una navaja, abrió el racimo de venas y arterias que corría bajo la piel morena. La pistola, desprendiéndose de los dedos enervados, cayó de culata contra el suelo de piedra. El segundo caño se disparó con un rugido cruel y la bala fue a astillar la madera de un cofre. Al Auf se tambaleó hacia atrás, buscando a tientas la cimitarra en el cinto enjoyado que le rodeaba la cintura. Desenvainó el arma justo a tiempo de parar la estocada que Tom aceleraba hacia el centro de su esternón.

El muchacho no esperaba que fuera tan veloz. Se había dejado engañar por las vetas plateadas de su pelo y su barba. Pero el corsario era rápido como el leopardo y la potencia de su brazo, la de un hombre mucho más joven. Mientras Tom recuperaba su equilibrio, Al Auf se dejó caer sobre una rodilla para lanzarle un corte de revés a los tobillos. Con él podría haberlo invalidado. Tom no tuvo tiempo de retroceder. Lo que hizo fue saltar hacia arriba; la hoja curva centelló bajo la suela de sus botas. Todavía en el aire, Tom lanzó un corte hacia la oscura cabeza del árabe, pero Al Auf se le escurrió como una serpiente bajo la roca. Había dejado un charco de sangre en las lajas y de su muñeca aún brotaban chorros. Tom bloqueó el contraataque e hizo una finta en tercera pero Al Auf la paró y apuntó una estocada al vientre. El joven saltó hacia atrás, poniéndose fuera del alcance. Caminaron en círculos, mirándose a los ojos en un intento de adivinarse los pensamientos. Entre un chirriar y un resonar de aceros, cada uno buscaba en el otro un punto débil.

Tom resbaló en la sangre; en cuanto lo vio fuera de equilibrio, Al Auf se liberó como disparado por una ballesta y apuntó de nuevo hacia abajo, buscando la cadera. Tom desvió su cimitarra y lo obligó a apartarse. Empezaba a conocerlo: era rápido y huidizo; los años no habían erosionado la fuerza de su muñeca. Si continuaban esgrimiendo, la experiencia de Al Auf acabaría por imponerse. El muchacho comprendió que debía convertir aquello en una prueba de fuerza.

Cruzó en un balanceo el lado fuerte de Al Auf, coqueteando con él, ofreciéndole una abertura fugaz. Pero en cuanto su adversario, aceptándolo, volvió a lanzarse a fondo por abajo, él le bloqueó la hoja, atrapándola con la suya. Ahora estaban casi pecho contra pecho, con los aceros cruzados a la altura de los ojos. Tom aplicó todo el peso de sus hombros anchos y jóvenes. El árabe cedió un paso. Era evidente que iba perdiendo energías: goteaban desde las venas abiertas de su muñeca izquierda. Tom atacó otra vez, pero Al Auf no estaba tan debilitado como fingía: cedió paso con tanta celeridad que el joven, al no encontrar resistencia, se tambaleó hacia adelante. Una vez más, Al Auf atacó por abajo. Tom debería haberlo adivinado, pues a esa altura conocía al hombre lo bastante bien como para estar alerta contra las estocadas bajas. Sólo por un milagro de velocidad y equilibrio felinos pudo apartar la parte inferior del cuerpo; la hoja pasó rozándole el muslo, cortó la tela de los pantalones y abrió un corte poco profundo en el músculo elástico de la pierna.

La herida no era grave y Al Auf, al final de su estocada, estaba en posición extendida. Mientras intentaba recobrarse, desesperado, Tom levantó el acero y lo obligó a un lance en círculos. Las dos espadas giraron juntas; el chirrido de los aceros era tan agudo que ponía los nervios de punta; las empuñaduras vibraban en la mano.

Por fin el joven había logrado convertir aquello en una cuestión de fuerza, pues Al Auf no se atrevía a retirarse. Para hacerlo era necesario abrir la guardia, con lo que la riposte llegaría con la celeridad del rayo. Era el clásico lance prolongado que Tom había aprendido de Aboli. "Con este golpe tu padre mató a Schreuder", le había dicho su maestro. "Y ese holandés era el mejor espadachín que he visto en mi vida… después de tu padre, claro está."

Tom apoyó todo su peso en la muñeca y Al Auf cedió paso. Las dos hojas giraban y giraban. La frente morena, profundamente fruncida por el esfuerzo, se cubrió de sudor. Pesadas gotas corrieron hacia los ojos y la barba. Tom, triunfante mientras el otro se debilitaba. La muñeca herida aún dejaba caer gruesas gotas de sangre. Los labios del árabe se contrajeron en un horrible rictus de desesperación. En los ojos florecieron el horror y la muerte.

De pronto el muchacho cambió el ángulo de la muñeca y la punta de su espada centelleó a dos centímetros de los ojos de Al Auf. Luego se retiró. Los largos dedos del árabe se abrieron contra su voluntad y la empuñadura de la cimitarra escapó de ellos. Tom utilizó su propia hoja para ensartarla y, con un rápido movimiento de muñeca, la arrojó hacia el muro opuesto, donde cayó al suelo con un repiqueteo.

Al Auf trató de esquivarlo y huir hacia la puerta, pero Tom tenía la punta de la espada contra su barba, hurgando suavemente bajo el mentón, y lo obligó a retroceder hasta la pared. Jadeaba profundamente; tardó un rato en recobrarse lo suficiente para hablar.

—Ahora sólo hay una cosa que puedes hacer para salvar la vida —dijo, respirando con dificultad.

Al Auf entornó los ojos al oír su propio idioma utilizado con tanta fluidez por ese infiel.

—Puedes entregarme al niño franco que tienes prisionero aquí.

El árabe lo miró fijamente. Con el brazo herido contra el pecho, apretaba con la otra mano la muñeca herida, tratando de restañar la sangre.

—Respóndeme —insistió Tom. Y apretó la punta de la espada contra su cuello—. Háblame, cría de una cerda enferma. Dame al niño y te dejaré vivir.

El árabe hizo una mueca de dolor ante la punzada del acero.

—No conozco a ese niño del que hablas.

—Lo conoces bien. El pelirrojo —dijo Tom, interrumpiendo sus protestas.

Al Auf torció los labios en una sonrisa burlona.

—¿Para qué quieres a Al Amhara, el Rojo? —preguntó. En sus ojos había un odio terrible—. ¿Era tu pareja?

La mano armada de Tom tembló de ira ante el insulto.

—Al Amhara es mi hermano.

—Entonces has llegado demasiado tarde —se jactó Al Auf—. Está donde nunca podrás hallarlo.

Tom sintió que una banda de hierro se ceñía a su pecho. Le faltaba el aire. Dorian había desaparecido.

—Mientes. En su aflicción, las palabras árabes le trababan la lengua. Sé que está aquí. Lo vi con mis propios ojos. Lo hallaré.

—Busca cuanto quieras, pero no está en esta isla.

Al Auf rió; fue un sonido retorcido, doloroso, que Tom cortó con la presión del acero. Clavó la mirada en los ojos oscuros de su enemigo. Una maraña de pensamientos confusos le corría por el cerebro.

—¡No! —Se negaba a creerlo—. Tienes a mi hermano escondido aquí. Estás mintiendo. —Pero algo en la actitud del corsario le advirtió que el hombre decía la verdad. Al comprender que había perdido al pequeño Dorry, una desesperación negra y lenta fue llenando el vacío que su hermano le había dejado en el corazón.

Bajó la espada y, girando en redondo, marchó hacia la puerta, desesperado por revisar cada rincón de la isla, aunque sólo fuera por aliviar su corazón.

Al Auf quedó tan sorprendido que, por un momento, permaneció rígido. Luego bajó la mano intacta a la empuñadura de la daga que llevaba a la cintura, con su vaina afiligranada en oro. La hoja pulida se deslizó con un leve rasguido.

Tom no estaba tan perdido en su angustia como para ignorar ese susurro fatal. Mientras giraba para enfrentarlo, el árabe cruzó el espacio entre ellos blandiendo la daga por encima de la cabeza, listo para hundirla en la espalda del inglés.

Ante esa traición, la desesperanza de Tom se convirtió en ira devoradora. Se adelantó de un salto para enfrentarse al ataque y le clavó la espada en el centro mismo del pecho. Sintió que el acero se desviaba contra una costilla; después de atravesar el corazón y el pulmón, se estremeció en su puño al chocar con la columna.

Al Auf quedó petrificado. La daga cayó de su mano al suelo, con fuerte ruido; en sus ojos negros se apagó el odio. Tom le aplicó una bota contra el pecho para tirar hacia atrás y liberar la hoja enrojecida.

El árabe se derrumbó de rodillas, con la cabeza caída hacia adelante, pero Tom aún no había saciado su ira. Levantó el sable y volvió a descargarlo, aplicando toda la potencia de sus hombros, el brazo y la muñeca, con lo que el acero siseó en el aire al descender. Alcanzó a Al Auf en la cara posterior del cuello. La cabeza se desprendió del tronco, golpeó el suelo con sonido carnoso y rodó hasta los pies de Tom.

El muchacho clavó la vista en esa cara de ojos muy abiertos, feroces. Los labios se abrieron como si intentara hablar pero luego los párpados se agitaron y la luz se apagó en las pupilas dejándolas opacas. En eso apareció Aboli en el vano de la puerta:

—Está hecho, ¡y bien hecho!

Entró en la habitación, quitándose el albornoz que llevaba puesto, y se arrodilló para extenderlo en el suelo. Luego recogió la cabeza cortada, asiéndola por el pelo negro y lacio.

Mientras envolvía aquello en la túnica, Tom lo observó con poca emoción y ningún remordimiento. Aboli se incorporó echándose al hombro el horrible hatillo, cuyos pliegues se iban empapando de sangre.

—Se la llevaremos a tu padre. Cuando presente la cabeza de Al Auf a los gobernadores de la Honorable Compañía, esto le valdrá un título de barón.

Con la espada desnuda en la mano, Tom siguió a Aboli como sonámbulo hasta salir a la luz del sol: No sentía regocijo alguno: sólo el peso aplastante de saber que había perdido a Dorian para siempre.

***

Tom se abrió paso entre los entusiasmados marineros que invadían los pasillos y los cuartos interiores del fuerte. Entre risotadas, jactándose a gritos, estaban saqueando el edificio. De vez en cuando se oía un alarido: habían hallado a otro árabe escondido en alguna de las celdas y lo arrastraban al patio.

A los prisioneros se los desnudaba por completo. Los marineros habían descubierto con cuánta prontitud podían disimular una daga bajo esas voluminosas vestiduras. Hasta las mujeres recibían ese trato. Las armas confiscadas iban formando un montón en el centro del patio; los objetos de valor, las bolsas de los hombres y las joyas de las mujeres, eran arrojadas a una lona extendida.

Finalmente se arrastraba a los prisioneros para incorporarlos a las filas de cuerpos desnudos arrodillados contra el muro norte del patio, bajo la custodia de sonrientes marineros, que montaban guardia con pistolas cebadas y alfanjes desenvainados.

Tom recorrió a grandes pasos las filas de árabes arrodillados y escogió a uno. A pesar de su desnudez, el hombre tenía facciones nobles y una mirada inteligente y digna.

—¿Cómo te llamas, anciano? —preguntó, haciendo un esfuerzo por hablar con respeto.

El viejo pareció sobresaltarse al oírlo hablar en árabe, pero respondió bien a ese tono gentil.

—Mi nombre es Ben Abram.

—Tienes el aspecto de un erudito o un santón —lo halagó el muchacho.

El anciano volvió a responder bien.

—Soy médico.

—En esta isla había un niño. Ahora tendría doce años. Era pelirrojo. Fue capturado por Al Auf. ¿Sabes de él?

—Sé de él —asintió Ben Abram.

Tom se sintió reanimado.

—Es mi hermano. ¿Dónde está? ¿Se encuentra aquí, en la isla? —inquirió, anhelante.

Pero Ben Abram meneó la cabeza.

—Ya no. Al Auf lo vendió como esclavo.

Por fin Tom debía aceptar esta corroboración de la fanfarronada del corsario. Por un minuto creyó que no podría soportar tanto dolor.

—¿Adónde lo enviaron? ¿Cómo se llama el hombre que compró a mi hermano?

Ben Abram volvió a menear la cabeza, pero había desviado la vista y su expresión era cautelosa.

—No lo sé —susurró.

Comprendiendo que mentía, Tom llevó la mano hacia la empuñadura de su espada, decidido a arrancarle la información. Pero al ver la expresión fuerte y decidida de sus facciones, la intuición le advirtió que por la fuerza no obtendría nada. Buscando tiempo para pensar, recorrió con la vista las murallas interiores del fuerte. Las fortificaciones estaban sembradas de árabes muertos; entre ellos había muchos heridos que gemían y se retorcían en el polvo. Llamó al contramaestre que estaba a cargo de la guardia.

—Este hombre es cirujano. Devolvedle sus ropas y permitid que atienda a los enemigos heridos.

—Sí, señor Courtney —el hombre se tocó la frente con los nudillos.

Tom se volvió nuevamente hacia Ben Abram.

—Muchos de tus hombres necesitan de tus cuidados. Puedes ir a atenderlos.

—Que Alá recompense tu compasión.

El anciano, ya de pie, se puso la túnica que el contramaestre acababa de arrojarle. Tom lo vio marchar deprisa hacia el árabe malherido y arrodillarse junto a él.

Ahora debía buscar a su padre y darle la horrible noticia que Dorian ya no estaba. Tom volvió a mirar en derredor.

Luego echó a andar hacia las puertas. En el trayecto detuvo a dos los que reconoció como tripulantes del Serafín.

—¿Has visto al capitán? ¿Dónde está?

Como nadie pudiera decírselo, su aflicción fue en aumento.

Por fin vio al capitán Anderson cerca del portón devastado. El hombre estaba rubicundo y rugía como un toro herido, tratando de que sus desmandadas tropas se organizaran en fila, a fin de vaciar los depósitos en que los piratas almacenaban el botín. Algunos marineros salían ya del fuerte, tambaleándose bajo el peso de fardos y barriles que amontonaban junto a la entrada, desde donde se los llevaría a bordo de las naves.

Tom se abrió paso hasta reunirse con Anderson. Cuando el capitán giró para enfrentarlo, su expresión se ablandó de un modo intrigante.

—He matado a Al Auf —dijo el muchacho, alzando la voz para hacerse oír por sobre el alboroto—. Aboli trae la cabeza. Señalaba al corpulento negro, que llevaba al hombro un hatillo manchado de sangre.

—¡Santa Madre de Dios! —Anderson parecía muy impresionado—. Ése sí que fue buen trabajo. Ya me preguntaba dónde se habría metido el muy tunante. En Londres, su cabeza valdrá todo un lakh.

—Al tope de la escalera que está detrás de esa puerta, en el extremo de las fortificaciones, hay un cuarto lleno de cofres con monedas. Sólo el buen Dios sabe cuánto oro ha acumulado Al Auf aquí. Creo conveniente, capitán Anderson, que pongáis a un oficial de confianza a custodiarlo, antes de que nuestros muchachos empiecen a servirse.

El capitán llamó a gritos a su contramaestre y le dio la orden. Cuando el oficial se alejó, con cinco hombres reclutados deprisa, Tom pudo formular la pregunta que le estaba quemando la lengua.

—¿Habéis visto a mi padre, capitán? Lo estoy buscando. Debería estar aquí para ayudaros a asumir el mando.

La expresión anhelante de Anderson se mezcló con piedad.

—Ha caído, hijo. Vi que lo alcanzaba el estallido de la pólvora con que volamos los portones.

Al ver cumplida su premonición de desastre, Tom sintió que la mano glacial del miedo le apretaba el corazón.

—¿Dónde está, señor? La última vez que lo vi estaba frente a las puertas.

La voz de Anderson sonaba ronca de solidaridad. Lo siento, hijo, pero por lo que vi es casi seguro que ha muerto.

Tom huyó de él; en ese momento no recordaba siquiera a Dorian. Después de trepar por los montones de escombros que bloqueaban el portón, vio un cuerpo destrozado tendido en el claro. Se dejó caer de rodillas a su lado. Estaba tan mutilado, con la ropa y la piel arrancadas, que no pudo reconocerlo con certeza. Movió con suavidad la cabeza destrozada.

—Danny —musitó.

Y sintió que las lágrimas le subían a los ojos. Sólo ahora comprendía lo mucho que amaba a ese gigante. Parpadeó para contener las lágrimas. La muerte, vista desde cerca, era más fea que la peor de sus pesadillas. En los ojos abiertos y fijos de Gran Daniel se apiñaban los moscardones. Tom las apartó con la mano y cerró los párpados con una caricia. Luego volvió a levantarse, vacilante. Aboli apareció a su lado.

—¿Dónde está mi padre? El capitán Anderson dijo que estaba aquí.

No veía ningún otro cadáver que pudiera ser el de su padre. A lo largo del bosque yacían treinta o cuarenta árabes que habían caído en el intento de escapar. Unos cuantos marineros los revisaban para asegurarse de que no estuvieran fingiéndose difuntos, treta favorita de los árabes, y para retirar cualquier cosa de valor.

—Tu padre no está aquí —dijo Aboli—. Deben de habérselo llevado.

Tom corrió hacia el hombre que estaba arrodillado junto al cadáver más próximo. No lo reconoció; debía de ser un tripulante del Yeoman of York.

—¿Has visto a sir Henry, el capitán del Serafín?

El hombre levantó la vista hacia él.

—Sí, muchacho. El viejo estaba muy malherido. Vi que los matasanos se lo llevaban a la bahía.

Hizo un gesto con las manos ahuecadas, llenas de joyas de oro.

Por sobre los árboles asomaban los palos de la escuadra.

Los tres barcos habían entrado en la bahía al ver que izaban las banderas en las almenas, anunciando la captura del fuerte. Tom corrió por el sendero que cruzaba el bosque y salió a la playa, seguido a un paso por Aboli.

Los botes iban y venían entre la playa y los tres grandes barcos anclados en las aguas tranquilas de la laguna, llevando a tierra a los hombres que habían sido liberados de sus tareas de a bordo. El muchacho vio venir una falúa desde el Serafín y la llamó en cuanto su quilla tocó la arena.

—¡Dónde está el capitán!

—A bordo, maese Tom —informó el contramaestre.

—Debo verlo. Llevadme a la nave.

—Con gusto, maese Tom. Venid.

Cuando la falúa chocó contra el casco del Serafín, Tom fue el primero en trepar la escalerilla, siempre con Aboli pisándole los talones. En la cubierta había sólo un puñado de tripulantes, que, alineados contra la barandilla, contemplaban melancólicamente la conmoción que reinaba en la costa, deseosos de participar en el combate y el saqueo.

—¿Dónde está el capitán? —inquirió Tom.

—Lo llevaron a su camarote.

Voló por la cubierta. Al llegar a la puerta del camarote lo detuvo en seco un terrible gemido que resonó en el silencio de popa. Se detuvo con la diestra extendida, sin coraje para abrir la puerta y descubrir qué horrores le esperaban al otro lado. Aboli se adelantó para abrir silenciosamente y Tom miró hacia adentro.

Habían armado una parrilla de madera bajo las ventanas de popa, donde la luz era más potente. En ella yacía su padre, boca arriba. El doctor Reynolds estaba junto a él, con su levita negra: el atuendo formal para operar. El grueso paño de sarga estaba verdoso por los años y tieso de sangre seca y vieja. En ese lugar pequeño y cerrado, el cirujano ya había empezado a transpirar abundantemente. Levantó la vista a Tom, asintiendo con la cabeza.

—¡Bien! Ven, hijo. ¡No te quedes allí, boquiabierto! Necesito otro par de brazos fuertes —dijo con aire lúgubre, mientras se arremangaba hasta los codos.

Tom avanzó con pies de plomo hasta la parrilla y se quedó mirando el cuerpo deshecho de su padre. Un feroz olor a alcoholes llenaba el caldeado camarote. Uno de los dos ayudantes del cirujano había metido en la boca de Hal Courtney el pico de una botella de ron, vacía ya en sus tres cuartas partes. El licor le corría por las mejillas hasta el pelo. Hal hacía arcadas y, a pesar de estar casi inconsciente, trataba de apartar la cabeza.

Tom arrebató la botella de manos del hombre.

—¡Despacio, maldita sea tu torpeza! ¿Quieres ahogarlo?

—Necesita ese ron para soportar el dolor —protestó el ayudante.

Sin prestarle atención, el muchacho levantó la cabeza a su padre, con tanta suavidad como si fuera un bebé, y le hizo beber con cuidado, dejando pasar sólo un sorbo por vez entre los labios y esperando luego a que tragara.

Bajó la vista hacia las piernas heridas. Reynolds las había ceñido con correas de cuero hacia la mitad del muslo, haciendo torniquetes para detener la hemorragia, pero aun así las heridas manaban. Bajo la parrilla habían puesto un cántaro en el que goteaba la sangre. El parejo dripdrip sonó a los oídos de Tom como un reloj de agua que contara los segundos de la vida de su padre.

Terminados sus preparativos, Reynolds escogió un bisturí del rollo de lona que había desplegado en la parrilla, junto a las piernas mutiladas. Cuando comenzó a cortar las perneras destrozadas de los pantalones, empapadas en sangre, Tom se puso muy pálido, como si fuera a perder los sentidos ante la carnicería que aparecía bajo la tela.

La explosión había convertido la carne en gelatina, dándole el color del hígado picado. La arena y los fragmentos de coral se habían incrustado en ella como disparados por un mosquete; las astillas de hueso asomaban por la masa ensangrentada como flechas de pedernal.

Reynolds palpó las piernas, blandas como si no tuvieran hueso, y meneó la cabeza con los labios fruncidos.

—Hay que cortarlas. Las dos. No las puedo salvar.

—¡No! —exclamó Tom—. ¡No podéis cortarle las piernas! Jamás volvería a montar a caballo ni a comandar un barco. ¡No podéis!

—Entonces morirá. Se le pudrirán las piernas y morirá de gangrena en una semana. Menos, si tiene suerte. Hizo una señal a sus dos ayudantes. ¡Sujetadlo!

Aboli dio un paso hacia adelante.

—Sí, tú también —dijo Reynolds—. Aquí se necesitan brazos fuertes.

Escogió un escalpelo, que a los ojos de Tom parecía más un cuchillo de carnicero que un instrumento quirúrgico, y probó el filo en su propio pulgar. La hoja tenía manchas de herrumbre allí donde la sangre vieja no había sido debidamente quitada.

—Maese Tom, vos le sujetaréis la cabeza. Reynolds le entregó una cuña de madera. Ponedle eso entre los dientes. Es necesario darle algo que morder cuando ataque el dolor, para que no se le partan los dientes.

Tras sumergir una esponja en el cuenco de agua caliente que le ofrecía su ayudante, limpió un poco la sangre y el polvo de la pierna izquierda, a fin de ver dónde debía hacer el primer corte. Luego aplicó otro giro a la correa del torniquete y deslizó el filo contra la piel tensa. La carne se abrió. Tom, que sostenía la cuña de madera entre las mandíbulas de su padre, sintió la sacudida de su cuerpo, con la espalda arqueada y todos los músculos tensos como un cabrestante.

De la garganta de Hal salió un grito terrible; mordió la cuña de tal modo que trituró la madera entre sus dientes. Tom trató de sujetarle la cabeza, que se sacudía de lado a lado, pero su padre tenía la fuerza de un loco.

—¡Sujetadlo! —gruñó Reynolds, mientras cortaba.

La fuerza de las convulsiones arrojó a Aboli y a los hombres que lo retenían. Tom oyó el golpe del acero contra el fémur, muy dentro del muslo. Reynolds dejó rápidamente el cuchillo para tomar la madeja de tripa de gato. Ató los extremos abiertos de los vasos sanguíneos, que manaban libremente a pesar del torniquete. La sangre caía en cascada al cántaro puesto bajo la parrilla. A Tom le costó creer que hubiera tanta.

El cirujano tomó una sierra e inspeccionó los finos dientes. Luego sujetó la pierna destrozada con la mano izquierda y, como un carpintero que dividiera una tabla, metió la hoja en la profunda herida abierta por el escalpelo.

Al primer movimiento, los dientes de acero chirriaron contra el hueso. Aunque los cuatro hombres que lo sujetaban aplicaron todo su peso, Hal se dobló por el medio y se incorporó hasta sentarse, con la cabeza echada hacia atrás; en el cuello y en los hombros se destacaban orgullosamente las cuerdas de músculos y ligamentos. Luego cayó hacia atrás, laxo.

—Gracias a Dios —susurró el cirujano—. Ahora debemos trabajar deprisa, antes de que recupere la conciencia.

Con tres largos movimientos más, el hueso se partió. Reynolds volvió a cambiar la sierra por el cuchillo.

—Le dejaré una almohadilla bien gruesa en el muñón, para cubrir bien el extremo del hueso.

Dio forma a la carne con unos cuantos tajos. Tom hizo una arcada al ver que la pierna destrozada se desprendía flojamente hacia la parrilla. Uno de los ayudantes la recogió para arrojarla a cubierta. Allí quedó, como un arenque recién pescado en el fondo de un esquife, retorciéndose suavemente al morir los terminales nerviosos.

Reynolds enhebró una aguja para coser lona con un trozo de tripa de gato: luego plegó el sobrante de carne sobre el hueso expuesto del muñón y, tarareando por lo bajo, comenzó a poner pulcras puntadas a lo largo de la unión. De la herida cerrada colgaban los extremos sueltos de las suturas con que había atado los vasos sanguíneos.

Pocos minutos después, Reynolds dio un paso atrás, con la cabeza a un lado, como las costureras al apreciar un bordado.

—Bonito —dijo—. Muy bonito, aunque sea yo quien lo diga. E emitió un cloqueo de auto aprobación.

A los ojos del muchacho, el muñón parecía la cabeza de un recién nacido: redonda, calva y ensangrentada.

—Ahora veamos la otra pata.

Reynolds hizo un gesto a su ayudante, que sujetó el tobillo restante con sus manazas peludas y tiró hasta enderezar la pierna. El tormento arrancó a Hal de las oscuras nieblas de la inconciencia. Emitió otra queja trémula y se debatió débilmente, pero lo sujetaron.

El cirujano examinó la pierna a partir del muslo, justo debajo del torniquete, y fue bajando por ella, hurgando en la carne con sus potentes dedos romos en busca de huesos rotos.

—¡Bien! —dijo, como para darse aliento—. ¡Excelente! Aquí creo poder arriesgarme a cortar mucho más abajo. Salvaremos la rodilla. Eso es importante. Podremos articularle una pata de palo y hasta es posible que vuelva a caminar.

Contra la mente consternada de Tom cayó súbitamente la idea de que su padre, vigoroso centro de su existencia desde que él tenía memoria, quizá no pudiera caminar nunca más. Era casi tan insoportable como los horrores que se veía forzado a presenciar, en tanto Reynolds recogía el ensangrentado escalpelo para efectuar la primera incisión en la pierna restante. Hal gritó y dio un corcovo entre sus manos sudorosas, mascando la cuña hasta hacerla astillas.

Su hijo jadeaba y gruñía por el esfuerzo de sujetar el cuerpo contorsionado, tratando de contener las oleadas de náusea que amenazaban con dominarlo. La segunda pierna cayó a la cubierta ensangrentada, a sus pies. Esta vez, sin tener siquiera el alivio del coma, Hal había tenido que soportar la exquisita tortura del cuchillo y la sierra. Tom quedó sobrecogido, con una extraña sensación de orgullo, al verlo resistir la agonía.

Sólo sucumbió cuando el dolor llegó a otra cima, pero aun entonces trató de sofocar sus gritos.

Por fin el hijo pudo inclinarse hacia él y susurrarle al oído:

—Ya pasó, padre. Ya está.

Increíblemente, su padre comprendió y trató de sonreír.

El efecto de esa sonrisa fue espantoso.

—Gracias. —Los labios de Hal dieron forma a la palabra pero de su garganta torturada no surgió sonido alguno.

A Tom se le nubló la vista; las lágrimas amenazaban con dominarlo pero las obligó a retroceder. Luego besó a su padre en los labios, algo que no recordaba haber hecho en toda su vida. Hal no hizo ningún intento de mover la cabeza para apartarlo.

***

cuando Tom salió a cubierta, Ned Tyler corrió a su encuentro.

—¿Cómo está? —preguntó.

—Con vida —respondió el muchacho. Al ver la gran preocupación de Ned, se compadeció de él—. Bien, hasta donde se puede esperar. No se sabrá hasta dentro de algunos días. Dice el doctor Reynolds que debe descansar.

—Gracias a Dios por eso, al menos —dijo Ned. Luego miró a Tom con aire expectante.

Por un momento él no supo qué estaba esperando. De pronto comprendió: Ned necesitaba órdenes. Eso lo acobardó. Se sentía demasiado cansado e inseguro como para aceptar la responsabilidad que le echaban encima. Luego, con un esfuerzo, reunió sus recursos.

—Lo prioritario, por ahora, es traer a todos nuestros heridos a bordo, para que el doctor Reynolds pueda atenderlos debidamente.

—Sí, señor Courtney. Y Ned, aliviado, se volvió para transmitir las órdenes.

Tom quedó atónito ante lo fácil que había sido. Ya no era maese Tom, sino el señor Courtney Por ser hijo de Hal, el mando pasaba naturalmente a él. Sólo tenía diecisiete años y no ostentaba ningún rango oficial, pero el barco no era de la Marina. Y Tom había probado repetidas veces que tenía buena cabeza y era capaz de hacerse valer en cualquier lucha. Los oficiales y los hombres le tenían aprecio. No hacía falta debatir nada. Si Ned Tyler aceptaba su derecho al mando, lo mismo harían todos los hombres del Serafín.

Trató de pensar en lo que a su padre le habría gustado que hiciera, aunque su impulso era volver a su cabecera y no moverse de allí mientras no lo viera lo bastante fuerte como para cuidarse solo. Pero sabía que el doctor Reynolds y sus asistentes estaban mejor equipados para ayudarlo a recuperar la salud.

Reflexionando con celeridad, indicó a Ned que asegurara el barco y atendiera los detalles rutinarios del manejo. Luego continuó:

—Dejo la nave en vuestras manos, señor Tyler. —Las palabras que tan a menudo había oído de su padre le subían con facilidad a los labios—. Voy a tierra para hacerme cargo del mando.

—Sí, señor —fue la respuesta.

***

Seguido de cerca por Aboli, Tom marchó hacia el fuerte. Hasta cierto punto, el orden estaba restaurado, pero encontró a Anderson y a todos los hombres todavía dedicados a saquear los depósitos de la fortaleza. El botín formaba una montaña en el centro del patio; en derredor vagaban los hombres en descabellada confusión, añadiendo más fardos y cajas al montón.

—Capitán Anderson —llamó Tom—, trescientos o cuatrocientos enemigos han escapado a la selva. Muchos están todavía armados. Quiero que se monte guardia en las almenas por si hubiera un contraataque.

El capitán lo miró con incredulidad, pero Tom continuó, decidido:

—Por favor, encomendadlo a vuestro mejor oficial. Haced que recarguen con metralla los cañones enemigos y que los apunten hacia el borde del bosque.

La cara de Anderson empezó a hincharse y llegó al carmesí. Todos los marineros que estaban al alcance de su voz habían interrumpido sus tareas y permanecían ociosos, boquiabiertos, siguiendo ávidamente el diálogo.

—Después haced que levanten una barricada frente al portón abierto, por favor, para rechazar cualquier ataque —prosiguió Tom. Era tan alto como el capitán y le sostenía la mirada sin parpadear.

Anderson lo miró por un largo minuto, como si estuviera apunto de rechazar la orden. Pero luego vaciló. Echó un vistazo al portón abierto y a la chusma desprevenida de sus hombres. El sentido de lo que Tom ordenaba era irrefutable.

—¡Señor McNaughton! —bramó. El grito era innecesario, pues su oficial estaba apenas a cinco pasos—. Cincuenta hombres para levantar una barricada ante los portones y cien para manejar los cañones capturados. Hacedlos cargar con metralla y cubrir los caminos que llegan al fuerte. Y se volvió hacia Tom.

—Sólo nos quedan una o dos horas de luz —prosiguió el muchacho.— Mañana, en cuanto amanezca, sacaremos a los fugitivos de la selva. —Echó un vistazo a las hileras de prisioneros desnudos, que continuaban arrodillados en el polvo—. Por simple cuestión de humanidad, quiero que se dé a esa gente ropa y agua; luego se los podrá encerrar en las celdas del fuerte. ¿Cuántos heridos tenemos entre nuestros hombres?

—No estoy seguro. El capitán parecía culpable. La rubicundez se iba borrando lentamente de su tez.

—Que vuestro escribiente prepare la cuenta del carnicero —ordenó Tom—. Es preciso enviar a los heridos a bordo, para que sean atendidos por los cirujanos.

Ben Abram, el médico árabe, estaba todavía atendiendo a los heridos enemigos. Alguien había tenido el buen tino de asignarle a cuatro de los prisioneros para que lo ayudaran.

—Mañana enterraremos a los muertos, antes de que empiecen a envenenar el aire. Los musulmanes tienen ciertos ritos estrictos para sepultar a sus muertos. Por piratas que sean, es preciso respetar sus tradiciones.

Trabajó con Anderson hasta mucho después del oscurecer. A la luz de las antorchas impusieron el orden, atendieron la seguridad del fuerte y pusieron el botín bajo estricta custodia. Por entonces el muchacho se tambaleaba de fatiga. Le ardía la herida superficial que Al Auf le había infligido en el muslo y todos los músculos de su cuerpo dolían brutalmente.

—Ya no hay peligro, Klebe. Hasta mañana todo está atendido. Debes descansar. Aboli había aparecido súbitamente junto a su hombro.

—Todavía hay algo que no puede esperar a mañana.

Tom lo condujo afuera, hasta donde aún yacía Gran Daniel. Entre los dos envolvieron el corpachón en una pieza de lona. Un equipo de camilleros lo llevó a la playa.

Ya había pasado la medianoche cuando Tom, tambaleante, llegó al camarote de popa del Serafín. Encontró a un ayudante del cirujano sentado junto a la litera donde dormía su padre. Lo despidió diciéndole:

—Yo me haré cargo.

Y se tendió en la dura cubierta. Por dos veces, durante la noche, lo despertaron los gemidos de su padre. En una oportunidad le dio el agua que imploraba; más tarde le sostuvo el cuenco de peltre para que orinara. Lo afligía profundamente verlo tan degradado, a la altura de un bebé, pero el placer de poder serle útil superaba el agotamiento y la piedad.

Despertó antes del amanecer. Por un momento horrible creyó que su padre había muerto durante la noche, pero cuando le tocó la mejilla la halló tibia. Al acercarle el espejo de acero a la boca comprobó, aliviado, que la superficie se empañaba. El aliento de Hal aún hedía a licor rancio, pero estaba vivo.

Tom habría querido quedarse con él, pero no era lo que su padre habría esperado. Dejándolo al cuidado del ayudante, desembarcó con Aboli antes de que asomara el Sol.

Aún quedaba mucho que hacer. Encomendó al maestro Walsh y al escribiente del Yeoman preparar un inventario del botín capturado. Anderson comandaba el trabajo de embalar el tesoro y sellar los arcones, que luego eran llevados a la playa y puestos a cargo de un oficial de confianza, bajo custodia armada.

Finalmente Tom mandó llamar a Ben Abram. El anciano parecía exhausto. Tom se preguntó si habría dormido.

—Sé que vuestra costumbre manda enterrar a los muertos antes de que anochezca el segundo día.

El cirujano asintió.

—Conocéis nuestras costumbres tan bien como nuestro idioma.

—¿Cuántos hay?

Bem Abram asumió una expresión grave.

—Trescientos cuarenta y tres, hasta donde he podido contar.

—Si me prometéis buen comportamiento, liberaré a cincuenta de vuestros hombres para que caven las tumbas.

El médico eligió un sitio para las fosas, en el extremo opuesto del antiguo cementerio islámico, y puso a sus hombres a trabajar. El suelo arenoso hacía fácil la tarea. Antes del mediodía bajaron desde el fuerte los cadáveres, cada uno envuelto en una limpia pieza de algodón blanco. El cuerpo degollado de Al Auf ocupaba el centro de la larga fila que dispusieron en el fondo de la fosa y cubrieron de tierra. Ben Abram recitó las plegarias islámicas por los muertos. Después fue a la playa, en busca de Tom.

—Alá os bendiga por vuestra compasión. Sin vuestra misericordia ninguno de los muertos habría podido entrar en los jardines del Paraíso. Quiera Alá que, algún día, el hombre que os mate tenga para con vos la misma consideración.

—Gracias, abuelo —dijo Tom, ceñudo—. Pero mi compasión termina con los muertos. Los vivos tendrán que enfrentarse a las consecuencias de sus crímenes.

Se apartó del anciano para reunirse con Alf Wilson y Aboli, que esperaban a la cabeza de trescientos hombres bien armados; entre ellos figuraban los prisioneros de Al Auf, que él había puesto en libertad.

—Muy bien dijo. Capturemos a los que escaparon del fuerte.

Aprovechando el incesante viento monzónico, organizaron pequeños grupos para que prendieran fuego el borde oriental del bosque. Las llamas se extendieron rápidamente, rugiendo a través de la maleza en grandes nubes de humo negro. Los árabes que aún estaban ocultos allí fueron expulsados por el fuego.

Cuando salían de entre los árboles, a la carrera, les quedaban pocas ganas de luchar. Arrojaban sus armas, pidiendo misericordia, y se dejaban llevar hacia donde estaban sus camaradas. Al caer la noche del segundo día, casi todos los fugitivos estaban ya encerrados en las empalizadas del fuerte.

—La única agua dulce que hay en la isla es la que está en las cisternas del fuerte —dijo Tom a Anderson cuando se encontraron en la playa, al caer el Sol—. Si alguno se nos escapó, tendrá que entregarse antes del mediodía de mañana o morir de sed.

Anderson estudió a ese muchacho, convertido en hombre con tanta celeridad. Tom tenía la cara ennegrecida por el hollín de las fogatas y manchas de sangre en la camisa, pues algunos de los árabes habían preferido combatir a aceptar la dudosa merced de los ferenghi. No obstante, pese a la fatiga de la batalla, había en sus hombros una actitud de mando y una nueva autoridad en su voz. El capitán notó que los hombres respondían sin vacilación a sus órdenes. "Por Dios", pensó, "el cachorro se ha convertido en perro de pelea de la noche a la mañana. Tiene el porte y la mirada de quien lo engendró. No me gustaría enemistarme con ninguno de los dos." Y sin poner en duda su propia obediencia, informó con toda naturalidad:

—Los escribientes han terminado de inventariar el botín. Os garantizo que va a sorprenderos tanto como a mí. Sólo el oro pesa casi tres lakhs, según un cálculo conservador.

—Ved, por favor, que se divida en cuatro partes iguales —pidió Tom—. Que cada barco de la escuadra reciba una parte, incluido el Cordero.

Anderson pareció desconcertado.

—¿No creéis que sir Henry preferiría tenerlo todo bajo su vista? —dudó.

—Capitán Anderson: tenemos por delante un largo viaje hasta Inglaterra, en el que deberemos enfrentar incontables peligros por el mar y por el clima. Si tenemos la desgracia de perder un barco, bien podría ser el menos conveniente, con lo que nos quedaríamos sin el oro. Si dividimos el riesgo perderemos sólo un cuarto, no la totalidad.

"¿Cómo diablos no se me ocurrió?", se dijo Anderson. Pero dijo, casi de mala gana.

—Ésa sí que es una cabeza bien puesta… —Había estado apunto de decirle "muchacho", pero ya no correspondía. Me encargaré de dar las órdenes, señor Courtney.

—Tenemos veintiséis heridos, cinco de ellos de gravedad. Es preciso construir cobertizos para albergarlos, ventilados y cómodos, por encima de la playa. Y que los carpinteros les hagan camas. Ahora bien, en cuanto a los muertos… —Tom echó un vistazo a los ocho cadáveres envueltos en lonas que yacían a la sombra del bosquecillo—. Quiero que se los embarque en el Minotauro. Los sepultaremos decorosamente en alta mar. El barco ha de zarpar mañana, con la primera luz del día, hacia aguas profundas. ¿Tendréis la bondad de oficiar, capitán Anderson?

—Será un honor.

—Bien, haré que el señor Walsh entregue a Aboli un barrilito de coñac para conservar la cabeza de Al Auf.

***

Cuando Tom entró en el camarote de popa, Hal se removía en la litera, susurrando:

—¿Eres tú, Tom?

El muchacho corrió a arrodillarse a su lado.

—¡Cuánto me alegro de que hayáis vuelto, padre! Habéis estado inconsciente por tres días.

—¿Tres días? ¿Tanto? Dime qué ha pasado en ese tiempo.

—Ganamos, padre. Gracias al sacrificio que hicisteis nos apoderamos del fuerte. Al Auf ha muerto. Aboli tiene su cabeza conservada en un tonelete de coñac. Y en el fuerte hallamos grandes riquezas.

—¿y Dorian? —preguntó Hal.

Ante esa pregunta Tom perdió la alegría. Observó la cara de su padre. Estaba tan pálida como si la hubieran espolvoreado con harina blanca; bajo los ojos tenía grandes medialunas moradas.

—Dorian no está aquí —susurró, con voz tan débil como la de su padre.

Hal cerró los ojos, haciéndole pensar que se había desmayado otra vez. Guardaron silencio por largo rato. Cuando Tom iba a levantarse, su padre volvió a abrir los ojos y giró la cabeza.

—¿Dónde está? ¿Dónde está Dorian?

—Al Auf lo vendió como esclavo, pero no sé adónde lo han llevado, salvo que debe de estar en el continente.

Hal luchó por incorporarse, pero no tenía fuerzas para apartar los hombros del colchón.

—Ayúdame, Tom. Ayúdame a levantarme. Debo salir a cubierta y preparar el barco para ir tras él. Tenemos que hallar a Dorian.

Su hijo alargó una mano para retenerlo, pensando: "No lo sabe." Sintió una pena tan profunda que habría podido sofocarlo. "¿Cómo se lo digo?"

—Vamos, hijo, ayúdame a levantarme. Estoy más débil que un potrillo recién nacido.

—No podéis levantaros, padre. Os han cortado las piernas.

—No digas tonterías, Tom. Acabas con mi paciencia.

Agitarse tanto podía serle perjudicial. El doctor Reynolds había advertido que cualquier movimiento brusco podía romper las suturas, con lo que se reanudarían las hemorragias. "Tengo que convencerlo, por su propio bien", pensó el muchacho.

Se inclinó hacia él para retirar el liviano cubrecama de algodón.

—Perdonadme, padre, pero debo mostraros esto. Con mucha suavidad, pasó un brazo bajo los hombros de Hal y lo incorporó para que pudiera mirarse la parte inferior del cuerpo.

En el colchón yacían los miembros grotescamente acortados, con sendos turbantes de vendas, en las que la sangre seca formaba sucias manchas pardas. Hal los miró por largo rato; luego cayó hacia atrás, contra las almohadas. Por un segundo Tom pensó que había vuelto a desmayarse, pero luego vio que, entre los párpados fuertemente apretados, se estaban escurriendo las lágrimas. Eso fue demasiado para él. No podía ver llorar a su padre. Era menester dejarlo para que se reconciliara con su destino. Después de cubrirlo con la sábana para esconder esas terribles lesiones, salió del camarote de puntillas y cerró silenciosamente la puerta.

Cuando salió a cubierta, la falúa ya estaba lista para llevarlo hasta el Minotauro. El capitán Anderson lo esperaba en el alféizar, hablando en voz baja con Alf Wilson.

Tom echó un vistazo a los ocho cadáveres envueltos en lonas, cada uno sobre su propia parrilla, con una bala grande cosida al pie del sudario. Por el tamaño reconoció a Daniel Fisher: en comparación, los que estaban a sus lados parecían enanos.

—Señor Wilson, tened la bondad de levar anclas y fijar curso para franquear el paso.

Las velas negras del Minotauro resultaban adecuadas para ese viaje sombrío. Abandonando la isla, el barco navegó hacia el oeste; bajo su quilla, el agua cambió el verde turquesa de los bajíos por el púrpura real de las profundidades oceánicas.

—Poned el buque al pairo, por favor, señor Wilson.

El Minotauro viró lentamente hacia el viento. Anderson comenzó a entonar las palabras sonoras del oficio fúnebre.

—Desde las profundidades te he llamado…

El viento gemía entre las jarcias. Tom, de pie junto al palo mayor, con la cabeza descubierta, pensaba en lo mucho que había perdido en esos últimos días: un padre, un hermano y un amigo querido.

—Por tanto, entregamos sus cuerpos a las profundidades…

A la cabecera de cada parrilla aguardaba un marinero. Ante esas palabras las levantaron al unísono, para que los cuerpos amortajados se deslizaran por sobre la borda y se hundieran de pie en el mar, velozmente llevados hacia abajo por la bala de hierro.

Alf Wilson hizo una señal a los artilleros que estaban de pie junto a sus cañones. La primera andanada del saludo brotó con una larga bocanada de humo plateado.

—Adiós, Gran Danny. Adiós, viejo amigo —susurró Tom.

Esa noche, algo más tarde, Tom se sentó junto a la litera de su padre para informarle, en voz baja, todo lo sucedido durante el día. No estaba seguro de que Hal pudiera aún comprender todo, pues no hacía comentarios y parecía perderse de a ratos en la inconsciencia. No obstante, mientras le hablaba Tom se sentía más cerca de él en espíritu; eso lo ayudaba a calmar la soledad del mando, la onerosa carga que empezaba a conocer.

Por fin guardó silencio. Cuando estaba por acostarse en el jergón preparado en la cubierta, Hal le buscó la mano a tientas y se la estrechó débilmente.

—Eres un buen muchacho, Tom —susurró—. El mejor de todos, probablemente. Sólo lamento…

Se interrumpió, dejando escapar la mano de su hijo. Su cabeza cayó a un lado, con un suave ronquido. Tom jamás sabría qué era lo que lamentaba.

***

En los días siguientes notó una leve mejoría en las fuerzas de su padre. Podía concentrarse por más tiempo en lo que él le informaba antes de caer en la inconsciencia.

En el curso de una semana pudo pedirle consejo y recibir una respuesta razonada. Sin embargo, cuando preguntó al doctor Reynolds cuándo estaría en condiciones de iniciar el viaje de retorno a Inglaterra, el médico meneó la cabeza.

—Dentro de tres días podré quitarle las suturas… pasados catorce días desde la amputación. Si zarpamos dentro de un mes lo estaréis sometiendo a un riesgo grave, sobre todo si encontramos mal tiempo. Para mayor seguridad deberíamos esperar dos meses, cuanto menos. Necesita tiempo para recobrar las fuerzas.

Tom fue en busca de Anderson; lo encontró supervisando el embarque de la pesada carga que habían capturado. Se componía mayormente de especias y telas; incluía magníficas sedas de la China.

—Capitán Anderson: he analizado con mi padre el asunto de los prisioneros árabes.

—Espero que no quiera liberarlos. Son piratas, pura y simplemente. Han asesinado a cientos de marineros honrados.

—Jamás pensaríamos en liberarlos —concordó Tom—. Aparte de cualquier otra consideración, eso establecería un precedente peligroso. No podemos soltar a semejante manada de tiburones para que asuelen las vías marítimas.

—Me complace oír eso —gruñó el capitán—. Su destino final debería ser la horca.

—Según el último recuento, tenemos quinientos treinta y cinco prisioneros. Se necesitaría mucha cuerda, capitán, y dudo que tengamos vergas suficientes para tenderlos a secar a todos.

Anderson, chupando su pipa, reflexionó sobre los problemas logísticos de ejecutar a tantos hombres.

—Por otra parte, en el mercado de esclavos valdrían cuanto menos treinta libras por cabeza —señaló Tom.

El otro le clavó los ojos saltones. Eso no se le había ocurrido.

—¡Y lo merecen, sangre de Dios! Pero no podéis venderlos en Zanzíbar —objetó—. El sultán no os permitiría vender a musulmanes en sus mercados. Tendríamos otra guerra entre las manos.

—Los holandeses no tienen esos reparos —aseveró el joven—. Están siempre a la busca de esclavos para sus plantaciones de canela de Ceilán.

—Tenéis razón. —Anderson rió entre dientes, encantado—. El viaje hasta Ceilán, ida y vuelta, es de cinco mil millas. Pero los vientos son favorables y, a treinta libras por cabeza, valdrá la pena hacer ese desvío. —Hizo un rápido cálculo mental—. Cielo santo, es poco menos de dieciséis mil libras.

Calló otra vez para calcular la parte que le correspondería de esa cifra. Por fin sonrió de oreja a oreja.

—Con las cadenas que Al Auf tenía almacenadas en el fuerte podemos surtir muy bien a todos sus hombres. Hay un buen toque de justicia en eso.

—Según el doctor Reynolds, mi padre no estará en condiciones de navegar por dos meses más, cuanto menos. Os propongo que carguéis a los cautivos a bordo del Yeoman para llevarlos a Colobo. Una vez que los hayáis vendido al gobernador de la VOC os reuniréis aquí con nosotros. Mientras tanto enviaré al dhow que capturamos hacia Glorietta, para que haga regresar el Cordero. Retornaremos a Inglaterra en caravana. Con buen viento y si Dios nos acompaña, podremos anclar en Plymouth antes de Navidad.

Al día siguiente cargaron a los árabes a bordo del Yeoman.

Hubo que emplear a los herreros de todos los barcos para aplicar grillos a aquellas largas filas de hombres. Los encadenaron en grupos de a diez y los condujeron a la playa.

Tom estaba con Reynolds en el cobertizo de paja que oficiaba como hospital, bajo las palmeras. Visitaba a los marineros heridos que yacían allí, con la esperanza de animarlos un poco. Ya habían muerto dos a causa de la temible gangrena gaseosa, pero cuatro estaban lo bastante repuestos como para volver a sus tareas y Reynolds confiaba que los otros los seguirían muy pronto.

Al salir del hospital, Tom se detuvo a observar a los prisioneros que marchaban hacia las falúas. La idea de enviarlos a un cautiverio de por vida le inspiraba ciertos reparos. Los holandeses no eran carceleros blandos: él recordaba bien los relatos de su padre, Gran Daniel y Aboli sobre sus experiencias en el fuerte de Buena Esperanza, bajo el dominio holandés.

Luego se consoló pensando que la decisión no había sido sólo suya; su padre estaba de acuerdo y había firmado la orden para el transporte, según las facultades que le otorgaba el nombramiento real; en cuanto al capitán Anderson, estaba decididamente encantado ante la perspectiva de obtener una buena tajada con su venta. Al fin y al cabo, eran piratas sanguinarios. Al pensar en el pequeño Dorian, condenado al mismo destino, se marchitó cualquier piedad que pudieran inspirarle los prisioneros.

No obstante, había discutido con su padre y con Anderson hasta persuadirlos de que exceptuaran de esa sentencia a las mujeres y a los niños de la guarnición. Esos infortunados sumaban cincuenta y siete; entre ellos había bebés de pocos meses. Muchas de las mujeres estaban obviamente embarazadas. Lo conmovedor era que cinco de ellas habían decidido ir con sus esposos al cautiverio antes que sufrir la separación. A las otras se las retendría en Flor de la Mar hasta que se les pudiera conseguir transporte adecuado hasta Zanzíbar.

Cuando estaba por alejarse divisó, entre los prisioneros, la cara y la barba plateada de Ben Abram.

—Traedme a ese hombre —ordenó a los guardias.

Los hombres lo separaron de las filas para arrastrarlo hasta él.

—¡Vergüenza debería daros! —los reprendió Tom—. Es un anciano. Tratadlo con suavidad. —Luego se dirigió a Ben Abram—. Un hombre como vos ¿cómo pudo mezclarse con Al Auf?

El cirujano se encogió de hombros.

—En todas partes hay enfermos que atender, aun entre los forajidos. Cuando un hombre viene a mí para que lo cure, nunca le pregunto qué ha hecho de bueno o de malo.

—¿Eso significa que tratabais a los prisioneros ferenghi de Al Auf tanto como a los verdaderos creyentes?

—Por supuesto. Es la voluntad de Alá, el Compasivo.

—¿Atendisteis a mi hermano? ¿Le ofrecisteis consuelo?

—Es un niño simpático, vuestro hermano. Hice lo que pude por él —dijo Ben Abram—. Pero Alá sabe que no fue tanto como habría deseado.

Tom vacilaba en contradecir las órdenes de su padre, pero al fin tomó una decisión.

—Con eso os habéis ganado la libertad. Os enviaré a Zanzíbar con las mujeres y los niños. Se volvió hacia los guardias. Que quiten las cadenas a este hombre. Luego traédmelo. No será transportado a Ceilán con estos tunantes.

Cuando regresó Ben Abram, ya libre de sus cadenas, Tom le encomendó colaborar con los ayudantes del cirujano en el improvisado hospital de paja.

Al alba del día siguiente, el Yeoman zarpó con su carga humana. Tom lo siguió con la vista desde la playa hasta que desapareció bajo el horizonte oriental. Sabía que Anderson era demasiado optimista al pensar que podría completar en dos meses el largo viaje de ida y vuelta entre Ceilán y Flor de la Mar.

—Cuanto más tarde, más tiempo tendrá padre para ponerse fuerte —susurró, cerrando el catalejo. Y llamó a la falúa.

***

En cuanto Tom entró en el camarote de popa percibió que su padre estaba peor que cuando lo había dejado, pocas horas atrás.

En el camarote había un agrio olor a enfermedad; Hal estaba arrebatado e inquieto. Una vez más había caído en el delirio.

—Hay ratas que me trepan por el cuerpo. Ratas negras, peludas…

Se interrumpió con un grito, lanzando golpes a cosas que Tom no veía. Lleno de pánico su hijo envió la falúa de regreso a la isla, en busca del doctor Reynolds.

Luego se inclinó hacia Hal para tocarle la cara. Tenía la piel tan caliente que apartó la mano, sorprendido. Aboli llevó un cuenco de agua fresca. Cuando retiraron las sábanas del cuerpo consumido por la fiebre, el hedor de la corrupción se elevó desde los muñones en una nube densa, tan fuerte que Tom hizo una arcada.

—¡Que el médico se dé prisa! —aulló.

Y oyó que transmitían su orden a la falúa que se acercaba.

Entre él y Aboli lavaron el cuerpo afiebrado y le pusieron paños mojados en el tronco, tratando de reducir la temperatura.

Para Tom fue un alivio ver por fin a Reynolds, que acudía precipitadamente a la cabecera de Hal. En cuanto retiró los vendajes la fetidez se hizo más potente en el pequeño y caldeado camarote.

Tom, de pie tras él, echó una mirada de horror a los muñones. Estaban hinchados, purpúreos; con los puntos de sutura casi escondidos en la carne hinchada.

—¡Ah! —murmuró Reynolds. Y se inclinó para olfatear las heridas como lo haría un conocedor con un buen vino. Han madurado muy bien. Por fin puedo quitar las suturas.

Se arremangó y pidió un cuenco de peltre.

—Sostenlo así, bajo el muñón —ordenó a Tom—. Aboli, sujétalo.

El negro apoyó suavemente las manazas en los hombros de Hal. Reynolds tomó con firmeza el extremo de una tripa de gato que pendía bajo los labios arrugados y carmesíes de la herida y jaló de ella. Hal se puso tieso y lanzó un grito; el sudor rompió en su frente como una erupción blanca. La tripa negra se deslizó fuera de la herida, seguida por una bocanada de pus amarillo verdoso, que goteó hacia el cuenco de peltre, espeso como crema. Hal se dejó caer contra las almohadas, desmayado.

El médico tomó el cuenco de manos de Tom para olfatear nuevamente ese fluido vil.

—¡Encantador! Es benigno. No hay rastros de gangrena gaseosa.

Mientras Tom se arrodillaba a su lado, retiró los otros puntos de la carne inflamada. Cada uno tenía un diminuto residuo amarillo en el nudo del extremo: restos del vaso sanguíneo podrido. Él los iba arrojando al cuenco. Al terminar volvió a vendar los muñones con bandas limpias de algodón blanco.

—¿No deberíamos lavarle primero las piernas? —preguntó Tom, tímidamente.

Reynolds sacudió la cabeza.

—Dejaremos que cicatricen con el pus. Es más seguro dejar que la naturaleza siga su curso sin intervenir —dijo, severo—. Ahora tu padre tiene muchas más probabilidades de sobrevivir. Dentro de pocos días podré retirar los puntos principales, los que sostienen los bordes de los muñones.

Esa noche Hal descansó mucho mejor; por la mañana, el calor y la inflamación de sus heridas habían menguado considerablemente.

Tres días después Reynolds retiró los puntos restantes. Cortó los hilos negros con un par de tijeras y utilizó pinzas de marfil para retirar los últimos restos de tripa de gato entre esa carne atormentada.

En el curso de pocos días, Hal pudo sentarse, con la espalda apoyada contra las almohadas, y escuchar con marcado interés los informes de Tom.

—He enviado el dhow capturado hacia el sur, a Glorietta, para que haga venir el Cordero. Debería reunirse con la escuadra dentro de dos semanas, a lo sumo dijo el muchacho.

—Será un alivio tener nuevamente esa carga de té bajo nuestros cañones —dijo Hal—. Es demasiado vulnerable allá abajo, sin protección.

El cálculo de Tom resultó acertado. Exactamente catorce días después, el pequeño dhow y el matronil Cordero navegaban a través del paso del arrecife para anclar, una vez más, en la laguna de Flor de la Mar.

***

Tom hizo traer a Mustafá, el capitán del dhow, con sus aterrorizados tripulantes; todos estaban prisioneros en las celdas del fuerte desde que los capturara el Minotauro. Cuando se formaron ante él, cayeron de rodillas en la arena blanca de la playa, convencidos de que llegaba la hora de su ejecución.

—No creo que seas culpable de piratería —dijo Tom, para calmar sus temores.

—Pongo a Alá por testigo de que ésa es la verdad, oh exaltado —concordó Mustafá fervorosamente, tocando la arena con la frente. La levantó llena de granitos blancos, como un panecillo azucarado.

—Voy a dejarte en libertad —lo tranquilizó el joven—, pero con una condición: debes llevar a ciertos pasajeros al puerto de Zanzíbar. El jefe de este grupo es, como tú, un hombre honrado e hijo del Profeta. También están las mujeres y los niños que estaban con Al Auf cuando capturamos la isla.

—¡Que las bendiciones de Alá te acompañen, oh sabio y compasivo! —El hombre repitió su genuflexión: las lágrimas de júbilo le corrían hasta la barba.

—Sin embargo —Tom interrumpió esas muestras de gratitud—, no tengo dudas de que viniste aquí para comerciar con Al Auf, sabiendo perfectamente que sus mercancías eran un botín pirata, manchadas de sangre inocente.

—Pongo a Dios por testigo de que no lo sabía —exclamó el árabe, apasionadamente.

Tom inclinó la cabeza a un lado y miró hacia arriba por un minuto. Luego dijo, secamente:

—Dios no parece responder a tu llamado. Por lo tanto, te multaré con sesenta y cinco mil dinares de oro. Por una notable coincidencia es exactamente la suma que encontramos en tu cofre al revisar tu nave.

Mustafá lanzó un gemido de horror ante tan terrible injusticia, pero Tom le volvió la espalda, diciendo a los guardias:

—Liberadlos. Devolvedles el dhow y dejadlos ir. Llevarán a todas las mujeres y a los niños. También irá con ellos Ben Abram, el médico árabe, pero enviádmelo antes de que aborde el dhow.

Cuando vino Ben Abram, Tom lo llevó hasta el extremo de la playa, a fin de que pudieran despedirse en privado.

—Mustafá, el propietario del dhow, está de acuerdo en llevaros a Zanzíbar cuando se haga a la mar. Tom señaló el pequeño barco, anclado en las aguas de la laguna. En estos momentos está embarcando a las mujeres y a los niños de la guarnición.

Ambos contemplaron a las refugiadas que subían a bordo, aferradas a sus bebés y a sus patéticos hatillos de pertenencias. Luego el médico asintió con gravedad.

—Te ofrezco mi gratitud, pero Alá escribirá junto a tu nombre la verdadera recompensa. Aunque eres joven, te convertirás en un hombre poderoso. Te he visto pelear. Quien pueda superar a Al Auf en un combate mano a mano ha de ser todo un guerrero. Asintió otra vez al recordar esa hazaña. El trato que has dado a quienes eran más débiles que tú, las viudas y los huérfanos, demuestra que atemperas tu fuerza con misericordia. Eso te hará grande.

—Tú también eres hombre de gran corazón —le dijo Tom—. Te he visto trabajar con los enfermos y los heridos, aun aquellos que no siguen las enseñanzas de tu Profeta.

—Dios es grande —entonó Ben Abram—. A sus ojos todos somos dignos de misericordia.

—Hasta los niños.

—Los niños especialmente —concordó el cirujano.

—Y por eso, abuelo, vas a decirme todo lo referido a mi hermano, que hasta ahora me has ocultado.

Ben Abram se detuvo en seco y le clavó la mirada. Pero Tom se la sostuvo serenamente. Por fin fue el anciano quien bajó los ojos.

—Tú conoces el nombre de quien compró a mi hermano —insistió Tom—. Sabes quién es.

Ben Abram se acarició la barba, con la mirada perdida en el mar. Por fin suspiró.

—Sí —dijo en voz baja—. Sé quién es, pero se trata de un hombre poderoso, de sangre real. No puedo traicionarlo. Por eso te he ocultado su nombre, aun cuando lamento tu pérdida.

Tom guardó silencio, permitiéndole luchar con su conciencia y su sentido del deber. Por fin el médico dijo:

—Ya conoces su nombre. El joven lo miró fijamente, desconcertado. Capturaste uno de sus barcos —lo ayudó Ben Abram.

A Tom se le iluminó la expresión.

—¡Al Malik! —exclamó—. ¿El príncipe Abd Muhammad Al Malik?

—No fui yo quien pronuncié ese nombre. No he traicionado a mi príncipe.

—¿Conque el lakh de rupias que estaba a bordo de su dhow era, en verdad, el pago por mi hermano, como sospechábamos?

—No puedo asegurar que sea así. —Ben Abram se mesó la barba de plata—. Pero tampoco puedo decir que sea falso.

—Así lo creíamos mi padre y yo, pero no me explico cómo pudieron sacar a Dorry de Flor de la Mar antes de que llegara el pago. No creo que Al Auf confiara a nadie un esclavo tan valioso como Dorry sin cobrar antes todo su precio.

El anciano repuso:

—El príncipe es el hombre más poderoso de Arabia, descontando sólo a su hermano mayor, el mismo califa. Al Malik posee incontables naves, oro, guerreros y camellos, esclavos y esposas. Su fama se extiende desde el poderoso río Nilo y los desiertos del norte hacia el este hasta el reino del Gran Mogol; hacia el oeste, hasta las selvas prohibidas del África, y hacia el sur, hasta las tierras de Monomatapa.

—¿Me estás diciendo que Al Auf le dio crédito por un lakh de rupias?

—Estoy diciendo que Al Auf no confiaba en hombre alguno, salvo en el príncipe Abd Muhammad Al Malik.

—Cuando partas de aquí, Ben Abram, ¿retornarás a Lamu, cuyo gobernador es Al Malik?

—Retornaré a Lamu —confirmó el anciano.

—Por casualidad, ¿verás a mi hermano?

—Eso está en las manos de Dios.

—Si Dios es bueno, ¿darás un mensaje a mi hermano?

—Tu hermano es un niño de gran belleza y valentía. —Ben Abram sonrió ante el recuerdo—. Yo decía que era mi pequeño cachorro de león rojo. Por la bondad que me has brindado y por el afecto que me inspira ese niño, le llevaré tu mensaje.

—Di a mi hermano que cumpliré mi solemne juramento. Jamás olvidaré el juramento que le hice, ni siquiera en el día de mi muerte.

***

Dorian estaba sentado en un colchón, en el suelo de piedra. La celda no tenía más ventilación que una estrecha tronera, frente a él. Lo que llegaba hasta él, haciendo soportable el calor, era la débil brisa del monzón. Si prestaba atención podía oír los ruidos de los prisioneros en las otras celdas del pasillo: sus murmullos, quebrados a intervalos por estallidos de gritos insultantes contra sus guardias árabes y enconadas discusiones entre ellos. Eran como perros encerrados en jaulas demasiado pequeñas para su número; en medio de ese calor opresivo, esos marineros, naturalmente agresivos y violentos, se convertían en asesinos. Apenas el día anterior había escuchado una riña terrible y los ruidos de un hombre que moría estrangulado en la celda vecina mientras sus compañeros vitoreaban al homicida. Dorian, estremecido, volvió a la tarea que había escogido para llenar la monotonía de su cautiverio: estaba utilizando un eslabón de sus cadenas para grabar su nombre en la pared. Muchos otros prisioneros habían dejado sus marcas en los bloques de coral blando. "Tal vez algún día Tom encuentre aquí mi nombre; así sabrá qué fue de mí", se dijo, mientras desgastaba la piedra.

Hacía muy poco que le habían puesto las cadenas. Al principio sus captores lo habían dejado sin grillos, pero la mañana anterior lo habían sorprendido tratando de escurrirse por la estrecha tronera del muro. Sin dejarse amilanar por los nueve metros de altura, Dorian había logrado pasar la mitad superior del cuerpo; unos gritos de alarma, detrás de él, hicieron que los carceleros lo sujetaran por los tobillos para devolverlo a la celda.

Lo sujetaron, aunque se retorcía como un pez en el anzuelo.

—Si este cachorro de infiel se lastima, Al Auf no nos tendrá misericordia. Traed cadenas de esclavo.

Un herrero alteró los grillos para que se ajustaran a su pequeño tobillo.

—Aseguraos de que el hierro no lo despelleje. Al Auf matará a quien marque esa piel blanca o quiebre un solo pelo de esa cabeza roja.

Descontando los grillos, lo trataban con consideración y respeto. Todas las mañanas, pese a su resistencia, dos mujeres veladas lo bajaban al patio. Allí lo desvestían para aceitarle el cuerpo y bañarlo en la cisterna. En el barco Dorian había pasado meses enteros sin bañarse: aparte de que no había agua dulce para tales extravagancias, todos los marineros sabían que el exceso de lavado reducía los aceites naturales de la piel, perjudicando la salud. Los musulmanes eran extrañamente adictos a esos excesos de higiene personal (Dorian los había visto lavarse cinco veces al día, antes de iniciar las oraciones rituales), por lo que, aunque eso fuera una amenaza contra su salud, debía resignarse a esa ordalía diaria. Llegó a recibir de buen grado esa interrupción a la aburrida rutina del cautiverio; cada vez le costaba más irritarse para registrar sus protestas.

Ocasionalmente hacía algún intento, no muy decidido, de morder a una de las mujeres, sobre todo cuando tocaban la parte más íntima de su anatomía. Ellas se acostumbraron muy pronto a evitar sus ataques, chillando de risa. La cabellera de Dorian les arrancaba interminables exclamaciones: la acariciaban al peinarla, se la cepillaban y trenzaban en gruesas cuerdas relucientes. Habían reemplazado sus harapos ruidosos por una limpia túnica blanca.

Lo cuidaban en todos los aspectos. Sobre las frondas de palmera que formaban su colchón le habían tendido un suave vellón de oveja, bellamente curtido. Le dieron una almohada de seda para la cabeza y una lámpara de aceite con que iluminar las largas horas de la noche. Siempre había a su alcance una jarra de agua; la evaporación, a través de la arcilla porosa, mantenía fresco el contenido. Las mujeres le daban de comer tres veces al día; aunque en un principio él había jurado matarse de hambre, sólo para fastidiarlas, el aroma de la comida era tan tentador que su joven apetito no podía resistirlo.

Aunque esa existencia solitaria era difícil de soportar, debía agradecer que no lo hubieran puesto en las celdas atestadas del masillo. Tanto su padre como Tom lo habían prevenido sobre lo que podía sucederle a un niño bonito si se lo dejaba a merced de hombres mayores, viles y depravados.

La cadena le permitía apenas llegar al escalón situado debajo de la tronera; aunque podía subir para mirar hacia afuera, le era imposible repetir su intento de fuga. Cuando no se distraía tallando su nombre en la pared, pasaba horas enteras contemplando la laguna, donde anclaba la flota de Al Auf.

Anhelaba ver siquiera un destello de los velachos blancos del Serafín en ese lejano horizonte azul. "Tom vendrá", se prometía cada amanecer, escrutando el océano que se iluminaba.

Y cada anochecer volvía a observarlo hasta que el horizonte retrocedía entre las sombras purpúreas de la noche; entonces se alentaba con las mismas palabras. "Tom me lo prometió y él siempre cumple sus promesas. Mañana vendrá, lo sé."