Durante la noche, la pinaza se deslizó en torno del extremo sur de Flor de la Mar. Estaba muy oscuro y la Luna no brillaría hasta dentro de una hora. Hal sólo podía calcular la distancia por la fosforescencia del oleaje al romper contra la playa. Había bajado la vela, pues aunque estaba teñida de negro era menester reducir al mínimo las posibilidades de ser detectados desde la costa.
Durante las horas del día había mantenido el Serafín por debajo del horizonte, a fin de no poner sobre aviso a Al Auf. Sólo cuando el Sol se puso se acercó a tierra para botar la pinaza; ahora los esperaba a tres kilómetros de la costa. Hal había acordado con Ned Tyler una serie de señales. Si tropezaban con dificultades, el Serafín estaría preparado para llevárselos. Hasta ahora no habían encontrado ninguna dificultad; el extremo sur de la isla parecía desierto, aunque al pasar habían visto las luces vacilantes de lámparas y fogones en el sector del norte.
Si los dibujos de su padre eran exactos, Hal encontraría una cala resguardada detrás del cabo meridional; hacia allí timoneaba. La pinaza llevaba a veinte hombres pero la intención del capitán era desembarcar con un grupo mínimo. No planeaba un ataque contra el fuerte ni contra los barcos anclados en la bahía: ésa era una incursión exploradora, a fin de evaluar la fuerza de los corsarios musulmanes y tratar de averiguar dónde tenían a Dorian. Esperaba poder deslizarse hasta la costa y escapar nuevamente sin que la guarnición sospechara de su presencia.
Oyó el chapoteo de la sonda y, momentos después, el susurro desde proa:
—Marca cuatro.
Gran Daniel se había hecho cargo personalmente de esa tarea vital. El fondo ascendía en escalones pronunciados. Una ola grande pasó bajo la embarcación, levantándola a buena altura; Hal habría querido tener más luz para timonear; las rompientes estaban muy cerca.
—Preparaos ya, muchachos —dijo Hal a los remeros con suavidad. Y luego, al sentir que la popa empezaba a elevarse sobre la ola siguiente—: ¡Ahora!
La pinaza, atrapando la ola, se lanzó hacia adelante. Instó delicadamente a mantenerse sobre la cresta con pequeños ajustes del timón. La ola rompió en torno de ellos, pero la embarcación continuó avanzando en el agua espumosa hasta encallar súbitamente en la arena.
Los tres saltaron; con el agua a la cintura, sosteniendo en alto las pistolas, vadearon hasta la costa. Gran Daniel, detrás de ellos, condujo la pinaza a aguas más profundas, más allá de las rompientes, para esperarlos allí.
Se detuvieron por encima de la marca de la pleamar.
—Aboli, deja aquí los cohetes —dijo Hal—. El negro descargó el pesado envoltorio de lona. Ojalá no tengamos que usarlos —gruñó el capitán—. Ahora revisemos la carga.
Se oyeron chasquidos metálicos; en tanto Tom y Aboli cebaban sus armas. El largo trayecto hasta la playa y el desembarco entre el oleaje daban al agua marina muchas oportunidades de degradar la pólvora. No se habían armado con mosquetes de caño largo, pues eran pesados y difíciles de cargar y ofrecían poca ventaja en la noche.
—¿Estás bien, Tom? —Hal bajó la voz aún más, angustiado por su decisión de traer al muchacho.
—Perfectamente —susurró él.
Hal se arrepentía de haber compartido su juramento con él. Cada vez que intentaba protegerlo de un peligro, su hijo lo utilizaba contra él. No había podido negarle un puesto en el grupo de desembarco, pero se consoló pensando que la visión nocturna de Tom superaba holgadamente a la suya y a la del mismo Aboli. Posiblemente, antes de que terminara la noche estarían muy agradecidos por contar con esos ojos agudos y jóvenes.
—Ve a la vanguardia —ordenó al muchacho.
Avanzaron en fila india, con él en el segundo lugar y Aboli cerrando la marcha. El terreno estaba despejado, sin matas ni pastos marítimos, pero debían seguir con cuidado los pasos de Tom. Los nidos de las aves marinas, apiñados en la arena de coral, apenas dejaban espacio para pisar entre ellos y las aves, con sus lomos negros como el hollín, resultaban casi invisibles. Aunque cloqueaban con irritación al paso de los hombres, el ruido se perdía entre el grave susurro de la vasta colonia. De vez en cuando, un doloroso picotazo arrancaba sangre al tobillo desnudo, pero no se produjo ningún alboroto generalizado. Por fin llegaron al palmar donde terminaba la colonia. Tom los condujo a paso más rápido, siempre en la protección del palmar, pero apenas por encima de las arenas blancas de la playa. Media hora después se detuvo. Cuando Hal se le puso a la par, señaló hacia adelante.
—Allí está el cuerno de la bahía —susurró. Llegó a distinguir los barcos anclados, pero no podría decir con certeza cuál era el Minotauro.
A los ojos de Hal, hacia adelante sólo había una oscuridad impenetrable. No obstante sabía por Wazari que, cuatro días antes, el Minotauro estaba en la bahía. Y con el daño que le había infligido el Serafín, parecía improbable que hubiera podido hacerse a la mar en el tiempo transcurrido desde entonces.
—Muy pronto saldrá la Luna —murmuró Hal—. Entonces podremos asegurarnos. Pero mientras tanto, acércanos más.
Se escabulleron hacia adelante, a través de la densa jungla. El suelo estaba sembrado de frondas caídas, secas y ruidosas bajo los pies. Era menester confiar en Tom para que los guiara a través de ese riesgo. Hal arrugó la nariz al percibir el humo de las fogatas y otros olores del campamento corsario, menos agradables: desechos de pescado podrido, basura y heces sin cubrir. Luego se detuvo otra vez al percibir el hedor inconfundible de cadáveres humanos en descomposición. Había estado en demasiados campos de batalla como para no reconocerlo. De inmediato pensó en Dorian, pero hizo un esfuerzo por apartar de la mente la vulnerabilidad de su hijo y concentrarse, en cambio, en la tarea que debía realizar. Avanzaron lentamente.
Entre los árboles se veía un chisporroteo de luces; cuando volvieron a detenerse oyeron un vago murmullo de voces. Alguien comenzó a entonar una oración islámica; otro coleña. A estos sonidos se mezclaba el suave golpeteo de vergas y obenques y el resonar de los barcos anclados en la bahía. Al llegar al límite del palmar divisaron la oscura curva de la bahía ante ellos.
—Ése es el Minotauro —dijo Tom suavemente—. No hay manera de equivocarse.
Para Hal era sólo un borrón más oscuro en la oscuridad.
—La Luna saldrá muy pronto —dijo.
Y se acomodaron para esperar.
Por fin asomó suavemente, con su fulgor de plata, y las siluetas de los barcos se materializaron ante ellos, hasta que las vergas desnudas del Minotauro fueron visibles contra las estrellas. Hal notó que había allí otros tres navíos de velas cuadradas, tal como Wazari le había dicho: los tres, capturados por Al Auf.
—Quédate aquí, Tom —susurró.
—Padre… —protestó el muchacho.
—¡Sin discusiones! Has cumplido bien con tu trabajo, ahora te quedas aquí, fuera de peligro, hasta que regresemos.
—Pero, padre…
Tom estaba indignado pero Hal no le prestó atención.
—Si sucede algo… si nos vemos separados, debes dirigirte nuevamente al lugar de la playa donde desembarcamos y llamar a la pinaza.
—¿Adónde vais?
—Aboli y yo vamos a acercarnos para echar un vistazo a los barcos de la bahía. Ya no puedes ayudar en nada.
—Quiero…
Pero Hal lo interrumpió.
—¡Basta! Nos reuniremos contigo aquí. Vamos, Aboli.
Los dos hombres se levantaron calladamente y desaparecieron en pocos segundos, dejando a Tom solo en el borde de la selva. Estaba demasiado furioso como para tener miedo. Lo habían engañado, tratándolo como a un niño, aunque había demostrado muchas veces que no lo era.
"He hecho un juramento", trinaba. "No puedo estarme aquí sentado, si hay la menor posibilidad de que pueda ser útil a Dorry."
Aun así, necesitó de todo su valor para desafiar a su padre; ignorando deliberadamente sus órdenes. Vacilante, se puso de pie. "Es mi obligación", se dijo, reuniendo coraje. No fue directamente tras su padre y Aboli, sino que dio un rodeo, alejándose de la playa. Su padre le había mostrado el mapa de la isla y los dibujos del viejo fuerte, hechos por su abuelo cincuenta años atrás, de modo que tenía una buena idea de lo que había hacia adelante y del rumbo que llevaba.
Por entonces la Luna estaba ya por sobre los árboles y le permitía avanzar deprisa. Vio su luz reflejada en las pálidas almenas del fuerte; al encaminarse hacia allí, encontró un sendero que llevaba la misma dirección. Al avanzar, el hedor a carne humana podrida se hacía más fuerte, hasta que salió aun claro en el bosque. Allí se detuvo, alarmado.
Ante él se extendía un campo de cuerpos muertos. Eran cadáveres humanos desnudos, colgados de una serie de toscos patíbulos, extraños y escalofriantes en el claro de luna. Recorrido por un escalofrío de temor supersticioso, no pudo decidirse a caminar entre los muertos. En cambio rodeó el claro, caminando entre los árboles. Fue una suerte que lo hiciera, pues a la mitad de su rodeo vio venir una fila de figuras vestidas de albornoz por el camino que cruzaba el bosque, desde el fuerte. Si hubiera continuado por el camino habría chocado con ellos. Una vez que hubieron pasado, Tom siguió caminando por entre las palmeras; pocos minutos después estaba en cuclillas bajo las murallas del fuerte, plateadas de luna. Por entonces su enojo había cedido y se sentía muy solo y desprotegido.
Habría debido admitir su estupidez y volver subrepticiamente al lugar de la cita antes de que su padre descubriera su ausencia. No tardaría mucho. Pero racionalizó su desobediencia. Cauteloso, empezó a caminar en torno del fuerte hasta llegar casi a los portones principales. Estaban abiertos, pero había guardias acurrucados bajo la arcada. Parecían dormidos, pero Tom no podía correr el riesgo de acercarse más. Permaneció agazapado en las sombras algunos minutos más. A un lado del portón ardía una antorcha en su soporte de la pared. Su luz le permitió distinguir los gruesos y fuertes maderos de las puertas.
Giró en redondo para desandar sus pasos por el perímetro de las murallas. En el costado oriental, el claro de luna jugaba sobre los bloques coralinos. Allí Tom pudo ver que, en algunos lugares, las paredes estaban en ruinas: parte del revestimiento exterior se había desprendido y la vegetación selvática lo estaba invadiendo. Los ficus habían hundido sus raíces entré los bloques; las enredaderas trepaban por las paredes, con aspecto de monstruosas pitones negras a la luz de la luna.
De pronto se le ocurrió una idea absurda: trepar hasta el interior del fuerte, utilizando una liana como escalerilla, a fin de buscar a Dorian. Mientras estudiaba la posibilidad oyó una tos suave y volvió a esconderse entre los árboles, mirando hacia el lugar de donde provenía el ruido. Entonces vio el contorno de una cabeza de hombre, coronada por un turbante, en una esquina de la almena. Comprendió que había guardias apostados a intervalos a lo largo de las murallas; el corazón dio un vuelco al caer en la cuenta de que había estado cerca de trepar hacia el desastre. Moviéndose con sigilo, desapareció en la esquina del noroeste.
A lo largo de esa sección había troneras abiertas en la pared exterior de las murallas; eran demasiado estrechas para alguien pudiera pasar por ellas, salvo un niño. La mayoría estaba a oscuras, pero detrás de una o dos se veía la suave luz amarilla de una lámpara de aceite. Tras esas ventanas habían celdas o habitaciones.
Agachado bajo los muros, los observó con melancolía. Tras cualquiera de esas ventanas podía encontrarse Dorian, en una celda de esclavo. Imaginó el terror y la soledad de su hermanito, compartiendo esas emociones con toda la plenitud y el amor.
De pronto, casi sin decisión consciente, Tom juntó los labios para silbar los primeros compases de una melodía.
Luego calló, esperando alguna respuesta. No hubo ninguna. Después de un breve rato, se levantó para avanzar un poco más. Volvió a silbar la melodía y esperó.
Un movimiento le llamó la atención. Tras uno de esos altos y estrechos ventanucos, alguien había movido la lámpara. Al ver que cambiaba el ángulo de las sombras, su corazón saltó contra las costillas; se acercó un poco más. Cuando estaba por silbar otra vez la melodía, entre la lámpara y la ventana apareció la silueta oscura de una cabeza. Alguien estaba mirando por la tronera, pero la cara no era visible. Luego, una voz dulce e infantil susurró en la noche unos versos.
—¡Dorry! —Tom habría querido gritarlo a toda voz, pero se contuvo antes de que el nombre le llegara a los labios. Se acercó un poco más, escurriéndose por el pie de la muralla, y vio que una retorcida cuerda de lianas trepaba por los bloques coralinos, pasando a un codo de la tronera iluminada donde aún se veía la sombra de Dorian. Alargó una mano para probarla con su peso. Aunque le temblaban las manos de entusiasmo y miedo, la liana estaba firme, bien arraigada. Tom se quitó el tahalí para dejarlo al pie de la enredadera, junto con su pistola.
Luego se colgó de la liana. Todos los músculos de su cuerpo se habían forjado y endurecido en las jarcias del barco: trepó con la agilidad de un mono. Al llegar a la altura de la tronera, se estiró hacia la abertura, susurrando:
—¡Dorry!
La respuesta fue instantánea.
—¡Tom! Oh, estaba seguro de que vendrías. No podías faltar a tu promesa.
—¡Chist, Dorry! No tan alto. ¿Puedes salir por la ventana?
—No. Estoy encadenado a la pared.
—No llores, Dorry. Te oirán.
—No lloro. Los sollozos del chico eran patéticos, aunque se cubría la boca con ambas manos para sofocarlos.
—¿Podría entrar yo por tu ventana? —preguntó Tom. Iré a liberarte.
—No sé, Tom. Es muy pequeña y tú, tan grande…
—No hay remedio. Tengo que intentarlo.
Mano sobre mano, se desvió por la rama que más se acercaba a la tronera. Aun sintiendo que cedía bajo su peso, continuó avanzando con cautela hasta llegar al extremo. Aún estaba a un metro del antepecho, cuanto menos, y a seis del suelo. Liberó una mano para estirarse hacia un costado.
—¡Cuidado, Tom!
Encontró en la mampostería una grieta que le permitió asirse con firmeza y apartar la otra mano de la enredadera. Cruzó la distancia colgado de la mano derecha, buscando frenéticamente otro apoyo con la izquierda. Aunque arañaba el liso coral con la punta de los pies, bajo el antepecho, no halló asidero.
—¡Aquí! —Dorian alargó las dos manos a través de la tronera—. Dame la mano.
Tom lo hizo, agradecido, se prendió de ellas a la manera de los marineros. Su peso tironeó del niño, atascándole los hombros en la abertura. Inmediatamente comprendió que, si era demasiado estrecha para el cuerpo pequeño de Dorian, sus anchos hombros, ya musculosos por el ejercicio en los cordajes, jamás podrían pasar por la tronera. Estaba atrapado: no podía entrar por el ventanuco y la enredadera estaba casi a un metro, demasiada distancia para la mano izquierda.
—No se puede, Dorry. —La cara de su hermano estaba a treinta centímetros escasos de la suya—. Tendremos que regresar por ti.
—Por favor, no me dejes aquí. Dorian alzó histéricamente la voz.
—El Serafín está esperando frente a la costa. Padre, Gran Daniel, Aboli y yo, todos estamos aquí. Pronto volveremos por ti.
—¡Tom!
—No hagas tanto ruido, Dorry. Te juro que volveremos.
Tom se estiró hacia la enredadera, pero el niño se aferró a su otra muñeca como si se estuviera ahogando.
—¡Tom! ¡No me dejes solo!
—¡Suelta, Dorry! ¡Vas a hacerme caer!
Arriba, en las almenas, una voz gritó en árabe:
—¿Quién es? ¿Quién anda allí abajo?
—¡Los guardias, Dorry! ¡Suéltame!
Tom miró hacia arriba y vio dos cabezas recortadas contra el cielo estrellado, mirándolo desde las almenas. Estaba tendido contra la pared, con una mano precariamente aferrada a la liana y la otra sujeta por su hermano. Vio que uno de los hombres de arriba apuntaba un trabuco de caño largo directamente hacia su cara.
—¡Suéltame, Dorry! —Tom afirmó los dos pies contra los bloques de coral y se arrojó hacia atrás, en el momento en que rugía el mosquete, lanzando una brillante lengua de fuego y chispas de pólvora por la boca.
Oyó que el proyectil pasaba como un latigazo junto a su cabeza, pero iba en caída libre a lo largo de la pared; cayó seis metros, con las tripas subidas hasta las costillas, antes de estrellarse en el suelo con fuerza aturdidora. El golpe le quitó el aliento; por varios segundos permaneció tendido, tratando de llenar los pulmones vacíos.
Lo galvanizó otro disparo hecho desde lo alto de la pared. Esta vez no oyó la bala, pero se levantó trabajosamente, con la respiración todavía dificultosa y sibilante. Quería correr nuevamente hacia el palmar, pero cuando apoyó el peso en el pie izquierdo el dolor se disparó desde el tobillo hasta la entrepierna, como el aguijonazo de una avispa gigantesca.
A pesar del dolor se obligó a avanzar corriendo. Encontró su alfanje y su pistola y los levantó deprisa. A brincos, saltando sobre un solo pie para no forzar el tobillo lesionado, corrió hacia los árboles. Desde atrás le llegaban los gritos apagados de Dorian, agudos y desolados, donde sólo el nombre de Tom se entendía con claridad. Eran más torturantes que la lesión del tobillo. Antes de haber cubierto cien metros, los disparos y los gritos habían alterado a toda la guarnición.
Tom se detuvo para apoyarse contra el tronco de un árbol. Mientras volvía a abrocharse el cinturón con la espada, trató de reorientarse y decidir qué haría. No le sería posible regresar sin ayuda hasta el extremo sur, donde los aguardaba la embarcación. Su esperanza era que su padre y Aboli, puestos sobre aviso por el alboroto, vinieran en su busca. En la oscuridad, eso parecía una esperanza muy endeble.
No tuvo mucho tiempo para tomar una decisión, pues de pronto el bosquecillo pareció hervir de hombres que se hablaban a gritos. Cada pocos minutos disparaban hacia las sombras, en una rápida andanada de disparos.
—¿Quién es? ¿Qué sucede?
Más hombres que subían desde la playa, cortando a Tom el camino hacia el lugar de la cita.
—Es un franco, un infiel. Le vi la cara.
—¿Dónde está?
—Fue hacia la bahía.
—¿De dónde salió? No hay ningún barco infiel.
Las voces se acercaban. Tom oyó las corridas y el ruido de la maleza aplastada. Separándose del tronco, apoyó nuevamente el peso en el tobillo dolorido y avanzó renqueando. Apenas había recorrido cincuenta metros cuando se oyó un grito detrás de él:
—¡Allí está! ¡No lo dejéis escapar!
Sonó otro disparo; Tom oyó que el proyectil se clavaba en el tronco de una palmera, a su lado. Entonces apoyó todo el pie baldado en el suelo y se obligó a correr.
En el tormento, el sudor le corría a chorros por la cara y se le metía en los ojos, cegándolo a medias. Cada paso era un tormento que le estrellaba la vista en luces intensas, pero continuó corriendo. Sus perseguidores lo iban alcanzando: al mirar por sobre el hombro vio las túnicas blancas que revoloteaban en el bosque.
Rodeó un matorral, demasiado denso como para lanzarse de cabeza a él; al otro lado, súbitamente, se vio aferrado por atrás y arrojado al suelo. Luchó salvajemente contra su captor, pero éste le sujetaba la muñeca como una esposa de hierro. El peso de ese hombre contra la espalda lo aplastó contra el suelo blando y arenoso.
—¡Tom! —Era la voz de su padre, al oído—. No te resistas. No hagas ningún ruido. —Experimentó una enorme oleada de alivio—. ¿Estás herido? ¿Por qué renqueas?
—El tobillo —balbuceó el muchacho—. Caí. Creo que me lo he roto.
Los ruidos de la persecución se acercaban.
—¿Lo has visto? —preguntó un árabe. ¿Hacia dónde fue?
—Lo vi ir por allí —respondió alguien.
Se estaban acercando. Luego la voz de Aboli ronroneó:
—Este chico no puede correr. Voy a desviarlos para daros la oportunidad de volver a la pinaza.
Se puso de pie junto a Hal, donde había estado tendido, y huyó hacia la noche. A veinte metros de ellos gritó en árabe:
—¡Allí va! ¡Cortadle el paso!
Hal sepultó la cara de su hijo entre las hojas secas.
—¡Quieto! ¡No te muevas!
Unos pies pasaron muy cerca de la cabeza de Tom, pero él no trató de mirar. Oyó que la persecución se desviaba, abriéndose paso entre la maleza hacia el lado este de la isla; los gritos de Aboli se hicieron más débiles.
El silencio volvió gradualmente. Hal retiró la mano con que sujetaba la nuca del muchacho.
—¿Qué pierna es? —le espetó sin contemplaciones.
Tom se incorporó, aún jadeando.
—Ésta.
Hal le palpó el tobillo.
—Abandonaste tu puesto —lo acusó, mientras tanto podrías habernos hecho matar a todos. Esa estupidez ha puesto a Aboli en un gran peligro.
—Lo siento, pero tenía que hacerlo —jadeó Tom. Luego, precipitadamente, añadió—: Encontré a Dorry.
Las manos de Hal quedaron petrificadas. Levantó la vista hacia él, pálido el rostro bajo el claro de luna que se filtraba entre los árboles.
—¿Lo encontraste? ¿Dónde?
—En el fuerte. Hablé con él por la ventana.
—¡Dios mío! —susurró Hal, olvidando el enojo—. ¿Cómo está?
—Muy asustado, pero no le han hecho daño. Lo tienen encadenado en una de las celdas del costado noroeste.
Hal quedó pensativo. Luego dijo:
—Por ahora no hay nada que podamos hacer. Debemos volver al barco. Estrechó con fuerza el hombro de su hijo. Hiciste bien, Tom, pero no vuelvas a desobedecerme. Este tobillo se está hinchando con mucha celeridad. Tenemos que volver a la playa. Se levantó, alargando una mano para tirar de él. Apóyate en mí. Vamos.
Les llevó casi todo el resto de la noche atravesar la jungla hasta el extremo sur de la isla. A pesar de la tortura que era su tobillo, Tom se afligía en voz alta por Aboli. Cada media hora se detenían a escuchar, tratando de percibir su presencia o los ruidos de la persecución, pero no oían nada.
Cuando al fin llegaron, tambaleándose, a la colonia de aves marinas, la Luna se inclinaba hacia el continente africano. Por entonces Tom tenía el tobillo hinchado como una vejiga de cerdo; Hal lo llevaba medio en vilo, medio a rastras.
Los huevos crujían y reventaban bajo sus pies; las aves se elevaron en una nube negra, entre chillidos, y volaron en círculos en torno a ellos, lanzándoles picotazos a las cabezas, pero ambos llevaban gorra.
—Cúbrete los ojos —murmuró Hal, mientras intentaban ahuyentarlas con las manos—. Esos picos son como lanzas.
—Los hombres de Al Auf oirán este alboroto aunque estén a varias millas.
Por fin, pese a la cacofonía de las aves, oyeron el oleaje que rompía contra la playa de la cala; cubrieron los últimos metros a paso vacilante. Hal vio el bulto oscuro contra la arena, allí donde habían dejado el envoltorio de cohetes.
—Gracias al Señor —jadeó, pues ambos estaban en el límite de sus fuerzas. Pero de inmediato gritó—: ¡Cuidado! Es una emboscada.
Una silueta oscura se elevó de la oscuridad, ante ellos. Hal dejó caer a su hijo en la arena para desenvainar la espada.
—¿Por qué tardaste tanto, Gundwane? Dentro de una hora será de día —dijo Aboli desde las sombras.
—¡Aboli! Dios te bendiga.
—La falúa espera detrás de las rompientes. Aboli alzó a Tom como si fuera un bebé. No dispares el cohete. Alertaría al enemigo. Vamos, es hora de abandonar este sitio.
Dio un solo silbido, alto y agudo, que fue respondido desde el mar. Luego Tom oyó el chirriar de los remos en sus escálamos: Gran Daniel venía con la pinaza a recogerlos.
***
El Serafín venía con la proa apuntada hacia tierra, en la oscuridad de la Luna nueva. Habían pasado dos días desde que Hal y Tom escaparan fortuitamente de la isla.
Silenciosamente el barco se deslizó a lo largo de la última milla; luego, a una queda orden de Hal, viró hacia la suave brisa y quedó al pairo. Hal cruzó hacia la barandilla para escuchar con atención. El tronar del oleaje contra las playas exteriores de Flor de la Mar sonaba débil, pero inconfundible.
—Estamos aproximadamente a una milla de la costa —confirmó Ned Tyler.
—Lanzad los botes —ordenó Hal—. Os dejo a cargo de la nave, señor Tyler. Mantened esta posición y esperad nuestra señal.
—Sí, capitán. Buena suerte, señor.
Los botes estaban alineados en la cubierta. Uno tras otro fueron lanzados a la superficie del agua. Luego los hombres armados descendieron a ellos con celeridad y en silencio, ocupando sus sitios en los bancos.
Cuando Hal se acercó a la escalerilla, Tom lo estaba esperando, encorvado sobre la muleta que le había hecho uno de los carpinteros.
—Ojalá pudiera acompañaros, padre —estalló—. Con gusto me cortaría esta pierna por hacerlo.
Y golpeó la cubierta con su muleta, lleno de frustración. El doctor Reynolds había decidido que, si bien no había fractura, Tom no podría utilizar esa pierna por varias semanas.
—No nos vendría mal esa fuerte diestra tuya, Tom. Había perdonado la desobediencia de su hijo, que los había puesto a todos en peligro tan grande.
—¿Tratarás de encontrar a Dorry?
—Bien sabes que sólo vamos a atacar los barcos de la bahía. Con lo de la otra noche, Al Auf debe de saber que estamos cerca y tendrá a sus hombres alerta. Sin la ventaja de la sorpresa no tenemos ninguna esperanza de tomar el fuerte con tan pocos hombres.
—Me vuelvo loco de preocupación cuando pienso en lo que esos cerdos están haciendo con el pobre Dorry.
—Igual que todos. Pero una vez que hayamos tomado o incendiado los barcos de Al Auf, lo tendremos atrapado en la isla y no podrá escapar con Dorian. Cuando el capitán Anderson regrese con el Yeoman tendremos fuerza suficiente para atacar el fuerte. Hasta entonces habrá que contenerse.
—Quiera Dios que el Yeoman vuelva pronto.
—¡Reza, hijo, reza! Eso nunca viene mal. Pero mientras tanto reforzaremos las oraciones con un poco de pólvora y acero —dijo Hal, ceñudo. Luego descendió hacia la pinaza que esperaba.
Se apartaron del Serafín; Hal encabezaba la flotilla en la primera pinaza. Gran Daniel iba al mando de la segunda; Alf Wilson, de las dos falúas. El barco, detrás de ellos, viró hacia el viento con las velas arrizadas, dispuesto a esperar largas horas hasta que los hombres volvieran.
Con los remos envueltos, en estricto silencio, las embarcaciones se deslizaban sigilosamente hacia la isla. Hal piloteaba guiándose por la brújula; de vez en cuando se detenía a escuchar el oleaje, cada vez más potente. Por fin, el hombre que iba a proa señaló hacia adelante. Hal subió de un brinco al banco de popa y distinguió las motas brillantes de las fogatas, que indicaban el campamento levantado bajo las murallas del fuerte. De inmediato, comprendiendo que la corriente los había empujado hacia el sur, alteró el curso para dirigirse hacia el paso del arrecife coralino.
Casi le era posible olfatear la tensión nerviosa de los tripulantes. Todo marinero combatiente encontraba un atractivo peculiar en desamarrar un barco enemigo de su fondeadero resguardado. Eso de provocar al león era una especialidad inglesa, una innovación de hombres como Drake, Frobisher y Hawkins.
Hal tenía los hombres indispensables para llevarse a dos de los barcos que había visto en la bahía. Aboli y él los habían estudiado atentamente desde la playa; a pesar de la oscuridad, el claro de luna les permitió escoger. El primero, por supuesto, sería el Minotauro. Aunque había sufrido mucho descuido a manos de los corsarios y estaba muy dañado por su breve enfrentamiento con el Serafín, aún era un navío bien construido y de mucho valor. Una vez que lo amarraran en Londres, bien podía valer diez mil libras. No había modo de calcular qué porción de su carga permanecía a bordo, pero bien podía ser considerable.
El otro barco seleccionado era un holandés obviamente pirateado a la VOC. Era un navío de fondo ancho, al estilo de Rótterdam, que valdría tanto como el Minotauro. Si lograba llevarse los dos barcos obtendría veinte mil libras por una noche de trabajo.
Se inclinó hacia adelante desde el timón para susurrar les a los hombres que estaban más cerca:
—En esa bahía hay veinte libras por cabeza. Pasadlo.
Con una feroz risa entre dientes, ellos se volvieron para transmitir el mensaje a lo largo de la pinaza.
"No hay nada como el olor del oro para despertar la sed de sangre en un marino inglés", pensó Hal, sonriendo para sus adentros en la oscuridad. Era una gran pena no poder llevar también las otras embarcaciones: otros dos barcos altos y unos doce dhows de distintas formas y tamaños, que habrían aumentado bonitamente la bolsa. Pero tendría que conformarse con el olor a humo de sus piras funerarias.
Al acercarse al paso del arrecife, las otras embarcaciones formaron una sola columna detrás de él. Ése era el punto que toda la expedición, sin haber comenzado, podía terminar en un desastre sangriento. Hal sólo podía guiarse por la carta de su padre y su propio instinto.
Se empinó en el banco tanto como pudo para mirar hacia adelante. Vigilaba el ronquido del oleaje, que se rizaba en blanca espuma sobre las asesinas picas del arrecife, en busca del punto exacto, hacia el extremo norte, donde el agua profunda no se interrumpía.
—Comenzad a sondear —susurró.
Y oyó el chapoteo de la sonda al ser arrojada a proa. Segundos después se oyó el suave anuncio del tripulante:
—Esta línea no toca fondo.
Aún estaban más allá de la caída a pico. De pronto se oyó una exclamación de sobresalto a proa. Al mirar hacia allí, Hal vio un dhow de buen tamaño que venía por el canal, directamente hacia ellos; su vela triangular reflejaba el claro de luna y su estela dejaba una larga lamida lustrosa por el paso. Iba en curso de colisión hacia el pináculo.
Hal sufrió un momento de tentación. Era un navío grande; casi con certeza, estaría cargado de tesoros comprados a Al Auf. Estaba desprevenido y vulnerable; sólo le llevaría unos minutos abordarlo y someter a su tripulación; después, cinco de sus hombres podían llevarla hasta donde aguardaba el Serafín.
Pero vaciló. Si lograban apoderarse de ella sin problemas, sería oro en la bolsa de todos los tripulantes del Serafín, pero si encontraban resistencia los ruidos del combate llegarían hasta los corsarios de la playa.
"¡Tomarlo o dejarlo pasar!" Hal tenía sólo unos segundos para decidirse. Echó un vistazo más allá del dhow, hacia el corazón de la bahía, y vio los palos desnudos del Minotauro, orgullosamente erguidos contra las estrellas. Luego volvió la mirada hacia el dhow que se aproximaba. "Lo dejaré pasar." Tomada esa fatídica decisión, susurró en voz alta a sus tripulantes:
—Alto los remos.
Los remeros dejaron que las puntas de las largas palas se arrastraran por la superficie, restando velocidad a la embarcación, hasta que se detuvo en las aguas oscuras. Detrás de ella, los otros navíos imitaron su ejemplo.
El gran dhow inició el giro final por el paso, sin que se lo molestara, y pasó junto a la pinaza. Un vigía de cubierta, al verlos, les habló en árabe.
—¿Qué barco sois?
—Pesqueros con la pesca de la noche. —Hal midió su voz para que no llegara hasta la costa—. ¿Qué barco sois vosotros?
—La nave del príncipe Abd Muhammad Al Malik.
—¡Alá os acompañe! —saludó Hal, en tanto la nave continuaba hacia el oeste, desapareciendo en las oscuras planicies del océano—. ¡Remad! —ordenó luego. Los largos remos avanzaron hacia adelante y se hundieron al unísono, una y otra vez, chorreando fuego líquido. La pinaza apuntó la proa hacia el punto exacto por donde había pasado el gran dhow.
—Marca diez.
La sonda había encontrado fondo. Una vez más, la carta marítima de sir Francis resultaba exacta, y así lo confirmaba el paso del dhow. Continuaron remando por la abertura. De pronto vieron rompientes a ambos lados.
—Marca cinco.
Estaban entrando en la garganta.
—¡Arrojad la primera boya! —ordenó Hal.
El hombre de la sonda la arrojó por la borda, desenroscando la cuerda atada al pequeño barril pintado de blanco. Hal giró la cabeza y lo vio cabecear en su estela. Les indicaría la profundidad cuando saliera con el Minotauro capturado. Luego bizqueó hacia las murallas del fuerte, pálidas bajo el claro de luna, para alinear la proa con la punta del arrecife.
—¡Ahora! —murmuró.
Y efectuó el primer giro cerrado. Los otros botes lo siguieron.
—Marca cuatro.
—Demasiado cerca del acantilado exterior. —Courtney alteró levemente el curso para mantenerse en el centro del canal.
De pronto, la voz del hombre sonó con reprimida urgencia:
—¡Marca dos!
Ante esa advertencia, Hal divisó la silueta del coral, oscura y amenazante, y movió bruscamente el timón. La nave viró justo a tiempo, pues habían estado a punto de pasar de largo ante el canal.
—¡Marca siete! —Había alivio en la voz del tripulante. Habían atravesado las fauces de coral y estaban en el puerto abierto, donde se encontraban los desprevenidos barcos enemigos.
—¡Echad la segunda boya! —susurró Hal.
Y la dejaron allí, en el centro del paso, para señalar el camino de salida. Miró por sobre el hombro. Las otras embarcaciones se estaban abriendo en abanico.
Él había asignado un blanco a cada una. Hal tomaría el Minotauro. Gran Daniel, con la segunda pinaza, se ocuparía del holandés, mientras las falúas atacaban y prendían fuego a todas las otras embarcaciones del fondeadero. Puso proa contra el gran mercante, que se encontraba allí donde el agua era más profunda, directamente frente a la fortaleza. "Ya veremos si su guardia está bien despierta", pensó, mientras esperaba que se diera la alarma. Pero el barco continuaba oscuro y silencioso, en tanto ellos se aproximaban por el flanco para engancharse a sus cadenas.
Aboli fue el primero en subir. Aterrizó en cubierto, con el hacha de doble filo en una mano, sin que sus pies descalzos hicieran ruido, y corrió livianamente hacia proa, seguido de un torrente de hombres que trepaba desde la pinaza. En la mitad de la cubierta, un vigía luchaba por levantarse. Había estado durmiendo profundamente bajo la regala y era obvio que aún no estaba del todo despierto; vacilaba sobre sus pies.
—¿Quién eres? —exclamó, con voz aguda por la alarma—. ¡No te conozco!
Y echó mano del mosquete que descansaba junto a él.
—¡Ve con Dios! —dijo Aboli, descargando el hacha en un amplio arco centelleante.
Alcanzó al hombre de lleno en el costado del cuello, cortándolo limpiamente. La cabeza cayó hacia adelante y rodó sobre el pecho, mientras el tronco se mantenía erecto por un momento antes de derrumbarse en la cubierta. El aire escapó de los pulmones en una ráfaga sibilante de sangre espumosa.
Aboli saltó por sobre el cadáver y, con diez o doce pasos largos, llegó al cable del ancla, bien tenso a través del escobén. Al mirar por sobre el hombro vio que Hal ya estaba ante el timón. El resto de la guardia del Minotauro había sido sometida sin alboroto; los cuerpos vestidos de túnica estaban esparcidos a lo largo de la cubierta. La mayoría de los marinos del Serafín trepaban ya por las jarcias y se descolgaban por las vergas. El aparejo era casi idéntico al de su barco, pues ambos habían sido construidos en el mismo astillero. No había vacilación alguna en el trabajo de los tripulantes.
Al desplegarse la vela mayor, como alas de una mariposa que emergiera de la crisálida, Aboli levantó el hacha por encima de su cabeza y, con ambas manos, la descargó otra vez. El filo se enterró con un golpe sordo en la madera de cubierta, partiendo el cable del ancla.
El Minotauro se puso en movimiento ante la brisa nocturna, hasta que el timón y el impulso de las velas lo detuvieron. Hal giró todo el timón a estribor y, leve como una amante, la nave fue ciñendo. Sólo entonces pudo Hal dedicar una mirada a las otras embarcaciones de la flotilla. En la cubierta del barco holandés se estaba combatiendo; hasta él llegaba el resonar de alfanjes contra cimitarras; luego, el apagado grito de muerte de un hombre con el corazón atravesado. Las velas se desplegaron en las vergas y el gran barco giró hacia la entrada de la bahía.
En ese momento se vio un destello de luz, que fue aumentando su potencia hasta iluminar la cubierta del Minotauro.
Hal distinguió con claridad las facciones de Aboli, que marchaba hacia él. Al girar sobre sus talones, vio que, de los barcos de velas cuadradas, el más próximo a ellos estaba en llamas. Los hombres de la falúa comandada por Alf Wilson, tras abordarla, habían matado a sus tripulantes y arrojado antorchas remojadas en brea a las bodegas y a los cordajes.
El fuego prendió en el casco y saltó a las jarcias. Corría hacia arriba como si las cuerdas fueran mechas, trazando fieros surcos contra el cielo oscuro. Al llegar a las velas arrizadas estalló en una contorsionada torre de luz, más alta que las palmeras de la playa.
Los hombres de Alf se atropellaron para volver a la falúa y remaron deprisa hacia el barco siguiente. La tripulación, al verlos llegar, no se detuvo a saludarlos: después de hacerles unos cuantos disparos al azar, arrojaron sus armas y saltaron desde la borda, para nadar frenéticamente hacia la playa.
Una tras otra, las naves ancladas estallaron en llamas, iluminando el fondeadero como si fuera mediodía. Sombras y luces jugaban vívidamente sobre las murallas del fuerte. En las almenas resonó el primer cañonazo. Hal no vio dónde había hecho impacto el proyectil, pues estaba alineando el Minotauro hacia la entrada. El barril que dejara flotando para marcar el paso se destacaba con claridad a la luz del fuego; las llamas eran tan intensas que hasta se veía la línea del arrecife debajo de la superficie.
—¡Listos para virar! —bramó Hal.
E inició la delicada maniobra de hacer una bordada con tan pocos tripulantes entre los límites de la bahía. Allí no había espacio para errores. Un solo giro en falso los pondría en la playa o los enviaría a hacerse trizas contra el coral. Además llevaba a remolque la pinaza, cuya resistencia afectaba la maniobrabilidad del Minotauro. Cuando hiciera un viraje habría que tenerlo en cuenta.
El barco se encaminaba directamente hacia el fuerte; a la luz danzarina de las llamas, Hal vio que los artilleros corrían a sus armas. Antes de haber llegado al tonel que marcaba la entrada, uno de los cañones disparó; luego, otro. En la vela mayor apareció, como por milagro, un agujero nítido y redondo. Hal comprendió que los artilleros no habían hecho esfuerzo alguno por apuntar más abajo: todos los disparos pasaban muy arriba. Por sobre la popa vio que Gran Daniel lo seguía a unas brazas de distancia, a bordo del barco holandés. El también llevaba su pinaza a remolque: no dejarían ningún premio consuelo al enemigo.
Bahía adentro, las falúas habían completado su obra de destrucción y todos los barcos enemigos estaban en llamas. Uno de los grandes navíos de velas cuadradas, con el cable del ancla quemado por completo, empezó a derivar hacia la playa como una hoguera ambulante. De pronto el fuego alcanzó el polvorín y la nave estalló con un rugido atronador. El palo mayor voló como una jabalina; al caer atravesó uno de los pequeños dhow, arrancándole el fondo, con lo que la embarcación se hundió por la popa. La onda expansiva de la explosión volteó dos de los dhows más cercanos y alzó una ola que barrió todo el fondeadero.
Hal buscó con la mirada las falúas, temiendo que hubieran sucumbido a la fuerza de la explosión. Venían cabeceando en las aguas agitadas, pero a buena velocidad; sus tripulantes remaban frenéticamente para seguir el Minotauro. Entonces pudo dedicar toda su atención a guiar el barco por el canal.
Dejó el barril a babor, a la distancia de un remo, y entró en la boca del paso a buena velocidad, bajo las almenas del fuerte. Tenía unos pocos segundos antes del próximo giro y los usó para observar las baterías, allá arriba.
Algunos de los artilleros parecían haber comprendido el error, pues estaban apuntando sus cañones hacia abajo. Hal vio descender las bocas salientes, apuntando a los aparejos.
—A la vela mayor —indicó Hal a su pequeña tripulación.
Cada uno de los hombres debía hacer el trabajo de tres, pero cuando él giró el timón, gritando: "¡A sotavento!", se precipitaron a cumplir de buena gana. El Minotauro viró ágilmente y se deslizó por el paso, entre los amenazadores brazos de coral, con el desastre acechando a ambos lados. Mirando hacia popa, Hal vio que Gran Daniel hacía el mismo giro, siguiendo la estela del Minotauro.
—¡Muy bien! —lo aplaudió Hal por lo bajo.
La batería de las murallas estaba disparando furiosamente; el humo de pólvora formaba un denso banco, a través del cual los destellos del bombardeo abrían largas vías refulgentes. Los artilleros habían logrado bajar las andanadas; un proyectil elevó un brillante chorro de agua junto al flanco del Minotauro.
Hal sonrió con aire lobuno. El viraje ponía la nave casi directamente en dirección contraria al fuerte; ahora los cañonazos eran demasiado bajos. Los artilleros tardarían un rato en percatarse y, por entonces, Hal esperaba estar fuera del paso, rumbo a alta mar.
—¡Listos para virar! —chilló.
Y vio que la boya número uno danzaba a la luz del fuego, delante de la proa. Uno de sus tripulantes corrió a ocupar su puesto ante la vela mayor. Al pasar, a un codo de donde Hal estaba, lo alcanzó por azar un disparo hecho desde la batería. Hubo una ráfaga de aire desplazado que estuvo a un tris de derribar a Hal. Tuvo que aferrarse con ambas manos del timón. La bola de piedra, envuelta en los vapores de la pólvora que la había puesto en camino, golpeó al marinero en plena espalda, mutilando su cuerpo y haciendo estallar el cráneo; la mitad del cerebro voló hacia la cara de Hal, como una taza llena de natillas calientes. Courtney retrocedió haciendo arcadas, tan distraído que estuvo a punto de calcular mal el último viraje. En el postrer momento, recuperando su autodominio, se limpió la pasta amarilla que le corría por la cara y gritó, con ese repugnante gusto en los labios:
—¡A las velas!
Y giró violentamente el timón.
El Minotauro giró, rozando el filo del coral, y alzó la proa hacia la primera ola del mar abierto. Mientras el arrecife quedaba atrás, Hal se volvió, nervioso, para ver si Gran Daniel podía efectuar ese último giro. Lo hizo con más precisión que él mismo. El barco holandés giró su gordo casco, escorando ligeramente; luego, con todo el aplomo y la dignidad de una duquesa viuda que siguiera a una hermana más ágil e inquieta, avanzó tras el Minotauro hacia el agua profunda.
—Hemos pasado —dijo Hal suavemente—. Luego alzó la vara en un grito triunfal. ¡Lo hemos logrado, muchachos! ¡Tres hurra por vosotros!
Aullaron como perros rabiosos. Desde la nave que los seguía, los hombres de Gran Daniel lanzaron gritos igualmente jubilosos. Los de las falúas subieron a los bancos para bailar y hacer cabriolas, con peligro de volcar las embarcaciones. Los cañones de la batería continuaban disparando, en un frustrado e inútil acompañamiento. En tanto ponían proa hacia el Serafín, las llamas de la flota incendiada empezaban a extinguirse.
***
Al romper el alba del día siguiente, la nave de Hal estaba al pairo, quince kilómetros al sudoeste de Flor de la Mar. Courtney salió a cubierta, tras haberse cambiado la camisa, y engulló un desayuno temprano; el Sol estaba asomando el borde superior por sobre el horizonte.
Visto desde el alcázar del Serafín, las máculas del Minotauro eran evidentes bajo la intensa luz solar. Estaba acribillado de disparos, descuidado, con las velas desteñidas y rasgadas, el casco manchado y maltrecho. Se hundía poco en el agua. La noche anterior, un examen somero había demostrado que su bodega estaba completamente vacía; no obstante, tenía el polvorín casi lleno de municiones y sus toneles de pólvora estaban en buenas condiciones. Estos elementos serían muy útiles cuando llegara el momento de efectuar el ataque final contra la asediada fortaleza de Al Auf.
Sin embargo el Minotauro, pese a su aspecto, sólo necesitaba un poco de atención y trabajo para recuperar un estado excelente. Hal no encontró motivos para cambiar de opinión con respecto a su valor. Valía, cuanto menos, diez mil libras como botín, suma de la cual su parte se acercaba a tres mil. Sonriendo de satisfacción, apuntó el catalejo hacia la otra presa que había tomado la noche anterior.
Sin lugar a dudas, era un barco de la VOC, tal como él había supuesto. A través de la lente leyó el nombre escrito en la proa, en letras de oro: Die Lam, "El Cordero". Lo describía bien: era un barco regordete y dócil, pero de líneas sólidas y recias, atractivas para el ojo de un marino. Era de construcción reciente y no había pasado tanto tiempo en manos de los corsarios como para sufrir la degradación. Aún tenía la bodega cerrada, pero por la forma en que se hundía en el agua era obvio que aún estaba llena: Al Auf no había desembarcado la carga.
—Botad la falúa, señor Tyler. —Hal cerró bruscamente el catalejo. Voy a hacer una visita al señor Fisher, a bordo del Cordero, para ver qué hemos capturado.
Gran Daniel lo esperaba junto a la escalerilla, con una ancha sonrisa sin dientes.
—Felicitaciones, capitán. Es una belleza.
—También el vuestro ha sido buen trabajo, señor Fisher. No habría podido pedir más de vos y vuestros tunantes. Dedicó una sonrisa a los sonrientes marineros que se arracimaban detrás de Gran Daniel. Todos vosotros tendréis la bolsa bien abultada cuando desembarquéis en Plymouth.
Los hombres lo vitorearon estruendosamente.
—¿Cuántos de estos bravos muchachos murieron? —Hal bajó la voz al tocar ese morboso tema.
Daniel respondió en tono alto:
—Ni uno solo, gracias a Dios. Pero el joven Peter, aquí presente, perdió un dedo por un disparo. Muéstrale al capitán, Pete.
El mozo levantó el muñón del índice, vendado con un trapo sucio.
—Añadiré una guinea de oro al dinero que te corresponda —prometió Hal, para que se te calme el dolor.
—A ese precio podéis quedaros también con los otros cuatro dedos, capitán.
El marinero sonreía de oreja a oreja; sus compañeros, entre grandes risotadas, volvieron a sus puestos. Gran Daniel llevó a Hal hacia proa.
—Encontramos a éstos todavía encadenados en el alcázar.
Señalaba a un grupo de desconocidos harapientos, apiñados en torno del palo mayor. Son los sobrevivientes de la tripulación original: veintitrés encantadores holandesitos, que Al Auf pensaba enviar a los mercados de esclavos.
Hal los observó rápidamente. Estaban flacos, pero no consumidos; aunque tenían llagas visibles en los tobillos y las muñecas, dejados por las cadenas, y cardenales hechos por el kabobo árabe en la espalda y los miembros, se mantenían razonablemente sanos. Al igual que el Cordero, su cautiverio no había madurado tanto como para afectarlos con demasiada severidad.
—Éste es vuestro día de suerte, Jongens —los saludó Hal en holandés—. Estáis nuevamente en libertad.
Ante eso se les iluminó la cara. Hal estaba encantado de contar con ellos: con otros dos barcos para tripular, necesitaría de todos los hombres que pudiera conseguir.
—¿Queréis firmar contrato conmigo por el resto del viaje por una guinea al mes y participación en el botín? —preguntó.
Las sonrisas se expandieron; aceptaron de todo corazón.
—¿Alguno de vosotros es oficial? —preguntó Hal.
—No, mijn heer —respondió el portavoz. Nuestro capitán van Orde y todos sus oficiales fueron asesinados por esa chusma pagana. Yo era el contramaestre.
—Retendréis vuestro rango —le dijo Hal—. Todos estos hombres están a vuestras órdenes.
Si conservaba a todos los holandeses en un mismo grupo quedaba resuelto el problema del idioma. Además, Gran Daniel había aprendido a hablar bastante bien el holandés durante su cautiverio en Buena Esperanza.
—Aquí tenéis a vuestros corderitos, señor Fisher —dijo Hal. Que pongan sus cruces en la nómina. Dadles ropa limpia de los armarios. Y ahora veamos qué botín tenemos aquí.
Y encabezó la marcha hacia los aposentos del capitán en la popa.
El camarote principal había sido saqueado por los corsarios. El escritorio y los armarios estaban violados y vacíos. Los libros y documentos del barco sembraban toda la cubierta, pisoteados y rotos, aunque muchos eran todavía legibles. Hal rescató el libro de bitácora y el manifiesto de embarque. Le bastó una mirada a éste para lanzar un silbido de encantada sorpresa.
—Por Dios, si aún tiene todo esto en la bodega, el Cordero es un tesoro, por cierto. —Cuando estaba a punto de mostrar a Gran Daniel la tiesa lámina de pergamino, recordó que el hombre no sabía leer y lo mucho que eso lo afectaba—. Té de la China, señor Fisher. Está lleno a reventar de té, como para inundar todas las cafeterías de Londres. Entre risas, repitió el lema que había visto sobre la puerta del local de Garway, en Fleet Street: "Esa excelente bebida china, aprobada por todos los médicos: té."
—¿Vale algo, capitán? —preguntó Gran Daniel, con aire lúgubre.
—¿Que si vale algo? —Hal se echó a reír. Probablemente más que su peso en barras de plata, Danny. Hojeó el registro contable hasta la cifra final del manifiesto. Para ser exacto, valía ciento veintitrés mil seiscientos noventa y dos guldens en el muelle de Jakarta. En Londres, el doble. Treinta mil guineas, aproximadamente. Más que el mismo barco.
A mediodía Hal convocó a todos sus oficiales a bordo del Serafín, a fin de que recibieran sus órdenes.
—Nos veremos exigidos al máximo para tripular los tres barcos —les dijo, una vez que estuvieron reunidos en el camarote de popa. Voy a enviar el Minotauro y el Cordero al sur, con tripulaciones mínimas; deben encontrarse en las islas Glorieta con el Capitán Anderson, del Yeoman. El señor Fisher capitaneará el Cordero y tendrá el mando general. —Miró a Gran Daniel, pensando: "Dios mío, cuánto lo echaré de menos".— El señor Wilson estará al mando del Minotauro.
Alf Wilson inclinó su cabeza de gitano, en un gesto de aceptación.
—Gran Glorieta está a doscientas treinta millas marinas de aquí. No es mucho. En el extremo sur de la isla hay un fondeadero seguro y un arroyo de agua fresca. Os daré cuatro de los carpinteros para que efectúen reparaciones al Minotauro y lo pongan en condiciones de combatir.
—Sí, capitán —asintió Gran Daniel—. Según mis cálculos, el Yeoman debería llegar al lugar de la cita en el curso de las tres semanas próximas. En cuanto arribe dejaréis el Cordero anclado en Gran Glorieta, con una tripulación mínima a bordo. Si por entonces el Minotauro ya está reparado, vendréis con él y con el capitán Anderson, para tomar parte en el ataque contra Flor de la Mar.
—Comprendo, capitán —dijo Gran Daniel—. ¿Cuándo debo partir, señor?
—En cuanto sea posible, señor Fisher. El capitán Anderson puede estar ya esperando en el lugar de la cita. Y con Dorian prisionero en Flor de la Mar, cada día es precioso. Yo permaneceré aquí para mantener un bloqueo sobre Al Auf.
Solo, de pie en el alcázar del Serafín, mientras el crepúsculo pintaba de encarnado el cielo de Occidente, Hal siguió con la vista el Minotauro y el Cordero, que se alejaban con rumbo sur. Cuando los devoraron las sombras crecientes del anochecer, dio orden de llevar nuevamente el barco a su puesto frente a Flor de la Mar.
Con los primeros rayos del día siguiente, Hal piloteó audazmente su barco frente a la entrada de la bahía, apenas fuera del alcance de los cañones. Su propósito era advertir a Al Auf que estaba bajo bloqueo y, al mismo tiempo, inspeccionar la isla a fondo. A través del catalejo era obvia la consternación que reinaba en el campamento árabe. Una multitud de corsarios abandonó las chozas y los cobertizos levantados entre las palmeras, para buscar refugio en el fuerte. Las grandes puertas de teca se cerraron antes de que hubieran pasado todos; quienes quedaron afuera las aporrearon con puños y mosquetes.
Para Hal fue un placer verlos tan indisciplinados; era la misma falta de preparación y control que había apreciado en el alocado manejo de la artillería.
Por sobre la muralla se veían los turbantes de los artilleros, que corrían a operar los cañones. Tronó el primer disparo y el proyectil golpeó la superficie del mar, a medio camino entre la costa y el Serafín. Fue rozando la superficie y perdiendo velocidad con cada rebote, hasta quedar bien a la vista. A cien brazas del barco desapareció bajo la superficie.
Luego disparó el resto de la batería. Pronto las murallas del fuerte se borronearon en una bruma de humo; entre la costa y la nave se levantó una selva de chorros de agua marina. Serafín estaba bien lejos de su alcance: Hal había sobreestimado la potencia de los cañones árabes.
Concentró su atención en el fondeadero. No quedaba ningún barco en la bahía, ni siquiera un pequeño dhow pesquero.
El ataque los había barrido a todos. Los restos chamuscados sembraban la superficie y cubrían densamente la marca de la pleamar. El casco quemado del barco de tres palos yacía en seco, con el fondo expuesto y los mástiles quemados.
—Jamás volverá a navegar —comentó Ned Tyler, satisfecho—. Tenéis a la rata encerrada en su agujero, capitán.
—El paso siguiente es obligarla a salir —declaró Hal—. Enviadme a maese Tom.
El muchacho acudió deslizándose por el brandal del trinquete y se acercó renqueando. El pie lesionado parecía estar curando antes de lo que el doctor Reynolds anunciara. Hal lo observó con aire crítico. Tom era ya más alto que la mayoría de los tripulantes; tenía los hombros anchos y los brazos fornidos del espadachín. Su pelo no sabía de tijeras desde que zarparon de Inglaterra: le colaba por la espalda, denso y rizado, oscuro como cola de caballo. Poco antes Hal le había dado una navaja de afeitar, para que mantuviera limpias las bronceadas mejillas. El muchacho tenía la nariz y los penetrantes ojos verdes de los Courtney. "Un mozo apuesto", pensó el padre. Desde que perdiera a Dorian su amor paternal parecía haberse intensificado; era preciso contener el torrente de sentimientos que amenazaba con sofocarlo. Entregando el catalejo a Tom, dijo con voz gruñona:
—Indícame el punto exacto donde escalaste las murallas del fuerte y el ventanuco de la celda de Dorian.
Inspeccionaron la isla por encima del agua. Aún continuaba la andanada de los cañones; el denso banco de humo se resistía a los esfuerzos del viento monzónico por dispersarlo.
—La esquina del noroeste —señaló Tom—. ¿Veis ese grupo de tres palmeras más altas? Directamente por encima de ellas hay un hueco en la pared, donde crecen matas verdes. Es la primera tronera a la izquierda de él. Creo que es ésa, pero no estoy del todo seguro.
Hal retomó el catalejo para observar las fortificaciones. Con los rayos inclinados del sol temprano contra los muros, las troneras marcaban sombras contrastantes con los bloques de coral blanco. Al contemplar la que Hal señalaba, su pérdida le pareció casi insoportable.
—Si me desembarcas de nuevo en la isla, con Aboli y un pequeño grupo de hombres confiables… —empezó el muchacho, muy serio.
Hal lo interrumpió con un seco gesto de cabeza.
—No, Tom. —Había perdido a un hijo y no aceptaba el riesgo de perder a otro.
—Sé exactamente dónde hallar a Dorry —suplicó él—. Hay muchos lugares por donde podríamos escalar los muros.
—Os estarían esperando.
—No podemos estarnos sin hacer nada. —La voz del muchacho se elevó apasionadamente—. Sólo Dios sabe qué será de Dorry si no lo arrancamos de sus garras.
—Iremos en cuanto estemos seguros del éxito. Mientras tanto Al Auf no hará daño a Dorian. Parece que está protegido por alguna leyenda religiosa, una profecía de cierto santo islámico.
—No entiendo. ¿Una profecía y Dorry? ¿Cómo sabéis esa, padre?
—Por Wazari, el capitán árabe que interceptamos. Es por su pelo rojo. Según la leyenda, el profeta Mahoma era pelirrojo. Eso es raro entre los pueblos orientales y les inspira una estima supersticiosa.
—¿Podemos confiar en el pelo de Dorry?
—Por ahora basta, Tom. Vuelve a tu puesto de combate.
La expresión de Hal no carecía de bondad. Necesitó de todo su buen tino y su decisión para resistirse a las súplicas del muchacho.
El Serafín se alejó del fuerte y los cañones, gradualmente fueron quedando en silencio, en tanto el humo se esparcía con el viento. Hal inició otra bordada para virar en torno del extremo norte, iniciando lentamente un circuito de la isla. Él inspeccionaba con atención cada detalle de la costa, acercándose como era prudente al filo del arrecife.
Había hecho una copia en limpio de la vieja carta de Francis, que ahora tenía desplegada junto a la bitácora. En ella registró sus propias observaciones, junto a las notas hechas por su padre cincuenta años atrás. Puso a proa un hombre con una sonda, para tomar mediciones, y en una oportunidad envió a Aboli en la falúa para investigar un paso a través del coral. El negro llegó muy cerca de la playa, por el lado opuesto de la laguna, antes de que un centenar de árabes saliera del palmar, disparando desde corta distancia contra la embarcación. Uno de los remeros fue herido en el hombro antes de que Aboli pudiera conducirlos nuevamente por el paso.
Cuando hubieron completado el circuito de la isla, Hal había detectado diez o doce lugares donde podía desembarcar un grupo; a todos los registró cuidadosamente en el mapa.
Cuando llegaron nuevamente frente a la bahía se puso al pairo para examinar detalladamente cuanto se veía de las fortificaciones y los añadidos hechos por los árabes al pie de las murallas.
Trató de calcular el número de hombres que tenía Al Auf bajo su mando. Por fin decidió que eran cuanto menos un millar, aun sabiendo que la verdadera cifra rondaba el doble.
Cada pocos minutos el telescopio parecía cobrar vida propia en sus manos: giraba hacia la tronera abierta en la gruesa muralla blanca que Tom le había indicado.
—La espera será larga y cansadora, hasta que llegue Edward Anderson —predijo lúgubremente.
Y todos los hombres del Serafín se adaptaron a la monótona rutina del bloqueo.
Hal trataba de mantener despiertos a los hombres mediante continuos ejercicios con el mosquete, el alfanje y el cañón, pero aun así los días pasaban lentamente. Por cuatro veces, en las semanas siguientes, quebró la monotonía el avistamiento de algún navío que se aproximaba a Flor de la Mar desde el oeste. En cada ocasión el Serafín izó todas las velas y voló a interceptarlos con el monzón a popa.
Tres resultaron presa fácil y fueron abordados sin ninguna pérdida. No obstante, el cuarto navío era un bello dhow de ciento treinta pies, no mucho más pequeño que el mismo Serafín, y los obligó a una gloriosa cacería, conducido diestramente por su aterrada tripulación. Al caer la oscuridad estuvieron a punto de perderlo, pero Hal adivinó las intenciones de su capitán y, en medio de la noche, viró de nuevo hacia la isla. Al romper el día descubrieron el dhow tratando de entrar subrepticiamente en la bahía de Flor de la Mar. El Serafín le cortó el paso cuando apenas le faltaban ochocientos metros para lograr su objetivo. Su tripulación ofreció una recia pelea; Hal perdió a un hombre por un disparo y tres más fueron heridos antes de dominar la cubierta. Resultó que pertenecía al príncipe Abd Muhammad Al Malik.
Aunque el príncipe no estaba a bordo, su camarote personal estaba amoblado como la sala del trono de un potentado oriental. Hal hizo retirar las alfombras y los muebles para llevarlos a su propia cabina del Serafín.
El nombre del príncipe le resultaba conocido. Al mismo hombre pertenecía la nave que había capturado y dejado ir en Flor de la Mar. Ante las evidencias de su gran riqueza, Hal puso en duda la prudencia de aquella decisión. Entonces hizo colgar una cuerda del palo mayor y colocó el nudo corredizo en la cabeza del capitán del dhow. De pie a su lado, lo interrogó largamente.
—Sí, efendi. —El hombre, temiendo por su vida, respondió sin reparos—. Al Malik es un hombre rico y poderoso, hermano menor del califa de Muscat. Su flota tiene más de cien buques mercantes. Visitan todos los puertos del África y la India, y también las tierras del Profeta. Vamos regularmente a Daaral Shaitan para comerciar con Jangiri.
—Sabéis perfectamente que Al Auf es un corsario, que todas las mercancías vendidas por él han sido robadas a barcos cristianos, que para apoderarse de ellas ese corsario ha masacrado a muchos marineros inocentes, y que los sobrevivientes son vendidos como esclavos.
—Sólo sé que mi amo me ha encomendado comerciar con Jangiri porque sus precios son convenientes. Cómo obtiene sus mercancías no es mi asunto ni de mi amo.
—Ahora será vuestro asunto —le dijo Hal, áspero—. Al traficar con ese corsario, comprando mercancía robada, os habéis echado encima una culpa igual. —Giró hacia Aboli—. Revisa minuciosamente el barco.
Los tres dhows capturados anteriormente también llevaban intenciones de comerciar con Al Auf, al igual que este capitán. Al parecer, la noticia de que en Daar Al Shaitan se conseguían magníficas bicocas se había extendido desde el golfo Pérsico hasta la costa de Coromandel, pues todas llevaban monedas y especias para pagar los bienes que esperaban obtener.
—Veamos si este rufián puede hacer una mayor contribución a los costos de mantener el bloqueo a la isla.
Mientras sus hombres saqueaban el dhow, Hal se paseó por la cubierta. En menos de media hora descubrieron el sitio donde el capitán ocultaba el dinero. Cuando los cuatro capitanes fueron sacados a la cubierta, el hombre se tironeó de la barba desgarrándose la túnica con angustia.
—Tened piedad, efendi —gimió—. Eso no me pertenece. Es de mi amo. —Cayó de rodillas—. Si me lo quitáis me habréis condenando a muerte.
—Que bastante mereces —le dijo Hal, seco. Luego se volvió hacia Aboli. ¿Hay alguna otra cosa de valor en sus bodegas?
—Está vacío, Gundwane.
—Bien. Lleva el botín al Serafín. —Hal enfrentó al gemebundo capitán del dhow—. Estos cofres son el precio de tu libertad y la de tu barco. Avisa a tu amo que es sólo una pequeña parte del precio que le extraeré si vuelve a cometer la torpeza de traficar con corsarios. Ahora ve con Dios y agradécele el haberte salvado.
Desde la cubierta del Serafín vio que el dhow se escabullía hacia el continente africano. Luego bajó a su camarote, donde Aboli había apilado los cofres contra el mamparo.
—Ábrelos —ordenó.
El negro, con una palanca, rompió las cerraduras.
Los tres navíos capturados anteriormente habían rendido ricos botines, pero eran insignificantes comparados con lo que se descubrió al levantar las cubiertas de los cuatro cofres.
Contenían pequeñas bolsas de lona con monedas. Cuando Hal utilizó el puñal para abrir una, un torrente de oro relumbrante cayó sobre el escritorio. Vio de inmediato que, en su mayoría, eran mohúres, cada uno estampado con las tres montañas y el elefante del imperio mogol. Pero a ellos se mezclaban otras monedas: dinares de oro de los sultanatos islámicos, cubiertos de escrituras religiosas, y unos cuantos tetradracmas antiguos de los sátrapas persas, cuyo valor como rareza superaba el precio intrínseco del metal.
—Para contar este tesoro habría que poner a trabajar a diez hombres durante una semana —dijo Hal—. Lo que haremos será pesarlo. Que el señor Walsh traiga la balanza. Y pon dos hombres a ayudarlo.
Walsh trabajó por el resto de ese día y la mitad de la noche antes de poder presentar a Hal la cuenta final.
—Es difícil obtener una medición exacta en un barco en movimiento —le dijo, remilgado—; los brazos de la balanza no se quedan quietos.
—No os haré reclamos por veinte o treinta gramos de más o de menos —le aseguró Hal—. Decidme honradamente cuánto habéis pesado y me conformaré con eso hasta que podamos pesarlo en la corte de evaluaciones de Inglaterra.
—El peso es de seiscientas cinco libras, para ser exactos… mejor dicho, para ser inexactos.
Walsh festejó con una risa sofocada su propio chiste, mientras Hal lo miraba con estupefacción.
—No esperaba tanto.
Eso se acercaba mucho a un lakh de rupias. Una vasta fortuna en cualquier moneda. A eso había que añadir las monedas de oro y plata tomadas a los otros dhows capturados. El valor total superaba holgadamente el de las dos naves grandes que había tomado como presas.
—Un lakh de rupias —musitó en voz alta. Sus ojos volvieron a los cuatro arcones alineados contra el mamparo, con los sellos rotos. Algo en esa cantidad le acicateaba la memoria—. ¡Un lakh de rupias! —Ese precio había puesto Al Auf, según dijo Wazari, al niño pelirrojo de la profecía. El precio de Dorian como esclavo.
Cuanto más lo pensaba, más factible le parecía. Ese oro era el precio de Dorian. El placer que le brindó la idea pesaba mucho más que el mismo oro. Si Al Malik enviaba oro a Al Auf para comprar a Dorian, eso demostraba que su hijo estaba todavía en la isla, en el círculo de su bloqueo.
—Gracias, señor Walsh. Habéis hecho un buen trabajo.
—Nunca pensé que ver tanto oro pudiera ser desagradable —dijo Walsh, refiriéndose al trabajo de contarlo.
Hal volvió a cubierta para reanudar su incesante vigilia.
—Te lo imploro, buen Dios, permite que Anderson venga pronto —susurró, mirando esa isla verde esmeralda, bordeada de blancas arenas coralinas—. O cuanto menos dame fuerzas para reprimirme.
Pasó lentamente una semana más. Por fin, una deslumbrante mañana en que el mar yacía aceitoso y dócil bajo el picante ataque del sol, Tom lanzó un grito jubiloso desde lo alto del palo mayor:
—¡Vela a la vista!
Demasiado impaciente para esperar los informes que llegaban desde el puesto del vigía, Hal trepó por las jarcias y se estrujó en la canastilla, junto a su hijo.
—Allí. —Tom señalaba hacia el sur.
Por varios minutos Hal pensó que debía de haberse confundido, pues el horizonte estaba desierto; luego divisó una efímera mota que volvió a desaparecer de inmediato. Apuntó el catalejo hacia allí y de pronto la vio otra vez: una diminuta y nívea pinaza.
—Trenes razón —se regocijó—. Un barco de velas cuadas.
—Dos —corrigió Tom—. Son dos barcos. Sólo pueden ser el Yeoman y el Minotauro.
—Les saldremos al encuentro para darles la bienvenida:
Los barcos que se aproximaban se resolvieron rápidamente en los dos barcos mencionados. Al examinarlos con el catalejo, a Hal le costó reconocer el Minotauro. Gran Daniel había hecho maravillas en el poco tiempo disponible para reacondicionarlo: resplandecía bajo su nueva mano de pintura; cuando se acercó más, no había señales visibles de los daños sufridos en el casco ni en el cordaje. El viejo Yeoman, por el contrario, presentaba las reveladoras señales del largo viaje.
Hal intercambió con él un saludo con señales de banderas; cuando estuvieron a la par, ambas naves se pusieron al pairo y el Yeoman lanzó un bote. La cara rubicunda de Edward Anderson refulgía a popa como una lámpara portuaria; trepó la escalerilla con agilidad asombrosa en hombre tan corpulento y estrechó la mano tendida de Hal.
—Me dice vuestro señor Fisher que en mi ausencia habéis estado trabajando mucho, sir Henry, y que tenéis un gran botín. Su fastidio era evidente en el tono y en la expresión: solamente los capitanes que estaban a la vista de la presa capturada tenían derecho a una parte.
—Tengo empleo urgente para vuestra nave, señor, y la perspectiva de un tesoro aun mayor —le aseguró Hal, pensando que sería excesivamente cruel, a esa altura, mencionarle el botín tomado de los dhows árabes—. Venid a mi camarote.
En cuanto estuvieron sentados, el sirviente de Hal les sirvió sendas copas de vino de Madeira y los dejó solos.
—Traigo cartas para vos del señor Beatty y de vuestro hijo Guy —le dijo el capitán Anderson, sacando un paquete envuelto en lona de entre los pliegues de su capote.
Hal lo dejó aparte, para abrirlo y estudiarlo más tarde.
—¿Cómo está Guy?
No dio importancia a la pregunta, pues estaba deseoso de pasar a asuntos más urgentes, pero la respuesta de Anderson lo sobresaltó.
—Cuando lo vi por última vez gozaba de buena salud, pero tengo entendido que va a casarse muy pronto.
—¡Por Dios, hombre, si sólo tiene diecisiete años! Hal frunció el entrecejo. Y no se me ha consultado al respecto. Debéis de estar en un error, señor.
—Os aseguro que no hay ningún error, sir Henry. —Anderson se puso aun más rojo que de costumbre y se removió en la silla, incómodo.
—¿Quién es la mujer? —inquirió Hal—. Supongo que en Bombay escasean las señoritas.
La agitación lo llevó a levantarse de un salto para pasearse de un lado a otro, frustrado por la falta de espacio de ese diminuto camarote, ahora reducido aun más por los lujosos muebles tomados de Al Malik.
Se me informa que es la señorita Caroline Beatty —Edward Anderson extrajo un colorido pañuelo de su chaquetilla para secarse el sudor del bochorno—. Tengo motivos para pensar que hay cierta urgencia en el casamiento. De hecho, debía llevarse a cabo apenas uno o dos días después de que yo zarpara de Bombay. Casi con certeza, a estas horas vuestro hijo es hombre casado.
Hal se detuvo en seco; empezaba a comprender la ingrata verdad.
—¡Tom! —dijo en voz alta.
—No, sir Henry, me habéis interpretado mal. No es Tom, sino Guy.
—Perdonad: estaba pensando en voz alta —se disculpó Courtney. Si la sorpresa lo había distraído de asuntos más urgentes, el siguiente comentario de Anderson lo devolvió al tema.
—El señor Fisher me ha dado la horrible noticia de que vuestro hijo menor ha caído en manos del enemigo. Os acompaño con mi más profunda solidaridad, sir Henry.
—Gracias, capitán Anderson. Necesitaré mucho vuestra ayuda para rescatar al chico.
—Mi barco y su tripulación están enteramente a vuestra disposición. No hace falta decirlo.
—Veamos entonces las medidas a tomar.
Hal había contado con semanas enteras para planificar el ataque a Flor de la Mar, y lo expuso con todos sus detalles. Pasaron el resto de ese día encerrados en el camarote de popa, estudiando la campaña: desde el sistema de señales que usarían hasta la disposición de los marineros y la delegación de los mandos inferiores en diversos oficiales. Luego dedicaron una hora más a estudiar las cartas marítimas preparadas por Hal. El Sol ya se estaba poniendo cuando Anderson se dispuso a regresar al Yeoman.
—Tened en cuenta lo que os he dicho, capitán Anderson. Al Auf ocupa la fortaleza desde hace algunos años. Durante todo este tiempo, los mercaderes árabes han venido a la isla como moscas al estiércol, trayendo consigo grandes cantidades de oro para cambiar por esclavos y mercancías robadas. Las presas que tomé antes de vuestra llegada parecerán insignificantes por comparación. Creo que, en Flor de la Mar, encontraremos un tesoro capaz de superar todo lo que Drake y Hawkins hayan traído de sus aventuras.
Los ojos azules del otro capitán chispearon ante la idea.
Hal prosiguió, para entusiasmarlo aun más:
—Vuestra parte en la aventura os valdrá un título de caballero. Y yo utilizaré toda mi influencia ante la Honorable Compañía para que lo obtengáis. Con vuestra parte del botín podréis pagaros una buena propiedad en el campo. Y ya no tendréis que haceros a la mar nunca más.
Se estrecharon brevemente la mano.
—¡Hasta mañana! —Las rubicundas facciones de Anderson se partieron en una ancha sonrisa.
—Avisad a vuestros hombres que mi hijo está en la fortaleza. —Hal dio un tono más duro a su voz—. Que no haya errores en el calor del combate.
***
Hal dio orden de poner al Serafín en el curso debido para reanudar el bloqueo de la isla; luego regresó inmediatamente al camarote y abrió el paquete de cartas que Anderson le había traído desde Bombay. Reconociendo en una de las hojas plegadas las patas de araña de Guy, la apartó para leerla después y desplegó la carta de Beatty. Al leerla frunció el ceño.
La Residencia Bombay, 6to día de noviembre.
Sir Henry:
El placer que me inspira dirigirme a vos se ve algo mitigado por las circunstancias que me lo imponen. Por no andarme con sutilezas, os diré que mi hija Caroline Beatty se encuentra encinta. El doctor Goodwin, cirujano de la fábrica aquí, en Bombay, calcula que su estado data de tres meses. Eso remontaría la fecha de la concepción a los días en que mi familia se alojaba en la colonia de Buena Esperanza. Como recordaréis, vuestro hijo Guy Courtney estaba con nosotros en la casa de huéspedes.
Me complace poder informaros que vuestro mencionado hijo ha tenido al respecto una actitud muy caballeresca. Tras admitir la paternidad de la criatura, ha solicitado que se le permita desposar a mi hija. Puesto que ya ha cumplido los diecisiete años, contraer matrimonio está dentro de sus derechos legales. Como mi hija Caroline cumple los dieciocho años el próximo viernes, no hay dificultades en cuanto a la edad de los dos jóvenes.
Mi esposa y yo hemos creído conveniente otorgar nuestra autorización para la boda, cuya fecha se ha fijado en el próximo viernes, coincidiendo con el cumpleaños de mi hija. Por ende, es muy probable que, cuando esta epístola llegue a vuestras manos, la ceremonia ya se haya realizado.
He podido proporcionar a mi hija una dote de quinientas libras y la Compañía pondrá una vivienda a disposición de la joven pareja. De este modo tendrán cubiertas sus necesidades más inmediatas. Supongo que reconoceréis la conveniencia de asignar a vuestro hijo una pensión adecuada para complementar su sueldo, además de aplicar vuestra notable influencia ante el directorio de la Honorable Compañía para favorecer su carrera.
En este aspecto puedo informaros que Guy se desempeña bien en su nuevo empleo; sus esfuerzos han recibido los comentarios favorables del gobernador Aungier.
Mi esposa se une a mí para expresaros, señor, nuestra mayor estima y abnegación.
Vuestro servidor,
Thurston Beatty
Hal arrugó la página en el puño y clavó una mirada fulminante en la carta de Guy, que permanecía en el escritorio, sin abrir.
—¡Qué idiota! Reclama el pájaro derribado por la flecha de Tom. ¿Qué diantre tiene en la cabeza?
Hizo pedazos la carta de Beatty para arrojarla por la ventanilla del camarote. Cuando los fragmentos se perdieron en la estela del barco, lanzó un suspiro y volvió su atención a la carta de Guy.
No agregaba nada a lo escrito por Beatty, pero expresaba su extática alegría por la buena suerte de haber obtenido la mano de la encantadora Caroline.
—Fue tu hermano Tom quien excavó para desenterrar ese diamante —murmuró Hal, disgustado. Pensó mandar a buscar a Tom para informarlo sobre los frutos de sus hazañas y descargar su enojo con el mayor de los gemelos, pero volvió a sus suspirar. "¿Qué ganaría con eso?" se preguntó. El mal está hecho y todas las partes parecen muy complacidas con el resultado, aunque nadie parece haber pedido opinión a la novia.
Después de hacer un bollo con la carta de Guy, la arrojó por la ventanilla de popa; el papel se alejó cabeceando hasta que se hundió bajo la superficie.
En ese momento alguien llamó discretamente a la puerta del camarote; un marinero anunció desde el otro lado:
—Con vuestro perdón, capitán, el señor Tyler os envía sus cumplidos y dice que Flor de la Mar está a la vista a proa.
Los problemas domésticos de Hal quedaron instantáneamente sumergidos, a la misma profundidad que la empapada misiva de Guy. Después de ceñirse el cinturón con la espada, corrió a cubierta.
***
El Serafín guió al Minotauro por la entrada de la bahía, con Ned Tyler al mando, pues Hal no estaba a bordo. Cuando los dos grandes navíos estuvieron a tiro, iniciaron un intenso bombardeo contra las posiciones árabes entre las palmeras y en las murallas del fuerte. Los meses de práctica demostraron su utilidad: pese a su inferioridad numérica, los artilleros disparaban con celeridad y precisión. Confiando en la ineptitud de los artilleros árabes, Ned condujo el Serafín rodeando el borde exterior del arrecife. Estaba bien a tiro de los pesados cañones del fuerte, pero sus proyectiles derribaron grandes trozos de coral de las almenas, aumentando el desorden entre los defensores. Éstos respondían al fuego de manera espasmódica y errática. Los barcos atacantes estaban directamente debajo de sus cañones y, aunque unas cuantas de esas enormes bolas de piedra cayeron lo bastante cerca como para arrojar llovizna a las cubiertas del Serafín, la mayoría voló mar afuera.
El campamento árabe del palmar estaba a un tiro de mosquete de los dos barcos, que dirigieron la mitad del fuego contra las chozas y los cobertizos. Como los cañones estaban cargados de metralla, las balas de plomo barrieron a las hordas de hombres y mujeres que se escurrían hacia el abrigo de las murallas. A lo largo del sendero fueron quedando parvas de cuerpos morenos, como trigo detrás de los segadores.
Después del primer pase, los barcos iniciaron una bordada en sucesión para regresar, tan cerca como el arrecife se lo permitía, sin menguar el fuego. Por entonces los artilleros árabes se habían recuperado bastante de la confusión inicial. Sus bolas de piedra caían a poca distancia del Serafín; una de ellas atravesó el frágil macarrón de madera, arrancando ambas piernas a uno de los jovencitos que subían desde el polvorín, cargando los saquitos de pólvora negra.
Ned echó un vistazo al torso sin piernas que se retorcía en un charco de sangre, cerca del timón que él manejaba. El muchacho moribundo llamaba patéticamente a su madre, pero las dos ramas de la arteria femoral manaban como espitas abiertas y no había nadie que pudiera abandonar sus tareas para prestarle auxilio. No se le pasó por la cabeza la idea de retirar el barco, para ponerlo fuera del alcance de las baterías árabes: Hal le había pedido que mantuviera el barco cerca de la costa, ocupados los cañones del fuerte y a los árabes inmovilizados allí, por tanto tiempo como pudiera. Y él no faltaría a su obligación, aunque lamentara perder al más insignificante de sus valientes muchachos.
Al otro lado de la isla, Hal oyó los disparos regulares y controlados de los dos barcos y se limpió con el brazo el sudor de la cara.
—¡Muy bien! —dijo, aplaudiendo la firmeza de Ned.
Luego dedicó toda su atención a desembarcar a los hombres del Yeoman of York. Las embarcaciones iban llegando por el paso que él había marcado en el arrecife, tantas semana atrás. Las cuatro pinazas estaban atestadas de hombres, a tal punto que apenas quedaba un palmo de borda por encima del agua.
Cuando la quilla de cada una tocaba la arena, los hombres saltaban a la laguna y vadeaban hasta la costa, con el agua tibia a la rodilla. Gran Daniel y Alf Wilson los formaron en columnas para conducirlos fuera de la playa, hacia el abrigo del palmar.
Aun con todos los hombres que Anderson había podido retirar del Yeoman, la fuerza de desembarco contaba con menos de cuatrocientos para medirse con las hordas de Al Auf. Había calculado que el enemigo bien podía sumar uno o dos millares, pero hasta el momento nadie se había opuesto a su desembarco. Al parecer, el bombardeo del Serafín y el Minotauro había producido el efecto deseado: hacer que todos los defensores buscaran amparo en el fuerte.
El último grupo de marineros subió al trote por la playa cargado de armas, frascos de pólvora y cantimploras, pues combatir con ese calor les daría mucha sed. Hal vio que los botes vacíos regresaban a remo hacia el Yeoman, que estaba al pairo frente a la costa, a no más de ochocientos metros del arrecife.
Luego se unió a la cola de la columna que marchaba hacia el palmar.
El orden de marcha estaba cuidadosamente planeado. Daniel comandaba la vanguardia, precedida por exploradores para evitar caer en una emboscada. A ambos lados de la columna había hombres armados de mosquetes. Hal retenía el mando del cuerpo principal.
Había menos de cinco kilómetros entre la cala donde habían desembarcado y el fuerte, levantado en el extremo norte; Hal los urgía a avanzar al trote por ese suelo blando y arenoso. Apenas habían cubierto un kilómetro y medio cuando se oyó en la jungla, hacia adelante, una descarga de mosquetes y gritos salvajes. Hal se adelantó a la carrera, temiendo que Gran Daniel hubiera caído en una emboscada, temeroso de lo que podía encontrar. Había nueve árabes muertos dispersos a ambos lados del camino, pisoteados por los marineros que avanzaban. El ruido del combate iba menguando entre los árboles, según los árabes sobrevivientes huían hacia el fuerte, furiosamente perseguidos por los marineros de Daniel. Uno solo de éstos había quedado atrás; sentado contra el tronco de una palmera, se vendaba con un trozo de tela la herida de bala que tenía en el muslo. Hal designó a un hombre para que lo ayudara a regresar a la playa, de donde sería rescatado por el Yeoman, y apretó el paso para reunirse con Gran Daniel. Los cañones seguían atronando en el lado opuesto de la isla. Ya cerca del fuerte pudieron ver el humo de pólvora que bullía sobre las copas de los árboles, no mucho más adelante.
—Ned Tyler mantiene ocupados a estos hijos del Profeta —murmuró Hal. El sudor le chorreaba hasta la barba y empapaba su camisa como si hubiera pasado bajo una cascada.
Desde hacía varios minutos percibía un hedor espantoso, que se tornaba insufrible en el calor húmedo de la selva. Cuando irrumpieron en el claro, Hal se detuvo tan súbitamente que quienes lo seguían se estrellaron contra su espalda. Pese a la prisa que llevaba, quedó estupefacto ante el campo de ejecución de Al Auf. Los cadáveres ennegrecidos por el sol, colgados de los trípodes, estaban grotescamente hinchados por los gases estomacales; algunos habían estallado como fruta demasiado madura. Los cubría una estera móvil de moscas azules iridiscentes.
Sin poder contenerse, Hal buscó entre las filas de cadáveres uno más pequeño, de cabellera roja, y sintió un vacío de alivio en la boca del estómago al no encontrarlo. Entonces se obligó a continuar la marcha entre las figuras colgadas, sin prestar atención a las nubes de insectos que se arracimaban en torno de él, rozándole la cara.
Aboli y Tom lo esperaban entre los árboles, al otro lado del claro.
—¿Ya podemos ir? —gritó Tom, a treinta pasos de distancia.
Él, Aboli y los tres hombres que los acompañaban vestían túnicas y turbantes árabes. Hal vio a su hijo lleno de decisión e impaciencia, con el sable desenvainado en la mano derecha. Sintió otra punzada de arrepentimiento por haber cedido a las súplicas de Tom, permitiéndole ir con Aboli. Lo persuadió el hecho de que sólo Tom supiera por dónde podía escalar las murallas con un pequeño grupo de hombres decididos. También conocía la celda en la que retenían a Dorian. Vestidos de corsarios, tratarían de llegar hasta el niño para protegerlo del combate y la masacre que seguiría a la toma del fuerte.
Apretó el brazo de Aboli, siseando:
—No pierdas de vista a Tom. No le permitas cometer ninguna estupidez. Cúbrele las espaldas en todo momento.
El negro lo miró con ojos nublados, sin dignarse a responder.
Hal prosiguió:
—No le permitas escalar hasta que hayamos atraído a todos los hombres de las almenas hacia el lado este.
Aboli le susurró fieramente:
—Haz tu trabajo, Gundwane, que yo me ocuparé del mío.
—¡Ve, pues! —Hal le dio un leve empujón y siguió con la vista al pequeño grupo que se alejaba al trote, con Tom y Aboli a la cabeza, hombro con hombro, describiendo un círculo por la selva para llegar al lado opuesto de la fortaleza.
Cuando desaparecieron levantó la vista hacia lo alto de las murallas, que asomaban apenas por sobre los árboles, y apuntó el oído hacia el ruido de los bombardeos. Aunque ese extremo de la isla estaba envuelto en gruesas nubes de humo y gusto a pólvora quemada le ardía en la garganta el tronar los cañones se estaba esfumando. Ned llevaba el Serafín y el Minotauro hacia aguas más seguras.
Miró hacia atrás, por sobre el hombro. A pesar de la difícil carrera por el bosque, la columna de marineros se acercaba a él, con pocos retrasados. Los condujo hacia Gran Daniel, que esperaba en el límite de los árboles.
Tras ciento cincuenta pasos de suelo abierto se elevaban los muros blancos de la fortaleza, a quince metros de alto, con los portones cerrados; las fuertes tablas de caoba estaban reforzadas por clavos de hierro. No había defensores a la vista en las almenas. Debían de estar todos en el muro que daba al mar, por el oeste. Al apagarse los últimos disparos del bombardeo, Hal oyó el lejano griterío de victoria con que los árabes despidieron a la escuadra de barcos atacantes.
—Los tenemos en desventaja —dijo a Gran Daniel—, pero debemos operar deprisa si queremos conservar la ventaja de la sorpresa.
Detrás de él continuaba llegando la columna de hombres encorvados bajo la carga. Sudorosos, jadeantes, se dejaban caer al suelo y alzaban las cantimploras para beber a largos tragos ansiosos. Hal se paseó entre ellos, indicándoles sus puestos a lo largo de la línea de árboles.
—Mantened la cabeza gacha. Fuera de la vista. Cebad las armas, pero no disparéis hasta que yo lo ordene.
Los grupos que traían los cinco pesados barriles de pólvora se habían retrasado, pero al fin llagaron, tambaleándose bajo los veinticinco kilos de los toneles, que traían colgados de pértigas entre dos hombres. Después de apilarlos bajo las palmeras, Hal y Daniel se dedicaron a preparar las mechas.
Hal había preparado mechas lentas, tan cortas como le permitió la osadía, era asunto delicado, pues no había dos que ardieran a la misma velocidad. Las golpearon con el mango de un cuchillo, tratando de esparcir el fulminante de modo parejo; luego las enhebraron, una a una, a los agujeros de los toneles. Ahora cada segundo era precioso; no podían perder tiempo en asegurarse de que las mechas estuvieran perfectas: si una fallaba, habría cuatro más para disparar los explosivos.
—¿Listo? —Hal levantó la vista de su tarea.
Gran Daniel sujetó la última mecha en su lugar con un puñado de brea blanda.
—Listo.
—¡Enciende la mecha lenta!
Daniel golpeó el pedernal con el acero. La yesca prendió. Uno tras otro fueron arrimando un trozo de mecha lenta a la llama hasta que ardió.
—¡Cargad los toneles! —ordenó Hal.
Cinco hombres descansados, escogidos por su fuerza física, se levantaron para adelantarse. Otros tantos esperaban detrás de ellos, listos para adelantarse y recoger el tonel si uno de los porteadores caía ante los disparos del fuerte.
Hal desenvainó la espada y marchó hacia el borde del bosque para observar el terreno abierto. Aún no había señales de defensores en las murallas. Aspiró hondo para reunir coraje.
—¡En silencio, muchachos! ¡Seguidme!
Sin un solo grito, avanzaron corriendo en grupo. Los pies descalzos de los marineros cargados se hundían profundamente en el suelo arenoso, pero cubrían la distancia deprisa. Cuando ya estaban casi ante los portones, se oyó un grito y un arma disparó desde las almenas, por sobre el arco. Hal vio asomar en la abertura de piedra un turbante y la boca de un trabuco humeante. La distancia era corta, el proyectil alcanzó a uno de los marineros en pleno pecho desnudo. El herido cayó despatarrado en la arena, mientras el barril rodaba desde su hombro.
Gran Daniel, que lo seguía apenas a un paso, levantó el barril con tanta facilidad como si fuera un leño. Con él bajo el brazo pasó de un salto por sobre el moribundo y fue el primero en llegar a los portones. Después de poner el tonel bajo los goznes, llamó por señas a los hombres que lo seguían.
—¡Aquí! ¡Traedlos aquí!
Cuando llegó el primero, resoplando por el esfuerzo, le arrebató la carga.
—¡Corre de nuevo a los árboles! —ladró, en tanto acomodaba el barril junto al anterior. Buen trabajo, hijo.
Tomó el siguiente tonel y lo puso en forma de pirámide sobre los dos primeros.
Por entonces había toda una muchedumbre de árabes que estaba en las almenas, disparando desordenadamente sus armas contra los hombres de Daniel, que trataban de llegar a los árboles para ponerse a cubierto. Otro cayó y quedó gimiendo en el suelo, mientras los mosqueteros levantaban estallidos de polvo en torno de él, tratando de liquidarlo. Los marineros escondidos entre los árboles respondieron al fuego.
Sus balas de mosquete se estrellaron contra los bloques de piedra, haciendo llover fragmentos de coral sobre los hombres agazapados al pie de las grandes puertas.
Hal, arrodillado junto a Gran Daniel, puso el quinto barril en lo alto de la pila y sopló contra el extremo ardiente de la mecha lenta que llevaba en la mano, hasta que levantó una roja llama.
—Danny —dijo al hombrón—. Yo me encargo del resto.
Pero Daniel tenía su propia mecha humeando en la mano.
—Con vuestro perdón, capitán, quiero daros una mano antes que beséis a la hija del diablo.
Arrodillado junto a Hal, aplicó la llama a la mecha del tonel. Hal, sin malgastar tiempo en discutir, se inclinó a ejecutar la misma tarea. Trabajando sin prisa, encendieron cinco mechas y esperaron hasta asegurarse de que ardieran bien.