Desde el puesto del vigía, Tom miró hacia abajo, hacia la cubierta del Minotauro y la horda de turbantes y túnicas multicolores. Estaba haciendo girar el falconete en su soporte, apuntándolo casi directamente hacia abajo, para lo cual debió asomar medio cuerpo por el costado del puesto.

La barandilla opuesta del Minotauro estaba densamente poblada. Algunos de sus tripulantes había trepado a la borda, dispuestos a arrojarse al mar y hacer el intento de nadar hasta uno de los dhows, antes que enfrentarse a la andanada del Serafín y a la oleada de diablos infieles que invadirían el barco. Pujaban entre sí por llegar a un lugar seguro, de a seis y siete en fondo. Tom los vio echar miradas de espanto por sobre el hombro, en tanto el Serafín se alzaba ante ellos.

Apuntó cuidadosamente hacia lo más denso y disparó el falconete. El humo y los fragmentos de taco encendido volaron en una nube densa; el viento lo arrojó de nuevo contra su cara, cegándolo por varios segundos. Cuando el humo se despejó, vio el agujero que la metralla había abierto en las frenéticas filas de la cubierta. Doce o quince figuras de túnica se debatían convulsivamente, pataleando en su propia sangre.

—¡Oh, buen disparo, buen disparo! —chilló Dorian.

—Ayúdame a recargar le ordenó Tom.

Y apuntó al cielo el corto caño del falconete. Dorian alargó la mano para verter una carga de pólvora negra en la boca abierta y su hermano introdujo el taco de estopa para impulsarlo a su sitio.

—¡Dispara! —gritó Dorian, a su lado—. ¡Dispara, Tom!

Su hermano veía con claridad el terrible daño que los cañones del Serafín habían infligido al barco enemigo. Tenía regalas destrozadas y el tablaje blanco a la vista; el bauprés había sido arrancado, junto con una maraña de velas que pendían en el agua. Uno de los cañones de cubierta había sido arrancado de su cureña por un disparo directo; un gran cañón negro tenía atrapados a dos artilleros árabes.

La cubierta estaba sembrada de muertos y heridos; la horrorizada tripulación resbalaba y caía en los charcos rojos; tropezando con los cadáveres de sus compañeros, para apiñarse en el lado de la nave más alejado de las amenazadoras andanas del barco inglés.

—¡Dispara! —Dorian le estaba pegando en el hombro con el puño cerrado—. Oh, ¿por qué no disparas de una vez?

Pero Tom esperaba el momento adecuado. Sabía que necesitaban hasta cinco minutos para recargar el falconete en esa incómoda posición, y en ese tiempo podía perder una oportunidad por tener el arma descargada. "Espera siempre el momento", le había inculcado Gran Daniel. "No dispares a demasiada distancia. Aproxímate y aprovecha a fondo cada disparo."

En ese momento el palo dio una sacudida bajo ellos; el estremecedor impacto de la bala de cañón disparada por Al Auf transmitía por la madera. Tom dejó caer el atacador para; agarrarse del costado del puesto. Con el otro brazo rodeó a Dorian y lo estrechó contra sí.

—¿Qué pasa, Tom? —gritó el chico, alarmado, aferrándose a él.

—¡Sujétate fuerte, Dorry! —Tom trató de sofocar su propio horror, en tanto el palo se balanceaba, oscilaba y se iba inclinando hacia afuera, hasta que las olas agitadas quedaron directamente bajo ellos.

—Vamos a caer, Dorry. Préndete a mí.

Sin prisa, el trinquete giró hacia afuera, abrumando a los muchachos con el chirrido de la madera torturada, los chasquidos y latigazos de las cuerdas y los aparejos. Más y más, el palo, en su caída, los despedía hacia abajo; el aliento les quedó atrapado en los pulmones.

—No puedo sujetar… —exclamó Tom, desesperado.

Todavía abrazados, se vieron limpiamente despedidos del trozo de lona, a través de un matorral de cabos retorcidos y cuerdas sueltas, en una larga caída que los dejó sin aliento, hasta que chocaron con la superficie del mar y se hundieron profundamente en el agua verde.

La fuerza del choque arrancó a Dorian de su hermano. A una gran profundidad, Tom abrió los ojos para buscarlo a manotazos desesperados, en tanto pateaba hacia arriba. Cuando emergió, boqueando en busca de aire, sólo pensaba en su hermanito. Con los ojos chorreantes y ardidos por el agua salobre, miró en derredor.

—¡Dorry! —jadeó—. ¿Dónde estás?

El palo destrozado del Serafín pendía en el agua, con las velas en horrible desorden, como una enorme ancla de arrastre que hacía virar la proa, con lo que el Minotauro se le estaba alejando velozmente. Tom se encontró enredado en una maraña de cuerdas y lonas. Luchando por liberarse, pateó un trozo de cuerda que se le enroscaba a la pierna y aferró una verga destrozada para elevarse, a fin de mirar a su alrededor.

—¡Dorry! —Su voz sonaba aguda por el pánico.

En ese momento la cabeza de Dorian emergió a nueve o diez metros de él. Estaba medio ahogado; tosía, despidiendo chorros de agua. El barco, en su viraje por el agua, los estaba separando con celeridad.

—¡Resiste, Dorry! —gritó el mayor—. ¡Ya voy!

Y soltó la verga para bracear hacia su hermano. Inmediatamente la cuerda volvió a envolverse a sus piernas.

—¡Tom! —Dorian, al verlo, alargó una mano hacia él. ¡Ayúdame, Tom, por favor, por favor!

Estaba en aguas abiertas y se alejaba velozmente a la deriva.

—¡Ya voy, Dorry!

Tom pataleó, luchando con la cuerda que lo sujetaba, era como tratar de desprenderse de un pulpo tenaz. Una se rompió sobre la cabeza de Dorian, sumergiéndolo otra vez. Afloró cinco o seis metros más allá, agitando inútilmente los brazos y tratando de mantener la cabeza por sobre la superficie.

—¡Nada, Dorry! —le gritó su hermano—. ¡Como te enseñé!

El chico, al oírlo, dominó un poco sus esfuerzos frenéticos.

—¡Patea, Dorry! Usa las manos.

Dorian empezó a actuar con más decisión, pero la corriente lo tenía sujeto y Tom se veía velozmente arrastrado por la cuerda que lo ataba a la verga rota. Se sumergió para buscar la soga y desenredársela de las piernas. Pero la fuerza del agua tensaba los lazos; aunque él tironeara del tosco esparto lastimándose los dedos sangrantes, no cedía. Necesitaba respirar, salió nuevamente a la superficie.

Aspiró una bocanada de aire y, en cuanto tuvo los ojos despejados, buscó a Dorian. Lo vio a cien metros. Aunque a esa distancia su expresión era invisible, su voz sonaba en un gemido desesperado:

—¡Ayúdame, Tom!

En ese momento la verga giró en el agua y Tom se vio nuevamente arrastrado hacia abajo, pero esta vez a tal profundidad que le chillaron los tímpanos y el dolor le atravesó el cráneo como un taladro. Al tirar de la cuerda que lo retenía Sintió que le despellejaba los dedos y le arrancaba las uñas de raíz. El dolor del pecho, la falta de aire, eran insufribles, pero continuó luchando, aunque iba perdiendo las fuerzas. Su visión se esfumó en la negrura; sólo le quedaba la fuerza de voluntad. "No voy a ceder." Era su único pensamiento. "Dorry me necesita. No puedo ahogarme."

Entonces sintió que lo sujetaban unas manos poderosas; cuando volvió a abrir los ojos, rechazando la tiniebla, vio la cara de Aboli a un palmo de la suya; los ojos muy abiertos y el extraño diseño de los tatuajes le daban el aspecto de algún terrible monstruo de las profundidades. Traía un puñal entre los dientes; por la comisura de los labios brotaban burbujas.

Aboli los había visto caer desde el palo destrozado y, sin vacilar, abandonó su puesto de combate. En el tiempo que le llevó cruzar la cubierta para llegar a la barandilla de barlovento, Dorian se había alejado cincuenta metros del barco. Con desesperado apresuramiento, se quitó el turbante y la túnica islámica; vestido sólo con sus pantalones, subió de un salto la barandilla y allí quedó por un instante, preguntándose cuál de los chicos corría mayor peligro. Dorian parecía estar nadando con facilidad, pero la corriente lo llevaba hacia la flota de dhows árabes. Tom estaba atrapado en la maraña de lona y cuerdas enredadas. Aboli vaciló, indeciso entre su amor y su deber. Era imposible decidir entre ellos. En ese momento, con un fuerte chasquido, una de las vergas del trinquete se quebró y rodó en el agua. Tom, enredado en las cuerdas, fue arrastrado hacia el fondo. Aboli lanzó un último vistazo hacia la cabeza de Dorian, ya diminuta a la distancia, y sacó el puñal de su vaina; con él entre los dientes, Se zambulló desde la borda. Emergió casi en el sitio donde el muchacho se había hundido y, tras tomar una rápida bocanada de aire se sumergió otra vez. Utilizó las cuerdas para impulsarse, mirando a través del agua, velada por remolinos de turbulencia y brillantes burbujas.

Más abajo vio aparecer la silueta de Tom en la tiniebla verde. Se movía apenas, casi ahogado, con la soga amarilla ciñendo sus piernas como una pitón. Aboli alargó las manos para estrecharle los hombros y lo miró a la cara. Como el muchacho abriera los ojos, le apretó los hombros con fuerza, para darle esperanzas. Luego tomó el puñal que llevaba entre los dientes para cortar la soga. No lo hizo a cuchilladas violentas, pues la hoja era muy afilada y podía provocar graves heridas en esas piernas desnudas. Trabajó con cautela, desenredando la maraña, de a un sector por vez, hasta que cayó el último trozo y Tom quedó libre. Entonces Aboli lo tomó por debajo de las axilas y se proyectó hacia arriba. Afloraron juntos: Aboli, llenándose el enorme pecho y bufando como un fuelle de herrero, pero sin dejar de mantener la cabeza del chico fuera del agua, buscando en sus ojos una señal de vida. De repente Tom tosió violentamente y vomitó una bocanada de agua marina. Mientras luchaba por respirar, Aboli lo remolcó hasta el palo caído y, después de apoyarlo en él, le golpeó la espalda con el canto de la mano, para que el agua tragada brotara por la boca abierta.

El aire silbó en su garganta.

Mientras tanto Aboli buscaba desesperadamente una señal de Dorian. La superficie del mar estaba nublada por el humo de pólvora, que se alejaba en un denso banco hacia tierra. Los cañones aún tronaban en discordante coro, pero se fueron hundiendo gradualmente en el silencio al separarse las dos naves más y más.

A la primera mirada, el negro vio que el Minotauro estaba ya a más de ochocientos metros, con todas sus velas desplegadas, navegando hacia el norte. Podría haber aprovechado el ruinoso estado del Serafín para atacarlo mientras estaba posibilitado de maniobrar, pero en cambio huía hacia lo seguro. Aboli, sin perder más tiempo, reanudó la búsqueda de Dorian.

Vio que tres de los dhows pequeños rodeaban al Serafín a distancia cautelosa, como chacales en torno de un león herido.

Si el barco demostraba que podía perseguirlos, se dirigió inmediatamente hacia las aguas poco profundas de la costa y el refugio de arrecifes de coral. Entorpecido por la maraña que pendía de su costado, el Serafín no podía ceñir. El viento y la corriente lo llevaban hacia el fatídico arrecife de coral; Aboli vio que Gran Daniel ya había puesto a uno de sus hombres armados de hachas a desprender los restos. Trató de pedir ayuda a gritos, pero estaban muy concentrados en su trabajo y él no pudo hacerse oír por sobre las órdenes y el golpe de las hachas. Súbitamente vio lanzar una de las falúas, que cayó rápidamente a la superficie. De inmediato los remeros la impulsaron furiosamente hacia Aboli y Tom, que seguían aferrados al palo. El negro vio, sorprendido, que Hal venía al timón. Debía de haber dejado el barco en manos de Ned Tyler para acudir al rescate de sus hijos. Ahora estaba de pie, gritando:

—¿Dónde está Dorian? En el nombre de Dios, ¿lo has visto?

Aboli no tenía, en los pulmones torturados, aire suficiente para responder; pero en un minuto la falúa llegó a su lado y tres hombres se inclinaron para izarlos a bordo. Dejaron caer a Tom en cubierta, entre los bancos, y de inmediato volvieron a los remos. Aboli vio con alivio que Tom ya estaba luchando por incorporarse. Mientras le ofrecía una mano para ayudarlo, Hal repitió su pregunta:

—Por Dios, Aboli, ¿dónde está Dorian?

Todavía imposibilitado de usar la voz, el negro señaló los bancos de humo. Hal subió de un salto al banco y, manteniendo el equilibrio con facilidad, se protegió los ojos del refulgente sol matinal.

—¡Allí está! —gritó con gran alivio. Y luego, a los remeros—: ¡Fuerza, muchachos! ¡Remad con todo!

La falúa cobró velocidad al impulso de los largos remos, apuntando hacia esa pequeña mota, la cabeza de Dorian, que bamboleaba a cuatrocientos metros.

Esa precipitada salida a mar abierto, abandonando la protección del barco, debió de intrigar a los tripulantes de un dhow, entre los que estaban al acecho. Los árabes señalaron la cabeza de Dorian; sus gritos excitados llegaron débilmente a los hombres de la falúa. El que iba a popa movió el largo timón, alterando el curso. Los tripulantes treparon para fachear la vela latina y la embarcación avanzó velozmente hacia Dorian, compitiendo con la falúa por llegar primero a él.

—¡Remad! —rugió Hal, viendo el peligro.

Aboli dejó caer a Tom en la cubierta y ocupó un lugar en el barco, apartando de un empellón al hombre que lo ocupaba. Aplicó su enorme peso al remo, con los músculos abultados por el esfuerzo. Las olas reventaban contra su proa, salpicando las espaldas forcejeantes de la tripulación, que volaba hacia Dorian.

En ese momento una ola más alta levantó al niño, permitiéndole ver la falúa que venía hacia él. Dorian agitó un brazo. No estaban tan cerca como para ver su expresión, pero obviamente no había reparado en el dhow que se acercaba desde el lado opuesto.

—¡Nada, hijo! —gritó Hal—. ¡Nada hacia aquí!

Pero el chico no lo oía. Agitó la mano otra vez, débilmente. Se notaba que sus fuerzas mermaban. La brisa matinal era leve y caprichosa, por lo que la falúa lograba mayor velocidad que el dhow, pero estaba más lejos del niño.

—¡Vamos ganando, muchachos! —dijo Hal. Lo alcanzaremos antes que ellos.

Sintió que el viento soplaba contra su mejilla y moría un momento para regresar después, más potente y decidido. Vio que oscurecía la superficie del mar, pasando sobre la caza de Dorian, y luego tensaba las velas del dhow como bota de vino. La embarcación árabe escoró; luego cobró velocidad, abriendo un rizo blanco con la proa bajo el sol de la mañana.

Dorian debió de oír los gritos de los árabes que se acercaban, pues giró la cabeza y empezó a nadar, con los brazos flojos, chapoteando de agotamiento, para alejarse del dhow rumbo a la falúa. Pero avanzaba muy poco en el agua revuelta.

Horrorizado, Hal trató de calcular la distancia y la velocidad relativa de los dos navíos y comprendió que no podían ganar.

—¡Remad! —gritó, desesperado—. ¡Cien guineas de oro si llegamos primero! ¡Remad, por Dios, remad!

En el dhow había cuanto menos veinte hombres. Era una embarcación pequeña y fea, cuya vela estaba harapienta, emparchada y sucia; la pintura se desprendía del casco; el tablaje tenía rayas de cebra allí donde la tripulación había defecado desde la regala. Uno de ellos alzó un trabuco largo y apuntó hacia la falúa. La vetusta arma despidió un humo blanco. Hal oyó el paso del proyectil junto a su cabeza, pero ni siquiera parpadeó.

Aboli manejaba el largo remo con tal fuerza que tenía los ojos desorbitados, inyectados en sangre, y un rictus horroroso en la cara tatuada. La pala se curvaba en sus manazas como una rama verde; el agua siseaba bajo la proa, abriéndose en una estela reluciente, recta como una flecha.

No obstante, el dhow era aun más veloz y tenía menos distancia que recorrer. Hal sintió el hielo del pánico en el pecho al comprender que no podían ganar: aún estaban a cien metros de Dorian cuando el capitán del dhow se le puso a la par y viró hacia el viento, poniéndose al pairo sólo el tiempo suficiente para que cinco de sus hombres se inclinaran por sobre la borda para sujetar al chico.

Lo sacaron del agua, forcejeante y pataleando, con la ropa chorreando; sus chillidos aterrorizados resonaron en la cabeza de su padre. Hal sacó la pistola que llevaba bajo el chaleco y apuntó, desesperado. Sabía que era inútil, aun antes de que Aboli gruñera:

—¡No, Gundwane! ¡Podrías herir al muchacho!

Bajó el arma, en tanto arrastraban a Dorian por sobre esa regala mugrienta y el capitán del dhow volvía a virar. La vela se llenó con un chasquido y la embarcación se alejó a velocidad sorprendente hacia la costa. La tripulación árabe los cubrió de insultos y burlas. Unos cuantos dispararon sus trabucos y las balas chapotearon en el mar, en torno de la falúa.

Los hombres de Hal, jadeantes y chorreando sudor, la siguieron con la vista. Nadie dijo nada; se limitaron a mirar fijamente el dhow que se alejaba con celeridad, devastados por la pérdida del simpático chico, que era el favorito de todos.

De pronto, dos de los árabes levantaron en el aire el cuerpecito forcejeante de Dorian, para que los hombres de la falúa pudieran ver con claridad su cara pálida. Uno desenvainó la daga curva y la alzó por sobre su cabeza, para que el Sol arrancara destellos a la hoja plateada. Luego levantó el mentón al chico, jalándole la cabeza hacia atrás, como a un cerdo en el sacrificio. Con toda deliberación, apoyó la hoja contra su cuello y la sostuvo allí, sonriendo a la tripulación del dhow.

Hal sintió que una parte de él se marchitaba y moría muy en el fondo. Un susurro forzó la salida por sus labios:

—Señor, te lo suplico, salva a mi hijo. Lo que me pidas lo haré, pero ahórrame esto.

Dorian aún luchaba entre las manos del árabe; de pronto se le cayó la gorra. Las guedejas rojas se le derramaron sobre sus hombros, refulgiendo al sol. En obvia consternación, el hombre apartó bruscamente la daga. En el dhow se produjo una conmoción; los otros marineros se agolparon en torno a Dorian, entre gritos y gesticulaciones. Luego se lo llevaron de la vista. Con su ancha vela triangular, el dhow se alejó deprisa.

Estaba a tres kilómetros de distancia cuando Hal se decidió a dar la orden de remar nuevamente hacia el Serafín. Durante todo el trayecto no hizo sino mirar por sobre el hombro. El dhow seguía a la pequeña silueta del Minotauro canal arriba, hacia el norte.

—Allá debo buscarlo susurró. Y no cesaré jamás hasta que lo encuentre.

***

A bordo del Serafín había que trabajar desesperadamente para salvar el barco. Eso ayudó a Hal a sobrevivir durante las primeras y terribles horas de su pérdida. Era imposible timonear la nave mientras arrastrara el trinquete, las velas y el cordaje por el agua, como un ancla enorme. Hal izó todas las velas en los palos restantes, en un intento por mantenerla lejos de la costa de sotavento, pero con eso no hacía sino demorar el momento en que encallara.

Bajo el mando de Aboli y Gran Daniel, diez hacheros bajaron al trinquete para cortar la maraña de cuerdas y lona. Era un trabajo peligroso; por cada cabo cortado por el hacha; la tensión se distribuía de manera desigual, haciendo que el palo rodara y se sacudiera, con peligro de arrojar a los hombres al mar revuelto.

Se acercaban más y más a los arrecifes de coral, en tanto el Serafín luchaba con el peso enorme de su aparejo destrozado.

Hal corría de un lado a otro, vigilando la tierra que se aproximaba y dirigiendo a los hacheros, a los que señalaba las cuerdas vitales que aún retenían el palo caído.

La verde joroba de Ras Ibn Khum se alzaba cada vez más alta y más cerca del barco que luchaba por su vida. Las olas corcoveaban bajo el casco, en tanto el fondo trepaba hacia el acantilado y los colmillos de negro coral le sonreían, esperando el momento de arrancarle las entrañas.

Pero al fin el palo caído quedó sujeto sólo por los veinticinco centímetros del estay. Estaba tensado y duro como una barra de hierro, a tal punto que el agua marina brotaba a chorros entre las hebras retorcidas. Gran Daniel mandó a todos los hacheros volver a cubierta, en tanto él se mantenía en equilibrio sobre el trinquete. Se preparó, calculando el golpe. Luego llevó el hacha hacia arriba y la descargó contra el estay tensado. Había calculado tan bien que la gruesa cuerda no se cortó de inmediato; sólo se partieron cinco de las hebras.

Mientras las restantes iban cediendo bajo la tensión, con una serie de fuertes chasquidos y latigazos, Gran Daniel tuvo el tiempo justo para correr a lo largo del palo inclinado y saltara la cubierta. En ese momento el extremo chirrió sobre el costado y, finalmente desprendido, se alejó flotando por el costado del barco.

Inmediatamente el Serafín respondió con gratitud a esa liberación. La cubierta, fuertemente inclinada, se niveló; el barco obedeció al timón casi gozosamente. La proa viró por fin, apuntando a evitar el promontorio de Ras Ibn Khum, que amenazaba con atraparlo.

Con pequeños golpes de timón, alterando y facheando las velas en los dos palos restantes y el botalón, Hal logró que el Serafín, gravemente herido, se deslizara más allá del promontorio, hacia la bahía que estaba detrás. Allí comprendió de inmediato por qué Al Auf la había escogido para sus emboscadas.

Era una bahía recóndita, de agua tan profunda que brillaba al sol con el color del lapislázuli. El alto promontorio la protegía de los vientos monzónicos; al mirar por el costado, Hal vio el fondo arenoso a diez brazas de profundidad.

—Preparaos para arrojar el ancla, señor Tyler —dijo.

Y en tanto el cable rugía al pasar por el escobén, el torrente de dolor que lo amenazaba desde hacía horas cayó sobre él, con un peso negro capaz de aplastarle la vida misma. Sólo podía pensar en Dorian. Tenía grabada en la mente la imagen de su cuerpo menudo en manos de los corsarios árabes, con el puñal apuntado al cuello; supo que jamás podría purgar la pena, como si le hubiera sorbido la fuerza de los miembros y hasta el aliento de los pulmones. Quiso buscar el olvido.

Luego ansió ir a su camarote, arrojarse en la litera y entregarse al dolor.

Estaba solo en el alcázar, pues sus oficiales y toda la tripulación se mantenían lejos, sin siquiera mirarlo. Con el tacto innato de los hombres recios, lo dejaban con su tormento. Hal clavó la vista en el horizonte vacío del norte. Las aguas azules del canal chisporroteaban gratamente a la luz del sol, pero no había en ellas una sola vela, ninguna promesa de auxilio.

Dorian había desaparecido. Y él no tenía fuerzas siquiera para pensar en el paso siguiente, para dar la próxima orden a los hombres que aguardaban sin mirarlo.

Por fin Aboli se le acercó.

—Gundwane —dijo, tocándole el brazo—, ya habrá tiempo después para esto. Si quieres salvar a tu hijo debes preparar el barco para seguirlo. Echó un vistazo al muñón del trinquete, astillado por la pesada bola de hierro. Mientras tú lloras se te escurre el día. Da la orden.

Hal lo miró con los ojos vacíos del fumador de bhang.

—Es tan niño, Aboli, tan pequeño…

—Da la orden, Gundwane.

—Estoy tan cansado, tanto…

—Por mucho que sufras por dentro, no puedes descansar —dijo Aboli con suavidad. Y ahora da la orden.

Hal se estremeció por el esfuerzo; luego levantó el mentón.

—¡Señor Tyler! Quiero que se boten ambas pinazas y las falúas.

Las palabras llegaron vacilantes a sus labios, como si hablara un idioma extranjero.

—Sí, capitán. —Ned corrió hacia él, con obvio alivio.

Hal sintió que la fuerza volvía a correr por su cuerpo; su resolución fraguó. Su voz se hizo más firme:

—Las tripulaciones de las falúas recuperarán el trinquete desprendido. Mientras tanto, que los carpinteros preparen el muñón para encastrarlo en su sitio. Que los veleros alistes las velas, cuerdas y cables de repuesto para el palo nuevo.

Mientras disparaba la sarta de órdenes echó una mirada al sol. Ya había pasado el cenit.

—Que los tripulantes coman por turnos. Tendremos muy poco tiempo para descansar y comer otra vez hasta que el barco esté nuevamente en condiciones.

Cuando la pequeña flotilla de embarcaciones rodeó el extremo de Ras Ibn Khum, Hal iba al timón de la primera pinaza. Habían armado las dos; eran barcos abiertos, de siete metros y medio de eslora, pero capaces de largos viajes en alta mar aptos para el tipo de trabajo pesado que Hal estaba pensando.

Divisó el trinquete apenas rodearon la punta del promontorio. Era fácil distinguirlo, aun desde tres kilómetros de distancia, pues estaba envuelto en su propia lona blanca, regente contra el arrecife de coral negro que lo retenía. Ya más cerca, Hal vio que se requeriría mucho trabajo para liberar la larga vara de pino, pues las velas y los cabos que arrastraba habían enredado en los picos de coral; las olas gibosas que venían desde el canal rompían contra el arrecife, arremolinándose sobre el mástil en torbellinos de espuma y agua blanca.

Alf Wilson condujo una de las falúas por un paso a través del coral, hacia las aguas más serenas de la laguna: desde allí era más fácil y seguro poner en el arrecife a un grupo armado de cuchillos y hachas. Mientras el agua rompía y espumaba en torno de ellos, los hombres se aferraron al mástil varado.

Mientras tanto, cinco de los nadadores más fuertes, con Aboli y Gran Daniel a la cabeza, habían braceado desde las embarcaciones, remolcando cuerdas livianas que llevaban atadas a la cintura. Después de pasar los extremos a los hombres que ya estaban aferrados al trinquete, nadaron de regreso a los botes, ya sin estorbos.

Esas líneas ligeras fueron utilizadas para pasar líneas más gruesas a los hombres que estaban en el palo. Una vez que estuvieron atadas a él, las embarcaciones se abrieron en abanico e iniciaron el intento de desprender del arrecife aquellos dieciocho metros de pesada madera de pino.

Todos los botes tenían doble tripulación; de ese modo, cuando un equipo se cansaba había otro para hacerse cargo. Cuando las sogas estuvieron tensas, pujaron juntos. Los hacheros montados en el trinquete cortaron las cuerdas restantes e hicieron bollos con las velas, que se habían entretejido con las agujas y las espinas de coral, tratando de liberarlas de su tenaz abrazo. Los remos azotaban el agua, batiéndola hasta el blanco, en un intento por arrancar esa carga obstinada. El palo se movió, deslizándose unos pocos metros, y las tripulaciones lanzaron un grito de triunfo; pero de inmediato volvió a atascarse con tanta firmeza como antes, y fue menester comenzar de nuevo con el demoledor trabajo. De a veinte o treinta centímetros por vez, el coral fue cediendo de mala gana, pero Hal tuvo que cambiar tres veces los equipos de remeros antes de que el trinquete se desprendiera del acantilado, dejándose remolcar hacia aguas más profundas.

Alf Wilson rescató a sus hombres, que aún estaban aferrados al palo. Los sacaron del agua con los brazos y las piernas lacerados y desgarrados por el implacable coral. Hal sabía que muchas de esas heridas acabarían infectadas, pues esos pólipos eran tan ponzoñosos como el veneno de una serpiente.

Por entonces se estaba poniendo el sol. Hal cambió nuevamente los equipos y las embarcaciones iniciaron el largo trayecto en torno del cabo, hacia la laguna. La carga era tan pesada que parecían inmóviles en el agua, pujando inútilmente en largas remadas; el sol tropical les había dejado los brazos y las espaldas rojos como carne cruda, el sudor formaba charcos bajo los bancos. Empequeñecidas por la carga, las falúas avanzaban penosamente a lo largo del arrecife, pero cuando intentaban remolcar el palo en torno de la punta de Ras Ibn Khum, la corriente que se arremolinaba ante el promontorio los apresó en sus fauces para sujetarlos implacablemente.

Mientras combatían contra ella, el Sol se hundió en el mar. Aunque estaban al borde del agotamiento, con todos los músculos del cuerpo estirados y doloridos, vidriosa la mirada por el tormento del esfuerzo, no podían detenerse a descansar: la corriente los habría arrojado inmediatamente al arrecife. Como ejemplo para sus hombres, Hal se quitó chaqueta y camisa para cumplir su turno con los remos. Ni sus manos ni la musculatura de su espalda estaban tan habituadas al trabajo pesado como las de sus hombres; pasada la primera hora se encontró en un trance de dolor; la madera del remo quedó pegajosa y manchada por la sangre de sus palmas despellejadas. Pero el tormento del cuerpo, el hipnótico ir y venir de las palas, servía para distraerlo de un dolor más intenso: la pérdida de su hijo.

Algo después de medianoche cambió la marea y la corriente empezó a favorecerlos. Avanzaron lentamente en torno del promontorio, hacia la laguna protegida. Bajo el claro de luna vieron por fin al Serafín, apaciblemente anclado en las aguas tranquilas que moteaba el reflejo de las estrellas. Una vez que hubieron atado el trinquete a flote a lo largo de la nave, pocos tuvieron fuerzas suficientes para trepar la escalerilla hasta la cubierta, la mayoría se dejó caer en el fondo de las embarcaciones; antes de tocar la cubierta con la cabeza ya estaban profundamente dormidos.

Hal se obligó a trepar, exhausto; Ned Tyler lo esperaba ante la barandilla. A la luz de la lámpara, evaluó con respeto el estado de Hal, sus manos ensangrentadas.

—Haré que el cirujano os vea inmediatamente.

Y se adelantó para ayudarlo a abandonar la escalerilla, Hal lo rechazó.

—¿Dónde está Tom? —preguntó con voz ronca—. ¿Dónde está mi hijo?

Ned miró hacia arriba. Siguiendo la dirección de su mirada, Hal divisó una figura pequeña y solitaria en las jarcias del palo mayor.

—No ha bajado de allí desde que anclamos —dijo Ned.

—Dad a los hombres un sorbo de ron con el desayuno, Señor Tyler —ordenó Hal. Pero que se levanten al rayar el alba. Dios sabe que se han ganado un buen descanso, pero no puedo permitírselos hasta que el Serafín esté nuevamente en condiciones de navegar.

***

Aunque todos sus músculos aullaban pidiendo descanso, caminó hasta los obenques del palo mayor e inició el largo ascenso hacia las jarcias.

Cuando Hal llegó a lo alto, Tom le hizo sitio y ambos se sentaron juntos, sin hablar. El dolor que el padre había mantenido a raya durante todo el día y toda la noche volvió a torrentes, barriendo con su agotamiento, agudo y quemante como una brasa en el pecho. Rodeó con un brazo los hombros de Tom, en parte para reconfortarlo, en parte buscando consuelo para sí mismo.

El muchacho se recostó contra él, pero aún guardaron silencio. Las estrellas se movieron en su majestuosa órbita; las Pléyades se hundieron tras el promontorio, antes de que Tom empezara a sollozar quedamente, con el cuerpo duro y joven sacudido por un dolor insoportable. Hal lo estrechó con fuerza, pero la voz del chico sonó quebrada al susurrar:

—Es mi culpa, padre.

—Nadie tuvo la culpa, Tom.

—Debería haberlo rescatado. Se lo prometí. Juré solemnemente no volver a abandonarlo.

—No, Tom, no es tu culpa. Ninguno de nosotros podía hacer nada.

Pero Hal pensaba, ceñudo: "Si alguien tiene la culpa, ése soy yo. Habría debido dejar a Dorian sano y salvo en High Weald. Era demasiado niño para esto. Por lo que me reste de la vida lamentaré no haberlo hecho".

—Tenemos que hallarlo, padre. Tenemos que rescatar a Dorian. La voz de Tom sonó más firme. Está vivo en alguna parte. Aboli dice que no lo matarán. Lo venderán como esclavo. Tenemos que hallarlo.

—Sí, Tom. Lo hallaremos.

—Es preciso que lo juremos los dos —dijo Tom, levantando la vista hacia su padre. A la luz de las estrellas lo vio demacrado, con los ojos reducidos a fosos oscuros, la boca dura como si estuviera tallada en mármol. Le buscó la mano a tientas. Estaba pegajosa de sangre medio seca.

—Jura tú por los dos —pidió Hal.

Y Tom levantó las manos entrelazadas hacia el cielo estrellado.

—Escucha nuestro juramento, oh, Señor —pronunció—. Juramos no parar ni descansar hasta que hayamos encontrado a Dorian, dondequiera que pueda estar en este mundo.

—Amén, amén —susurró Hal.

Las estrellas se borroneaban tras las lágrimas que le anegaban los ojos.

***

Los carpinteros chaflanaron el muñón del trinquete roto, aserrando y cincelando el pedazo astillado para formar un estribo en el que se pudiera encastrar el extremo del palo. Mientras tanto se llevó el mástil a tierra, donde otro equipo dio forma al extremo para ajustar el empalme. El trabajo se prolongó durante todo el día y continuó después del oscurecer, a la luz de las lámparas. Hal parecía impulsado por los demonios; no ahorraba esfuerzos a nadie, mucho menos a sí mismo.

Hal y Ned Tyler inspeccionaron la playa. El fondo arenoso era ideal para sus fines y las mareas creaban una diferencia de profundidad de unas dos brazas y media. Cuando el palo quedó listo para encastrarlo en el extremo roto, aprovecharon la pleamar para llevar al Serafín hasta la playa y lo amarraron con gruesos cables atados a las palmeras, en el borde del agua.

Cuando la marea se retiró, el barco quedó a seco en las arenas blancas. Utilizando los cables, la inclinaron en un ángulo de treinta grados. Luego hubo que trabajar deprisa, pues a las seis horas la pleamar volvería a ponerlo a flote. Mediante un sistema de poleas, reacomodaron el palo viejo en el muñón recortado y lo tarugaron con largas varas de hierro sumergidas en brea hirviente.

Hal aprovechó la oportunidad para inspeccionar el fondo del barco, buscando la presencia de teredos, un tipo de gusano que, en esas aguas cálidas, puede devorar los maderos de una embarcación. En ocasiones llegaban a ser tan largos como un brazo y tan gruesos como un pulgar. En una infestación grave taladraban agujeros tan próximos que sólo quedaba entre uno y otro una fina capa de madera; en un barco así afectado, el fondo podía desprenderse con mar picada. Para Hal fue un alivio descubrir que la capa de alquitrán y lona que cubría el casco no había evitado sólo la carcoma, sino también el alojamiento de algas que pudieran disminuir la velocidad del Serafín. Estaba tan limpio como se podía esperar, pero no había tiempo para quitar la ligera capa de algas y percebes.

En cuanto la marea lo retiró de la arena, remolcaron al barco hasta las aguas profundas de la bahía. Como el empalme del trinquete no resistiría la presión de las velas con vientos fuertes, los carpinteros se dedicaron a reforzarlo. Primero tallaron piezas de maderas duras para que actuaran como entablillado sobre el empalme. Después de ponerlas en su lugar, las envolvieron con trozos de cuerda de esparto empapada, que ciñeron con el cabrestante. Al secarse la soga quedó dura como hierro.

Mientras Hal inspeccionaba la obra terminada, el maestro carpintero se jactó:

—Ese empalme es más fuerte que el mismo palo. Una vez que los estays y los obenques estén en su sitio, podréis cargarle todas las velas que queráis, aun en medio de un vendaval: jamás volverá a quebrarse en el mismo sitio.

—¡Buen hombre! —lo elogió Hal—. Ahora preparaos para sujetar las vergas y las jarcias.

Cumplido el trabajo, mientras el Serafín se mecía bajo su nuevo trinquete, con todas las velas rizadas y listas para desplegarse, Ned Tyler fue al alcázar, donde estaba Hal con sus otros oficiales, para presentar su informe formal:

—Todo en orden y listo para navegar, capitán.

—Muy bien, señor Tyler.

Ned vaciló. Luego reunió todo su valor en ambas manos.

—Si se me permite, señor, ¿adónde vamos? ¿Tenéis un curso que indicarme?

—Espero poder indicaros un curso dentro de muy poco tiempo —prometió Hal, ceñudo. Nadie lo había visto sonreír desde que perdiera a Dorian—. Que los prisioneros se formen en cubierta.

Sacaron a los cautivos árabes del castillo de proa, vestidos sólo con un taparrabos y con los tobillos engrillados. Entre el tintineo de las cadenas, renquearon en desmañada fila india hasta el alcázar y allí se detuvieron, parpadeando a la fuerte luz del sol. Hal, sin prestarles atención, se acercó a la barandilla para observar el agua. Estaba tan clara que se podían ver las iloturias reptando por el fondo arenoso y los cardúmenes de pececitos que rondaban el casco del barco. De pronto, una silueta oscura pasó por debajo de la nave. Era tan larga como las falúas e igualmente ancha. Su lomo estaba surcado por bandas onduladas más oscuras; la cola monstruosa marcaba un vaivén perezoso.

El Serafín llevaba anclado el tiempo suficiente para que los desechos arrojados a la bahía atrajeran a los tiburones tigre, que rondaban las aguas profundas, más allá del arrecife. Hal sintió que se le erizaba la piel al ver que el monstruo, con un movimiento de cola, desaparecía por debajo del barco. El tiburón tigre era la bestia que asolaba las pesadillas de todo marino que navegara por esas aguas tropicales.

Hal se apartó de la barandilla para recorrer lentamente la fila de prisioneros. Por fin su dolor tenía un blanco en el que concentrarse. En tanto observaba las caras de los corsarios, necesitó de toda su voluntad para dominar la ira y mantener una expresión neutra. Rachid era el último de la hilera. Un trapo ensangrentado y mugriento le cubría la oreja herida. Hal se detuvo frente a él.

—¿Cuál es la pena por piratería? —preguntó en voz baja, siempre controlando la ira—. ¿Qué dice el Corán de los asesinos y los violadores? Háblame de la ley de Shari’ah. Explícame la ley del Islam.

Rachid no pudo sostenerle la mirada; temblaba como afiebrado; el sudor le corría por las mejillas y goteaba desde mentón. Ya había descubierto lo implacable que era ese demonio franco al que se enfrentaba.

—¿No nos dice el Profeta cuál debe ser el destino del homicida? ¿Acaso no pone al asesino en manos del padre de su víctima? —continuó Hal—. ¿No nos exhorta a tratar sin misericordia a quien se mancha las manos con sangre de inocentes?

Rachid cayó de rodillas y trató de besarle los pies.

—¡Piedad, gran señor! ¡Pongo en vuestras manos mi indigna alma!

Hal lo apartó de un puntapié, como a un perro mestizo y caminó a lo largo de la fila.

—El Profeta nos dice que el castigo para el asesinato es la muerte. Todos sois asesinos capturados en pleno acto de piratería. Como servidor del Rey inglés, he recibido de Su Majestad el encargo y la facultad de librar a estos mares de bazofias como vosotros.

Se volvió hacia Ned Tyler:

—Señor Tyler: haced colgar una cuerda del penol para uno de los prisioneros.

Con las manos cruzadas a la espalda y la cabeza echada hacia atrás, observó a los hombres que subían con las cuerdas.

—Todo listo para el castigo —informó Ned, cuando los lazos corredizos estuvieron armados, con un grupo de marineros junto a cada cuerda.

—Dejad a ese pícaro para el final. Hal señaló con un gesto a Rachid, que aún estaba de rodillas. Ahorcad a los otros.

Aún en cadenas, chillando y debatiéndose, pidiendo misericordia a Alá, se les ciñó el nudo corredizo al cuello. Luego los hombres que manejaban las cuerdas caminaron llevándolas, golpeando al unísono la cubierta con los pies descalzos, con el mismo estribillo con que izaban la vela mayor. De a tres, de a cuatro, los árabes fueron izados, entre pataleos, hasta la alta verga. Sus forcejeos se aquietaron gradualmente; allí quedaron, colgando como racimos de grotesca fruta, con el cuello extrañamente torcido y la lengua asomada, purpúrea e hinchada.

Por fin sólo quedó Rachid sobre cubierta. Hal se detuvo ante él.

—Les concedí una muerte fácil —dijo—. Pero tú me has privado de mi hijo menor. No tendrás tanta suerte, a menos que me digas lo que necesito saber.

—Cuanto esté a mi alcance, efendi —barbotó el árabe. Basta con que lo pidáis.

—Necesito saber dónde puedo encontrar a Al Auf y a mi hijo.

—Eso no lo sé, efendi. —Rachid sacudió la cabeza con tanta violencia que esparció sus lágrimas como el Spaniel esparce el agua de su lomo. Hal lo puso de pie, con un brazo torcido entre los omóplatos, para conducirlo hasta la barandilla del barco.

—¡Mira abajo! —susurró junto a la oreja mutilada—. Mira lo que te espera.

Rachid dejó escapar un grito penetrante: el tiburón tigre se deslizaba silenciosamente por las luminosas aguas, haciéndoles ver, con sus leves rotaciones, todos los detalles de la grotesca testa roma. Los miraba con un solo ojillo de cerdo.

—¿Dónde puedo encontrar a Al Auf? ¿Dónde está su puerco escondite? Dímelo y tendrás una muerte rápida; te presentarás a tu Dios en una sola pieza, no a través de las fauces de esa bestia.

—No sé —sollozó Rachid—. Muy pocos hombres saben dónde está la ciudadela de Al Auf. Soy sólo un pobre pescador.

—¡Aboli! —gritó Hal—. El corpulento negro se acercó llevando el extremo de la última cuerda.

—¡Cabeza abajo!

Aboli se arrodilló velozmente para pasar la cuerda por las cadenas que sujetaban los tobillos del árabe.

—¡Izad! —ordenó a los marineros que sostenían el otro extremo.

Rachid fue izado con los pies hacia arriba y quedó balanceándose como un péndulo por sobre el costado de la nave.

—¿Dónde está Al Auf? —preguntó Hal—. ¿Dónde puedo hallar a mi hijo?

—No lo sé. Pongo a Dios por testigo —aulló Rachid.

—¡Abajo!

Rachid descendió a sacudidas hacia la superficie del agua.

—¡Basta!

La cara quedó a treinta centímetros escasos del agua. El hombre intentó girar la cabeza para mirar a Hal, que asomaba medio cuerpo desde la borda.

—¡No sé! Lo juro por todo lo sagrado —gritó. No sé dónde tiene Al Auf a vuestro hijo.

El capitán hizo una seña a Aboli.

—¡Alimentad a la bestia!

El negro tenía preparado, junto a la barandilla, un cántaro lleno de sobras de la cocina. Lo vació desde la borda, arrojando al mar una mezcla de cabezas de pescado, tripas y mondadura de hortalizas. Los cardúmenes se precipitaron sobre el festín agitando la superficie con su frenética gula. Aboli vació un segundo balde.

En menos de un minuto se vio un movimiento oscuro amenazador bajo los diminutos bancos. Luego, un lomo ancho y rayado ascendió desde las profundidades con horrible majestad. Los pececitos se dispersaron, en tanto el monstruo afloraba con las fauces abiertas, capaces de engullir el torso de un hombre. La dentadura múltiple se cerró sobre los desechos, revolviendo las a aguas; sin embargo, todavía estaba muy por debajo de Rachid.

—No se pueden cruzar las puertas del Paraíso con el cuerpo devorado por un animal tan obsceno y sucio —le anunció Hal.

Su prisionero se retorció en el extremo de la cuerda, indefenso. Su voz sonó aguda e incoherente.

—¡No! No lo sé. Misericordia, gran señor.

—¡Abajo! Hal hizo un gesto a los hombres de la cuerda que lo bajaron hasta que la cabeza y los hombros quedaron sumergidos. Mantenedlo ahí.

Lo observó mientras pataleaba y forcejeaba. El gran tiburón, percibiendo la turbulencia, nadó en círculos bajo él; ascendiendo cautamente. Los movimientos de Rachid se tornaron débiles y espasmódicos; se estaba ahogando.

—¡Arriba! —indicó Hal.

Levantaron a Rachid, sacándolo del agua. Había perdido el vendaje sanguinolento que le rodeaba la cabeza; los largos mechones empapados quedaron colgando en el agua. En sus esfuerzos por respirar, se retorcía en el extremo de la soga.

—¡Habla! —bramó Hal—. Háblame de mi hijo menor.

Se sentía frío, desprovisto de toda piedad o compasión. El tiburón olfateó la sangre del vendaje caído y ascendió hacia él. Una vez más, las enormes fauces se abrieron, chupando el trapo. Cuando se sumergió, arqueando el lomo, la aleta caudal salió del agua, asestando un fuerte golpe al hombre colgado. Rachid lanzó un chillido de terror y osciló en el extremo de la cuerda.

—¡Habla! —lo alentó Hal—. Quiero saber de mi hijo.

—No puedo decir lo que no sé —aulló Rachid.

Courtney hizo otro ademán a los hombres de la cuerda, que lo sumergieron hasta la cintura. Muy abajo, el tiburón giró con una agilidad y una prontitud que parecían imposible en una bestia tan enorme; luego se lanzó hacia la superficie, aumentando de tamaño al acercarse.

—¡Arriba! —ordenó Hal, ásperamente.

Izaron a Rachid justo en el momento en que las grandes fauces se cerraban con un chasquido, poniéndolo fuera de su alcance por unos pocos centímetros.

—Todavía estás a tiempo —anunció Hal—. Dímelo y acaba de una vez.

—No sé dónde encontrar a Al Auf, pero puedo deciros quién sabe —confesó Rachid, con la voz quebrada y enronquecida por el terror.

—Dime su nombre.

—Es Grey efendi, el de Zanzíbar. Fue él quien nos habló del gran tesoro que lleváis a bordo.

—¡Abajo! —Ante la orden de Hal, bajaron a Rachid. El tiburón tigre se abalanzó a su encuentro. En esa oportunidad el capitán no hizo nada por rescatarlo: ya no tenía valor alguno. Tras enviar a Rachid hacia su castigo, sin ningún remordimiento, observó tranquilamente las mandíbulas que se cerraban sobre la cabeza del hombre, devorándolo hasta los hombros. El animal quedó colgado de la soga, batiendo la cola de lado a lado y sacudiendo el cuerpo enorme; movía los dientes como si fueran tijeras, cortando carne y hueso. Su peso enorme, la violencia de sus movimientos, hicieron resbalar y perder el equilibrio a los hombres que operaban la cuerda.

Luego las dentaduras se encontraron, decapitando limpiamente a Rachid. El tiburón se retiró, abandonando el cadáver, que quedó retorciéndose en la superficie; la sangre que manaba del cuello cortado enturbió las aguas.

Hal desenvainó la espada para cortar la cuerda con un solo movimiento de revés. El cuerpo sin cabeza cayó al agua, donde se hundió lentamente, dando tumbos entre el telón oscuro de su propia sangre. El tiburón, como perro que aceptara un bocadillo, tomó el cadáver con su boca de medialuna, casi con suavidad, y se lo llevó a aguas más profundas. Hal abandonó la barandilla.

—Dentro de una hora cambiará la marea, señor Tyler. —Levantó la vista hacia los ahorcados que pendían de la verga—. Liberad el barco de todo eso. Arrojadlos por la borda. Con la bajamar zarparemos hacia Zanzíbar.

Rodearon el promontorio con todas las velas de sobrejuanete al viento, ciñendo en una amplia curva.

—Vuestro nuevo curso es norte nordeste, señor Tyler —dijo Hal—. Con este viento deberíamos estar de regreso en Zanzíbar antes del anochecer de mañana.

***

Hal no tenía ningún deseo de anunciar su llegada, de modo que pasó la noche al pairo en el canal y, al amanecer, llevó al Serafín hasta el puerto de Zanzíbar. En saludo cortés al fute, arrió e izó nuevamente sus colores; en cuanto el ancla encontró asidero en el fondo, ordenó que botaran la falúa. Luego corrió a su camarote para meterse en el cinturón el juego de pistolas de doble caño.

Al salir de la cabina encontró a Tom, que lo estaba esperando con la gorra puesta, espada al cinto y botas en los pies habitualmente descalzos.

—Deseo ir con vos, señor —dijo.

Hal vaciló, pues en tierra quizás hubiera que combatir, pero el muchacho añadió inmediatamente:

—Juré junto con vos, padre.

—Ven, pues. Hal corrió a cubierta. Estaos listos para volver a zarpar en cualquier momento —ordenó a Ned Tyler.

Luego bajó a la falúa con Tom y diez o doce hombres. En el muelle, dejó a Alf Wilson con cuatro marineros cuidando la embarcación.

—Manteneos a distancia del muelle, pero listos para venir por nosotros a toda prisa —indicó a Alf. Luego, volviéndose hacia Aboli: Llévanos de nuevo a casa del cónsul. Rápido. Mantengámonos juntos.

Partieron al trote por las callejuelas, en doble fila, hombro contra hombro, con las armas listas. Al llegar a la puerta de Grey, Hal hizo un ademán de cabeza al negro, que llamó a los paneles tallados con el mango de su pica. Los golpes reverberaron en el silencio de la casa. Después de un intervalo oyeron unos pasos arrastrados que se acercaban desde el lado opuesto de la puerta; alguien retiró el cerrojo.

Una esclava muy anciana clavó la vista en el grupo de hombres armados. Con las arrugadas facciones llenas de consternación, trató de cerrarles la puerta en la cara, pero Aboli la bloqueó con el hombro.

—No tienes nada que temer, abuela —le dijo Hal, suavemente—. ¿Dónde está tu amo?

—No me atrevo a decirlo —susurró la mujer—. Pero desvió los ojos hacia la amplia escalera de piedra que ascendía desde el patio a los pisos superiores.

—Echa otra vez el cerrojo —ordenó Hal a Aboli— y deja dos hombres de guardia.

Luego subió de a dos peldaños por vez. En la segunda planta se detuvo a echar un vistazo. El salón en que se encontraba estaba ricamente provisto de alfombras ornamentales y pesados muebles oscuros, con incrustaciones de marfil y madreperla. Hal conocía la distribución habitual de esas mansiones: la nana, el sector de las mujeres, estaría en el último piso; el sitio donde se encontraban las habitaciones principales, con los aposentos del amo al final, detrás de unos biombos de ébano y marfil, llenos de complejas tallas. Hal se deslizó calladamente entre los biombos a un salón más pequeño. El suelo estaba sembrado de almohadones de seda; ocupaba el centro una mesa baja, con un narguilé y muchas escudillas usadas. El cuarto hedía a humo rancio de bhang, fuerte aroma de especias comestibles y el peculiar olor almizclado que caracterizaba la enfermedad de Grey.

Hal se acercó a otro juego de biombos y pasó al cuarto siguiente. Una cama de poca altura llenaba la mitad del espacio. Hal se detuvo en el vano de la puerta, tomado por sorpresa.

En la cama había una maraña de cuerpos, miembros blancos entrelazados a otros morenos. Tardó varios segundos en comprender lo que estaba viendo: el cónsul Grey yacía de espaldas, con los hinchados miembros extendidos y el vientre enorme, como si estuviera en las últimas semanas de un embarazo. Las piernas, grotescamente deformadas, estaban sembradas de úlceras abiertas, estigma de su enfermedad. El pus amarillo de esas llagas descubiertas apestaba el cuarto a tal punto que Hal sintió subir el vómito.

Sobre él se arrodillaban dos jóvenes esclavas: una, sobre la cara; la otra, a horcajadas sobre el cuerpo. Una levantó la cabeza y miró a Hal a los ojos; por fin lanzó un alarido. Las dos muchachas se levantaron de un brinco y huyeron de la habitación, desapareciendo detrás de otro biombo como un par de gacelas asustadas.

Grey quedó manoteando en la cama, hasta que logró ponerse de costado e incorporarse sobre un codo.

—¡Vos! —Miraba boquiabierto a Courtney—. No esperaba…

Se interrumpió, cerrando y abriendo la boca sin pronunciar sonido.

—Sé perfectamente lo que esperabais, —señor le dijo Hal—. Y me disculpo por desencantaros.

—No tenéis ningún derecho a invadir mi casa. —Con el dorso de la mano, el cónsul se limpió de la cara los jugos de la muchacha Luego la sorpresa cedió paso al enojo—. Tengo guardias armados —bramó—. Voy a llamarlos.

Abrió la boca para gritar, pero Hal le apoyó la punta de su espada en el cuello. Grey se desinfló como una vejiga pinchada y trató de escurrirse.

—¡Cubríos! —Courtney le arrojó una bata de seda que recogió del suelo. Me asquea estar viendo vuestra res.

Torpemente, el hombre se puso la bata. Entonces pareció recobrar algo de su aplomo.

—No era mi intención amenazaros. Sonrió cautivadoramente. Es que me sobresaltasteis. Habéis llegado en un momento embarazoso. Le hizo un guiño lascivo. Y suponía que a estas horas, iríais camino a Buena Esperanza.

—Me disculpo una vez más —dijo Hal—. No he sido del todo honesto con vos. No soy mercader ni sirvo a la Compañía de las Indias Orientales. Mi verdadero nombre es Hal Courtney Soy servidor de Su Majestad, el rey Guillermo.

—Todos somos servidores del Rey. —El tono de Grey se llenó de reverencia, su expresión era santurrona. Se retorció hasta llegar al borde de la cama y logró, con gran esfuerzo, ponerse de pie.

Hal le apoyó la punta de la espada en el vientre hinchado y lo empujó con suavidad.

—No os incomodéis, os lo ruego —dijo cortésmente—. Cuando digo que soy servidor del Rey, me refiero a que vengo por mandato suyo. Entre las facultades que me confirió con este nombramiento figura la de juzgar sumariamente y ejecutar a cualquier persona sorprendida en actos de piratería, así como a quien ayudare o protegiere a quien practicara la piratería en alta mar. Hal extrajo de bajo su manto el pergamino enrollado. ¿Queréis comprobarlo?

—No dudo que es como decís. —Grey hablaba con ligereza, fingiendo seguridad, pero su cara había tomado un enfermizo color sepia—. No obstante, no logro entender en qué me afecta eso.

—Os ruego que me permitáis explicar.

Hal deslizó nuevamente el pergamino en el forro de su manto. No hay tesoro alguno a bordo de mi barco. Erais el único que así lo creía. Os lo dije para poner a prueba vuestra honradez. Estaba tendiendo una trampa para el pirata conocido como Al Auf.

Grey lo miró fijamente; el sudor formó una serie de gotitas en el mentón y la frente.

—También os dije la fecha en que zarparía de Zanzíbar y la ruta que tomaría. Sin esa información, Al Auf no podría haber preparado una emboscada contra mi barco. Recibió informaciones exactas, que sólo pudieron provenir de una persona. Hal le tocó suavemente el pecho con la punta de la espada. De vos.

—¡Eso no es cierto! —balbuceó Grey, frenético—. Soy un servidor del Rey y hombre de honor.

—Por si hicieran falta mayores evidencias, uno de los hombres de Al Auf me ha dado vuestro nombre. Estáis en liga con ese corsario. Sois culpable de colaboración con los enemigos del Rey, y esto no requiere más debate. Os condeno a la muerte por ahorcamiento. Alzó la voz. ¡Aboli!

El negro apareció junto a su hombro; su cara tatuada era tan imponente que el cónsul rodó hasta el otro lado de la cama, trémulo como un aguaviva arrojada a la playa.

—Prepara la cuerda para una ejecución. Aboli llevaba un rollo de cuerda al hombro. Marchó hacia la ventana, que llegaba de piso a techo, y abrió de un puntapié las celosías talladas. Después de echar una mirada al patio y a su fuente gorgoteante, sacudió el nudo corredizo y lo dejó descender hasta la mitad de la pared. Luego ató el extremo a la jamba central de la ventana.

—La caída es demasiado larga para este barril de grasa. Lo degollaré como a un pollo —gruñó, meneando la cabeza—. Esto va a ser sucio.

—No se puede ser muy limpio con este asunto —dijo Hal—. Ponle el lazo.

Grey, entre gritos, se debatía en la cama.

—Por el amor de Dios, Courtney, no podéis hacerme esto.

—Creo que sí. Vamos a poner a prueba mi teoría.

—¡Soy inglés! ¡Exijo un juicio justo ante un juez inglés!

—Ya lo habéis tenido —señaló Hal—. Señor Fisher, por favor, ayudad a preparar al prisionero para su castigo.

—Sí, capitán.

Gran Daniel entró con sus hombres, que rodearon la cama.

—¡Soy un enfermo! —balbuceó Grey.

—Tenemos la cura perfecta para todo lo que os aqueja —aseguró Gran Daniel, tranquilamente.

Tras poner al cónsul boca abajo, le ató las manos a la espalda con una cuerda ligera. Sus hombres lo arrastraron hasta la ventana, donde Aboli ya tenía el lazo preparado para deslizárselo por la cabeza. Pusieron nuevamente a Grey frente a su capitán. Había que sostenerlo, pues las piernas, grotescamente hinchadas, no soportaban su peso.

—Os complacerá saber que vuestro aliado, Musallim Bin Jangiri, también conocido como Al Auf, escapó de la trampa que le preparé: Hal se sentó a los pies de la cama. Ha desaparecido en el océano. Cabe suponer que ha regresado a su guarida, para lamer las heridas que logré infligirle.

—No sé nada de todo eso. Grey pendía entre los brazos de sus captores, temblando violentamente. Debéis creerme, sir Henry.

Hal continuó como si nadie hubiera hablado.

—Lo que exacerba mi problema es que Al Auf ha capturado a mi hijo menor. Comprenderéis, sin duda, que estoy dispuesto a cualquier cosa para rescatar a mi muchacho. Y creo que vos sabéis dónde puedo hallarlo. Alargó la espada para poner la punta contra el cuello del cónsul. Dejadlo sobre sus pies ordenó a los hombres que lo sujetaban.

—¡Os lo ruego, sir Henry! —Grey se bamboleaba ante la ventana abierta—. Ya soy viejo.

—Y malvado —concordó Hal, presionando la espada un poco más. Una brillante gota de sangre brotó de la piel perforada, manchando el acero de Toledo—. ¿Dónde puedo encontrar a Al Auf? Y a mi hijo.

Bajo la bata de Grey resonó un borboteo chapoteante; por las piernas hinchadas corrieron heces líquidas, pardas como jugo de tabaco, hasta formar un charco en el suelo, entre los pies. El hedor, penetrante y nauseabundo, llenó la habitación caldeada, pero Hal no alteró su expresión.

—¿Dónde puedo hallar a mi hijo? —repitió.

—¡Flor de la Mar! —aulló Grey—. El antiguo fuerte portugués, en la isla. Es el refugio de Al Auf.

—Debo haceros notar, señor, que por el hecho de haber podido darme esta información confirmáis vuestra culpabilidad sin sombra alguna de duda.

Fue aumentando lentamente la presión del acerco contra el cuello del cónsul. Grey trató de resistir arqueando la espalda, pero resbaló en su propia boñiga hasta que sus talones franquearon el alféizar de la ventana abierta. Allí se tambaleó por un momento. Luego, con un gemido desesperado, cayó hacia atrás. La cuerda siseó tras él y quedó tensa, con un golpe seco, estirada por el peso del hombre.

Hal condujo a su banda escaleras abajo, hasta el patio. Allí se detuvo para echar un vistazo al cuerpo hinchado, que pendía dócilmente en el extremo de la cuerda, suspendido por sobre el estanque de los peces. Courtney extrajo de bajo el capote el pergamino que había preparado la noche anterior y lo entregó a Aboli.

—Cuélgale eso del cuello.

El negro subió de un brinco al parapeto de la fuente y deslizó el cordel por sobre la cabeza del ahorcado. El pergamino quedó colgando contra su pecho. La proclama estaba escrita en inglés y en árabe.

"Habiendo sido juzgado y hallado culpable de complicidad con el corsario conocido como Al Auf, en actos de piratería en alta mar, el prisionero William Grey fue sentenciado a muerte por ahorcamiento. La sentencia fue debidamente ejecutada por mí, Henry Courtney, según la autoridad que me confiere el nombramiento de Su Majestad, el rey Guillermo III."

De pie junto a su padre, Tom leyó el texto árabe de la prona. Al llegar al final observó: Está firmada por "El Tazar". Eso significa "la barracuda". ¿Por qué?

—Es el apodo que me pusieron los musulmanes la primera vez que navegué por estas aguas.

Hal miró a su hijo. Una vez más sintió una punzada de preocupación por el hecho de que alguien tan joven como Tom hubiera presenciado procedimientos tan sanguinarios. Luego recordó que su hijo tenía ya diecisiete años y que, a espada y a cañón, había matado a más de un hombre. Ya no era un niño y estaba preparado, por su vocación y su adiestramiento, para esos horribles trabajos.

—Nuestra obra aquí está completa —dijo en voz queda—. Volvamos a la nave.

Y se volvió hacia las altas puertas talladas. Gran Daniel dio una orden a los hombres apostados allí, que la abrieron de par en par.

La vieja bruja que les había dado acceso a la casa estaba de pie en el umbral. Tras ella la calle hervía de guardias. Eran cuanto menos doce, armados de trabucos y cimitarras curvas: Una temible banda de rufianes que se lanzaron hacia adelante al abrirse las puertas.

—¡Ved lo que han hecho los infieles con nuestro señor! —gimió la vieja, al ver el cuerpo de Grey pendiendo de la cuerda—. ¡Asesinos!

Y abrió la boca desdentada para emitir el grito agudo con que las árabes suelen incitar en sus hombres una ira homicida.

—¡Allah Akbar! —gritó el jefe de la guardia—. ¡Dios es grande!

Y se apoyó contra el hombro el largo trabuco para dispararlo contra el grupo de marineros ingleses. La bala alcanzó a un marinero en plena cara, haciéndole volar la mayor parte de los dientes. La mandíbula destrozada se hundió en el cráneo. El marinero cayó sin un grito, en tanto Hal se adelantaba apuntando una de sus pistolas de dos caños.

El primer disparo hirió al jefe de la guardia en el ojo derecho; al reventar, dejó un agujero abierto en la cuenca y un goteo de gelatina por la mejilla. Cuando él cayó, Hal disparó el segundo proyectil contra el hombre que apareció en el vacío, que lo alcanzó en el centro mismo de la frente. El muerto cayó entre sus compañeros, derribando a uno.

—¡A ellos, muchachos! —gritó Hal.

Los marineros se lanzaron a la carga, formados en una sólida falange.

—¡Serafín!

La turba de figuras vestidas de túnica cedió ante el ataque. En el apretujamiento de cuerpos, ninguno de los enemigos pudo levantar el mosquete; todos se vieron obligados a retroceder ante el filo brillante de los alfanjes. Cayeron tres más antes de que el grupo de Hal alcanzara la calle, donde había más lugar para la esgrima.

Courtney tenía ya la segunda pistola en la mano izquierda, pero prefirió reservar los disparos; en cambio utilizó la espada para derribar a otro árabe que le bloqueaba el paso. Tom estaba un paso detrás de él; le bastó un vistazo breve para notar que el muchacho mantenía la espada en alto, con la punta ya opacada de sangre: él también se había anotado un punto.

—Buen chico —gruñó el padre—. No te apartes de mí.

Y corrió hacia los árabes restantes. Éstos habían visto el destino corrido por sus compañeros de la vanguardia. Al enfrentarse ante las feroces caras blancas que se lanzaban hacia ellos como jauría, se dispersaron para huir por el callejón.

—¡Déjalos! —Hal contuvo ásperamente a su hijo—. Volvamos al bote.

—¿Y el viejo Bobby? —preguntó Gran Daniel, señalando al marinero muerto, rodeado por los cuerpos de los árabes caídos.

—Traedlo —ordenó Hal. A los hombres les sentaba mal ver que se abandonara a uno de los suyos en el campo de batalla. Debían saber que, muertos o heridos, jamás serían desatendidos—. En cuanto estemos en alta mar le daremos una sepultura decente.

Daniel se agachó y Aboli lo ayudó a cargarse el cadáver al hombro. Luego, con el alfanje desnudo en la mano, los dos hombrones abrieron la marcha al trote por las callejuelas que llevaban al muelle. A esa hora temprana había poca gente en las calles; si alguien los veía, se apresuraba a desaparecer en los portales y callejones. Llegaron al puerto sin ser detenidos. Alf Wilson acercó la falúa para recogerlos.

Mientras remaban hacia el Serafín, algunos audaces abandonaron sus escondites para disparar sus mosquetes y lanzar insultos o desafíos por sobre las aguas del puerto, pero ya estaban muy lejos y ninguno de los proyectiles cayó cerca de la embarcación. Ned Tyler tenía tensado el cable del ancla y diez o doce hombres preparados junto al cabrestante. Tan pronto como el grupo estuvo a bordo y la falúa fuera del agua, dio orden de levar el ancla e izar las velas.

Mientras el Serafín viraba, poniendo proa hacia la entrada del puerto, en el mástil que coronaba la torre occidental del fuerte ascendió el largo estandarte verde del sultán; la batería de las murallas abrió fuego contra ellos.

Aun desde cubierta se veía con claridad a los artilleros de túnicas blancas que operaban frenéticamente esos cañones. A través del catalejo, Hal detectó el pánico y la confusión que reinaban entre ellos. Cada una de esas grandes piezas fue recargada y disparada otra vez, sin que nadie hiciera intento alguno de corregir la puntería. Ante los ojos de Hal, un artillero demasiado entusiasta aplicó la mecha cuando su equipo estaba todavía detrás del cañón. El recule hizo que retrocediera contra los hombres, aplastando huesos y amputando miembros. Hal oyó los gritos agónicos de los artilleros mutilados, aunque los separaba una distancia de veinte cables largos.

Luego vio volar la enorme bola de piedra; se elevó raudamente desde las murallas y pareció detenerse en el cenit de su trayectoria, como una peca diminuta; luego descendió en arco hacia ellos. Por un momento Hal pensó que haría blanco en la nave, pero se hundió en el mar a un costado, alzando tal chorro de agua y espuma que llegó hasta el alcázar, salpicando a Hal hasta las rodillas.

—Debemos responder a esa conmovedora despedida. —Miraba a Ned Tyler sin sonreír—. Tened la bondad de hacer un saludo con la bandera, en señal de cortesía para el sultán. Luego poned el barco rumbo al sur.

***

—No está marcado —murmuró Hal, estudiando el mapa extendido en su escritorio—. Sin embargo juraría que he oído antes ese nombre. Flor de la Mar. Con ese nombre y por lo que dijo Grey, ha de ser una de las antiguas posesiones portuguesas, por supuesto.

Ya había interrogado a sus oficiales y, por intermedio de ellos, a la tripulación, pero nadie la conocía.

Apilados junto a la carta marítima había ocho pesados libros encuadernados en cuero negro. Estos volúmenes figuraban entre las pertenencias más preciadas de Hal. Seleccionó uno y abrió las páginas rígidas, crujientes, cubiertas por ambas caras por una bella escritura suelta y dibujos a tinta. La letra le era tan familiar que parecía integrada a su misma existencia: era la de su padre, sir Francis Courtney. Esos libros de bitácora formaban parte del legado que Hal había recibido de él. Los ocho volúmenes cubrían treinta años de viajes y vagabundeos por los océanos del globo, el conocimiento y la experiencia de toda una vida, de tanto valor intrínseco y sentimental que Hal no habría podido calcular su precio en oro.

Con aire casi reverente, hojeó las páginas, buscando el nombre que había leído en alguna de ellas, muchos años atrás. La búsqueda era espasmódica: de vez en cuando lo distraía alguna joya de observación, el cautivante dibujo de algún puerto extranjero, una aterrada exótica, el retrato de un hombre, un ave o un pez que había llamado la atención a su padre estaba fielmente registrado allí por su hábil pluma.

Fracasada la búsqueda inicial, dejó aparte el primer volumen y escogió otro, cuya cubierta decía: "Océano de las Indias. Anni Domini 1632 a 1641." La investigación duró tanto que fue preciso reponer el aceite de la lámpara. De pronto el nombre saltó de la página a sus ojos enrojecidos, arrancándole un suspiro de alivio. "Isla Flor de la Mar", decía la anotación bajo un dibujo a tinta de una aterrada vista desde el océano, que representaba obviamente una isla. Abajo, la rosa de los vientos y una escala de distancias indicaban un tamaño general, de sur a norte, de cinco millas marítimas. Debajo del nombre estaba registrada la posición: "11 grados 25 minutos sur Lat. 47 grados 32 minutos este long." En letras más pequeñas: "Conocida por los musulmanes como Daar Al Shaitan". Hal volvió rápidamente a su carta. Con regla y compás, marcó las coordenadas provistas por su padre. Aunque tomaba con reserva cualquier cálculo de longitud, aun los de su padre, descubrió que estas medidas señalaban una posición a unas ciento cincuenta millas marítimas de las islas Glorieta, hacia el norte. Sin embargo, en la carta de Hal no había nada marcado en esa localización, salvo mar abierto. Consultó nuevamente la bitácora de su padre. Sir Francis había llenado toda una página con descripciones. Al comenzar a leer, Hal quedó inmediatamente cautivado. "Quien mencionó primero esta isla fue Alfonse d’Albuquerque, en 1508, cuando se disponía a capturar las ciudades árabes alineadas en la Costa de la Fiebre, en el este del continente africano. Desde este puerto lanzó sus ataques contra Zanzíbar y Dar Es Salaam." Hal hizo un gesto de asentimiento. Sabía que Albuquerque había recibido el apodo de "el Grande" y que los árabes lo llamaban "allaitan, el Diablo, por el éxito de sus incursiones navales en el océano de las Indias. Más que el mismo Tristán da Cunha, había sido quien asegurara el poder y la influencia de los portugueses en la Costa de la Fiebre y en el golfo Pérsico. Sus naves fueron las primeras, entre las enviadas por potencias europeas, en penetrar en la fortaleza árabe del mar Rojo." Hal volvió a la escritura de su padre.

"Albuquerque construyó un fuerte considerable en el extremo norte de la isla, aserrando bloques de piedra coralina para la construcción y empleando a prisioneros musulmanes para el trabajo pesado. Armó el fuerte con cañones capturados durante su conquista de Ormuzy Adén. Dio a la isla el nombre de su barco insignia, Flor de la Mar. Algunos años después, en 1508, esa misma nave naufragó en los arrecifes coralinos, frente a la costa de Goa, y Albuquerque perdió el gran tesoro personal que había acumulado durante sus campañas en estos océanos. Tras el éxito de sus ataques en tierra firme, dentro del continente africano, abandonó su base de la isla para trasladar su bandera a Zanzíbar. El fuerte de Flor de la Mar quedó en estado de abandono.

Anclé en este lugar el 2 de noviembre de 1637. La longitud de la isla, en millas marítimas, es de cinco y un cuarto; tiene media milla marítima de amplitud en su punto más ancho. El lado este está expuesto al oleaje del océano y los vientos imperantes, por lo que no ofrece un anclaje seguro. La bahía del extremo noroeste está bien protegida y guardada por un arrecife coralino. El fondo es de arena conchilla; ofrece excelente agarre. Existe un paso por el arrecife que pasa directamente bajo las murallas del fuerte. De ese modo, cuando las fortificaciones estaban en manos de los portugueses, cualquier navío que entrara en la bahía podía ser sometido al fuego de las baterías de la guarnición.

En medio de la página, el padre de Hal había un mapa detallado de la bahía y el fuerte, mostrando el arrecife diversas anotaciones de profundidad.

"Al bajar a tierra descubrí que las murallas del este habían resistido bien el paso de casi un siglo y que estaban bien construidas y serían inexpugnables, aún para las máquinas de sitio más modernas. Aún estaban los cañones en sus emplazamientos, pero con el metal muy corroído por el aire salobre. Las cisternas para recolectar agua de lluvia continuaban en estado de funcionamiento, por lo que pudimos rellenar nuestros barriles. En el extremo sur de la isla anidaba una numerosa colonia de aves marinas. En las horas del día, estas aves formaban un dosel oscuro sobre la isla, que era visible desde muy lejos. El coro de sus voces sumadas alcanzaba tal volumen que llegaba a ofender el oído y aturdir los sentidos. La carne de estas aves era aceitosa y tenía un fuerte sabor a pescado, pero una vez ahumada y salada se la podía comer. Despaché un grupo a tierra para que recogiera sus huevos. Regresaron con diez cestos grandes y todos los marineros se dieron un festín. Además se podía pescar mucho y recoger ostras en la bahía. Nos quedamos diez días, empleando a todos los hombres en la recolección de estas riquezas para reabastecer la nave. Nos hicimos nuevamente a la mar el día 12 de noviembre, con rumbo a Bab al Mandeb, al pie del mar Rojo."

Hal cerró el libro de bitácora con tanta reverencia como si hubiera sido la Biblia familiar (en cierto sentido, lo era) y volvió su atención a la carta. Marcó cuidadosamente la posición de la isla, según las indicaciones de su padre; luego calculó el curso y el rumbo desde su posición actual hasta el extremo sur del canal de Zanzíbar. Cuando salió a cubierta el Sol estaba apenas a un dedo del horizonte, tan envuelto en nieblas purpúreas que se lo podía mirar directamente. Con la llegada del crepúsculo, el viento monzónico había amainado, pero aún tenía fuerza suficiente para dejar todas las velas tensas y perladas como pechos de madre.

—Señor Tyler, pongamos proa al viento, ciñendo tanto como posible en esta bordada —ordenó lúgubremente—. A bolifranca.

—A bolina franca será, capitán. —Ned se tocó la gorra. Hal lo dejó para ir hacia proa, echando un vistazo a las vergas del trinquete. Tom seguía allí arriba, como desde que dejaran atrás el puerto de Zanzíbar. Hal simpatizaba con él, pero no subiría a compartir su vigilia. Él también deseaba estar solo.

Cuando llegó a la proa subió a la base del bauprés y, aferrado al estay, miró hacia el mar oscurecido, que estaba tomando el color de las ciruelas muy maduras. A intervalos el Serafín rompía la cresta de una ola más grande y la arrojaba hacia atrás, por sobre la proa, lanzándole salpicaduras a la cara. Sin hacer esfuerzo alguno por secarlas, él las dejaba gotear desde el mentón al pecho.

África, muy atrás, había desaparecido en la distancia y en el brumoso crepúsculo. Hacia adelante no había señales de tierra. El océano oscuro era ilimitado y ancho. "¿Qué esperanza tengo de hallar a un niñito en esta extensión infinita?" se preguntó. "Pero lo haré, aunque me lleve el resto de la vida. Y no habrá misericordia para quien se interponga en mi camino."

***

El dhow se empleaba para el tráfico de esclavos; trasladaba su carga de miseria desde el continente a los mercados de Zanzíbar, a través del canal. Hedía a desechos humanos y tormento del espíritu. Era una horrible miasma la que pendía sobre el pequeño barco, impregnando el pelo y la ropa de cuantos estaban a bordo. Dorian la sentía entrar en los pulmones con cada aliento, corroyéndole el alma misma.

Estaba encadenado en la cubierta inferior. Las grapas de hierro estaban clavadas a la gruesa estructura de madera, con las cabezas remachadas. Sus grillos estaban forjadas a mano. En la larga bodega inferior había espacio para un centenar de cautivos, pero él estaba solo. Sentado en cuclillas, trataba de mantener los pies fuera de las ruidosas sentinas que chapoteaban con cada tumbo del estrecho casco, llenas de escamas de pescado y trozos de copra empapada: las cargas alternativas del dhow.

De hora en hora, poco más o menos, se abría la escotilla de arriba y alguno de los tripulantes árabes le echaba una mirada ansiosa. El carcelero le entregaba desde arriba un cuenco de arroz y guiso de pescado o un coco verde, con la parte superior cortada. El jugo de coco era dulce y algo efervescente.

Dorian lo bebía de buena gana, aunque desechara el guiso hecho con pescado secado al sol y ya medio podrido.

Aparte de los grillos y el encierro maloliente de la bodega sus captores árabes lo habían tratado con la mayor corrección. Más aún: era evidente que se preocupaban por su bienestar, pues cuidaban de que no pasara hambre ni sed.

Cuatro veces, en los dos últimos días, el capitán del dhow había bajado a la cubierta de los esclavos para detenerse junto a él, mirándolo atentamente y con una expresión difícil de sondear. Era un hombre alto, de nariz ganchuda y piel muy morena, marcada por la viruela. Se trataba del mismo que, tras sacar a Dorian del mar, le había apuntado con la daga al cuello. En su primera visita había tratado de interrogarlo.

—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Eres un auténtico creyente? ¿Qué hacías en un barco de infieles?

Su acento era extraño; la pronunciación de algunas palabras difería mucho de la que Dorian había aprendido de Alf Wilson, pero era posible entenderle sin dificultad. El chico podría haberle respondido con fluidez, pero bajaba la cabeza y se negaba a mirarlo. Ansiaba desesperadamente descargar en el árabe su miedo y su cólera. Quería advertirle que era hijo de un hombre rico y poderoso, pero adivinaba que eso habría sido una gran tontería. Habría querido barbotar: "Mi padre vendrá pronto por mí, y entonces no tendrá piedad con vos ni con vuestros hombres." En cambio se mordía dolorosamente la lengua para a no responder a esas preguntas.

Tenía la certeza de que los árabes descargarían en él su cólera y su rencor. Recordaba vívidamente el aguijonazo del puñal contra su cuello; aun ahora, al deslizar la punta de los dedos sobre ese lugar, palpaba las costras del rasguño que la hoja le había dejado en la piel.

Al final el capitán renunció a hacerlo hablar y, poniéndose cuclillas a su lado, tomó un puñado de sus gruesos rizos a acariciarlos casi con amor. Para estupefacción de Dorian, susurraba una plegaria: "Dios es grande. No hay más Dios que Dios y Mahoma es su Profeta."

En sus siguientes visitas a la cubierta de esclavos, no hizo más intento de interrogar al niño. No obstante, en cada ocasión repetía ese rito de acariciarle la cabeza, murmurando una plegaria.

Había sido al caérsele la gorra, cuando su largo pelo flotó al viento, que el capitán le apartó la hoja del cuello. En el terror de esos instantes Dorian no había prestado atención a los parloteos y las fuertes disputas de sus captores, en tanto lo llevaban abajo para encadenarlo en la bodega de los esclavos, pero recordaba que todos los hombres del dhow habían buscado la oportunidad de tocarle o acariciarle la cabeza. Ahora recordaba fragmentos de su cháchara excitada.

Muchos habían hablado de una "profecía"; algunos pronunciaron un nombre, obviamente reverenciado por todos, porque cuando se lo mencionaba todos añadían a coro: "Que Alá muestre su misericordia". A oídos de Dorian, ese nombre sonaba como "Taimtaim". Asustado y muy solo, se acurrucó en un tosco banquillo, pensando en Tom y en su padre; la nostalgia amenazaba con estrujarle el corazón. A veces dormitaba algunos minutos, pero en cada oportunidad lo despertaba una sacudida del casco, al recibir el dhow el golpe de una ola grande, y resbalaba de su precaria base. Lograba llevar la cuenta de los días y las noches por las veces en que abrían la escotilla para pasarle la comida o cuando el capitán bajaba a regodearse con él.

Fue en el duodécimo día tras su captura que le quitaron los grillos. Lo subieron a tirones por la escotilla hasta la cubierta donde la luz del sol le pareció tan potente, después de la oscuridad de abajo, que debió protegerse los ojos de ella. Tardó varios minutos en adaptarse a su fulgor. Luego, aún parpadeando penosamente, miró en derredor. Descubrió que la mitad de la tripulación se había reunido en torno de él, formando un círculo fascinado. Esta vez tomó nota de lo que decían.

—Esto es realmente parte de la profecía, Dios sea loado.

—No puede ser, pues Al Amhara no habla la lengua del Profeta.

Dorian comprendió que el término Al Amhara, "el Rey" se refería a él.

—Ten cuidado de no blasfemar, oh Ismael. No eres tú el que puede juzgar si es o no el niño de la profecía.

—Los caminos de Dios son maravillosos y no se pueden sondear —dijo otro.

Y todos corearon:

—¡Alabado sea Dios!

Dorian miró más allá del círculo de caras morenas y barbadas, por encima de la proa. Hacia adelante, las olas se curvaban al sol, coronadas de plata, pero en el horizonte se veía una nube oscura y antinatural. La miró con tanta intensidad que le lagrimearon los ojos por el viento. Parecía humo arremolinado, pero al fin su vista aguda distinguió abajo unas diminutas siluetas de palmeras; entonces comprendió que era una gran bandada de aves.

Mientras la observaba, otras bandadas más pequeñas, de diez o veinte aves, pasaron volando por sobre el dhow, apresurándose para unirse a la vasta aglomeración. Dorian quería ver más de lo que había allá adelante y, al mismo tiempo, poner a prueba el ánimo de sus captores, para ver cuánto le permitían. Marchó hacia proa; los árabes le cedieron paso, apartándose respetuosamente, como si tuvieran miedo o poca voluntad de detenerlo. Uno le tocó la cabeza al pasar, pero Dorian lo ignoró.

—Vigiladlo bien —gritó el capitán desde el timón—. No debe escapar.

—¡Ah, Yusuf! —respondió un árabe—. ¿Tan bendito es Al Amhara que puede volar como el ángel Gibrael?

Todos rieron, pero nadie hizo esfuerzo alguno por detener al niño, que continuó avanzando hasta apoyarse contra el único palo.

El friso de palmeras visible bajo las aves se fue haciendo más nítido; por fin pudo ver la forma de un promontorio en el extremo norte de lo que era, obviamente, una isla pequeña. Más cerca aun, las murallas de un edificio cuadrado, hecho de bloques blancos que centelleaban al sol. Luego vio cañones en las murallas y una flotilla anclada en la bahía.

—¡El Minotauro! —exclamó súbitamente, al reconocer los palos y la silueta del barco que había combatido contra el Serafín pocos días atrás. Al ser superior en velocidad, debía de haber llegado mucho antes que el pequeño dhow. Estaba anclado en medio de la bahía, a palo seco; al acortarse la distancia, Dorian pudo apreciar claramente el daño que le habían infligido los cañones de su padre. Ya más cerca llegó a leer el falso nombre que habían pintado en la proa, en letras arábigas: Aliento de Alá. No era el único barco de velas cuadradas que había en la bahía; lo acompañaban otros cuatro: uno más grande y tres más pequeños que el Minotauro. Dorian dedujo que también habían sido capturados por los corsarios a las caravanas europeas que comerciaban en Oriente. Cinco grandes barcos cargados de preciosas mercancías era un botín enorme. Se explicaba que el nombre de Al Auf fuera tan temido en todo ese océano.

Interrumpió sus pensamientos una orden de Yusuf, el capitán, y el rumor de pies descalzos en la cubierta, en tanto la tripulación corría a cambiar de bordada. Llevaron hacia atrás la larga verga; luego, adelante, hacia el lado opuesto del puente.

La única vela se llenó en la bordada de estribor y el capitán guió el dhow por el estrecho paso del arrecife que custodiaba el ingreso a la bahía.

—Llevad a Al Amhara al camarote de proa. Escondedlo a los ojos de los vigías apostados en las murallas del fuerte —dijo Yusuf.

Dos de los hombres sujetaron a Dorian por los brazos y lo condujeron suavemente al pequeño camarote de proa, donde lo metieron de un empujón. Aunque la puerta quedó cerrada había ojos de buey a ambos lados, que le ofrecieron un bello panorama de la bahía.

El canal describía un giro en ángulo y pasaba casi bajo las murallas del fuerte. Dorian levantó la vista hacia los cañones que asomaban por las almenas, con las caras morenas de los artilleros atrás. El leve humo azul de las mechas lentas se alzaba a lo largo de la pared; se oyeron vivamente los gritos de bienvenida de la guarnición, a los que los tripulantes del dhow respondieron con entusiasmo. El capitán ancló cerca de la popa del Aliento de Alá y llamó, por encima del agua serena y clara, a uno de los esquifes que esperaba en la playa, debajo del fuerte. Tres hombres salieron a recibirlos y amarraron junto a la embarcación. Hubo una larga y aguda discusión entre los tripulantes, que Dorian pudo escuchar a través del mamparo, sobre quién bajaría a tierra con el capitán y Al Amhara. Por fin Yusuf resolvió la cuestión escogiendo a tres hombres, a los que ordenó bajar al esquife para actuar como escolta. Luego entró en el camarote, exhibiendo los dientes amarillos en esa horrible sonrisa falsa.

—Bajaremos a tierra para ver a Al Auf. Dorian lo miró fijamente, mudo y sin dar señales de haber entendido, de modo que Yusuf, con un suspiro, expresó sus intenciones por señas.

—Debemos cubrir tu hermoso pelo.

Descolgó una sucia túnica gris de una percha instalada junto a la puerta e indicó a Dorian que se la pusiera. Aunque hedía a sudor rancio y pescado podrido, el niño obedeció. Después de acomodarle la capucha para que le cubriera la cabeza y oscureciera la cara, el capitán lo llevó de un brazo al esquife que aguardaba.

Los llevaron a remo hasta la playa, donde treparon por la crujiente arena de coral blanco. Los tres árabes cerraron círculo en torno de Dorian; luego Yusuf abrió la marcha por el palmar y a lo largo del camino, rumbo a las murallas del fuerte. En el medio del palmar atravesaron un pequeño cementerio. Algunas de sus tumbas eran antiguas; estaban señaladas por cruces cristianas, ya quebradas y caídas; el revoque coralino se desprendía a pedazos de sus paredes. En el extremo opuesto había tumbas más nuevas, sin lápidas; eran montículos de tierra recientemente removida, señalados sólo por varas cortas con banderas blancas, cubiertas de plegarias y citas en escritura arábiga. Esas banderas flameaban con los fuertes vientos monzónicos.

A la salida del cementerio, el sendero serpenteaba por el bosquecillo hacia el fuerte, pero abruptamente entraron en otro claro. Dorian se detuvo en seco, espantado: a ambos lados del camino se veían cadáveres desnudos, colgados de trípodes hechos con toscos maderos. Obviamente, era un campo de ejecución.

Algunas de las víctimas estaban todavía con vida; respiran y se movían un poco, penosamente. Uno puso todo el cuello rígido y lanzó un fuerte gemido para aflojarse nuevamente.

Muchos habían muerto varios días atrás; tenían las facciones petrificadas en el rictus de la última agonía, el vientre hinchado de gas y la piel chamuscada por el sol. Todos ellos, vivos y muertos, habían sido cruelmente torturados. Dorian miró con horror a uno que no tenía manos ni pies, sino muñones quemados y ennegrecidos. A otros se les había arrancado los ojos con hierros al rojo. Lenguas cortadas, moscas arracimadas en las gargantas abiertas. Algunos de los que aún vivían pedían agua con voz ronca; otros invocaban a Dios. Uno observó a Dorian con enormes ojos oscuros, repitiendo un monótono: "Dios es grande, Dios es grande." Tenía la lengua tan ennegrecida e hinchada por la sed que las palabras eran apenas audibles. Uno de los guardias de Dorian se apartó del camino, riendo y dijo al moribundo:

—En tus labios el nombre de Alá es una blasfemia. —Y desenvainó la daga curva. Con la otra mano sujetó el manojo marchito de los genitales y, tras cortarlos con un solo golpe de acero, los metió en la boca abierta de la víctima—. ¡Esto es para que calles! —rió.

El hombre torturado no dio señales de dolor; ya estaba más allá del tormento.

—Siempre has sido un bufón, Ismael —lo reprendió Yusuf, pacato—. Ven ya. No pierdas tiempo en payasadas.

Siguieron su marcha, llevando a Dorian a la rastra, hasta llegar a la puerta de la muralla trasera del fuerte. Estaba abierta de par en par, con unos pocos guardias sentados en cuclillas a la sombra de la arcada, apoyados los trabucos contra la pared.

Tom había inculcado a Dorian la necesidad de observar cualquier sitio nuevo, guardando todos los detalles en la memoria. La capucha le ocultaba la cara, pero no le cubría los ojos. Vio que las vetustas puertas principales del fuerte estaban podridas, con los goznes carcomidos por la herrumbre. Las murallas, en cambio, eran muy gruesas; resistirían el más denso de los bombardeos.

Los guardias conocían bien al capitán del dhow; sin molestarse en ponerse de pie, intercambiaron con él los floridos saludos de costumbre y le indicaron por señas que pasara. Una vez en el patio del fuerte, Dorian volvió a mirar atentamente en derredor. Los edificios originales debían de ser muy viejos. Los bloques de piedra coralina estaban maltratados por la intemperie y en algunos lugares se habían desmoronado. Pero había reparaciones hechas recientemente; en ese mismo instante, un grupo de albañiles trabajaba en la escalinata que conducía a las almenas. Los viejos tejados habían sido remplazados por un entretejido de hojas de palmera que aún no estaban del todo secas. El niño calculó que había unos dos hombres holgazaneando a la sombra de los muros. Habían desplegado sus alfombrillas de oración para tenderse en ellas. Otros, reunidos en pequeños grupos, jugaban a los dados o compartían un narguilé, charlando, en tanto limpiaban sus mosquetes o asentaban el filo de las cimitarras. Algunos les dirigieron el saludo tradicional: "Salaam aliekum", a lo que los captores de Dorian respondieron: "Aliekum ya salaam"

Bajo un cobertizo con techo de paja y costados abiertos, levantado en el centro del amplio patio, se veía una hilera de fogatas junto a las cuales trabajaban mujeres veladas, cociendo el pan en las parrillas de hierro o revolviendo el contenido de negras marmitas puestas sobre las brasas. Aunque levantaron la vista hacia Dorian y sus guardias, sus ojos permanecieron inescrutables y no pronunciaron saludo alguno.

En las murallas exteriores del fuerte se habían construido cuartos cuyas puertas abrían hacia el patio. Algunos debían de ser polvorines o depósitos de provisiones, pues estaban custodiados. Yusuf dijo a sus hombres:

—Esperadme aquí. Podéis pedir comida a las mujeres para llenar la panza vacía.

Y sujetó a Dorian por el brazo, para llevarlo con firmeza hacia la puerta que ocupaba el centro de las fortificaciones.

Dos guardias le cerraron el paso.

—¿A qué vienes, Yusuf? —interpeló uno—. ¿Qué te trae sin invitación a la puerta de Musallim Bin Jangiri?

Discutieron por un rato: Yusuf, afirmando su derecho a entrar; el guardia, ejerciendo su facultad de negárselo. Por fin éste se encogió de hombros.

—Has elegido un mal momento. Hoy mismo el amo ha condenado a muerte a dos hombres. Ahora está en conferencia con los mercaderes del continente. Pero siempre has sido temerario, Yusuf, de los que gustan nadar con el tiburón tigre. Entra, si te atreves.

Y bajó la espada, haciéndose a un lado con una mueca burlona. Yusuf aferró con más energía el brazo de Dorian, aunque le temblaban los dedos, y llevó al niño al interior del cuarto, siseándole al oído:

—¡Al suelo! ¡De panza al suelo!

Dorian fingió ignorancia y se resistió a los esfuerzos que el hombre hacía por tirar de él hacia abajo. Después de algún forcejeo en el umbral, Yusuf lo soltó, permitiéndole permanecer de pie, mientras él se arrastraba rumbo a los cuatro hombres sentados en el extremo opuesto.

Siempre de pie, el niño miró a su alrededor, tratando de domar su inquietud. A la primera mirada notó que, si bien las paredes del cuarto estaban construidas con bloques coralinos sin revocar, habían sido cubiertas con alfombras de vívidos colores y agradables diseños. Por lo demás, el mobiliario era escaso; el tosco suelo estaba bien barrido, pero sólo había una mesa baja y unos cuantos almohadones, en los que se sentaban los cuatro hombres. Miraron con visible desdén a Yusuf, que reptaba hacia ellos, entonando una letanía de alabanzas.

—¡Gran señor! ¡Bienamado de Alá! ¡Espada del Islam! ¡Azote de infieles! ¡La paz sea contigo!

Dorian reconoció al hombre sentado frente a él. Lo había visto anteriormente en el alcázar del Minotauro. Jamás podría olvidar la cara que veía bajo el turbante verde.

Parecía tallada en teca o algún otro material duro e inflexible. La piel se tensaba tanto sobre los huesos que los pómulos del hombre parecían estar demasiado cerca de la superficie. La frente era alta y lisa; la nariz, estrecha y huesuda. La barba le llegaba a la cintura, peinada en horquilla y teñida con alheña; a través del fuerte tono de jengibre asomaban, empero, algunas vetas grises. Por debajo del mostacho caído, la boca formaba una línea fina y apretada.

Al abrirse esa boca de reptil, la voz que brotó de ella era dulce y melodiosa; la mirada cruel de los ojos, negros como brea, desmentía esa suavidad.

—Debes tener buenos motivos para interrumpir nuestras deliberaciones —dijo Al Auf.

—Poderoso señor: soy tan sólo un poco de estiércol de camello que se seca al sol de tu semblante. Tres veces tocó Yusuf el suelo de piedra con la frente.

—Eso, cuanto menos, es verdad —concordó Al Auf.

—Te he traído un gran tesoro, Bienamado del Profeta. —Y levantó la cabeza lo suficiente para señalar a Dorian.

—¿Un esclavo? He llenado de esclavos los mercados del mundo. ¿Y me traes uno más?

—Un muchachito —confirmó Yusuf.

—No soy pederasta —señaló Al Auf—. Prefiero el pote de miel al montón de estiércol.

—Un muchachito —repitió Yusuf, nervioso—. Pero no uno cualquiera. Una vez más, apretó la frente contra las piedras. Un niño de oro, pero más precioso que el oro.

—Hablas con circunloquios y acertijos, oh, hijo de madre enferma.

—¿Me concedes tu permiso para exhibir este tesoro a tu benévola mirada, oh poderoso? Así verás la verdad de lo que digo.

Al Auf hizo un gesto afirmativo, acariciándose la barba teñida.

—Que sea pronto, pues. Ya me estoy cansando de tus bobadas.

Yusuf se puso de pie, pero con la espalda casi doblada en dos y la cabeza inclinada en señal de profundo respeto.

Yusuf se regocijó por esa reprimenda: demostraba que Al Auf no rechazaba sin más la validez de sus aseveraciones. Empujando a Dorian con más cautela, lo obligó a arrodillarse frente al corsario.

—Ahora haz lo que te diga —susurró con ferocidad, tratando de disimular su propio miedo—, si no quieres que te haga castrar y te entregue a mi tripulación para que te usen de ramera.

Arrastró al niño hasta el centro de la habitación y quedó de pie tras él.

—Gran señor, Musallim Bin Jangiri, te mostraré algo que nunca antes has visto. Hizo una pausa, dejando que creciera la expectativa; luego, con un garboso ademán, echó hacia atrás la capucha que cubría la cabeza de Dorian. ¡He aquí la Corona del Profeta, la que anuncia la profecía!

Los cuatro hombres sentados observaron a Dorian en silencio. Por entonces Dorian ya estaba habituado a provocar esa reacción en cualquier árabe que lo viera por primera vez.

—Le has teñido el pelo con alheña —dijo Al Auf, por fin—, como he hecho yo con mi barba.

Pero hablaba con inseguridad y su expresión era de sobrecogimiento.

—No es así, señor. Yusuf empezaba a cobrar confianza. Contradecía a Jangiri sin ningún reparo, aunque muchos hombres habían muerto por esa falta. Sólo Dios ha teñido su pelo, tal como tiñó el de Mahoma, su único Profeta verdadero.

—Alabado sea Dios —murmuraron los otros, automáticamente.

—¡Tráelo aquí! —ordenó Al Auf.

Yusuf sujetó a Dorian por el hombro, levantándolo casi en vilo en su urgencia por obedecer.

—¡Con suavidad! —le advirtió el jefe—. ¡Trátalo con cuidado!

Yusuf tomó a Dorian de la mano y lo llevó hacia adelante. Sudaba de terror.

—Soy inglés. —Desgraciadamente, la voz infantil tembló, privándola de fuerza—. Quita de mí esas manos sucias.

—Corazón de león en un cachorro sin destetar —dijo Al Auf con un gesto de aprobación—. Pero ¿qué dijo?

Nadie pudo responderle. Jangiri observó nuevamente a Dorian.

—¿Hablas el árabe, pequeño?

A los labios de Dorian subió una furiosa réplica en el mismo idioma, pero la contuvo y respondió en inglés:

—Puedes irte directamente al infierno. Y cuando llegues allí, dale mis saludos al diablo.

Era una de las expresiones de su padre; eso le devolvió el coraje. Trató de levantarse, pero Yusuf se lo impidió.

—No habla árabe —observó el corsario, con una gota de desencanto. Eso formaba parte de la profecía del bendito San Taimtaim, bienaventurado sea por siempre jamás.

—Se le puede enseñar —sugirió Yusuf, con un dejo de desesperación—. Si lo dejas conmigo, en el curso de un mes estar citando todo el Corán.

—No es lo mismo. Al Auf sacudió la cabeza. Según la profecía, el niño vendría del mar, luciendo en la cabeza el rojo manto del Profeta y hablando la lengua del Profeta.

Observaba en silencio a Dorian, quien empezaba a comprender, aunque pareciera imposible, que ninguno de esos árabes había visto un pelirrojo en toda su vida. Lo veían como una especie de sacro estigma religioso: al parecer, Mahoma había tenido los mismos colores. Recordó vagamente que Alf Wilson se lo había mencionado en una de sus largas lecciones sobre las creencias del Islam. Obviamente, Al Auf se teñía la barba imitando al Profeta.

—Quizás ese pelo ha sido teñido con habilidad y nada más —dijo Jangiri, sombrío. Y clavó súbitamente en Yusuf una mirada ceñuda—. En ese caso, tú y el niño irán al campo de ejecuciones.

Ante ese pensamiento el terror volvió a sofocar a Dorian. El recuerdo de esos míseros torturados de los trípodes estaba horriblemente fresco en su mente.

Yusuf cayó de rodillas una vez más, entre protestas de inocencia, tratando de besarle los pies. El corsario lo apartó de un puntapié y alzó la voz.

—¡Traed a Ben Abram, el médico!

Pocos minutos después, un venerable árabe hacía apresuradamente sus reverencias ante Al Auf. Tenía la barba y las cejas blancas como la plata, piel pálida como cáscara de huevo y ojos brillantes de inteligencia. Hasta Al Auf le hablaba con amabilidad.

—Examina a este muchacho franco, anciano tío. Quisiera saber si el color de su pelo es natural o si ha sido teñido y si está sano y bien formado.

Las manos del médico eran suaves, pero firmes, y Dorian se sometió a su contacto de mala gana, manteniendo todo el cuerpo rígido y sin ceder un ápice. Ben Abram frotó entre los dedos los rizos sedosos, emitiendo pequeños chasquidos entre dientes. Luego separó el pelo para examinar con atención el cuero cabelludo. Le volvió la cabeza hacia la luz de las altas ventanas enrejadas. Le olfateó la cabellera, tratando de detectar algún olor a hierbas o productos químicos.

—No he visto nada como esto en cincuenta años de medicina, en hombre ni en mujer, aunque me han dicho que, en el norte de Parthia, hay personas coronadas así —dijo, por fin.

—Eso significa que no está teñido. Al Auf se apartó de los almohadones, reavivado su interés.

—Es su color natural —confirmó Ben Abram.

—¿Y qué me dices del resto de su cuerpo?

—Ya veremos. Dile que se desvista.

—No habla el idioma del Profeta. Tendrás que desvestirlo tú mismo.

Aun con Yusuf para sujetarlo, no fue posible cumplir con la orden. Dorian se debatía como un gato al que quisieran meterlo de cabeza en un balde de agua fría, lanzando zarpazos, patadas y mordiscos. Hubo que llamar a dos guardias para que lo inmovilizaran. Por fin quedó desnudo ante ellos, con un guardia prendido a cada muñeca para impedir que se cubriera con las manos.

—Observad el color y la textura de su piel —se maravilló Ben Abram. Es tan hermosa como la más fina de las sedas blancas, como el cuero del potro del sultán. No tiene mácula. Complementa exactamente el rojo del pelo y prueba, sin lugar a duda, la exactitud de lo que he dicho: su coloración es natural.

Al Auf asintió:

—¿Y el resto de su cuerpo?

—Sujetadlo ordenó el médico a los guardias.

Aún le sangraba la mordedura de la muñeca. Alargando la mano con cautela, palpó los pequeños genitales de Dorian.

—Los huevos aún no han descendido a la bolsa, pero están intactos. Tomó el blanco pene infantil entre los dedos. Como veis, no ha sido circuncidado, pero… —Retiró el prepucio hacia atrás, haciendo brotar la cereza rosada. Dorian se retorció entre las manos de los guardias; la vergüenza y la humillación barrieron con su decisión de guardar silencio.

—¡Cerdo pagano! —gritó en árabe. ¡Quita esas sucias manos de mi aguijón o por Dios que te mataré!

Al Auf se echó hacia atrás contra sus almohadones, con las enjutas facciones llenas de sorpresa y respeto religioso.

—¡Habla! ¡Es la profecía!

—¡Alá es misericordioso! ¡Alabado sea su Glorioso Nombre! —exclamaron a coro los hombres que lo acompañaban. Es la profecía de San Taimtaim.

***

—¡A cubierta! —gritó Tom desde su alto puesto del trinquete, haciendo bocina con las manos para hacerse oír por sobre el viento—. ¡Vela a la vista!

—¿Dónde? —preguntó Ned Tyler.

—A proa por babor. A dos leguas de distancia.

Hal oyó los gritos desde su camarote y se levantó de un salto, tan vigorosamente que salpicó la carta con gotas de tinta. Después de limpiarlas presurosamente, corrió hacia la puerta y salió a cubierta en mangas de camisa.

—¡Vigía! ¿Qué veis? —preguntó.

—Una embarcación pequeña, de vela latina —fue la respuesta de Tom—. ¡Ah, nos ha visto! Está virando en dirección contraria.

—Sólo huyen los culpables. —Gran Daniel había salido a cubierta y estaba junto al timón.

—O los prudentes —apuntó Ned Tyler.

—Apuesto una guinea contra una pizca de boñiga que vine de la isla de Al Auf —dijo Gran Daniel.

Hal se volvió a mirarlos.

—Vamos a hablarle, señor Tyler. Izad todas las velas y fijad el curso para interceptarlo, quien quiera que sea.

El pequeño dhow trataba de retroceder contra el viento y el mar agitado, pero no podía medirse con el Serafín. Media hora después estaba escorando y el gran barco inglés se le acercaba implacablemente.

—Disparad un cañonazo, señor Fisher —ordenó Hal.

Gran Daniel corrió hacia proa. Minutos después se oía el estruendo de un solo cañón. Pocos segundos después del disparo, Hal vio por el catalejo una breve fuente de agua blanca que se elevaba a cinco brazas del dhow fugitivo.

—Creo que hasta los infieles entienden ese lenguaje —murmuró.

Inmediatamente se demostró que estaba en lo cierto, el dhow se rindió a lo inevitable, arriando su única vela para ponerse al pairo.

—Preparad un grupo de abordaje armado —ordenó Hal a Gran Daniel, mientras se acercaban al pequeño navío.

Daniel llevó a su grupo en la falúa. Después de subir a la cubierta del dhow, desapareció en su bodega. Mientras tanto sus hombres invadieron la embarcación, reuniendo a sus escasos tripulantes a proa, bajo la amenaza de sus alfanjes. Diez minutos después Gran Daniel estaba de nuevo en cubierta, gritando hacia el Serafín:

—Capitán, lleva toda una carga de seda. Todos los fardos tienen el sello de la Compañía.

—Botín de piratas, por Dios. —Hal sonrió por primera vez en varios días. Luego ordenó—: Dejad al señor Wilson con cinco hombres para que la piloteen. Traed al capitán con toda su tripulación a este barco, bajo custodia.

Gran Daniel llevó a los confusos y asustados árabes a bordo, mientras Alf Wilson izaba la vela del dhow para seguir al Serafín, que reanudaba su curso anterior, ciñendo contra el viento.

No costó persuadir al capitán árabe de que hablara.

—Soy Abdulla Wazari de Lamu, mercader honrado —protestó, en parte desafiante, en parte servil.

—¿Dónde compraste tu carga actual, Wazari? —preguntó Hal.

—La pagué con dinero honesto y de buena fe, pongo a Alá como testigo —dijo el capitán, tornándose evasivo.

—No puede haber escapado a tu atención el que la mercancía de tu bodega tiene el sello de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales.

—No soy ningún ladrón. No la robé. La compré en una transacción legal.

—¿Y quién te la vendió, oh Wazari, Mercader Honrado? ¿Y dónde?

—Me la vendió un hombre llamado Musallim Bin Jangiri. Yo no tenía manera de saber que eran propiedad de esa compañía inglesa.

—Ninguna, salvo la evidencia de tus propios ojos —dijo Hal rápidamente, en inglés. Luego prosiguió en árabe: ¿Y dónde te encontraste con Jangiri?

—En la isla de Daar Al Shaitan.

—¿Dónde queda esa isla? ¿Cuándo zarpaste de allí?

—Está quizás a cincuenta leguas de distancia. Wazari se encogió de hombros. Zarpamos ayer, con el viento del alba.

Ese cálculo de la posición de la isla coincidía con las coordenadas de su padre. Hal le volvió la espalda para pasearse lentamente, analizando esos nuevos datos. Parecía evidente que Al Auf tenía un mercado abierto en la isla de Flor de la Mar, donde vendía su botín. Allí acudían en tropel, probablemente, comerciantes árabes de todos los mares occidentales, para llenar sus bodegas de mercancía robada a precios de bicoca. Por fin regresó junto a Wazari.

—¿Viste personalmente a Jangiri, no a uno de sus lugartenientes?

—Lo vi. Regresaba de una terrible batalla con un barco infiel. Su propia nave yace en la bahía, patéticamente averiada…

Wazari se interrumpió ante la posibilidad de que ese barco infiel fuera el mismo en cuya cubierta estaba. Su expresión se tornó taimada.

—¿Te dijo Jangiri si había tomado prisioneros infieles en esa batalla? —preguntó Hal.

Wazari meneó la cabeza.

—¿No se jactó ante ti? ¿No oíste comentar que hubiera tomado como esclavo a un niño franco? ¿Un varón de once o doce veranos? —Hal trató de que la pregunta sonara indiferente, pero vio un súbito destello de interés en la expresión de Wazari; El hombre la disimuló rápidamente, como convenía a un buen comerciante.

—Soy viejo y me falla la memoria —dijo. Tal vez algún acto de amabilidad me la refresque.

—¿Qué tipo de amabilidad?

—Que tú, mi señor, me permitieras continuar viaje con mi barco sin más problemas. Sería un gesto de bondad que el libro de oro registraría junto a tu nombre.

—Un gesto de bondad merece otro —señaló Hal—. Sé bondadoso conmigo, Wazari, y tal vez lo sea contigo. ¿Oíste hablar de un niño franco mientras estabas con Jangiri, a quien también se conoce con el apodo de Al Auf?

El árabe se tironeó de la barba, indeciso; por fin suspiró.

—Ah, vaya, recuerdo algo de eso.

—¿Qué recuerdas? —inquirió Hal, tocando instintivamente la empuñadura de su daga.

El gesto no pasó desapercibido a su prisionero.

—Recuerdo que, hace dos días, Jangiri me ofreció en venta a un esclavo, un niño franco que habla el idioma del Profeta.

—¿Por qué no lo compraste? —Hal se acercó tanto a él que le percibió en el aliento la última comida de pescado seco.

Wazari se echó a reír.

—El precio era un lakh de rupias. Y repitió con extrañeza: Un lakh de rupias por un solo niño esclavo.

—No es el precio de un esclavo, sino el rescate de un príncipe —concordó Courtney—. ¿Viste al niño?

—¿Por un lakh? —Wazari se mostró sorprendido—. Dijo que debía mostrarle el oro para verlo. Soy pobre, y así lo dije a Jangiri. ¿De dónde podría sacar un lakh?

—¿Cómo se atrevió a pedir semejante precio?

—Dijo que era el niño de la profecía de Taimtaim.

—No conozco esa profecía.

—El santo profetizó que del mar vendría un niño cuyo pelo tendría un color extraño.

—¿Qué color?

—¡Rojo! —dijo Wazari—. La Corona Roja del Profeta. Jangiri dice que este niño suyo tiene el pelo del color del crepúsculo.

Hal sintió que su corazón brincaba como para escapársele del pecho; su espíritu voló, raudo. Apartó la cara, a fin de que Wazari no viera su expresión, y fue hacia la barandilla. Allí pasó largo rato, dejando que el viento le enredara el pelo oscuro. Luego lo peinó hacia atrás con ambas manos y fue a reunirse con Wazari.

—Has sido bondadoso, en verdad —dijo. Y se volvió hacia Ned Tyler con una sonrisa—. Dejad que este hombre y toda su tripulación vuelvan al dhow. Dejadlos continuar su camino.

Ned dio un respingo.

—¿Que los deje ir? Con vuestro perdón, capitán, ¿qué haremos con la seda robada?

—¡Que la conserven! —Hal rió en voz alta. Todos los que estaban cerca lo miraron, boquiabiertos, pues llevaban muchos días sin escuchar su risa—. Es poca recompensa por lo que él me ha dado.

—¿Y qué os ha dado, capitán? —preguntó Ned—. Aunque es asunto mío.

—¡Esperanza! —dijo Hal—. Me ha dado esperanza.