En ese momento, un rayo estalló directamente arriba y la playa quedó iluminada. Dorian los vio venir directamente bajo su cañón, dirigidos por una bruja mitológica: una terrible figura femenina que blandía una horquilla, con la cabellera gris volando tras ella; las blancas tetas se le bamboleaban fuera del corpiño del vestido; tenía la cara arruinada por los años y las francachelas; gritaba.

Dorian aplicó la mecha encendida al agujero.

De su boca brotaron seis metros de llama y un cántaro de municiones; cada bala tenía el tamaño de un ojo. Estaba a la distancia adecuada para que el disparo alcanzara su aspersión óptima.

Hannah recibió la peor parte: diez o doce balas de plomo le destrozaron el pecho; una dio contra el centro de su frente, haciéndole saltar la tapa del cráneo como cáscara de huevo. Fue arrojada hacia atrás, junto con seis de sus compañeros. Los demás se tambaleaban, aturdidos por el horror y la onda expansiva. Entre los que continuaban en pie, tres huyeron hacia el bosquecillo, aullando de terror. Los otros vagaban, confundidos, tropezando con sus compañeros muertos; algunos sangraban por las heridas, sin saber hacia dónde ir.

El tapón encendido del falconete cayó en el largo festón de leña seca, en lo alto de la playa. Las llamas prendieron con celeridad, alimentadas por el viento, lanzando chispas azules por los cristales de sal, e iluminaron la playa con una luz parpadeante.

***

El combate giró hacia atrás. Aunque los hombres de Hal habían reducido la desventaja a fuerza de pica y espada, aún estaban en inferioridad numérica. Hal se enfrentaba a tres hombres, que lo rodeaban como hienas acosando a un león de melena negra. Luchaba por su vida; no podía siquiera desviar una mirada hacia su hijo.

Jan Oliphant estaba decidido a vengarse por la herida que le abría la mejilla. Se lanzó tras Tom, entre juramentos y gritos de ira, usando sólo el filo del sable para tirar tajos altos. Tom iba perdiendo terreno, superado en estatura, alcance y fuerza por el corpulento hotentote. En esos segundos fatales estaba librado a sus propios recursos; no podía esperar ayuda de Aboli, de Gran Daniel, ni siquiera de su padre. Esa noche su virilidad llegaría a su total florecimiento o moriría en esas arenas ensangrentadas. Tenía miedo, pero la pavura no lo emasculaba. Antes bien, daba potencia a su muñeca y al brazo con que manejaba el arma. Descubría en sí mismo algo cuya existencia ignoraba hasta entonces.

Cayó naturalmente en el ritmo y la elegancia que Aboli le había inculcado en todos esos años de entrenamiento. Ahora que las llamas de la leña incendiada iluminaban la playa, su confianza iba en aumento. El bruto al que se enfrentaba no era un espadachín, sino un bravucón, aunque la potencia con que movía la espada era enorme, irresistible como una avalancha. Tom no cometió el error de intentar igualarla. En cambio, se anticipaba a cada uno de esos hachazos, pues Jan Oliphant revelaba su intención sin sutileza alguna, con ojos llameantes y contrayendo la cara untada de sangre, por la manera de mover los pies y abrir los hombros para asestar el golpe.

Cuando la hoja descendía hacia la cabeza de Tom, sibilante, el muchacho la tocaba con su propio acero; sin tratar de pararla en el aire, la desviaba apenas, de modo que pasara sin hacer daño a dos centímetros de su cabeza. Cada vez que Tom hacía eso, la ira de Jan Oliphant crecía un poco más, hasta que llegó a enceguecerlo. Levantando la espada por sobre la cabeza con ambas manos, corrió hacia Tom, rugiendo como una foca macho en celo, sin hacer nada por cubrirse de cualquier contra ataque. Su cuerpo estaba expuesto.

***

Hal inutilizó a uno de sus adversarios, alcanzándolo en el hombro derecho. El hombre retrocedió con un grito, dejando caer la espada, y se apretó la herida. Los otros dos hotentotes que combatían a cada lado se echaron atrás, perdido el valor. Hal tuvo entonces un instante de alivio para mirar a su alrededor, a la vacilante luz de las llamas.

El corazón se le congeló en el pecho al ver a Tom de pie en la trayectoria del enorme jefe de los hotentotes. Estaban demasiado lejos como para intervenir antes de que Jan Oliphant descargara su golpe. A la garganta le subió un grito de advertencia y desesperación, pero lo acalló: sólo habría servido para distraer a Tom.

El muchacho estaba pálido como la misma arena, pero su expresión era firme y decidida; tenía los ojos brillantes y atentos, sin rastro alguno de miedo, y miraba por sobre la punta ondulante de su sable. Hal supuso que retrocedería ante la carga de esa bestia, pues la posición de los hombros y la manera en que equilibraba el cuerpo esbelto indicaban esa intención. Pero de súbito adelantó el pie izquierdo y se lanzó en fléche, como un dardo, directamente hacia el cuello de Jan Oliphant. El hombrón no tuvo tiempo de parar la estocada ni de apartar el cuerpo. La punta de Tom lo alcanzó exactamente en la base de la garganta, dos centímetros por encima del punto donde se encontraban las clavículas. Se hundió un palmo en el cuello y, encontrando la juntura de dos vértebras en la columna, la cortó limpiamente. El acero continuó hasta salir por la nuca: treinta centímetros rosados de sangre a la luz del fuego.

La espada de Jan Oliphant cayó de sus dedos enervados; los miembros se abrieron, formando por un instante un crucifijo oscuro contra las llamas. Luego el hombre cayó hacia atrás, golpeando la arena con todo su peso inerme. El acero de Tom se desprendió, arrancado por el peso y el impulso del muerto. El aire que Jan Oliphant tenía en los pulmones brotó por la tráquea perforada en un soplo explosivo, con una larga voluta de espuma.

Hubo un largo instante en que todos los presentes quedaron petrificados, mirando fijamente ese cadáver grotesco. Luego uno de los hotentotes que luchaba con Hal giró en redondo para huir duna arriba. En un instante los otros corrían tras él, despavoridos, dejando a sus muertos y sus heridos allí donde estaban.

Tom aún seguía mirando al hombre que acababa de matar.

De pronto arrugó la cara y echó a temblar, liberado de la ira y el miedo. Su padre se acercó para echarle un brazo sobre los hombros.

—Buen combate, hijo —ponderó, abrazándolo.

—¡Lo maté! —susurró el chico, incrédulo.

—Antes de que te matara él. —Hal buscó con la vista a sus hombres, diseminados por la playa—. ¿Cuál de vosotros disparó el falconete? —gritó contra el viento—. Eso nos salvó a todos.

—Yo no fui.

—Yo tampoco.

Todas las cabezas giraron hacia la falúa; las miradas se fijaron en la pequeña silueta de la proa.

—¿Fuiste tú, Dorian? —preguntó Hal, maravillado.

—Sí, padre. —El chico levantó la mecha humeante que tenía en la mano.

—Dos cachorros del viejo león —murmuró Aboli. Pero ahora deberíamos irnos, antes de que el cañonazo y el fuego atraigan a la guarnición del castillo. Y señaló el montón de leña ardiente.

—¿Hemos perdido a alguien? —gritó Hal.

—Vi caer a Dick Foster —respondió Alf Wilson, también a gritos.

Y fue a arrodillarse junto al cuerpo. Tenía una terrible herida en el pecho. Alf buscó la carótida.

—Se ha ido.

—¿Algún otro? —preguntó Hal.

—No. Sólo éste.

Courtney experimentó una oleada de alivio. Podría haber sido mucho peor: podría haber perdido a un hijo, a un amigo querido.

—Bien, pues. Cargad a Dick en el bote. Cuando estemos en alta mar lo sepultaremos cristianamente.

Y recogió el morral que contenía los restos de su padre.

—¿Qué hacemos con esta basura? —quiso saber Gran Daniel, pateando a uno de los hotentotes heridos. El hombre lanzó un gemido. Deberíamos degollarlos.

—Dejadlos. No perdamos tiempo.

Hal comprobó que la mitad de su tripulación presentaba pinchazos y cortes superficiales, pero ninguno se había molestado en decirlo. Era la primera vez que los veía combatir. "Son una buena tripulación, hombres recios", pensó, satisfecho. Combatirían bien contra Jangiri o cualquier otro enemigo.

—¡A la falúa! —ordenó.

Cuatro hombres alzaron el cadáver de Dick Foster, manejándolo con respeto, y lo depositaron en las tablas del fondo. Hal puso el morral a su lado y ocupó su lugar al timón. Los hombres empujaron el bote, haciendo que se deslizara por la arena como una barquilla de cuero. La primera ola levantó muy alto la proa; entonces todos saltaron a bordo y tomaron los remos.

—¡Remad! —gritó Hal.

La ola siguiente, impulsada por la tormenta, se estrelló contra la proa y anegó la falúa; se encontraron con el agua a la rodilla.

—¡Remad! —los exhortó el capitán.

Y se lanzaron hacia adelante, escalando en un ángulo imposible la empinada cuesta de la próxima ola. Al llegar a la cresta quedaron suspendidos por el momento, a punto de hacer una vuelta de campana; luego cayeron estruendosamente hacia el valle.

—¡Remad! —rugió Hal.

Y se proyectaron hacia el claro, donde las olas eran altas, pero no tanto como para volcarlos. La mitad de los hombres dejó sus remos para achicar, mientras los otros remaban con fuerza hacia el lejano Serafín.

—Dorian, siéntate a mi lado —llamó Hal—. Y extendió el ala de su capote sobre el niño, para estrecharlo con fuerza bajo su protección. ¿Cómo aprendiste a disparar el falconete?

—Tom me enseñó —respondió Dorian, inseguro—. ¿Hice mal?

—Hiciste bien. Su padre lo estrechó con más fuerzas. —Dios sabe que no podrías haber hecho nada mejor.

***

Hal llevó el morral a la cabina de popa. Los dos chicos lo seguían, con la ropa chorreando agua marina a la cubierta. El Serafín tironeaba de sus cables de anclaje, azotado sin piedad por la tormenta.

El saco y su preciosa carga fueron depositados junto al ataúd. Los tornillos que sujetaban la cubierta ya estaban flojos y se desprendieron con unas pocas vueltas. Hal levantó la cubierta y la depositó a un lado. Luego puso cuidadosamente el morral dentro del cajón. Tuvo que girarlo y torcerlo para que cupiera. Luego rodeó el cadáver con estopa, a fin de evitar que los frágiles huesos se sacudieran hasta quebrarse durante el largo viaje venidero. Tom lo ayudó a colocar nuevamente la tapa y se hizo cargo del destornillador.

—Permitidme este honor, padre.

—Te lo has ganado —concordó Hal—. Los dos. Deja que Dorian te ayude.

Entregó al niño otro destornillador y los observó mientras aseguraban la cubierta.

—Depositaremos a vuestro abuelo en el sarcófago de piedra que le preparé en la cripta de High Weald, hace veinte años, y le brindaremos un oficio cristiano —dijo.

Y se preguntó si ese día todos sus hijos estarían juntos. Cuando terminaron, apartando esos pensamientos lúgubres, les dijo simplemente:

—Gracias. Id a poneros ropa seca. Luego ved si el cocinero aún tiene el fuego encendido, pese a tan mal tiempo, y puede daros algo caliente para comer y beber.

Ya a la puerta detuvo a Dorian.

—Nadie podrá volver a decir que eres un niño —dijo—. Esta noche has demostrado que eres un hombre en todo, salvo en el tamaño. Nos salvaste la vida a todos.

La sonrisa de Dorian fue tan radiante, se lo veía tan hermoso, aun con los rizos mojados cayéndole sobre la cara, que a Hal se le estrujó el corazón.

Pronto los oyó charlar en el diminuto camarote contiguo, ya desocupado por las hermanas Beatty. Después corrieron por el pasillo a importunar al cocinero.

Hal encendió dos velas para poner sobre el ataúd de su padre. Luego se arrodilló frente a él para iniciar la larga vigilia. A veces rezaba en voz alta, pidiendo paz para el alma de su padre y perdón para sus pecados. Una o dos veces le habló en voz baja, recordando incidentes de los años compartidos, reviviendo la espantosa agonía de su muerte. Aunque la noche fue larga, pese al agotamiento y el frío, su vigilia terminó sólo cuando la luz del alba, agrisada por la tempestad, se escurrió por las ventanas de popa. Entonces salió a cubierta.

—Buenos días, señor Tyler. Llamad a las dos guardias para poner esta nave en marcha —aulló por sobre el viento.

La guardia subió con dificultad a la corcoveante cubierta. Los hombres del castillo de proa operaron el cabrestante, y los trinquetes resonaron al recoger el cable del ancla. Mientras tanto, otros escalaban el cordaje para manejar las vergas.

Hal ordenó que se desplegara por un momento la vela del trinquete para que el barco pudiera desprender el ancla del fondo arenoso; luego la arrizó otra vez. Escuchó los trinquetes del cabrestante hasta que los ruidos espaciados se convirtieron en un coro repiqueteante, al desprenderse el ancla.

—¡Foques! —rugió Hal.

En cuanto se desplegaron, el viento los puso tensos como parches de tambor. El Serafín se estremeció, anheloso. Cuando Hal ordenó un movimiento de timón, giró en redondo y salió retozando. Los hombres que estaban en las jarcias lanzaron un espontáneo grito de júbilo. Un momento después la voz de Tom anunció desde el palo mayor:

—¡Ah, cubierta! ¡Un bote!

—¿Dónde? —preguntó Hal.

—Parte de la playa. Ahora son dos… ¡no, tres!

Hal se acercó a la barandilla de sotavento y levantó el catalejo. El mar lucía gris y temible, salpicado de espuma. Las nubes bajas se amontonaban en el cielo, ocultando la cima de la montaña. Distinguió tres falúas que luchaban con el viento y el oleaje, proa al Serafín.

—Visitantes, capitán —dijo Ned, junto a su codo.

Con un gruñido, Hal enfocó su catalejo. Llegaba a distinguir uniformes holandeses y destellos de bayoneta.

—No creo que vengan a decirnos nada interesante, señor Tyler.

Y cerró el anteojo con un chasquido. Obviamente eran tropas del castillo, alertadas por el alboroto nocturno en la playa. De espaldas a la flotilla lejana, sonrió al dar la orden siguiente:

—Poned la nave en curso para pasar junto al Yeoman of York por sotavento, señor Tyler, por favor.

A cinco brazas del Yeoman, el Serafín se puso al pairo y lanzó la falúa. Bajaron el arcón de teca hasta ella, que bailaba junto al flanco, y luego Hal se dejó caer por la escalerilla y tomó el timón, dando la orden de remar hacia el Yeoman anclado. Anderson estaba junto a la barandilla; Hal se subió a los bancos para saludarlo.

—Os traigo la carga.

—Estoy listo para recibirla —gritó el otro capitán.

Su tripulación bajó un aparejo desde la verga mayor. Los de la falúa, trabajando con celeridad y destreza, aseguraron el arcón de teca al extremo.

—¡Izad! —pidió Hal.

Y el ataúd de su padre ascendió, balanceándose hasta llegar a la cubierta del Yeoman.

—Os estoy muy agradecido, señor —gritó Hal a cubierta.

—Es un gran placer, señor —fue la respuesta de Anderson. Id con buen viento.

Y se tocó el ala del sombrero ladeado.

—Hasta la próxima vez —dijo Hal.

En ese momento apareció en la barandilla la cabeza de Guy. Estaba pálido, como si ya lo afectaran los primeros mareos. No obstante sonrió con bravura, agitando la gorra.

—Adiós, padre. Hasta que nos veamos en Bombay.

—Adiós, adiós —respondió Hal.

Sentía una aguda punzada de dolor por esa separación."Ojalá el destino nos hubiera tratado a todos con más gentileza", pensó. Pero dedicó a su hijo una sonrisa alentadora, tratando de transmitirle un mensaje de amor y esperanza, hasta que se vio obligado a poner toda su atención en llevar la falúa hasta el Serafín.

Aunque el movimiento pendular del trinquete, impulsado por el viento y el mar, tornaba el ascenso peligroso y atemorizante, Tom y Dorian estaban finalmente sanos y salvos en el puesto del vigía. Desde allí observaron la cubierta del Yeoman, pues pasaban tan cerca que distinguían con claridad las expresiones de los pasajeros y la tripulación.

—¡Allí está Guy! —Dorian se quitó la gorra para saludar a su hermano—. ¡Guy! ¡Aquí arriba, Guy!

Su hermano levantó la cabeza para mirarlos, pero mantuvo las manos cruzadas a la espalda, sin sonrisas que aliviaran la severidad de su expresión.

—¿Por qué no me responde? —preguntó el niño, quejoso—. Yo no le he hecho nada.

—No te aflijas, Dorry. No es a ti a quien odia, sino a mí —dijo Tom en voz baja, devolviendo a su gemelo una mirada igualmente fría.

Detrás de Guy, la familia Beatty formaba un pequeño grupo. Lo habían acompañado a bordo algunos días atrás, abandonando el alojamiento en la colonia, listos para zarpar hacia Bombay. Tom distinguió a Caroline, que se mantenía a algunos pasos de distancia. Era una imagen bonita dentro de esa escena: faldas y enaguas aleteando al viento, los rizos danzando contra las mejillas rosadas por el viento y ojos chispeantes fijos en el otro barco.

—¡Caroline! —gritó Tom—. ¡Aquí arriba!

Tenía el diablo en el cuerpo; la llamó más por enfurecer a su gemelo que por ninguna otra causa. Ella levantó la vista lo vio encaramado en el puesto del vigía. Entonces improvisó una pequeña danza de entusiasmo y agitó una mano, sosteniendo el sombrero con la otra.

—¡Tom! —El viento se llevó su voz, pero él, con su vista aguda, pudo leerle los labios—. ¡Que Dios te acompañe!

Guy giró en redondo al oír su voz; luego se le acercó a grandes pasos y se detuvo a su lado; aunque no la tocaba, su actitud era posesiva y belicosa al mirar a su hermano.

El Serafín desplegó más velas, escorando profundamente, y se alejó en alas del viento. Las siluetas que poblaban la cubierta del Yeoman empequeñecieron hasta perderse de vista. Desde el puesto del vigía, los muchachos mantuvieron la vista clavada en el otro barco hasta que fue sólo una silueta lejana en el horizonte, casi perdida bajo la montaña oscura y las imponentes cordilleras de nubes moradas y ceñudas.

—Ahora sólo quedamos tú y yo —dijo Dorian, con tristeza.

Tom no respondió. No se le ocurría nada que decir.

—¿No olvidarás el juramento que me hiciste? —insistió Dorian. ¿No me abandonarás nunca?

—No lo olvidaré —dijo Tom.

—Fue un juramento solemne —le recordó el menor—. De los más fuertes.

—Lo sé. Y no voy a olvidarlo —repitió Tom, frotándose la diminuta cicatriz blanca visible en la yema del pulgar.

***

Tras alejarse de Table Bay, el Serafín pasó veintitrés días sin ver tierra ni sol. Encontraron aguaceros torrenciales tan copiosos que era como si el mismo océano estuviera de cabeza, estrellándose contra la cubierta. Las lluvias duraban días y noches sin cesar. En esas condiciones, aun Hal debía pilotear de modo somero y sin sustancia, basándose por completo en la traversa y el cálculo de lo avanzando en la jornada.

—Por lo general, este océano es plácido y soleado —comentó Aboli, observando los nubarrones atropellados. Los demonios del mar lo han cambiado todo.

—Hay alguna gran perturbación allá, por Levante —concordó Ned Tyler. El viento gira sobre nosotros como una rueda, alterando siempre su dirección.

—No es la primera vez que encontramos estos vientos —les recordó Gran Daniel. Giran como un trompo. Dicen que no son raros en estas latitudes y a esta altura del año. Pero nosotros estamos en el centro…

Se interrumpió, pues una ola monumental, aun más alta que las anteriores, marchaba hacia el barco con ponderosa dignidad. Era tan alta que empequeñecía al Serafín; su cresta asomaba por sobre la cofa de trinquete. El bostezante valle entre ésa y la precedente medía más de una legua de ancho.

Hal abandonó su puesto ante la barandilla de sotavento para acercarse rápidamente al timón.

—A estribor, dos puntos —ordenó serenamente—. ¡Enfréntala!

Al romper la ola, el barco quedó en el valle por un largo instante, con la proa hundida. Los hombres que rodeaban el timón contuvieron el aliento; luego lo soltaron colectivamente, al ver que el Serafín levantaba la cabeza.

—El señor Fisher tiene razón —dijo Hal, señalando con la cabeza a Gran Daniel—. Estas tempestades se extienden por cientos de millas marinas, a partir de un centro, y recorren todo el océano de punta a punta. Pero demos gracias a Dios de no estar en el centro de ésta. Allí, la fuerza del viento podría desgarrar el palo mayor, aunque no izáramos ni un pañuelo.

Gran Daniel volvió a hablar.

—En las islas Mascarenas vi que uno de estos vientos del demonio arrancaba de raíz la palmera más grande y se la llevaba mar afuera, remontándola como si fuera una cometa.

—Quiera Dios que aparezca el Sol —Ned Tyler levantó la vista hacia los nubarrones—, para que podamos, al fin, calcular bien nuestra latitud.

—He pasado bien lejos de tierra. Hal echó un vistazo a la bitácora: luego miró hacia el oeste. Deberíamos estar cuanto menos a trescientos kilómetros del continente africano.

—Pero Madagascar es una de las islas más grandes del mundo, diez veces más que Irlanda, y está justo en nuestro curso —señaló Ned en voz baja, para que el timonel no lo oyera. Nada se ganaba con alarmar a la tripulación con discusiones sobre los peligros de la navegación.

En ese momento llegó un grito desde lo alto del palo mayor.

—¡Ah, cubierta! ¡Algo a flote! ¡A babor por proa!

El grupo de oficiales miró hacia adelante; Hal gritó por la bocina:

—¡Puesto del vigía! ¿Qué veis?

—Parece la verga de un barco o… El vigía se interrumpió; luego corrigió, nervioso: ¡No! Es un bote pequeño, pero casi anegado. Hay hombres a bordo.

Hal corrió hacia la proa y saltó al bauprés.

—Sí, por Dios dijo. —Náufragos, al parecer. Y vivos. Veo que uno de ellos se mueve. Preparaos para lanzar un bote y recogerlos.

Acercar el Serafín a esa pequeña embarcación era trabajo difícil y peligroso, en esas condiciones de mar y viento, pero al fin Hal pudo bajar un bote y envió a Gran Daniel con una tripulación al rescate. Había sólo dos hombres en ese bote maltrecho; Gran Daniel lo abandonó, pues no valía la pena rescatarlo. Subieron a los dos sobrevivientes en una guindola, pues estaban demasiado débiles para trepar por la escala.

El doctor Reynolds los estaba esperando y los examinó en la misma cubierta. Ambos estaban conscientes sólo a medias. La sal les había escamado la piel de la cara. Tenían los ojos casi cerrados por la hinchazón; la lengua, azul y tumefacta por la sed, les llenaba la boca y sobresalía entre los dientes.

—Lo primero que necesitan es agua —gruñó el médico— luego los sangraré a ambos.

Tenían la lengua tan hinchada que no podían beber; Reynolds les introdujo una jeringa de bronce hasta el fondo de la garganta para hacerles pasar agua dulce. Luego untó con abundante grasa de cordero los labios quemados, por la cara y los brazos. En el más joven de los dos, el efecto fue milagroso: a las dos horas se había repuesto lo suficiente como para hablar con lucidez. El mayor, en cambio, seguía inconsciente y parecía hundirse con celeridad. Hal, convocado por el doctor Reynolds, bajó al rincón de la batería donde los habían acostado, sobre jergones de paja. En cuclillas, esperó a que el cirujano sangrara al paciente más joven.

—Debería extraer medio litro más dijo al capitán, al terminar, pero éste se está recuperando bien y siempre he sido un médico conservador. Por ahora, con medio litro bastará. Cerró la herida con una pincelada de brea y la vendó con un paño limpio. El de más edad no está nada bien. A él le extraeré un litro.

Y empezó a trabajar con la inmóvil silueta del otro jergón. Hal observó que el más joven parecía, en verdad, más animado después del tratamiento.

—¿Habláis inglés? —le preguntó, inclinándose hacia él.

—Sí, capitán, lo hablo —susurró el marinero, con inconfundible cadencia galesa.

—¿Cómo te llamas, muchacho, y de qué barco eres?

—Taffy Evans, capitán. Del Nilo, barco de la Compañía. Que Dios se apiade de él.

Lenta y suavemente, Hal le fue sonsacando su historia. Como precaución contra la piratería, el Nilo navegaba en convoy con otros dos barcos, de Bombay a Inglaterra, con una carga de paños y especias, pero se encontraron en medio de una terrible tormenta ciclónica, a cien leguas de las islas Mascarenas. Castigado por los vientos feroces y las gigantescas olas, el Nilo se separó de los otros barcos del convoy y comenzó a hacer agua. Al quinto día, durante la segunda guardia de cuartillo, lo atacó una ola monstruosa; como tenía las sentinas llenas de agua, dio una vuelta de campana y se hundió. Su fin fue tan rápido que sólo un puñado de hombres pudo escapar en un bote, pero sin agua ni comida; la mayoría pereció rápidamente. Después de doce días sólo quedaban con vida esos dos.

Mientras él hablaba, el doctor Reynolds sangraba al otro paciente. Acababa de enviar a su asistente a arrojar la sangre del cuenco por la borda cuando exclamó, apenado:

—Caray, ese pobre diablo ha muerto. Tenía esperanzas de salvarlo. Entonces dedicó toda su atención a Taffy Evans. Pero creo que a éste lo sacaremos del aprieto.

—Cuando estés plenamente repuesto, habrá un puesto para ti en este barco, a paga completa y con participación en el botín —dijo Hal—. ¿Firmarías contrato?

Taffy se tocó la frente con una débil sonrisa.

—Con mucho gusto, capitán. Os debo la vida.

—Bienvenido a bordo, marinero.

Hal subió corriendo la escalerilla a cubierta y se paseó por ella con facilidad, pese a los bamboleos de la nave. Encontrarse a esos náufragos había sido fortuito, al igual que la tormenta que ahora, gradualmente, disipaba su potencia. Le daban la excusa que había estado buscando. Cuando tuvo bien pensados todos los detalles de su plan, reunió a los oficiales en su camarote, en torno de la carta desplegada en su escritorio.

—Todos sabéis que, desde hace doscientos años, el centro de todo el comercio de la Costa de la Fiebre ha estado aquí.

En un pequeño grupo de islas marcadas en el mapa. Zanzíbar.

Lógicamente, aquí es donde debemos iniciar la búsqueda de Jangiri.

Los otros asintieron con la cabeza. Todos habían navegado anteriormente por ese océano y sabían que las tres islitas Zanzíbar estaban situadas en el sitio ideal para llegar a la India, el mar Rojo y el golfo Pérsico, y a pocas leguas del continente africano. Además, se encontraban en el camino de vientos monzónicos, que se invertían con el cambio de estación. El monzón del sudeste llevaba a los barcos de la India al África; cuando cambiaba la estación, el monzón del noroeste facilitaba el viaje de regreso. Por añadidura, Zanzíbar tenía un puerto seguro en la isla principal de Unguja y estaba relativamente libre, aun en la peor temporada de lluvias, de la temible malaria que convertía el continente africano en una trampa mortal. Siempre, desde los remotos tiempos del ascenso del Islam, había sido el punto intermedio entre el África y el océano de las Indias, mercado donde se traficaban los productos africanos: esclavos, oro, marfil y goma arábiga.

Alf Wilson habló con timidez.

—Mientras estaba cautivo de los piratas, oí que mencionaban a Zanzíbar con frecuencia. Me dio la impresión de que la visitaban con regularidad, para comerciar con el botín, vender los cautivos en el mercado de esclavos y reaprovisionar la flota.

—¿Tuvisteis la sensación de que Jangiri usaba Zanzíbar como base principal? —le preguntó Hal.

—No, capitán. Creo que no lo hace por no ponerse bajo el poder del sultán de Omán. Supongo que Jangiri tiene otro escondite secreto, pero usa Zanzíbar para hacer negocios.

—Desde el principio he tenido intenciones de ir a Zanzíbar. Sin embargo, lo que me preocupaba era explicar qué llevaba a un barco inglés a esas aguas, tan lejanas de la ruta comercial regular entre la India y Buena Esperanza. —Hal recorrió con la mirada el círculo de caras atentas y vio que Gran Daniel y Ned Tyler asentían con la cabeza—. En verdad, si entráramos en Zanzíbar, en menos de una semana toda la costa sabría que ha llegado un escuadrón de cazadores de piratas. Eso ahuyentará a Jangiri y no podríamos inducirlo al combate. A menos que podamos ofrecer motivos atendibles e inocentes para estar en esas aguas. Ahora, la tempestad nos ha brindado el motivo. Los náufragos nos sugieren la excusa faltante.

Todos lo miraron con curiosidad.

—¿Qué diréis al cónsul de Zanzíbar? —preguntó Ned Tyler.

—Le diré que formábamos parte del convoy que zarpó de Bombay con el infortunado Nilo. El cuento será que vamos cargados de riquezas. Inventaré detalles de un tesoro tan fabuloso que Jangiri, al oírlos, se chorreará las barbas de saliva.

Todos rieron, encantados por la idea.

—Nos encontramos en el centro de la tempestad y fuimos maltratados como el Nilo. Hal miró a Ned Tyler por encima del escritorio. Ya hemos ocultado la mayor parte de nuestro armamento, pero ahora quiero que derribéis algunas vergas y provoquéis daños en las jarcias y en el casco, para convencer a quien nos mire desde la costa de que nuestro relato es veraz. ¿Podríais hacerlo, Tyler?

—Por cierto, capitán —dijo Ned, con gusto.

—Esos daños nos darán una excusa para demorarnos en las rutas de Zanzíbar, mientras la noticia de nuestro aprieto viaja con todos los espías y los dhows mercantes, costa abajo y costa arriba.

Hal fue desarrollando su plan.

—Cuando volvamos a zarpar, todos los corsarios de la costa vendrán hacia nosotros como avispas a un pote de miel.

Pese a lo grueso de la mar, las tareas de transformación del Serafín se iniciaron de inmediato. Ned parecía inspirado; sus carpinteros utilizaron pintura de colores diversos para remendar el casco. Hizo traer a cubierta un viejo juego de velas, utilizadas en el viaje por el Atlántico, y las llenó de desgarrones y manchas. Luego seleccionó ciertas partes del cordaje y algunas vergas que se pudieran quitar sin afectar demasiado la navegabilidad del barco. Las haría sacar en cuanto hubiera tierra a la vista. El Serafín entraría en el puerto de Zanzíbar cojeando, con una facha realmente patética.

Tres días después el cielo empezó a despejarse; aunque el mar aún estaba picado y rebelde, el sol tropical volvió a arder. El efecto sobre la tripulación fue tan reanimante que Hal se sintió gratificado al observar el vigor con que realizaba sus tareas. A mediodía pudo hacer su primera medición en todas esas semanas de navegación. Descubrió que estaban en el duodécimo paralelo de latitud sur, cuatrocientos kilómetros más al norte de lo que había supuesto.

—Según lo que avancemos diariamente hacia el este, deberíamos llegar a Madagascar antes de que pase una semana —comentó, en tanto marcaba la nueva posición en el libro de bitácora.

Y ordenó cambiar el curso hacia el oeste, rumbo a la isla y el continente africano.

***

Como siempre, las aves anunciaron la proximidad de tierra. Éstas eran de una especie que ni Tom ni Dorian habían visto antes. Vieron hermosas golondrinas de plumaje tan blanco como la escarcha, y pájaros tropicales de largas colas que planeaban sobre los cardúmenes de pececitos, tan abundantes que oscurecían la superficie. Más cerca de la isla encontraron varias fragatas villanescas, negras como el infierno y con el cuello escarlata, suspendidas sobre las altas corrientes del viento monzónico. Esperaban emboscadas a las golondrinas de mar que regresaban de sus excursiones de pesca. Tom y Dorian las vieron lanzarse sobre sus presas, con las alas plegadas como navajas, obligando a sus víctimas a regurgitar el fruto de sus duros esfuerzos; luego se lanzaban en picada para devorar ese pescado medio digerido.

El mar cambió de color, adoptando un matiz amarillento. Ante la pregunta de los muchachos, Aboli explicó: "Las lluvias de la gran tormenta han hinchado los ríos del continente, que descargan en el mar las aguas lodosas de la inundación. Ahora estamos muy cerca de tierra firme."

A la mañana siguiente, cuando la aurora estalló silenciosamente en el cielo oriental, dando al horizonte el color de los ópalos y los pétalos de rosa, desde el puesto del vigía se vio una línea azul ondulada que marcaba el horizonte a proa.

—¡Tierra! —Los gritos gozosos resonaron por toda la nave.

Hal conocía bien esas islas; al avanzar el día trepó a las jarcias y pudo identificar las montañas azules del extremo norte de Madagascar, que se iban elevando por sobre el mar.

Durante todo el día, ambas guardias trabajaron retirando las vergas de los masteleros, para dar al barco un aspecto maltrecho. Sin las velas altas, el Serafín se tornó lento y recalcitrante. No obstante, tenía los vientos alisios a popa y Hal pudo llevarla en curso directo hacia la tierra. Fue una suerte que hubieran completado la tarea antes de cruzarse con alguno de los dhows pesqueros; éstos informarían de su llegada a esas aguas y describirían su estado.

Al mediodía siguiente, Cap d’Ambre, el extremo norte de Madagascar, se encontraba a diez leguas a babor. Fijando así su posición, Hal pudo marcar un curso directamente a través del canal de Mozambique, rumbo a Zanzíbar. El mar interior estaba enjoyado de islillas encantadoras. El Serafín serpenteaba entre ellos, a veces tan cerca que podían ver a los atezados isleños semidesnudos que los saludaban desde blancas playas. Los marineros treparon al cordaje para responder gustosamente a los saludos, especulando sobre el sexo de esas pequeñas figuras.

Esas aguas estaban salpicadas de velas, correspondientes a los pequeños navíos mercantes y pesqueros. Al paso del Serafín hacían preguntas en árabe y en otros idiomas ininteligibles.

Para deleite de la tripulación, en algunos dhows había mujeres a bordo.

—Por Dios, estoy viéndole las tetas a una. Pardas como un par de panecillos de Pascua.

—Madre mía, cómo le lamería el baño de azúcar.

—Dime que te casarás conmigo, pequeña belleza pagana, y saltaré ahora mismo por la borda —gritó uno de los tripulantes.

—No comprenden eso de casarse. Diles jigjig. Eso lo entienden perfectamente —sugirió su compañero.

Y desde el dhow les llegó un tintineo de encantadas risas femeninas, como para confirmar lo acertado del consejo.

A través del catalejo, Hal pudo apreciar el daño que habían sufrido las palmeras y toda la vegetación de esas islas; los restos que flotaban en la superficie del océano confirmaba el paso de la tempestad; eso fortalecería su excusa para estar en esas aguas, cuando llegaran a Zanzíbar.

—Si no nos encontramos antes con Jangiri —señaló Ned Tyler, seco. Ya hemos provocado tanto alboroto en estas aguas que la noticia de nuestra llegada ha de habérsenos adelantado.

Hal tenía conciencia del peligro que correrían si Jangiri activaba la trampa prematuramente, pues ahora se encontraban en sus propias aguas. Redobló su vigilancia, poniendo sobre aviso a los vigías, y la tripulación se mantuvo en estado de alerta. El trabajo hecho en las cañoneras les impedía ejercitarse con los cañones, pero Hal impuso prácticas de esgrima y tiro con mosquete. No obstante, estas precauciones resultaron superfluas, pues no vieron barcos grandes. Diez días después llegaban al continente africano.

Desde la partida de Buena Esperanza Tom y Dorian no habían vuelto a ver el África; en cuanto podían escapar del aula de maese Walsh, las lecciones de árabe con Alf Wilson o sus otras tareas, los muchachos trepaban hasta la punta de un palo y pasaban horas enteras observando esa tierra misteriosa, que les prometía maravillas y aventuras. El Serafín navegaba hacia el norte, a lo largo de la costa; a veces, muy cerca de los cabos y los arrecifes coralinos. Los muchachos ansiaban ver las bestias extrañas y las tribus de negros salvajes, pero el África parecía vasta, enigmática y desierta.

Por fin Unguja apareció hacia adelante. Otras dos islas, más pequeñas, completaban el grupo: Penba y Latham. Pero cuando los marineros hablaban de Zanzíbar solían referirse a ésta. La coronaba un gran fuerte, construido con chispeantes bloques de coral blanco, que centellaban como un témpano bajo el sol. Sus almenas estaban erizadas de pesados cañones. Hal apuntó hacia la entrada del antiguo puerto.

Una masa de embarcaciones con aparejos de cuchillo, ancladas en total desorden, congestionaba el puerto. Algunos de los dhows marítimos eran casi tan grandes como el Serafín. Eran mercantes venidos de la India, Mascate y el mar Rojo. Pero no había modo de saber si había corsarios entre ellos. Probablemente todos lo eran, dada la oportunidad. Sonriendo para sí, Hal dedicó toda su atención a poner el Serafín en seguro descanso. Arrió e izó nuevamente su bandera hacia el fuerte, como señal de cortesía al representante del sultán, y arrojó el ancla en el límite de la distancia que podían cubrir sus baterías. Mucho tiempo atrás había aprendido a desconfiar hasta de la más cálida bienvenida que le diera un potentado africano.

De inmediato salió a saludarlos un enjambre de botecitos, ofreciendo mercancías para satisfacer todas las necesidades y todos los vicios: desde cocos verdes a manojos de hojas y flores del narcótico bhang, desde los servicios carnales de pequeños esclavos morenos, varones y niñas, hasta púas de puercoespín rellenas con polvo de oro.

—Cuida que esta turba no suba a bordo —advirtió Hal a Gran Daniel, y no pierdas de vista a nuestros encantadores muchachos, por si tratan de escapar a tierra en busca de licor y un poco de diversión. Voy a visitar al cónsul británico, aunque no espero que sea el mismo de veinte años atrás, cuando visitamos este lugar por última vez. ¿Cómo se llamaba?

—Por lo que recuerdo, Grey, capitán.

—Tienes razón, Gran Daniel. El señor William Grey, uno de los pícaros más grandes que se viene salvando de la horca.

Hal desembarcó con un grupo pequeño, compuesto por Aboli y cinco marineros armados. La falúa los depositó en el muelle de piedra, bajo las gruesas murallas blancas del fuerte. Aboli les abrió paso entre la multitud de mercaderes y holgazanes: así entraron en la madriguera de callejuelas, donde apenas podían caminar tres hombres codo a codo.

La fetidez de las cloacas abiertas que desaguaban en el puerto era tal que Hal sintió náuseas. El calor era sofocante, sin brisa que lo penetrara; antes de avanzar cien pasos ya tenían la camisa empapada de sudor. Algunos de los edificios tenían tres plantas y no había una sola pared que cayera a plomo: se inclinaban hacia afuera, casi tocándose en lo alto. Los balcones superiores estaban ocultos tras intrincadas celosías, por las cuales espiaban criaturas femeninas sin rostro, detrás de velos negros.

Era la temporada monzónica, que atraía a los esclavistas de los rincones más alejados de esas costas orientales. Aboli los guió a través del principal mercado de esclavos. Era un souk grande, abierto al cielo, pero sombreado por un bosquecillo de bananos, de extraños troncos en serpentina y denso follaje oscuro.

A la sombra de las amplias ramas, sentados en cuclillas, estaban los esclavos a la venta. Hal sabía que cargaban sus cadenas desde el día en que fueron capturados, en lo profundo del interior africano, durante el desolador viaje hasta la costa y en las cubiertas de los dhows que los habían traído a través del canal. Algunos de los hombres estaban marcados en la frente, con la cicatriz apenas cicatrizada. Esas marcas indicaban que habían sido castrados en los barracones de las playas continentales. Estaban destinados a la China, cuyo emperador había prohibido importar esclavos negros que pudieran bastardear la sangre pura de su pueblo. El precio de esas criaturas esterilizadas era casi el doble, debido a las altas pérdidas que provocaba la tosca cirugía y la cauterización.

Los compradores de los barcos anclados inspeccionaban la mercancía y regateaban con los negreros, vestidos con túnicas hasta los tobillos y turbantes en la cabeza. Hal se abrió paso entre ellos para entrar en el laberinto de callejuelas, al otro lado del souk.

Aunque habían pasado dos décadas desde su última visita, Aboli los llevó sin vacilar hasta la pesada puerta de caoba africana, tachonada de clavos de hierro y con intrincadas tallas de diseños islámicos y textos del Corán, sin representaciones de hombres ni animales que pudieran ser tachados de idolatría. Un esclavo de largas vestiduras negras atendió al campanilleo.

—Salaam aliekum. —Se tocó el pecho y los labios, inclinándose en señal de bienvenida—. Mi amo sabe de vuestra llegada y os espera anhelante. —Miró al pequeño grupo que seguía al capitán. Hay un refrigerio para vuestros hombres.

Dio una palmada para ordenar que otro esclavo se los llevara, mientras Hal lo seguía al patio, donde había una fuente y grupos de hibiscos florecidos que endulzaban el hedor de la calle.

Por un momento no reconoció a la monstruosa figura tendida a la sombra, en un montón de almohadones puestos junto a la fuente. Lo miró fijamente, vacilando, hasta que logró distinguir, bajo las facciones hinchadas, los vestigios del hombre al que conociera en otros tiempos.

—Salaam aliekum —saludó William Grey, cónsul de Su Majestad ante el sultanato de Zanzíbar.

Hal estaba a punto de responder en el mismo idioma, pero se contuvo. No quería enterar a Grey de que hablaba el árabe con fluidez. En cambio dijo:

—Temo que no conozco una sola palabra de esa lengua pagana, señor. Tenía entendido que erais inglés. ¿No habláis un idioma cristiano?

—Perdonad, señor. Es cuestión de costumbre. Grey le dedicó una sonrisa conquistadora. Soy William Grey, representante consular de Su Majestad ante el sultanato de Omán. Perdonad si no me levanto para saludaros. —Hizo un gesto despectivo que abarcaba el cuerpo arruinado y las piernas elefantiásicas, cubiertas de úlceras supurantes. Hal reconoció los estragos de la hidropesía—. Por favor caballero, tomad asiento. Esperaba vuestra visita desde que se me confirmó de vuestra llegada a puerto.

—Os deseo buenos días, señor. Soy el capitán John Black, a vuestro servicio. —Hal recordó que Grey era un apóstata cristiano convertido al islamismo. Sospechaba que ese cambio de fe se debía más a conveniencias económicas y financieras que a convicciones religiosas.

Obviamente, Grey no lo reconocía ni lo recordaba. Hal se había jugado a esa posibilidad al presentarse con un nombre falso: era esencial que los piratas no conocieran su verdadera identidad. Veinte años antes Henry Courtney se había ganado el apodo árabe de El Tazar, "la barracuda", por las hazañas guerreras con que esparció el terror en las flotas islámicas, durante la guerra etíope. Si quería inducir a Jangiri a atacarlo, sus enemigos no debían tener sospecha alguna de la verdadera identidad del hombre al que se enfrentaban.

Hal se instaló en los almohadones dispuestos para él. Una esclava trajo una bandeja con dos dedales de plata; una segunda mujer apareció con un alto recipiente de plata con brasero propio. Ambas eran jóvenes esbeltas y de cintura delicada. Grey debía de haber pagado cuanto menos doscientas rupias por cada una. Hal recordó que el hombre había ganado una gran fortuna participando en el tráfico de esclavos y con la venta de licencias y nombramientos del sultán. En su última entrevista había tratado de interesar a Hal con ambas proposiciones. Probablemente sus actividades inicuas no se limitaran a eso; Hal no se hacía ilusiones en cuanto a su integridad. No era imposible que estuviera asociado a Jangiri y los de su laya.

Una de las muchachas se arrodilló ante Grey y llenó las tacitas con esa amarga bebida negra, viscosa como la miel. El cónsul le acarició el brazo como lo habría hecho con un gato; en esos dedos blancos, los anillos de oro y las piedras preciosas se habían hundido en la carne, blanda como masilla.

—¿Habéis tenido un buen viaje, capitán?

—No nos han faltado incidentes, señor —respondió Hal—. Grey ya debía de conocer detalladamente el estado del Serafín; no hacía sino buscar confirmación. Tras haber zarpado de Bombay, en caravana con otras dos naves de la Honorable Compañía de las Indias Orientales, frente a la costa de Madagascar fuimos víctimas de un temible vendaval. Uno de los otros barcos se hundió con toda su tripulación; nosotros escapamos con grandes daños en el casco y las jarcias. Ése es el motivo principal por el que hemos venido a este puerto, aunque no era mi intención original.

—Lamento saber de vuestra mala suerte. —Grey meneó la cabeza, en expresión de solidaridad—. Pero agradezco que nos hayáis honrado con vuestra presencia y la de vuestro noble barco. Sólo espero poder seros de utilidad y proporcionaros las provisiones que necesitéis.

Hal le hizo una reverencia desde su asiento, pensando: "A precios exagerados, sin duda, y por una buena comisión". Estaba asombrado por los cambios que los años y la enfermedad habían provocado en Grey. Se habían visto por última vez cuando era todavía joven y vigoroso; ahora tenía la coronilla calva y la barba plateada. Sus ojos ya estaban débiles y legañosos; sobre él pendía un olor a muerte.

—Gracias, señor. Os agradezco estos buenos oficios, sobre todo porque traslado una carga de valor peculiar e importancia política para Su Majestad, el rey Guillermo.

Grey movió su vasto cuerpo; en sus ojos acuosos brillaba una chispa de interés.

—Como representante directo de Su Majestad en estas partes —murmuró—, ¿se me permitiría conocer la naturaleza de esa carga?

Hal aspiró bruscamente ante esa sugerencia; luego bajó la mirada para estudiar los peces ornamentales que ondulaban las aguas de la fuente. Frotándose las sienes con aire pensativo, fingió reflexionar sobre la prudencia de acceder a ese pedido. Por fin suspiró.

—Como representante de Su Majestad —dijo—, vos, más que nadie, deberíais estar informado. —Vaciló otra vez; luego, como si ya estuviera decidido, redujo la voz a un tono conspirador—. Se me ha confiado el traslado del presente que Aurangzeb, el emperador mogol de la India, envía a Su Majestad para celebrar su coronación.

Grey incorporó su mole sobre un codo para mirarlo, boquiabierto. Luego, lentamente, la avaricia floreció en sus ojos. Trató de disimular la codicia, pero la idea de un tributo real, presente de un soberano a otro, lo llenaba de un sobrecogimiento casi religioso.

La dinastía mogólica había sido fundada por Babur, que a su vez era descendiente directo de Timur y Genghis Khan. Su padre, el sha Jehan, había construido el fabuloso Taj Mahal como testimonio de amor hacia una esposa favorita. El imperio mogólico era el más poderoso y rico que emergiera nunca del Oriente. ¿Cuál sería el valor de un obsequio de tan poderoso emperador?

Hal redujo su voz a un susurro.

—El gobernador de Bombay, a quien fue entregado el presente, me ha informado que se compone de un juego de esmeraldas, veinte piedras perfectas, cada una del tamaño de una granada verde.

Grey sofocó una exclamación y recobró el aliento con dificultad, mientras Hal proseguía:

—El gobernador Aungier me reveló que el valor de esas piedras es de cinco lakhs de rupias.

El cónsul trató de incorporarse, pero el esfuerzo fue excesivo y cayó nuevamente contra los almohadones, mirando a Hal sin palabras. Un lakh equivalía a cien mil rupias. Medio millón de rupias era casi cien mil libras inglesas, una fortuna que la mente casi no podía abarcar.

—En verdad, capitán Black, una carga tan vital requiere la máxima prioridad —logró decir—. Podéis estar seguro de que haré cuanto esté en mi poder para colaborar con las reparaciones de vuestra nave y para acelerar vuestra partida.

—Gracias, señor.

—¿Cuánto tiempo calculáis que os demandarán esas reparaciones? —preguntó Grey, ansioso. ¿Cuándo esperáis reanudar vuestro viaje, capitán?

—Con vuestra ayuda, debería estar listo para hacerme nuevamente a la mar en el curso de un mes.

El cónsul calló por un momento; era evidente que estaba haciendo algunos cálculos rápidos. Luego pareció aliviado. Con cada una de esas pequeñas indicaciones, Hal se fortalecía en su convicción de que Grey era cómplice de los corsarios.

El hombre le clavó una mirada blanda, oleaginosa.

—El daño ha de ser más grande de lo que parece a simple vista —dijo, confirmando lo que Hal sospechaba: que había subido al techo para inspeccionar al Serafín a través de su catalejo.

—Desde luego, trataré de zarpar en menos tiempo, pero tenemos grandes vías de agua y creo que el casco podría estar dañado bajo la línea de flotación. Estaremos aquí dos o tres semanas, cuanto menos.

—¡Bien! —declaró Grey—. Es decir: no dudo de que, por entonces, vuestro barco estará listo para izar velas en todo sentido.

Hal asintió gentilmente, pensando: "Y, a menos que mucho me equivoque, tu socio Jangiri estará por entonces preparado para darnos una calurosa bienvenida en cuanto entremos nuevamente en el canal de Mozambique".

El cónsul, con un gesto, ordenó a las esclavas que volvieran a llenar los pocillos de café.

—Aparte de las provisiones para el barco, puedo ofreceros otros artículos para vuestro beneficio personal, mercancías que podréis vender multiplicando por tres o cuatro el precio de compra, una vez que estéis nuevamente en Inglaterra. ¿Os interesaría, capitán?

—Pese a los decretos de la Compañía contra el comercio particular, creo que todo hombre tiene derecho a los frutos de su esfuerzo y su ingenio —respondió Hal.

El otro asintió con entusiasmo.

—Coincido plenamente con esa opinión. Tengo en mi barraca una docena de esclavos de una calidad que rara vez se encuentra en el souk. Se inclinó hacia adelante para hacer un guiño tan sugestivo y obsceno que a Hal le costó no demostrar su disgusto en el gesto o en la expresión. En realidad hasta podría separarme de uno de estos tesoros míos, si no de los dos. Acarició la cabeza de la muchacha arrodillada frente a él; luego le sonrió amorosamente, diciéndole en árabe:

—¡Sonríe a este cerdo infiel!

La muchacha miró de soslayo a Hal y mostró los dientecitos blancos en una sonrisa tímida.

—¿No es una belleza? —continuó Grey—. En Buena Esperanza vale holgadamente ciento cincuenta libras. Puedo cedérosla por setenta, como favor, ya me comprendéis. —La acarició otra vez—. Muestra las tetas al infiel —ordenó nuevamente en árabe. La chica vaciló—. Si no se las muestras te haré despellejar la espalda a azotes.

Era casi una niña, pues no aparentaba más de dieciséis años; con la cabeza pudorosamente gacha, se levantó la blusa para exhibir un pecho moreno, maduro a medias, coronado por un pezón que parecía una perla negra.

—Sus partes más íntimas son igualmente perfectas, si quisierais examinarlas —le aseguró Grey.

—Es hermosa, pero lamentablemente no tengo alojamiento a bordo para ella —dijo Hal con firmeza.

La muchacha se cubrió el pecho. Grey no se dejó disuadir por esa negativa.

—Tengo una cantidad de goma arábiga de la mejor calidad. Os aseguro que hay mucha demanda. Tendrías una bonita ganancia asegurada.

Hal sabía que, para mantener una buena relación con él, lo mejor era aprovechar cuanto menos uno de sus ofrecimientos, de modo que regateó por diez cestos de incienso, con un peso total de setenta kilos.

Los esclavos del cónsul pusieron los cestos en fila en el centro del patio, para que Hal examinara el contenido. Él sabía que esa preciosa goma aromática provenía de ciertos árboles de las montañas africanas, a los que se practicaba una profunda incisión; la savia que manaban esas heridas, una vez expuesta al aire, se endurecía y, a los cuatro meses, formaba grandes glóbulos parecidos a piedras preciosas, que se podían arrancar. Este primer ordeñe de savia producía una goma de tono verdoso semiopaco, que revelaba una cualidad superior. Después de comprobar esas características en la mercancía, Hal confirmó su aceptación.

Grey se mostró impresionado por su conocimiento.

—Veo que sois un caballero de buen gusto y discernimiento, capitán. Hace poco llegó al mercado de Zanzíbar un par de colmillos de elefante como no he visto en mis veinticinco años de vida en esta isla. Vacilaría en ofrecerlos a alguien que no viera vuestra calidad.

Dio una palmada y cinco fornidos esclavos, que debían de estar aguardando la orden, entraron tambaleándose bajo el peso de uno de esos grandes colmillos.

—¡Tres metros de longitud! —informó Grey, orgulloso—. ¡Noventa y dos kilos de peso!

Era una increíble vara de marfil curvado. El extremo que había estado dentro del cráneo presentaba un blanco cremoso; el resto tenía manchas pardas y amarillentas, dejadas por la savia de los grandes árboles que el animal había descortezado y destrozado. Los esclavos depositaron a un lado su gemelo; eran tan iguales que resultaba casi imposible diferenciarlos.

Hal vivía fascinado por esos monstruosos paquidermos desde que viera una manada en las costas africanas, cuando tenía la edad de Tom. Acarició uno de los colmillos. Le parecía estar tocando el alma misma de ese inmenso y salvaje continente. Y supo que pagaría cualquier precio por ese par. Grey, reconociendo en sus ojos el anhelo, negoció con dureza. Hal acabó pagando más por ellos que por doce esclavas jóvenes.

Más tarde, cuando los colmillos estuvieron en la cubierta del Serafín, relumbrando como ámbar antiguo a la luz del sol, comprendió que había hecho buen negocio. En su vejez, en las honduras del invierno británico, cuando el frío final se le filtrara hasta los huesos, le bastaría alargar la mano para tocar a su África, para verse transportado de nuevo a una época y un lugar en el que volvía a ser joven, con toda la maravilla y el fuego de esa tierra aún en el pecho.

Contempló ese magnífico juego de pie, casi con reverencia.

Sus hijos lo acompañaban, uno a cada lado. Hasta Dorian guardaba silencio, apabullado; el mismo hechizo los dominaba a todos. Cuando Tom habló, por fin, su voz era casi inaudible.

—¡Qué grandes son! —susurró—. Algún día me gustaría cazar una bestia como debe haber sido ésta.

***

Hal convirtió las reparaciones del Serafín en un aparatoso espectáculo. Quería dar tiempo a la noticia de su presencia en Zanzíbar para filtrarse a lo largo de las islas y a toda la Costa de la Fiebre, hasta llegar a oídos de Jangiri, dondequiera que estuviese. Luego haría falta algún tiempo más para que el corsario reuniera sus fuerzas y las apostara en emboscada en el canal. Hal estaba seguro de que ni siquiera él se atrevería a atacar al Serafín mientras estuviera anclado en el puerto. Al fin y al cabo el inglés era huésped del sultán y estaba bajo su protección.

Hal conocía bien las enseñanzas del Profeta; sabía que, en el mundo del Islam, el anfitrión tenía una obligación de honor, y el sultán no permitiría que ninguno de sus súbditos faltara a ella. No obstante, una vez que el Serafín estuviera en alta mar volvería a ser una presa; lo más probable era que el sultán aceptara sin el menor reparo su parte del botín.

Otra cosa a tener en cuenta era la llegada del Yeoman of York, bajo el mando del capitán Edward Anderson. Hal estaba más que dispuesto a enfrentarse a Jangiri por sí solo en altamar, pero estaba seguro de que su base en tierra estaría fuertemente fortificada y defendida. Allí necesitaría de todos los hombres y todos los barcos disponibles, si quería apoderarse de ella.

Si Edward Anderson había partido de Buena Esperanza una semana después que el Serafín, era probable que se hubiera librado de lo peor de la tempestad; los fuertes vientos que la siguieron habrían acelerado su avance hacia Bombay. Ahora estaban en pleno cambio de temporada. Pronto virarían los monzones, acudiendo en auxilio de Anderson en su viaje de regreso a la costa africana. No obstante pasarían varias semanas más antes de que acudiera a la cita con Hal.

Pausadamente, la tripulación inició el largo trabajo de subir las vergas superiores para reinstalarlas en el palo, mientras los carpinteros fingían reparar y pintar el casco.

Transcurrida una semana desde su visita al cónsul británico, Hal envió a Aboli a tierra, con encargo de hacer algunas compras en el souk; esa noche hizo que Tom y Dorian fueran a su camarote. Cada vez que partía un bote hacia el muelle, los dos lo acosaban pidiéndole autorización para desembarcar. Esos temperamentos activos, sofrenados por tanto tiempo, los estaban llevando a algunas travesuras peligrosas. Era mejor que bajaran un rato a tierra para desahogar tanta energía acumulada.

—Aboli y yo desembarcaremos esta noche para los escuchar chismes de las calles y los mercados de la ciudad. Necesito un par de esclavos que me sirvan.

Había hablado en árabe; sonrió al ver que Tom, compenetrado con el espíritu de la ocasión, le respondía en el mismo idioma:

—Reverenciado padre, me haríais un gran honor si nos permitierais acompañaros.

Hal corrigió los errores, aunque satisfecho por los progresos del muchacho. Claro que aún no podía pasar por nativo de Arabia, pero sí hacerse entender casi por cualquiera. Echó un vistazo a Dorian.

—¿Qué dice mi hijo menor?

El pelirrojo le hizo una respetuosa reverencia.

—Bienamado padre, por esta bondad mi gratitud brotará como agua dulce de un manantial en el desierto.

—¡He engendrado a un verdadero poeta! —rió Hal. El árabe de Dorian era muy superior al de su hermano. Su vocabulario era impresionante, exactamente del tipo que utilizaría un verdadero árabe en esas circunstancias—. Aboli os ha comprado ropas. Debéis estar listos para acompañarme después de cenar.

Hal se había puesto la túnica hasta los tobillos y las sandalias compradas por Aboli. Su ancho cinturón era de filigrana de oro, con una daga curva en la vaina, sobre el vientre. El mango del arma estaba hecho de cuerno de rinoceronte pulido, de un color amarillo opaco, como el de las gatas. Su chaleco estaba bordado en oro y plata; llevaba también un turbante negro. Con su denso bigote negro, su nariz aguileña y su piel, que había tomado el color de la teca aceitada, parecía un próspero capitán de dhow, tal vez un negrero o un vagabundo del mar Rojo. Tomó la precaución de sujetar su juego de pistolas de doble caño bajo el cinturón, ocultas por los faldones del chaleco.

Los dos muchachos también estaban tan bronceados por el sol que no necesitaron tintura; el turbante les ocultaba el pelo. Dorian tenía los ojos verdes, de un tono llamativo que se destacaba contra la piel cobriza, pero entre las tribus del norte de la India había muchos de piel blanca y ojos claros.

Después del oscurecer bajaron a la falúa; en vez de desembarcar en el muelle de piedra, Hal guió la embarcación en torno del rompeolas, hasta una playa tranquila, a un kilómetro y medio de la ciudad. Dejándola a cargo de Gran Daniel, siguieron el trillado sendero hacia la ciudad.

El centro urbano no tenía murallas ni luces en las callejuelas estrechas, descontando la que brotaba ocasionalmente de alguna ventana alta; así no tuvieron dificultad alguna en pasar desapercibidos. Al llegar al souk principal descubrieron que la mayor parte de los puestos estaban aún abiertos. Hal escogió el de un vendedor de alfombras que le había llamado la atención en su última visita al cónsul Grey. Algunas de sus piezas eran hermosas por su diseño y su textura. El propietario, que se llamaba Salim Bin Talf, le dio la bienvenida con efusividad, lo hizo sentar en una alfombra de seda lustrosa y le ofreció café dulce espeso, perfumado con cardamomo. Aboli y los dos "esclavos" se mantuvieron entre las sombras y en respetuoso silencio, siguiendo instrucciones de Hal.

—¿Qué novedades tienes, efendi? —Bin Talf formuló la pregunta ritual.

—Las novedades son buenas —respondió Hal. Habría dado esa respuesta acostumbrada aunque acabaran de robarle todas sus posesiones terrenales, si todas sus esposas hubieran sido violadas y su hijo mayor hubiera muerto por la mordedura de una serpiente—. ¿Qué novedades tienes tú?

—Mis novedades también son buenas. —Bebieron el café a sorbitos. Mientras ellos conversaban, tres o cuatro parientes y amigos de Bin Talf, atraídos por la presencia de un desconocido entre ellos, fueron a unirse al círculo. Lentamente, con el debido respeto a los buenos modales y el protocolo, se formularon las preguntas y se analizó el verdadero estado de las cosas.

—¿No hablas con acento del norte, efendi? —Habían detectado su entonación.

—Soy de Morbi, que está en C’xujarat, en el imperio del Gran Mogol. Mi barco está anclado en el puerto. Había estudiado a varios de los grandes dhows anclados cerca del Serafín, a fin de poder dar una descripción que satisficiera a sus oyentes. He venido a comprar esclavos y mercancías en los souks de Zanzíbar y Lamu.

—¿Y cómo están las cosas en tu tierra?

—Las tribus de maratas y los sikhs se han alzado contra el Emperador, pero él los derrotará, con la ayuda de Dios.

—¡Por la gracia de Dios!

—En esta temporada de navegación, Asaf Khan, su hijo mayor, hará el peregrinaje hasta la Meca con una flota de cien barcos.

—¡Alabado sea Dios!

—No hay más que un Dios.

Eran todas noticias recogidas por Hal en Buena Esperanza, pero su autenticidad confirmó su identidad ante Bin Talf y los suyos, que se mostraron más amistosos y relajados. La conversación fluía con facilidad. Hal regateó gentilmente por una magnífica alfombra de seda, proveniente de Persia; como pagara con mohúres de oro, monedas que valían quince rupias, la cordialidad de los vendedores perdió toda reserva.

—¿Has visto el barco inglés anclado en el puerto? —preguntó un primo de Bin Talf—. El de casco negro, anclado en el otro extremo del rompeolas.

—Mi propio barco está cerca del inglés. Parece haber sufrido daños. Toda la tripulación trabaja en sus palos.

—Dicen que sucedió durante la tempestad del mes pasado.

—Yo también tropecé con esa tempestad, pero por la gracia de Dios sobrevivimos a su furia.

—¡Gracias sean dadas al Señor!

—Dicen que el barco inglés viene de tu país: desde Bombay, en el reino del Gran Mogol. Bin Talf bajó la voz, mirando en derredor para asegurarse de que ningún espía lo oyera. Lleva un gran tesoro al Rey de los francos de parte del Mogol.

—Yo también he oído hablar de ese tesoro. Hal tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir la sonrisa. Cuando partí de Allahabad no se hablaba de otra cosa. Él también bajó la voz. Dicen que es un tesoro de diamantes, valuado en veinte lakhs.

—¡No! —susurró el primo de Bin Talf, excitado—. A mí me dijeron que eran esmeraldas y que valía cincuenta lakhs. Dicen que el Gran Mogol ha vaciado su tesoro.

—En verdad, ha de ser uno de los tesoros más grandes que haya visto el mundo —suspiró Hal, apabullado—. Y ahora está aquí, entre nosotros. ¡Cuánto me gustaría posar los ojos en él!

Todos callaron, estudiando las posibilidades que ofrecían las palabras de Hal. Los ojos chisporroteaban de codicia al reflexionar.

—A mí me gustaría tenerlo en las manos —dijo Bin Talf; por fin—, sólo para poder vanagloriarme ante mis nietos de haberlo hecho.

Su primo rió con rencor.

—Al Auf te lo quitaría de entre las manos, primo.

Entonces todos rieron. Otro dijo:

—Al Auf te quitaría también las manos.

—Por Dios, muy cierto.

—¡Cierto, cierto! —Y todos rieron sin ninguna restricción.

—¿Quién es El Malo? —pregunto Hal, con aire inocente, pues ése era el significado de Al Auf.

—¿Eres marino y no lo has oído nombrar? —se maravilló Bin Talf—. Yo suponía que todos los marineros temblaban al oírlo.

—Soy un hombre ignorante que viene de un país remoto —admitió Hal.

—Musallim Bin Jangiri, la plaga de los infieles y Espada del Islam. Eso es Al Auf, el Malo.

Hal sintió que se le aceleraba el pulso, pero mantuvo una expresión neutra, acariciándose pensativamente el mentón.

—¿Un corsario? —preguntó.

—El padre y la madre de todos los corsarios —sonrió Bin.

—Se diría que es preciso evitarlo. Pero ¿dónde podría uno encontrar a Al Auf, si cometiera la estupidez de buscarlo?

Bin Talf, riendo entre dientes, dio una larga pitada a su narguilé. El agua burbujeó en el cuenco, mientras el almizclado humo de bhang brotaba a torrentes de sus labios.

—Trenes razón, efendi. Sólo un loco buscaría a Al Auf. Pero si puedes seguir el rastro del tiburón tigre por el océano, entonces sabrás dónde buscar su barco. Si sabes dónde se eleva la bruma del mar, entonces podrás discernir la sombra de sus velas negras.

—Se diría que es un djinn, un espíritu del mar, no un hombre de carne y hueso observó Hal.

—Es un hombre, por cierto. Lo he visto con mis propios ojos se jactó el primo.

—¿Dónde lo viste? ¿Cómo era?

—Lo vi en Lamu. Estaba en el puerto, en su barco. Lo vi en cubierta. Tiene una actitud orgullosa y la mirada audaz de los héroes de antaño. Un hombre poderoso y terrible a la vista.

—¿Cómo era su barco? —Hal comprendió que cualquier descripción de Jangiri estaría fuertemente teñida por el terror ciego y no tendría mucho parecido con el hombre real. Había mejores perspectivas de lograr una descripción adecuada de su barco.

—Aunque parezca extraño, no es un dhow, como cabría esperar, sino un buque franco, de muchas velas dijo el primo. Pero sus velas son negras.

—¿Como el barco inglés que está en el puerto? —preguntó.

—¡Sí, sí! Como ése, pero mucho más grande y con más cañones.

"Debía de ser el capturado Minotauro," se dijo Hal.

—¿Cuántos cañones?

—¡Muchos! Cien, quizá —arriesgó el primo. Obviamente, no era marinero y la pregunta no tenía sentido para él. Si el barco inglés llega a encontrarse con Al Auf, su infiel tripulación tendrá que pedir misericordia a Alá, pues de Al Auf no la recibirá.

Poco después Hal se despidió y partió con Aboli y los muchachos. Mientras los llevaban a remo hacia el Serafín, Hal se sentó a popa, solo, escuchando con medio oído la cháchara excitada de Tom y Dorian, que relataban detalladamente a Gran Daniel y a Alf todo lo visto y oído en el puerto. Estaba satisfecho con los resultados de la visita. Sólo con el cónsul Grey había hablado del supuesto tesoro mogólico, pero ya era tema de conversación en los mercados. La noticia ya debía de haber llegado a oídos del corsario.

***

El Serafín se demoró otras tres semanas en el puerto; finalmente Hal hizo la última visita al cónsul. Una vez intercambiados los cumplidos y saludos, le dijo:

—Por fin he completado las reparaciones y estoy nuevamente listo para hacerme a la mar.

—¿Cuándo planeáis zarpar? —Grey izó su gran mole hasta sentarse, mirándolo con interés.

—Dentro de tres días, con la marea de la mañana.

—Aunque vuestra presencia en mi casa ha sido un honor, comprendo vuestra impaciencia por recomenzar el viaje interrumpido, especialmente considerando lo precioso de la carga que lleváis. Sólo puedo desearos buenos vientos y que Dios os acompañe.

No mostraba el menor interés en demorar la partida de Hal; por el contrario, parecía deseoso de verlo otra vez en marcha. Eso sólo podía significar una cosa: Jangiri, Al Auf, había sido convocado y en ese mismo instante podía estar emboscado en el canal de Mozambique.

Los tres últimos días fueron dedicados a los preparativos finales para la batalla. Gran Daniel supervisó el cargado de los cañones; en el polvorín, los sacos de seda fueron rellenados y dispuestos en los emplazamientos de los cañones. Aboli se ocupó de que todos los mosquetes y las pistolas tuvieran pedernales nuevos y estuvieran bien cargadas. Las piedras de afilar giraban, haciendo volar chispas, en tanto se afilaban los alfanjes; las puntas de las picas se aguzaban a mano. Pero ponían cuidado en ocultar toda esta actividad guerrera a la vista de cualquier espía que estuviera en el muelle o en las almenas del fuerte.

Hal vigilaba a los otros navíos anclados, alerta a cualquier movimiento extraño. Desde su última conversación con Grey parecía haber aumentado el número de dhows pequeños que entraban y salían del puerto. Muchos se acercaban al Serafín y sus tripulantes se asomaban por sobre la regala para observar al gran barco, boquiabiertos. Podía tratarse de curiosidad natural, pero Hal estaba seguro de que la noticia de su inminente partida había sido transmitida a oídos interesados, allá afuera.

En la última noche que pasaron en el puerto de Zanzíbar estalló una fuerte tormenta eléctrica; mientras los truenos hacían rodar grandes piedras por el techo del cielo y los relámpagos convertían la noche en día, la lluvia caía a cascadas contra las cubiertas del Serafín. Los hombres que estaban en la batería hablaban a gritos para hacerse oír.

Pasada medianoche despejó; una miríada de estrellas parpadearon en el cielo, reflejándose en la superficie del puerto. La quietud era tal que Hal, insomne en su litera, oyó el suave canto de un vigía árabe, en uno de los dhows anclados a poca distancia:

"Dios es grande. El hombre es como espuma al paso del monzón. Mira las Pléyades allá arriba. Y el Lucero Matutino en tus ojos. Sólo Dios conoce todos los caminos del océano. Sólo Dios perdura eternamente."

Cuando la primera promesa del alba iluminó el cielo por Oriente, apagando las estrellas, Hal se levantó para salir a cubierta. La brisa llegaba en ráfagas cálidas desde la isla; el Serafín se agitaba contra las amarras, deseoso de zarpar. Hal hizo una señal a Ned Tyler, que llamó a ambas guardias para poner el barco en marcha.

La tripulación se lanzó hacia el cordaje y las velas se hincharon, flameando, hasta que la brisa las puso tensas. Después de escorar, el Serafín viró la proa hacia la entrada del puerto. Hal, desde la barandilla de popa, vio que cuatro dhows habían soltado amarras e izado la vela latina para seguirlos.

—Tal vez quisieron zarpar con el comienzo de la bajamar —murmuró Ned, junto a él.

—Todo es posible, señor Tyler… hasta que el cónsul Grey sea un hombre honrado —concordó Hal.

—Creo que eso sería pretender la Luna, capitán —dijo Ned, muy serio.

El capitán levantó la vista hacia las altas murallas de la fortaleza, que relumbraban ante la luz temprana con una luminosidad perlada. De pronto lanzó un gruñido de interés: en la torre del este se veía una chispa de fuego. Ante sus ojos se elevó en el aire una fina columna de humo blanco, que se alejó a la deriva con el viento monzónico.

—¿Se estarán calentando, allá arriba? —preguntó en voz baja.

—Ese humo ha de ser visible desde el continente, al otro lado del canal —opinó Ned.

—O desde veinte leguas mar afuera.

El canal era tan estrecho que, cuando el Sol empujó su borde refulgente por encima del horizonte, vieron el continente africano recortado en todos sus detalles, encendidas las montañas lejanas por el fuego del sol.

Hal miró hacia atrás, por sobre la proa; la pequeña flota de dhows aún seguía su estela. Como no se habían izado todas las velas y quedaban tres rizos en la mayor, el Serafín avanzaba sin prisa. Dos de los navíos que venían tras ellos, más veloces que el resto, les seguían el paso, en tanto los otros se quedaban gradualmente atrás.

—¡Ah, cubierta! Hay más humo en el continente.

La voz de Tom flotó desde lo alto del palo mayor; su padre se acercó a la barandilla de sotavento. Una fina columna surgía desde uno de los promontorios que custodiaban una playa curva de blanca arena coralina. El humo era extrañamente plateado; se elevó recto hasta que, de pronto, el viento lo borroneó en un largo trazo por sobre las verdes colinas.

Durante todo ese día navegaron con rumbo sur. Siguiendo su avance se iban encendiendo nuevas fogatas en la costa, siempre cuando el Serafín pasaba frente a algún barranco o promontorio; todas despedían el mismo humo plateado, visible desde muchos kilómetros a la redonda.

La dispersa flota de pequeños dhows continuaba persiguiéndolos, con los dos navíos más grandes siempre a tres o cuatro kilómetros. Pero a medida que el Sol se hundía hacia el horizonte, tiñendo de rojo y oro las nubes amontonadas, los dos dhows desplegaron los rizos de sus velas y empezaron a acortar la distancia, casi imperceptiblemente, hasta tornarse claramente visibles desde la cubierta principal del Serafín, pese a lo escaso de la luz. A través de su lente, Hal distinguió a los hombres apiñados en ellos.

—Creo que puede suceder algo muy pronto —dijo a Ned Tyler—. Quiero que la tripulación cene antes de que oscurezca. Tal vez deban combatir de noche.

Ned estaba muy serio. Hasta un potente barco de combate estaba en desventaja en una acción nocturna contra un enemigo inferior, pero numeroso. Bajo la cobertura de la oscuridad, una flota de pequeñas embarcaciones podía abordar subrepticiamente un gran barco, poniendo en sus cubiertas una masa de hombres armados antes de que los artilleros pudieran descubrirlos.

En ese momento el vigía gritó:

—¡Ah, cubierta! ¡Un bote bien a proa! ¡Parece estar en dificultades!

Hal marchó a la barandilla, levantando el catalejo. Por sobre la proa divisó el casco de un dhow pesquero medio hundido; sólo asomaban los maderos del fondo. Lo rodeaban, en el agua, un ramillete de cabezas humanas. Agitaron la mano al ver que el Serafín navegaba hacia ellos; el viento les trajo sus débiles gritos:

—¡Por el amor de Dios!

—¡Piedad! Dios os ha enviado a salvarnos.

Cuando estuvieron lo bastante cerca como para distinguir las facciones de los náufragos, Hal dio órdenes de ponerse al pairo. El barco puso la proa contra el viento y la corriente lo acercó más al dhow anegado.

—¡Enviad a un bote para que los recoja! —ordenó Hal. Y mientras la falúa navegaba hacia ellos contó las cabezas: Veintidós. Una tripulación numerosa para barco tan pequeño, señor Tyler.

—Por cierto, capitán. Extrañamente numerosa.

—¿Estamos preparados para ofrecerles una bienvenida adecuada, señor Fisher?

—Tan amorosa como se puede recibir fuera del Paraíso —aseguró Gran Daniel, ceñudo.

La falúa, que había quedado atestada por los tripulantes y los empapados sobrevivientes del dhow, inició el regreso hacia el Serafín, bastante sumergida.

De pronto Alf Wilson lanzó un suave silbido; un demoníaco placer iluminó sus atezadas facciones.

—Ese grandote, el barbudo de la proa. Señalaba a uno de los sobrevivientes. Lo conozco. Por Dios, será un placer volver a saludarlo. Era el jefe de la banda de matasietes que abordó el Minotauro con esta misma triquiñuela.

—Retroceded, señor Wilson, por favor —advirtió Hal, por lo bajo. Él también podría reconoceros. Que no os vea hasta que esté abordo.

La falúa se amarró a las cadenas del Serafín. El primero de los rescatados trepó por la escalerilla y cayó en cuatro patas, apretando la frente contra la cubierta; el agua de mar que empapaba su larga túnica formó un charco en derredor de él.

—Que todas las bendiciones de Alá y todos sus santos acompañen esta nave. Vuestra bondad y misericordia quedará escrita en el libro de oro…

—Basta ya, muchacho. Gran Daniel lo puso de pie con una mano amable.

Sus hombres arrinconaron al sorprendido árabe contra la barandilla opuesta, rodeándolo en un círculo estrecho. El siguiente fue el hombre alto y barbado, que extendió los brazos, con las vestiduras adheridas a su flaca estructura.

—Éste es un día muy auspicioso. Mis hijos y mis nietos… comenzó con voz sonora.

—Salaam aliekum, Rachid —lo saludó Alf Wilson. Mis ojos han pasado muchos días de hambre deseando ver vuestro bello semblante.

Rachid lo miró fijamente, alarmado. Cuando Alf se le acercó un paso, muy sonriente, el árabe lo reconoció. Horrorizado, buscó en derredor una vía de escape; finalmente saltó hacia la borda. Alf Wilson lo sujetó en el aire, arrojándolo a la cubierta. Luego le apoyó una rodilla en la parte baja de la espalda y la punta del puñal contra la carne blanda, debajo de la oreja.

—Te lo ruego, Bienamado del Profeta: dame un motivo para cortarte el cuello.

Y le dio un puntazo, haciendo que chillara y se retorciera. Luego le pasó la mano libre por el cuerpo, tanteando bajo las ropas mojadas, hasta encontrar una daga curva de aspecto asesino. Probó su filo contra la oreja de Rachid, cortándole limpiamente el lóbulo; un hilo de sangre corrió hasta sus barbas.

—¡Ah, está bien afilada! —dijo con alegría—. Ha de ser la misma hoja con la que cortaste la nariz a mi viejo compañero Ben Brown y asesinaste a Johnnie Waite.

Rachid sollozó, aulló e imploró misericordia.

—Dios es mi testigo de que soy inocente. Me habéis confundido con otro. Soy un pobre y honrado pescador.

Los otros formaban un grupo desconcertado en la cubierta, rodeado de alfanjes. Alf levantó bruscamente al gemebundo Rachid y lo empujó hacia sus hombres.

—Si alguno de vosotros intenta escapar o sacar una de las armas que tenéis escondidas bajo las túnicas, mis hombres tienen órdenes de cortarle la cabeza —les advirtió Hal. Luego se volvió hacia Ned Tyler—. Por favor, poned nuevamente el barco en marcha.

Cuando el Serafín reinició su navegación por el canal, se volvió hacia los prisioneros para espetarles:

—¡Desvestíos, todos! ¡Quiero ver vuestros sucios pellejos!

Hubo gritos de protesta.

—No es correcto, efendi. Nuestra desnudez nos avergüenza a los ojos de Dios.

Hal sacó una pistola del cinturón y la amartilló. Luego apoyó la boca contra la cabeza de Rachid.

—¡Toda la ropa! Asómbranos con el diámetro y la longitud de tu verga, tal como deleitarás a las huríes del Paraíso cuando allá te envíe.

Contra su voluntad, Rachid se quitó la túnica mojada y quedó en taparrabo.

—¡Toda! —insistió Hal.

Uno tras otro, los árabes se fueron quitando las vestiduras. Las depositaban con excesivo cuidado, para que lo escondido en los pliegues no hiciera ruido contra la cubierta. Por fin se apiñaron, tratando de cubrirse las partes pudendas con las manos ahuecadas, entre gemidos y protestas de inocencia. La ropa descartada quedó formando un montón en la cubierta.

—Revisad eso —ordenó Hal.

Aboli y Gran Daniel recorrieron cada prenda con las manos, extrayendo la selección de dagas escondidas en los pliegues mojados. Cuando terminaron había un montículo de armas en la cubierta.

—¡Rachid! —Hal separó al jefe, que cayó de rodillas; un torrente de lágrimas iba a mezclarse con la sangre de la oreja herida—. ¿Cuáles son los planes de Al Auf? ¿Qué señal debías hacerle para indicar que ya te habías apoderado de mi barco?

—No os comprendo, efendi. No conozco a nadie llamado Al Auf. ¡Tened piedad de un pobre pescador! Mis hijos morirán de hambre si no estoy yo para mantenerlos.

—Alá, el Misericordioso, proveerá a tus pobres huérfanos —le aseguró Hal. Y recorrió con la vista a los aterrorizados prisioneros—. ¡Ése!

Eligió a un pillo con aspecto de villano; tenía una cicatriz: en la cara y le faltaba un ojo. Aboli lo separó a tirones y le rodeó el cuello con una cadena corta, asegurándola con un grillete.

—Te lo preguntaré una vez más —dijo Hal a Rachid, con una gran sonrisa—: ¿Cuál es la señal?

—En el nombre de Dios, efendi, no conozco a ese Al Auf. No conozco ninguna señal.

Hal hizo una seña a Aboli, que levantó al árabe encadenado como si fuera una criatura y lo llevó hasta la barandilla. Después de levantarlo por sobre su cabeza, lo arrojó por la borda. El hombre tocó el agua y desapareció al instante, hundido por el peso de la cadena. En la cubierta se hizo un silencio horrorizado, aun entre los marineros ingleses. Nunca habían imaginado que su capitán pudiera ser tan implacable. Luego el grupo de prisioneros desnudos dejó escapar un gemido y cayó de rodillas, como un solo hombre, con las manos cruzadas ante los ojos, implorando por su vida.

—¿La señal? —preguntó Hal en voz baja, mirando a Rachid.

—Pongo a Dios como testigo de que no conozco ninguna señal.

—Llévalo —dijo Hal a Aboli.

El negro sujetó a Rachid por la oreja herida y lo llevó hacia la borda, sangrando y entre chillidos. Allí lo arrojó a la cubierta, le plantó un pie enorme entre los omóplatos y le ató otra cadena al cuello. Luego lo levantó con facilidad.

—Arrójalo a los tiburones —ordenó Hal—, aunque esa carne podrida puede enfermarlos.

—Os lo diré —aulló Rachid, pataleando en el aire—. Decid a este negro shaitan que me baje y os lo diré.

—Sostenlo sobre la borda —ordenó Hal.

Aboli, cambiando de posición, sostuvo a Rachid por los tobillos, suspendido por sobre la ola que abría la proa.

—Habla —ronroneó—, que se me cansan los brazos. No van a soportar tu peso por mucho tiempo más.

—Dos luces —chilló Rachid—. Dos lámparas rojas en el palo mayor. Ésa es la señal para decir a Al Auf que hemos tomado el barco.

Aboli lo dejó caer a la cubierta, acobardado.

—¿Qué curso te ordenó tomar? ¿Dónde debías reunirte con él?

—Me dijo que navegara hacia el sur, manteniéndome cerca de tierra, rumbo a Ras Ibn Khum.

Hal sabía que era un promontorio sobresalido sobre el canal.

—Encadenadlos a todos y encerradlos en el castillo de proa con un guardia que los vigile a toda hora. Que se dispare contra el primero que trate de escapar —ordenó Hal a Aboli en idioma árabe, para que los prisioneros entendieran—. Quiero que los dos subáis ahora a vuestros puestos de combate, en lo alto del palo mayor —dijo, severo—. Si nos trabamos en combate permaneceréis allí, pase lo que pasare en cubierta. ¿Habéis entendido?

—Sí, padre —respondió Tom; la vaga luz de la bitácora lo mostraba apasionado.

***

Mientras el sol se hundía en el mar, como una brasa, Hal arrizó velas y se mantuvo lejos de la costa, como lo haría cualquier capitán prudente con una costa a sotavento a tan poca distancia. Navegaban lentamente con rumbo sur; una o dos veces, durante las primeras horas de la noche, los vigías divisaron una débil luz de lámpara en uno u otro de los dhows que los seguían.

Al Auf esperaría que sus hombres se apoderaran del Serafín sólo cuando la mayor parte de la tripulación estuviera durmiendo. Por ende, Hal esperó hasta las dos campanadas de la guardia de medianoche, las dos de la mañana, antes de ordenar que se encendieran las dos lámparas rojas en la proa y en lo alto del palo mayor. Quedaron mirando hacia la noche como ojos de dragón.

Luego ordenó a Aboli y a otros veinte hombres escogidos que se pusieran las vestiduras abandonadas por los árabes, todavía húmedas. Mientras ellos se envolvían los turbantes, Hal bajó a su camarote para vestirse rápidamente con las prendas que se había puesto la noche de su visita al souk de Zanzíbar. Cuando volvió a cubierta, el Serafín navegaba serenamente por las aguas oscuras. Al ponerse la Luna, la silueta oscura de la tierra, con su perlado collar de oleaje fosforescente, se perdió en la oscuridad. Hal recorrió la cubierta hablando con cada grupo de hombres acuclillados bajo las regalas.

—Éste es un momento peligroso —les decía con suavidad—. Estad atentos. Pueden aparecérsenos sin que los veamos.

Dos horas antes del amanecer, cuando la noche es más cerrada, Hal mandó llamar a sus dos hijos; Tom estaba alerta y temblando de entusiasmo, pero Dorian debía de haber estado acurrucado en su jergón, pues aún bostezaba y se frotaba los ojos.

Ya estaban tan cerca que Hal divisó su mascarón de proa: la bestia cornamentada de la mitología, mitad hombre y mitad toro. La distancia se acortaba velozmente, hasta que se pudo leer su nombre, Minotauro, aunque el dorado de las letras estaba desportillado, desvaído y cubierto de sal.

A través de su catalejo, Hal inspeccionó su cubierta. Casi de inmediato detectó a un personaje alto, de vestiduras negras, que se destacaba entre la turba de marineros árabes. No le cupo duda alguna de que era Al Auf, el Malo. ¿Cómo lo había descrito el primo de Bin Talf? "Tiene la actitud orgullosa y la mirada audaz de los héroes de antaño; es un hombre poderoso y de aspecto terrible." Hal se dijo, ceñudo, que no era mucho exagerar.

Llevaba el turbante verde envuelto bien arriba; la piedra preciosa que aseguraba sus pliegues brillaba por sobre su frente ante los rayos inclinados del sol temprano. Sus anchos hombros sugerían músculos duros y el cuerpo, bajo los pliegues de sus vestiduras, tenía la elegancia y el porte de uno de los grandes felinos de presa. Llevaba la barba aceitada y peinada en dos mitades gemelas que el viento echaba hacia atrás, por sobre sus hombros. Los dos barcos se acercaron más y más, hasta que Hal pudo apreciar las facciones de Al Auf: ojos oscuros enmarcados por pobladas cejas negras; nariz como pico de águila sobre la boca fina como corte de espada. Un rostro tan duro y cruel como el implacable desierto árabe que lo había creado.

Hal notó que el Minotauro tenía todas sus cañoneras abiertas y los pesados cañones hacia afuera. Una fina bruma de humo azul se arremolinaba sobre sus cubiertas, advirtiéndole que ya se habían encendido todas las mechas de combustión lenta, que los artilleros aguardaban detrás de sus cañones.

Auf era lo bastante astuto y cauteloso como para no aceptar como concluyente la señal de las lámparas rojas colgadas en el palo mayor del Serafín.

Henry Courtney entrecerró los ojos, en tanto la distancia entre ellos se reducía a diez brazas, sin que Al Auf diera señales de ceder. Algunos de los tripulantes que hacían cabriolas en la proa del Minotauro se detuvieron a mirar en derredor inquietos.

—¡Afuera los cañones!

Hal lo había dejado para el último instante posible. Su orden fue repetida en un grito hacia las cubiertas inferiores.

De inmediato, un ruido de fuertes golpes reverberó por toda la nave: estaban quitando las cuñas a golpes de maza. Siguió una serie de estruendos al abrirse las cubiertas de las cañoneras; luego, el rumor de las cureñas. Por las portezuelas abiertas asomaron las bocas negras de los cañones. Hal imaginó la consternación a bordo del Minotauro; al ver que la víctima indefensa y desarmada se convertía en un peligroso guerrero adversario.

Ante los ojos de Hal, Al Auf reaccionó inmediatamente. Giró en redondo hacia su timonel, pero su orden se perdió entre el viento y los vítores de su propia tripulación. El Minotauro puso su proa contra el viento. Fue una maniobra mal calculada, cuya intención era evitar el choque y la inesperada amenaza de las cañoneras abiertas del Serafín.

—Esa decisión no fue prudente —murmuró Hal, satisfecho—. Te habría convenido más devolver disparo por disparo. —Y mantuvo su curso—. ¡Señor Fisher! Voy a cruzar delante de su proa. ¡Disparad en el momento debido!

Gran Daniel marchó hacia el equipo de artilleros de estribor. Después de inspeccionar velozmente la disposición de las pesadas armas, tiró de la cuña del astillero para apuntar más abajo. Dispararían a quemarropa. Si apuntaba hacia abajo, la andanada penetraría en las partes vitales del Minotauro.

El erróneo giro de Al Auf había dejado el Minotauro engrillado, detenido, con el viento presionando contra el frente de sus velas, de modo que no podía abatir nuevamente.

—Virad un punto a barlovento —ordenó Hal a su timonel.

El Serafín giró apenas hacia el otro barco y empezó a cruzar frente a su proa, tan cerca que estuvo en un tris de chocar contra el bauprés saliente. Ninguno de los cañones del Minotauro estaba en posición de disparar; en cambio, todos los cañones que el Serafín tenía a estribor quedarían sucesivamente apuntados a esa proa sobredorada. Gran Daniel aplicó la mecha encendida a la abertura de contacto del primer cañón, que se disparó con un rugido tremendo, brincando hacia atrás contra el aparejo que lo retenía. La larga voluta de humo salió de la proa del Minotauro, cuyos maderos se abrieron ante el disparo en una zumbante nube de astillas.

Ese solo disparo atravesó el barco, desgarrando las cubiertas inferiores, donde los artilleros esperaban junto a sus cañones. Desde el Serafín fue posible oír con claridad los gritos a Dios, en tanto el proyectil asolaba la batería. Gran Daniel marchó hacia el segundo cañón e inspeccionó su puntera.

El barco se deslizó con calma frente al vacilante Minotauro, hasta que el cañón quedó directamente apuntado contra él; entonces Gran Daniel lo disparó, con otro aullante estallido de fuego y humo de pólvora. La pesada bola de hierro destrozó la proa. El viento llevó claramente los gritos de heridos y moribundos.

Uno tras otro dispararon los cañones del Serafín; el Minotauro se estremecía y oscilaba, incapaz de responder a esos fuertes golpes. El turbante verde de Al Auf se destacaba entre la multitud despavorida: trataba de congregar a su tripulación para orientar las velas, a fin de que el barco ciñera, apartándose de los terribles impactos que lo estaban traspasando de proa a popa.

En las jarcias del Serafín, los hombres disparaban sus mosquetes contra la cubierta del Minotauro. Pese a lo impreciso de esas armas, casi todos los disparos hacían blanco en la densa multitud de siluetas que pululaban en alocada confusión: Al tronar ensordecedor de los cañones se intercalaba el crepitar más agudo de los falconetes, que barrían con metralla la cubierta del barco en poder de los árabes. Hal echó un vistazo hacia lo alto del trinquete, para asegurarse de que los dos muchachos estuvieran a salvo, y vio a Tom muy atareado cargando el pequeño cañón. La cabeza de Dorian se movía con entusiasmo junto a la de su hermano; pese al estruendo de batalla Hal creyó oír su voz aguda y excitada.

El Serafín había descargado toda su batería de estribor contra el indefenso Minotauro. La matanza era terrible. La sangre se escurría por las cañoneras abiertas y los imbornales chorreando por los flancos.

—Me voy a poner a la par —advirtió Hal a Ned.

Esperó a que se hubiera disparado el último cañón y, cuando el Serafín dejó atrás a su víctima, gritó la orden en el silencio siguiente.

—¡Una andanada cuando estemos a la par y luego la otra la damos entre el humo!

La tripulación lanzó un grito de júbilo, blandiendo las armas de abordaje, picas, alfanjes y hachas. En la cubierta del Minotauro estarían aún en inferioridad numérica; pero confiaba en el entrenamiento y el espíritu de lucha de sus hombres, así como en la confusión de los árabes, para dominar el barco en el primer intento.

Dio la orden y el Serafín giró limpiamente hasta que las dos naves quedaron flanco contra flanco. Pero en la maniobra el Serafín se había alejado y aún estaban a un tiro de mosquete. Hal ordenó que se arriaran todas las velas mayores, dejando el velamen de combate. Luego facheó el velacho para acercarse más velozmente al Minotauro. Uno de los pequeños dhows que seguían a la nave enemiga se encontró directamente bajo la proa del Serafín, imposibilitado de evitar la colisión. Sus tripulantes levantaron los ojos aterrados hacia el alto barco que se cernía sobre ellos. Algunos se arrojaron por la borda; otros quedaron petrificados de espanto. El tablaje de la embarcación se hizo trizas al quedar abajo; los gritos de su tripulación se apagaron abruptamente.

Al capear a través del viento, el Serafín cobró velocidad y se precipitó hacia el Minotauro, pero el barco enemigo había comenzado finalmente a virar en dirección opuesta.

Estaban a medio tiro de mosquete, cien metros de distancia, y Hal vio que Al Auf empujaba a sus hombres a retomar sus puestos de combate, con golpes y gritos furiosos. Rugieron uno o dos de los pesados cañones del Minotauro. Algunos proyectiles pasaron a cincuenta metros del Serafín, peinando la superficie del agua. Otros atravesaron aullando las jarcias, a gran altura por sobre la cubierta, y uno de los estayes se partió con el ruido de un pistoletazo. Aun así continuaba avanzando contra la otra nave, implacable. El Minotauro iba cobrando velocidad, pero poco a poco; la mayoría de sus velas estaban todavía flameando. Las vergas estaban ya tan cerca que casi se tocaban.

—¡Preparaos para aferrarlo! —gritó Hal.

Y echó un vistazo a los hombres encargados de las cadenas. Ya estaban haciendo girar los pesados garfios de hierro en grandes círculos por sobre la cabeza, reuniendo impulso para lanzarlos a través de la estrecha separación y sujetar al enemigo.

Al Auf, abandonando sus inútiles esfuerzos por reunir a sus hombres para enfrentar al Serafín, corrió a uno de los cañones que no se habían disparado, abandonados por sus artilleros. Sin señales de miedo en su rostro barbado, tomó bruscamente una mecha encendida y clavó en Hal una mirada fulminante, con los finos labios curvados en una mueca iracunda.

En ese instante Hal presintió que ninguno de los dos olvidaría más al otro. Luego Al Auf hundió la mecha humeante en la abertura de encendido del cañón. No tuvo tiempo de apuntar.

Era un desesperado gesto de desafío, una jugada al azar en medio de la batalla.

Con una larga lengua de llamas y humo, la pesada bola de hierro se estrelló en la regala del Serafín, haciendo volar en sangrientos pedazos a dos marineros ingleses; luego destrozó la base del trinquete, que se bambaleó y comenzó a derrumbarse. Se inclinaba poco a poco hacia afuera, con latigazos de estayes y obenques, con crujidos de madera, e iba cobrando velocidad e impulso en la caída.

Ante los ojos de Hal, la nave dejó de ser una elegante máquina de guerra para convertirse en una mole baldada. Luego, desde el puesto de vigía, en el tope del palo caído, dos siluetas humanas salieron disparadas como guijarros de una honda. Por un momento se recortaron contra las grises nubes de lluvia; luego cayeron hacia la superficie del mar.

—¡Tom! —exclamó Hal, atormentado—. ¡Oh, Dios mío, Dorian!