El Serafín pasó junto a la pequeña isla rocosa que custodiaba la entrada a la bahía. En derredor, las aguas estaban atosigadas de algas negras; hordas enteras de focas relucientes poblaban la costa pedregosa de la isla, llamada Robben, que significa "foca" en holandés.

—Ahora debo bajar para guiar la nave sana y salva hasta el puerto —dijo Hal.

—¡Te juego una carrera hasta la cubierta! —exclamó Dorian, brincando hacia las jarcias.

Tom le dio alguna ventaja antes de volar tras él. Sus pies bailaban sobre el cordaje. Se hundían como en caída libre, pero Tom no tardó en acortar la distancia. Cuando estuvo casi a la par, permitió que Dorian llegara a la cubierta con treinta centímetros de ventaja.

—¡Gané, gané! —se exaltó el niño.

Tom le revolvió los rulos cobrizos.

—No te jactes dijo, apartándolo de un empujón.

Luego miró al pequeño grupo reunido en la proa. Allí estaba el matrimonio Beatty, con todas sus hijas; Guy los acompañaba. Se los veía animados, señalándose mutuamente las características de ese famoso promontorio, vecino al cabo Agujas, la punta más meridional del continente africano.

—Dicen que esa nube blanca posada sobre la montaña es el mantel —discurseaba Guy—. Y esa pequeña colina, hacia el sur de la población, es Cabeza de León. Ya veis la forma que tiene.

Como siempre, había estudiado los textos de navegación y conocía todos los detalles.

—¿Por qué no subes a lo alto del palo mayor, Guy? —sugirió Tom, no sin amabilidad—. Desde allí se ve mucho mejor.

Su gemelo le echó una mirada fría.

—Gracias, pero aquí estoy muy a gusto. Se acercó un poquito más a Caroline, volviéndole a medias la espalda.

—No tienes nada que temer —le aseguró Tom—. No hay ningún peligro.

Guy giró en redondo hacia él.

—¿Me estás tildando de cobarde? —Tenía la cara inflamada de sangre y la indignación le quebraba la voz.

—No es eso lo que dije. —Su hermano, riendo, giró sobre sus talones para ir hacia el timón—. Pero puedes tomarlo como gustes agregó por sobre el hombro.

Guy lo fulminó con la mirada, invadido por la mortificación. Tom desdeñaba su valor y lo despreciaba frente a la familia Beatty, frente a Caroline. Algo se quebró en su mente. Casi sin darse cuenta de lo que hacía, se lanzó por la cubierta a toda carrera.

—¡Cuidado, Tom! —chilló Dorian.

Pero era demasiado tarde. Mientras Tom giraba para protegerse, apoyado en un solo pie, el otro se estrelló contra él con todo su peso y su impulso. Cayó contra la regala, con fuerza tal que perdió la respiración.

Guy saltó sobre su espalda y le rodeó el cuello con un brazo. Todos los chicos habían tomado lecciones de lucha con Gran Daniel; Guy era lento y poco diestro, pero conocía todas las llaves y estaba aprovechando su ventaja. Afirmó una rodilla contra la espalda de su gemelo y utilizó un brazo como palanca para bloquearle la tráquea, aplicando la presión sobre la columna, de modo que cualquier movimiento hiciera saltar la vértebra.

Tom trató de arrancarse esos brazos con dedos desesperados, cada vez más débil, con la boca muy abierta en busca de aire.

La tripulación acudió a la carrera a presenciar el espectáculo, entre exclamaciones de entusiasmo y gritos de aliento a sus favoritos. De pronto, por sobre el estruendo, una voz de toro resonó:

—Hacia atrás, Klebe.

Tom reaccionó instantáneamente. En vez de resistirse a la fuerza que lo arrastraba hacia atrás, cambió de dirección, aplicando toda su fuerza y su peso en un tumbo de carnero hacia atrás. Guy fue despedido con tanta fuerza que se vio obligado a soltarlo y extender los brazos hacia atrás para frenar su caída, a riesgo de quebrarse las costillas.

Tom giró en el aire como un gato. Antes de que su gemelo tocara la cubierta estaba sobre él. Cuando chocaron juntos contra las tablas, clavó los codos y las rodillas en el pecho y el vientre de Guy.

Éste gritó como una mujer, tratando de doblarse en dos para proteger el estómago, pero Tom ya estaba sentado a horcajadas sobre él, inmovilizándolo contra la cubierta. Llevó el puño hacia atrás, tomando impulso para estrellarlo contra la cara de Guy.

—¡No, Tom!

Era la voz de su padre. El muchacho quedó petrificado. La furia se evaporó lentamente de sus ojos. Bajando el puño, se levantó.

—La próxima vez —advirtió a su hermano, mirándolo despectivamente— no te librarás tan fácilmente.

Y le volvió la espalda. Guy se levantó, aún apretándose el vientre, y se abrazó a uno de los cañones. Los espectadores se alejaron, desencantados por el manso fin del espectáculo.

—¡Tom! —llamó Guy. El muchacho se volvió—. Lo siento. Démonos la mano y seamos amigos.

Avanzó tambaleante hacia su gemelo, con expresión contrita y abyecta, extendida la diestra.

Tom sonrió inmediatamente y volvió sobre sus pasos para estrechar la mano ofrecida.

—No sé por qué peleábamos —dijo.

—Yo sí. —Y la expresión patética de Guy se transformó al instante en el odio más negro. Veloz como una serpiente, extrajo la daga del cinturón: quince centímetros de acero brillante, con punta de aguja. La apuntó al ombligo de su hermano y empujó con fuerza, al tiempo que usaba la mano derecha para tirar de Tom hacia él, tratando de clavarlo en la daga.

—¡Te odio! —gritó. De sus labios brotó una llovizna de saliva a la luz del sol—. Voy a matarte por lo que has hecho.

Tom dilató los ojos de miedo y se torció violentamente a un lado. La punta de la daga le rozó el flanco, cortando la camisa y abriendo un surco superficial en la carne. La sangre brotó instantáneamente hasta empapar el algodón; luego le corrió por la pierna.

Caroline gritó con voz resonante:

—¡Lo has matado!

Y la tripulación, rugiendo, corrió a presenciar la escena.

Guy, comprendiendo que había malogrado el golpe, lanzó tajos y puntazos desesperados a la cara y el pecho de su gemelo. Pero Tom bailaba, esquivándolos. De pronto, inesperadamente, saltó hacia adelante para estrellar el canto de la mano izquierda contra el mentón. Al saltar su cabeza hacia atrás, Guy le soltó la mano derecha.

Retrocedió contra la regala, tambaleante; se había mordido la lengua y le brotaba un hilo de sangre por la comisura de la boca. Pero aún mantenía la daga apuntada a la cara de Tom.

Te voy a matar —bramó, con los dientes manchados de sangre—. Te voy a matar, cerdo asqueroso.

Tom se masajeó con una mano el cuello dolorido, pero con la otra desenvainó su propia daga.

—Buen discurso, hermano —dijo, ceñudo—. Ahora veamos si puedes hacerlo.

Y buscó a Guy, con el pie derecho adelantado; se movía en puntas de pie, haciendo ondular el puñal como una cobra erecta, sin apartar los ojos de los de su hermano. Guy retrocedió ante él.

Hal se adelantó deprisa, con la boca abierta para ordenarles que cesaran, pero antes de que pudiera hacerlo Aboli apareció a su lado, apretándole el brazo.

—¡No, Gundwane! —Hablaba quedo, pero con urgencia; su voz pasó desapercibida entre los gritos de las mujeres y los aullidos de los hombres, salvo para Hal. Nunca trates de separar a dos perros cuando pelean. No harás sino dar ventaja a uno.

—En el nombre de Dios, Aboli, éstos son mis hijos.

—Ya no son niños, Gundwane. Son hombres. Trátalos como a hombres.

Tom saltó hacia adelante, apuntando la daga hacia abajo, tanteó hacia el vientre de su hermano. Guy corrió hacia atrás, casi tropezando con sus propios pies, y retrocedió hacia proa, mientras el otro describía un círculo hacia la derecha. Los hombres se dispersaron para abrirles espacio. Hal vio entonces cuál era la intención de Tom: arrear a su adversario como el perro pastor al rebaño, llevándolo hacia la proa.

Su expresión era fría y firme, sin señales de emoción, pero observaba a su gemelo con ojos refulgentes. Hal, que había luchado con muchos hombres, sabía que esa amenaza fría en la mirada es privativa de los espadachines más peligrosos cuando se disponen a matar. Comprendió que Tom ya no veía a un hermano, sino a un enemigo que debía aniquilar, convertido en un asesino. Hal temía por Guy, pero Aboli tenía razón: ya no había nada que pudiera hacer para impedir eso. No podía frenar a Tom con la voz: habría sido como tratar de frenar a un leopardo cazador.

Tom aún sangraba por el corte recibido en el flanco. La camisa tajeada dejaba ver la piel blanca y la herida abierta, como una boca sonriente. La marea roja que manaba de ella goteaba sobre la cubierta e inundaba sus zapatos, que hacían un ruido líquido a cada paso. Pero él no sentía la herida: sólo veía al hombre que se la había infligido.

Guy quedó contra la barandilla. Al tantear hacia atrás con la mano izquierda, tocó los maderos de roble y comprendió que estaba atrapado; entonces la ira se borró de sus ojos, reemplazada de inmediato por el miedo. Echó una mirada rápida en derredor, buscando una vía de escape. De pronto sus dedos encontraron el asa de una pica entre las que se alineaban debajo de la regala. El miedo se disolvió como la neblina al aparecer el Sol. Con una alegría feroz iluminándole las facciones, dejó caer la daga y arrebató la pica de su soporte. Frente a esa pesada lanza con punta de acero, Tom retrocedió un paso. Guy le sonrió de oreja a oreja; su boca era un tajo sanguinolento.

—Ahora veremos —se jactó, lanzándose a la carga con la pica en ristre.

Tom saltó hacia atrás y Guy giró tras él, impulsando la larga asa, muy fuera del alcance de la daga que Tom sostenía en la mano derecha. Cuando cargó otra vez, su hermano soltó la daga y se hizo a un lado para escapar de aquella centelleante punta de acero. Luego saltó hacia atrás y, antes de que Guy pudiera girar hacia él, sujetó el asa de roble.

Forcejearon por la cubierta, de un lado a otro, con el asa entre ellos, empujando, entre gruñidos y juramentos farfullados. Al fin Tom puso a su hermano contra el costado de la nave. Estaban cara a cara, pecho a pecho, con el asa de la pica entre los dos.

Poco a poco, Tom llevó el asa hacia arriba, hasta tenerla a la altura del cuello de Guy; luego aplicó todo su peso y su fuerza contra ella. Guy arqueó la espalda cuanto pudo sobre la barandilla, con el grueso palo de roble bajo el mentón. Otra vez había miedo en sus ojos: oía el gorgoteo del agua contra el barco, allá abajo, y la punta de sus pies dejó de tocar la cubierta. Iba a caer por la borda y no sabía nadar. El agua lo aterrorizaba.

Tom tenía los pies firmemente plantados, pero en un charco de su propia sangre, resbaladiza como el aceite. De pronto patinó y cayó pesadamente a cubierta. Guy, ya libre, caminó con dificultad hasta los obenques del trinquete, boqueando y con la camisa empapada de sudor. Aferrado al cordaje, miró por sobre el hombro.

Tom se puso de pie y recogió la daga. Luego fue tras su hermano como un leopardo a la carga.

—¡Detenedlo! —aulló Guy, despavorido.

Pero el clamor de los espectadores era ensordecedor y seguía creciendo, con salvaje entusiasmo, mientras Tom corría con la daga en la mano y la locura en los ojos.

Guy giró y, con toda la fuerza del pánico, saltó a los obenques y comenzó a trepar. Tom se detuvo sólo para sujetar el puñal entre los dientes. Luego lo siguió.

El público echó la cabeza atrás. Nunca se había visto a Guy en las jarcias. El mismo Hal se asombró al verlo avanzar con tanta celeridad. Tom sólo podía acortar la distancia gradualmente.

Guy llegó a la verga y trepó a ella. Al mirar hacia abajo tuvo un momento de vértigo. Luego vio la cara de Tom bajo él, acercándose a toda marcha. Vio el gesto implacable de su boca, la sangre que le salpicaba la cara y empapaba su camisa. Desesperado, miró palo arriba, pero se acobardó ante la altura; comprendió que, con cada palmo que avanzara, mayor sería la ventaja de Tom. Sólo tenía una salida: se arrastró penosamente a lo largo de la verga. Oyó que Tom lo seguía y eso lo impulsó hacia adelante. No podía mirar hacia abajo, hacia el agua verde y precipitada. Sollozaba de pánico, pero aun así arrastró hasta llegar al extremo de la verga. Entonces miró por sobre el hombro.

Tom estaba a un paso. Guy se encontró atrapado e indefenso. Su hermano se detuvo para sentarse en la verga oscilante, muy erguido, y tomó el puñal que llevaba entre los dientes.

Era una visión espeluznante, manchada de sangre, con el rostro pálido y duro de cólera, el arma brillándole en la mano.

—Por favor, Tom —gimió—. No quería hacerte daño.

Alzó las manos para protegerse la cara, y así perdió su precario equilibrio. Se tambaleó violentamente, agitando los brazos en círculos, y se fue inclinando más y más hacia afuera.

Por fin cayó con un alarido, girando en el aire en caída libre, hasta golpear el agua en un enredo de miembros. Y se hundió. Tom permaneció rígido; cuando la bruma de ira asesina desapareció de su cerebro, miró hacia abajo, horrorizado por lo que acababa de provocar. Guy había desaparecido; no quedaban señales suyas bajo la superficie verde; no había ninguna cabeza bamboleándose en la larga estela del barco.

"¡No sabe nadar!" La espantosa realidad golpeó a Tom con tanta fuerza que se tambaleó en su sitio. "Es culpa mía. He matado a mi propio hermano." El horror bíblico del hecho lo recorrió como un relámpago. Se levantó de un brinco, erguido en la verga, y miró hacia atrás, a lo largo de la estela. Entonces vio que Guy afloraba, agitando los brazos, con gritos débiles y quejosos como los de una gaviota herida.

Oyó las órdenes de su padre al timonel, bramadas en la cubierta:

—¡Al pairo! ¡Lanzad un bote! ¡Hombre al agua!

Antes de que la nave pudiera responder al timón y virar la proa contra el viento, Tom saltó desde la verga. De cabeza, con los brazos extendidos, describió un arco, rectas las piernas tras el cuerpo. Atravesó limpiamente la superficie del océano, adentrándose tanto que las aguas oscuras se cerraron en torno de él, aplastándole el pecho. Luego giró para ascender a la superficie. Emergió hasta la cintura, con la respiración silbándole en la garganta. La nave lo había dejado atrás y ya estaba girando la proa hacia el viento.

Miró hacia atrás, siguiendo la estela. Aunque no veía nada, comenzó a bracear con todas sus fuerzas, batiendo el agua atrás, casi sin sentir el escozor de la sal en la herida superficial del costado. Calculó aproximadamente dónde había visto la cabeza de Guy Se detuvo y braceó, jadeante, mirando en derredor.

No había señales de su hermano.

"Oh, Dios, si se ahoga, jamás…" En vez de completar el pensamiento, aspiró hondo y se dobló hasta que la cabeza apuntó hacia el fondo del mar. Pateando con fuerza en el aire, se deslizó bajo la superficie. Aun con los ojos bien abiertos sólo veía el verde, atravesado por barras de sol; nadó hacia abajo hasta que sus pulmones exigieron aire. Debía emerger para respirar.

Entonces vio algo bajo él: un borrón azul y blanco. La camisa y la chaqueta de Guy, que giraba a los tumbos, inerme como un trozo de madera. Con los pulmones doloridos, Tom nadó hacia abajo hasta tocarle el hombro. Luego lo sujetó por el cuello de la chaqueta y apuntó hacia la superficie. Aunque pateaba con fuerza, ese cuerpo laxo a remolque lo demoraba. Los segundos se alargaron en una infinitud de dolor. Le ardía el pecho; lo consumía la necesidad de respirar. Sintió que la fuerza abandonaba sus piernas. Los dedos que sujetaban el cuello de Guy se aflojaron. El verdor le llenó la cabeza, nublándole la visión. En la oscuridad estallaban silenciosamente estrellas de luz.

"¡Sé fuerte!", gritó para sus adentros. Y obligó a sus dedos a apretar la chaqueta de Guy, y a sus piernas a continuar pateando.

La luz se hizo más potente, el verdor se esfumó. De pronto su cabeza emergió al aire y al sol. Aspiró el aire, llenándose el pecho a reventar, y otra vez. Dulce como la miel, el aire le impregnó el cuerpo; la energía volvió. Alargó una mano hacia abajo para asir un puñado de pelo y sacó la cabeza de su hermano hacia el aire.

Guy estaba ahogado. No tenía vida. Sus ojos abiertos miraban sin ver. La cara tenía el color de la cera.

—¡Respira! ¡Respira, por Dios! —gritó Tom a esa cara blanca e inmóvil.

Le rodeó el pecho con los brazos para estrujarlo con fuerza. Era un truco que le había enseñado Aboli. Y funcionó. El aire rancio y muerto brotó de Guy en una bocanada, mezclado con agua de mar y vómito, contra la cara de Tom. Éste aflojó los brazos y el pecho de su hermano se expandió por reflejo, aspirando el aire por la boca abierta. Por dos veces más Tom le hizo expulsar el agua, luchando por mantenerle la cara fuera del agua.

A la tercera vez Guy tosió y abrió los ojos; luego forcejeó por respirar por sí solo. Parpadeó, todavía ciego; luego fue centrando lentamente la mirada. Respiraba, aunque con gran dificultad, sacudido cada pocos segundos por paroxismos de tos, pero sus ojos iban recobrando lentamente la expresión.

—Te odio —susurró a la cara de su hermano—. Todavía te odio. Te odiaré siempre.

—¿Por qué, Guy, por qué?

—Deberías haber dejado que me ahogara, pues un día te mataré.

—¿Por qué? —repitió Tom.

—Tú lo sabes. ¡Tú sabes por qué!

Ninguno de ellos había oído el bote que se aproximaba, pero Hal Courtney les gritó desde cerca:

—¡Resistid, muchachos! Ya estoy aquí.

La tripulación de la falúa remaba con ganas. Hal, que iba al timón, guió el bote hasta ellos. A una orden suya, todos levantaron los remos; unas manos fuertes se alargaron hacia los muchachos para sacarlos del agua.

Cuando subieron a Guy a bordo del Serafín, el doctor Reynolds esperaba junto a la barandilla. Tom, de pie junto a su padre, observó con extraña desolación cómo se llevaban a su hermano bajo cubierta.

—Me odia, padre —susurró.

—Déjame ver esa herida, hijo —musitó Hal, gruñón.

El muchacho bajó la vista hacia el corte, sin mayor interés. El agua de mar había reducido la hemorragia a un lento goteo.

—No es nada dijo. Un rasguño. —Luego miró nuevamente a su padre—. Me odia. Fue lo primero que dijo cuando lo saqué a la superficie. ¿Qué voy a hacer?

—Ya se le pasará. Su padre le desgarró la camisa para revisar la herida. Ya olvidará y podrá perdonar.

—No. —Tom sacudió la cabeza—. Dijo que me odiaría siempre. Es mi hermano. Ayudadme, padre. ¿Qué puedo hacer?

Hal no pudo responder. Conocía demasiado bien la obstinación y la tenacidad del otro gemelo: eran, a la vez, su fortaleza y su debilidad. Comprendió que Tom tenía razón: Guy jamás lo perdonaría.

***

Era la recalada más bella de todos los océanos por los que Hal hubiera navegado. La montaña parecía un muro altísimo contra el cielo; el viento, al cruzar la cima, espumaba como leche al hervir, formando una suave nube palpitante, con toques de ámbar y rosado que le prestaba el sol poniente. Las cuestas de la montaña, por debajo de los terraplenes rocosos, estaban verdes de bosques; bordeaba las playas blancas una escarcha de oleaje.

Tanta belleza habría debido deleitar a Hal, pero todos los recuerdos que se agolpaban en él venían tocados por el dolor y el espanto. Desde esa distancia se veían con claridad las murallas del castillo; sobre las almenas los miraban coléricamente los cañones de bocas oscuras, como cuencas oculares vacías. En las mazmorras que estaban bajo esos muros había pasado tres crueles inviernos del cabo; aún se estremecía al recordar el frío en los huesos. En esas murallas lo habían obligado a trabajar, hasta que se le descarnaban las manos y se tambaleaba de fatiga. En los andamios había visto morir a muchos hombres buenos. Allí había hecho la difícil transición de niño a hombre.

Se llevó el telescopio al ojo para estudiar los otros barcos anclados en la bahía. Lo sorprendió que fueran tantos. Contó veintitrés veleros, todos mercantes y en su mayoría, holandeses. Entre ellos detectó uno inglés y otro que, a juzgar por su aspecto, provenía de las Indias Orientales, pero vio con desencanto que no era el Yeoman of York. En el puerto no había señales de su compañero.

Sin bajar el telescopio, recorrió las aguas de la bahía hacia el continente; por fin su mirada se detuvo en el patio descubierto ante las murallas del castillo; los recuerdos de la ejecución de su padre volvieron a él con crudos y terribles detalles. Tuvo que obligarse a apartarlos de su mente, a fin de concentrarse en llevar el Serafín a puerto.

—Anclaremos fuera del alcance de esos cañones, señor Tyler.

No había necesidad de explicar la orden. Ned conocía sus pensamientos y también su expresión era sombría. Tal vez también él revivía esos días horrorosos, en tanto viraba el timón y daba órdenes de arriar las velas.

El ancla cayó con un fuerte chapoteo que mojó el castillo de proa; el cable humeaba al pasar por el escobén. El Serafín hociqueó con fuerza; luego, con una graciosa pirueta de proa al viento, quedó inmóvil, transformado de un ser marino viviente y forcejeante en algo sereno y encantador como un cisne a la deriva.

La tripulación se alineó en las vergas desnudas y se colgó de los obenques para observar la tierra, intercambiando a gritos comentarios, especulaciones y preguntas, en tanto las falúas les salían al encuentro.

Los marineros llamaban a ese cabo "la taberna de los mares". Había sido colonizado más de cincuenta años atrás para servir como puesto de aprovisionamiento para la flota de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales; esos botes venían cargados de todas las cosas que un tripulante ansía tras pasar tres meses en el mar.

Hal convocó a sus oficiales.

—Vigilad que no entre en la nave ningún licor potente —advirtió a Alf Wilson—. Los vendedores de ron tratarán de introducirlo subrepticiamente por las cañoneras. Si permitís que os burlen, al caer la noche la mitad de los hombres estarán borrachos.

—Sí, capitán. El cuarto oficial se tocó la gorra. Por ser abstemio era el hombre adecuado para la misión.

—Aboli, apuesta en la barandilla hombres armados con alfanjes y pistolas. No conviene que esos pillos ladrones suban abordo para dejarnos el barco desnudo. Tampoco quiero prostitutas ejerciendo su oficio en la batería. De lo contrario saldrán a relucir los puñales…

Iba a decir "de nuevo", pero se contuvo. No quería traerles a la memoria el conflicto entre sus hijos.

—Señor Fisher, ocupaos de negociar con las falúas, vos que lo hacéis tan bien. —Podía confiar en Gran Daniel para conseguir precios justos y revisar todas las frutas y las verduras que subieran a bordo—. El señor Walsh os ayudará y pagará a los boteros.

El preceptor tenía muchas responsabilidades distintas: maestro, escribiente y tesorero.

Los oficiales se diseminaron para cumplir con las tareas asignadas, mientras Hal se acercaba a la barandilla. Bajó la vista hacia las embarcaciones que se acercaban; estaban cargadas hasta las regalas de productos frescos: papas todavía sucias de tierra, coles verdes, manzanas, higos y calabazas, cordero fresco y pollos desplumados. Esa noche la tripulación comería hasta reventar. Con sólo mirar esa cornucopia, la saliva brotaba a chorros bajo la lengua. Al terminar un viaje largo, el apetito de alimentos frescos consumía a todos los marinos. Algunos de sus hombres ya estaban colgando por la borda y negociando por mercancías. Quienes tenían dinero llegaban a pagar hasta medio penique por una patata fresca: un precio ridículo. Frenéticos de gula, limpiaban la tierra adherida a los gordos tubérculos contra las faldas de sus enaguas, como si fueran manzanas, y las devoraban crudas, haciendo crujir la astringente pulpa blanca con grandes muestras de gozo.

El doctor Reynolds se acercó a Hal.

—Bueno, señor, es un alivio estar nuevamente en puerto. Ya tenemos veintiséis casos de escorbuto a bordo, pero estarán curados antes de que volvamos a zarpar. Es un milagro y un misterio, pero el aire de tierra cura hasta los peores casos, aquellos que han perdido los dientes y están demasiado débiles para mantenerse de pie. Entregó a Hal una manzana madura. Robé un par de éstos de las provisiones del maestro Walsh.

Hal la mordió, cerrando los ojos en éxtasis.

—El alimento de los dioses —dijo, en tanto los jugos le llenaban la boca y se deslizaban como aceite dulce por su garganta—. Mi padre solía decir que la causa del escorbuto era la falta de comida fresca —dijo al cirujano.

El doctor Reynolds, con una sonrisa compasiva, dio un enorme mordisco a su propia manzana.

—Bueno, capitán, sin ánimo de ofender a vuestro santo padre, que fue un hombre excelente al decir de todos, las galletas marineras y la carne salada son suficiente alimento para cualquier marino. Reynolds meneó sabiamente la cabeza. De quienes no conocen el arte de la medicina se oyen teorías fantásticas, sin duda. Pero es el aire de mar el que causa el escorbuto, nada más.

—¿Cómo están mis hijos, doctor? —preguntó Hal, cambiando diestramente de tema.

—Thomas es un animal joven y saludable; por fortuna, la herida no fue profunda e hizo poco daño. La he suturado con tripa de gato; cicatrizará en un abrir y cerrar de ojos… siempre que no se infecte.

—¿Y Guy?

—Lo he enviado a la litera de vuestro camarote. Se le llenaron los pulmones de agua salobre, que a veces causa humores morbosos. Pero dentro de unos días no presentará consecuencias de su zambullida.

—Os lo agradezco; doctor.

En ese momento se produjo una conmoción en el bauprés. Aboli había detenido por el hombro a un muchacho hotentote que llevaba un cajón de frutas escalerilla arriba.

—Oye, oye, bonito —lo desafió—. ¿O eres bonita?

Su víctima tenía cara en forma de corazón, tez dorada e impoluta y ojos asiáticos. Ante la observación de Aboli respondió con un torrente de insultos dichos con voz aguda, en un extraño lenguaje lleno de chasquidos, y se debatió en las manazas del negro. Éste, riendo, le quitó el sombrero de la cabeza. Sobre los hombros del muchacho cayó una densa melena negra. Luego Aboli lo alzó en vilo con una sola mano y usó la otra para bajarle los pantalones hasta las rodillas.

La tripulación dejó escapar un aullido de placer ante la aparición de un regordete trasero amarillo y muslos torneados, entre los cuales anidaba el velludo distintivo triangular de la feminidad. Suspendida en el aire, la muchacha hizo llover golpes sobre la cabeza calva del negro; como eso no surgió ningún efecto, le lanzó zarpazos a los ojos con uñas largas y afiladas, pateándolo salvajemente con ambos pies.

Aboli se acercó a la barandilla para arrojarla por la borda, con tan poco esfuerzo como si hubiera sido un gatito perdido. Sus compañeros la subieron nuevamente a la falúa, chorreando agua, alzándose los pantalones y gritando insultos a los marineros que se burlaban de ella desde la cubierta.

Hal se puso de espaldas para disimular una sonrisa y fue en busca del señor Beatty, que estaba con su familia al pie del palo mayor, observando la costa y analizando animadamente esa tierra nueva. Viendo que el capitán se quitaba el sombrero para saludar a las damas, la señora Beatty quedó radiante de placer. Caroline, en cambio, evitaba su mirada. Desde la noche del polvorín se mostraba contrita en su presencia. Hal se volvió hacia su padre.

—Pasaremos varios días anclados aquí; semanas enteras, posiblemente. Debo esperar la llegada del Yeoman y hay muchas otras cosas de las que debo ocuparme. Sin duda querréis llevar a vuestra familia a tierra, para que las damas tengan la oportunidad de escapar al encierro de los camarotes y estirar las piernas. En la ciudad hay buenos alojamientos.

—¡Qué excelente idea, señor! —respondió Beatty, entusiasta—. Supongo que para vosotros no es penuria, sir Hal, pero para los que no somos navegantes, el reducido espacio de abordo se torna irritante.

Hal asintió con la cabeza.

—Haré que el joven Guy os acompañe. Sin duda querréis tener a mano a vuestro secretario. Lo complacía haber alcanzado sus propósitos más urgentes: primero, separar a Tom de Guy; segundo, separar a Tom de Caroline. Eran dos situaciones que, en cualquier momento, podían estallar como un barril de pólvora. Os haré llevar a tierra en cuanto se lancen los botes, aunque quizás hoy ya sea demasiado tarde. Echó un vistazo al sol poniente. Os convendría preparar ahora vuestro equipaje y esperar la mañana para desembarcar.

—Sois muy amable, capitán. —Beatty le hizo una reverencia.

—Cuando se os presente la oportunidad, tened la gentileza de hacer una visita de cortesía al gobernador holandés; van der Stel, se llama: Simon van der Stel. Yo voy a estar muy ocupado con el manejo del barco; me haríais un gran servicio si cumplierais con esa obligación en mi nombre y en el de la Compañía.

El caballero volvió a inclinarse.

—Con el mayor placer, sir Hal.

Hacía más de veinte años que Hal había escapado con su tripulación de las mazmorras del castillo; era difícil que alguien de la colonia lo reconociera. Aun así, era un delincuente convicto, con una sentencia a prisión perpetua suspendida sobre su cabeza. Durante la fuga, él y sus hombres se habían visto obligados a matar a muchos de sus carceleros y perseguidores en defensa propia, pero los holandeses podían verlo de otro modo. Si lo reconocían, bien podían llevarlo ante un tribunal holandés, acusado de esos crímenes y condenado a cumplir su sentencia, si no a pagar sus delitos en el patíbulo, como su padre. No era prudente hacer una visita formal al gobernador de la colonia. Sería mucho mejor enviar a Beatty.

Además, necesitaba reunir todas las noticias disponibles. Todos los barcos que retornaban de Oriente, cualquiera fuese su nacionalidad, se detenían en el cabo. No había mejor información que la que se conseguía fácilmente en las tabernas y los prostíbulos del puerto. Después de excusarse con la familia Beatty, llamó a Gran Daniel y a Aboli.

—En cuanto oscurezca bajaremos a tierra. Haced preparar uno de los botes.

***

Faltaban cuatro días para el plenilunio. La fragata se alzaba ante ellos, oscura y monstruosa, tocados de plata sus cañones y sus barrancos; navegaron por el sendero rielante que marcaba el claro de luna, rumbo a la playa. Hal iba sentado entre Aboli y Gran Daniel en el tablón de popa. Los tres iban envueltos en capotes y sombreros; bajo los mantos llevaban pistola y espada. Los remeros también iban armados: eran doce hombres de fiar, a las órdenes de Alf Wilson.

Llegaron a la playa llevados por una de las grandes olas atlánticas, siseando sobre la arena en la cresta espumeante. En cuanto el agua empezó a retroceder, los remeros saltaron para arrastrar la falúa a un lugar alto y seco.

—No perdáis de vista a vuestros hombres, Alf. No permitáis que se os escabullan en busca de bebida y mujeres —advirtió el capitán—. Es posible que, al regresar, traigamos prisa.

Marcharon juntos por la arena blanda hasta encontrar el camino que conducía al manojo de edificios, debajo del fuerte. En algunas ventanas se veía un resplandor de lámparas; al acercarse oyeron música, voces que cantaban y gritos de borrachos.

—No ha cambiado mucho desde nuestra última visita —gruñó Aboli.

—Todavía hay mucha clientela —concordó Gran Daniel, inclinando la cabeza para franquear la puerta de la primera taberna.

La luz era tan escasa, el humo de tabaco tan denso, que tardaron algunos segundos en acostumbrar la vista. El salón estaba lleno de siluetas oscuras y de hedor a cuerpos sudorosos, humo de pipa rancio y licor barato. El ruido era ensordecedor. Cuando se detuvieron en la entrada, un marinero pasó junto a ellos, tambaleante. Caminó hasta el borde de las dunas y, cayendo de rodillas, arrojó violenta y copiosamente. Luego cayó hacia adelante, con la cara en el charco de su propio vómito.

Los tres hombres cruzaron juntos la puerta y se abrieron paso a empellones hacia el rincón más alejado, donde se veía una mesa de caballetes y un banco, en el que yacía despatarrado otro borracho comatoso. Gran Daniel lo levantó como a un niño dormido para depositarlo suavemente en el suelo de boñiga. Aboli barrió de la mesa los jarros vacíos y las bandejas a medio vaciar, mientras Hal se instalaba en el banco, de espaldas a la pared, donde pudiera estudiar ese lóbrego salón y a los hombres que en él se apiñaban.

En su mayoría eran marineros, aunque también había unos cuantos soldados de chaqueta azul y cinturón blanco, pertenecientes a la guarnición del castillo. Hal escuchó sus conversaciones, pero era un balbuceo alcoholizado, lleno de fanfarronadas, maldiciones y risas sin sentido.

—Holandeses —murmuró Aboli, sentándose junto a Hal.

Escucharon por un rato. Durante su cautiverio, como recurso para sobrevivir, los tres habían aprendido a hablar ese idioma.

La mesa de al lado estaba ocupada por un grupo de cinco marineros de aspecto recio. Parecían menos ebrios que los otros, pero hablaban en voz alta para hacerse oír por sobre el bullicio: Hal los escuchó por un rato, sin oír nada interesante. Una criada hotentote les trajo espumosos jarros de cerveza.

Gran Daniel, al probarla, hizo una mueca:

—¡Meada de cerdo, todavía caliente! —dijo. Pero bebió otro sorbo.

Hal no tocó la suya, pues uno de los holandeses de la mesa vecina acababa de decir:

—Ya será suerte que nuestro maldito convoy pueda salir alguna vez de este puerto pestilente.

La mención de un convoy intrigó a Hal. Por lo general los barcos mercantes navegaban individualmente. Sólo en tiempos de guerra o de otras emergencias formaban convoyes bajo la protección de un barco de guerra. Se inclinó hacia adelante para escuchar el resto.

—Ja. Por mi parte, no voy a llorar si no volvemos a anclar en este nido de putas negras y hotentotes ladrones. Ya he gastado casi todos los guldens que traía en la bolsa. Y a cambio sólo tengo un dolor de cabeza y la verga despellejada.

—Yo digo que el capitán debería arriesgarse a zarpar solo. ¡Al diablo con ese cretino de Jangiri y su pagana tripulación! Die Luipard puede medirse con cualquier hijo del profeta. No tenemos por qué esperar aquí hasta que van Rutyer se digne servirnos de niñera.

Ante el nombre de Jangiri se aceleró el pulso de Hal. Era la primera vez que lo oía fuera del gabinete de Nicholas Childs.

—¿Quién es van Rutyer? —preguntó Gran Daniel en voz baja, mientras bebía otro sorbo de su ponzoñosa cerveza. Él también había estado escuchando subrepticiamente.

—El almirante holandés del océano de las Indias —aclaró Hal—. Tiene su base en la fábrica holandesa de Batavia. —Deslizó un chelín de plata por las tablas sucias de la mesa—. Págales un jarro de cerveza, Gran Daniel, y escucha lo que tengan para contar —ordenó.

Pero cuando el hombrón abandonó el banco se vio enfrentado a una mujer. Con los brazos en jarras, lo miraba con una sonrisa seductora a la que sólo le faltaban algunos dientes.

—Acompáñame al cuarto trasero, toro mío —le dijo, y te llevarás algo que nunca nadie te ha dado.

—¿Qué tienes para mí, tesoro? Gran Daniel le mostró las encías desiertas en una ancha sonrisa. ¿Lepra?

Hal estudió rápidamente a la mujerzuela y llegó a la conclusión de que sería una mejor fuente de informaciones que un holandés borracho.

—Deberíais avergonzaros, maese Gran Daniel —dijo—. ¿No sabéis reconocer a una señora distinguida cuando la tenéis ante los ojos?

La mujer devoró con la vista a Hal, apreciando el corte y la calidad de su chaqueta, los botones de plata del chaleco.

—Tomad asiento, señoría —invitó Hal.

Entre risitas ella se pavoneó como una muchacha, apartándose los mechones grises de la cara con dedos mugrientos, de uñas quebradas y bordeadas de negro.

—Bebed algo para aliviar la garganta. Gran Daniel, traed a la dama un vaso de ginebra. No, no seamos mezquinos. Traedle una botella entera.

La mujer, esponjando sucias enaguas, se dejó caer en el banco, frente a Hal.

—Sois un auténtico príncipe, en verdad. —Lo miró con atención—. Y más apuesto que el diablo, además.

—¿Cómo os llamáis, belleza mía? —preguntó Hal.

—Mevrouw Maakenberg —respondió ella—. Pero podéis llamarme Hannah.

Gran Daniel regresó con toda una botella de ginebra y un vaso grande que llenó hasta el borde. Hannah lo levantó con el meñique en alto y bebió un sorbito, como corresponde a una señora. La ferocidad de ese licor claro no le arrancó una sola mueca.

—Bien, Hannah. —Courtney le sonrió, haciendo que se retorciera como un cachorrito bajo su mirada. Supongo que aquí, en Buena Esperanza, no sucede nada que vos no sepáis, ¿verdad?

—Ésa es la pura verdad, aunque sea yo quien lo diga. —Mostraba otra vez los huecos de la dentadura. ¿Queréis enteraros de algo, señor?, preguntad a la vieja Hannah.

Y era cierto. Durante una hora Hal escuchó lo que ella tenía para decirle. Descubrió que, detrás de esa cara devastada y de los ojos nublados por la ginebra, acechaban los restos de una inteligencia que había sido brillante.

Al parecer, conocía las costumbres e inclinaciones sexuales de todo habitante de la colonia, hombre o mujer, desde el gobernador van der Stel hasta los trabajadores del puerto. Sabía los precios de todos los productos del mercado, desde las papas al mampoer, ese feroz coñac de durazno que hacían los pobladores. Sabía qué esclavos estaban a la venta, cuánto pedían sus dueños y cuánto estaban dispuestos a aceptar. Podía decir en qué fecha se haría a la mar cada uno de los barcos de la bahía, el nombre de su capitán, su carga y qué puertos iba a tocar en el trayecto. Hasta pudo hacerles un relato del último viaje de cada uno, con las peripecias y contratiempos que hubiera atravesado.

—Decidme, Hannah, ¿por qué hay tantos barcos de la VOC en la bahía? Se refería a la Verenigde Oostindische Compagnie, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

—Zarpan todos hacia Batavia. El gobernador van der Stel ha ordenado que todos los barcos destinados hacia Oriente naveguen en convoy, bajo la protección de buques de guerra.

—¿Por qué ordenó eso, Hannah?

—Por causa de Jangiri. Habéis oído hablar de Jangiri, ¿no?

Hal meneó la cabeza.

—No. ¿Quién es… o qué?

—La Espada del Profeta: así se hace llamar. Pero no es más que un pirata sanguinario, aun peor que el mismo Franky Courtney, eso es.

Hal intercambió una mirada con Aboli. A ambos los desconcertó que se pronunciara tan al descuido el nombre de Sir Francis y que aún se recordaran tanto sus hazañas.

Hannah no había reparado en su reacción. Después de un trago de ginebra, rió estruendosamente.

—En los seis meses últimos han desaparecido tres naves de la VOC del océano de las Indias. Todo el mundo sabe que es obra de Jangiri. Dicen que ya ha costado un millón de guldens a la Compañía. Sus ojos se iluminaron con extrañeza. ¡Un millón de guldens! Yo no sabía que hubiera tanto dinero en el mundo.

Se inclinó hacia la mesa para mirar con atención a Hal. Su aliento olía a estercolero, pero él no retrocedió por no ofenderla.

—Os parecéis a alguien que conozco. Reflexionó por un momento. ¿Habéis venido antes a Buena Esperanza? Jamás olvido una cara.

Hal sacudió la cabeza, mientras Gran Daniel reía entre dientes.

—Tal vez, señora, si os mostrara el extremo rosado lo reconoceríais con certeza, mejor que por la cara.

Hal lo miró con gesto ceñudo, pero por entonces la botella de ginebra estaba medio vacía. Hannah cloqueó:

—¡Pagaría un millón de guldens por ver eso! —Y miró a Hal con lascivia—. ¿Quieres ir atrás con Hannah? Eres tan buen mozo que no te cobraré.

—La próxima vez —prometió Hal.

—Pero te conozco —insistió ella—. Cuando sonríes así te conozco. Ya vendrá. Jamás olvido una cara.

—Cuéntame algo más de Jangiri —sugirió él, para distraerla.

Pero la mujer ya estaba perdiendo la conciencia. Después de llenar nuevamente el vaso, mostró la botella vacía.

—Todos los que amo se van y me abandonan dijo, entre lágrimas. Ni siquiera la botella se queda conmigo mucho tiempo.

—Jangiri —insistió Hal. Háblame de Jangiri.

—Es un pirata musulmán, el maldito. Quema a los marineros cristianos sólo por oírlos gritar.

—¿De dónde viene? ¿Cuántas naves tiene bajo su mando? ¿Con qué fuerzas cuenta?

—Uno de mis amigos iba en un barco que Jangiri persiguió, pero no logró alcanzar —gangueó ella. Es un muchacho encantador. Quiere casarse conmigo y llevarme a Ámsterdam.

—¿Jangiri? —preguntó Gran Daniel.

—No, grandísimo estúpido —se encrespó Hannah. Mi amigo. No recuerdo su nombre, pero quiere casarse conmigo. Él vio a Jangiri. Tuvo suerte al escapar de ese pagano sanguinario.

—¿Cuándo sucedió eso, Hannah? ¿Cuándo se cruzó tu amigo con Jangiri?

—Hace menos de dos meses. Frente a la Costa de la Fiebre, fue. Cerca de Madagascar.

—¿Qué fuerzas tenía Jangiri consigo? —insistió Courtney.

—Muchos barcos grandes —fue la respuesta insegura. Toda una flota de barcos de guerra. La nave de mi amigo huyó.

Hal comprendió que estaba desvariando. Ya no podría decirle nada importante. Pero formuló una última pregunta:

—¿Sabes qué ruta sigue el convoy de VOC para ir a Batavia?

—Al sur —aseveró ella—. Muy al sur, dicen. Dicen que se mantendrán bien lejos de Madagascar y las islas, pues allí es donde acecha Jangiri, el puerco pagano sanguinario.

—¿Y cuándo zarpará el convoy?

Pero ella se había perdido en las brumas del alcohol.

—Jangiri es el demonio —susurró—. Es el Anticristo. Los cristianos sinceros deberían temerle.

Su cabeza cayó lentamente hacia la mesa; por fin cayó de bruces en el charco de ginebra. Gran Daniel asió un puñado de pelo grasiento para mirarla a los ojos.

—La señora nos ha abandonado —dijo, dejándole caer ruidosamente la cabeza contra la madera. Ella rodó fuera del banco y quedó tendida en el suelo, roncando a todo pulmón. Hal sacó una moneda de plata de diez guldens y se la metió por el corpiño.

—Es más de lo que ganaría pasándose de espaldas todo un mes de domingos —gruñó Gran Daniel.

—Pero valió la pena. —Hal se puso de pie—. El mismo almirante van Rutyer no podría habernos informado mejor.

En la playa los esperaba Alf Wilson con la falúa. Mientras cruzaban la bahía a remo, en dirección al Serafín, Hal digería en silencio todas las noticias que Hannah le había dado, tejiéndolas a sus planes. Cuando trepó hacia la cubierta ya sabía lo que era necesario hacer.

***

Por lo que la amiga de Gran Daniel nos contó anoche, hay algunas cosas que parecen estar en claro. Hal paseó la mirada por las caras atentas de sus oficiales, arracimados en el camarote de popa. La primera es que Jangiri tiene su nido más o menos por aquí. Se inclinó hacia la carta extendida en su escritorio para poner el dedo en el contorno de Madagascar. Desde aquí puede asolar las rutas comerciales hacia el sur y el este, con la mayor facilidad.

Aboli gruñó:

—Lo difícil será encontrar el puerto desde el que zarpa. No tiene por qué utilizar como base una de las islas grandes. Hay cientos de otras más pequeñas, diseminadas a lo largo de dos mil leguas, desde la costa de Omán, en el mar de Arabia, hasta las islas Mascarenas en el sur.

—Tienes razón —asintió Hal—. Además, sin duda hay decenas de islas que no conocemos, que no tienen nombre ni figuran en mapa alguno. Podríamos navegar cien años sin descubrirlas ni explorarlas todas. Recorrió las caras con la vista. Si no podemos llegar a él, ¿qué deberíamos hacer?

—Atraerlo a nosotros —dijo Ned Tyler.

Una vez más, Hal asintió.

—Sacarlo de su madriguera. Ponerle un cebo. Y el lugar para hacerlo es frente a la Costa de la Fiebre. Tendremos que navegar frente a las islas de Madagascar y Zanzíbar, arrastrando el manto por la costa africana.

Todos murmuraron en señal de acuerdo.

—Podéis estar seguros de que tiene agentes en todos los puertos de los mares orientales, para que lo informen de cualquier botín importante —aseveró Gran Daniel—. Al menos eso es lo que yo haría, si fuera un pirata pagano.

—Sí. Hal se volvió hacia él. Anclaremos en todos los puertos y les haremos saber lo ricos que somos y lo mal armados que vamos.

—¿Dos naves de guerra con treinta y seis cañones cada una? —Ned Tyler rió entre dientes—. Es suficiente para intimidar a cualquier pirata.

—Un solo barco —dijo Hal. Y sonrió al ver que lo miraban de soslayo—. En cuanto llegue el Yeoman haré que continúe solo hacia Bombay. Puede llevar a nuestros pasajeros y toda la carga urgente de que podamos desprendernos. Nosotros navegaremos solos por la Costa de la Fiebre.

—Aun así, el Serafín es un buque imponente —señaló Alf Wilson—. Bastaría para ahuyentar a cualquier pirata.

—Cuando zarpemos ya no lo parecerá. —Hal desplegó los dibujos del casco en los que había estado trabajando desde el cruce del ecuador—. Un caballo de Troya, caballeros: eso es lo que prepararemos para el señor Jangiri.

Se agolparon en torno del escritorio, expresando su aprobación y sus comentarios; comenzaban a ver lo que Hal tenía pensado.

—Lo que necesitamos es convertirlo en un buque mercante bien rico, gordo y sin armas. Primero, las cañoneras.

A la mañana siguiente Hal se hizo llevar a remo en torno de la nave anclada, llevando consigo a Ned Tyler y a los dos carpinteros de a bordo, para señalarles los cambios que deseaba imponer al aspecto del Serafín.

—Podemos dejar las tallas y el oro tal como están. Señalaba las bellas decoraciones de popa y proa. Le dan un agradable aire decadente, como la falúa del lord Alcalde.

—Antes bien, como un prostíbulo francés —resopló Gran Daniel.

—Además, lord Childs se fastidiaría mucho si arruináramos su pequeña obra maestra. —Señaló los flancos del Serafín—. Nuestra principal preocupación deben ser las cañoneras.

Los marcos de las cañoneras estaban subrayados con hojuelas de oro; eso daba un agradable efecto de damero al casco, pero destacaba la capacidad guerrera de la embarcación.

—Comenzaréis el trabajo por allí —ordenó Hal a los carpinteros—. Quiero que disimuléis las articulaciones de las tapas que cubren las cañoneras. Cubridlas de brea y repintadlas, para que se fundan con el maderamen del casco.

Pasaron una larga hora estudiando la nave desde la falúa e ideando otros toques leves que dieran al Serafín un aspecto más inocuo. Mientras remaban de regreso, Hal comentó a Gran Daniel:

—Si anclé tan lejos de la costa no fue sólo para estar fuera del alcance de los cañones, sino para mantenernos lejos de lo ojos curiosos de la playa. Hal señaló con la cabeza las chalupas y otras pequeñas embarcaciones que aún se apiñaban en torno del barco. En cuanto comencemos el trabajo habrá que ahuyentar a esos botes. Debemos actuar sobre la suposición de que Jangiri tiene agentes en la colonia. No quiero ojos entrometidos observando todo lo que hacemos, ni lenguas rápidas que pasen la noticia.

Ya de nuevo en su camarote, Hal redactó una carta para el señor Beatty, dirigida a su alojamiento en la ciudad, para explicarle que él y su familia completarían el viaje a Bombay en el Yeoman of York, cuando arribara, y que Guy los acompañaría. Se alegró de poder solucionar eso con una nota, en vez de discutir personalmente con el contador hasta persuadirlo.

—¡Bueno! —dijo, mientras secaba la tinta del papel—. Esta solución resuelve también las proclividades amorosas y pugilísticas de maese Tom.

Una vez que hubo sellado el lacre, mandó por Gran Daniel para que llevara la carta a tierra.

—¿Todavía no hay señales del Yeoman? —preguntó, en cuanto el contramaestre asomó la cabeza.

—Ninguna todavía, capitán.

—Decid al oficial de la guardia que me llame en cuanto aparezcan sus manteleros por sobre el horizonte.

Había dado más de una vez la misma orden. Gran Daniel puso los ojos en blanco para ilustrar su paciencia. Hal disimuló una sonrisa. A él se le podía permitir esa familiaridad.

***

Estaba de pie en el patíbulo, bajo el fuerte sol de la mañana. Aún era muy joven: no más de dieciocho años, sin duda, y muy buen mozo. A Hannah Maakenberg le encantaba que fueran apuestos. Buena estatura, miembros rectos, cabellera larga y ondeada, negra como ala de cuervo, que le caía hasta el hombro. Estaba aterrorizado; eso la excitó tanto como a la muchedumbre que la rodeaba. Allí estaba toda la colonia: hombres, mujeres y niños; cada burgués, cada ama de casa, los esclavos y los hotentotes. Reinaba el buen humor; estaban bulliciosos y juguetones. Hasta los niños más pequeños, contagiados de la espontánea alegría de la ocasión, correteaban persiguiéndose entre las piernas de los adultos.

Hannah estaba junto a la esposa de un burgués libre, muy regordeta, de aspecto bondadoso, cuyo delantal estaba salpicado de harina. Era obvio que venía directamente de su cocina, donde había estado amasando el pan. Llevaba una niña diminuta aferrada de su delantal; era una criatura angelical, con el pulgar en la boca, de solemnes ojos azules que observaban al hombre del patíbulo.

—Es su primera ejecución —explicó la abuela a Hannah. Tiene un poco de miedo entre tanta gente.

El prisionero tenía las manos esposadas a la espalda. Vestía harapientas enaguas de marinero e iba descalzo. El magistrado se adelantó para leer los cargos y la sentencia, mientras la muchedumbre se agitaba con expectación.

—Escuchad ahora el veredicto de la Corte de la Colonia de Buena Esperanza, por la gracia de Dios y el poder que me confiere la Carta General de la República de Holanda.

—¡Acabemos de una vez! —bramó uno de los burgueses, desde atrás—. Queremos ver cómo baila.

—Por la presente se decreta que Hendrik Martinus Ockers, hallado culpable del delito de asesinato…

—Yo estaba allí —dijo Hannah al ama de casa que tenía a su lado, llena de orgullo—. Lo vi todo. Y hasta declaré ante la corte, de veras.

La mujer se mostró debidamente impresionada.

—¿Y por qué lo hizo? —preguntó.

—Por lo mismo de siempre. Hannah se encogió de hombros. Los dos estaban borrachos perdidos. Recordó las dos siluetas caminando en círculos, con los largos cuchillos refulgiendo a la fantasmagórica luz de la lámpara, que arrojaba sus sombras distorsionadas contra los muros de la taberna y los gritos de los espectadores.

—¿Cómo lo hizo?

—Con un cuchillo, queridita. Era rápido, a pesar de todo el licor que tenía en la panza. Una pantera, parecía. Hizo ademán de tajear algo. Así, directo al vientre. Lo abrió como a un pescado en el mostrador. Se le cayeron las tripas y se le enredaron en los pies, así que tropezó y cayó de bruces.

—¡0oh! —El ama de casa se estremeció de fascinado horror—. Como animales, estos marineros…

—Todos, queridita —aseguró Hannah, con recato. No sólo los marineros: todos los hombres son iguales.

—¡Santa verdad! —concordó la mujer, mientras levantaba a la niña para montársela en el hombro. Así verás mejor, lieveling.

El magistrado llegó al final de la sentencia:

—El mencionado Hendrik Martinus Ockers es condenado a muerte por ahorcamiento. La sentencia se llevará a cabo ante público, en el patio de desfiles del castillo, en la mañana del tercer día de septiembre, a las diez en punto de la mañana.

Bajó pesadamente la escalerilla; uno de los guardias lo ayudó a descender los últimos peldaños. El verdugo, que estaba de pie tras el condenado, dio un paso adelante para ponerle una bolsa negra en la cabeza.

—Detesto que hagan eso —gruñó Hannah—. Me gusta verles la cara cuando están colgando de la cuerda, morados y fruncidos.

—Juan el Lento nunca les cubría la cara —concordó la mujer que tenía a su lado.

—¡Ah! ¿Te acuerdas de Juan el Lento? Ése sí que era un artista.

—Jamás olvidaré cuando ejecutó a sir Franky, el pirata inglés. ¡Qué espectáculo!

—Lo recuerdo como si fuera ayer —concordó Hannah—. Estuvo casi media hora trabajando con él antes de hacharlo…

Pero se interrumpió, pues otra cosa le acicateaba la memoria. Algo que ver con los piratas y ese bonito muchacho del patíbulo. Sacudió la cabeza con irritación; la ginebra la había embotado.

El verdugo pasó el nudo corredizo por la cabeza del prisionero y se lo ajustó bajo la oreja izquierda. El muchacho había empezado a temblar. Hannah lamentó no poder verle la cara. Toda esa escena le recordaba a alguien.

El verdugo dio un paso atrás y tomó su pesada maza de madera para apuntarla hacia la cuña que cerraba la puerta trampa. El condenado lanzó un grito patético: "¡En el nombre de Dios, tened piedad!" Los espectadores bramaron de risa. El verdugo descargó la maza y la cuña voló. La trampa se abrió con estruendo, dejando caer al hombre. La cuerda frenó bruscamente su caída; quedó con el cuello estirado y la cabeza torcida a un lado. Hannah oyó el chasquido de la vértebra, como de un palo seco; fue otra desilusión. Juan el Lento lo habría calculado mejor, como para que pataleara varios minutos en la punta de la cuerda, mientras la vida se le iba lentamente. Este verdugo tenía puños de mamón; le faltaba sutileza. Para Hannah todo terminó con demasiada celeridad. Unos pocos estremecimientos recorrieron el cuerpo, que luego quedó quieto, girando lentamente, con el cuello desviado en un ángulo imposible.

Hannah le volvió la espalda, disgustada. De pronto se detuvo. El recuerdo que se le escapaba desde hacía rato volvió en un torrente.

—¡El hijo del pirata! —exclamó—. Sir Franky. Su hijo. Jamás olvido una cara. Ya decía yo que lo conocía.

—¿De qué estás hablando? —preguntó la mujer que tenía la niña en el hombro. ¿El hijo de Franky? ¿Quién es el hijo de Franky?

Hannah, sin molestarse en responder, se alejó deprisa, aferrada a su secreto, trémula de entusiasmo. A ella volvían en tropel los recuerdos de cosas acaecidas veinte años atrás: el juicio de los piratas ingleses. Por entonces Hannah era joven y bonita; había hecho un pequeño favor gratuito a uno de los guardias para que le permitiera entrar en la sala del tribunal. Siguió todo el juicio desde un asiento de la última fila. Era más entretenido que cualquier feria, cualquier representación teatral.

Volvió a ver al muchacho, el hijo de Franky, encadenado a su padre, codo a codo con él, mientras el viejo gobernador van der Velde sentenciaba al padre a muerte; al otro, a trabajos forzados de por vida en las murallas del castillo. ¿Cómo se llamaba ese chico? Cuando cerraba los ojos veía la cara con toda claridad.

—¡Henry! —exclamó—. ¡Henry Courtney!

Tres años después los piratas, encabezados por el mismo Henry Courtney, habían huido de las mazmorras. Hannah no olvidaría jamás los gritos, el ruido de la lucha, los disparos de mosquete; luego, la atronadora explosión y la gran nube de humo y polvo que se elevaba en el aire, porque esos rufianes ingleses habían hecho volar el polvorín del castillo. Con sus propios ojos ella los había visto salir al galope por los portones, en el carruaje robado, para tomar la ruta que llevaba al páramo. Aunque las tropas de la guarnición los persiguieron hasta las montañas silvestres del norte, habían logrado escapar.

Después, los letreros en el mercado, ofreciendo recompensa. Y en todas las tabernas del puerto.

—¡Diez mil guldens! —susurró para sus adentros—. Eran diez mil guldens.

Trató de imaginar esa vasta suma.

"Con todo ese dinero podría volver a Ámsterdam. Podría vivir como una gran señora por el resto de mi vida." Pero luego su espíritu dio un vuelco. ¿Pagarían aún la recompensa, después de tantos años? Todo su cuerpo se hundió en la desesperación: la gran fortuna se ponía fuera de su alcance."Haré que Annetjie lo averigüe a través de su amigo, el del castillo."

Annetjie era una de las prostitutas más jóvenes y bonitas que trabajaban en las tabernas portuarias. Entre sus clientes habituales contaba al empleado del gobernador. Hannah se recogió las faldas para correr hacia el puerto, sabiendo que Annetjie ocupaba un cuarto en Die Malmok, una de las tabernas preferidas de los marineros, que llevaba el nombre del albatros errante.

Tuvo suerte: la joven aún estaba tendida en su manchado colchón, en el diminuto cuarto del desván. El ambiente apestaba a sudor y lujuria viriles. Annetjie se incorporó, con los densos rizos negros enredados y los ojos opacados por el sueño.

—¿Para qué me despiertas a estas horas? ¿Estás loca? —gimió, furiosa.

Hannah se dejó caer a su lado y contó su historia.

La muchacha se sentó en la cama, quitándose los gránulos de sueño de los lacrimales. Su expresión fue cambiando al escuchar.

—¿Cuánto? —inquirió, incrédula. Y se levantó para recoger su ropa, que estaba esparcida por el suelo—. ¿En qué barco está ese kerel? —preguntó, mientras se pasaba la camisa por la cabeza.

Hannah vaciló ante la pregunta. Había más de veinte naves en la bahía y ella no tenía idea de cuál alojaba a su presa. Luego su expresión se iluminó. Henry Courtney era un pirata inglés. Y había sólo dos barcos ingleses en la flotilla anclada. Tenía que estar en uno de ésos.

—Deja que yo me ocupe de eso, lieveling —dijo a la muchacha—. Tú sólo tienes que averiguar si todavía pagan recompensa y cómo podemos cobrarla.

***

El Serafín llevaba quince días anclado cuando el Yerman of York entró finalmente en Table Bay, contra el viento del sudeste, y arrojó el ancla a diez brazas de él. Edward Anderson se hizo llevar a remo hasta el barco de Hal para saludarlo.

—Apenas os reconocí, sir Henry. El Serafín parece otro barco.

—Eso significa que he logrado mi propósito. —Hal lo tomó por el brazo para llevarlo hacia la escalerilla. ¿Qué os demoró tanto?

—Malos vientos desde que nos separamos. Me arrastraron casi hasta las costas de Brasil —gruñó Anderson—. Pero me complace que volvamos a estar juntos.

—No por mucho tiempo —le aseguró Courtney, señalándole una silla. Luego le sirvió una copa de vino de Canarias—. En cuanto os hayáis reaprovisionado, zarparéis solo hacia Bombay, mientras yo navego costa arriba para buscar al pirata musulmán.

—No era eso lo que yo esperaba. —Anderson se atragantó con el vino, viendo que el dinero del botín se le escapaba. Tengo un buen barco de guerra y una tripulación…

—Demasiado buena, quizá —lo interrumpió Hal—. Por noticias que he sabido desde nuestra llegada, parece que nuestra mejor oportunidad de dar con Jangiri es ofrecerle un cebo. Dos buques de guerra lo ahuyentarán en vez de atraerlo.

—¡Ah! ¿Conque por eso habéis cambiado vuestro aspecto?

Courtney asintió.

—Por otra parte, tenemos pasajeros, correspondencia urgente y carga que llevar a Bombay El señor Beatty está alojado en la ciudad, esperando que lo trasladéis con su familia a Bombay. Los vientos alisios no se mantendrán por mucho tiempo antes de que cambie la estación y el cruce del océano Indico se torne difícil.

Anderson suspiró.

—Entiendo vuestro razonamiento, señor, aunque poco me consuela. Lamento mucho separarme nuevamente de vos.

—Cuando lleguéis a Bombay el monzón habrá cambiado. Podréis descargar y aprovecharlo para acelerar vuestro cruce hacia la Costa de la Fiebre, donde os estaré esperando.

—Pero el viaje de ida y vuelta requerirá varios meses —señaló Anderson, lúgubre.

Hal se alegró de verle ese espíritu ansioso. Otros capitanes de la Compañía se habrían alegrado de evitar el peligro, pues estaban muy satisfechos con la vida apacible de la marina mercante. Trató de ablandar a su compañero.

—Cuando volvamos a encontrarnos estaré mucho mejor informado sobre Jangiri. Por entonces tal vez tenga localizada su madriguera. Podéis estar seguro de que necesitaremos de toda nuestra fuerza para hacerlo seguir. No intentaré semejante empresa sin vuestra ayuda, señor.

Anderson se animó un poco.

—En ese caso debo apresurar los preparativos para la siguiente etapa del viaje a Bombay. Vació su copa y se levantó.

—Desembarcaré inmediatamente para hablar con el señor Beatty, a fin de que él y su familia se dispongan a continuar el viaje.

—Os haré acompañar por Gran Daniel Fisher, mi oficial, para que os guíe al alojamiento de los Beatty. Iría yo mismo, pero por diversos motivos eso no es prudente.

Acompañó a Anderson hasta la cubierta. Ya ante la barandilla le dijo:

—Mañana haré cargar en mis pinazas toda la mercancía y la correspondencia para el gobernador Aungier. Quiero levar anclas dentro de tres días para iniciar la búsqueda de Jangiri.

—Mis hombres estarán listos para recibir la carga. Si Dios así lo quiere, dentro de diez días o menos estaré listo para zarpar.

—Si me concedéis el placer de cenar mañana conmigo, podremos aprovechar la oportunidad para acordar los detalles de nuestros planes futuros.

Se estrecharon la mano. Anderson parecía bastante más feliz al bajar a la falúa, seguido por Gran Daniel.

***

Hannah, sentada en una de las altas dunas de arena, observaba la flotilla anclada en la bahía. La acompañaban otras dos personas: Annetjie y Jan Oliphant.

Jan Oliphant era su hijo bastardo, engendrado por Xia Nka, un poderoso jefe hotentote. Treinta años atrás, cuando ella aún era bonita y rubia, había aceptado de Xia un bello haross, hecho con las pieles del chacal rojo, a cambio de sus favores por una noche. La VOC prohibía estrictamente las relaciones entre mujeres blancas y hombres de color, pero Hannah nunca había prestado atención a esas leyes tontas, dictadas en Ámsterdam por diecisiete ancianos.

Aunque Jan Oliphant se parecía a su padre en el aspecto y el color de la piel, estaba orgulloso de su estirpe europea. Hablaba el holandés con soltura, llevaba espada y mosquete y vestía como burgués. Se había ganado el nombre de Oliphant por su vocación: era un famoso cazador de elefantes, además de hombre duro y peligroso. Por decreto de la VOC, ningún colono holandés podía aventurarse más allá de los límites de la ciudad, pero en virtud de su linaje hotentote Jan Oliphant no estaba sujeto a esas restricciones. Podía ir y venir a voluntad y adentrarse en la espesura no hollada, más allá de las montadas, para regresar con preciosos colmillos de marfil que vendía en los mercados de la población.

Su oscuro semblante estaba horrendamente mutilado, con la nariz torcida y la boca partida por brillantes cicatrices blancas, que partían de la pelambre lanosa y llegaban hasta el mentón. El hueso de la mandíbula, destrozado, había soldado mal, dándole el aspecto de una sonrisa perpetua. En una de sus primeras aventuras por el interior, mientras dormía junto a la fogata, una hiena se había escurrido hasta él para apresarle la cara en sus poderosas mandíbulas.

***

Sólo un hombre dotado del formidable físico de Jan Oliphant podía haber sobrevivido a semejante ataque. La bestia se lo había llevado a rastras en la oscuridad, colgando bajo su pecho, como lleva un gato a un ratón. Ignoró los gritos y las piedras que le arrojaban los compañeros de Jan. Tenía los largos colmillos amarillentos tan hundidos en su cara que el hueso de la mandíbula se destrozó; con la boca y la nariz completamente bloqueadas, Jan no podía respirar.

Buscó el cuchillo que llevaba en el cinturón y tanteó con la otra mano bajo el pecho de la bestia, hasta hallar entre las costillas la abertura por donde se percibía el palpitar del corazón. Apoyó cuidadosamente la punta del cuchillo; luego lo impulsó en un solo movimiento potente, para matar a la bestia.

Ahora, sentado en las dunas entre las dos mujeres, habló con voz distorsionada por las fosas nasales dañadas y la mandíbula torcida:

—¿Estás segura de que es el mismo hombre, madre?

—Jamás olvido una cara, hijo mío —aseguró Hannah, tozuda.

—¿Diez mil guldens? —Jan Oliphant resopló de risa—. Ningún hombre vale tanto, vivo o muerto.

—Es verdad —intervino Annetjie, con vehemencia. La recompensa aún está vigente. He hablado con mi amigo del castillo. Dice que la VOC pagará toda la suma. Sonrió de oreja a oreja, avariciosa. Lo pagarán vivo o muerto, mientras podamos demostrar que es Henry Courtney.

—¿Y por qué no lo mandan sacar del barco por los codos? —quiso saber Jan.

—Si lo arrestan ellos, ¿crees que nos darán la recompensa? —objetó la muchacha, despectiva. Tenemos que atraparlo nosotros mismos.

—Tal vez ya haya zarpado.

—¡No! —Hannah sacudió la cabeza con certidumbre—. No, lieveling. En los tres últimos días, ningún barco inglés ha abandonado el puerto. Llegó otro, pero ninguno se fue. ¡Mirad! —señalaba al otro lado de la bahía. Allí están.

Las aguas estaban moteadas de blancas olas rizadas; las naves de la flota danzaban un gracioso minué al compás del viento, cabeceando contra las amarras, con los estandartes al viento, ondulando en un cambiante arco iris. Hannah los conocía a todos por su nombre. Los fue recitando hasta llegar a los dos ingleses; estaban tan lejos de la playa que resultaba imposible distinguir los colores.

—Ése es el Serafín; el otro que está más allá, hacia la isla Robben, Yeoman of York. Mutilaba los nombres con su fuerte acento. Luego echó sombra sobre sus ojos. Hay un bote que viene desde el Serafín. Tal vez tengamos la suerte de que nuestro pirata venga en él.

—Tardará casi media hora en llegar a la playa. Tenemos tiempo de sobra. Jan Oliphant se recostó al sol, frotándose expansivamente la entrepierna abultada. Tengo un tremendo escozor por aquí. Ven, Annetjie, ráscamelo.

Ella se encrespó.

—Bien sabes que la Compañía prohíbe que las damas blancas ordeñemos a los bastardos negros como tú.

Jan Oliphant lanzó una risa sofocada.

—No voy a denunciarte ante el gobernador van der Stel, aunque dicen que a él también le gusta una buena tajada de carne oscura. Jan Oliphant se limpió el hilo de saliva que le corría por el mentón. Mi madre puede montar guardia.

—No confío en ti, Jan Oliphant. La última vez me burlaste. Antes quiero ver tu moneda —protestó la muchacha.

—Pero si somos novios, Annetjie. Él se inclinó para estrujarle una teta gorda y redonda. Cuando tengamos los diez mil guldens de la recompensa, hasta es posible que me case contigo.

—¿Conmigo? —ella rió con estridencia—. Ni siquiera caminaría por la calle con un mono feo como tú.

Jan le sonrió con toda la cara.

—¿Quién habla de caminar por la calle? —La sujetó por la cintura para besarla en la boca. Ven, budincito mío; tenemos tiempo de sobra antes de que la falúa llegue a la playa.

—Dos guldens —insistió ella—. Y te hago precio especial, como a mis mejores novios.

—Aquí tienes medio florín. —Jan le metió una moneda en el escote.

Ella bajó una mano para masajearle la ingle, palpando cómo crecía.

—Un florín. O te das un chapuzón en el océano para enfriar esto.

Él resopló por las fosas nasales deformadas, limpiándose la saliva del mentón; luego hurgó en la bolsa en busca de otra moneda. Annetjie se la quitó; luego se puso de pie, sacudiendo la cabeza para apartar de la cara la melena amarilla enredada por el viento. Él la llevó en brazos hasta la hondonada entre las dunas.

Hannah los observó sin interés desde su asiento, en lo alto de la duna. La preocupaba su parte de la recompensa. Aunque Jan Oliphant fuera su hijo, no se hacía ilusiones, sabiéndolo muy capaz de estafarla a la primera oportunidad. Debía cuidar de que el dinero de la recompensa viniera a sus propias manos; claro que ni Annetjie ni Jan confiarían tampoco en ella.

Reflexionó profundamente sobre el dilema, en tanto Jan sopapeaba ruidosamente el vientre de Annetjie con el suyo, resoplando y exhortándose con fuertes gritos:

—¡Ja! ¡Ja! ¡Como un huracán! ¡Como un chorro de leviatán! ¡Como el padre de todos los elefantes derribando la selva! ¡Ja! ¡Aquí viene Jan Oliphant!

Con un bramido final, se derrumbó en la arena junto a la muchacha.

Annetjie se levantó y, mientras reacomodaba sus faldas, le echó una mirada desdeñosa.

—Más que un chorro de ballena, eso fue un pez dorado haciendo burbujas —dijo.

Y trepó nuevamente la duna para sentarse junto a Hannah.

La falúa ya estaba cerca de la playa, haciendo centellear sus remos, en la cresta de una ola.

—¿Ves a los hombres que van a popa? —preguntó Hannah, anhelosa.

Annetjie puso una mano como visera sobre los ojos.

—Sí. Son dos.

—Ése —señaló Hannah— estaba esa noche con Henry Courtney. Son compañeros de barco, claro.

Un hombre corpulento se levantó para dar una orden a los remeros, que levantaron al unísono los largos remos y los sostuvieron en el aire como lanzas de caballería. El bote se deslizó sobre la arena hasta quedar en seco.

—Qué grandote, el cretino —comentó la joven.

—Es él, sin duda.

Vieron que Gran Daniel y el capitán Anderson, tras desembarcar de la falúa, echaban a andar por la playa hacia la población.

—Bajaré a hablar con los remeros —se ofreció Annetjie—. Voy a averiguar en qué nave viene nuestro hombre y si es, en verdad, el hijo del pirata Franky.

Hannah y Jan Oliphant la vieron caminar tranquilamente por el borde del agua, hacia la embarcación. Los tripulantes la divisaron, intercambiando risas, codazos y sonrisas expectantes.

—Tendrá que ser Annetjie la que cobre la recompensa por nosotros —dijo Hannah a su hijo.

—¡Ja! Lo mismo estaba pensando. Será su novio el que pague.

Observaron a la muchacha, que reía y bromeaba con los marinos. Luego hizo un gesto afirmativo y se llevó a uno hacia un bosquecillo de sideroxilones oscuros, por sobre la playa.

—¿Cuánto le prometiste? —preguntó Jan Oliphant.

—La mitad.

—¿La mitad? —El hombre se horrorizó ante tanta prodigalidad. Es demasiado.

El primer marinero salió de entre los árboles atándose la cuerda que le sujetaba los pantalones. Sus compañeros lo saludaron con irónicos vítores, en tanto un segundo hombre saltó del bote para correr al bosquecillo, seguido por un coro de silbidos y aplausos.

—Ja, es demasiado —reconoció Hannah. Es una perra codiciosa. Ya verás que atiende a todos esos cerdos ingleses.

—Ja, me cobró dos guldens. Es una perra codiciosa. Tendremos que deshacernos de ella. —Jan se encogió filosóficamente de hombros.

—Tienes razón, hijo mío. Se lo merece. Pero sólo cuando la recompensa esté cobrada.

Aguardaron pacientemente bajo el sol ardiente, charlando sin prisa y haciendo planes para gastar la gran fortuna que pronto les pertenecería, en tanto la procesión de marineros ingleses desaparecía entre los sideroxilones y regresaba minutos después, agradeciendo tímidamente los vítores de sus amigos.

—¿No te dije que atendería a todos, del primero al último? —apuntó Hannah con pacata desaprobación, cuando el último marinero volvió a la falúa.

Minutos después Annetjie salió de entre los árboles, sacudiéndose la arena del pelo y la ropa, y se acercó a madre e hijo. Muy satisfecha de sí, se dejó caer junto a Hannah.

—¿Y bien? —interpeló ésta.

—El capitán del Serafín es sir Henry Courtney —anunció Annetjie, con aire solemne.

—Y para comprobarlo tomaste testimonio por separado a ocho de sus marineros —comentó Hannah, sarcástica.

Annetjie, sin alterarse, prosiguió con aire ufano:

—Parece que Henry Courtney es un rico lord inglés, con grandes propiedades en su país.

Jan Oliphant sonrió de oreja a oreja.

—Si lo secuestramos podría valer más de diez mil. Cuando venga a tierra, yo y mis compañeros lo estaremos esperando en la playa.

Hannah se mostró preocupada.

—No te arriesgues a retenerlo para cobrar rescate. Me parece que es resbaladizo como un pez. Córtale la cabeza, llévasela a la VOC para que te paguen la recompensa y olvídate del rescate.

—¿Vivo o muerto? —preguntó Jan a Annetjie.

—Ja, eso dije.

—Mi madre tiene razón. El pez muerto no se escurre entre los dedos.

—Esperaré contigo hasta que desembarque, para indicarte cuál es. Luego será asunto tuyo y de tus muchachos —dijo Hannah a su hijo.

—Si vuelve a desembarcar —le recordó Annetjie, rencorosa.

Y Hannah volvió a preocuparse.

***

La carga para Bombay ya había sido trasladada al Yeoman. Los barriles para agua, restregados y vueltos a llenar en el arroyo que serpenteaba por las pendientes de Table Mountain. Se repusieron las provisiones de aceite para lámparas, sal, harina, galleta y otras mercancías secas, que se habían agotado en el largo viaje hacia el sur. Hal volvió a reacondicionar la nave para lograr una excelente navegabilidad. La tripulación estaba sana y animosa, gorda y feliz, gracias a la dieta de fruta fresca, hortalizas y carne; los veintiséis casos de escorbuto, a los que Hal había mandado alojarse en la colonia, estaban ya repuestos y volvieron a bordo, alegres y deseando continuar el viaje.

—Zarparé mañana, con el alba —dijo Hal a Anderson, el capitán del Yeoman. Vos también tendréis que daros prisa para haceros a la mar.

—No temáis —le aseguró su colega—. El primero de diciembre os estaré esperando.

—Y yo os tendré mucho trabajo preparado —prometió Hal—. Sólo un último asunto para el que necesito de vuestra ayuda.

—Basta con que lo mencionéis.

—Esta noche iré a tierra para atender un asunto personal importante.

—Perdonad mi impertinencia, sir Henry, pero ¿os parece prudente? Según lo que me habéis revelado, que yo comprobé mediante discretas preguntas a las autoridades coloniales holandesas, aquí tenéis asuntos pendientes. Si cayerais en sus manos, eso redundaría en perjuicios para vos.

—Os agradezco la preocupación, señor, pero lo que me lleva a la costa no puede seguir pendiente. Cuando haya terminado tendré un pequeño arcón para que llevéis a Bombay en mi nombre. Desde allí, os estaría muy agradecido si pudierais enviarlo a mi hijo mayor, en el primer navío que zarpara hacia Devon.

—Tened la completa seguridad de que así lo haré, sir Henry.

***

Tom y Dorian habían observado con creciente fascinación los preparativos para la expedición a tierra firme. Llevaban varios días discutiendo entre sí. Cuando Hal escogió a los hombres que debían acompañarlo y les distribuyó el equipo y las armas, la curiosidad de los muchachos llegó al punto de desborde.

Reuniendo valor, los dos se escurrieron hasta el camarote de su padre, a quien sabían encerrado allí con sus oficiales. Mientras Dorian hacía de campana en la escalerilla, Tom se deslizó hasta la puerta para escuchar. Reconoció la voz de su padre.

—Vos, señor Tyler, estaréis a cargo de la nave durante mi ausencia. Es posible que regresemos con cierta prisa presionados por los holandeses, de modo que la tripulación de la falúa debe esperarnos en la playa, alerta y bien armada, para recogernos en cualquier momento. Debéis estar preparado para venir en nuestro socorro, señor Tyler, y levar anclas en cuanto estemos de nuevo a bordo, aun en medio de la noche.

Tom llevó de nuevo a Dorian a la cubierta. Los dos treparon por el cordaje para sentarse juntos en la verga de gavia baja. Allí iban cuando no querían ser oídos.

—Será esta noche. Oí que padre daba sus órdenes. Esta noche desembarcará con un grupo armado —dijo Tom a su hermanito—. Ya sabemos para qué es ese arcón, ¿no?

—¿Sí? —preguntó Dorian, dubitativo—. Habían visto sacar de la bodega ese misterioso arcón. Tenía el tamaño de un baúl pequeño; estaba hecho de teca pulida, con bellos encastres y una cubierta que se atornillaba.

—Claro que lo sabemos —aseguró Tom, con aire importante: padre va a retirar el cuerpo del abuelo del sitio donde Aboli lo escondió.

Dorian se manifestó inmediatamente intrigado.

—¿Nos permitirá ir con él?

Tom se quitó la gorra para rascarse la cabeza, dudando. El menor insistió:

—No tienes miedo de pedírselo, ¿verdad, Tom?

Sabía que la mejor manera de lograr algo de Tom era desafiarlo.

—Por supuesto que no —aseguró el otro, indignado.

Aun así tuvo que reunir todo su valor para aventurarse otra vez hasta el camarote de popa.

—Deja que hable yo —susurró a Dorian, en tanto golpeaba la puerta.

—¡Adelante! —fue la brusca respuesta de su padre—. Ah, ¿sois vosotros? Por muy importante que sea lo que os trae, muchachos, no tengo tiempo de atenderos ahora. Tendréis que volver después. Hablaremos mañana.

Con la gorra en la mano, pero terca la expresión, los dos se mantuvieron firmes. Tom señaló el arcón de teca que descansaba en el centro del escritorio.

—Dorian y yo sabemos que esta noche iréis a traer al abuelo Francis. Ése es el ataúd que trajisteis para él.

Hal estaba retirando las cargas del par de pistolas que tenía en el escritorio. Apartó la vista de la tarea para estudiar la expresión seria de sus hijos; al fin suspiró.

—Me habéis descubierto —gruñó—. Negarlo no tendría sentido.

—Queremos ir con vos —dijo Tom.

Hal lo miró, sobresaltado; luego continuó recargando la pistola. Midió atentamente la pólvora que debía echar por la boca y la empujó hacia su sitio. Luego tomó un paño para envolver la bala, a fin de que se ajustara perfectamente al caño. Era un arma hermosa, construida por George Truelock, de Londres, con culata de nogal.

—La herida aún no está cicatrizada, Tom —señaló, sin levantar la vista.

—Ha cicatrizado perfectamente —protestó el muchacho, tocándose el flanco—. En el peor momento era sólo un rasguño.

Hal fingió admirar la llave de la pistola, con incrustaciones de oro. Los dos caños octogonales estaban rayados a fin de impartir un giro al proyectil y estabilizarlo; lograba una exactitud inaudita en pistolas pequeñas. Apuntando bien, Hal estaba seguro de acertar todos los disparos en un blanco del tamaño de una uña a veinte pasos. Utilizó una pequeña maza de madera para hundir la bala envuelta hasta su sitio; luego cebó la cazoleta.

—Aun así, no me parece buena idea —dijo.

—Era nuestro abuelo. Somos su familia —insistió Tom—. Tenemos la obligación de estar allí con vos.

Había escogido y ensayado sus palabras con esmero. La familia y la obligación eran dos conceptos que su padre nunca tomaba a la ligera. Y reaccionó ante ellas como su hijo esperaba. Dejando la pistola cargada a un lado, se levantó para acercarse a la ventana de popa. Por un rato permaneció allí, con las manos cruzadas a la espalda, contemplando la tierra. Por fin dijo:

—Puede que tengas razón, Tom. Tienes edad suficiente y sabes cuidarte en una pelea. Y se volvió hacia los dos.

Tom estaba radiante.

—Gracias, padre.

Dorian, tenso de expectación, observaba los labios de su padre, a la espera de la frase siguiente.

—Pero tú no, Dorian. Aún eres demasiado pequeño. —Hal trató de suavizar el golpe con una sonrisa bondadosa. No queremos perderte.

El chico pareció desmoronarse bajo el rechazo. Los ojos se le empañaron. Tom le dio un recio codazo, susurrando por el costado de la boca:

—No llores. No seas niño.

Dorian se dominó con enorme esfuerzo.

—No soy un niño. —Y se irguió, valiente y trágico.

"¡Es una hermosa criatura!", pensó Hal, estudiándolo.

Dorian tenía la piel dorada por el sol tropical; sus rizos, a la luz del sol que entraba por la ventana de popa, rielaban como cobre batido. El parecido con su madre era impresionante, y Hal sintió que su resolución vacilaba.

—No soy un niño. Por favor, padre, dadme la oportunidad de demostrarlo.

—Muy bien. —Hal no pudo resistirse, aun sabiendo que era imprudente—. Puedes acompañarnos.

La cara de Dorian se tornó incandescente de gozo, por lo que su padre debió apresurarse a poner condiciones:

—Pero sólo hasta la playa. Nos esperarás allí, con Alf Wilson y la tripulación del bote. —Alzó una mano para acallar las protestas que preveía—. Basta. Sin discutir. Tom, ve a decir a Gran Daniel que te proporcione una pistola y un alfanje.

Una hora antes del oscurecer bajaron en la falúa. Sólo cuatro bajaron a tierra: Hal, Aboli, Gran Daniel Fisher y Tom, cada uno armado de alfanje y con un par de pistolas por cabeza. El negro llevaba un gran saco de cuero plegado y atado a la cintura.

En cuanto estuvieron instalados en los bancos, Alf Wilson dio orden de soltar amarras. La tripulación de la falúa tiró de los remos y avanzaron subrepticiamente hacia la playa. A proa y a popa, la embarcación llevaba falconetes de caño largo: pequeños y mortíferos cañones de mano, cargados de metralla. Los remeros tenían entre los pies picas y alfanjes preparados.

Nadie hablaba; los remos se hundían y reafloraban sin más ruido que el goteo del agua desde las palas. Alf Wilson había acolchado los toletes. En el silencio, Tom y Dorian intercambiaban sonrisas de entusiasmo; ésa era una de las aventuras que habían soñado tan a menudo, febriles de expectativa, durante sus largos ratos en el puesto del vigía. Y ahora se iniciaba.

Hannah Maakenberg estaba tendida en el bosquecillo de sideroxilones, por sobre la playa. Montaba guardia allí desde hacía tres días, mientras hubiera luz, vigilando la silueta distante del Serafín. Por tres veces había visto llegar embarcaciones desde la nave inglesa; las observó con nerviosismo por la lente del largo telescopio que le había prestado Jan Oliphant.

Cada oportunidad fue un desencanto: Hal Courtney no estaba a bordo.

Comenzaba a desalentarse. Tal vez Annetjie tenía razón: quizás él no volvería a tierra. Hasta su propio hijo perdía rápidamente el interés por la presa. Había pasado los dos primeros días a su lado, vigilando con ella, pero al final, perdidas las esperanzas, se reunió con sus hombres en las infernales tabernas del puerto.

Ella vio la silueta de la falúa, apenas visible contra las olas oscurecidas, y no pudo contener su entusiasmo: "Viene en la oscuridad, como la vez pasada, para que nadie lo reconozca.

"Mantuvo la falúa en el campo redondo de la lente. Cuando la proa tocó la playa, su corazón dio un brinco de exaltación y se disparó. Sólo quedaba un vago resplandor en el horizonte occidental cuando la alta silueta bajó de la falúa a la arena blanca, paseando la mirada por las dunas y los escasos matorrales, con un gesto alerta. Por un instante miró directamente hacia el escondrijo de Hannah; un rayo de luz le tocó la cara, recortando inconfundiblemente sus facciones. Luego la luz se apagó; aun con el anteojo, el bote y su tripulación eran sólo un borrón oscuro al borde de la playa.

—¡Es él! —susurró Hannah—. Estaba segura de que volvería.

Forzando la vista, vio que unos pocos se alejaban del bote, pisando con cautela entre los montones de leña blanca amontonada por las olas en la marca de la marea alta; luego marcharon hacia ella. La mujer cerró el anteojo y se apretó contra el tronco del árbol más cercano.

Los hombres caminaban sin hablar; llegaron a estar tan cerca que ella temió ser descubierta. Luego, sin detenerse, pasaron haciendo crujir las botas en la arena suelta; Hannah podría haberles tocado las piernas alargando una mano. Vio la cara de Hal Courtney, iluminada por el último fulgor del ocaso. Luego ellos desaparecieron en el denso matorral, dirigiéndose tierra adentro. Ella esperó a que se alejaran; luego se levantó para echar a correr por el sendero que llevaba a la ciudad. Su corazón iba cantando. "¡Ya lo tengo! Voy a ser rica. ¡Tanto dinero! Voy a ser rica."

***

En fila india, con Aboli a la vanguardia, dieron un amplio rodeo para evitar la colonia. No se cruzaron con ningún ser humano, aun al cruzar la ruta que corría al pie de la montaña, rumbo al río Salado y las dispersas fincas. En una oportunidad un perro estalló en histéricos ladridos al oírlos, pero nadie intentó detenerlos. La cuesta de la montaña se alzó bajo sus pies, obligándolos a inclinarse hacia adelante. El matorral se hizo más denso, pero Aboli parecía encontrar por instinto los estrechos caminos de los animales y los conducía hacia arriba. El apretado bosque ocultaba las estrellas, por lo que tanto Hal como Gran Daniel tropezaban de vez en cuando. Tom, por ser más joven, tenía una aguda visión nocturna y pisaba con seguridad entre las sombras. Aboli, criatura de la selva, avanzaba tan silencioso como una pantera. De pronto salieron a un barranco de roca desnuda, muy por encima de la población.

—Descansemos aquí —ordenó Hal.

Mientras él buscaba asiento en una de las piedras cubiertas de liquen, Tom se asombró al ver lo mucho que había subido. Las estrellas parecían estar muy cerca, como vastos torbellinos de luz plateada, desconcertantes en su número infinito. Contra ese espléndido espectáculo, los puntos de luz amarilla que brillaban en las ventanas, allá abajo, resultaban insignificantes.

Tom bebió de la bota que Aboli le ofrecía, pero nadie habló.

No obstante, la noche ya no era silenciosa. Por el bosque, en torno a ellos, se escurrían pequeños animales; las aves nocturnas ululaban y chillaban. Desde más abajo les llegaron las risitas odiosas de una jauría de hienas que revolvía en los montones de basura y de estiércol de la colonia holandesa. Era un coro que erizaba la piel, y Tom tuvo que resistirse al impulso de acercarse más a la mole protectora del negro.

De pronto, una ráfaga caliente lo golpeó en la cara; al levantar la vista vio que un denso banco de nubes, venido del mar, había borrado las estrellas.

—Se acerca tormenta —gruñó Aboli.

Mientras lo decía, otra ráfaga se abatió sobre el barranco, pero ésta era helada; Tom, estremecido, se ciñó el manto a los hombros.

—Tenemos que darnos prisa —dijo Hal.

Sin decir una palabra más, se levantaron para adentrarse en la noche, oscura de nubarrones y clamorosa de viento. Los árboles azotaban sus ramas.

Mientras avanzaban a tumbos tras la alta silueta de Aboli, Tom empezó a dudar de que fuera posible hallar el rumbo en esa noche prieta, en una selva más prieta todavía, hasta un lugar secreto visitado por última vez veinte años antes.

Por fin el negro se detuvo bajo un barranco de roca astillada a pico, cuya cumbre se perdía contra el cielo oscuro, arriba. Tanto Hal como Gran Daniel jadeaban audiblemente tras la interminable escalada. Aboli era el mayor de todos, pero respiraba con tanta facilidad como Tom.

Se arrodilló para depositar la lámpara en una piedra plana y, después de abrirla, trabajó con las yescas. Del pedernal y el acero brotó una lluvia de chispas; él acercó la yesca encendida a la mecha. Luego, con el candil en alto, avanzó por el pie del barranco, iluminando con el pálido rayo la roca pintada de líquenes.

Abruptamente, en la faz rocosa se abrió una estrecha grieta. Aboli, lanzando un gruñido de satisfacción, entró por ella, aunque apenas pasaban sus anchos hombros. A poca distancia, la abertura estaba sofocada por lianas y arbustos colgantes. El negro los cortó con su alfanje y, al llegar al fondo de la hendidura, cayó de rodillas.

—Sostén la lámpara, Klebe.

A su luz, Tom vio que el fondo estaba sellado con rocas y cantos rodados. A mano limpia, Aboli desprendió una y se la entregó a Gran Daniel. Ambos trabajaron en silencio, despejando gradualmente la abertura de un túnel natural, de escasa altura, abierto en el barranco. Cuando estuvo abierto, Aboli se volvió hacia el capitán.

—Lo correcto es que sólo vos y Klebe entren en el sitio donde descansa vuestro padre —dijo suavemente. Gran Daniel y yo aguardaremos aquí.

Y desató el saco de cuero que le rodeaba la cintura para entregárselo a Hal. Luego se inclinó para encender los otros candiles. Al terminar hizo una seña a Gran Daniel y ambos se alejaron por el pie del barranco, dejando que Hal y Tom completaran a solas el sagrado deber. Ambos guardaron silencio por un rato, azotados por el viento tempestuoso, que sacudía los capotes como alas de buitre. La luz de la llama arrojaba sombras extrañas en las paredes rocosas.

—Ven, hijo. —Hal, sobre manos y rodillas, entró por la oscura boca del túnel. Tom lo siguió después de entregarle la lámpara. El ruido de la tormenta se apagó atrás y, de pronto, el túnel se abrió en una caverna. Hal se puso de pie, con el techo de roca a pocos centímetros de su cabeza.

Tom, erguido a su lado, parpadeó a la luz amarilla de la lámpara. Estaba en una tumba que olía a los polvos de la antigüedad; lo asaltó un respeto religioso que le sofocó la respiración y le hizo temblar la mano.

En el extremo de la caverna había una plataforma natural. Sobre ella, una enjuta figura humana, sentada en cuclillas, lo miraba directamente, con enormes cuencas vacías. Retrocedió por instinto, ahogando el sollozo que le subía por su garganta.

—Tranquilo, hijo. —Hal le tomó la mano y lo condujo, paso a paso, hacia la figura sentada. La luz vacilante fue revelando los detalles. La cabeza era un cráneo.

Tom sabía que los holandeses habían degollado a su padre, pero Aboli debía de haber repuesto la cabeza sobre los hombros. Aún quedaban fragmentos de piel seca adheridos al hueso, como corteza oscura a un tronco de acacia. De la cabeza huesuda pendía la cabellera larga, amorosamente acicalada.

El muchacho se amedrentó, pues las cuencas vacías de su abuelo parecían mirar al fondo de su alma. Retrocedió una vez más, pero su padre lo retuvo con firmeza por la mano, regañándolo con suavidad:

—Era un buen hombre. Un valiente de gran corazón. No hay motivos para que le temas.

El cuerpo estaba envuelto en una piel de animal negra, que los escarabajos habían roído aquí y allá, dándole un aspecto leproso. Tom recordaba que el verdugo había descuartizado el cadáver, hachándolo brutalmente en el patíbulo. Aboli había reunido tiernamente esas partes, envolviéndolas en un cuero de búfalo recién cazado. En el suelo, bajo la plataforma se veían los restos de una pequeña fogata ritual, un círculo de cenizas y palillos carbonizados.

—Recemos juntos —dijo Hal, suavemente, atrayendo a Tom hacia el suelo de la caverna—. Padre nuestro que estás en los cielos…

Y Tom cruzó las manos delante de los ojos, uniéndose a la recitación; su voz se fue haciendo más segura a medida que su lengua brotaban las palabras familiares…

—Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo…

Mientras rezaba, Tom observó entre los dedos la serie de objetos extraños que habían sido depositados en la plataforma rocosa: ofrendas sepulcrales que Aboli debía de haber dejado allí tantos años atrás, al preparar a su abuelo para el descanso.

Un crucifijo de madera, con incrustaciones de conchas, huesos y guijarros desgastados por el agua, brillaba suavemente a luz del candil. Había también un tosco barco de tres palos con el nombre Lady Edwina tallado en la proa; luego, un arco de madera y un cuchillo. Tom comprendió que simbolizaba las fuerzas dominantes en la vida de su abuelo: el Dios verdadero, un barco y las armas del guerrero. Aboli había escogido esos últimos regalos con amor y percepción.

Al terminar la oración guardaron silencio por un rato; por fin Hal abrió los ojos y levantó la cabeza para dirigirse, en voz queda, a la esquelética figura de la plataforma:

—Padre: he venido para llevaros a casa, a High Weald.

Y extendió el saco en la plataforma.

—Sostenlo abierto —ordenó a Tom, mientras se arrodillaba para levantar el cuerpo de su padre.

Lo sorprendió que fuera tan liviano. El cuero seco se resquebrajó, dejando caer pequeños mechones de pelo y escamas de piel. Después de tanto tiempo ya no había hedor a putrefacción: sólo a hongos y a polvo.

Deslizó el cuerpo encorvado dentro del saco, con los pies hacia adelante, hasta que sólo quedó expuesta la vetusta y maltratada cabeza. Hizo una pausa para acariciar las largas guedejas negras con hebras de plata. Tom quedó impresionado por el amor y el respeto que demostraba ese gesto.

—Lo amabais —dijo.

Hal levantó la vista.

—Tú también lo habrías amado, si lo hubieras conocido.

—Puedo imaginarlo, pues sé cuánto os amo a vos.

Hal deslizó un brazo sobre los hombros de su hijo para estrecharlo breve y firmemente.

—Quiera Dios que nunca debas realizar por mí una tarea tan onerosa —dijo. Luego cubrió con el saco la cabeza de Francis Courtney y ató con fuerza los tientos—. Vámonos, Tom, antes de que la tormenta arrecie. Levantó la bolsa con cautela para colgársela al hombro; luego se agachó para entrar en el túnel.

Aboli los aguardaba ante la caverna. Hizo ademán de tomar la carga, pero Hal sacudió la cabeza.

—Yo lo llevaré, Aboli. Tú condúcenos montaña abajo.

El descenso fue más arriesgado que la escalada. En la oscuridad, en medio del viento rugiente, habría sido fácil equivocar el sendero y caer por un precipicio, o tropezar en una de las cuestas traicioneras y fracturarse una pierna, pero Aboli los condujo sin vacilar, hasta que la pendiente se hizo menos pronunciada. Bajo los pies, la roca y los guijarros sueltos cedieron paso a suelo irme; luego, a la crujiente arena de la playa.

Un vívido relámpago azul desgarró las nubes y, por un instante, convirtió la noche en refulgente mediodía. En ese momento vieron la curva de la bahía ante ellos y el agua, revuelta por el vendaval, hirviente y espumosa, lanzando chorros blancos. Luego la tiniebla volvió a cerrarse y cayó el trueno, en una avalancha de sonido que los aturdió.

—La falúa todavía está allí. —Hal gritó su alivio por encima del viento. Tenía la fugaz imagen del bote impresa en la visión—. ¡Llámalos, Aboli!

—¡Serafín! —aulló Aboli.

Y oyó la respuesta, débil contra la tempestad.

—¡Aquí!

Era la voz de Alf Wilson. Empezaron a bajar las dunas en esa dirección. La carga de Hal, que tan leve había sido al principio del descenso, ahora lo doblaba en dos, pero él se negaba a entregarla. Cuando llegaron al pie de las dunas, en grupo cerrado, Aboli abrió el postigo de su lámpara, apuntando el débil rayo amarillo hacia adelante.

—¡En guardia! —gritó desesperadamente, al ver que estaban rodeados por siluetas oscuras. Hombres o bestias: no estaba seguro—. ¡Defendeos!

Todos se abrieron los capotes para desenvainar las espadas, formando instintivamente un círculo, espalda contra espalda, con las puntas de las armas hacia afuera.

El relámpago volvió a estallar; fue un rayo cegador que partió las nubes bajas, iluminando la playa y las aguas agitadas por el vendaval. A su luz vieron que una falange de sombras amenazadoras cargaba contra ellos. El relámpago brilló sobre las hojas desnudas que blandían, los garrotes y las lanzas; por un momento también reveló sus caras. Eran todos hotentotes; no había entre ellos un solo holandés.

Tom experimentó una oleada de temor supersticioso al ver el hombre que venía hacia él. Era tan horrible como si hubiera salido de una pesadilla. Los largos mechones de pelo negro se retorcían al viento como serpientes; una lívida cicatriz le partía la nariz hinchada y los labios purpúreos; la boca, torcida y deforme, chorreaba saliva; los ojos centelleaban con ferocidad. Y la bestia corría hacia él.

Luego la oscuridad volvió a cerrarse, pero Tom había visto la espada del hombre levantada por sobre su cabeza. Anticipándose al golpe, torció los hombros y se agachó. Oyó el siseo de la espada al pasar junto a su oreja y el gruñido explosivo del esfuerzo que su atacante había puesto en el golpe.

Todas las enseñanzas de Aboli surgieron a la superficie. Tom pasó diestramente a la riposte, apuntando hacia el sonido de esa respiración, y sintió que su hoja se hundía en carne viva. Nunca lo había experimentado hasta entonces y se sobresaltó. Ante el grito de dolor de su víctima, experimentó un gozo salvaje. Movió los pies con la celeridad de un gato y lanzó otra estocada a ciegas. Una vez más sintió el impacto, el deslizarse esponjoso del acero en la carne y el choque de la punta contra el hueso. El hombre chilló; por primera vez en su vida, Tom cabalgó la exaltación salvaje del combate.

Otro relámpago llameó en el cielo. Tom vio que su víctima se tambaleaba, la espada caída en la arena, dando manotazos a su cara deforme. Tenía la mejilla abierta hasta el hueso, manando sangre negra como la brea bajo la luz azul, en una lámina que le cubría el mentón y chorreaba sobre el pecho.

El mismo relámpago le mostró que tanto su padre como Aboli habían derribado a sus víctimas: una pataleaba en la arena, entre convulsiones; la otra, hecha una pelota, se apretaba la herida con ambas manos, abierta la boca en un silente grito de agonía.

Gran Daniel luchaba, hoja contra hoja, con una figura alta y fibrosa, desnuda hasta la cintura; el cuerpo era negro y reluciente como piel de anguila. Pero el resto de los atacantes empezaba a retroceder, espantado por el vigor de ese pequeño grupo.

La oscuridad se cerró sobre ellos como un portazo. Tom sintió que los dedos de Aboli se cerraban en el antebrazo.

—Al bote, Klebe —le dijo, cerca del oído—. Mantengámonos juntos.

Corrieron a ciegas por la arena blanda, chocando unos contra otros.

—¿Viene Tom con nosotros? La voz de su padre, áspera de preocupación.

—¡Aquí, padre!

—¡Gracias a Dios! ¿Danny?

—¡Aquí! Gran Daniel debía de haber matado a su hombre, pues se lo oía cerca y con claridad.

—¡Serafín! —aulló Hal—. ¡A mí!

—¡Serafín! —La voz de Alf reconoció la orden. Un relámpago se encendió otra vez para mostrarlo todo. Los cuatro estaban aún a cien pasos de la falúa, que esperaba a la orilla del mar rugiente. Con Alf a la cabeza, los ocho hombres acudían a la carrera para unirse a la lucha, blandiendo picas, alfanjes y hachas de abordaje. Pero la manada de hotentotes se había reagrupado y, como perros de caza, venían ladrando a sus talones.

Tom echó un vistazo a sus espaldas. El hombre que él había herido, ya repuesto, cargaba a la cabeza de los demás. Aunque su rostro era una máscara de sangre, cortaba el aire con la espada, lanzando un grito de guerra en algún idioma extraño. Parecía haber escogido a Tom, pues corría directamente hacia él.

El muchacho trató de calcular cuántos eran. Nueve o diez, quizá, pero la tiniebla volvió a cerrarse antes de que pudiera comprobarlo. Su padre y Alf Wilson gritaban para mantenerse en contacto. Cuando los dos grupos se reunieron, Hal ordenó inmediatamente:

—¡Al ataque! ¡Línea de escaramuza!

A pesar de la oscuridad, ejecutaron limpiamente la maniobra que practicaban tan a menudo en la cubierta del Serafín. Hombro contra hombro, se prepararon para enfrentar el ataque. Estalló contra ellos como una ola emergida de la noche, con un estruendo de metal contra metal, gritos y maldiciones de combatientes. Luego volvió a reventar un relámpago.

Hannah avanzó a trompicones hasta el borde del bosquecillo, con quince hombres. La noche había sido demasiado larga para ellos; debilitados por la furia de la tormenta, invadidos por el aburrimiento de la emboscada, se habían escurrido hasta el bosquecillo, en busca de un sitio donde protegerse del viento para acurrucarse a dormir. Los despertaron los gritos y el ruido del combate. Entonces habían recogido las armas para salir de entre los árboles.

Los relámpagos mostraban un grupo de hombres igualados en número que luchaban cerca de la orilla, donde yacía la falúa vacía. Hannah vio con claridad a Henry Courtney. Estaba en la primera línea, con la cara vuelta hacia ella y el alfanje levantado; en ese momento descendió contra la cabeza de un hotentote.

—¡Dis hom! —chilló Hannah—. ¡Es él! ¡Diez mil guldens a la mano! ¡Kom kerels! ¡Venid, muchachos!

Blandiendo la horquilla con la que se había armado, cargó duna abajo. Su ejemplo galvanizó a los hombres que vacilaban al borde del bosquecillo. Echaron a correr tras ella, aullantes y chillones.

Dorian estaba solo en la falúa, donde había estado durmiendo, acurrucado en el fondo. Al iniciarse el combate se arrastró hasta la proa para arrodillarse detrás del falconete. Aunque tenía los ojos dilatados por el sueño, los relámpagos le habían permitido ver a Tom y a su padre acosados por el enemigo y la nueva amenaza que se lanzaba hacia ellos desde las dunas.

En las prácticas de combate, a bordo del Serafín, Aboli había enseñado a Tom cómo se apuntaba y disparaba el falconete, sobre su pie giratorio. Dorian, que observaba con avidez, suplicó que se le permitiera probar, pero había recibido la enfurecedora respuesta de siempre: "Eres demasiado pequeño. Cuando seas mayor".

Y allí tenía la oportunidad que se le había negado. Además, Tom y su padre lo necesitaban. Buscó el trozo de mecha encendida en el recipiente de arena, bajo el cañón. Alf Wilson lo había dejado encendido y a mano, para una emergencia. La tomó con una mano, mientras con la otra sujetaba el largo rabo de mono del falconete y lo hacía girar hacia los aullidos de la turba que bajaba por las dunas. Miró por encima del cañón, pero no distinguió las miras. Tampoco se veía el blanco en medio de la oscuridad.