El Serafín desvió el curso hacia el sudoeste, a fin de rodear el continente africano lejos de la costa, por la mitad del Atlántico, acercándose a América del Sur, pero trocaron el ángulo del viento por distancia.

Cada diez días Tom bajaba con Ned y los artilleros al polvorín, a fin de inspeccionar su contenido. Era parte de su instrucción en el arte de la artillería: debía conocer el carácter temperamental de la pólvora negra, su composición de azufre; carbón y salitre, cómo mezclar y almacenar sin peligro estos ingredientes, cómo prevenir una acumulación de calor y humedad que pudiera apelmazar los granos, provocando una ignición despareja o deficiente en las armas. En cada visita Ned acentuaba el peligro que representaban en el polvorín las chispas o las llamas sin cubrir, pues podían provocar una explosión que hiciera volar el barco.

Antes de entrar en combate se abrían los barriles y se medía cuidadosamente la pólvora, distribuyéndola en sacos de seda que contenían la carga exacta para cada cañón. Luego se la metía por la boca, empujándola hacia el fondo; sobre ella se ponía un bollo de tela; luego, el proyectil. Había muchachos encargados de llevar los sacos hasta los cañones.

Aun cuando no se esperaba un combate inminente, siempre había varios sacos de seda llenos y dispuestos en los estantes, para casos de emergencia. Por desgracia, la fina tela hacía que el contenido fuera susceptible a la humedad y el apelmazamiento, por lo que era preciso inspeccionarlas y rellenarlas con regularidad.

Cuando Ned y Tom trabajaban en el polvorín, rara vez bromeaban o reían. La única lámpara, protegida por tela metálica, daba una luz escasa; el silencio era el de las catedrales. A medida que recibía las bolsas de seda, Tom las iba disponiendo cautelosamente en los estantes. Eran firmes y suaves al tacto.

"Harían un lecho bastante cómodo", pensó.

De pronto imaginó a Caroline tendida sobre las bolsas de seda… desnuda, y dejó escapar un gemido.

—¿Qué pasa, maese Tom? Ned lo miraba con extrañeza.

—Nada. Estaba pensando.

—Deja las ensoñaciones para tu gemelo, que sabe de eso —aconsejó el artillero, lacónico. Tú sigue con tu trabajo, que para eso sirves.

Tom siguió acomodando los sacos, pero ahora pensaba a toda prisa. El polvorín era el único sector de la nave que estaba desierto por períodos de diez días; allí uno podía estar solo, sin temer intromisiones. Era justamente el sitio que estaba buscando, tan obvio que lo había pasado por alto. Echó una mirada a las llaves que pendían del cinturón de Ned; eran cinco o seis: las del polvorín, los armarios, las despensas y el baúl de ropa… y la del polvorín.

Terminada la tarea, Ned cerró la pesada puerta de roble. Tom, a su lado, tomó nota de la llave que hacía girar la fuerte la cerradura: tenía una forma bastante diferente de las otras, con cinco lenguas en forma de corona. Trató de idear el modo de apoderarse del llavero, siquiera por unos pocos minutos, a retirar la que deseaba. Pero fue inútil; generaciones enteras de marinos se las habían visto con un problema similar:

Conseguir las llaves de la despensa donde se guardaban las armas.

Esa noche, tendido en su jergón, tuvo una idea tan súbita que se incorporó rápidamente: no podía haber un solo juego de llaves a bordo. Y si había otro, debía de estar en el camarote de su padre. "En el arcón que guarda bajo su litera o en un cajón del escritorio", pensó. Por el resto de esa noche durmió muy poco. Pese a su privilegiada condición de hijo del capitán, no podía entrar libremente en el alojamiento de su padre. Y era imposible prever los movimientos de Hal por el barco. Nunca había un momento en que su camarote estuviera desocupado a ciencia cierta: si no estaba él allí, bien podía estar su camarote atendiendo el guardarropa o las sábanas. Descartó la idea de hacer un intento una vez que su padre estuviera acostado: Sabía, por dura experiencia, que tenía el sueño ligero. Su padre no era fácil de engatusar. Durante la semana siguiente ideó y descartó varios planes, descabellados, como el de bajar por el costado del casco para entrar por la galería de popa. Tendría que aceptar un riesgo calculado y esperar a que su padre ordenara un cambio de velas. Entonces ambas guardias estarían en cubierta y también el capitán, totalmente ocupado. Tom podría encontrar alguna excusa para abandonar su puesto y correr al camarote.

Los días pasaban rápidamente, con los vientos alisios firmes desde el sudeste y el Serafín siempre a babor. No se ordenó ningún cambio de velas, con lo que Tom no tuvo oportunidad de poner su plan en acción.

Pero la ocasión se le presentó de manera tan fortuita que el muchacho sintió un desasosiego casi supersticioso. Estaba en cuclillas bajo el saltillo del castillo de proa, disfrutando de un descanso con los otros hombres de su guardia, cuando Hal apartó la vista de su bitácora y lo llamó con una seña. Tom corrió hacia él.

—Hazme el favor: baja a mi camarote y busca en el primer cajón del escritorio. Allí encontrarás mi libreta negra. Tráemela.

—Sí, señor. Por un momento Tom se sintió casi mareado. Luego corrió hacia la escalerilla.

—Un momento, Tom. —La voz de su padre hizo que se detuviera con el corazón apretado. Habría sido demasiado fácil—. Si no está en el primer cajón, búscala en los otros.

—Sí, padre.

Tom voló escaleras abajo.

La libreta negra estaba en el primer cajón, exactamente donde su padre había dicho. El muchacho se apresuró a probarlos otros, temiendo encontrarlos con llave, pero se abrieron con facilidad. Buscó deprisa. Al tirar del último oyó el ruido de un objeto metálico pesado, que resbalaba con el movimiento. Una vez más, su corazón dio un salto.

Los duplicados de las llaves estaban bajo una copia del almanaque y las tablas de navegación. Reconoció de inmediato la forma de corona que correspondía a la cerradura del polvorín. Antes de comprometerse echó un vistazo a la puerta cerrada, atento a cualquier ruido de pasos. Luego desenroscó la argolla para retirar la llave y, después de esconderla en el bolsillo, cerró el llavero y volvió a guardarlo en su sitio, bajo el almanaque.

Mientras volvía corriendo a la batería, tuvo la sensación de que la llave le pesaba en el bolsillo como una bala de cañón. Debía buscarle un escondrijo. Lo más probable era que su padre no descubriera el robo, a menos que se extraviara el original. Aunque eso era muy improbable, seguía pareciéndole peligroso llevar el botín encima.

Esa noche despertó, como de costumbre, cuando la campana indicó el comienzo de la guardia de medianoche. Aguardó una hora más; luego se levantó silenciosamente. Guy se incorporó a su lado.

—¿Adónde vas? —susurró.

A Tom le dio un vuelco el corazón.

—A proa —susurró—. Sigue durmiendo.

En el futuro tendría que cambiar de sitio para dormir. Guy volvió a tenderse en el jergón de paja, mientras Tom se escabullía hacia la proa. Pero en cuanto estuvo fuera de la vista retrocedió velozmente para deslizarse hacia la cubierta inferior.

Con tanto viento y a esa altura de la navegación, nunca había silencio en el barco. Los maderos crujían y graznaban; una de las costuras reventaba con regularidad, audible como un pistoletazo; las aguas golpeaban contra el casco.

En la cubierta inferior no había luz, pero Tom avanzó con seguridad; sólo una vez topó con un mamparo. Cualquier ruido que pudo hacer se perdió entre los otros sonidos de abordo.

En el fondo del pasillo de popa colgaba una sola lámpara, que arrojaba una luz difusa al pasillo central. Bajo la puerta de su padre se veía una astilla de luz. El muchacho se detuvo por un momento frente a la diminuta cabina en que dormían las tres niñas. Como no se oía nada, continuó.

El polvorín estaba en la cubierta siguiente, junto a la base del palo mayor. Tom descendió el último tramo de escalones en la completa oscuridad de la última cubierta y avanzó con cautela hasta la puerta del polvorín. Arrodillado junto a ella, guiándose por el tacto, insertó la llave en la cerradura. El mecanismo era duro; tuvo que aplicar bastante esfuerzo para operarlo, pero al fin la puerta se abrió. De pie en el vano a oscuras, inhaló el olor penetrante de la pólvora negra. Aunque aquello era un logro, aún tenía muchos obstáculos por delante. Cerró silenciosamente y echó llave a la puerta. Luego buscó a tientas la grieta sobre el dintel para esconder allí la llave y las yescas que traía consigo. Por fin volvió sobre sus pasos hasta tenderse en su jergón. Guy se removió a su lado, inquieto. Aún estaba despierto, pero ninguno de los dos volvió a hablar. Pronto se quedaron dormidos.

Hasta entonces todo había salido a favor de Tom, a tal punto que, al día siguiente, tuvo la incómoda sensación de que su suerte iba a cambiar. Hasta entonces Caroline le había dado muy pocas señales de que sus planes pudieran ir más allá. Su valor se evaporaba. Lo intimidaban los riesgos que había corrido y los que aún debía enfrentar. Más de una vez decidió poner la llave en el escritorio de su padre y abandonar esa loca idea. Pero luego echaba una mirada a la muchacha, absorta en sus lecciones: la curva de su mejilla, el mohín de concentración en los labios, el suave antebrazo, ya dorado por el sol tropical, apenas decorado con una pelusa de durazno.

"¡Necesito estar solo con ella, aunque sea por un minuto! Eso justifica cualquier riesgo”, decidió. Pero aún vacilaba, sin valor para actuar. Por fin ella le dio el empujón que lo hizo cruzar el umbral.

Al terminar las lecciones del día, Caroline salió del camarote delante de Tom. Pero el preceptor la llamó:

—Eh… señorita Caroline, ¿podréis asistir esta noche a la clase de música?

La chica se volvió para responderle. El movimiento fue tan inesperado que Tom, sin poder evitarlo, chocó con ella. Carolina estuvo a punto de perder el equilibrio; para recuperarlo se le colgó de un brazo; él le rodeó la cintura con el otro. En ese momento estaban fuera de la vista de Walsh y los dos varones, que habían quedado en el camarote.

Ella no hizo ningún esfuerzo por apartarse. Por el contrario, presionó la parte inferior del cuerpo contra la de él, en un deliberado movimiento giratorio, mientras lo miraba a los ojos con una expresión ladina y sapiente. En ese momento, para Tom cambió el mundo. El contacto fue fugaz; luego ella regresó para hablar con el maestro Walsh:

—Sí, por supuesto. Con tan buen clima podríamos reunirnos en cubierta, ¿no os parece?

—¡Estupenda idea! —reconoció Walsh, presuroso. ¿A las seis en punto, digamos?

El preceptor aún calculaba el tiempo a la manera de tierra firme.

***

Ned Tyler estaba junto al timón, donde Tom trataba de mantener al Serafín en curso sudsudeste, en su inalterable cruce del océano.

—¡Mantén el curso! —gruñó, pues el chico se había desviado un punto.

Con todas las velas desplegadas y un viento de veinticinco nudos, era como tratar de retener a un potro desbocado.

—Vigila la estela —advirtió Ned, severo.

Tom, obediente, miró por sobre la popa.

—Parece una pareja de serpientes en luna de miel —comentó Ned.

Ambos sabían que era injusto: a diez brazas de distancia se veía una deformación apenas discernible en la estela cremosa; pero Tom no recibía cuartel de sus maestros. Por los diez minutos siguientes el Serafín abrió en las olas azules un surco recto como una espada.

—Muy bien, maese Thomas —asintió Ned. Ahora, desde lo alto del palo mayor, por favor.

—Sobrejuanetes, juanetes… Tom fue recitando los nombres de las velas, sin vacilación ni error y sin permitir que la estela del barco se desviara. Entonces salió el trío de músicos. Guy traía su cítara y el libro de canciones de Caroline. Walsh, con la flauta asomando del bolsillo trasero, cargaba en una mano el escabel de proa y con la otra se sujetaba la peluca. El grupo ocupó su sitio habitual ante la barandilla de sotavento.

Tom trató de mantenerse atento al timón y responder a las preguntas de Ned, en tanto esperaba que Caroline abriera su libro y descubriera la nota que él había puesto entre las páginas.

—¡Las velas de mesana, por favor, desde arriba!

—Vela del estay de perico —dijo Tom, y luego vaciló. Carolina estaba por cantar y Walsh le había entregado el libro.

—Sigue —lo instó Ned.

—Vela del estay de sobremesana.

Otra pausa. La chica abrió el libro y frunció el entrecejo. Estaba leyendo algo entre las páginas. Él creyó verla palidecer, pero luego levantó involuntariamente la vista y lo miró de un lado a otro de la cubierta.

—Vela del estay de mesana —dijo Tom. Y le sostuvo la mirada. Una vez más ella adoptó esa expresión astuta y enigmática, sacudiendo la cabeza con los rizos al viento. Desde entre las páginas del libro sacó el trozo de papel de arroz, en el cual él había escrito tan laboriosamente su mensaje; después de arrugarlo entre los dedos, lo arrojó desdeñosamente por la borda. El viento se lo llevó muy lejos antes de que cayera al agua, donde desapareció entre la espuma perlada. Era otro rechazo, tan evidente que el mundo le dio un vuelco.

—¡Atento al curso! —le espetó Ned. Y Tom dio un respingo al ver que el Serafín se había desviado a sotavento.

***

Aún sabiendo que era inútil, Tom pasó toda esa larga fría guardia tendido en su jergón, esperando la medianoche y discutiendo consigo mismo si había algún motivo para correr el riesgo de asistir a la cita que había propuesto. El rechazo de la chica parecía categórico; sin embargo, él tenía la certidumbre de que también había disfrutado ese perturbador momento de intimidad en el camarote de su padre. Y el fugaz contacto ante el camarote de Walsh confirmaba, sin lugar a dudas, que no era adversa a otra aventura.

"No es la gran señora que finge ser", se dijo, enfadado."Bajo tantas enaguas lujosas es igual que Mary y cualquier otra de las aldeanas. Apostaría una guinea de oro contra un puñado de boñiga seca a que sabe jugar a enterrar la zanahoria como la mejor."

Había trasladado su jergón hasta un hueco detrás de los cañones, para que ni Guy ni Dorian pudieran acostarse a su lado y llevar cuenta de sus ires y venires durante la noche. Las horas de la guardia parecían interminables. Una o dos veces cayó en la somnolencia, pero volvió a despertar con un respingo, estremecido de expectación o consumido por las dudas.

Cuando sonaron las siete campanadas de la primera guardia, en la cubierta superior, ya no pudo contenerse más y se acercó sigilosamente hacia el tope de la escalerilla, conteniendo el aliento. Una vez más se detuvo ante el diminuto camarote en que dormían las tres muchachas y apoyó el oído contra la puerta. No se oía nada; lo asaltó la tentación de tocar suavemente en el panel, por si Caroline también estaba despierta. Pero se impuso el buen tino y, apartándose de allí, bajó subrepticiamente a la cubierta inferior.

Para alivio suyo, la llave del polvorín estaba donde la había dejado, junto con las yescas. Abrió la puerta y, trepando por la estantería, descolgó la lámpara de su soporte y volvió al pasillo. Cerró con cuidado, para evitar que alguna chispa de las yescas pudiera tocar los granos de pólvora sueltos en el suelo del polvorín.

Sentado en cuclillas en la cubierta, evaluó el riesgo de provocar un chisporroteo en la oscuridad de la nave. Lo que lo preocupaba no era tanto el peligro de una explosión, sino el hecho de que la luz podía llamar la atención de alguien. El camarote de su padre estaba en lo alto de la escalerilla; a su lado, el del señor Beatty y su esposa. Tal vez estuvieran despiertos; alguno de ellos podía abandonar el camarote para responder a un llamado de la naturaleza; si el oficial de la guardia, en sus rondas, caminaba por las profundidades del casco, acudiría a investigar cualquier iluminación desacostumbrada.

No obstante, Caroline no conocía la distribución del casco y no tendría valor para buscar el camino hasta el polvorín en una total oscuridad. Cuanto menos debía brindarle ese aliento.

Agazapado sobre las yescas, ocultándolas con su cuerpo, golpeó el pedernal con el acero. Hubo una cegadora erupción de chispas azules y la yesca prendió. Con el corazón acelerado, Tom levantó la tela metálica de la lámpara y encendió la mecha. Una vez que estuvo ardiendo bien, bajó la pantalla que opacaba la luz, pero impedía que encendiera cualquier grano de pólvora. Después guardó la llave y las yescas en su escondrijo y, de nuevo en el polvorín, colgó la lámpara de su soporte.

Salió del polvorín, entornando la puerta a su espalda de modo que sólo se viera un vago resplandor que, sin llamar la atención, pudiera tentar a una muchacha tímida a probar la escalerilla. Luego se acuclilló junto a la puerta, listo para cerrarla a la primera indicación de peligro, bloqueando la luz. Como a tan poca distancia de la sentina no se oía la campana del barco, perdió la noción del tiempo.

"No va a venir", se dijo, pasado un período que le pareció de varias horas. Se levantó a medias, pero aún no se decidía a partir. "Un poquito más", decidió, instalándose otra vez contra el mamparo. Debió adormecerse, pues el primer anuncio de su llegada fue el perfume de su cuerpo, ese olor a gatito de las muchachas jóvenes; luego oyó el susurro de sus pies descalzos en la cubierta, muy cerca.

Se levantó de un salto. La chica gritó de pánico al verlo surgir de la oscuridad, a sus pies. Él la sujetó desesperadamente.

—¡Soy yo! ¡Soy yo! —susurró. No temas.

Caroline se aferró de él con asombrosa fuerza.

—Me asustaste.

Como temblaba violentamente, él la estrechó contra su pecho, acariciándole la cabellera. La llevaba suelta; era densa y elástica bajo las manos y le llegaba a la mitad de la espalda.

—Todo está bien. No hay peligro. Yo estoy aquí para cuidarte.

A la luz escasa vio que vestía un camisón de algodón claro, ceñido al cuello por una cinta, que le llegaba hasta los tobillos.

—Hice mal en venir —susurró la chica, con la cara apretada contra su pecho.

—No, ¡oh, claro que no! —aseguró Tom—. Hace tanto tiempo que te espero… No sabes cuándo deseaba que vinieras. —Le sorprendió que fuera tan menuda, que su cuerpo fuera tan tibio contra el suyo. La abrazó con más fuerza—. Todo está bien, Caroline. Aquí estamos a salvo.

Le deslizó las manos por la espalda. El algodón era tenue y abajo no había otras prendas. Le permitía sentir cada curva de su cuerpo.

—¿Y si mi padre…? —murmuró ella, con la voz quebrada por el miedo.

—No, no. Ven conmigo. —Tom la llevó rápidamente al polvorín y cerró la puerta. Aquí nadie puede encontrarnos.

La atrajo hacia sí para besarle los cabellos, que despedían un vago aroma. Ya calmados los temblores, ella levantó la cara. Sus ojos parecían enormes y luminosos a la luz tenue de la lámpara.

—No seas rudo conmigo —rogó—. No me hagas daño.

La mera idea lo horrorizó.

—Oh, querida mía, jamás. —Descubrió que las palabras tranquilizadoras le surgían a los labios sin esfuerzo, convincentes—. Te amo. Te amo desde el primer momento en que vi tu bello rostro. Aún ignoraba que poseía ese don de la elocuencia que caracteriza a los grandes amantes; tampoco sospechaba lo provechoso que le sería en años venideros. Te amaba a pesar de que me trataras con tanta frialdad.

Su cintura era tan estrecha que casi podía abarcarla con las manos. La estrechó con más fuerza, percibiendo el calor de su vientre contra el cuerpo.

—No quería ser mala contigo —dijo ella, patética—. Quería estar contigo, pero no podía evitarlo.

—No hace falta que lo expliques. Ya lo sé. —Y Tom hizo llover besos sobre su frente y sus ojos hasta encontrar la boca.

Al principio ella mantuvo los labios firmemente cerrados, luego, lentamente, se abrieron como los pétalos carnosos de alguna flor exótica, calientes, húmedos, llenos de un néctar que embriagó los sentidos del muchacho. Quería tenerlo todo, absorber la esencia de Caroline a través de su boca.

—Estamos a salvo. Nadie viene a este lugar. —Siguió susurrando frases tranquilizadoras para distraerla, en tanto la llevaba hacia los estantes de sacos de seda y la reclinaba allí—. Eres encantadora. No ha pasado momento sin que pensara en ti.

La chica, más tranquila, se dejó acostar de espaldas en el colchón de seda y pólvora, con la cabeza hacia atrás. Él le besó el cuello, en tanto desataba suavemente la cinta que ceñía el camisón. Supo por instinto que debía proceder con lentitud, para que ella pudiera fingir que no sucedía nada.

—Tu pelo es como seda. Huele a rosas —murmuró.

Pero los dedos actuaban deprisa. Uno de los pechos asomó por encima del camisón. Ella se puso tiesa, exclamando:

—No podemos hacer esto. Basta, por favor.

El pecho era muy blanco y mucho más grande de lo que él esperaba. Tom no trató de tocarlo, aunque lo tenía suavemente apoyado contra la mejilla. La abrazó con fuerza, murmurando consuelos y halagos hasta que ella se aflojó lentamente y le apoyó una mano en la nuca. Le tiró con fuerza de la coleta, haciéndolo lagrimear, pero el dolor no importaba.

Casi como si no supiera lo que estaba haciendo, Carolina utilizó ese puñado de pelo para dirigirlo. El pecho suave y caliente se le apretó contra la cara, impidiéndole respirar por un momento; luego abrió la boca para chupar el pezón, gomoso y firme en su boca. A Mary le gustaba "alimentar el bebé", como decía.

Caroline emitió un sonido ronroneante y comenzó a mecerlo con suavidad, como si fuera un niño. Tenía los ojos cerrados y una semisonrisa le curvaba los labios.

—Tócame —murmuró, en voz tan queda que él no llegó a entender—. Tócame repitió, como lo hiciste aquella vez.

El camisón había trepado hasta los muslos. Ella apartó las rodillas. Cuando Tom llevó la mano hacia abajo, suspiró:

—Eso es, así.

Y empezó a impulsar las caderas como si estuviera montada en un pony al trote. No pasaron sino unos pocos minutos antes de que arqueara la espalda, tensando todos los músculos del cuerpecito.

"Es como tensar un arco", pensó Tom, "cuando la flecha está lista para dispararse."

De pronto ella se estremeció, dejando escapar un grito que sobresaltó al muchacho. Luego cayó hacia atrás, laxa en sus brazos, como si estuviera muerta. Tom, alarmado, le miró la cara; vio que estaba arrebolada, con los ojos cerrados y gotitas de sudor chispeando sobre la boca.

La chica abrió los ojos para mirarlo, inexpresiva. De pronto se echó hacia atrás para asestarle una sonora bofetada en la mejilla.

—¡Te odio! —susurró, feroz—. No debiste hacerme venir aquí. No debiste tocarme de ese modo. Todo es culpa tuya.

Y estalló en lágrimas.

Tom retrocedió, atónito, pero antes de que pudiera recobrarse ella ya se había levantado. Con un susurro de telas y de piececitos descalzos contra la cubierta, abrió la puerta del polvorín y huyó por el pasillo.

Tom tardó algún tiempo en recobrarse. Por fin, todavía aturdido, apagó la lámpara y salió del polvorín. Cerró cuidadosamente la puerta. Tendría que buscar la oportunidad de reponer la llave al escritorio de su padre, pero no había urgencia. Hasta el momento no había señales de que se hubiera descubierto su ausencia. Aun así, como era demasiado peligroso llevarla encima, la devolvió al escondrijo del dintel.

Cuando pasó sigilosamente junto a la puerta de Carolina descubrió que estaba temblando de cólera e indignación. Sintió un impulso casi irresistible de arrastrarla fuera de su litera para decirle lo que pensaba, pero logró contenerse y volver a su jergón, en la batería.

Guy lo estaba esperando; era una sombra muda agazapada junto a la cureña.

—¿Dónde estabas? —inquirió en un susurro.

—En ninguna parte. —En la sorpresa, la fatua respuesta escapó antes de que Tom pudiera detenerla. Estaba a proa.

—Te fuiste desde las siete campanadas de la primera guardia, hace casi dos horas —observó Guy, ceñudo. Debes de haber llenado el cubo. Me extraña que aún tengas algo adentro.

—Salí a cubierta —explicó Tom, a la defensiva. Luego se interrumpió—. Al fin y al cabo, no tengo por qué darte explicaciones. No eres mi tutor.

Y se arrojó en el jergón, enroscado como una pelota, cubierto hasta la coronilla con la manta. "Zorrita estúpida", pensó, amargado. "Me importaría un rábano que cayera por la borda y se la comieran los tiburones."

***

El Serafín continuaba su rumbo hacia el sudoeste, sin arriar nunca las velas en las noches estrelladas. Todos los mediodías Tom se reunía en el alcázar con los otros oficiales y utilizaba su propia ballestilla, regalo de su padre, para observar el paso por el cenit y calcular la latitud de la nave. Su padre y Ned Tyler hacían mediciones simultáneas y luego comparaban resultados. En un mediodía inolvidable, terminado el complejo cálculo, Tom levantó la vista de su pizarra.

—¿Y bien, señor? —preguntó su padre, con sonrisa indulgente.

—Veintidós grados dieciséis minutos treinta y ocho segundos latitud sur —respondió Tom, vacilante. Según creo, debemos de estar unas pocas leguas al norte del Trópico de Capricornio.

Hal frunció dramáticamente el entrecejo. Luego miró a Ned.

—Craso error, ¿no, señor primer oficial?

—Por cierto, capitán. Ha errado por diez segundos, cuanto menos.

—Por mis resultados son quince segundos de error. —Hal suavizó la expresión. ¿Podemos perdonarle los latigazos?

—Por esta vez. —Ned esbozó una de sus raras sonrisas. La diferencia entre los tres cálculos equivalía a unas pocas millas marinas en la vastedad del océano. Nadie habría podido decir cuál de los tres cálculos era el correcto.

—Buen trabajo, muchacho. —Hal le revolvió el pelo—. Todavía haremos un buen marino de ti.

El placer de esas palabras iluminó a Tom por el resto de ese día.

Cuando cruzaron el Trópico de Capricornio el clima cambió abruptamente. Habían entrado en el cuadrante húmedo del Atlántico Sur; hacia adelante el cielo estaba colmado de nubarrones oscuros y lúgubres, cuyas inmensas moles se aplanaban arriba con la forma del yunque de Vulcano, el herrero de los dioses. En las panzas tenebrosas ondulaban relámpagos. Los truenos resonaban como otros tantos golpes de martillo del dios.

Hal dio la orden de arrizar las velas e hizo una señal al Yeoman, que lo seguía: "Mantened el puesto con respecto a mí".

El Sol se puso entre nubes de tormenta, manchándolas con su sangre; luego cayó una lluvia torrencial. Eran láminas sólidas de agua las que martilleaban en las cubiertas de madera, con tanta fuerza que el estruendo ahogaba las voces y borraba la visión. De una barandilla a otra, las cortinas rugientes no permitían ver nada. Los imbornales no daban abasto para drenar la cubierta principal, por lo que el timonel tenía el agua a la rodilla. La tripulación retozaba en ese mundo de agua dulce, con la cara hacia arriba y la boca bien abierta para beber hasta abultar el vientre, sin ropas, lavándose la sal del cuerpo, riendo y chapoteando.

Hal no hizo intento alguno de reprimir a sus hombres. La sal les irritaba el cuerpo; en algunos casos formaba ampollas supurantes en las axilas y la entrepierna. Era un alivio quitarse de la piel esos cristales corrosivos. En cambio ordenó que se llenaran los barriles vacíos. Los hombres recogían a cántaros el agua dulce y pura; cuando cayó la noche, todos los barriles de a bordo estaban desbordantes.

La lluvia no cesó en toda esa noche ni en el día siguiente. Al tercer día, cuando asomó el Sol por sobre la acuosa vastedad de olas espumantes y enormes cordilleras de nubes, el Yeoman no estaba a la vista. Hal ordenó a Tom y a Dorian que subieran al palo mayor, pues sus jóvenes ojos ya habían demostrado ser los más agudos de abordo. Aunque pasaron la mayor parte del día en el puesto del vigía, no divisaron siquiera un destello del velamen en el perturbado horizonte.

—No volveremos a verlo hasta que anclemos en Buena Esperanza —opinó Ned Tyler.

En el fondo Hal estaba de acuerdo. Sólo existía una posibilidad muy remota de que dos naves pudieran volver a encontrarse en la infinita expansión del océano batido por el viento. Eso no lo afligió demasiado: él y Anderson, calculando esa eventualidad, habían acordado previamente encontrarse en Table Bay; desde ese momento en adelante cada uno de los barcos tendría que hacer el viaje por su cuenta.

A los cincuenta y dos días de haber zarpado de Plymouth, Hal ordenó una virada a estribor. Según sus cálculos estaban a menos de mil quinientos kilómetros de la costa sudamericana. Con la ballestilla y las tablas de navegación le era posible situar la longitud de la nave con un margen de treinta kilómetros. Sin embargo, la determinación de la longitud no era una ciencia exacta, sino un rito arcano, basado en la observación diaria de clavijas en la tabla de posición y una serie de suposiciones y extrapolaciones de la distancia y el curso.

Hal sabía perfectamente que podía equivocarse por varios cientos de millas. Para recalar en Buena Esperanza tendría que dejarse llevar por los vientos alisios hasta llegar a los treinta y dos grados de latitud sur; luego, virar hacia Levante hasta divisar la característica meseta que identificaba el extremo del continente africano. Sería la etapa más lenta y cansadora del viaje: el viento, casi de frente, lo obligaría a hacer bordadas cada pocas horas.

Para no pasar por alto el cabo, pasando a los océanos de las Indias, era menester trazar un curso que lo llevara a tocar la salvaje costa africana algunas leguas hacia el norte de Buena Esperanza. Siempre existía el peligro de hacer esa aterrada en noche cerrada o en la densa niebla que tan a menudo envolvía el cabo meridional; muchos barcos grandes habían encontrado una sepultura líquida en esa costa traicionera. Teniendo en cuenta esa amenaza, Hal agradeció contar con la vista aguda de Tom y Dorian en lo alto del palo mayor.

Con respecto a sus dos hijos, Hal estaba complacido por los progresos que estaban haciendo en el aprendizaje del idioma árabe. Guy había abandonado esas lecciones, con el argumento de que esa lengua era muy poco hablada en Bombay; Tom y Dorian, en cambio, iban todas las tardes al castillo de proa y pasaban una hora con Alf Wilson, parloteando en árabe como papagayos. Al ponerlos a prueba, Hal descubrió que podían defenderse muy bien en una conversación. Esa fluidez les sería muy útil cuando estuvieran en la Costa de la Fiebre. Siempre es buena estrategia dominar el idioma del enemigo.

Aparte del Yeoman no habían visto otra nave desde que zarparan de Ushant, pero aquello no era un páramo desolado: había espectáculos extraños y maravillosos, capaces de intrigar y deleitar a Tom y Dorian, sentados en cuclillas, hombro contra hombro, en el puesto del vigía.

Un día, en medio de la vastedad del agua, surgió un albatros. Volaba en círculos sobre la nave, con las alas anchas, elevándose y descendiendo en las corrientes de agua; sus planeos lo llevaban a veces tan cerca de las olas que parecía convertirse en parte de la espuma. Por varios días mantuvo su posición con respecto al barco. Los muchachos nunca habían visto un ave de ese tamaño. A veces se acercaba al soporte en forma de barril donde ellos estaban; parecía aprovechar la corriente ascendente de la vela mayor para mantenerse en el aire sin aletear; apenas pulsaba el aire con las plumas negras de los extremos. Dorian, en especial, estaba encantado con el animal, cuya envergadura era tres o cuatro veces mayor que su brazo.

—¡Mollymawk! —lo llamaba por el nombre que le daban los marineros, que significa "gaviota estúpida", por su temperamento confiado cuando estaba en tierra. Dorian había pedido restos de comida al cocinero para arrojárselos.

Muy pronto el albatros aprendió a aceptarlo y acudía aleteando ante el silbido y el grito. Llegaba planeando, casi al alcance de su mano, y atrapaba pulcramente los bocados que él le arrojaba.

Al tercer día, mientras Tom lo sujetaba por el cinturón para evitar que cayera, Dorian se estiró cuanto pudo con un trozo de cerdo salado en la mano. Mollymawk lo estudió con ojos ancianos y sabios; luego, planeando con las alas extendidas, tomó la ofrenda con un delicado pellizco de ese pico formidable, que bien habría podido arrancarle un dedo.

Dorian palmoteó triunfalmente, mientras las tres hermanas Beatty, que habían seguido ese cortejo desde la cubierta, chillaban de placer. Cuando el chico bajó, al terminar la guardia, Caroline le dio un beso frente a los oficiales y los hombres de la guardia.

—¡Qué empalagosas son las chicas! —comentó Dorian a Tom, cuando estuvieron solos en la batería. E imitó una arcada con bastante realismo.

En los días siguientes Mollymawk se mostró más dócil y confiado con Dorian.

—¿Crees que me ame, Tom? Me gustaría conservarlo para siempre.

Pero en la octava mañana, cuando treparon al palo mayor, el ave había desaparecido. Fue inútil que Dorian lo llamara a silbidos durante todo el día. Al anochecer el chico lloró amargamente.

—Qué niño eres —dijo Tom. Y lo abrazó hasta que él dejó de sollozar. A la mañana siguiente, en el camarote del maestro Walsh, Tom ocupó su asiento habitual contra el mamparo. Cuando llegaron las tres chicas (tarde, como de costumbre), resistió la tentación de mirar a Caroline. Aún ardía de indignación por el modo en que ella lo había tratado. Sarah Beatty, que aún lo adoraba como a un héroe y vivía haciéndole pequeños regalos, le llevaba ese día una rosa de papel, para usar como señalador, y se la obsequió delante de todos. Tom, enrojecido de humillación, murmuró una hosca palabra de agradecimiento. Mientras tanto, a espaldas de Sara, Dorian acunaba en brazos a un imaginario bebé. Tom le dio un puntapié en la espinilla y alargó la mano hacia sus libros y su pizarra, que guardaba en el armario, debajo del banco.

Alguien había borrado de la pizarra la ecuación de álgebra con la que él luchaba el día anterior. Estaba por acusar a Dorian cuando cayó en la cuenta de que el culpable había reemplazado sus complejos garabatos con una simple línea de florida escritura: "Esta noche, a la misma hora."

Tom la miró fijamente. La letra era inconfundible. La de Dorian y las niñas aún era desigual e infantil; la de Guy, estólida y falta de arte. Aunque él todavía odiaba a Caroline desde el fondo de su alma, habría reconocido su escritura en cualquier parte. De pronto cobró conciencia de que Guy, con el cuello estirado, trataba de leer por sobre su hombro. Tom inclinó la pizarra para ocultársela y, con el pulgar, borroneó las letras de tiza hasta dejarlas indescifrables.

No pudo menos que echar un vistazo a Caroline, que parecía ignorar su presencia como siempre. Estaba absorta en el libro de poesía que le había prestado el maestro Walsh, pero debió de percibir su mirada, pues la oreja que Tom veía asomar bajo la cofia, entre una maraña de rizos, tomó lentamente un tono rosado más intenso. Era un fenómeno tan llamativo que Tom, olvidado el odio, la contempló fascinado.

—¿Has resuelto el problema que te di ayer, Thomas? —lo despertó Walsh.

Él dio un respingo culpable.

—Sí… Digo, no… Es decir, casi.

Pasó el resto de ese día en una caldera de emociones. Por un minuto decidió desdeñar el retozo que ella le proponía y reírsele en la cara a la mañana siguiente. Hasta probó en voz alta la carcajada desdeñosa, con lo que todos los que estaban en el camarote interrumpieron sus tareas para mirarlo con aire expectante.

—¿Hay alguna joya de ingenio o erudición que quieras compartir con nosotros, Thomas? —preguntó el preceptor, sarcástico.

—No, señor. Sólo estaba pensando.

—Ah, ya me parecía oír el rumor de las ruedas dentadas. Pero no interrumpamos tan extraño suceso. Continuad, señor.

Durante todo ese día sus sentimientos por Caroline oscilaron entre la adoración y el odio furioso. Más tarde, encaramado en el puesto del vigía, sólo vio que el agua parecía tan violácea como sus ojos. Cuando en el horizonte asomó el chorro de una ballena, Dorian tuvo que señalarle la pluma clara; aun así la observó sin interés.

Al hacer los cálculos de mediodía con su ballestilla, recordó el contacto de un suave pecho blanco contra la cara y sus pensamientos se perdieron a la deriva. Su padre, al leer las anotaciones en la tabla de navegación, se volvió hacia Ned Tyler.

—Felicitaciones, Tyler: durante la noche debéis habernos llevado de regreso al hemisferio norte. Designad un buen vigía para el palo mayor, porque en cualquier momento haremos una aterrada en la costa este de América del Norte.

Tom no tenía deseos de cenar y entregó su porción a Dorian. Con su legendario apetito, el niño lo devoró deprisa, antes deque su hermano pudiera cambiar de idea. Más tarde se tendió en su rincón tras la cureña, sin dormir, para repasar una y otra vez sus preparativos.

La llave del polvorín aún estaba en el escondrijo, sobre la puerta, porque no se le había presentado oportunidad de devolverla al escritorio de su padre. Ahora lo agradecía profundamente. Decidió que amaba a Caroline por sobre todas las cosas y que no vacilaría en dar la vida por ella.

A las siete campanadas de la primera guardia abandonó su jergón y se detuvo a ver si alguien lo observaba. Sus dos hermanos eran bultos oscuros junto a la mole de Aboli, tendido en la cubierta, a la luz tenue de las lámparas de combate. Tom pasó por sobre los tripulantes dormidos y avanzó hacia la escalerilla sin que nadie lo detuviera.

También esta vez había luz en el camarote de su padre; Tom se preguntó qué lo mantenía despierto hasta pasada la medianoche. Avanzó sin hacer ruido, pero no pudo sino detenerse otra vez ante el camarote de las chicas. Le pareció oír una suave respiración detrás del mamparo y la voz de una de las niñas, que pronunció en sueños unas cuantas palabras confusas. Continuó adelante. Ya con la llave en la mano, entró en el polvorín en busca de la linterna, la encendió y volvió a ponerla en su soporte.

Por entonces estaba tan nervioso que cualquier ruido extraño le hacía dar un brinco: el correteo de una rata en las sentinas, el repiqueteo de una cuerda suelta. Se sentó en cuclillas junto a la puerta del polvorín, con la vista fija en el pie de la escalerilla. Esta vez no se adormeció: divisó el pie blanco y descalzo en cuanto apareció a la vista, vacilante, y silbó por lo bajo para tranquilizarla.

Ella se agachó para mirarlo. Luego descendió deprisa los últimos peldaños y se aferró a Tom, que había corrido a su encuentro.

—Quería pedirte mil perdones por haberte pegado —susurró—. Desde ese día me detesto, me odio.

Él no se atrevía a hablar. Ante su silencio, Caroline levantó la cara. Era sólo una pálida luminiscencia en la penumbra, pero Tom se inclinó para besarla, buscándole la boca. Ella se le acercó al mismo tiempo; el primer beso cayó sobre su ceja; el siguiente, en la punta de la nariz; por fin las bocas se encontraron.

Ella fue la primera en retirarse.

—Aquí no susurró. Podría venir alguien.

Cuando él le tomó la mano para guiarla al polvorín, ella lo siguió de buena gana. Fue sin vacilaciones hacia el estante de sacos de pólvora e hizo que Tom se sentara a su lado. Recibió el beso siguiente con la boca abierta; él sintió la punta de su lengua aleteando en los labios, como una mariposa en la llama de la vela, y la succionó.

Aún boca contra boca, ella desató el cordón que le cerraba la camisa; luego introdujo una manita fría por la abertura para acariciarle el pecho.

—Eres velludo. Parecía sorprendida. Quiero ver. Le levantó la pechera de la camisa. Sedoso. Tan suave… Le apoyó la cara contra el pecho. Su aliento era cálido, cosquilleante, y lo excitó de un modo desconocido hasta entonces. Lo asaltó una sensación de urgencia, como si ella pudiera serle arrebatada en cualquier momento. Trató de desatar la cinta del camisón, pero sus dedos estaban torpes.

—Deja. Ella le apartó las manos. Lo haré yo.

Tom notó vagamente que su comportamiento no era el de su encuentro anterior en el polvorín: se mostraba segura de sí. Actuaba casi como Mary y las otras chicas de High Weald. De inmediato quedó convencido de que su impresión era acertada: Caroline tenía tanta experiencia en eso como él, si no más; la idea lo incentivó. Ya no tenía motivos para contenerse.

Ella se quitó el camisón por la cabeza, con un solo movimiento, y lo dejó caer a la cubierta. Ahora estaba completamente desnuda, pero Tom sólo le vio los pechos: grandes, redondos y blancos; parecían relumbrar como dos grandes perlas suspendidas en la penumbra, por encima de él. Los buscó, se llenó las manos con esa blanda abundancia.

—Despacio. No seas tan brusco —le advirtió ella. Por un rato le permitió hacer su antojo; luego susurró—: ¡Tócame! Tócame ahí, como antes.

Él hizo lo que se le pedía; la chica cerró los ojos y quedó inmóvil. Con suavidad, Tom la cubrió con su cuerpo, cuidando de no alarmarla, y se bajó los pantalones hasta las rodillas.

De súbito ella trató de incorporarse.

—¿Por qué no sigues? —miró hacia abajo. ¿Qué estás haciendo? ¡No, basta, no!

Trató de escabullirse de bajo él, pero no pudo moverlo: él era mucho más pesado y más fuerte.

—No te haré daño —prometió.

Caroline lo empujó inútilmente por los hombros, pero poco a poco fue cediendo. Dejó de luchar y se relajó bajo la insistencia del contacto. Su cuerpo perdió la rigidez. Con los ojos cerrados, empezó a emitir ese sonido grave, canturreante, desde el fondo de la garganta.

De pronto se convulsionó con un grito suave.

—¿Qué estás haciendo? ¡No, por favor! ¡Oh, Tom, qué estás haciendo!

Se debatió otra vez, pero él la abrazó estrechamente; al cabo de un rato la sintió quieta entre los brazos. Entonces ambos empezaron a moverse al unísono, en el ritmo natural, tan antiguo como el hombre mismo.

Mucho después, mientras el sudor se les enfriaba en el cuerpo, ella dijo:

—Es tarde. Agnes y Sarah no tardarán en despertar. Tengo que irme. Y buscó su camisón.

—¿Volverás?

—Tal vez. Se pasó la prenda por la cabeza y ató la cinta del cuello.

—¿Mañana por la noche? —insistió él.

—Tal vez —repitió ella levantándose.

Escuchó por un momento ante la puerta del polvorín y echó un vistazo por la hendija. Luego abrió apenas lo suficiente para deslizarse afuera y desapareció.

***

Gradualmente el Serafín fue abandonando las latitudes tropicales y avanzando hacia el sur. Los días se hicieron más frescos; después del calor sofocante que habían soportado llegó, dulce y fresco, el viento del sudeste. Ese océano templado hervía de vida, verde de krill y plancton. Desde el palo mayor se distinguían los sombreados cardúmenes de atún, interminables torrentes de enormes peces que alcanzaban el barco sin esfuerzo, en su misterioso deambular por el océano.

Por fin la medición de mediodía reveló que el barco había llegado a los treinta y dos grados de latitud sur. Entonces Hal puso proa hacia Buena Esperanza.

Para él fue un alivio saber que se aproximaba el final de esa etapa y que pronto estarían recalando. Apenas el día anterior el doctor Reynolds le había informado que aparecían los primeros casos de escorbuto entre la tripulación. Esta misteriosa enfermedad era la maldición de todo capitán que se enfrentara a un viaje largo. Después de seis semanas en el mar, las miasmas que gestaban la enfermedad podían atacar a los tripulantes e imposibilitarlos sin razón ni advertencia.

Esos dos enfermos eran simplemente los primeros de muchos. Habían mostrado al cirujano sus encías hinchadas y sangrantes y los primeros moretones en el vientre, donde la sangre se escurría bajo la piel. Nadie tenía explicación para esa pestilencia ni para el modo milagroso en que sus víctimas se curaban cuando el buque llegaba a puerto.

"¡Que sea pronto, Señor!" oró Hal, contemplando el horizonte desierto por el este.

Ya cerca del continente aparecieron grupos de delfines que se unían a ellos, montados en la ola de proa, pasando de un lado a otro por debajo del casco y curvando los relucientes lomos negros en la superficie; levantaban a buena altura las colas aplanadas y observaban a los hombres trepados al cordaje con ojos brillantes y una sonrisa fija.

Ése era el océano de las ballenas grandes. Algunos días divisaban sus chorros blancos al viento cada vez que miraban desde el palo mayor. Aquellas gigantescas bestias retozaban en la superficie. Algunas eran más largas que el casco del Serafín; pasaban tan cerca que los muchachos podían ver los percebes y los parásitos que se les incrustaban en el cuerpo, como si no fueran animales vivos, sino arrecifes rocosos.

—En cada una hay veinte toneladas de aceite —comentó Gran Daniel a Tom, inclinado junto a él en el bauprés, en tanto un leviatán se elevaba a diez brazas de distancia, alzando su gran cola bifurcada hacia el firmamento.

—Esa cola es tan ancha como nuestra verga de mesana —se maravilló el capitán.

—Dicen que son las bestias más grandes de la creación —asintió Gran Daniel. A diez libras la tonelada de aceite, nos convendría más perseguir ballenas que piratas.

—¿Y cómo se mata algo tan grande? —se extrañó Tom. Sería como tratar de matar una montaña.

—Es trabajo peligroso, pero hay quien lo hace. Los holandeses son grandes cazadores de ballenas.

—Me gustaría probar —musitó el chico—. Me gustaría ser un gran cazador.

Gran Daniel señaló el horizonte que subía y bajaba.

—Hay mucho que cazar, hijo, allá adonde vamos. Esa tierra hierve de animales silvestres. Hay elefantes con colmillos de marfil más largos que tú. Puede que te des el gusto.

El entusiasmo de Tom crecía con cada jornada. Después de las mediciones de mediodía fue con su padre al camarote de popa, para verlo marcar la posición de la nave: la línea trazada en el mapa se acercaba cada vez más a esa gran masa terrestre, con forma de cabeza de caballo.

Sus días estaban tan colmados de entusiasmo y actividad frenética que habría debido llegar exhausto al atardecer. Casi siempre lograba dormir unas pocas horas antes de la medianoche, pero despertaba de buena gana al terminar la primera guardia y abandonaba su jergón.

Ya no necesitaba suplicar y seducir: Caroline iba todas las noches por propia voluntad. Tom descubrió que había despertado a un gato salvaje. Ya no se mostraba vacilante ni pudorosa, sino que lo igualaba en pasión, dando rienda suelta a sus emociones de viva voz y con salvajes excesos. A menudo Tom llevaba consigo la evidencia de sus encuentros: la espalda rasguñada por sus largas uñas, los labios mordidos y magullados.

No obstante, en su prisa por acudir a la cita de cada noche se había vuelto descuidado y varias veces escapó a duras penas. Cierta vez, cuando pasaba junto a la cabina de los Beatty, la puerta se abrió súbitamente y apareció la señora. Tom apenas tuvo tiempo de bajarse la gorra sobre los ojos y pasó encorvado.

—Siete campanadas de la primera guardia y todo está en orden —graznó, disfrazando la voz.

Ya era tan alto como cualquiera de los tripulantes y el pasillo estaba en penumbras.

—Gracias, buen hombre. La señora Beatty, azorada por haberse dejado ver en camisón, se escondió dentro del camarote, como si la culpable fuera ella.

Más de una vez, al bajar subrepticiamente desde la batería, tuvo la sensación de que lo seguían. En una ocasión tuvo la certeza de haber oído pasos atrás, en la escalera, pero cuando giró en redondo no había nadie allí. En otra oportunidad, al abandonar de madrugada la cubierta inferior, se oyó un golpeteo de botas en la escalerilla, descendiendo desde el alcázar. Apenas tuvo tiempo de agacharse antes de que Ned Tyler pasara rumbo a la cabina de su padre. Desde la sombra lo vio tocar a la puerta y oyó la voz de su padre, que respondía desde adentro:

—¿Quién es?

—Ned Tyler, capitán. Está arreciando el viento. Podría llevarse una verga, si continuáramos así. Pido permiso para arriar las velas de estay y arrizar la mayor.

—Voy a cubierta enseguida, Ned —replicó Hal.

Un minuto después salía del camarote poniéndose el chaquetón de mar. En su carrera hacia la cubierta pasó a pocos pasos de Tom.

El muchacho llegó a su jergón de la batería en el momento exacto en que sonaba el silbato del contramaestre. La voz de Gran Daniel tronó en la oscuridad.

—Todos los hombres a arrizar las velas.

Tom fingió frotarse los ojos soñolientos y correr con sus compañeros a la noche ventosa.

No estaba en su carácter dejarse acobardar por estas escapadas; por el contrario, lo envalentonaron perversamente. En los últimos días su paso tenía algo de gallo joven, que hacía sonreír a Aboli. "¡De tal padre, tal hijo!", decía, meneando la cabeza.

Una mañana, después de efectuar la bordada hacia babor, Tom bajaba por el cordaje con otros hombres. De pronto, sin más motivo que su espíritu jubiloso y desafiante, se irguió sobre la verga en toda su estatura para bailar una jiga.

Todos los que estaban en cubierta quedaron petrificados de horror al ver esos retozos suicidas a doce metros de altura. Tom ejecutó dos o tres pasos completos, sobre la punta de los pies descalzos, con una mano en la cadera y la otra sobre la cabeza; luego saltó hacia los obenques para deslizarse hasta la cubierta. Había tenido el buen tino de asegurarse de que su padre estuviera en esos momentos en su camarote, pero antes de que acabara el día Hal se enteró de la travesura y lo mandó llamar.

—¿Por qué hiciste algo tan estúpido e irresponsable? —acusó.

—Porque John Caldwell dijo que no me atrevería explicó —él, como si fuera el mejor motivo del mundo.

"Y tal vez lo era", según pensó Hal, mientras estudiaba la cara de su hijo. Entonces, con estupor, cayó en la cuenta de que ya no estaba mirando a un niño, sino a un hombre. En dos breves meses, Tom había encallecido y madurado hasta lo irreconocible. Tenía el cuerpo endurecido por el trabajo y los hombros ensanchados por el constante esfuerzo de trepar por el cordaje; los brazos, musculosos por las horas de práctica de esgrima con Aboli; en el oleaje del sur, mantenía el equilibrio como un gato pese al cabeceo de la nave.

Pero había algo más, algo que no llegaba a identificar. Tom siempre había sido el más precoz de sus hijos; aunque él trataba de controlar sus extravagancias más locas, nunca había querido poner freno a ese espíritu audaz y aventurero. En secreto admiraba su coraje y estaba orgulloso de su terquedad. Pero ahora cobraba conciencia de que había algo más, algo que se le había pasado por alto. Ante sí tenía a un hombre hecho y derecho, que lo enfrentaba con mirada serena.

—¡Bueno! —dijo al fin—. Has demostrado a John Caldwell que estaba equivocado, ¿no? Así no habrá necesidad de bailar otra jiga.

—No, padre —accedió el muchacho, de buen grado—. Es decir, siempre que nadie vuelva a decir que me faltan agallas.

Su sonrisa era tan contagiosa que a Hal se le contrajo la boca.

—¡Fuera de aquí! —asestó a su hijo un empellón hacia la puerta del camarote—. Con un bárbaro como tú no hay manera de razonar.

***

En el camarote del maestro Walsh, Guy ocupaba su sitio acostumbrado en el banco, junto a Caroline. Estaba pálido y callado; durante la mañana sólo respondió a las preguntas del preceptor con secos monosílabos. Mantenía la vista fija en su libro y no miraba a Tom y a la chica, aun mientras recitaban los textos pedidos por Walsh.

Por fin Caroline reparó en esa conducta extraña.

—¿Te sientes mal, Guy? ¿Te has descompuesto otra vez? —susurró.

El muchacho no se decidió a mirarla a la cara.

—Estoy perfectamente bien —dijo. No tienes por qué preocuparte por mí. Y añadió para sus adentros: "¡Nunca más!"

En las semanas transcurridas desde que firmara contrato con la fábrica de Bombay, Guy había conjurado un mundo de fantasías. Dadas sus relaciones familiares y la protección del señor Beatty, preveía un rápido ascenso al servicio de la Compañía. La familia Beatty pasaría a ser la propia; tendría a Caroline a su lado. Se imaginaba compartiendo con ella, diariamente, el paraíso tropical de Bombay. Cabalgarían juntos por los palmares. A la noche habría recitales de música; ella cantaría mientras él la acompañaba. Y lecturas de poesía, y almuerzos al aire libre con la familia. Caminarían de la mano por blancas playas, intercambiando besos castos y puros. Dentro de unos pocos años cumpliría los veinte, con un buen puesto en la Compañía, y estaría sobradamente en condiciones de casarse. Y ahora todos esos sueños se habían hecho trizas.

Cuando trataba de pensar en las cosas viles que había descubierto, su mente las rehuía como un caballo nervioso. Le temblaban las manos y la sangre le nublaba el cerebro. No soportaba un minuto más encerrado en ese diminuto camarote, con esas dos personas a las que odiaba como nunca se había creído capaz de odiar. Se levantó abruptamente.

—Excusadme, maestro Walsh, por favor. Me siento mareado. Necesito dar una vuelta por la cubierta. El aire fresco…

Sin aguardar la autorización, avanzó a tumbos hasta la puerta y huyó por la escalerilla. Ya en la proa se aferró de un cabo, dejando que el viento le castigara el rostro. Su angustia no tenía fondo; el resto de su vida se extendía hacia adelante como una infinita planicie desierta.

—¡Quiero morir! —dijo en voz alta. Y echó una mirada por sobre la borda.

El agua era verde y hermosa. Habría tanta paz allí abajo… Bajó hacia las cadenas y quedó en equilibrio allí, sosteniéndose con una mano de los obenques. "Sería muy fácil", se dijo. "Rápido y fácil." Y comenzó a inclinarse hacia afuera, hacia la onda rizada de la proa.

Un puño potente se cerró en torno de su muñeca libre y él estuvo a punto de perder el equilibrio.

—No se te ha perdido nada allí abajo, Mbili —tronó la voz de Aboli. Nunca has sabido nada.

—¡Déjame! —pidió Guy, amargamente—. ¿Por qué te interpones siempre, Aboli? Sólo deseo morir.

—Y te darás el gusto. Eso es lo único seguro en esta vida —le aseguró el negro. Pero hoy no, Mbili.

El apodo que había dado a Guy desde su nacimiento significaba "número dos" en el lenguaje de la selva. Ejerció una suave presión contra su brazo, que Guy trató en vano de resistir.

—Déjame, Aboli. Por favor.

—Los hombres te están mirando —le advirtió con voz firme.

Guy miró en derredor; algunos de los que estaban de guardia en cubierta habían interrumpido las conversaciones para observar con curiosidad esa pequeña pantomima.

—No nos avergüences, a tu padre y a mí, con esta estupidez.

El muchacho, capitulando, bajó torpemente a la cubierta. Aboli le soltó la muñeca.

—Ven a conversar —sugirió.

—No quiero conversar, contigo ni con nadie.

—En ese caso callaremos juntos.

Y lo llevó hacia la barandilla de sotavento. Allí se sentaron en cuclillas, protegidos del viento y de las miradas. Aboli estaba sereno y silente como una montaña; era una presencia reconfortante. No miraba a Guy ni lo tocaba, pero estaba allí. Pasaron largos minutos. Por fin Guy barbotó enloquecido:

—La amo tanto, Aboli… Es como si tuviera colmillos royéndome el vientre.

"¡Conque es eso!", pensó el negro, con tristeza. "Ha descubierto la verdad. Klebe no es hombre de disimular sus huellas. Va tras esa potranquita como un joven potro que hubiera derribado la cerca a coces. Lo extraño es que Mbili tardara tanto en descubrirlo."

—Sí, Mbili, lo sé —dijo. Yo también he amado.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Guy, angustiado.

—Por mucho que duela, jamás te matarás. Y algún día, antes de lo que te parece posible, habrás olvidado el dolor.

—Jamás lo olvidaré —dijo el muchacho, con profundo convencimiento—. Y jamás olvidaré mi amor por ella.

***

Hal Courtney oyó la campanada que anunciaba el comienzo de la guardia de medianoche.

—Medianoche —murmuró, apretando los dos puños contra la parte baja de la espalda.

Llevaba muchas horas sentado ante su escritorio; se sentía entumecido y le ardían los ojos. Se levantó para recortar la mecha, graduándola para que iluminara los documentos que tenía en su escritorio, y volvió a ocupar la pesada silla de roble, nuevamente dedicado a su trabajo.

Ante sí tenía extendidos los planos del Serafín. Estudió por un rato el trazado de las baterías; luego acercó el del corte lateral para compararlos.

—Tenemos que disimular esos cañones y darle el aspecto de un barco mercante desarmado —murmuró. Habrá que retirar las cubiertas de las cañoneras…

Alguien rascó suavemente la puerta del camarote, haciéndole fruncir el entrecejo.

—¿Quién es? —inquirió.

Había buen tiempo; el viento era suave y parejo. No esperaba interrupciones. Nadie respondió a su pregunta. Al cabo de un momento soltó un gruñido. Seguramente había sido una rata o su imaginación. Volvió a concentrarse en los dibujos.

Entonces se repitió el rasguño en la puerta. Esta vez apartó la silla para levantarse, irritado. Con la espalda encorvada bajo las vigas, marchó hacia la puerta y la abrió de par en par. Se encontró ante una silueta delgada y tímida. Hal tardó un momento en reconocer a su propio hijo.

—¿Guy? —Lo miró mejor—. ¿Qué haces por aquí, a esta hora de la noche? Pasa, muchacho.

Guy entró en el camarote y cerró la puerta detrás de sí. Luego se quitó la gorra. Estaba pálido y nervioso.

—Quería deciros, padre… —tartamudeó, retorciendo la gorra entre las manos.

—¿Qué pasa, hijo? Habla —lo alentó Hal.

—En la bodega, en el polvorín, hay alguien —barbotó el chico. La puerta está entornada y hay luz.

—¿Qué? —La voz del padre se tornó áspera de alarma—. ¿En el polvorín? ¿Luz? —Una horda de malos presentimientos se le agolpaba en la mente.

—Sí, señor.

Hal giró en redondo para acercarse al escritorio y abrió lentamente el primer cajón, del que sacó un estuche de pistolas. Después de inspeccionar rápidamente el pedernal y la carga, se puso una bajo el cinturón y conservó la otra en la mano derecha.

—Vamos a ver —murmuró, ceñudo, mientras retiraba la lámpara de su soporte. Acompáñame, Guy, pero sin hacer ruido. No queremos ahuyentar a los pícaros, sean quienes fueran.

Guy lo siguió al pasillo.

—Cierra con cuidado —advirtió su padre, caminando hacia el tope de la escalerilla. Echó un vistazo hacia la cubierta inferior, pero no se veía luz alguna—. ¿Estás seguro?

—Sí, padre.

Con pisadas ligeras, Hal descendió la escalerilla, deteniéndose en cada peldaño a escuchar y observar. Al llegar abajo volvió a detenerse. Sólo entonces vio el leve nimbo de luz que raleaba por los bordes la puerta del polvorín.

—¡Sí! —susurró, amartillando los dos caños de la pistola que llevaba en la mano. Ahora veremos qué se traen entre manos.

Echó a andar hacia el polvorín, llevando la lámpara a lada para ocultar la llama. Guy lo seguía de cerca. Al llegar junto a la puerta, Hal apoyó el oído contra lasas tablas de madera. Débilmente, por sobre los otros ruidos del barco, percibió unos sonidos que lo desconcertaron: suaves exclamaciones y gemidos, un susurrar, un golpeteo sordo que no llegaba a identificar.

Probó la cerradura y el picaporte giró con facilidad. Apoyando un hombro contra la puerta, aplicó gradualmente su peso. El marco crujió apenas; luego la puerta giró, abriéndose. De pie en el vano, Hal levantó la lámpara por sobre la cabeza. Por un momento quedó privado de cualquier otro movimiento: la escena que tenía ante él estaba tan lejos de lo que esperaba que no le encontraba sentido alguno.

En el soporte del mamparo, por encima de los estantes, la lámpara protegida añadía su luz a los rayos de la que él traía. A sus pies había ropa enredada; sobre los sacos de pólvora, ante él, cuerpos humanos despatarrados. Tardó un momento en notar que estaban desnudos. La piel clara relumbraba a la luz de las lámparas. Miró con fijeza aquello, incrédulo: rizos de mujer, miembros enmarañados, boca roja muy abierta, pies pequeños que pataleaban espasmódicamente, manos finas retorciendo el pelo de un hombre, la cabeza del hombre sepultada entre los muslos perlados, la espalda y las nalgas de la mujer batiendo contra el colchón de sacos, retorciéndose de éxtasis.

La pareja parecía ajena a todo. No los alarmó siquiera la luz que caía sobre ellos, pues la muchacha tenía los ojos bien cerrados y las facciones contraídas de pasión, a tal punto que a Hal le pareció desconocida.

Seguía transfigurado. Sólo reaccionó cuando Guy trató de abrirse paso hacia el interior del polvorín. Entonces se movió para bloquearle la entrada y ocultarle aquella escena.

—Atrás, Guy —dijo.

Y su voz penetró las cortinas de pasión que envolvían a la pareja del estante. Los ojos de la mujer se abrieron bruscamente; luego, poco a poco, se expandieron como los pétalos de una violeta, clavando en Hal una mirada de horror e incredulidad. Su boca se contrajo en un mudo grito desesperado, en tanto forcejeaba por incorporarse sobre un codo, con los pechos bamboleándose, redondos y blancos bajo el resplandor de las lámparas. Por fin jaló con ambas manos del pelo oscuro que cubría la cabeza alojada entre sus muslos, pero no pudo apartarla de allí.

—¡Tom! —Hal había recuperado la voz.

Vio que los músculos de aquella ancha espalda se contraían de espanto, como si les hubieran hundido una daga. Luego el muchacho levantó la cara hacia su padre. Los tres permanecieron así, petrificados, por un tiempo que pareció una eternidad.

Tom tenía la cara encendida de sangre, como si acabara de correr una carrera o de medirse en un asalto difícil. Su mirada era tan vaga y perdida como la de los borrachos.

—¡En el nombre de Dios, niña, cúbrete! —graznó Hal, ardiendo en su propia vergüenza, al descubrir que le costaba un enorme esfuerzo apartar la vista de ese cuerpo despatarrado.

Ante esas palabras, ella apartó a Tom con los pies y se dejó caer del estante a cubierta. Luego recogió apresuradamente el camisón descartado para llevárselo al pecho con ambas manos, tratando de cubrir su desnudez, de rodillas como un animal silvestre en una trampa. Hal le volvió la espalda. Atrás estaba Guy, muy cerca, estirando el cuello para ver qué sucedía en el polvorín. Hal lo empujó reciamente al pasillo.

—¡Vuelve a tu cama! —bramó. Esto no es asunto tuyo.

El muchacho retrocedió ante el encono que revelaba la voz de su padre.

—No cuentes a nadie lo que has visto aquí, si no quieres que te despelleje la espalda a latigazos.

Guy se retiró lentamente por la escalerilla, de mala gana, mientras Hal volvía al polvorín.

Caroline se había puesto el camisón, que ahora la cubría hasta los tobillos. De pie ante él, con la cabeza gacha y los densos rizos cubriéndole la cara, parecía una niñita inocente. "Cosa que ha demostrado no ser, y pongo al diablo como testigo", pensó Hal, ceñudo. Luego miró a su hijo, que brincaba en un solo pie, tratando de ponerse los pantalones. No quedaban rastros de su descaro habitual. Ya con los pantalones puestos y el cinturón abrochado, se detuvo abyectamente junto a la muchacha; ninguno de los dos podía enfrentar la severa mirada de Hal.

—Señorita Caroline —ordenó Hal—, id inmediatamente a vuestro camarote.

—Sí, capitán —susurró ella.

—Sólo puedo decir que vuestra conducta me repugna. Nunca imaginé nada parecido en una damisela de vuestra cuna. —Al decirlo se sintió vagamente ridículo. "¡Como si las clases inferiores fueran las únicas que montaran la bestia de dos lomos!" se burló de sí mismo. Y buscó algún pronunciamiento menos fatuo—. ¿Qué pensará vuestro padre cuando se entere?

Ella levantó la mirada, con un terror que le disolvía la hermosura.

—¡No se lo diréis! —De súbito cayó embarazosamente a sus pies, abrazada a sus rodillas—. Por favor, capitán, no se lo digáis. Haré lo que mandéis, pero no se lo digáis.

—Levántate, niña. —Hal la puso de pie, esfumado el enojo. Le costó un esfuerzo avivar las llamas. Ve a tu camarote y quédate allí hasta que mande por ti.

—¿No se lo diréis a mi padre? —rogó ella, con lágrimas en las mejillas.

—Eso es algo que no puedo prometer. Bien mereces los azotes que él te dará, sin duda.

La condujo hasta afuera y, con un leve empellón, la puso camino de su camarote. La chica huyó por la escalera. Luego Hal oyó el ruido de su puerta al abrirse y cerrarse suavemente.

Entonces se volvió hacia Tom. Aunque trataba de fulminarlo con los ojos, las llamas de la indignación ya estaban cediendo. Contra su voluntad, retrocedió a través de los años hasta otra pareja, en un oscuro camarote de esos mares. Por entonces él tenía la edad de Tom y la holandesa que lo hiciera hombre, cinco más. Tenía la cabellera dorada y el rostro de un ángel inocente, pero su cuerpo y su carácter eran los de un demonio. Parpadeó para arrancar su mente del pasado. Tom aún permanecía de pie ante él, contrito.

—La señorita Beatty es una pasajera de esta nave y, por lo tanto, está bajo mi responsabilidad dijo. Has causado tu vergüenza y la mía.

—Lo siento, padre.

—No lo creo. Hal lo observó; era visible que luchaba con la verdad.

—Quiero decir que siento haberte avergonzado —se explicó el muchacho—. Pero como nadie más lo sabe, no es necesario hacer pública vuestra vergüenza, señor.

Hal tuvo que hacer un esfuerzo para no escandalizarse ante el descaro de su hijo, pero su lógica era inteligente.

—Sois un bárbaro, señor —dijo con gravedad, mientras pensaba: "Tal como lo era yo… y como lo es todo varón de sangre roja a esa edad".

—Trataré de mejorar —prometió Tom.

Hal lo miró fijamente. Él nunca habría osado hablar de ese modo a su padre. Le tenía terror. Ese muchacho, en cambio, no le temía; tal vez lo respetaba y admiraba; que lo amaba era seguro; pero no sentía terror alguno al enfrentarlo así. "¿He fallado en mis obligaciones? ¿Debería haber hecho que me temiera?", se preguntó. "No, me alegra que sea así. He hecho de él un hombre."

—Aceptaré de buen grado el castigo que decidáis imponerme, padre. Pero si reveláis esto a la familia de Caroline, la condenaréis a la desgracia y le arruinaréis la vida. —En la voz de Tom había apenas un temblor—. Y ella no merece eso de nosotros.

—Estoy de acuerdo contigo —admitió Hal, renuente. ¿Te comprometes a no intentar verla nuevamente a solas mientras esté a bordo de esta nave?

—Os lo prometo. —El muchacho levantó la mano derecha—. Os lo juro.

—En ese caso no volveremos a hablar del asunto. Y no diré nada al señor Beatty.

—Gracias, señor.

Hal se sintió recompensado al ver la expresión en los ojos de su hijo; luego tuvo que toser para aliviar el nudo de su garganta. Miró rápidamente en derredor, buscando un modo de cambiar de tema.

—¿Cómo entraste en el polvorín?

—Tomé en préstamo la llave de vuestro escritorio —respondió Tom, con veracidad.

—¿En préstamo?

—Sí, señor. Iba a devolverla cuando ya no la necesitara.

—No volverás a necesitarla, te lo aseguro —dijo Hal, ceñudo.

Tom fue hasta la puerta y bajó la llave del escondrijo.

—Cierra —ordenó su padre. Y luego—: Ahora dame la llave. Tom se la puso en la mano. Creo que por esta noche es más que suficiente. Ahora ve a dormir.

—Buenas noches, padre. Y lamento de verdad haberos causado tribulaciones. Hal lo vio desaparecer escalerilla arriba. Luego sonrió con melancolía. "Debí de conducir con más aplomo esta pequeña escaramuza", pensó, "pero que el diablo me diga cómo."

***

Aguardaba con ansiedad el alboroto que se armaría frente a su denuncia de la pecaminosa pareja. Esperaba que Caroline fuera castigada por su padre, azotada como una fregona a la que sorprendieran robando, vilipendiada por su madre y sus hermanas, rechazada a tal punto que sólo pudiera buscar consuelo en él.

En su imaginación, ella acudía a implorarle perdón por haber traicionado el amor puro y honesto que él le ofrecía. Se entregaba a su misericordia, prometiéndole dedicar el resto de su vida a merecer su perdón. Esa idea lo reconfortaba, compensando el terrible sufrimiento que había soportado desde la primera noche en que siguiera a Tom hasta la cubierta inferior, descubriendo así la bazofia en que estaba enredado.

Además, confiaba que su padre hiciera azotar a Tom delante de toda la tripulación, aunque en el fondo sabía que era demasiado esperar. Pero al menos lo obligaría a disculparse ante el matrimonio Beatty y le prohibiría dirigir siquiera una palabra a la muchacha ni a cualquier otro miembro de la familia. Su gemelo se convertiría en el paria de abordo. Tal vez, cuando llegaran a Buena Esperanza, su padre lo desembarcara; hasta era posible que volviera a Inglaterra, en desgracia, para soportar en High Weald la tiranía de Billy el Negro.

Esperaba anhelante que sucediera alguna de estas cosas. Su mortificación se fue acentuando al transcurrir los días sin que ocurriera nada del otro mundo, como si su agitación emocional no tuviera importancia.

En verdad, por varios días Caroline se mostró callada y retraída; daba un respingo cada vez que oía pasos ante el camarote donde estudiaban; parecía aterrorizada cuando oía la voz de su padre en la cubierta superior y no miraba siquiera a Tom, sin apartar los ojos de sus libros. Guy notó, con alguna satisfacción, que si Tom salía a cubierta cuando ella estaba allí con su madre y sus hermanas, inmediatamente ofrecía cualquier excusa para bajar a su pequeño camarote, donde pasaba horas enteras a solas.

Esto duró menos de una semana; luego recobró rápidamente su antiguo aplomo y sus modales seductores. Las rosas volvieron a florecer en sus mejillas; reía y bromeaba con el maestro Walsh y cantaba bellos duetos con Dorian durante los recitales. Por algún tiempo Guy se rehusó a participar de esas veladas, aduciendo mala salud; hasta el jergón de la batería donde se tendía a sufrir le llegaban vagos sones de música y risas. Por fin permitió que el preceptor lo persuadiera y regresó con su cítara, aunque mientras tocaba mantenía una expresión de heroica tragedia.

En cuanto a Tom, demostraba muy poco remordimiento por su traición y su engaño. Es cierto que, por un tiempo, no hizo intento alguno de hablar con Caroline, ni siquiera de atraer su atención, pero eso no era nada nuevo: sólo uno de sus pérfidos recursos. Por fin, durante una de las lecciones, Guy interceptó un intercambio entre los dos.

Caroline dejó caer su tiza a la cubierta; antes de que él pudiera recogérsela, la muchacha se agachó para buscarla a tientas bajo la mesa. En un movimiento del barco, la tiza rodó hacia Tom, que se la entregó con una burlona reverencia, al tiempo que aprovechaba la oportunidad para espiar dentro de su escote. Caroline, con ojos pícaros, le sacó la lengua sin que Walsh la viera. No fue en absoluto un gesto infantil, sino algo sugestivo e invitante, cargado de insinuaciones sexuales. Tom lo reconoció con una sonrisa lasciva y un guiño. Caroline se ruborizó graciosamente. Para Guy fue como un golpe de puño en plena cara.

Pasó el resto del día reflexionando sobre eso, pero sólo se le ocurrió una manera de demostrar a Caroline lo mucho que lo había herido, hasta qué punto había destruido su confianza en ella y su vida: cambiar de asiento en el aula. Al día siguiente, sin permiso ni explicaciones, abandonó el banco y fue a sentarse en el incómodo escabel del rincón, tan lejos de ella como podía.

La táctica tuvo resultados imprevistos e indeseables. El maestro Walsh notó el cambio a la primera mirada. Luego preguntó a Guy:

—¿Por qué te has cambiado de sitio?

—Estoy más cómodo aquí —respondió Guy mohíno sin mirarlo ni mirar a Caroline.

—En ese caso —dijo el preceptor, volviéndose hacia Tom— sería mejor que Tom se sentara junto a la señorita Caroline. Podré vigilarlo mejor.

Tom no esperó una segunda invitación. Por el resto de la mañana Guy se vio obligado a presenciar el juego entre los dos. Mientras fingía concentrarse ceñudamente en la pizarra, Tom movía subrepticiamente bajo la mesa uno de sus grandes zapatones, para tocar la elegante zapatilla de satén de la muchacha. Caroline sonreía secretamente, como por algo que estuviera leyendo, pero no hacía el menor esfuerzo por retirar el pie.

Algo después Tom escribió algo en su pizarra y, mientras Walsh corregía los ejercicios de aritmética de Dorian, la sostuvo de modo que ella pudiera leerla. Caroline al ver lo que había escrito, se ruborizó y sacudió los rizos en un gesto de fastidio, pero sus ojos bailaban. Luego garabateó algo en su propia pizarra para que Tom lo leyera. Y él sonrió como el gran patán que era.

Guy se consumía de ira y de celos, pero estaba indefenso, obligado a verlos coquetear y provocarse. Su odio hirvió hasta que ya no pudo contenerlo. Lo perseguían imágenes de las cosas terribles que había presenciado en el polvorín. Aunque la luz era escasa y el cuerpo de su padre le había ocultado la mayor parte del horror, el lustre de la piel blanca, la tentadora redondez y las formas suaves de su cuerpo, volvían a destellar ante él. La odiaba y, al mismo tiempo, sufría de tanto anhelarla. Luego volvía a ver a su hermano, el indecible acto que cometía, degradando esa forma perfecta, pura y encantadora. Era como un cerdo, como un sucio puerco que hociqueara y resoplara en el pesebre. Buscó en su léxico las palabras más extremadas para retratar lo profundo de su repulsión, pero no llegaban a expresar sus verdaderos sentimientos. "Lo odio" pensó fieramente. Y luego: "Voy a matarlo". Experimentó una punzada de culpa ante la idea, pero se evaporó casi de inmediato, reemplazada por una salvaje alegría.

"Sí, voy a matarlo." No tenía otro camino.

***

Guy aguardó la oportunidad. Al mediodía siguiente, mientras los oficiales de la guardia tomaban la medición con las ballestillas, incluidos su padre y Tom, él paseaba por el castillo de proa con el señor Beatty, que le explicaba detalladamente cómo se administraban, en el Oriente, los asuntos de la Compañía.

—En la costa carnática tenemos dos fábricas. ¿Sabéis cuales son, Courtney?

—Sí, señor. —Guy había estudiado el montón de libros y documentos que el señor Beatty le había dado a leer—. La carnática es una extensión de tierras en el sudeste de la India, entre el este de Ghats y la Costa de Coromandel. Constituye una de las zonas comerciales más ricas del Oriente —recitó.

El caballero asintió.

—Veo que os habéis tomado vuestras tareas en serio.

Guy trataba de mantenerse concentrado en la conversación, pero su atención se desviaba hacia el grupo del alcázar: Vio que conferenciaban sobre la tabla travesera del timón; luego Tom garabateó algo en su pizarra y mostró el resultado a su padre.

—Buen trabajo, hijo. Lo marcaré así en la carta.

La voz de su padre le llegó aun contra el viento. Ese elogio lo irritó, fortaleciendo su decisión de llevar a cabo su plan.

Hal dio una última vuelta por la cubierta, disparando miradas penetrantes a la posición de las velas y el curso de la bitácora. Era una figura imponente: alto, de hombros anchos, facciones bien formadas y densa melena negra anudada atrás. Guy se sintió intimidado ante la perspectiva de enfrentarse a él. Por fin Hal entregó la cubierta al oficial de la guardia y desapareció por la escalerilla hacia su propio alojamiento.

—Señor. —Guy se volvió hacia el señor Beatty—. ¿Me disculpáis, por favor? Hay algo de suma importancia que debo discutir con mi padre.

—Por supuesto. —El hombre lo despidió con un gesto—. Cuando regreséis estaré aquí para que continuemos nuestra conversación. Me resulta muy entretenida.

Guy llamó a la puerta del camarote; la voz de su padre dijo desde adentro:

—¡Adelante! Levantó la vista de la bitácora en la que estaba registrando la posición de mediodía, con la pluma suspendida sobre la página. Sí, hijo, ¿qué sucede?

Guy aspiró profundamente.

—Quiero desafiar a Tom a duelo.

Hal introdujo cuidadosamente la pluma en el tintero y se frotó el mentón, reflexionando, antes de volver a mirarlo.

—¿Con qué motivo?

—Lo sabéis, padre, porque estabais allí. Es tan repugnante que no quiero mencionarlo, pero Tom ha ofendido gravemente a la señorita Caroline Beatty.

—¡Ah! —Hal suspiró—. Conque era eso.

Mientras estudiaba en silencio las facciones tensas de Guy, pensó: "Si lo que le estaba haciendo con esa pequeña arrastrada era ofenderla, ella tiene una manera muy extraña de expresarlo". Por fin dijo:

—¿Y qué representa ella para ti?

—La amo, padre —respondió Guy, con una dignidad sencilla y conmovedora que pilló al padre desprevenido.

Hal detuvo la sonrisa que le estaba subiendo a los labios.

—Y la damisela ¿sabe de tus sentimientos?

—Lo ignoro —admitió el muchacho.

—¿No se los has declarado? ¿No estáis comprometidos? ¿No has pedido al señor Beatty la mano de su hija?

Guy tartamudeó:

—No, padre, todavía no. Sólo tengo dieciséis años y…

—Pues temo que te has dejado estar. —Hal hablaba con cierta bondad, pues recordaba demasiado bien los tormentos del amor juvenil—. Por suerte, podríamos decir, dadas las circunstancias.

—No comprendo, señor. —Guy se irguió, muy tieso.

"Ahora tendré que dar explicaciones a este pequeño presumido", pensó Hal, con secreta diversión.

—Para decirlo con sencillez, ahora que estás dolorosamente enterado de las… predilecciones de la señorita Beatty, tal vez te convenga reconsiderar el afecto que te inspira. ¿Te parece digna de un amor tan noble como el que sientes? ¿No te ha hecho tu hermano un servicio al revelarte el verdadero carácter de esta joven, aunque haya sido de un modo tan violento?

Iba a agregar: "Parece evidente que la señorita Caroline es muy ligera de cascos", pero se mordió la lengua; no quería terminar retado a duelo por su propio hijo.

—Tom la obligó —adujo Guy, con lúgubre decisión—. Por eso debo retarlo.

—¿Acaso la arrastró hasta el polvorín contra su voluntad?

—Quizá no, pero la incitó. La sedujo.

—Si retas a Tom, toda la gente de a bordo sabrá lo que sucedió entre Tom y ella. ¿Quieres que el padre de la muchacha se entere de su pequeña indiscreción? ¿Quieres que ella reciba en toda su fuerza la desaprobación paterna?

Guy pareció confundido. Hal aprovechó esa ventaja.

—Si no he sido más severo al condenar la parte de tu hermano en este asunto, ha sido para proteger la reputación y las perspectivas de la jovencita. ¿Quieres ponerla al descubierto?,

—No tengo obligación de explicar por qué hago esto, pero quiero batirme con él.

—Muy bien, sea. —Hal desistió. Si estás decidido y no hay nada que yo pueda hacer para disuadirte, hazlo. Dispondré un asalto de lucha entre vosotros dos.

—No, padre —interrumpió el muchacho—, no habéis comprendido. Quiero retarlo a un duelo a pistola.

La expresión de Hal se endureció instantáneamente.

—¿Qué tontería es ésta, Guy? Tom es tu hermano.

—Lo odio. La voz de Guy temblaba de pasión.

—¿Has pensado que, si lo desafías, corresponderá a Tom escoger las armas? Y será a sable, por supuesto. ¿Quieres enfrentarte a Tom con un sable en la mano? Yo no lo haría. Aboli lo ha convertido en un espadachín capaz de hacerse valer. No resistirías un minuto contra él. Te humillaría o te mataría —señaló Hal, sin rodeos, cruelmente.

—No me importa. Quiero batirme con él.

Hal, perdidos los estribos, descargó la palma de la mano contra el escritorio, con tanta violencia que salpicó de tinta las páginas del libro de bitácora.

—¡Basta ya! He tratado de hacerte razonar. Ahora prohíbo esta idea tuya. No habrá ningún duelo en este barco, mucho menos entre mis propios hijos. Si escucho de ti una sola palabra más sobre el tema, te haré encadenar en la bodega de proa y, en cuanto lleguemos a Buena Esperanza, serás trasladado a otro barco para que te devuelva a Inglaterra. ¿Me has oído, muchacho?

Guy retrocedió ante la potencia de esa cólera. Rara vez había presenciado en él una furia semejante. Aun así trató de defender su posición.

—Pero, padre…

—¡Suficiente! —le espetó Hal. Ya me has escuchado; el tema queda definitivamente cerrado. Ahora ve a cumplir tus tareas con el señor Beatty y no vuelvas a mencionar esta estupidez.

***

El mar cambió de color y de humor en tanto el Serafín hacía bordadas, abriéndose paso hacia el este. Las desordenas formaciones de olas se convirtieron en grandes hileras apretadas, un ejército de gigantes que marchaban a la batalla, rumbo a la tierra aún oculta tras el horizonte.

—Las olas del cabo —dijo Ned Tyler a Tom y a Dorian, oteando el horizonte brumoso—. El encuentro de las aguas frías con el aire caliente del África. Algunos lo llaman cabo de Buena Esperanza; otros, mar de las Nieblas. Y para otros es el cabo de las Tormentas.

Día a día, el entusiasmo cobraba potencia en la nave, que llevaba tanto tiempo sin ver tierra. Las aves les salieron al encuentro desde el continente lejano: alcatraces que volaban en formaciones largas, con pinceladas negras en el cuello amarillo; gaviotas de pechugas níveas y mantos renegridos, que lanzaban gritos bulliciosos; pequeños petreles que chapoteaban en la superficie del agua con patas palmeadas.

Después vieron los primeros manojos de algas, arrancadas, las rocas por los mares tempestuosos; la corriente las arrastraba, haciendo ondular los largos tallos y las frondas apretadas como tentáculos de pulpos deformes. En la superficie fría y verde pululaban grandes cardúmenes de peces pequeños, parecidos a la sardina; de su abundancia se alimentaban legiones enteras de focas lustrosas y resbaladizas. Al pasar la nave, alzaban la cabeza para contemplar a los hombres de abordo con enormes ojos lacrimosos, rígidos los bigotes de gato.

Ahora Hal arrizaba las velas todas las noches, a fin de que el barco resistiera apenas la corriente arremolinada. Al rayar el día enviaba a Tom y a Dorian al puesto del vigía, a fin de asegurarse de que no hubiera arrecifes ni rocas que pudieran desgarrar las entrañas del barco. Una vez seguro de que el camino hacia adelante estaba despejado, izaba todas las velas.

Setenta y tres días después de la partida, al promediar la mañana, Dorian señaló a su hermano una nube que permanecía estacionada sobre el horizonte, mientras que las otras cohortes celestiales corrían a tumbos en el viento. Los chicos la estudiaron por un rato, hasta que súbitamente se arremolinó. Al abrirse dejó ver abajo una dura línea azul, recta como una herida de sable.

—¡Tierra! —susurró Tom.

—¿Puede ser? —dudó Dorian.

—¡Sí, sí! —La voz de su hermano se elevó bruscamente—. Es la tierra. —Y se levantó de un salto, apuntando hacia adelante un dedo trémulo.— ¡Tierra! —chilló—. ¡Tierra a la vista!

Allá abajo la cubierta estalló a la vida; los que estaban bajo cubierta subieron a torrentes y se unieron a quienes ya trepaban por el cordaje. Pronto hubo un racimo de hombres en cada obenque y en cada verga; pendían allí como manojos de fruta madura, gritando y rugiendo de risa y entusiasmo.

Hal Courtney acudió deprisa desde su camarote, en mangas de camisa; llevando el telescopio bajo el brazo, trepó hasta donde estaban sus hijos, encaramados en el palo mayor. Trepaba deprisa, con fuerza, sin detenerse hasta llegar al puesto del vigía. Tom notó con orgullo que, pese a la escalada, su respiración era serena y ligera.

Se llevó el telescopio al ojo para estudiar la silueta azul, observando los sombreados repliegues de roca.

—Bien, maese Thomas, habéis hecho vuestro primer avistamiento de tierra. Y entregó el anteojo al muchacho. —¿Qué ves?

Sentado en cuclillas entre los dos muchachos, los rodeó con los brazos.

—¡Es una montaña! —exclamó Tom. Una montaña grande, de cumbre plana.

—Table Mountain —concordó Hal.

Su hijo no sabía aún qué hazaña de navegación era ésa. Tras pasar más de setenta días sin ver tierra, su padre los había llevado exactamente a los treinta y cuatro grados de latitud sur.

—Mirad bien esa tierra que tenéis adelante —dijo Hal. Experimentaba una extraña precognición, como si las cortinas que velaban el futuro se abrieran por un segundo ante sus ojos. Allí está vuestro destino.

—¿También el mío, padre? —gorjeó Dorian.

—El de ambos. Aquí os ha traído el Destino.

Los dos muchachos guardaron silencio, por una vez enmudecidos por la vehemencia paterna.

Permanecieron juntos en el puesto del vigía hasta que el Sol llegó al cenit.

—Hoy no hacen falta mediciones —rió Hal. Podemos dejar eso por cuenta de Ned Tyler y Alf Wilson. Ya sabemos donde estamos, ¿no?

El Sol inició el descenso por el cielo. El Serafín avanzaba alegremente, abriéndose paso con lentitud contra el viento del sudeste, y se acercaba poco a poco. La montaña aplanada se elevó con solemne majestad por sobre el mar, hasta que pareció llenar el cielo hacia adelante. Hasta se podían divisar blancas motas de viviendas humanas al pie de los acantilados rocosos.

—Nosotros ayudamos a construir ese fuerte —señaló Hal—. Aboli, Gran Daniel, Ned Tyler y yo.

—¡Contadnos cómo fue! —rogó Dorian.

—Os lo he contado cien veces —protestó su padre.

Pero Tom agregó su ruego.

—No importa, padre. Queremos escucharlo otra vez.

Así, sentados en el cordaje, Hal les relató lo sucedido durante la guerra, veinticinco años atrás, cuando toda la tripulación del abuelo había sido capturada por los holandeses y llevada a Buena Esperanza, cargada de cadenas. Sir Francis Courtney fue torturado para que revelara el paradero del tesoro tomado de los galeones holandeses abordados por él. Como se mantuviera firme contra sus verdugos, soportando los sufrimientos más crueles e inhumanos, los holandeses lo habían ejecutado públicamente en el patio de desfiles. Hal y el resto de su tripulación fueron condenados a trabajos forzados en las murallas del fuerte holandés, donde penaron por tres largos años antes de poder escapar.

—¿Conque ésa es la montaña donde está sepultado el abuelo Francis? —preguntó Tom—. ¿Sabes dónde está su tumba, padre?

—Aboli lo sabe, pues fue él quien retiró el cuerpo del patíbulo, por la noche, y lo llevó bajo la Luna montaña arriba, hasta un sitio secreto.

Tom calló por un rato, pensando en el sarcófago vacío que tenía grabado el nombre de su abuelo, allá en la capilla de High Weald. Creía adivinar lo que su padre estaba planeando, pero no había llegado el momento de avanzar. Tendría que medir su tiempo.