Alfred Wilson fue una sorpresa. Con ese nombre, Hal esperaba encontrarse cor un inglés de pura cepa, con acento de Yorkshire o Somerset. A pedido suyo, Childs había permitido que el marinero saliera de donde se le retenía para visitar a Hal en la posada. De pie en el centro del salón privado, retorcía la gorra en las manos delgadas y oscuras.

—¿Sois inglés? —preguntó Hal.

Wilson se tocó respetuosamente la masa de pelo denso y oscuro que le caía contra la frente.

—Mi padre nació en Bristol, capitán.

—Pero vuestra madre no —adivinó Courtney.

—Era india, señor. De los mogoles. Musulmana.

Wilson era aun más moreno que William e igualmente apuesto.

—¿Habláis su idioma, Wilson?

—Sí, señor, y también lo escribo. Mi madre era de alta cuna, con vuestro perdón.

—Y también sabéis escribir nuestro idioma. A Hal le gustaba el aspecto del muchacho. Si el relato que hacía de su fuga era cierto, en verdad era ingenioso e inteligente, por añadidura.

—Sí, señor.

Sorprendente, en verdad; pocos marineros sabían leer y escribir. Hal lo estudió, pensativo.

—¿Domináis algún otro idioma?

—Sólo el árabe. Wilson se encogió de hombros, como restándole valor.

—Cada vez mejor. Con una sonrisa, el capitán continuó en árabe para ponerlo a prueba. Lo había aprendido de Judith, su primera esposa, y tuvo ocasión de perfeccionarlo en sus numerosos viajes por las costas de África y Arabia. ¿Dónde lo aprendisteis? —preguntó, con la lengua algo herrumbrada por la falta de uso de esos tonos guturales.

—Navegué muchos años con una tripulación compuesta mayormente por árabes. Wilson manejaba el idioma con celeridad y fluidez.

—¿Qué cargo teníais en el Minotauro?

—Contramaestre, señor.

Hal quedó encantado. Para tener un cargo de oficial a esa edad debía de ser brillante. "Lo quiero conmigo", decidió.

—Deseo escuchar de vos todo lo que podáis contarme sobre el secuestro del Minotauro. Pero más aún quiero que me habléis de Jangiri.

—Con vuestro perdón, capitán, eso llevaría un rato.

—Disponemos de todo el día, Wilson. Hal señaló el banco apoyado en el muro opuesto. Sentaos allí. Como el hombre vacilara, añadió: Dijisteis que llevaría tiempo. Tomad asiento, hombre, y comenzad.

Llevó casi cuatro horas. Walsh, el preceptor, se sentó a la mesa para tomar nota, siguiendo instrucciones de Hal. Wilson habló en voz queda y sin emoción hasta que debió describir el asesinato de sus compañeros a manos de los piratas. Entonces se le quebró la voz. Al levantar la vista, Hal se sorprendió al descubrirle los ojos brillantes de lágrimas. Mandó por un jarro de cerveza para aliviarle la garganta y le dio tiempo para recobrar la compostura. Pero Wilson apartó el jarrón.

—No bebo licores fuertes, señor.

El placer de Hal aumentaba. La bebida era la plaga de casi todos los marinos.

—¿Nunca?

—Nunca, señor. Por mi madre, como comprenderéis.

—¿No sois cristiano?

—Sí, señor, pero no puedo olvidar las enseñanzas de mi madre.

—Comprendo, sí.

"Por Dios, necesito a éste", pensó Hal. "Es una joya." Entonces se le ocurrió una idea. "Durante el viaje haré que enseñe árabe a los muchachos. Lo necesitarán cuando desembarquemos."

Cuando terminaron Hal tenía una imagen vívida de lo sucedido a bordo del Minotauro y del hombre al que iba a enfrentarse.

—Quiero que repaséis mentalmente todo esto, Wilson. Si hay algo que hayáis olvidado, cualquier detalle que pudiera ser útil, os pido que vengáis a decírmelo.

—Muy bien, capitán. Wilson se levantó para retirarse. ¿Dónde os encontraré, señor?

Hal vaciló.

—¿Supongo que sabréis mantener la lengua quieta? Y como el hombre asintiera: Sé que se os ha impedido contar la historia del Minotauro. Si me dais vuestra palabra de que no la divulgaréis por todos los oídos, podéis uniros a mi tripulación. Busco buenos oficiales. ¿Queréis firmar, hijo?

El joven sonrió casi con timidez.

—He oído hablar de vos, capitán dijo. Mi tío navegó con vuestro padre a bordo del Lady Edwina. Y también con vos, en el Golden Bough. Él contaba muchas cosas de vosotros.

—¿Quién era vuestro tío?

—Ned Tyler, capitán. Y "es", todavía.

—¡Ned Tyler! —exclamó Hal. Llevaba cinco años sin escuchar ese nombre. ¿Dónde está?

—En su finca, cerca de Bristol. La compró con el botín que obtuvo a bordo de vuestro barco, capitán.

Ned Tyler era uno de los mejores tripulantes que Courtney hubiera tenido jamás. Una vez más, se maravilló de lo estrecha que era la hermandad de los marinos.

—Y bien, ¿qué decís, Wilson? ¿Firmaréis contrato con el Serafín?

—Me haría feliz embarcarme con vos, capitán.

Su aceptación llenó de placer a Hal.

—Decid a mi contramaestre, Gran Daniel Fisher, que os busque alojamiento hasta que podamos ocupar los camarotes del barco. Luego podréis ejercitar la mano redactando una carta para vuestro tío Ned. Decidle que deje de ordeñar vacas y que vuelva a ponerse las botas para el mar. Lo necesito.

***

Mientras Wilson bajaba ruidosamente la estrecha escalera hacia el vestíbulo, Hal se acercó a la pequeña ventana que daba al patio de los establos. Con las manos cruzadas a la espalda, observó a Aboli, que instruía a los gemelos en el manejo de la espada. Guy estaba sentado en un fardo de heno, con Dorian a su lado. Debía de haber terminado su turno, pues estaba enrojecido y su camisa tenía oscuros parches de sudor. Dorian le daba palmaditas congratulatorias en la espalda.

Aboli estaba ejercitando a Tom según el manual de armas: las seis paradas y todo el repertorio de cortes y estocadas. Tom ya estaba transpirando un poco cuando, al fin, el negro se puso frente a él para iniciar el asalto.

—¡En guardia, Klebe!

Se trabaron cinco o seis veces, sin definición. Hal notó que Aboli moderaba su potencia para adecuarse a Tom, pero el muchacho se iba cansando y actuaba con más lentitud.

—El último, Klebe. Esta vez voy a tocarte.

Tom endureció la expresión y se puso en guardia en cuarta, con la punta en alto, atento a los ojos oscuros de Aboli, para detectar su movimiento por anticipado. Tocaron los sables y el negro se adelantó con el pie derecho, elegante como un bailarín. Una finta a la línea alta y luego, como Tom parara en tercera y efectuara el contraataque, retrocedió fluidamente para una riposte en la línea de contacto, veloz como una víbora al atacar. El chico intentó correctamente parar en cuarta, pero aún le faltaba un poquito de velocidad en la mano. Hubo un deslizamiento de acero sobre acero y la hoja de Aboli se detuvo a dos centímetros de su tetilla, que se traslucía bajo la camisa blanca.

—¡Más rápido, Klebe! ¡Como los halcones! —lo amonestó el negro, en tanto él se recuperaba con calma.

Pero tenía la muñeca en pronación y el acero algo fuera de línea. Parecía haber dejado una abertura para una estocada al hombro derecho. Aunque furioso y ceñudo, el jovencito la detectó.

Desde la alta ventana, Hal lo vio cometer el error de indicar su movida con un leve gesto del mentón.

—¡No, Tom, no! —susurró.

Aboli estaba ofreciendo el cebo con que había atrapado al mismo Hal tantas veces, a la misma edad. Con un experto cálculo de la distancia, se había puesto fuera del alcance de Tom por cinco centímetros; si el chico lo intentaba, él volvería a tocarlo.

Hal graznó de placer al ver que su hijo daba un doble paso y finteaba hacia el hombro, sólo para cambiar el ángulo de ataque, con extraordinaria fuerza de muñeca para su edad, y apuntaba en cambio a la cadera.

—¡Casi lo tenías! —susurró, en tanto Aboli se veía muy exigido para protegerse con una parada circular que llevó la hoja de Tom hacia la línea de contacto inicial.

Aboli dio un paso atrás, quebrando el contacto, y sacudió la cabeza, despidiendo gotas de sudor de la cabeza calva. Sus dientes refulgieron en una enorme sonrisa blanca.

—Bien, Klebe. Nunca aceptes la invitación del enemigo. ¡Bien! Estuviste cerca de tocarme. Y rodeó con un brazo los hombros del chico. Basta por hoy. El maestro Walsh te espera para cambiar el sable por la pluma.

—¡Un asalto más, Aboli! —rogó Tom. Esta vez te ganaré limpiamente.

Pero Aboli lo empujó hacia la puerta de la posada.

"Sabe juzgar", se dijo Hal, aprobatorio."No les exige más de lo que corresponde a su edad y su fuerza." Con una sonrisa melancólica, se tocó la cicatriz blanca que tenía en el lóbulo de la oreja derecha."Pero no está lejos el día en que extraerá una o dos gotas de jugo de frutillas a maese Thomas, como hizo una vez conmigo, para moderar la opinión que el chico tiene de su propia habilidad."

Abrió la ventana para asomarse.

—¿Dónde está Daniel, Aboli?

El negro se enjugó con el antebrazo el sudor de la frente.

—Estaba trabajando en el carruaje. Luego se fue con ese muchacho nuevo, Wilson.

—Tráemelo. Tengo que deciros algo.

Un poco más tarde, cuando los dos hombrones entraron arrastrando los pies, Hal apartó la vista del documento que tenía sobre el escritorio.

—Sentaos, los dos. Señalaba el banco, en el que los dos se sentaron como escolares gigantescos a punto de ser castigados. He cambiado unas palabras con Mabel —dijo, ensañándose primero con Gran Daniel—. Dice que no soporta pasar otro invierno contigo dando vueltas por la casa como un oso encadenado. Me rogó que te lleve a cualquier parte, bien lejos.

Gran Daniel quedó atónito. Mabel era su esposa, la cocinera de High Weald, una mujer regordeta y alegre, de mejillas rojas.

—Ella no tenía ningún dere… —comenzó, enfadado.

Pero se interrumpió con una enorme sonrisa al ver el chisporroteo en los ojos de Hal.

Éste se volvió hacia Aboli.

—En cuanto a ti, diablo negro, el alcalde de Plymouth me dice que en la ciudad se ha producido una plaga de bebés pardos y calvos, por lo que todos los maridos están cargando sus mosquetes. Es hora de que te alejemos de aquí por un tiempo.

Aboli se estremeció de risa.

—¿Adónde vamos, Gundwane? Utilizaba el apodo que había dado a Hal cuando niño; en el lenguaje de los bosques, significaba "rata de las cañas". Últimamente lo usaba sólo en momentos de gran afecto.

—¡Al sur! —respondió Hal. Pasando el cabo de Buena Esperanza. A ese océano que tan bien conoces.

—¿Y qué haremos allí?

—Buscar a un hombre llamado Jangiri.

—¿Y cuando lo hallemos…? —prosiguió Aboli.

—Lo mataremos para quedarnos con su tesoro.

El negro reflexionó por un momento.

—Suena bien.

—¿Qué barco? —preguntó Gran Daniel.

—El Serafín. Un mercante recién salido del astillero. Treinta y seis cañones. Rápido como un hurón.

—¿Qué significa "serafín"?

—Un serafín es un ángel celestial de la categoría más elevada.

—Ése soy yo, de pies a cabeza. Gran Daniel mostró sus encías rosadas en una ancha sonrisa. ¿Cuándo veremos a ese Serafín?

—Mañana a primera hora. Ten el carruaje preparado al amanecer. Es largo el trayecto hasta los astilleros que la Compañía tiene en Deptford. Hal les impidió levantarse. Pero antes tenemos mucho que hacer. Para comenzar, necesitamos una tripulación.

Ambos volvieron inmediatamente a la seriedad. Conseguir tripulación para un barco nuevo era siempre tarea difícil.

Él exhibió el documento que tenía en el escritorio. Era un cartel que había encargado el día anterior a los impresores de la calle Cannon.

¡BUEN BOTIN!

¡CIENTOS DE LIBRAS!

bramaba el encabezamiento, en gruesos tipos negros. El texto siguiente, aunque en tamaño más pequeño, era igualmente rimbombante y rico en hipérboles, signos de exclamación y letras mayúsculas.

EL CAPITÁN SIR HAL COURTNEY, héroe de la guerra con Holanda, Maestro Marino y Famoso Navegante, captor de los galeones holandeses Standvastigheid y Heerlige Nacht, quien en sus fabulosas naves Lady Edwina y Golden Bough ha realizado muchos viajes importantes al África y a las Indias Orientales, quien ha combatido y derrotado a los enemigos de Su Soberana Majestad con la gran captura de RICOS TESOROS Y GRANDES BOTINES, busca Hombres Hábiles y Leales para su nuevo barco "Serafín", un mercante de 36 cañones, Gran Potencia y Velocidad, preparado y aprovisionado con atención al Bienestar de oficiales y hombres. Los marineros que tuvieron la buena SUERTE de navegar a las órdenes del CAPITÁN COURTNEY en sus viajes anteriores han recibido participaciones de hasta £200 por cabeza.

Bajo CARTAS DE MARCA suministradas por SU MAJESTAD GUILLERMO III (¡DIOS LO BENDIGA!), el capitán COURTNEY buscará en el OCÉANO DE LAS INDIAS a los enemigos de SU MAJESTAD, para confusión y destrucción de ellos y la OBTENCIÓN DE RICOS BOTINES, de los que compartirá una mitad con sus oficiales y TRIPULACIÓN.

TODOS LOS BUENOS MARINOS que busquen empleo y fortuna están cordialmente invitados a tomar una cerveza con GRAN DANIEL FISHER, contramaestre del Serafín, en la posada EL ARADO de TAILORS LANE.

Aboli la leyó en voz alta para beneficio de Gran Daniel, quien aseguraba siempre que tenía muy mala vista para esa tarea, aunque era capaz de distinguir a una gaviota en el horizonte y de tallar mínimos detalles en sus modelos de barcos, sin la menor dificultad. Terminada la lectura, el gigante sonrió.

—Es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Y este famoso capitán es el hombre que yo busco. Caramba, creo que voy a poner mi cruz en su lista.

Cuando el maestro Walsh regresó de la imprenta, tambaleándose bajo un gran fajo de carteles, Hal mandó a Dorian y a los gemelos que, junto con Aboli y Gran Daniel, los pegaran en todas las esquinas, en todas las tabernas, en las puertas de todos los prostíbulos, a lo largo del río y los muelles.

***

Aboli detuvo el carruaje en el patio del astillero. Hal se apeó de un salto, impulsivamente, y marchó hasta el borde del muelle, donde ya lo esperaban Gran Daniel y Aboli. En el río se apiñaban embarcaciones de todo tipo, desde botes vivanderos hasta naves de guerra. Algunos eran simples cascos; otros tenían ya todo su velamen y surcaban las aguas hacia Gravesend o hacían lentas bordadas contra el viento y la corriente, rumbo a Blackwall.

En esa multitud no había modo de pasar por alto al Serafín. La vista de Hal fue inmediatamente hacia él; estaba anclado fuera de la corriente principal, rodeado de gabarras; en sus cubiertas pululaban carpinteros y veleros. Ante la mirada de Hal, una de las gabarras entregó un enorme tonel de agua, que descendió por la escotilla abierta de popa.

—¡Qué belleza! —susurró Hal, deslizando la mirada por la nave con un placer casi lascivo, como si fuera una mujer desnuda. Aunque las vergas aún no estaban cruzadas, sus altos palos tenían una inclinación elegante, que permitía visualizar la vasta nube de velas que podían cargar.

Su casco era un feliz término medio. Era lo bastante ancho y profundo como para dar cabida a un cargamento pesado y a todos sus cañones, como convenía a su papel de mercante armado. Pero además, su proa fina y la forma de la popa prometían velocidad y maniobrabilidad con cualquier tipo de viento.

—Apuntará tan alto como deseéis, capitán, y volará como un pedo de hada —gruñó Gran Daniel, a su lado. El hecho de que hablara sin que se le dirigiera la palabra era muestra de su propio embeleso.

El Serafín vestía con esplendor, como convenía al orgullo de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. A pesar de las gabarras que se agolpaban en torno de él, ocultándola parcialmente al escrutinio, su pintura relumbraba a la pálida luz del sol otoñal. Era todo azul y oro; las galerías del alcázar tenían tallas intrincadas de querubines y serafines; el mascarón de proa era ese ángel alado con cara de niño cuyo nombre llevaba. Las cañoneras habían sido ribeteadas en oro, en un agradable diseño en damero que acentuaba su fuerza.

—¡Llamad una gabarra! —ordenó Hal. En cuanto una amarró contra los enlodados peldaños de piedra, bajó a paso ligero y se instaló en la popa.

—Llévanos al Serafín —ordenó Gran Daniel al anciano sentado al timón, mientras impulsaba el bote.

La embarcación apestaba a las aguas servidas que manchaban la cubierta; probablemente, uno de sus trabajos era retirar los desechos nocturnos de los camarotes entre los barcos anclados en el río, pero durante el día llevaba pasajeros y hortalizas a la flota.

—Debéis de ser el capitán Courtney, el nuevo capitán del Serafín —musitó el remero. Vi vuestro cartel en la taberna.

—Él mismo —respondió Gran Daniel, pues Hal estaba demasiado atento a su nuevo amor como para escuchar la pregunta.

—Tengo dos muchachos fuertes que quieren embarcarse con vosotros continuó el anciano.

—Envíamelos —gruñó Gran Daniel. En los tres días transcurridos desde que pusieran los carteles ya había reclutado una tripulación casi completa. No tendrían necesidad de sobornar al encargado de la cárcel para que les enviara, encadenados, a los prisioneros más aptos. Por el contrario: Daniel había podido escoger a los mejores entre la turba de marineros desempleados que sitiaron la posada. Los puestos en los barcos de la Compañía eran muy codiciados: la paga y las condiciones de vida eran infinitamente mejores que en la Marina Real. Todos los vagabundos de los puertos y todos los marineros que desembarcaban sabían muy bien que, si se declaraba la guerra a Francia, las bandas de reclutadores asolarían todos los puertos de Gran Bretaña, arrastrando a las naves de guerra a todos los hombres que pudieran atrapar. Cualquier tonto sabía que era preferible embarcarse hacia un destino remoto en un buen barco antes que se iniciara esa temible operación.

El maestro astillero que estaba en el alcázar, reconociendo en la alta silueta de la gabarra a un hombre de nota, adivinó su identidad. Cuando Hal subió la escalerilla, el hombre lo estaba esperando junto a la barandilla para darle la bienvenida.

—Ephraim Greene, a vuestro servicio, capitán.

—Mostradme el barco, señor Greene, por favor.

Hal ya lo estaba recorriendo con los ojos, desde lo alto de los palos hasta cada rincón de la cubierta; marchó a grandes pasos hacia la popa, mientras Greene correteaba tras él. Recorrieron la nave desde las sentinas hasta el juanete mayor; cuando Hal encontraba cualquier ínfimo detalle que no era totalmente de su agrado, espetaba una seca indicación a Gran Daniel. Éste gruñía algo a Wilson, quien garabateaba una nota en el libro encuadernado de cuero que llevaba bajo el brazo. Ambos estaban formando ya un buen equipo de trabajo.

Cuando Aboli llevó a Hal de nuevo a la posada, Gran Daniel y Wilson quedaron encargados de conseguir alojamiento para sí mismos en la confusión de maderos y aserrín, bultos y bolsas de velas, rollos de soga que atestaban las cubiertas inferiores del Serafín. No tendrían tiempo de volver a tierra antes de que el barco estuviera listo para hacerse a la mar.

—Volveré mañana a primera hora —prometió Hal a Daniel. Quiero una lista de las provisiones que ya están a bordo, puedes pedírsela a maese Greene, y otra de las que aún nos faltan.

—Sí, capitán.

—Luego prepararemos un manifiesto de carga y comenzaremos a acondicionarla para que navegue mejor.

—Sí, capitán.

—Y en tus ratos libres, ve alentando a maese Greene y a sus muchachos para que desplieguen un poco más las velas; así estaremos listos para hacernos a la mar antes de que se instale el invierno.

Durante esa tarde había soplado un maligno vientecillo del nordeste; olía a hielo e hizo que los hombres, de pie en cubierta, se acurrucaran bajo los capotes.

—En tardes como ésta, el cálido viento del sur parece susurrar mi nombre. —Hal sonrió al despedirse.

Gran Daniel desplegó una gran sonrisa.

—Casi me parece sentir el olor a polvo caliente del África durante el monzón.

***

Ya estaba bien oscuro cuando el carruaje entró en el patio adoquinado de la posada, pero los tres hijos de Hal corrieron a recibirlo antes de que hubiera podido apearse del carruaje; luego lo siguieron por la escalera hasta su salón privado.

Hal pidió a gritos al posadero que le subiera una jarra de vino especiado, pues estaba congelado por el cambio de clima; luego se quitó el manto, que dejó caer en una silla de respaldo alto.

—¿A qué debo el honor de este recibimiento, caballeros? —preguntó a los solemnes muchachitos alineados ante él. Y adoptó un semblante serio, para adaptarse a aquellas caras jóvenes. Dos cabezas giraron hacia Tom, a quien reconocían como portavoz.

—Hemos tratado de que Gran Daniel nos inscribiera para el viaje —dijo éste, pero nos mandó hablar con vos.

—¿Cuál es vuestra clase y qué experiencia tenéis? —preguntó el padre.

—Sólo tenemos voluntad y deseo de aprender —respondió él.

—En el caso de Tom y Guy, eso bastará. Os daré el grado de servidores del capitán, con una guinea mensual por paga. —Las caras se iluminaron como un amanecer, pero Hal prosiguió inmediatamente. Dorian, en cambio, es todavía demasiado pequeño. Debe quedarse en High Weald. Se hizo un silencio horrorizado. Los gemelos se volvieron pronto a Dorian con cara de espanto. El niño apenas pudo contener las lágrimas. ¿Quién cuidará de mí cuando Tom y Guy se hayan ido?

—Mientras yo esté de viaje, tu hermano William será dueño de High Weald. Y el maestro Walsh se quedará contigo para ocuparse de tus lecciones.

—William me odia —musitó Dorian, con voz trémula.

—Eres demasiado duro con él. Es estricto, pero te ama.

—Trató de matarme. Y cuando no estéis volverá a intentarlo. El maestro Walsh no podrá detenerlo.

Hal iba a menear la cabeza, pero a su mente acudió una vívida imagen de la expresión de William, mientras sujetaba al chico por el cuello. Por primera vez se enfrentaba a la desagradable realidad de que la extravagante aseveración de Dorian podía no estar tan lejos de la verdad.

—Tendré que quedarme a cuidar de Dorian. Tom quebró el silencio, pálido.

Hal comprendió intuitivamente lo mucho que le había costado ese ofrecimiento: toda su existencia giraba en torno de la idea de navegar, pero estaba dispuesto a renunciar. Esa devoción lo conmovió.

—Si no quieres quedarte en High Weald, Dorian, puedes ir a Canterbury, a casa de tu tío John. Es el hermano de tu madre y te ama casi tanto como yo.

—Si me amáis de verdad, padre, no me dejéis. Preferiría morir a manos del hermano William. Dorian hablaba con una convicción extraña, dados sus pocos años. Hal quedó desconcertado; no esperaba una negativa tan firme.

—Tom tiene razón —concordó Guy, leal—. No podemos dejar a Dorian. Tom y yo tendremos que acompañarlo.

Ese petitorio pesó más que ninguna otra cosa para que Hal cambiara de opinión. Era casi inaudito que Guy tomara una postura firme sobre algún tema, pero cuando lo hacía no había amenaza capaz de disuadirlo. El padre frunció el entrecejo, pensando a toda prisa. ¿Podía poner a un niño en una situación que sería, por cierto, terriblemente peligrosa? Luego miró a los gemelos, recordando que su propio padre lo había llevado al mar al morir la madre, cuando tenía quizás uno o dos años más que Dorian. Por una vez, su decisión vaciló.

Luego pensó en los peligros que sin duda enfrentarían. Imaginó ese cuerpo pequeño y perfecto despatarrado por una tormenta de astillas voladoras, cuando la metralla hiciera volar un mamparo de madera. Pensó en un naufragio, en el niño ahogado, arrojado a alguna playa africana, donde lo devorarían las hienas y otras bestias detestables. Contempló la cabeza roja y dorada de su hijo, tan inocente y encantadora como la seráfica criatura tallada en la proa de su barco nuevo. Sintió que las palabras de la negativa le subían a la garganta. Pero en ese momento Tom apoyó una mano protectora en el hombro de su hermano menor. Fue un gesto sin astucia, lleno de dignidad, amor y responsabilidad, y a Hal la negativa se le atascó en la garganta. Aspiró lentamente.

—Lo voy a pensar —dijo gruñón. Id los tres. Por hoy ya me habéis causado suficientes problemas.

Retrocedieron. Ante la puerta dijeron a coro:

—Buenas noches, padre.

Cuando llegaron a su propio dormitorio, Tom asió a Dorian por los hombros.

—No llores, Dorry. Ya sabes que, cuando él promete pensarlo, luego dice que sí. Pero no debes volver a llorar. Si quieres venir al mar con Guy y conmigo, debes comportarte como hombre. ¿Entiendes?

Dorian tragó saliva y asintió vigorosamente con la cabeza, sin animarse a responder.

***

En el hall, ante la entrada al Palacio de St. James, había una larga fila de carruajes. El edificio era un castillo de juguete, con almenas y torres, construido por Enrique VIII y utilizado todavía por el soberano actual. Cuando al fin el coche se detuvo, dos lacayos se adelantaron para abrir la portezuela; el secretario que lord Hyde le había enviado lo hizo pasar, cruzando los portones y el patio.

A la entrada de la escalera que conducía a la Galería Larga había lanceros de peto y cascos de acero, pero cuando el secretario exhibió sus credenciales le permitieron pasar. Un lacayo anunció con voz estentórea:

—¡El capitán sir Henry Courtney!

Los guardias saludaron con un floreo de las lanzas. Hal desfiló escaleras arriba, detrás del embajador español y su cortejo. Al llegar arriba se encontró con una espléndida muchedumbre de caballeros que apiñaba la galería: semejante colección de uniformes, medallas, estrellas, sombreros emplumados y pelucas hizo que Hal se sintiera como un vulgar campesino.

Buscó con la mirada al secretario que lo guiaba, pero el idiota había desaparecido en la muchedumbre. Hal no supo qué hacer.

Sin embargo, no tenía por qué sentirse fuera de lugar, pues tenía el nuevo traje de terciopelo color borgoña, que había cargado a medida para la ocasión, y hebillas de plata en los zapatos. Del cuello le pendía la insignia del Caballero Nautonnier de la Orden de San Jorge y el Santo Grial, que perteneciera anteriormente a su padre y a su abuelo. Era una decoración magnífica: de una gruesa cadena de oro colgaba el león dorado de Inglaterra, con ojos de rubí, sosteniendo con las zarpas el globo terráqueo; por encima de éste, estrellas representadas por diamantes. Rivalizaba en esplendor con cualquiera de las mil medallas y condecoraciones que refulgían a lo largo de la galería. Junto a su cadera pendía la espada de Neptuno, en cuya empuñadura relumbraba el zafiro azul, grande como un huevo de paloma; el tahalí tenía incrustaciones de oro.

En ese momento, una mano paternal se cerró en torno de su codo. La voz de Hyde le murmuró al oído:

—Me alegra que pudierais venir. Esto no nos llevará mucho tiempo. Es sólo una reunión de pavos reales que exhiben sus colas, pero hay algunos que quizás os convenga conocer. Permitid que os presente al almirante Shovel, futuro gobernador de los nuevos astilleros navales que el Rey está construyendo en Devolport. Y allí está lord Ailesham; conocerlo es bueno, porque él logra que las cosas se hagan.

Oswald Hyde guió diestramente a Hal por entre los hombres apiñados; cada grupo se abría de un modo invitante al acercarse él. Cuando Hyde lo presentaba, lo estudiaban con atención, registrándolo como persona importante sólo porque era el protegido del canciller. Hal notó que su guía se acercaba poco a poco hacia las puertas artesanadas del extremo. Una vez allí se instaló de modo de ser el primero en abordar a quien saliera. Luego se inclinó hacia Hal, murmurando:

—Ayer Su Majestad firmó vuestro nombramiento en el gabinete. Y sacó de la manga un rollo de pergamino, atado con una cinta roja y lacrado con el Gran Sello de Inglaterra: "Honisoit qui mal y pense".

—¡Guardadlo bien! —dijo, poniéndoselo en las manos.

—No temáis aseguró Hal. Ese trozo de pergamino podía valer una vasta fortuna y un título nobiliario.

En ese momento se produjo una conmoción a lo largo de la galería: las puertas se abrieron de par en par. Por ellas salió Guillermo III, rey de Inglaterra y stadholder de los Países Bajos. Sus pulcros piececitos calzaban zapatillas bordadas de perlas cultivadas y filigrana de oro. Todos los presentes se inclinaron a la par.

Hal sabía de su deformidad, naturalmente, pero la realidad lo impresionó. El Rey de Inglaterra no era mucho más alto que Dorian y tenía la espalda corva, a tal punto que el manto azul y escarlata de la Orden de la Liga formaba un pico tras su cabeza de pájaro; la gran cadena de oro parecía abrumarlo con su peso. A su lado, la reina María II, su esposa, parecía muy alta, aunque en realidad era sólo una joven delgada.

El Rey vio enseguida a Hyde y le hizo señas de que se acercara. El canciller se inclinó profundamente, barriendo el suelo con el sombrero. Dos pasos más atrás, Hal siguió su ejemplo. El monarca lo miró por sobre la espalda de Hyde.

—Podéis presentar a vuestro amigo dijo, con fuerte acento holandés. Su voz, grave y potente, parecía fuera de lugar en un cuerpo tan infantil.

—Vuestra Majestad, os presento a sir Henry Courtney.

—Ah, sí, el marino —dijo el Rey, en tanto le daba su mano para besar.

Guillermo tenía la nariz larga y aguileña, pero los ojos, bien separados, eran brillantes e inteligentes. Hal se sorprendió por la celeridad con que lo había reconocido, pero dijo, en fluido holandés:

—Vuestra Majestad puede estar segura de mi leal devoción.

El Rey lo miró con atención, respondiendo en el mismo idioma:

—¿Dónde aprendisteis a hablar tan bien?

—Pasé algunos años en el cabo de Buena Esperanza, Vuestra Majestad.

Hal se preguntó si el monarca sabría de su encarcelamiento en la fortaleza de aquel lugar. Los ojos brunos de Guillermo chisporrotearon de diversión; era evidente que Hyde se lo había contado. Resultaba extraño que este soberano de Inglaterra hubiera sido antes su enconado enemigo y, como militar, hubiera superado a muchos de los generales ingleses que ahora esperaban en la galería, dispuestos a asegurarle su profundo respeto y su lealtad.

—Espero recibir de vos buenos informes sin que pase mucho tiempo —dijo el hombrecito.

La Reina lo saludó con la cabeza. Hal se inclinó otra vez, mientras el cortejo real continuaba la marcha por la galería. La presentación de Hal había terminado.

—Seguidme —dijo Hyde, conduciéndolo subrepticiamente por una puerta lateral—. Eso estuvo bien. El Rey tiene una memoria notable. No se habrá olvidado de vos cuando llegue el momento de reclamar esos ingresos de los que hablamos. —Le dio la mano—. Estas escaleras os conducirán al patio. Adiós, Hal. No volveremos a vernos antes de que os hagáis a la mar, pero también yo espero recibir buenos informes de vuestras hazañas en el Oriente.

***

Las naves descendieron juntas con la corriente. El Serafín iba adelante, seguido por el Yeoman of York, a veinte leguas de distancia. El buque insignia aún llevaba a bordo a varios trabajadores del astillero. No había sido posible concluir las tareas de acondicionamiento en la fecha prometida, pero Hal decidió zarpar lo mismo. "Os enviaré a vuestros hombres a tierra cuando lleguemos a Plymouth", había dicho a Maese Greene, el constructor, "siempre que por entonces hayan terminado el trabajo. De lo contrario, los arrojaré en el golfo de Vizcaya para que vuelvan a casa nadando."

La tripulación aún era torpe para manejar el barco. Hal echó un vistazo a popa: en marcado contraste, los tripulantes del Yeoman manejaban las velas con celeridad y experiencia. Edward Anderson, su capitán, también los estaría observando. Hal enrojeció de mortificación ante la ineptitud de sus hombres, pero juró que eso cambiaría antes de que llegaran a Buena Esperanza.

Cuando llegaron a las aguas abiertas del canal, el viento viró, acentuándose hasta convertirse en un vendaval de otoño. El Sol se ocultó tras las nubes; el mar, ruidoso, adquirió un verde sombrío. En ese anochecer prematuro, los dos barcos perdieron contacto entre sí antes de que Dover quedara atrás.

Por algunos días el Serafín avanzó penosamente en la mar picada, pero al fin se encontraron frente a la isla de Wight. Hal descubrió al Yeoman a sólo un kilómetro y medio de distancia, haciendo la misma bordada que él.

—¡Bien! —exclamó, cerrando su telescopio. Había esperado para evaluar a Anderson. El capitán del Yeoman era un corpulento nativo de Yorkshire, rubicundo, serio y taciturno, que parecía resentido por el hecho de que Hal tuviera autoridad sobre él. Pero en esos primeros días demostró que, cuanto menos, era un marino de fiar.

Hal volvió su atención al Serafín. La tripulación ya había mejorado con la práctica en esas condiciones; los hombres parecían alegres y bien dispuestos, como cabía esperar: Hal había ofrecido buenos sueldos para asegurarse a los mejores, cubriendo de su propio bolsillo la diferencia con lo que pagaba la Compañía.

En ese momento los tres muchachos surgieron juntos del pasillo, liberados por el maestro Walsh. Venían entusiasmados y vocingleros, sin que se los viera en absoluto indispuestos por haber navegado en medio de un vendaval. En Londres, Aboli los había equipado con ropas de marinero; estaban mejor preparados que Hal, en su primer viaje con su padre. El viejo no quería malcriarlo; él recordó aquellas faldas de lona áspera, las chaquetas embadurnadas de brea, rígidas de sal, que lo despellejaban crudo bajo los brazos y entre los muslos. Sonrió con melancolía al recordar cómo dormía: junto a Aboli y los otros marineros, en un húmedo colchón de paja tendido en la cubierta, a cielo abierto; comían sentados en cuclillas al amparo de algún cañón, usando los dedos y el puñal para pescar el guiso de la escudilla y romper la galleta; para sus intimidades usaba el cubo de cuero instalado en la proa, y nunca se bañaba durante un viaje."No me hizo ningún mal", reconoció Hal, "pero tampoco ningún bien. No hace falta criar a un muchacho como si fuera un cerdo para hacerlo mejor marino. "Claro que las circunstancias de aquellos primeros viajes con su padre habían sido diferentes. El viejo Lady Edwina no llegaba a la mitad del Serafín; hasta el camarote de su padre era una tina perrera, comparado con el amplio espacio a popa que tenía ahora a su disposición. Hal había ordenado al carpintero que instalara allí un tabique separando una pequeña sección, poco más que un armario, donde hizo instalar tres estantes que sirvieran de literas para los muchachos. Había contratado al maestro Walsh como escribiente del capitán, aunque el hombre protestaba que no servía para navegar. Continuaría dando lecciones a los chicos, utilizando como aula su propio y diminuto camarote.

Con aire de aprobación, vio que Gran Daniel atrapaba a los traviesos para imponerles, severamente, las tareas que les tenía preparadas. Había separado a los gemelos, poniendo a Tom en la guardia de estribor y a Guy en la otra. Cada uno de ellos era una mala influencia sobre el otro. La proximidad de Guy inducía a Tom a exhibirse; éste, a su vez, distraía a su gemelo con sus travesuras. Dorian fue enviado a las cocinas, para ayudar en la preparación del desayuno. Hal sintió una punzada de preocupación, temiendo que Gran Daniel hiciera subir a los gemelos para manejar las velas, pero no tenía por qué preocuparse: ya llegaría el momento, cuando hubieran fortalecido las piernas y aprendido a mantener el equilibro con facilidad en medio de los bamboleos. Por el momento se los mantenía en la cubierta, colaborando con el manejo de las velas.

Hal sabía que podía dejar a sus hijos bajo la mirada vigilante del hombrón y concentrarse en sus problemas. Se paseó por el alcázar, ya en sintonía con el casco que tenía bajo los pies; podía sentir las reacciones del barco a cada alteración de las velas. "Está bajo por la proa", juzgó, en tanto la nave recibía una verde ola a bordo y el agua corría por la cubierta, para escurrirse luego por los imbornales. En los últimos días había estado imaginando cómo reacomodar la carga en la bodega, sobre todo los pesados toneles de agua, para lograr la agilidad que deseaba. "Puedo agregarle dos nudos de velocidad", estimó. Aunque Childs lo enviara a una expedición guerrera, el principal interés de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales era siempre la ganancia, por lo que las bodegas del Serafín estaban colmadas de diversas mercancías a entregar en las fábricas que la Compañía poseía en Bombay.

Mientras una parte de su mente estaba ocupada en la carga y la preparación del barco, tenía la otra en su tripulación. Aún le faltaban oficiales. Por eso, principalmente, iba a detenerse en Plymouth, en vez de continuar directamente hasta la costa francesa, cruzar el golfo de Vizcaya y dirigirse hacia el sur, rumbo al continente africano. Plymouth era el puerto de origen, donde Gran Daniel y Aboli conocían a casi todo el mundo en la ciudad y en la campiña circundante.

—A los dos días de haber pisado el muelle de Plymouth tendré completo el plantel con los mejores hombres de Inglaterra —se había jactado Gran Daniel. Y Hal sabía que era cierto.

—Mi tío Ned mandó decir que nos estaría esperando allí —agregó Wilson, para satisfacción del capitán, que ansiaba tener a Ned Tyler a bordo del Serafín.

Había otros motivos para ese desvío, aparte de la necesidad de buscar oficiales: en Londres era prácticamente imposible conseguir pólvora y municiones. La guerra con Irlanda había llevado a la escasez de pertrechos; ahora, con un conflicto con Francia en ciernes, el Almirantazgo estaba acumulando todos los barriles de pólvora y todas las balas. Hasta había embargado las fábricas para apoderarse de toda la producción.

Uno de los depósitos que Hal poseía en los muelles de Plymouth estaba lleno de barriles de pólvora y metralla de hierro; él los había almacenado para su último viaje en el Golden Bough, del que se vio obligado a desistir al morir la madre de Dorian, dejándolo con un bebé a atender. Aunque habían pasado varios años, los nuevos tipos de pólvora no se deterioraban tan pronto como los antiguos y aún debían de estar en buenas condiciones.

La causa final de esa parada en Plymouth era que allí lo esperaban pasajeros que debía trasladar a la fábrica de Bombay. Childs no le había dicho cuántos enviaba, pero Hal confiaba que fueran pocos. En cualquier barco, hasta en uno tan grande como el Serafín, el alojamiento era escaso. Algunos de sus oficiales tendrían que cederles sus camarotes.

Tan concentrado estaba Hal en todos estos problemas que pareció pasar muy poco tiempo antes de que la isla de Wight apareciera a la cuadra. Un momento después rodeaban Gara Point para descender por el estrecho, dejando atrás la isla de Drake. Plymouth apareció ante ellos. En la costa, veinte o treinta holgazanes, que habían visto las dos hermosas naves, estaban ya alineados frente al agua para verlos amarrar.

Gran Daniel se detuvo ante Hal, murmurando:

—¿Veis esa cabeza de pelo plateado que refulge allá como un faro? Señalaba con el mentón hacia el muelle. Es inconfundible, ¿no?

—¡Buen Dios, es maese Ned! —rió Hal. Y lo acompaña Will Carter. Ned debe de haberle echado él lazo. Buen muchacho, nuestro Will. Con él como tercer oficial y Ned como primero, creo que tenéis vuestra oficialidad completa, capitán.

En cuanto hubieron amarrado, Ned Tyler fue el primero en subir a bordo. Hal tuvo que contenerse para no abrazarlo.

—Me alegra veros, señor Tyler.

—Sí concordó Ned. Bonita nave la que tenéis. Pero está baja por la proa y sus velas parecen un montón de sábanas sucias en día de colada.

—Tendréis que encargaros de eso, ¿no, Ned?

El hombre asintió lúgubremente.

—Así será, capitán.

Pese al estado de los caminos, Aboli había hecho en poco tiempo el viaje desde Londres con el carruaje; esperaba en el muelle, sentado en el pescante, con los caballos aún enganchados. Hal dio orden a Gran Daniel para que comenzara a bajar la pólvora del depósito e hiciera descargar los barriles de agua que el Serafín traía en la bodega, a fin de reacomodarlos de modo más conveniente. Luego llamó a los chicos para reunirse con Aboli. Guy lo siguió inmediatamente, hasta con cierto apuro.

Tom y Dorian, por el contrario, bajaron a tierra sólo después de complejas tácticas de postergación, incluidas prolongadas despedidas con todos los miembros de la tripulación con que hubieran trabado amistad. Se habían aficionado a la vida de a bordo como si hubieran nacido para ella. "Y así es, en verdad", pensó Hal, con una gran sonrisa.

—Venid, vosotros dos. Mañana vendréis a ayudar a Gran Daniel con la recarga. En cuanto se hubieron instalado en el pescante, junto al negro, Hal ordenó: Llévanos a High Weald, Aboli.

Rato después, mientras el carruaje cruzaba el portón abierto en el muro de piedra que delimitaba la propiedad, Tom vio hacia adelante a un jinete solitario que cruzaba los brezales al trote largo, con intención de interceptarlos al pie de la colina. No había manera de confundir esa alta silueta, vestida de negro y montada en el potro negro, que venía desde la mina de estaño de East Rushwold. Dorian, que reconoció a Billy el Negro al mismo tiempo, se acercó un poco más a él como buscando protección, pero ninguno de los dos dijo palabra.

William dirigió el potro hacia el cerco. Caballo y jinete volaron por encima, con el manto negro flameando hacia atrás; aterrizaron con desenvoltura y continuaron inmediatamente camino arriba, para ir al encuentro del carruaje.

Ignorando a Aboli y a sus dos hermanos menores, sentados en el pescante, William volvió grupas para trotar junto al carruaje.

—¡Buen tiempo, padre! —saludó por la ventanilla. Bienvenido a High Weald. Os echábamos de menos. Hal asomó por la ventanilla, sonriente de placer, y los dos iniciaron de inmediato una conversación animada. William relató cuanto había sucedido durante su ausencia, con énfasis especial en el manejo de las minas y la cosecha de cereales.

Mientras ascendían la última colina hacia la casona, se interrumpió súbitamente con una exclamación de fastidio:

—¡Ah! Olvidé mencionar que ya han llegado vuestros invitados de Brighton. Llevan dos días aguardando vuestra llegada.

—¿Mis invitados? —Hal parecía confundido.

William señaló con el látigo unas siluetas en los prados más lejanos. Un caballero macizo corpulento, con una dama colgada de cada brazo; dos niñitas de coloridos delantales corrían por el césped al encuentro del carruaje, chillando de entusiasmo como teteras al hervir.

—¡Chicas! —exclamó Dorian, desdeñoso—. ¡Niñitas!

—Pero también hay una ya crecida. La vista aguda de Tom había detectado a la más esbelta de las dos mujeres que acompañaban al carnoso caballero. Y muy bonita.

—Cuidado, Klebe —murmuró Aboli. Por la última os metisteis en aguas hondas.

Pero Tom era como un perro de caza sobre la pista de la perdiz.

—¿Quiénes diantre son? —preguntó Hal a su hijo mayor, irritado. Debía preparar su nave para un largo viaje; no era buen momento para recibir gente en High Weald.

—Cierto señor Beatty con su prole —respondió William. Se me dijo que los estabais esperando, padre. Si no es así, puedo ponerlos de patitas en la calle.

—¡Estúpido de mí! —exclamó Hal—. Lo había olvidado. Han de ser los pasajeros que debo llevar hasta Bombay. Beatty será el nuevo auditor general de la fábrica que la Compañía tiene allí. Pero Childs nunca me dijo que llevaría a toda su tribu. ¡Cuatro hembras, qué fastidio! En el nombre de Dios, ¿dónde voy a encontrar literas para todas ellas? —Cuando bajó del coche para saludar a la familia, disimuló su fastidio.

—Vuestro servidor, señor Beatty. Lord Childs me ha hablado muy bien de vos. Confío que el viaje a Devon os haya sido placentero.

En verdad, había supuesto que la familia buscaría alojamiento en el puerto en vez de ir a High Weald, pero puso buena cara y se volvió para saludar a la esposa. La señora Beatty era tan carnosa como su marido, puesto que compartían la mesa por veinte años. Su cara era redonda y roja como una pelota, pero por debajo de la cofia asomaban pequeños rizos infantiles. Dedicó a Hal una reverencia elefantiásica.

—Encantado, señora —la saludó Hal, besándole gallardamente la mano. Ella lanzó una risita infantil.

—¿Puedo presentaros a Caroline, mi hija mayor? La mujer sabía que, además de ser el terrateniente más rico de Devon, sir Henry Courtney era viudo. Caroline tenía casi dieciséis años y era hermosa. La diferencia de edades sería de veinticinco años, a lo sumo: la misma que entre ella y Beatty. Estaban apunto de realizar juntos un largo viaje; habría tiempo de sobra para entablar amistades. Y a veces los sueños se hacen realidad. Hal se inclinó ante la muchacha, que le hizo una bonita reverencia, pero no pensó en besarle la mano. Sus ojos pasaron rápidamente a las dos pequeñas, que brincaban y bailaban en torno a sus padres como dos gorriones.

—Y estas bellas jovencitas, ¿quiénes son? —preguntó, con una sonrisa paternal.

—¡Yo me llamo Agnes!

—¡Y yo soy Sarah!

Cuando subieron la escalinata hacia las puertas principales de High Weald, Hal llevaba a una niña de cada mano; las dos parloteaban, con la cara alzada hacia él, rivalizando por su atención.

—Siempre quiso una hija mujer —comentó Aboli suavemente, observándolo con cariño, pero sólo tuvo esta banda de diablos.

—Son sólo niñas —señaló Dorian, altanero.

Tom no dijo nada. No había abierto la boca desde que estuvo lo bastante cerca de Caroline como para distinguir cada detalle de sus facciones. Desde entonces parecía transfigurado.

La chica y Guy siguieron a los otros por la escalinata, caminando juntos. Pero al llegar al tope Caroline se detuvo para mirar atrás. Su mirada se cruzó con la de Tom.

Era lo más hermoso que Tom hubiera podido imaginar: tan alta como Guy, pero de hombros estrechos y cintura flexible como un arbolito tierno. Calzaba zapatillas diminutas bajo las amplias capas de enaguas y faldas. La piel de los brazos, descubiertos por debajo de las mangas abullonadas, era clara y sin mácula. El pelo era una torre de lustrosos rizos y cintas. La cara era exquisita, de gruesos labios rosados y grandes ojos violáceos.

Miró a través de Tom sin expresión alguna, sereno y serio el rostro, casi como si no lo hubiera visto, como si él no existiera. Luego le volvió la espalda para seguir a su familia al interior. Tom, que había estado conteniendo la respiración sin darse cuenta, soltó el aliento con un siseo audible.

Aboli meneó la cabeza. Nada se le había pasado por alto. "Este viaje puede ser largo", pensó. "Y peligroso."

***

El Serafín pasó seis días amarrado junto al muelle. Fue el tiempo que tardaron los obreros en terminar los arreglos, aun con Ned Tyler y Gran Daniel acicateándolos implacablemente. En cuanto la última cuña estuvo encolada en su sitio, Daniel los despachó a todos en el coche correo, para que volvieran a los astilleros de Deptford. A esas horas la carga, las provisiones y los armamentos habían sido retirados de la bodega y vueltos a acomodar, mientras Hal, de pie en una falúa, en medio del puerto, verificaba la línea de flotación. Edward Anderson, del Yeoman, demostró su buena voluntad enviándole a su propia tripulación para que ayudara con el trabajo pesado.

Mientras tanto Ned había enviado todo el velamen al velero, tras revisar cada costura y cada puntada, para que rehiciera todo lo que no lo complacía. Bajo su vigilancia, cada una de las velas fue nuevamente enfundada en su bolsa de lona, marcada y guardada en los armarios, lista y a mano.

Una vez resuelto ese asunto, Ned retiró e inspeccionó todos los palos y las vergas de recambio; luego los hizo llevar a bordo antes que la carga principal. Tom lo seguía de un lado a otro, haciendo preguntas y absorbiendo rápidamente todas las tradiciones de la navegación.

Hal probó personalmente una taza de agua de cada barril antes de enviarlos de nuevo a bordo, a fin de asegurarse de que el contenido fuera dulce y potable. Abrió uno de cada tres toneles de conservas e hizo que el doctor Reynolds, cirujano de abordo, verificara que la carne salada, las galletas y la harina fueran de primera calidad. Todos sabían muy bien que, cuando llegaran a Buena Esperanza, el agua estaría verde y las galletas hirviendo de gorgojos, pero Hal quería que partieran en buenas condiciones. Los hombres tomaron nota de ese cuidado con un murmullo de aprobación: "No son muchos los capitanes que se toman esos trabajos. Hay quienes compran cerdo decomisado por el Almirantazgo sólo para ahorrar una o dos guineas. Gran Daniel y sus artilleros inspeccionaron la pólvora, por si la humedad hubiera invadido los barriles, apelmazándola. Después limpiaron los ciento cincuenta mosquetes, cuidando de que los pedernales estuvieran firmes y despidieran una lluvia de chispas cuando se operaba el cerrojo. Retiraron los cañones para engrasar las cureñas. Los falconetes fueron instalados en los puestos de vigilancia y en el saltillo del alcázar, a fin de dominar las cubiertas de cualquier buque enemigo que se acercara, barriéndolas con una tempestad de metralla. El herrero y sus ayudantes afilaron los alfanjes y las hachas; luego volvieron a colocarlos en sus soportes para cuando se los necesitara.

Hal se devanó los sesos con la distribución de puestos de combate; luego trabajó con el espacio disponible para alojar a los inesperados pasajeros. Acabó por expulsar a los chicos de su flamante camarote para asignarlo a las tres hermanas; Tom Carter, el tercer oficial, tendría que ceder su diminuta cabina al matrimonio; esos dos corpachones tendrían que compartir una litera de cincuenta y cinco centímetros de ancho; Hal sonrió de oreja a oreja ante la imagen que le venía a la mente.

También pasó varias horas con Edward Anderson, en el camarote de popa, elaborando con su colega del Yeoman un sistema de señales con que comunicarse en alta mar. Cuarenta años atrás, los tres parlamentarios "generales de mar" Blake, Deane y Monck habían innovado un sistema de señales, con banderas y velas durante el día y lámparas y pistolas por la noche. Hal tenía copias de su panfleto "Instrucciones para el mejor ordenamiento de la flota en combate"; él y Anderson utilizarían las cinco banderas y las cuatro lámparas como base para su propio juego de señales. El significado de las banderas dependía de las combinaciones y su posición en el cordaje. Por la noche se dispondrían las lámparas formando, ya una línea vertical u horizontal, cuadrados o triángulos, en el palo mayor y en la verga mayor.

Una vez acordadas las señales, idearon un plan de encuentros para cubrir la posibilidad de que los dos barcos perdieran el contacto mutuo en condiciones de mala visibilidad o durante los azares de la batalla. Terminadas estas largas discusiones, Hal tenía la seguridad de conocer bien a Anderson y de poder confiar en su responsabilidad.

En el séptimo día de su estancia en Plymouth estaban ya listos para hacerse a la mar. El último día William les ofreció una espléndida cena en el comedor de High Weald.

***

Caroline se encontró sentada entre William y Guy, ante la larga mesa del comedor. Tom estaba frente a ella, pero la mesa era demasiado ancha como para entablar conversación. De cualquier manera no le importó mucho: por una vez en la vida, no se le ocurría nada que decir. Comió poco; apenas probó la langosta y el lenguado, que eran sus platos favoritos. Le costaba quitar los ojos de la cara serena y encantadora de la muchacha.

Guy, en cambio, había descubierto casi de inmediato que ella era amante de la música; el vínculo fue instantáneo. Bajo la enseñanza del maestro Walsh, él había aprendido a tocar tanto el clavicémbalo como la cítara, moderno instrumento de cuerdas. Tom no mostraba aptitudes para ninguno de esos instrumentos; en cuanto al canto, según opinaba el maestro Walsh, era capaz de hacer que se desbocaran los caballos.

Durante la estancia en Londres, el maestro había llevado a Guy y a Dorian a un concierto. Un fuerte dolor de estómago impidió a Tom acompañarlos… circunstancia que ahora lamentaba amargamente, al ver que Caroline escuchaba como en éxtasis la descripción que Guy le hacía de esa velada: la música, la deslumbrante sociedad londinense; hasta parecía recordar los vestidos y las joyas de las mujeres, y esos enormes ojos violáceos no se apartaban de su cara.

Tom hizo un esfuerzo por apartar la vista de su gemelo y se embarcó en un relato de su visita a Bedlam, donde había visto a los lunáticos expuestos en sus jaulas de hierro.

—Cuando arrojé una pedrada a uno, recogió sus propios excrementos para lanzármelos —contó con placer—. Falló, afortunadamente, e hizo blanco en Guy. El labio superior de Caroline, un pimpollo de rosa, se elevó apenas, como si hubiera olfateado el proyectil; su mirada de basilisco atravesó limpiamente a Tom, quien quedó tartamudeando. Luego se volvió hacia Guy.

Dorian estaba entre Agnes y Sarah, al pie de la mesa, rígido. Las dos niñas, escondidas de sus padres por los ramos de flores y los altos candelabros, pasaron la comida entera lanzando risitas agudas e intercambiando susurros o chistes estúpidos, que las divertían al punto de meterse la servilleta en la boca para controlar el regocijo.

Dorian se retorcía de bochorno, aterrorizado al pensar que los lacayos describirían su tormento en las habitaciones de servicio. Entonces hasta los mozos de cuadra, que habitualmente eran sus amigos del alma, lo despreciarían por marica.

En la cabecera de la mesa, Hal y William, el Señor Beatty y Steward Anderson hablaban del Rey.

—Sabe Dios que no me sentía del todo feliz con un holandés en el trono, pero ese caballerito de terciopelo negro ha demostrado ser todo un guerrero —dijo Beatty.

Hal asintió.

—Es un gran adversario de Roma y no tiene ningún cariño por los franceses. Sólo por eso merece mi lealtad. Pero además he notado que tiene vista y mente agudas. Creo que será un buen rey. Alice Courtney, la flamante esposa de William, estaba pálida y callada junto a su suegro. En contraste con su amorosa actitud de los comienzos, no miraba a su esposo, sentado enfrente. Tenía un moretón purpúreo en la mandíbula, debajo de la oreja, que había tratado de disimular con polvos de arroz y cubriéndolo con un rizo de pelo oscuro. A la conversación de la señora Beatty respondía apenas con monosílabos.

Al terminar la comida, William se levantó para tocar la copa de vino con una cuchara de plata.

—Dado que mi obligación es permanecer en casa mientras el resto de mi amada familia viaja a tierras lejanas… —comenzó.

Tom agachó la cabeza detrás de los adornos florales, para que no lo vieran ni su padre ni su hermano mayor, y fingió meterse un dedo por la garganta para vomitar. A Dorian le pareció tan hilarante que se atragantó de risa y tuvo que esconder la roja cabeza bajo la mesa. Caroline dirigió a Tom una mirada altanera; luego cambió de posición en la silla, para no verlo. William, ajeno a este espectáculo secundario, continuaba:

—Padre: sé que, como lo habéis hecho tantas veces, retornaréis con vuestra fama realzada y trayendo grandes ganancias en las bodegas de vuestros barcos. Vivo para ver ese día. Pero mientras tanto, recordad que dedicaré toda mi atención y cuidado a los asuntos de la familia, aquí en Inglaterra.

Hal se respaldó en el asiento, con los ojos entornados y sonriente, asintiendo con la cabeza al escuchar las sonoras alabanzas y buenos deseos de su primogénito. Pero sintió un cosquilleo de dudas cuando William incluyó en su discurso los nombres de sus tres medio hermanos: los sentimientos que expresaba eran excesivos.

Al abrir súbitamente los ojos vio que William miraba hacia Tom, sentado en el otro extremo de la mesa. Sus ojos fríos y oscuros contradecían la calidez de sus palabras, demostrando que poco de lo dicho era sincero. El joven, percibiendo la evaluación de su padre, le echó un vistazo y se apresuró a disimular su malevolencia. De inmediato su expresión volvió a ser afectuosa, con un dejo de tristeza por la inminente partida de aquellos que tanto amaba.

No obstante, lo que había visto en los ojos de William provocó en Hal una cadena de ideas que lo llenaron de malos presentimientos; tuvo la súbita premonición de que ésa era la última vez que compartía la mesa con todos sus hijos.

"Los vientos del azar nos arrastran a todos, a cada uno por su propio curso. Algunos no volverán a pisar High Weald", pensó. Y experimentó una melancolía tan profunda que no pudo sacudírsela; tuvo que imponer la sonrisa a sus labios al levantarse para responder al brindis de William:

—¡Que Dios os acompañe y os mande vientos favorables!

***

En el extremo del rompeolas, William, montado en su negro Sultán, alzó muy alto el sombrero, para saludar a las dos naves que se hacían a la mar. Luego de responder a su gesto desde la barandilla del alcázar, Hal se volvió para dar orden de poner proa al mar abierto.

—¿Qué curso tomamos para rodear Ushant? —preguntó a Ned Tyler, cuando las verdes colinas de Inglaterra empezaron a perderse hacia popa.

Ned estaba de pie junto al novedoso timón, que había reemplazado al antiguo gobernalle. Era un invento maravilloso: utilizando el gobernalle, el timonel se veía limitado a giros de cinco grados con respecto al eje; con esa rueda, en cambio, podía efectuar giros de setenta grados, logrando un dominio mucho mayor de la marcha del navío.

—El viento se mantiene, capitán: sudsudeste respondió, sabiendo que la pregunta era una formalidad, pues Hal había estudiado cuidadosamente sus cartas antes de abandonar su camarote.

El capitán caminó hacia popa, estudiando las velas que se desplegaban libremente, con el viento a favor. Gracias a Ned, todas se henchían que era un contento y el Serafín parecía saltar de ola en ola como si volara. Hal experimentó una alegría salvaje cuya intensidad lo sorprendió. "Creía ser demasiado viejo para que un barco y la promesa de una aventura le dieran este gozo", pensó. Tuvo que esforzarse por mantener la expresión serena y el paso digno, pero Gran Daniel estaba de pie junto al saltillo del alcázar y sus miradas se cruzaron. No sonrieron, pero cada uno entendió lo que el otro sentía. Los pasajeros estaban de pie en el bauprés, alineados contra la barandilla. El viento agitaba las faldas de las mujeres, que debían sujetarse el sombrero. Pero sus chillidos de entusiasmo se apagaron en cuanto la tierra quedó atrás y el Serafín recibió de lleno el batir del mar; una tras otra fueron abandonando la barandilla para correr abajo, hasta que sólo quedó Caroline, de pie junto a su padre.

Durante todo ese día y los siguientes la fuerza del viento fue en aumento, impulsando a los dos barcos. Por fin, una noche, amenazó con transformarse en un verdadero vendaval; Hal se vio forzado a arriar velas. Al caer la oscuridad ambos navíos izaron lámparas a la cofa mayor para mantener el contacto. Al romper el día, Ned tocó a la puerta de Hal para decirle que el Yeoman estaba tres kilómetros hacia popa y que a babor se veía la luz de Ushant.

Antes del mediodía rodearon Ushant y se lanzaron hacia las tempestuosas aguas de Vizcaya, que justificaron su mala reputación. Durante toda la semana siguiente a la tripulación le sobró ejercicio en el manejo de las velas y la nave en aguas turbulentas y fuertes vientos. Entre las señoras, sólo Caroline parecía normal; compartía con Tom y Dorian las lecciones diarias en el atestado camarote del maestro Walsh. Hablaba poco; a Tom, nada: continuaba ignorando hasta sus comentarios más ingeniosos. Rechazaba la ayuda de Tom para los problemas de matemáticas. Tampoco quiso participar de las lecciones de árabe que Alf Wilson daba a los tres muchachos todas las tardes, durante una hora.

Durante el cruce del golfo de Vizcaya, Guy estuvo postrado por los mareos. Para Hal fue una grave preocupación que un hijo suyo pudiera sucumbir al movimiento de las olas. Aun así, le hizo instalar un jergón en su camarote; allí yacía Guy, pálido y gemebundo como al borde de la muerte; no podía comer y apenas bebía el agua que Aboli le llevaba.

La señora Beatty y sus pequeñas no estaban mejor. Ninguna de ellas abandonaba los camarotes. El doctor Reynolds, con la ayuda de Caroline, dedicaba a atenderlas la mayor parte del día. Había mucho ir y venir de bacinillas, cuyo contenido se arrojaba por la borda. El agrio olor a vómito impregnaba los camarotes de popa.

Hal había ordenado un curso hacia el oeste, para no encallar en la oscuridad en las islas de Madeira y las Canarias; tenía la esperanza de hallar vientos más favorables cuando entraran, por fin, en la zona de calmas ecuatoriales. No obstante, los vendavales sólo comenzaron a ceder al acercarse a los treinta y cinco grados de latitud norte, con Madeira a cien leguas de distancia en dirección este. Ya en mejores condiciones, Hal pudo dedicarse a la reparación de las velas y el cordaje, afectados por las tormentas, y ejercitar a su tripulación en maniobras que no fueran izar y arriar velas. Los hombres pudieron poner a secar la ropa y los jergones; el cocinero pudo encender el fuego para servir comida caliente. En el barco se impuso otro estado de ánimo.

En pocos días la señora Beatty y sus hijas menores reaparecieron en la cubierta; al principio, pálidas y nerviosas; luego, más animadas. No pasó mucho tiempo sin que Agnes y Sarah se convirtieran en las pestes de a bordo. Se dedicaban especialmente a Tom, a quien adoraban como a un héroe. Para escapar de ellas persuadió a Aboli de que le permitiera trepar por el cordaje, sin permiso de su padre, pues ambos sabían que sería denegado.

Al salir a cubierta, durante el cambio de guardia de la mañana, Hal descubrió que Tom estaba a nueve metros por sobre cubierta, con los pies firmemente plantados en el mástil, ayudando a desplegar otro rizo del velacho alto. Quedó petrificado en medio de un paso, con la cabeza echada hacia atrás, buscando una orden que devolviera a Tom a la cubierta sin dejar al descubierto su aflicción. Al girar hacia el timón vio que todos los oficiales presentes lo estaban observando; entonces detuvo la orden antes de que le llegara a los labios y se acercó a Aboli como al desgaire.

—Recuerdo la primera vez que trepaste al mastelero de gavia, Gundwane —dijo el negro, suavemente—. Fue con mar picada, frente al cabo de Agujas. Lo hiciste porque yo te había prohibido ir más allá de los obenques de la mayor. Tenías dos años menos de los que tiene Klebe ahora. Claro que siempre fuiste un muchacho loco. Aboli meneó la cabeza con desaprobación y escupió por sobre la borda. Sir Francis, tu padre, quería azotarte. Hice mal en no permitírselo.

Hal recordaba el incidente con claridad. Lo que comenzara como desafío juvenil había terminado en abyecto terror: aferrado al palo mayor, a treinta metros de altura, veía imágenes de la cubierta alternadas con espumosas olas verdes, en tanto la nave cabeceaba y la estela se extendía hacia atrás. ¿Era posible que Tom tuviera dos años más que él en aquel entonces? En verdad, la verga de la que Wilson pendía no estaba siquiera a la mitad del mastelero.

—Tú y yo sabemos lo que es una caída desde la verga de gavia baja —gruñó. Puedes romperte los huesos o matarte, igual que si cayeras desde el sobrejuanete mayor.

—Pero Klebe no caerá. Trepa como un mono. —De pronto Aboli sonrió de oreja a oreja. Debe de llevarlo en la sangre.

Ignorando esa réplica, Hal regresó a su camarote, ostensiblemente para escribir en la bitácora, pero en verdad para no tener que ver a su hijo en los cordajes. Por el resto de esa guardia temió oír el golpe terrible en la cubierta, sordo y carnoso, o los gritos de "¡Hombre al agua!". Cuando por fin se oyó un golpecito a la puerta del camarote y Tom, radiante de orgullo, asomó la cabeza para transmitirle un mensaje del oficial de la guardia, Hal estuvo a punto de saltar de alivio y estrecharlo contra su pecho.

Cuando llegaron a la zona de calma chicha, el barco quedó inmóvil, con las velas caídas, sin siquiera una ondulación junto al flanco. Al promediar la mañana Hal se reunió en su camarote con Gran Daniel, Ned Tyler y Wilson, para repasar la captura del Minotauro a manos de Jangiri. El capitán quería que todos sus oficiales supieran exactamente qué cabía esperar; esperaba que le ofrecieran ideas para inducir a Jangiri al combate o para descubrir su paradero.

De pronto interrumpió lo que estaba diciendo, con la cabeza torcida. Arriba se oía cierta actividad desacostumbrada: pasos, un leve rumor de voces y risas.

—Disculpad, caballeros.

Se puso de pie para subir precipitadamente y miró a su alrededor. Todos los marineros desocupados estaban en cubierta; en realidad, todos los holgazanes de a bordo parecían haberse congregado allí, con los cuellos doblados hacia arriba, mirando a lo largo del palo mayor. Hal siguió la dirección de sus miradas.

Tom estaba a horcajadas en la verga de sobrejuanete mayor, alentando a gritos a su hermano.

—Sube, Dorry. No mires hacia abajo.

Dorian pendía de los obenques de mastelero, por debajo de él. Por un momento horrible Hal lo vio petrificado allí, a veinticinco metros por sobre la cubierta, pero luego el niño se movió. Dio un paso cauteloso hacia arriba; enseguida buscó asidero en el cordaje, por encima de su cabeza, y dio un paso más.

—¡Eso es, Dorry! ¡Otro!

A la cólera que Hal sentía hacia Tom se sumó el miedo por el pequeño. "Debería haberle despellejado el trasero a azotes cuando trepó por primera vez", pensó, marchando hacia el timón para descolgar la bocina. Antes de que pudiera acercársela a la boca, Aboli apareció a su lado.

—No es prudente asustarlos ahora, Gundwane. Dorian necesita poner en la tarea las dos manos y todo el seso.

Hal bajó la bocina, conteniendo el aliento, en tanto Dorian avanzaba por los obenques, poco a poco.

—¿Por qué no lo impediste, Aboli? —preguntó, furioso.

—No me consultaron.

—Y si lo hubieran hecho los habrías dejado ir —acusó Hal.

—En verdad, no sé. —El negro se encogió de hombros. Todo varón se hace hombre a su modo y a su tiempo. Seguía observando al niño que trepaba por los cordajes. Dorian no tiene miedo.

—¿Cómo lo sabes? —bramó Hal, fuera de sí por el miedo.

—Mirad la postura de su cabeza: Los pies, las manos, cuando se afirma.

Hal no respondió. Aboli tenía razón: el cobarde se aferra a las cuerdas con los ojos cerrados; le tiemblan las manos y el olor es potente en él. Dorian continuaba avanzando, con la cabeza en alto y la vista fija adelante. Casi todos los miembros de la tripulación estaban en cubierta, mirando en silencio, tensos.

Tom se estiró hacia su hermano.

—¡Ya casi llegas, Dorry!

Pero Dorian rehusó la mano extendida y, con visible esfuerzo, se izó junto al mayor. Esperó un momento para recuperar el aliento; luego echó la cabeza atrás, en un agudo grito de triunfo. Tom le rodeó los hombros con un brazo protector. Las caras radiantes eran visibles aun desde la cubierta. Cuando la tripulación rompió espontáneamente en gritos de júbilo, Dorian se quitó la gorra para agitarla. Él y Tom ya eran los favoritos del barco.

—Estaba listo —dijo Aboli. Y acaba de probarlo.

—¡Por Dios, es una criatura! ¡Voy a prohibirle que vuelva a trepar! —estalló Hal.

—Dorian ya no es una criatura. Lo miras con ojos de padre —dijo el negro. Pronto habrá combate. Tú y yo sabemos que, en la batalla, el mastelero es el lugar más seguro para un muchacho.

Era cierto, desde luego. A la misma edad, el puesto de combate de Hal había estado siempre muy arriba, pues el enemigo dirigía el fuego contra el casco y, en caso de abordaje, allí estaría libre de daño.

Pocos días después Hal corrigió la distribución de puestos, a fin de poner a Tom y a Dorian en el puesto de vigía del palo mayor, cuando se iniciara la batalla. En cuanto a Guy, no sabía qué hacer, pues el muchacho no mostraba deseos de abandonar la seguridad de la cubierta principal. Tal vez pudiera actuar como ayudante del cirujano en la enfermería. Pero quizá no se aviniera a ver sangre.

***

En la zona de calmas ecuatoriales el viento coqueteaba con ellos. Por días enteros cesó por completo, dejando en el mar una serenidad de aceite. El calor castigaba el barco; la respiración se hacía trabajosa y el sudor reventaba en todos los poros de la piel. Quienes estaban en cubierta buscaban la sombra de las velas como alivio contra el sol. Al fin, en el horizonte, una zarpa de gato arañaba la superficie lustrosa del agua y un soplo de viento corría a llenarles las velas, impulsándolos por una hora o un día.

Cuando el viento, caprichoso y voluble, los dejaba otra vez varados, Hal entrenaba a sus hombres para el combate. Hacía que cada guardia compitiera contra las otras en el manejo de los cañones, para ver cuál disparaba y recargaba con mayor velocidad. Organizaba prácticas con los mosquetes, arrojando un barril al agua para utilizarlo como blanco. Luego repartía alfanjes para que Aboli y Gran Daniel instruyeran a la tripulación con el manual de armas. Tom ocupaba su lugar entre el resto de su guardia; más de una vez Gran Daniel lo sacó de entre las filas para demostrar a los otros un detalle de estilo.

Hal había comenzado con hombres escogidos; casi todos habían combatido anteriormente y tenían experiencia en el manejo de la pistola y el alfanje, los garfios de abordaje, el hacha y el cañón. Pasadas dos o tres semanas supo que ésa era la mejor tripulación de combatientes que nunca hubiera comandado. Los distinguía una cualidad que le resultaba difícil de definir; sólo cabía considerarla como anhelo: eran perros de caza que buscaban el olor de la presa. Sería un gozo llevarlos a cualquier batalla.

Las islas de Madeira y las Canarias habían quedado muy por debajo del horizonte, hacia el este, pero el avance se hacía más lento a medida que se adentraban en la zona de calma.

Pasaban días enteros con las velas laxas, sin vida; la superficie del océano, en derredor, era lisa como el vidrio, como si le hubieran vertido aceite; sólo empañaban esas aguas pulidas los montones de sargazos y los hoyuelos provocados por los peces voladores. El sol era malicioso e implacable.

Hal sabía del mal que puede atacar a una tripulación en esas latitudes enervantes, robándole la vitalidad y la resolución, y se tomó grandes trabajos para impedir que sus hombres cayeran en ese pantano de aburrimiento y depresión. Todos los días; al terminar los ejercicios de combate, organizaba carreras de postas desde la cubierta hasta lo alto del palo mayor y abajo otra vez, enfrentando una guardia contra las otras.

Hasta Tom y Dorian participaban de ellas, para estridente placer de las Mocosas Beatty, como Tom apodaba a Agnes y Sarah.

Luego Hal ordenó a los equipos de carpinteros de ambos barcos que insertaran las bancadas en las pinazas para botarlas. Un equipo de remeros del Serafín compitió con otro del Yeoman, en dos giros alrededor de los navíos dejados a la deriva; el premio fue una cinta roja y una ración adicional de ron para la pinaza ganadora. Tras la primera carrera la cinta quedó atada al bauprés del Serafín; en adelante, convertida en emblema de honor, fue y vino entre los dos navíos.

Para celebrar la obtención de la cinta roja, Hal invitó a Edward Anderson a cenar con él y sus pasajeros en el camarote de proa. A último momento incluyó a sus dos hijos en la invitación, a modo de entretenimiento, pues el maestro Walsh había sugerido un recital de música después de la cena. Él tocaría la flauta y Guy, la cítara; Dorian, que tenía una voz extraordinaria, sería el cantante.

Hal sirvió su mejor clarete; la cena fue ruidosa y cordial. Dado el número de invitados, apenas había espacio para sentarse, mucho menos para andar de un lado a otro; cuando al fin Hal pidió silencio para que el maestro Walsh tocara, el poco musical Tom se encontró arrinconado y fuera de la vista, sentado en un banquillo tras el biombo tallado que separaba el sector donde dormía su padre.

Walsh y Guy iniciaron una ejecución de varias melodías antiguas, incluidas Greensleeves y Spanish Ladies, que encantaron a todos menos a Tom, quien de puro aburrido empezó a grabar sus iniciales en el marco del biombo tras el cual se había sentado.

—Y ahora, una canción de la señorita Caroline Beatty y el señorito Dorian Courtney —anunció Walsh.

Caroline se abrió paso con dificultad por entre el apretado público, hasta llegar al extremo del camarote donde se encontraba Tom. Después de echarle una de sus miradas frías, apoyó una cadera contra el biombo, medio de espaldas a él y frente a Dorian, que estaba de pie contra el mamparo opuesto.

Comenzaron con un aria de Purcell. La voz de Caroline era clara y dulce, aunque algo apagada; Dorian, en cambio, cantaba con exuberancia natural. Los divinos sones que brotaban del angelical muchachito llenaron de lágrimas los ojos de quienes escuchaban.

Por entonces Tom se retorcía por las ansias de escapar de ese camarote caluroso y sofocante. Quería estar en la cubierta, bajo las estrellas, escondido bajo una de las cureñas con Gran Daniel o Aboli, escuchando relatos de las tierras silvestres y los misteriosos océanos que se extendían allí adelante. Pero estaba atrapado.

Luego notó que, cuando Caroline iba a emitir una nota aguda, se alzaba en puntas de pie y la falda trepaba hasta descubrir los bien torneados tobillos y la curva de las pantorrillas. Casi como por voluntad propia, su mano salió del bolsillo para estirarse hacia una media azul.

"¿Estás loco?", se preguntó, haciendo un esfuerzo por no tocarla. "Si le pones un dedo encima armará un escándalo terrible." Miró en derredor, con aire culpable. Caroline estaba de pie frente a él, tan cerca que lo ocultaba a la vista de los demás. Y todos los presentes tenían la mirada fija en Dorian. Aun así, Tom vaciló. Iba a retirar la mano para hundirla hasta el fondo del bolsillo. Pero entonces la olió.

Por sobre los otros potentes tufos del camarote (a cerdo asado y coles, a vapores de vino y humo de cigarro) captó el cálido olor de ese cuerpo femenino. El corazón se le apretó como un puño; sintió un dolor de anhelo en la boca del estómago y tuvo que sofocar el gemido que le subió a los labios.

Inclinado hacia adelante en el escabel, le tocó el tobillo. Fue un levísimo roce de los dedos contra la fina trama de las medias azules. Luego retiró bruscamente la mano y se echó hacia atrás, listo para fingir inocencia cuando ella lo enfrentara.

Caroline se unió en dúo a Dorian, sin perder una nota, dejando a Tom perplejo por su falta de reacción. Una vez más alargó la mano, esta vez para apoyar suavemente dos dedos en el tobillo. Caroline no movió el pie y su voz siguió sonando clara y dulce. Tom le acarició el pie; luego rodeó suavemente el tobillo con los dedos. Era tan suave, tan femenino, que aumentó la presión de su pecho. Muy lentamente fue deslizando los dedos por la curva de la pantorrilla, saboreando la línea cálida, hasta llegar al borde de la media y la cinta que la sostenía bajo la rodilla. Allí vaciló. En ese momento la canción llegó a su fin, en un glorioso acorde de las dos voces juveniles.

Hubo un momento de silencio; luego, un estallido de aplausos y gritos:

—¡Bravo!

—¡Otra! ¡Cantadnos otra!

La voz de su padre:

—No debemos abusar de la señorita Caroline, que ya ha sido demasiado gentil.

Los rizos oscuros de la muchacha bailaron sobre sus hombros.

—No hay abuso, sir Henry, os lo aseguro. Nos complace que lo hayáis disfrutado. Cantaremos otra con el mayor placer. ¿Podría ser My Love She Lives in Durham Town, Dorian?

—Supongo que sí —concordó el chico, con poco entusiasmo.

Y Caroline abrió la bonita boca para dejar que brotara la canción. Tom no había apartado la mano; ahora sus dedos se escurrieron más allá de la media para acariciar la piel suave de la cara interior de la rodilla. La muchacha continuó cantando; su voz parecía haber ganado fuerza y sentimiento. El maestro Walsh tocaba su flauta moviendo la cabeza en gestos de encantada aprobación.

Tom acarició primero una rodilla; luego, la otra. Había levantado el ruedo de la falda para contemplar la piel lustrosa, tan sedosa y cálida bajo la punta de sus dedos. Y como era obvio que ella no gritaría ni lo denunciaría ante los presentes, fue cobrando audacia.

Deslizó los dedos más arriba, avanzando por la cara posterior del muslo, y la sintió temblar, aunque su voz continuaba siendo firme y no equivocaba una sola palabra de la canción. Desde su sitio, Tom veía el pie de su padre bajo la mesa, marcando el ritmo con la punta. El saberlo tan cerca, lo peligroso de su conducta, aumentaba el estímulo. Con dedos trémulos, buscó el pliegue por encima del cual se redondeaba la nalga firme. Caroline no tenía ninguna prenda bajo las enaguas; eso le permitió seguir la curva del trasero hasta alcanzar la profunda hendidura vertical que separaba los dos hemisferios de carne tibia. Trató de escurrir un dedo entre los muslos, pero estaban muy apretados, con todos los músculos de ambas piernas tensos como la piedra. Como la división era infranqueable, Tom abandonó el intento; en cambio abarcó una de aquellas mitades pequeñas y firmes para estrujarla con suavidad.

Caroline dio la nota alta y resonante con que terminaba el verso y cambió levemente de posición, apartando los pies diminutos para proyectar el trasero hacia él. Los muslos se separaron; en un segundo intento, él llegó a tocar el nido de seda situado entre ellos. La chica hizo otro movimiento, como para facilitarle las cosas, y otro más, guiando su contacto. Mary, la fregona, había enseñado a Tom dónde buscar ese mágico nudo de carne dura, que él halló con destreza. Ahora Caroline movía suavemente el cuerpo entero al compás de la música, meneando las caderas. Tenía los ojos chispeantes y la cara arrebolada. La señora Beatty pensó que nunca había visto a su hija tan encantadora; al pasear la mirada por el círculo de rostros masculinos, se enorgulleció al ver sus ojos admirados.

La canción llegó a su punto culminante. Hasta Dorian tuvo que esforzarse por igualar la belleza de esa última nota, alta y resonante, que pareció colmar todo el camarote y quedar suspendida allí, reverberando en el aire, ya concluida la pieza. Caroline desplegó sus faldas y enaguas como los pétalos de una gloriosa orquídea tropical y descendió en una reverencia tan profunda que su frente casi tocó la cubierta.

Todos los hombres se pusieron de pie para aplaudirla, aunque era preciso encorvarse bajo las pesadas vigas. La muchacha levantó la cabeza, con labios trémulos y mejillas húmedas de profunda emoción. Su madre se levantó de un salto para abrazarla impulsivamente.

—¡Oh, querida mía, eso fue bellísimo! Cantaste como un ángel. Pero te has extenuado. Puedes tomar media copa de vino para refrescarte.

Entre felicitaciones y elogios, ella volvió a su asiento. Parecía haber abandonado su actitud habitual, silenciosa y reservada, y se unió a la conversación casi con alegría. Cuando la señora Beatty juzgó adecuado retirarse para dejar a los hombres con sus pipas, los cigarros y el oporto, Caroline la acompañó recatadamente. Al salir se despidió sin echar siquiera un vistazo hacia Tom.

El muchacho seguía sentado en su escabel del rincón, la vista fija en la cubierta, por encima de su cabeza, tratando de mostrarse altanero y despreocupado. Pero tenía las dos manos profundamente hundidas en los bolsillos y se apretaba con fuerza, para que nadie viera lo que le había crecido en los pantalones.

***

Esa noche Tom apenas durmió. Tendido en su jergón, con Dorian a un lado y Guy al otro, escuchaba los ronquidos, gruñidos y murmullos de la tripulación que dormía a lo largo de la batería. En su imaginación revivía cada detalle del episodio ocurrido en el camarote: cada contacto, cada movimiento, el olor de la muchacha y el sonido de su voz en tanto él la acariciaba, la untuosa blandura de sus partes más secretas, su calor. Apenas podía esperar al día siguiente, para encontrarse con Caroline en el camarote del maestro Walsh. Aunque todos tendrían que aplicarse a las pizarras y a los aburridísimos monólogos del preceptor, languidecía por una mirada o un contacto que le confirmaran la monumental importancia de lo que había sucedido entre ellos.

Cuando al fin la chica entró en el camarote del maestro Walsh, precedida por sus chillonas hermanitas, ignoró a Tom para ir directamente hacia el maestro Walsh.

—En mi asiento hay poca luz y eso me cansa la vista. ¿Puedo cambiar de lugar y sentarme junto a Guy?

—Sí, por supuesto que sí, señorita —accedió al momento Walsh, que no era inmune a los encantos de Caroline—. Deberíais haberme dicho antes que os sentíais incómoda junto a Tom.

Guy se desplazó presurosamente en el banco para hacerle espacio. Tom, en cambio, se sintió desairado y trató de llamarle la atención mirándola con fijeza. No obstante, ella se concentró por entero en su pizarra y no levantó la vista.

Por fin hasta el maestro Walsh cobró conciencia de la extraña conducta de Tom.

—¿Estáis mareado?

Esa acusación ofendió y horrorizó al muchacho.

—Estoy perfectamente bien, señor.

—Repetidme lo que estaba diciendo, por favor —sugirió Walsh.

Tom se frotó la barbilla, pensativo, al tiempo que pateaba a Dorian en el tobillo por debajo de la mesa. El hermanito acudió lealmente al rescate.

—Estabais diciendo que "tautología" es…

—Gracias, Dorian —lo interrumpió Walsh—. No hablaba con vos, sino con vuestro hermano Tom. Miró al nombrado con desaprobación. Siempre lo irritaba que un chico inteligente se negara a aprovechar todas sus posibilidades. Ahora que habéis recibido socorros, Thomas, tal vez podáis esclarecernos en cuanto al significado de esa palabra.

—Tautología es la repetición innecesaria de un significado que ya se ha expresado anteriormente en una frase u oración —dijo Tom.

El preceptor pareció desencantado. Habría querido obligarlo a exhibir su ignorancia y padecer la humillación ante sus pares.

—Me asombra vuestra erudición —dijo, rígido. ¿Queréis demostrarla un poco más dándonos un ejemplo de tautología?

Tom reflexionó.

—¿Pedagogo pedante? —sugirió—. ¿Maestro tedioso?

Dorian soltó un resoplido de risa. Hasta Guy levantó la vista, sonriente. Las Mocosas Beatty no comprendían una palabra, pero al ver que Walsh se ponía escarlata, en tanto que Tom cruzaba los brazos con una sonrisa triunfal, comprendieron que su ídolo acababa de salir nuevamente victorioso y gorjearon de placer. Sólo Caroline continuó escribiendo en su pizarra sin siquiera levantar la cabeza.

Tom quedó desconcertado y dolido. Era como si entre ellos no hubiera sucedido nada. Como su perenne esgrima con el maestro Walsh no la conmovía, probó otras maneras de llamarle la atención. Cuando Caroline estaba en cubierta llegaba hasta los límites de su fuerza y su experiencia para impresionarla con sus flamantes proezas en el cordaje. Copiaba las hazañas de los hombres más experimentados, corría a lo largo de la verga superior, con las manos por encima de la cabeza, o se deslizaba por el estay de mesana sin pausa, despellejándose las manos en la áspera cuerda de esparto, para aterrizar con un sordo golpe de pies descalzos cerca de ella. La chica le volvía la espalda sin volver a mirarlo.

En cambio era toda miel con Guy y Dorian, y hasta con el preceptor. El desafinado Tom estaba excluido de las clases de música y Caroline parecía disfrutar más que nunca de la compañía de Guy. Los dos conversaban en susurros hasta en clase, sin que Walsh se esforzara mucho por acallarlos. Tom protestó:

—Estoy trabajando en un problema de trigonometría y, con vosotros parloteando sin cesar, no puedo concentrarme.

Walsh sonrió vengativamente.

—No he notado ningún incremento significativo en vuestros procesos cerebrales, señorito Thomas, aun en los momentos de absoluto silencio.

Ante eso Caroline estalló en una risa tintineante y se inclinó contra el hombro de Guy, como para compartir la diversión con él. La mirada que arrojó a Thomas fue maliciosa y provocativa.

Pero Dorian y Tom habían heredado la vista aguda del padre, por lo que a menudo se los hacía subir al puesto del vigía. Tom llegó a disfrutar de esos largos períodos en lo alto del palo mayor. Era el único lugar, dentro de ese barco atestado, en que se podía estar solo. Dorian había aprendido a contener la lengua; podían pasar horas enteras en amistoso silencio, sin que uno se entrometiera en los pensamientos del otro, cada uno disfrutando de su imaginación y sus fantasías.

Si hasta entonces Tom había soñado con batallas y gloria, con las tierras silvestres y los grandes océanos a los que se encaminaban, con los elefantes, las ballenas y los enormes simios de brumosas cumbres, ahora Caroline ocupaba todas sus visiones: su cuerpo suave y tibio, que él había tocado sin verlo; sus ojos, vueltos hacia él con amor y devoción, hacer con ella las cosas estupendas que había hecho con Mary y las otras chicas de la aldea. No obstante, de algún modo parecía un sacrilegio incluir a esas burdas criaturas en el mismo sueño que ocupaba la divina Caroline.

Se imaginaba salvándola del barco en llamas, con las cubiertas invadidas por los piratas, saltando por la borda con ella en brazos para nadar hasta la nívea playa de una isla coralina, donde estarían solos. ¡Solos! Ése era el problema al que se enfrentaba al final de cada sueño: cómo estar solo con ella. El Serafín podía navegar hasta el confín de los océanos con ella a bordo sin que estuvieran solos jamás.

Trató desesperadamente de pensar algún rincón donde pudieran pasar siquiera algunos minutos lejos de ojos curiosos… en el caso de que pudiera incitarla a acompañarlo hasta allí. Cosa que, sin duda, parecía poco probable.

Pensó en la bodega de carga, pero sus escotillas estaban clausuradas y con el sello de la Compañía. Pensó en los camarotes de popa, pero hasta el más amplio ofrecía poca intimidad y todos estaban atiborrados de humanidad. Los mamparos eran tan endebles que él había oído discutir a las tres hermanas porque donde estaban sólo una podía ponerse de pie para vestirse, mientras las otras dos esperaban turno en las literas. No había, por cierto, lugar alguno en que pudiera estar solo con Caroline para expresarle su amor, para conocer mejor sus encantos. Aun así, la imaginación no le daba reposo.

En las noches en que el clima era favorable, Tom y Dorian llevaban su escudilla de comida a la proa para comer allí, en cuclillas sobre la cubierta, con Aboli y, a veces, con Gran Daniel. Más tarde se tendían de espaldas, contemplando el cielo nocturno.

Gran Daniel, fumando su pipa de arcilla, les hacía notar cómo cambiaba el cielo con cada día que avanzaban hacia el sur. Les mostraba la gran Cruz del Sur, que se elevaba todos los días por sobre el horizonte, hacia adelante, y bajo ella, por fin, las reverberantes nubes de Magallanes, suspendidas como el aura de los ángeles.

En torno de cada constelación Aboli tejía las leyendas de su propia tribu. Gran Daniel reía entre dientes.

—Sal de ahí, negro pagano. Deja que les diga la verdad cristiana. Ésa no es un bosquimano salvaje, sino Orión, el poderoso cazador.

Aboli no le prestaba atención; una noche les contó la leyenda del tonto cazador que disparó todas sus flechas contra el rebaño de cebras (aquí señaló un grupo de estrellas en el cinturón de Orión), y se encontró sin nada con que defenderse cuando lo acechó el león de Sirio. Por su falta de previsión, el cazador terminó en la panza del león.

—… y así el cuento es más satisfactorio para quien escucha —concluyó Aboli, complacido.

—Y también para el león —concordó Gran Daniel, vaciando su pipa. A diferencia de otros, tengo cosas que hacer en esta nave. Y se levantó para iniciar sus rondas.

Los otros guardaron silencio por un rato. Dorian se acurrucó en la batería, como un cachorro; casi de inmediato se quedó dormido. Aboli, suspirando de contento, murmuró en el lenguaje de las selvas, el que utilizaba a menudo cuando estaban solos:

—El cazador tonto podría haber aprendido muchas cosas, si hubiera vivido lo suficiente.

—Dime cuáles —pidió Tom, en el mismo idioma.

—A veces es mejor no correr tras las cebras disparando tus flechas a tontas y a locas.

—¿Qué quieres decir, Aboli? —Tom se abrazó las rodillas, percibiendo un sentido oculto en el relato.

—El cazador tonto carece de astucia. Cuanto más se empeña, más corre la presa. Los que lo observan gritan: "¡Ved a un cazador estúpido!", y se ríen de sus esfuerzos infructuosos. El muchacho quedó pensativo; había aprendido a buscar profundidades ocultas en todos los cuentos de Aboli. De pronto captó la moraleja del relato y se movió, inquieto.

—¿Te estás burlando de mí, Aboli?

—Eso jamás, Klebe; pero me irrita ver que hombres inferiores se ríen de ti.

—¿Qué motivos he dado a nadie para reírse de mí?

—Te empeñas demasiado en la cacería. Todos los hombres de a bordo saben lo que persigues.

—¿Te refieres a Caroline? La voz de Tom se redujo a un susurro. ¿Tan obvio resulta?

—No es necesario que te responda. Antes bien, dime qué es lo que te seduce de ella.

—Es hermosa… —comenzó Tom.

—Cuanto menos, no es fea. Aboli sonrió en la oscuridad. Pero lo que te enloquece es que ella no te presta atención.

—No comprendo, Aboli.

—La persigues porque ella te rehuye, y ella te rehuye porque la persigues.

—¿Y qué debería hacer?

—Lo que hacen los cazadores sabios: esperar tranquilamente en la aguada. Deja que la presa venga a ti.

***

Hasta entonces Tom había aprovechado cualquier excusa para demorarse en el camarote de Walsh, terminadas las lecciones del día, con la esperanza de ver alguna señal de que Caroline aún se interesaba por él. Su padre había estipulado que los tres varones recibieran tres horas de instrucción formal antes de cumplir con sus tareas en el barco. A su modo de ver, tres horas con el maestro Walsh eran más que suficiente, pero Tom resistía más tiempo, sólo para pasar unos minutos más con el objeto de su devoción.

Tras su charla con Aboli eso cambió. Durante las lecciones se obligaba a permanecer silencioso e inescrutable, reduciendo sus diálogos con Walsh a lo imprescindible. En cuanto la campana del barco indicaba el cambio de guardia, aunque estuviera en medio de algún complejo problema matemático, recogía sus libros y se levantaba inmediatamente.

—Disculpadme, por favor, maestro Walsh. Debo acudir a mis tareas. Y se retiraba del camarote sin mirar siquiera a la chica.

Por la noche, cuando Caroline subía a cubierta con su madre y sus hermanas, para dar una saludable caminata al aire libre, Tom cuidaba de que sus obligaciones lo mantuvieran tan lejos de ella como lo permitía el poco espacio de a bordo. Por algunos días ella no dio señales de haber notado ese cambio de actitud. Por fin una mañana, durante las clases, Tom levantó inadvertidamente la vista de su pizarra y la sorprendió mirándolo por el rabillo del ojo. Ella bajó inmediatamente la mirada, pero no pudo impedir que el color le subiera a las mejillas. El muchacho sintió una llamarada de satisfacción: Aboli estaba en lo cierto. Era la primera vez que la pillaba observándolo.

Así fortalecido en su resolución, le fue cada día más fácil ignorarla como ella lo había ignorado anteriormente. Este punto muerto se prolongó por dos semanas o poco menos, hasta que él notó un cambio sutil en la conducta de Caroline. Durante las lecciones matinales se tornó más parlanchina; dirigía sus comentarios a Walsh y especialmente a Guy. Con él intercambiaba susurros y festejaba mucho sus comentarios más fatuos. Tom mantuvo su ceñudo silencio, sin levantar la cabeza, aunque sus carcajadas lo sacudían hasta lo más hondo del alma.

Cierta vez, al salir del camarote de Walsh, Caroline dijo desde el pie de la escalerilla, con irritante teatralidad:

—¡Oh! Esta escalera es tan empinada… ¿Puedes darme el brazo, Guy?

Y se apoyó en él, mirando su enorme sonrisa. Tom pasó rozándolos, sin demostrar emoción alguna.

Pese a sus tareas de a bordo, Guy siempre tenía tiempo para caminar por cubierta con la señora Beatty y las niñas o pasar horas enteras conversando con el esposo en su camarote. De hecho, el matrimonio parecía haberse encariñado con él. Guy no mostraba intenciones de abandonar la cubierta para aventurarse por las alturas, aunque su gemelo lo fastidiara en presencia de Caroline. A Tom lo sorprendía que esa timidez no lo enfadara; por el contrario, era un alivio no cargar con la responsabilidad de cuidar de su mellizo en aquel peligroso cordaje. Ya tenía suficiente con cuidar de Dorian, aunque el niño ya era tan rápido y ágil que poco cabía preocuparse.

Aunque fue la intervención de Caroline lo que puso en evidencia el distanciamiento, hacía ya tiempo que los gemelos se alejaban poco a poco. Se buscaban poco; cuando estaban juntos, la conversación era seca y reservada. Estaban muy lejos de los días, no tan lejanos, en que compartían todos sus pensamientos y se consolaban mutuamente por las pequeñas injusticias de la vida.

Después de cenar, Hal solía invitar a sus pasajeros a pasar la velada jugando al whist en el camarote de popa. Era buen jugador y había enseñado a Tom a disfrutar de los naipes. Con su inclinación por las matemáticas, el chico había resultado excelente; a menudo jugaba como compañero de su padre contra el señor Beatty y el maestro Walsh. El grupo tomaba esos partidos en serio y los peleaba a fondo, analizando cada mano al terminar. Mientras tanto, en la otra mesa, Guy, la señora Beatty y las niñas, entre risitas y chillidos, se dedicaban a juegos más infantiles, como la escoba de quince. Guy no demostraba aptitud ni afición para el whist, tanto más difícil.

En una de esas noches Tom se descubrió puesto por su padre en un tenue contrato de cinco corazones. Sabía desde el principio que podía elegir entre dos jugadas mutuamente excluyentes. Podía poner al señor Beatty con la reina de corazones y hacer el finesse a través de él o jugarse a una división de triunfos. Trató de calcular las posibilidades de que los corazones estuvieran repartidos parejamente o de que la reina fuera la única, pero lo distraían los chillidos femeninos de la otra mesa. Después de reflexionar por un rato, hizo el finesse por la dama. Vio que su padre fruncía el ceño; luego, para horror suyo, el maestro Walsh dejó escapar una risita triunfal y jugó su única reina. Azorado por su error de cálculo, Tom jugó mal los tréboles y la mano resultó desastrosa.

Su padre se mostró severo.

—Deberías haber deducido, por la apuesta del maestro Walsh, que tenía siete tréboles.

Tom se retorció en la silla. En la otra mesa habían dejado de jugar y estaban escuchando los regaños de su padre. Tanto Caroline como Guy lo observaban acercando las cabezas. En la expresión de su gemelo había un júbilo malicioso que Tom nunca antes había visto: estaba disfrutando de la humillación de su hermano.

De pronto Tom se encontró hundido en una crisis de culpa. Por primera vez en su vida debía reconocer que su gemelo no le gustaba. Guy giró la cabeza para guiñar un ojo a Caroline, quien le apoyó una blanca manita en la manga. Con la otra se cubrió la boca para susurrarle algo al oído. Miraba de frente con ojos burlones. El muchacho, horrorizado, cobró conciencia de que no sólo sentía rechazo por Guy, sino que lo detestaba. Pasó varios días luchando con la culpa. Su padre había criado a todos sus hijos que la lealtad familiar era sacrosanta: "Nosotros contra el mundo", solía decir. Y ahora él volvía admitir que no respondía a las expectativas paternas. Inesperadamente, algo pareció vengarlo. Al principio sólo cobró una vaga conciencia de que estaba sucediendo algo poritoso. Vio que el señor Beatty y su padre conversaban seriamente en el alcázar y notó de inmediato que su padre estaba profundamente disgustado. En los días siguientes, el caballero pasó mucho tiempo encerrado con Hal en el camarote de proa. Por fin mandaron a Dorian en busca de Guy.

—¿Qué decían? —preguntó Tom a su hermanito, en cuanto quedaron solos—. Podrías haber escuchado ante la puerta murmuró Tom, fuera de sí por la curiosidad.

—No me atreví —admitió el niño. Si padre me hubiera descubierto me habría hecho pasar por la quilla.

Poco antes había descubierto la existencia de ese horrible castigo, que lo fascinaba.

***

Hacia varios días que Guy esperaba con temor esa convocatoria al camarote de popa. Cuando Dorian fue por él estaba atareado con Ned Tyler en el polvorín, ayudándolo a abrir los toneles para revisar el granuloso polvo negro, por si estuviera húmedo.

—Padre quiere verte ahora mismo en su alojamiento. El niño no cabía en sí por la importancia de ser portador de nuevas tan ominosas.

Guy se levantó, sacudiéndose la pólvora de las manos.

—Será mejor que te apresures —le advirtió Dorian. Padre tiene cara de "Muerte al infiel".

Al entrar en el camarote Guy vio de inmediato que su hermanito no exageraba. Hal estaba junto a las ventanas de popa, con las manos cruzadas a la espalda. Cuando giró hacia su hijo, la gruesa coleta que le pendía a la espalda se retorció como el rabo de un león furioso. Su expresión no era de puro enojo: Guy vio en ella un dejo de preocupación y hasta de horror. Acabo de mantener una larga conversación con el señor Beatty.

Lo señaló con la cabeza. El caballero estaba sentado ante la mesa, con expresión severa. Lucía peluca entera: otra señal de lo grave que era esa entrevista. Hal calló por un momento, como si debiera decir algo tan desagradable que le costara pronunciar las palabras.

—Tengo motivos para creer que has estado haciendo planes para tu futuro sin consultarme, siendo yo el jefe de la familia.

—Perdonadme, padre, pero no quiero ser marino —barbotó Guy, angustiado.

Hal retrocedió involuntariamente, como si su hijo hubiera renegado de Dios.

—Siempre hemos sido marinos. Desde hace doscientos años, los Courtney siempre salimos al mar.

—Yo lo detesto —dijo Guy con voz trémula—. Detesto la fetidez, la falta de espacio de a bordo. Me siento descompuesto y desdichado cuando pierdo la tierra de vista.

Hubo otro largo silencio. Luego Hal continuó.

—Tom y Dorian responden a su herencia. Sin duda disfrutarán de grandes aventuras y riquezas. Había pensado ofrecerte un día tu propio barco. Pero veo que malgasto la saliva.

Guy, con la cabeza gacha, reiteró miserablemente:

—Jamás seré feliz lejos de tierra firme.

—¡Feliz! —Hal se proponía sofrenar su mal genio, pero esa palabra desdeñosa le brotó de los labios antes de que pudiera contenerla. ¿Qué tiene que ver la felicidad con esto? Cada hombre sigue el camino que le ha sido trazado. Cumple con su deber para con Dios y su Rey. Hace lo que debe hacer, no lo que le gusta. Su ira y su indignación iban en aumento. Por Dios, hijo, ¿qué mundo sería éste si cada uno hiciera sólo aquello que le gustara? ¿Quién labraría los campos y recogería las cosechas, si todos los hombres tuvieran derecho a decir "no quiero"? En este mundo hay un lugar para cada uno, pero cada uno debe conocer su lugar.

Al ver la expresión empecinada del muchacho, hizo una pausa para volverse hacia la ventana de popa. Contempló el océano y el alto cielo azul, que el sol poniente veteaba de oro. Aunque respiraba profundamente, tardó algunos minutos en cobrar la compostura.

Cuando giró otra vez sus facciones estaban serenas.

—¡Muy bien! —dijo. Puede que sea un exceso de indulgencia, pero no te forzaré… aunque Dios sabe que eso era lo que pensaba hacer. Por suerte para ti, has inspirado en el señor Beatty la buena opinión que a mí me es negada por lo egoísta de tu conducta—. Dejándose caer pesadamente en la silla, acercó el documento que tenía en la mesa. Como ya sabes, el señor Beatty te ha ofrecido un puesto de aprendiz de redactor en la Honorable Compañía de las Indias Orientales. Es generoso en cuanto a sueldo y condiciones de empleo. Si aceptas este ofrecimiento, comenzarás inmediatamente a trabajar para la Compañía. Te liberaré de tus tareas como tripulante de este barco y, en cambio, serás el asistente del señor Beatty y lo acompañarás a la fábrica de Bombay. ¿Comprendes?

—Sí, padre —murmuró Guy.

—¿Es eso lo que deseas? —Hal se inclinó para mirarlo a los ojos, esperando alguna negativa.

—Sí, padre. Eso es lo que deseo.

Hal suspiró, perdido el enojo.

—Bien, pues, oraré pidiendo que hayas tomado la decisión correcta. Tu destino ya no está en mis manos. Empujó el contrato hacia él. Firma. Yo firmaré como testigo.

Después de secar con arena la tinta de ambas firmas, sopló para quitar el exceso y entregó el documento al señor Beatty. Luego se volvió hacia Guy.

—Explicaré tu situación a los oficiales de a bordo y a tus hermanos. No me caben dudas de lo que van a pensar de tu decisión.

***

En la oscuridad, sentados a proa con Aboli y Gran Daniel, los hermanos analizaron la decisión de Guy en todos sus detalles.

—Pero ¿cómo puede abandonarnos así? Juramos estar siempre unidos. ¿No es así, Tom? Dorian estaba afligido.

Su hermano evitó una respuesta directa.

—Guy se marea. Jamás sería buen marino —dijo. Además, tiene miedo al mar y a trepar por las alturas.

Por algún motivo no sentía la misma inquietud que su hermano menor ante el giro de los acontecimientos. Dorian, como si lo percibiera, buscó consuelo en los dos hombres mayores.

—Debería haber seguido con nosotros, ¿verdad, Aboli?

—Hay muchos senderos para cruzar la jungla —gruñó el negro. Si todos usáramos el mismo estaríamos muy apretados.

—¡Pero Guy! —El niño estaba al borde de las lágrimas. Hizo mal en abandonarnos. Se volvió hacia Tom. Tú no me abandonarás, ¿cierto, Tom?

—Por supuesto que no —rezongó el hermano.

—¿Prometido? Por la mejilla de Dorian corría una sola lágrima que chispeaba a la luz de las estrellas.

—No debes llorar —lo amonestó Tom.

—No lloro. Es el viento lo que me hace lagrimear. —El chico se limpió rápidamente la gota—. Prométemelo, Tom.

—Te lo prometo.

—No, así no. Con un juramento solemne —insistió Dorian.

Con un largo suspiro de resignación, Tom desenvainó su puñal, haciéndolo centellear en el claro de luna.

—Pongo a Dios, Aboli y Gran Daniel como testigos.

Y se pinchó la yema del pulgar con la punta de la daga; brotó la sangre, negra como la brea bajo la luz plateada. Él volvió a enfundar la daga y, con la mano libre, acercó la cara de Dorian a la suya. Mirándolo solemnemente a los ojos, trazó con el pulgar una cruz de sangre sobre la frente de su hermano.

—Prometo con un juramento solemne no abandonarte jamás, Dorian —entonó con gravedad—. Y ahora deja de llorar.

***

La deserción de Guy alteró las guardias de modo tal que Tom debió agregar a sus tareas las de su gemelo. Ahora Ned Tyler y Gran Daniel podían concentrar sus lecciones de navegación y artillería en dos alumnos en vez de tres. Si la rutina de Tom había sido pesada, a partir de entonces pareció no tener límites. Las obligaciones de Guy, en cambio, eran ligeras y agradables. Después de las lecciones diarias con el maestro Walsh, cuando Tom y Dorian corrían arriba para tomar su guardia, él dedicaba algunas horas a escribir cartas e informes para el señor Beatty o estudiar las publicaciones de la Compañía, incluidas las "Instrucciones para los nuevos empleados al servicio de la Honorable Compañía Inglesa de las Indias Orientales", después de lo cual quedaba en libertad de leer en voz alta a la señora o jugar a los naipes con las hijas. Nada de esto le daba el cariño de su gemelo, que a veces lo observaba desde el cordaje mientras paseaba y reía con las damas en el alcázar, lugar reservado sólo a los oficiales y a los pasajeros. El Serafín cruzó el Ecuador con el habitual jubileo: todos los que hacían ese cruce por primera vez debían someterse a la iniciación y rendir homenaje a Neptuno, dios de los océanos. Aboli lo personificó de modo impresionante, con un dudoso disfraz hecho con trapos descartados y una barba de cuero trenzado. Ahora que la zona de calmas había quedado hacia el norte, los dos barcos se desprendían gradualmente de su prisión para ingresar en el cinturón de alisios del sur. El océano cambió; había cierta chispa en el agua, que parecía viva por comparación con las calmas chichas. El aire era fresco y vigorizante: el cielo se moteaba de cirrus empujados por el viento. En correspondencia, el humor de la tripulación se tornó ligero.