Los tres muchachos subieron desde el barranco, por detrás de la capilla, a fin de que no los vieran desde la casona y los establos. Tom, el mayor, iba a la vanguardia, como siempre, pero el menor le pisaba los talones, y renovó la discusión en cuanto su hermano se detuvo, en el primer meandro del arroyo, por sobre la aldea.
—¿Por qué tengo que hacer siempre de campana? ¿Por qué no puedo participar de la diversión, Tom?
—Porque eres el más pequeño —le respondió el mayor, con señorial autoridad, mientras inspeccionaba el diminuto caserío, ya visible en la hendidura del barranco. Surgía humo de la forja y, tras la cabaña de la viuda Evans, la colada flameaba ante la brisa del este, pero no había señales de vida humana. A esa hora del día casi todos los hombres estarían en los campos de su padre, pues se encontraban en plena temporada de cosecha; en cuanto a las mujeres, las que no participaran de esas tareas estarían trabajando en la casona.
Tom sonrió de satisfacción y expectativa.
—Nadie nos ha visto. No había quien llevara el chisme a su padre.
—No es justo. Dorian no se dejaría distraer tan fácilmente de la discusión. Los rizos de oro cobrizo le caían sobre la frente, dándole el aspecto de un querubín enfadado. Nunca me dejas hacer nada.
—¿Quién te prestó su halcón para que lo hicieras volar, la semana pasada? Yo —contraatacó Tom—. Y ayer ¿quién te permitió que dispararas su mosquete? Yo. ¿Quién te dejó timonear el cúter?
—Sí, pero…
—Sin peros. —El mayor le clavó una mirada fulminante—. ¿Quién es el capitán de esta tripulación, al fin y al cabo?
—Tú, Tom. —Dorian bajó los ojos verdes ante la fuerza de esa mirada—. Aun así…
—Puedes ir con Tom en mi lugar, si quieres —intervino suavemente Guy, hablando por primera vez—. Yo haré de campana.
Tom se volvió hacia su gemelo menor, mientras Dorian exclamaba:
—¿De veras, Guy? ¿Me dejas? —Sólo cuando sonreía afloraba toda su hermosura, como el Sol entre las nubes.
—¡No, nada de eso! —cortó el otro—. Dorry es un nene. No puede venir. Que se quede en el tejado para hacer de campana.
—No soy ningún nene —protestó Dorian, furioso—. Ya tengo casi once años.
—Si no eres un nene, muéstranos los pelos de las bolas. —Desde que a Tom le habían brotado, los usaba como medida de autoridad.
Dorian lo ignoró; no tenía siquiera una pelusa rojiza para comparar con la impresionante mata de su hermano mayor. Entonces probó otro recurso.
—Sólo quiero mirar.
—Bueno, puedes mirar desde el tejado. —Tom cortó en seco la discusión—. ¡Vamos! Se nos hace tarde.
Y comenzó a subir la empinada cuesta. Los otros dos lo siguieron, con diversos grados de renuencia.
—De cualquier modo ¿quién puede venir? —insistió el menor—. Todo el mundo está ocupado. Hasta nosotros deberíamos estar ayudando.
—Podría venir Billy el Negro —replicó Tom, sin mirar atrás.
Ese nombre acalló al mismo Dorian. Billy el Negro era el mayor de los cuatro varones Courtney, hijo de una princesa etíope que sir Hal Courtney había traído del África, al retornar de su primer viaje a ese místico continente: una esposa de sangre real y toda una carga de tesoros arrancados a los holandeses y a los paganos, vasta fortuna con que duplicó holgadamente la superficie de su vetusta finca; de ese modo había puesto a la familia entre las más ricas de todo Devon, capaz de rivalizar hasta con los Grenville.
William Courtney, Billy el Negro para sus medio hermanos menores, tenía casi veintidós años, seis más que los gemelos. Era sagaz, implacable y apuesto, con una oscura hermosura de lobo; sus hermanos menores le temían y odiaban con buenos motivos. La amenaza de su nombre hizo que Dorian se estremeciera. Ascendieron en silencio los últimos ochocientos metros. Por fin, al acercarse al borde, se detuvieron debajo del gran roble. Tom se dejó caer contra el tronco del árbol para recuperar el aliento.
—Si este viento se mantiene, por la mañana podremos salir a navegar —anunció, mientras se quitaba la gorra para enjugarse con la manga la frente sudorosa. En la gorra tenía una pluma de ánade, recuerdo de la primera ave que matara con su propio halcón.
Miró en derredor. Desde allí el panorama abarcaba casi la mitad de la finca de los Courtney: seis mil hectáreas de colinas y valles profundos, bosques, dehesas y trigales que se extendían hasta los acantilados de la costa y llegaban casi hasta las márgenes del puerto. Pero era un territorio tan familiar que Tom no se demoró ante el paisaje.
—Voy a adelantarme para ver si no hay moros en la costa —dijo, levantándose. Avanzó cautelosamente, agachado, hasta el muro de piedra que rodeaba la capilla. Luego levantó la cabeza para espiar por encima.
Más de cien años atrás, el bisabuelo sir Charles había construido esa capilla para gloria de Dios y en conmemoración del desempeño de la flota inglesa en Caláis. Allí había ganado su título de caballero, combatiendo contra la armada de Felipe de España al servicio de la reina Isabel.
Era un hermoso edificio octogonal de piedra gris, con un alto capitel que, en días despejados, se podía ver desde Plymouth, distante casi veinticinco kilómetros. Tom saltó con facilidad por sobre el muro y se deslizó, por el huerto de manzanos, hasta la puerta de la sacristía, de roble con tachas de hierro. Tras abrir apenas una hendija, escuchó con atención.
El silencio era impenetrable. Entró subrepticiamente y fue hacia la puerta que abría a la nave. El sol que entraba por los vitrales iluminaba el interior como un arco iris. Los que estaban por encima del altar representaban a la flota inglesa trabada en combate, mientras Dios Padre miraba desde las nubes, con aire de aprobación, cómo ardían los galeones de España.
Las ventanas que se abrían por sobre la puerta principal eran un agregado del padre de Tom. Allí, los enemigos aporreados eran los holandeses y las hordas del Islam; por encima de la batalla se erguía sir Hal, heroico y con la espada en alto; a su lado, la princesa etíope. Ambos lucían armadura y, en los escudos, la croix pateé de la Orden de San Jorge y el Santo Grial.
Ese día la nave estaba desierta. Aún no se habían iniciado los preparativos para la boda de Billy el Negro, que se concretaría el sábado. Tom podía disponer del edificio. Corrió nuevamente hacia la puerta de la sacristía y, asomando la cabeza, se puso dos dedos en la boca para emitir un silbido agudo. Casi de inmediato los otros dos hermanos treparon por el muro exterior para correr a su encuentro.
—¡Al campanario, Dorry! —ordenó Tom. Viendo que el pelirrojo iba a protestar, dio hacia él un paso amenazador.
Dorian, aunque ceñudo, desapareció escaleras arriba.
—¿Ya ha llegado? —preguntó Guy, con un dejo de temor en la voz.
—Todavía no. Aún es temprano.
Tom bajó por la oscura escalera de piedra que conducía a la cripta subterránea. Al llegar al fondo abrió el saco de cuero que le colgaba del cinturón, junto a la daga envainada, y sacó la pesada llave de hierro que había retirado esa mañana del estudio de su padre. Luego abrió el portón de reja, que giró sobre sus goznes chirriantes. Sin mostrar ninguna vacilación entró en la bóveda donde yacían tantos de sus antepasados tendidos en los sarcófagos de piedra. Guy lo siguió con menos confianza. La presencia de los muertos siempre lo intranquilizaba. Se detuvo ante la cripta.
A la altura del suelo había banderolas que brillaban con una luz fantasmagórica, la única iluminación. En torno de los muros circulares se alineaban dieciséis ataúdes de piedra y mármol: todos los Courtney y sus esposas, desde el bisabuelo Charles. Guy miró instintivamente hacia el féretro de mármol que contenía los restos de su madre, entre las otras dos difuntas esposas de su padre. La efigie tallada, sobre la tapa, la mostraba hermosa como un lirio claro. Él no había llegado a conocerla ni a mamar de su pecho: los tres días de esfuerzos para dar a luz a los gemelos habían sido demasiado para criatura tan delicada. Murió de agotamiento y pérdida de sangre, apenas horas después de que Guy lanzara su primer grito. Los niños habían sido criados por una serie de niñeras y por su madrastra, la madre de Dorian.
Se acercó al ataúd para arrodillarse ante la cabecera y leyó la inscripción."Aquí yace Margaret Courtney, bienamada segunda esposa de sir Henry Courtney, madre de Thomas y de Guy, que abandonó esta vida el 2 de mayo de 1677. A salvo en el seno de Cristo." El muchachito cerró los ojos y empezó a rezar.
—No te oye —advirtió Tom, no sin bondad.
—Claro que sí —aseveró Guy, sin alzar la cabeza.
Su hermano, perdido el interés, caminó a lo largo de los catafalcos. A la derecha de su madre descansaba la urna de la madre de Dorian, última esposa de su padre. Apenas tres años antes, el cúter en que navegaba había volcado a la entrada de la bahía; la marejada la arrastró mar adentro. A pesar de los esfuerzos de su esposo por salvarla, la corriente era tan fuerte que estuvo a punto de llevarse también a Hal. Los arrojó a ambos en una ensenada castigada por el viento, ocho kilómetros más abajo; por entonces, Elizabeth se había ahogado y a él poco le faltaba.
Tom sintió un trepar de llanto por dentro, pues la había amado como no podía amar a la madre que nunca conociera. Tosió, frotándose los ojos para contener las lágrimas antes de que Guy pudiera ver esa debilidad infantil. Aunque Hal se había casado con Elizabeth principalmente para dar una madre a sus gemelos huérfanos, muy pronto todos llegaron a amarla, lo mismo que a Dorian, desde el momento en que nació. Todos, menos Billy el Negro, por supuesto. William Courtney no amaba más que a su padre, a quien celaba como una pantera. Elizabeth había protegido a los menores de sus vengativas atenciones, pero al llevársela el mar quedaron indefensos.
—No deberías habernos abandonado le dijo Tom, suavemente.
Luego echó una mirada culpable a Guy. Pero su hermano demasiado atento a sus plegarias, no lo había escuchado. Se acercó al ataúd que flanqueaba el de su madre por el lado opuesto. Pertenecía a Judith, la princesa etíope, madre de Billy el Negro. La efigie de mármol representaba a una atractiva mujer, de facciones fieras, casi aquilinas, que el hijo había heredado. Lucía media armadura como corresponde a quien ha encabezado ejércitos contra los paganos, y una espada en el cinturón; contra su pecho descansaban el casco y el escudo, decorado con una cruz copta, símbolo de Cristo anterior al mismo ministerio de Roma. Su mata de pelo era una densa corona rizada. Tom, al observarla, sintió en las entrañas el odio que le inspiraba su hijo.
—Ese caballo debería haberte arrojado antes de que pudieras parir a ese cachorro tuyo. Esta vez habló en voz alta, con ojos nublados y húmedos. Pero los ojos, brillantes y sabedores, tenían un dejo de astucia.
—¿Estás segura, Mary, de que el señorito Billy no te vio? —insistió Tom.
Ella sacudió la cabeza, haciendo bailar los bucles.
—No. Antes de salir miré en la biblioteca; él estaba con la cabeza metida en los libros, como siempre.
Plantó en las caderas las manitas callosas, enrojecidas de tanto fregar platos; casi llegaban a abarcar la diminuta cintura. Los gemelos siguieron ese movimiento con la vista. Las enaguas y las faldas harapientas le llegaban a media pantorrilla; aunque iba descalza, con los pies muy sucios, sus tobillos eran finos. Al verles la expresión, ella sonrió, percibiendo el poder que ejercía sobre ellos.
Levantó una mano para juguetear con la cinta que le cerraba el corpiño. Los dos pares de ojos, obedientes, observaron el gesto. Ella sacó pecho, tensando la cinta.
—Dijisteis que me daríais seis peniques —recordó a Tom.
—Cierto, Mary —asintió él, reaccionando—. Seis peniques por los dos: Guy y yo.
Ella sacudió la cabeza y le sacó la lengua.
—Sois astuto, señorito Tom. Pero eran seis peniques por cada uno, un chelín por los dos.
—No seas tonta, Mary. Él sacó una moneda de plata de la bolsa que le colgaba del cinturón y la revoleó, haciéndola centellear en el aire. Luego se la mostró en la palma de la mano. Una moneda de plata de seis peniques, toda para ti.
Ella volvió a negar con la cabeza, en tanto desataba el lazo de la cinta.
—Un chelín —repitió.
El corpiño se abrió un par de centímetros. La astilla de piel blanca que dejaba al descubierto contrastaba sorprendentemente con los hombros pecosos, oscurecidos por el sol.
—¡Un chelín o nada! —Ella se encogió de hombros con fingida indiferencia. El movimiento hizo que un pecho gordo y redondo asomara a medias; la aureola color rubí espió tímidamente por el borde raído de la blusa. Los dos chicos quedaron enmudecidos—. ¿Os comieron la lengua los ratones? Creo que no tengo nada que hacer aquí.
Y se volvió pícaramente hacia la escalera, meneando el trasero redondo bajo las faldas.
—¡Espera! —llamó Tom, con voz estrangulada. Será un chelín, Mary, bonita mía.
—¡Mostrádmelo primero, señorito Tom! —exigió ella, mirando por sobre el hombro pecoso.
El muchacho escarbó frenéticamente en su bolsa.
—Aquí tienes, Mary.
Le mostró la moneda y ella se acercó lentamente, bamboleando las caderas como había visto hacer a las chicas de los muelles. Mientras tomaba la moneda preguntó:
—¿Os parezco bonita, señorito Tom?
—Eres la muchacha más bonita de toda Inglaterra —aseguró Tom, fervoroso.
Y lo decía muy en serio. Alargó la mano hacia el pecho redondo, que ahora había escapado por completo del corpiño. Ella, con una risita, se la apartó.
—¿Y el señorito Guy? ¿No va primero? No lo habéis hecho todavía, ¿verdad, señorito Guy?
El otro tragó saliva con dificultad, sin encontrar la voz, y bajó la vista, intensamente ruborizado.
—Es su primera vez —confirmó el hermano—. Ve primero con él. Yo iré después.
Mary se acercó a Guy para tomarlo de la mano.
—No temáis. Le sonreía con ojos taimados. No os haré daño, señorito Guy.
Y lo fue conduciendo hacia el extremo opuesto de la cripta, apretándose contra él. Guy percibió su olor. Probablemente llevaba todo un mes sin bañarse; exudaba el potente tufo de las cocinas en que trabajaba, a grasa de tocino y humo de leña, langostas hervidas y sudor caballuno. Eso le revolvió el estómago.
—¡No! —barbotó, apartándose—. No quiero… no puedo… —Estaba al borde de las lágrimas—. Primero tú, Tom.
—La hice venir por ti —le espetó su hermano, ásperamente. Cuando hayas probado te volverás loco por hacerlo. Ya verás.
—Por favor, Tom, no me obligues. —A Guy le temblaba la voz. Se volvió hacia la escalera, desesperado—. Sólo quiero ir a casa. Padre nos va a descubrir.
—Ya le he dado nuestro chelín —recordó Tom, tratando de hacerlo entrar en razones—. No puedes malgastarlo.
Mary volvió a asirle la mano.
—¡Venid, venid, que sois buen muchacho! Os había echado el ojo, de veras. Sois un niño muy bonito, en verdad.
—¡Que sea Tom el primero! —repitió Guy, ya frenético.
—¡Muy bien! La chica se bamboleó hacia el otro gemelo.
—Que el señorito Tom os muestre el camino. Ha estado allí tantas veces que ya podría encontrarlo con los ojos vendados.
Y sujetó a Tom del brazo para arrastrarlo hacia el ataúd más cercano, que resultó ser el de sir Charles, héroe de Caláis.
Allí se apoyó.
—No sólo conmigo —rió, sino también con Mabel y con Jill, a menos que las dos mientan, y con la mitad de las chicas de la aldea, por lo que he oído decir. ¡Sois todo un semental, señorito Tom!
Bajó la mano para desatarle los pantalones, en tanto se empinaba en puntas de pies para besarlo en la boca. Tom la empujó contra el féretro. Trataba de decir algo a su mellizo, pero ella lo amordazó con labios suaves, con la larga lengua de gato que le hundía en la boca. Por fin él logró liberarse para respirar y dirigió una gran sonrisa a Guy, con el mentón mojado de saliva.
—Ahora verás lo más bonito que puedas contemplar en toda tu existencia, aunque vivas cien años.
Mary aún estaba reclinada contra la piedra del féretro. Tom, con dedos expertos, desató los cordones de la falda, dejando que la prenda cayera hasta los tobillos. Abajo no había ninguna otra prenda; sólo el cuerpo, tan suave y blanco que parecía modelado con finísima cera. Los tres lo miraron: los gemelos, abrumados de respeto; Mary, con una burlona sonrisa de orgullo. Tras un largo minuto de silencio, sólo quebrado por la respiración desigual de Tom, ella se quitó la blusa por la cabeza y la dejó caer hacia atrás. Luego miró directamente a Guy:
—¿No queréis de esto? —preguntó, ofreciéndole los pechos regordetes con ambas manos—. ¿No? —se burló.
Él estaba mudo y estremecido. Luego la muchacha deslizó los dedos lentamente por el cuerpo cremoso, más allá de la profunda fosa del ombligo. Apartando la falda con un puntapié, se plantó con los pies bien separados, sin apartar los ojos de la cara de Guy.
—¿A que nunca habéis visto un gatito como éste, señorito Guy?
Y se acarició, haciendo susurrar los rizos. Él dejó escapar una exclamación estrangulada.
—¡Demasiado tarde, señorito Guy! —lo provocó ella, con una risa triunfal. Ya habéis perdido la oportunidad. Ahora tendréis que aguardar turno.
Por entonces Tom había dejado caer los pantalones hasta los tobillos. Mary le puso las manos en los hombros y se trepó con un pequeño brinco, colgándose de su cuello con ambos brazos y con las piernas envolviendo la cintura del muchacho. Su collar de cuentas baratas quedó atrapado entre los dos. Al romperse el hilo, las cuentas de vidrio cayeron en cascada a lo largo de los cuerpos, para esparcirse sobre las lajas de piedra. Ninguno de los dos pareció percatarse.
Con una extraña mezcla de horror y fascinación, Guy vio que su gemelo apretaba a la chica contra el sarcófago de piedra de su abuelo, pujando contra ella, gruñendo, roja la cara. Ella respondía a sus embates; comenzó por emitir pequeños maullidos que fueron creciendo en intensidad hasta acabar en chillidos de cachorro.
Él habría querido apartar la vista, pero no podía. Con espantosa fascinación, vio que su hermano echaba la cabeza atrás, con la boca muy abierta, y lanzaba un grito angustioso.
"¡Lo ha matado!", pensó. Y luego: "¿Qué le diremos a padre?"
—¡Tom! ¿Estás bien? No pudo impedirlo; las palabras surgieron de su boca antes de que pudiera detenerlas. Su gemelo giró la cabeza para dedicarle una sonrisa deforme.
—No podría estar mejor. Y dio un paso atrás, dejando a Mary nuevamente reclinada contra el ataúd. Ahora te toca a ti —jadeó. ¡Cóbrate esos seis peniques, hombre!
Ella también estaba sin aliento, pero rió, insegura.
—Dadme un minuto para recobrar la respiración. Luego os daré un galope que no olvidaréis en muchos años, señorito Guy.
En ese momento, dos agudos silbidos reverberaron por el agujero de ventilación. Guy dio un salto atrás, con alarma y alivio. No había modo de pasar por alto lo urgente de la advertencia.
—¡La campana! —exclamó. Es Dorry. Viene alguien.
Tom brincó en una pierna; luego, en la otra, en tanto se subía los pantalones y ataba los cordones.
—Lárgate, Mary —espetó a la muchacha.
Ella estaba gateando en busca de las cuentas caídas.
—¡Deja eso! —le dijo Tom.
Pero Mary no le prestó atención. Tenía una marca rosada en las nalgas, allí donde había estado apoyada contra el borde del sarcófago; casi se podía leer la inscripción grabada en la piel blanca. Eso provocó en el muchacho un ridículo impulso de reír, pero lo que hizo fue asir a su hermano por el hombro.
—¡Vamos! Podría ser padre.
Esa idea les puso alas en los pies; volaron escaleras arriba, empujándose mutuamente por la prisa. Cuando salían a tropezones de la sacristía se encontraron con Dorian, que los esperaba escondido entre la hiedra que cubría el muro.
—¿Quién es, Dorry? —jadeó Tom.
—¡Billy el Negro! —trinó el menor. Acaba de salir de los establos, montado en Sultán, y viene directamente colina arriba. Estará aquí en un minuto.
Tom dio rienda suelta al más potente de sus juramentos, aprendido de Gran Daniel Fisher, el contramaestre de su padre.
—No debe sorprendernos aquí. ¡Vamos!
Los tres corrieron hacia el muro de piedra. Tom impulsó a Dorian hacia lo alto; luego, él y Guy saltaron al otro lado y tiraron del menor hacia la hierba.
—¡Callados, todos! Tom estaba medio sofocado por la risa y la excitación.
—¿Qué pasó? —gorjeó Dorian. Vi entrar a Mary. ¿Hiciste eso con ella, Guy?
—Ni siquiera sabes qué es "eso" —evadió Guy.
—Claro que sé —rebatió el menor, indignado. He visto a los carneros, a los perros, los gallos, a Hércules, el toro. Es así. Se puso en cuatro patas para una pintoresca imitación, a corcovos y bamboleos de caderas, con los ojos horriblemente en blanco y la lengua asomada por el costado de la boca. ¿Es esto lo que hiciste con Mary, Guy?
Su hermano enrojeció furiosamente.
—¡Basta, Dorian Courtney! ¿Me oyes?
Tom, en cambio, soltó una carcajada de placer y empujó a su hermanito de bruces contra el pasto.
—¡Sucio monito! Apostaría una guinea a que, con vello o sin vello, lo harías mejor que Guy.
—¿La próxima vez me dejarás probar, Tom? —rogó el niño, con la voz apagada contra el césped.
—Ya veremos cuando tengas algo más con que probar —prometió Tom. Y dejó que se incorporara.
Pero en ese momento oyeron los cascos que ascendían la colina.
—¡Callados! —ordenó, entre risitas.
Se tendieron en hilera detrás del muro, tratando de dominar la respiración y el regocijo. El jinete se aproximó al trote corto y, al llegar al sector de grava, frente a las puertas principales de la capilla, redujo su andar al paso.
—¡Agachados! —susurró Tom a sus hermanos. Pero él se quitó la gorra emplumada para echar un vistazo cauteloso por encima del muro.
Allí estaba William Courtney, a lomos de Sultán. Era un jinete estupendo por naturaleza, quizá por algún instinto proveniente de sus orígenes africanos. Era alto y delgado, y como de costumbre, vestía de negro de pies a cabeza. Por eso, además de la pigmentación de pelo y piel, sus medio hermanos le habían aplicado el apodo que odiaba con tanta vehemencia.
Aunque ese día iba a cabeza descubierta, solía lucir un sombrero negro, de ala ancha, que decoraba con un puñado de plumas de avestruz. Negras eran sus botas altas, la silla de montar y las bridas. Sultán era un potro negro, acicalado hasta refulgir bajo la pálida luz del sol. Caballo y jinete eran magníficos.
Obviamente, iba por algo relacionado con su inminente casamiento. Las nupcias no se celebrarían en la capilla de la novia, sino allí, pues luego seguirían otras ceremonias importantes, que sólo se podían llevar a cabo en la capilla de los caballeros Nautonnier.
Se detuvo ante la puerta principal de la capilla, inclinándose en la montura para mirar adentro. Luego continuó a paso lento por el costado del edificio, hasta la puerta de la sacristía.
Miró en derredor, atento, y sus ojos se clavaron en Tom. El muchacho quedó petrificado. Se suponía que él y sus hermanos estaban en la boca del río, ayudando a Simon y su equipo con las redes salmoneras. Los trabajadores itinerantes que William contrataba para la cosecha se alimentaban casi exclusivamente de salmón, que era barato y abundante, aunque ellos protestaran por lo monótono de esa dieta.
Las ramas de manzano debieron de ocultar a Tom de la aguda mirada de su hermano, pues William desmontó para atar las riendas de Sultán a la argolla de hierro que pendía junto a la puerta. El chico comprendió que había subido a la capilla para repasar las disposiciones de su boda. Estaba comprometido con la segunda de las muchachas Grenville. Sería un casamiento espléndido; su padre había pasado casi todo un año regateando con John Grenville, el conde de Exeter, para convenir la dote.
"Billy el Negro no ve la hora de montarla", pensó Tom, despectivamente, mientras su hermano se detenía en los peldaños de entrada para sacudirse el polvo de las relucientes botas, con el pesado látigo que llevaba siempre. Antes de entrar, William echó otro vistazo hacia donde él estaba. Su piel no era negra, sino ambarina; parecía más mediterráneo que africano: español o italiano, quizá. Sin embargo tenía el pelo renegrido, denso y brillante, recogido hacia atrás en una coleta que trenzaba con una cinta negra. Era apuesto, con el estilo formidable y peligroso que le daban la fina y recta nariz etíope y los centelleantes ojos negros de las bestias carniceras. Tom lo envidiaba porque las jóvenes, en su mayoría, se mostraban aturdidas y emocionadas en su presencia.
Cuando William desapareció en la sacristía, Tom se puso de pie, susurrando:
—¡Se ha ido! ¡Vamos! Volveremos…
Pero antes de que pudiera terminar, en la capilla resonó un alarido.
—¡Mary! —exclamó Tom. Esa pequeña tonta, en vez de huir, se ha quedado allí.
—Y Billy el Negro la tiene atrapada —jadeó Guy.
—¡Ahora sí que habrá problemas! —añadió Dorian, gozoso, levantándose para ver mejor el espectáculo. ¿Qué le hará?
—No sé dijo Tom, y no nos quedaremos a averiguarlo.
Antes de que pudiera conducir a sus hermanos en una precipitada fuga barranco abajo, Mary salió intempestivamente de la sacristía. Su terror era obvio, aun a esa distancia. Corría como si la persiguiera una jauría de lobos. Un momento después, William salió a la luz del sol, en seguimiento de la chica.
—¡Vuelve aquí, pequeña arrastrada!
Su voz llegó claramente hasta el sitio en que estaban los chicos, aún agazapados tras el muro. Pero Mary se recogió las faldas para correr más deprisa. Iba directamente hacia la pared que ocultaba a los muchachos.
William desató las riendas de Sultán y montó con un salto desenvuelto, para ir tras ella a galope tendido. Caballo y jinete alcanzaron rápidamente a la muchacha.
—No te muevas de allí, puerca ramerita. Nada bueno estarías haciendo aquí. Y se inclinó, con el pesado látigo en la mano derecha. Vas a decirme qué estabas haciendo.
Le lanzó un azote, pero Mary lo esquivó. Él hizo que el potro girara para seguirla. No vas a escapar, puta.
Sonreía con una sonrisa cruel, fría.
—Por favor, señorito William —chilló la chica.
Pero él sacudió nuevamente el látigo, que siseó en el aire. Ella se agachó bajo su arco con la agilidad de un animal perseguido. Luego echó a correr hacia la capilla, esquivando los manzanos, seguida por William.
—¡Vamos! —susurró Guy. Ésta es nuestra oportunidad.
Y se levantó de un brinco para descender a tumbos la empinada pendiente del barranco. Dorian fue tras él. Tom, en cambio, permanecía agazapado junto al muro. Horrorizado, vio que su hermano alcanzaba nuevamente a la muchacha y se empinaba en los estribos.
—Ya te enseñaré a hacer caso cuando te ordeno que te detengas.
Descargó el látigo otra vez, y en esta oportunidad la alcanzó entre los omóplatos. Mary lanzó un grito agudo, de agonía y terror, y se dejó caer en el césped.
Ante ese chillido, Tom sintió que se le congelaba la espalda y le rechinaban los dientes.
—¡No hagas eso! —dijo.
Pero su hermano, sin oír nada, desmontó para plantarse ante Mary.
—¿En qué diabluras andabas, andrajosa?
Ella había caído en un revoltijo de faldas y piernas desnudas. Él volvió a pegarle, apuntando al rostro blanco y aterrorizado, pero Mary alzó un brazo y recibió allí el latigazo, que levantó un cardenal escarlata.
—Por favor, no me haga daño, señorito William —tartamudeó, retorciéndose de dolor.
—Voy a azotarte hasta que sangres. Y hasta que me digas qué estabas haciendo en la capilla, en vez de estar en la cocina, con tus cacerolas grasientas. —William sonreía con desenvoltura; lo estaba disfrutando.
—No hacía nada malo, señor. Mary bajó las manos para implorarle, pero no pudo alzarlas a tiempo para frenar el golpe siguiente, que le dio de lleno en la cara. Lanzó un aullido; la sangre coloreó de escarlata la mejilla hinchada. Por favor, por favor, no me lastime más.
Con la cara herida entre las manos, rodó por el césped, tratando de alejarse de él. Pero la ropa se le enredó bajo el cuerpo. Al ver que estaba desnuda bajo las faldas, William volvió a sonreír. El golpe siguiente fue aplicado con entusiasmo contra la piel suave y blanca del trasero.
—¿Qué estabas robando, perra? ¿Qué hacías aquí?
La golpeó otra vez, dejando un cardenal escarlata en la cara posterior de los muslos. Su grito hirió a Tom con la misma crueldad del látigo contra sus carnes.
—¡Déjala, Billy, maldito seas! —barbotó, atacado por una arrolladora sensación de responsabilidad y compasión por la muchacha torturada. Antes de haber pensado lo que estaba a punto de hacer, ya había saltado por sobre el muro para correr al rescate de Mary.
William no lo oyó llegar. Estaba absorto en el intenso e inesperado placer de castigar a esa pequeña buscona. Las bandas carmesíes que le estaba dejando en la piel, el pataleo de los miembros desnudos, sus chillidos salvajes, el sucio olor animal de la muchacha, todo lo excitaba profundamente.
—¿Qué buscabas? —rugió. ¿Vas a decírmelo o tendré que arrancártelo a golpes?
Apenas pudo contener la carcajada al trazar una vívida línea escarlata a través de los hombros desnudos, que se estremecieron en un espasmo de tormento.
Tom se estrelló contra su espalda. Era fuerte para su edad y su hermano mayor no lo superaba mucho en estatura ni en peso; además lo fortalecían la indignación y el odio, causados por la injusticia y la crueldad que acababa de presenciar, por el recuerdo de millares de golpes e insultos recibidos de esas manos. Y esta vez contaba con la ventaja de una absoluta sorpresa.
Golpeó a William en la parte baja de la espalda, pillándolo en equilibrio sobre un solo pie, en el momento de patear a la muchacha para poder descargar mejor el próximo golpe. Se vio propulsado hacia adelante con tal potencia que tropezó con su víctima y cayó despatarrado, estrellándose de cabeza contra el tronco de un manzano. Allí quedó, aturdido.
Tom se inclinó para levantar de un tirón a la muchacha, trémula y balbuceante.
—¡Huye! —le dijo. ¡Corre cuanto puedas!
Y le dio un empellón. Mary no necesitó más acicate para lanzarse camino abajo, aún sollozante y aullando, mientras Tom se volvía para enfrentar la ira de su hermano.
William se incorporó en el césped, sin saber con certeza quién o qué lo había derribado. Hundió dos dedos en el pelo oscuro y ondeado y los sacó manchados de la sangre que manaba de un pequeño corte, allí donde se había golpeado con el árbol. Luego sacudió la cabeza y se levantó, mirando a Tom.
—¡Tú! —dijo, con suavidad casi cordial. ¡Ya podía imaginar que estabas en el fondo de esta diablura!
—Ella no ha hecho nada. Tom aún estaba demasiado iracundo como para arrepentirse de su impulso. Podrías haberla malherido.
—Sí —concordó William—. Ése era mi propósito. Y bien merecido lo tenía. Se agachó para recoger el látigo. Pero como se ha ido, serás tú el que resulte malherido. Y será un enorme placer cumplir con mi obligación. Descargó la fusta a derecha e izquierda, con un zumbido amenazador. Y ahora dime, hermanito, a qué estabas jugando con esa putita. ¿Algo feo y malo, de que padre deba enterarse? Dímelo antes de que deba arrancártelo a latigazos.
—Puedes irte al demonio.
Era una de las expresiones favoritas de su padre, pero Tom, a pesar de su actitud desafiante, comenzaba a lamentar amargamente el impulso caballeresco que lo había impulsado a esa confrontación. Ahora, ya sin el elemento sorpresa a su favor, se sabía en desesperada desventaja. Las habilidades de su hermano mayor no se reducían a los libros. En Cambridge había practicado lucha, un deporte sin reglas; sólo se veía con malos ojos el empleo de armas mortíferas. La primavera anterior, en la feria de Exmouth, Tom lo había visto inmovilizar al campeón zonal, un verdadero buey, tras desmayarlo a medias a fuerza de puñetazos y patadas.
Pensó echar a correr, pero sabía que William, con esas largas piernas, lo alcanzaría en menos de cien metros, aun calzando botas de montar. No había remedio. Asumió la postura debida, con los puños en alto, tal como le había enseñado Gran Daniel.
William se le rió en la cara.
—¡Por San Pedro y todos los santos! ¡El gallito quiere pelear!
Dejó caer el látigo y avanzó perezosamente, con las manos colgando a los costados. De pronto disparó el puño derecho, sin advertencia alguna. Tom logró apenas dar un salto atrás, pero el puño le rozó el labio, que se hinchó inmediatamente, dejándole en la boca el sabor salobre de la sangre y los dientes manchados, como si hubiera estado comiendo frambuesas.
—¡Aquí vamos! Ya se vertió la primera gota de vino. Habrá más, te lo aseguro; todo un tonel, antes de que hayamos terminado.
William amagó otra vez con la derecha, pero cuando Tom se agachó para esquivarla, le asestó un gancho con la otra mano.
El menor lo bloqueó como le había enseñado Gran Daniel.
William sonrió de oreja a oreja.
—Así que el monito conoce algunos trucos.
Pero entrecerró los ojos; eso era algo que no tenía calculado. Disparó otra vez el mismo puño; Tom volvió a esquivarlo, pero sujetó el codo de su hermano con las dos manos, desesperadamente. Por instinto, Billy tiró hacia atrás y él utilizó ese impulso para saltar hacia adelante, en vez de resistir, al tiempo que pateaba violentamente. Una vez más, sorprendió a su hermano fuera de equilibrio; uno de sus puntapiés le acertó en plena entrepierna. William perdió el aliento en un bufido de dolor y se dobló en dos, apretando con las dos manos las partes lesionadas. Tom giró en redondo para correr hacia la casa.
Aun con las brunas facciones contraídas por el dolor, al ver que el muchachito escapaba, William irguió la espalda y, obligándose a ignorar el dolor, se lanzó tras él. Pese al estorbo de la lesión, ganaba distancia inexorablemente.
Cuando Tom oyó los pasos precipitados que se acercaban, echó una mirada por sobre el hombro y perdió un metro más. Al oír los gruñidos de su hermano creía sentir su aliento contra la nuca. No había salida; no podía escapar. Entonces se dejó caer al suelo, rodando como una pelota.
William estaba tan cerca y venía tan deprisa que no pudo detenerse. La única manera de evitar a Tom era saltar por encima de él. Lo hizo con facilidad, pero el otro se puso de espaldas, en medio del sendero lodoso, y le aferró el tobillo cuando aún estaba en el aire, sujetándolo con la fuerza del terror. El hombre se estrelló de bruces en el sendero. Por un instante quedó indefenso. Tom se levantó. Iba a echar nuevamente a correr, pero la cólera y el odio se impusieron al sentido común.
Al ver a Billy el Negro despatarrado en el fango, la tentación fue irresistible: por primera vez en su vida tenía a su merced al hermano mayor. Echó la pierna derecha hacia atrás para tomar impulso con la bota. William recibió el golpe en el costado de la cabeza, justo delante de la oreja, pero el resultado no fue el esperado. En vez de derrumbarse, lanzó un rugido de ira y aferró con ambas manos la pierna de Tom. Lo arrojó hasta los helechos que crecían al costado del camino; luego se levantó para lanzarse contra él, antes de que Tom pudiera recobrarse.
Se le montó en el pecho y le sujetó las muñecas contra el suelo, por encima de la cabeza. Tom no podía moverse; el peso de William le aplastaba las costillas, permitiéndole a gatas respirar. El otro aún jadeaba, pero su respiración se alivió poco a poco, hasta que pudo sonreír; fue una sonrisa penosa y torcida.
—Esta diversión te va a salir cara, cachorro. Vas a pagarla muy cara, te lo prometo susurró. Espera a que recobre el aliento y entonces liquidaremos este asunto.
El sudor le chorreaba por el mentón, goteando contra la cara de Tom.
—¡Te odio! —siseó el menor. Todos te odiamos. Mis hermanos, todos los que trabajan aquí, todos los que te conocen. ¡Te odiamos todos!
Abruptamente, William le soltó una muñeca para abofetearlo con el dorso de la mano.
—Hace años que trato de enseñarte buenos modales —dijo suavemente, pero no aprendes nunca.
A Tom le lagrimeaban los ojos, pero aun así se las compuso para acumular un escupitajo y lanzarlo contra esa cara morena. Le acertó a la barbilla pero William no le prestó atención.
—Me las cobraré, Billy el Negro —prometió el jovencito, en un penoso murmullo. Algún día me las cobraré.
—No, creo que no. William meneó la cabeza. ¿No has oído hablar de la ley de primogenitura, monito?
Y le asestó otra bofetada. Los ojos del muchachito se pusieron vidriosos; bajo una fosa nasal apareció un poco de sangre.
—Responde, hermano. William echó atrás la otra mano y volvió a golpearlo. ¿Sabes lo que significa eso? —Otro derechazo—. Respóndeme, precioso.
Un golpe con la mano izquierda, otro con la derecha, y la sucesión fue tomando ritmo. La cabeza de Tom rodaba de lado a lado, floja. Estaba perdiendo rápidamente la conciencia, pero el castigo no cesaba.
—Primogenitura… —¡Blam!—… Es el derecho… —¡Blam!—… del que nace primero. —¡Blam!
El golpe siguiente llegó desde atrás. Dorian los había seguido por el camino. El castigo que estaba recibiendo su hermano favorito era igualmente penoso para él. Miró en derredor, buscando desesperadamente un arma. A la vera del sendero había una densa acumulación de ramas caídas; escogió un palo seco, grueso como su muñeca y largo como su brazo, y se acercó sigilosamente a espaldas de William. Tuvo el buen tino de no dar aviso alguno de lo que iba a hacer: se limitó a levantar silenciosamente la rama con ambas manos, por encima de la cabeza.
Después de una pausa para tomar puntería y reunir todas sus fuerzas, descargó la rama contra la coronilla del negro, con tanta fuerza que el palo se le quebró en las manos.
William, sujetándose la coronilla, desvió la vista hacia él y lanzó un aullido:
—¡Toda esta piojosa camada! Se levantó, algo inseguro. ¡Hasta el cachorro menor!
—Deja en paz a mi hermano —amenazó Dorian, pálido de terror.
—¡Huye, Dorry! —graznó Tom, aturdido entre los helechos, sin fuerzas para incorporarse. Te va a matar. ¡Corre!
Pero Dorian se mantuvo firme.
—Déjalo en paz —dijo.
William dio un paso contra él.
—¿Sabes, Dorry, que tu madre era una ramera? —sonreía, tranquilizador. Dio otro paso adelante, dejando caer las manos. Eso significa que eres hijo de una ramera.
Dorian no estaba seguro de lo que significaba "ramera", pero respondió con furia.
—¡No hables así de mi mamá!
Contra su voluntad, dio un paso atrás; William continuaba avanzando amenazadoramente.
—El nene de mamá —se mofó William. Bueno, la ramera de tu mamá ha muerto, nene.
A Dorian se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¡No digas eso! Te odio, William Courtney.
—Tú también tienes que aprender buenos modales, pequeño Dorry. Billy cerró las manos en torno del cuello del niño y lo levantó en el aire sin dificultad, pese a sus pataleos y manotazos, para clavarlo contra el tronco del haya bajo la que estaban. Debes aprender, Dorry.
Apretó cuidadosamente dos dedos contra la tráquea, mirándolo a la cara, que se iba hinchando y amoratando. Dorian pataleaba contra el tronco, indefenso. Le rasguñó las manos, dejándole líneas rojas en la piel, pero no podía emitir sonido alguno.
—Un nido de víboras —dijo William. Eso es lo que son: víboras y culebras. Tengo que acabar con vosotros.
Tom se incorporó entre los helechos para arrastrarse hasta su hermano mayor y se abrazó a sus piernas.
—¡Por favor, Billy! Lo siento. Pégame a mí, pero deja en paz a Dorry. No le hagas daño, por favor. Él no quiso hacer ningún mal.
William lo apartó de una patada, sin dejar de sujetar al niño contra el árbol. Dorry tenía los pies a medio metro del suelo.
—¡Respeto, Dorry! ¡Tienes que aprender a respetar!
Aflojó la presión de los pulgares para permitir que su víctima aspirara una sola vez; luego volvió a apretar. Los silenciosos forcejeos de Dorian se tornaron frenéticos.
—¡Pégame a mí! —imploraba Tom. Deja en paz a Dorry. Ya te has cobrado.
Se puso de pie, apoyándose en el tronco, para tironearle de la manga.
—Tú me escupiste a la cara —recordó William, ceñudo—. Y esta pequeña víbora trató de descerebrarme. Ahora puedes ver cómo se sofoca.
—¡William! —A un lado sonó otra voz, áspera de indignación—. ¿Qué clase de juego es éste, por todos los diablos?
Contra los brazos extendidos del primogénito cayó un fuerte golpe. William dejó caer al chico para girar hacia su padre.
Hal Courtney había utilizado la vaina de la espada para apartarle las manos. Ahora parecía dispuesto a utilizarla para derribarlo al suelo.
—¿Estás loco? ¿Qué haces con Dorian? —interpeló, con la voz trémula de ira.
—Tenía que… Era sólo un juego, padre. Estábamos jugando. —La cólera de William se había evaporado como por milagro; parecía intimidado—. No le ha pasado nada. No había mala intención.
—Casi lo has matado —bramó Hal.
Hincó una rodilla en el suelo para levantar del barro a su hijo menor y lo retuvo tiernamente contra su pecho. Dorian escondió la cara contra el cuello de su padre, sollozando y tosiendo. Respiraba con dificultad y tenía marcas lívidas en la suave piel del cuello; las lágrimas le mancharon la cara. Hal Courtney clavó en William una mirada fulminante.
—No es la primera vez que te llamo la atención sobre el tratamiento que das a los menores. ¡Por Dios, William! Hablaremos de esto después de cenar, en la biblioteca. Ahora desaparece de mi vista, antes de que pierda el control.
—Sí, señor. Humildemente, el hijo mayor desanduvo el camino hacia la capilla, pero antes arrojó a Tom una mirada que no dejaba dudas: el asunto estaba muy lejos de haber terminado.
—¿Qué te ha sucedido, Tom? —preguntó Hal, volviéndose a medias.
—Nada, padre aseguró el muchachito. No es nada.
Y se limpió con la manga la nariz ensangrentada. Delatar era una violación de su propio código, aunque se tratara de un adversario tan odiado como el Negro.
—¿Y por qué sangras por la nariz y tienes la cara como una manzana madura? La voz del padre sonaba gruñona, pero suave: lo estaba poniendo a prueba.
—Una caída.
—Sé que a veces eres muy torpe, Tom, pero ¿estás seguro de que nadie te empujó?
—En todo caso, eso queda entre esa persona y yo, señor. Tom se irguió en toda su estatura, para disimular dolores y lesiones.
Hal le rodeó los hombros con un brazo, mientras con el otro estrechaba a Dorian contra su pecho.
—Vamos, niños; volvamos a casa.
Los llevó hasta el sitio donde había dejado su caballo, en el límite del bosque. Después de sentar a Dorian por delante de la silla, montó tras él e izó a Tom hasta la grupa.
El jovencito le rodeó la cintura con un brazo, apoyando la cara hinchada contra su espalda. Amaba la tibieza y el olor de su padre, su reciedumbre, su fuerza. Lo hacían sentir a salvo de cualquier daño. Habría querido llorar, pero se tragó las lágrimas. "Ya no eres niño", se dijo."Dorry puede llorar; tú no."
—¿Dónde está Guy? —preguntó su padre, sin volverse.
Tom estuvo en un tris de responder: "Huyó", pero sofrenó esa palabra desleal antes de pronunciarla.
—Creo que volvió a casa, señor.
Hal cabalgaba en silencio, con aquellos dos cuerpos cálidos apretados contra él, agradecidos. Sufría por ellos, pero con una especie de furiosa impotencia. No era, por cierto, la primera vez que se había visto enredado en ese conflicto fraternal primitivo entre los hijos de sus tres esposas. Sabía que, en esa competencia, las posibilidades pesaban mucho contra los menores. Y sólo había un resultado.
Frunció el entrecejo, frustrado. Hal Courtney no tenía aún cuarenta y dos años, pero la reyerta entre sus cuatro hijos lo hacía sentir viejo y cargado de preocupaciones. El problema era que amaba a William tanto como al pequeño Dorian, si no más.
William era su primogénito, el hijo de Judith, esa feroz y hermosa doncella guerrera, la africana a quien había amado con profundo respeto y pasión. Al morir bajo los cascos de su propio corcel, ella había dejado en la existencia de Hal un vacío doliente. Por muchos años no tuvo con qué llenarlo, salvo el bello niñito que le dejara.
Él mismo había criado a William. Le enseñó a ser recio y adaptable, astuto, lleno de recursos. El muchacho era todo eso y aun más. En él había algo del salvajismo y la crueldad de ese continente oscuro y misterioso, que nada podía domesticar. Hal lo temía, pero en verdad no habría aceptado otra cosa. Si él mismo era duro e implacable, ¿cómo renegar de esas cualidades en su propio primogénito?
—Padre, ¿qué significa "primogenital"? —Fue la súbita pregunta de Tom, con la voz ahogada contra su manto.
Concordaba tanto con sus pensamientos que dio un respingo.
—¿De dónde sacaste eso? —preguntó.
—Lo oí en algún lugar —murmuró el muchachito—. No recuerdo dónde.
A Hal no le costó imaginar adónde, pero comprendió que no debía presionarlo; el niño ya había sufrido bastante por ese día. Trató, en cambio, de responder con exactitud, puesto que Tom ya estaba en edad de comprender. Ya era hora de que empezara a saber de los reveses que le deparaba la vida de segundón.
—Quieres decir "primogenitura", Tom. Es el derecho del que nace primero.
—Billy.
—Billy, sí —reconoció Hal, francamente—. Según las leyes de Inglaterra, él sigue directamente mis pasos y tiene precedencia sobre todos sus hermanos menores.
—Nosotros —aclaró Tom, con un dejo de amargura.
—Vosotros, sí. Cuando yo me haya ido, todo será suyo.
—Cuando hayáis muerto, queréis decir —intervino Dorian, con indiscutible lógica.
—En efecto, Dorry: cuando yo muera.
—No quiero que muráis —gimió el niño, con la voz todavía ronca por el daño que había sufrido su garganta. Prometedme que no moriréis jamás, padre.
—Ojalá pudiera, hijo, pero todos hemos de morir algún día.
Dorian calló por un momento.
—¿Pero mañana no?
El padre rió entre dientes.
—Mañana no. No será por muchos días, si puedo evitarlo. Pero algún día sucederá. Siempre es así.
—Y cuando así sea —continuó Tom, Billy será sir William. Eso es lo que tratáis de decirnos.
—Sí. William heredará la baronía, pero no sólo eso. Todo lo demás será también de él.
—¿Todo? No comprendo. Tom apartó la cabeza de la espalda paterna. ¿High Weald? ¿La casa y las tierras?
—Sí. Todo pertenecerá a Billy. La finca, la tierra, la casa, el dinero.
—Eso no es justo —protestó Dorian. ¿Por qué no hay nada para Tom y Guy, que son mucho más buenos que Billy? No es justo.
—Tal vez no sea justo, pero así son las leyes de Inglaterra.
—No son justas —insistió el niño. Billy es horrible.
—Si vas a vivir esperando que todo sea justo, te llevarás muchas desilusiones, hijo mío —dijo Hal con suavidad, abrazando a su pequeño, en tanto pensaba: "Ojalá pudiera cambiar las cosas".
—Cuando hayáis muerto Billy no permitirá que nos quedemos en High Weald. Nos expulsará.
—Eso es algo que no puedes asegurar —protestó Hal.
—Claro que puedo —afirmó Tom, convincente—. Él me lo dijo. Y hablaba en serio.
—Te abrirás paso por cuenta propia, Tom. Por eso debes ser inteligente y fuerte. Es la razón por la que a veces soy duro contigo, más de lo que fui nunca con William: debéis aprender a defenderos cuando yo no esté. Hizo una pausa. ¿Podría explicarles eso, siendo aún tan jóvenes? Pero debía intentarlo. —La ley de primogenitura ha servido para hacer la grandeza de Inglaterra. Si cada vez que alguien muere su tierra se repartiera entre sus hijos sobrevivientes, pronto el país estaría dividido en parcelas diminutas e inútiles, que no servirían para alimentar a una familia; así nos convertiríamos en una nación de pobres campesinos.
—¿Y qué haremos los excluidos? —preguntó Tom.
—Podéis optar por el ejército, la marina y la iglesia. Podéis salir al mundo como mercaderes o colonos, en los extremos de los océanos, y retornar con tesoros y riquezas aun más grandes que la herencia de William.
Lo pensaron en silencio por largo rato.
—Yo voy a ser marino como vos, padre. Navegaré hasta el fin de los océanos, como vos —dijo Tom, por fin.
—Y yo iré contigo, Tom —se sumó Dorian.
***
Hal Courtney, sentado en el primer banco de la capilla familiar, tenía sobrados motivos para sentirse satisfecho de sí mismo y del mundo que lo rodeaba. Contemplaba a su hijo mayor, que esperaba ante el altar, mientras la música del órgano colmaba el pequeño edificio de sonidos gozosos. William estaba muy apuesto con el atuendo que había escogido para su boda, desechando, por una vez, su sombría vestimenta negra. El cuello era de finísimo encaje de Flandes; el chaleco, de terciopelo verde con un motivo de ciervos bordados en oro. El pomo de su espada tenía incrustaciones de cornalinas y lapislázuli. También lo observaban casi todas las mujeres de la congregación; las más jóvenes, entre risitas y susurros.
"No podría pedir más de un hijo", pensó Hal. William había demostrado su capacidad como atleta y como intelectual. En Cambridge, su preceptor lo elogiaba por su aplicación y su capacidad de aprendizaje; también se había destacado en la lucha, como jinete y cazando con halcones. Al retornar a High Weald, terminados sus estudios, puso también de relieve lo que valía como administrador y empresario. Poco a poco, Hal le había ido otorgando un control cada vez mayor sobre el manejo cotidiano de la finca familiar. Si algo lo inquietaba era, acaso, el hecho de que William fuera a menudo demasiado implacable en sus negociaciones y en el tratamiento de los hombres que trabajaban a sus órdenes. Más de una vez se habría podido evitar muertes en las minas de estaño si se hubiera tenido más en cuenta la seguridad, con un poco más de dinero invertido en mejorar las excavaciones y el acarreo. Sin embargo, en los últimos tres años la explotación de las minas y la finca había casi duplicado sus utilidades. Y eso era prueba suficiente de la competencia del joven.
Ahora William llevaba a cabo ese deslumbrante enlace. Naturalmente, había sido Hal quien lo encaminara hacia lady Alice Grenville, pero fue William el que, tras un breve cortejo, la flechó a tal punto que ella misma persuadió a su padre, en un principio renuente, de la conveniencia de esa unión. Al fin y al cabo, William Courtney era plebeyo.
Hal echó un vistazo al conde, sentado en el primer banco, al otro lado del pasillo. John Grenville, hombre enjuto, diez años mayor que él, vestía sencillamente, pese a ser uno de los terratenientes más grandes de Inglaterra. Sus ojos sombríos se escondían en la enfermiza palidez de la cara. Al sorprender la mirada de Hal lo saludó con la cabeza; su expresión no era cordial ni hostil, aunque habían intercambiado palabras duras al discutir sobre la dote de Alice.
Al final, ella traía consigo la escritura de las granjas de Gainesbury, que superaban las cuatrocientas hectáreas, además de unas minas de estaño en explotación, situadas en el este y el sur de Rushwold. En los últimos tiempos el estaño estaba en constante demanda; Rushwold venía a agregarse a las minas de los Courtney, que William estaba administrando con tanta eficiencia; la explotación conjunta disminuiría los costos, aumentando las ganancias. Y ésa no era toda la dote. El punto final, que Hal había logrado arrancar al conde, era tan grato como el resto: doce mil acciones comunes de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, con derecho a voto. Hal ya era gobernador e importante accionista de la Compañía, pero esas nuevas acciones aumentarían su poder de decisión, convirtiéndolo en uno de los hombres más influyentes del directorio después de Nicholas Childs, su presidente.
Sí, tenía sobrados motivos para estar ufano. ¿Por qué, entonces, esa extraña sensación que le roía el contento, como arenilla en el ojo? A veces, cuando cabalgaba por los acantilados, contemplando el mar gris y frío, recordaba las tibias aguas de azur del océano de las Indias. A menudo, al observar el rápido aleteo de un halcón contra el cielo, recordaba el cielo del África, más alto, más azul. Había noches en que bajaba sus mapas de los estantes para estudiarlos por horas enteras, releyendo las anotaciones que había hecho en ellos dos décadas atrás, soñando con las azules colinas del África, sus playas blancas, sus ríos potentes.
De un sueño muy reciente había despertado confundido y sudando. Todo era muy vívido, como si reviviera aquellos acontecimientos trágicos. Ella estaba otra vez a su lado: la encantadora niña dorada que había sido su primer amor auténtico. Una vez más, moría en sus brazos. "Sukeena, amor mío, moriré contigo." Al decir esas palabras había vuelto a sentir que se le partía el corazón. "No" (la dulce voz de la muchacha empezaba a debilitarse)."No, tú seguirás. He viajado contigo hasta donde me estaba permitido. Pero los hados te reservan un destino especial. Continuarás viviendo. Tendrás muchos hijos, varones fuertes cuya descendencia prosperará en esta tierra africana, haciéndola suya." Hal se cubrió los ojos, inclinando la cabeza como si orara, por si alguno de los presentes veía en sus ojos el destello de una lágrima. Después de un rato abrió los ojos para observar a los hijos que ella había prenunciado, tantos años atrás.
Tom era el que más se le parecía, en carne y espíritu; era de huesos grandes, fuerte para su edad, con vista y muñeca de guerrero. Su temperamento inquieto hacía que se aburriera con facilidad de cualquier tarea rutinaria o que requiriera una concentración prolongada y meticulosa. No era intelectual, pero tampoco carecía de inteligencia o astucia. Su aspecto era agradable, pero no hermoso; la cara era enérgica y decidida, de mandíbula ancha, pero con la boca y la nariz demasiado grandes. Era impulsivo, a veces hasta el punto de la precipitación, casi temerario y a menudo demasiado audaz para su propio bien. Los moretones que tenía en la cara habían tomado feos tonos amarillos y purpúreos, pero era típico de Tom el arrojarse contra alguien mayor y más fuerte, sin pensar en las consecuencias.
Hal había descubierto lo sucedido en los bosques, cerca de la capilla, al hablarle William de Mary, la fregona. Ella hizo una confesión casi incoherente, sollozando sin cesar.
—Yo me porto bien, señor, por Dios que me porto bien. No es cierto lo que él decía, no robé nada. Sólo fui por un poco de diversión, nada malo. Pero entonces el señorito William vino a la capilla y me dijo cosas feas y me pegó. Sollozando copiosamente, se había levantando las faldas para mostrar los grandes cardenales que le cruzaban los muslos.
Hal se apresuró a ordenar:
—Cúbrete, muchacha. Era fácil calcular lo inocente que era. Ya había reparado en ella, aunque habitualmente se interesaba muy poco en las mujeres que trabajaban en su casa, pues tenía una mirada pícara y unas curvas voluptuosas que resultaba difícil pasar por alto.
—El señorito Tom trató de detenerlo. De lo contrario me hubiera matado, el amo William. Es un buen muchacho, el señorito Tom. No hizo nada malo…
Conque Tom había cortado los dientes con ese bocado de carne tierna. No le haría ningún mal. Lo más probable era que William los hubiera sorprendido practicando el más antiguo de los deportes. Y Tom, sin duda, había corrido en defensa de la chica. Aunque las intenciones fueran dignas de elogio, el acto en sí era estúpido: el objeto de su caballerosidad no merecía una lealtad tan fiera. Hal hizo que la muchacha volviera a las cocinas y luego cambió una discreta palabra con su administrador. En menos de dos días, éste le consiguió empleo como camarera en una posada de Plymouth y la chica desapareció silenciosamente de High Weald. Era de esperar que no viniera a golpear las puertas de la cocina, dentro de nueve meses, para obsequiarle con un pequeño envoltorio.
Suspiró quedamente. No pasaría mucho tiempo sin que fuera preciso buscar otro empleo también para Tom. No podía quedarse allí por mucho tiempo más. Ya era casi un hombre. Aboli había comenzado ya a darle lecciones de esgrima, que Hal había demorado hasta que el chico desarrollara fuerza en los brazos: había visto a más de un jovencito arruinado por iniciarse demasiado pronto con la espada. Se estremeció abruptamente al imaginar que Tom pudiera, en otro ataque de ira, desafiar a su hermano mayor: William era un espadachín notable; en Cambridge había herido de gravedad a un compañero de estudios, atravesándole la parte baja del pecho. Aunque se trató de una cuestión de honor, Hal había tenido que emplear toda su influencia y un saco de guineas de oro para acallar la cuestión; aunque la ley permitía los duelos, se los miraba con malos ojos. Si el joven hubiera muerto, ni siquiera él habría podido proteger a su hijo de las consecuencias. Resultaba insoportable pensar que dos de sus hijos pudieran liquidar sus rencillas a espada, pero era más que posible, a menos que los separara pronto. Tendría que emplear a Tom en uno de los barcos de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. El chico pareció sentir la mirada de su padre, fija en él, y se volvió para dedicarle una sonrisa tan franca e inocente que Hal apartó la vista.
Guy estaba junto a su mellizo. Otro problema, reflexionó Hal, pero de índole diferente. Aunque entre los Courtney eran frecuentes los gemelos y cada generación solía contar con un par, cuanto menos, Tom y Guy no eran idénticos. Todo lo contrario: diferían en casi todos los aspectos que Hal pudiera apreciar. Guy era, holgadamente, el más apuesto, con sus facciones delicadas, casi femeninas, y un cuerpo grácil, pero carecía de la potencia física y la energía de Tom. Su carácter era cauteloso hasta la timidez; pero su inteligencia era brillante y tenía la capacidad de aplicar toda su atención aun a las tareas más repetitivas.
Hal no desdeñaba a los mercaderes y prestamistas, como suele suceder entre la aristocracia rural, y podía alentar sin reparos a uno de sus hijos a hacer carrera en esas actividades. Guy podía estar mejor equipado para ese tipo de vida, pues resultaba difícil imaginarlo guerrero o marino. Se dijo, ceñudo, que en la Compañía había múltiples oportunidades para ingresar como escribiente o secretario, con un empleo seguro en el que se pudiera ascender rápidamente; más aún si el muchacho era inteligente e industrioso y su padre, gobernador de la Compañía. Decidió hablar con Childs en su entrevista de la semana próxima.
Su intención era partir hacia Londres a primera hora de la mañana siguiente, en cuanto William estuviera sólidamente casado con lady Alice y la dote de la muchacha, transferida a las propiedades de los Courtney. Los caballos ya estaban listos; Gran Daniel y Aboli podían engancharlos al coche para iniciar el viaje en menos de una hora. Pero aun a toda velocidad tardarían cinco días, cuanto menos, en llegar a Londres, y la reunión trimestral del directorio debía celebrarse el primer día del mes siguiente.
"Tendré que llevarme a los chicos", pensó súbitamente. Y el hecho de que lo decidiera fue medida de su preocupación. Dejarlos en High Weald, con William como amo de la propiedad y sin la presencia del padre como mediador y protector, habría sido tentar a la providencia. "También Dorian debería venir conmigo."
Miró con cariño a su hijo menor, encaramado en el banco, a su lado; a cambio recibió una alegre sonrisa de adoración. El niño se le acercó un poco más en el duro banco de roble. El contacto de ese cuerpecito conmovió extrañamente a Hal, que le apoyó una mano en el hombro. "Es demasiado temprano para saber cómo resultará éste", se dijo, "pero da la impresión de tener todas las virtudes de los otros y menos de sus debilidades. Pero aún es demasiado pronto para saber."
En ese momento lo distrajo la música del órgano, que irrumpió dramáticamente con la marcha nupcial. Entre frufrúes y murmullos, la congregación giró en los asientos, esforzándose por echar la primera mirada a la novia.
***
El sol aún no había asomado por encima de los árboles; sólo unos pocos rayos iluminaban los altos aquilones y las torres de la casona, pero todos los habitantes de la casa salieron a verlos partir hacia Londres: William, acompañado por su flamante esposa; Ben Green, el capataz; Evan, el mayordomo, y hasta el último de los mozos de cuadra y las fregonas. Se formaron a lo largo de la escalinata, por orden de importancia; los sirvientes de menor rango, en el prado frontal. Gran Daniel y Aboli estaban ya instalados en el pescante y los caballos lanzaban bocanadas de vapor en el aire frío de la mañana.
Hal abrazó brevemente a William, mientras Alice, rosada y fulgurante de felicidad y amor, se colgaba del brazo de su esposo. Siguiendo las indicaciones del padre, los menores se alinearon tras él, muy serios, para estrechar la mano al primogénito; luego, entre gritos de entusiasmo, corrieron hacia el carruaje que esperaba.
—¿Puedo viajar con Aboli y Gran Daniel? —rogó Tom.
Su padre asintió, indulgente.
—¿Yo también? Dorian bailaba a su lado.
—Tú viajas en el carruaje, conmigo y con el señor Walsh. Walsh era el preceptor de los niños; Dorian se enfrentaba a cuatro días de cautiverio con él y sus libros, el latín, el francés y la aritmética.
—Por favor, padre, ¿por qué no? —inquirió el niño. Y de inmediato respondió a su propia pregunta: ¡Porque soy el menor!
—Ven, Dorry. Guy lo tomó de la mano para llevarlo hacia el coche. Yo te ayudaré con tus lecciones.
Las privaciones e injusticias de la juventud quedaron olvidadas en cuanto Aboli hizo restallar el látigo y el carruaje se puso en marcha, haciendo crujir la grava. Guy y Dorian se asomaron por la ventanilla para despedirse a gritos de sus preferidos entre el personal, hasta que viraron en el cruce de caminos y High Weald se perdió de vista.
En el pescante, Tom viajaba en éxtasis entre dos de sus hombres favoritos. Gran Daniel era un gigantón cuya melena plateada asomaba, tiesa, bajo el sombrero ladeado. Como no tenía un solo diente en las encías, cuando masticaba su rostro curtido se plegaba como el fuelle de un herrero. Era bien sabido que no había hombre más fuerte en Devonshire, a pesar de sus años. Tom le había visto levantar en vilo a un caballo recalcitrante para arrojarlo panza arriba, con las patas en el aire, y sujetarlo sin esfuerzo mientras le cambiaban las herraduras. Había sido contramaestre de sir Francis Courtney; cuando éste murió a manos de los holandeses, Gran Daniel sirvió al hijo, navegando con él por los océanos del sur, combatiendo a su lado contra paganos y holandeses, piratas, renegados y otros enemigos. Hizo de niñera a William y a los gemelos, cargándolos en la espalda y haciéndolos saltar en las rodillas con manazas tiernas. Sabía encantar con los relatos más estupendos y construir barcos en miniatura, tan realistas en sus detalles como si en cualquier momento pudieran zarpar hacia el horizonte, llevando a Tom a bordo. Poseía un asombroso repertorio de juramentos y dichos que Tom ensayaba sólo en compañía de Dorian y Guy, pues repetirlos en presencia de William, su padre o cualquier otro adulto habría conducido a un castigo instantáneo. Tom amaba profundamente a Gran Daniel.
Fuera de su familia íntima, sólo había otra persona a la que amara tanto: Aboli, que iba sentado al otro lado de Tom, llevando las riendas en sus enormes manos negras.
—Tú lleva el trabuco. Sabedor del placer que le brindaría, Aboli le entregó esa arma horrible. Aunque el caño era más corto que su brazo, era capaz de disparar dos devastadores puñados de proyectiles por la boca abierta en forma de campana. Si algún salteador de caminos trata de detenernos, le llenas la panza de plomo, Klebe.
Tom, casi abrumado por ese honor, se sentó muy erguido entre ambos, pidiendo a Dios la oportunidad de utilizar la pesada arma que acunaba en el regazo. Aboli había empleado su apodo afectuoso; "Klebe" significaba "halcón" en el idioma de los bosques africanos, y a Tom le encantaba. El negro le había enseñado su lenguaje, explicando que allí lo llevaría su destino."Así lo profetizó, hace mucho tiempo, una mujer sabia y bella. El África te espera, y yo, Aboli, debo prepararte para el día en que pises por primera vez su suelo."
Aboli era príncipe de su propia tribu. Los diseños de cicatrices rituales que le cubrían la cara eran prueba de su sangre real. Era diestro con cualquier arma a la que echara mano, desde el palo de combate de los africanos hasta el más fino acero de Toledo. Ahora que los gemelos tenían suficiente edad, Hal Courtney le había encomendado la tarea de enseñarles esgrima. Tanto él como William habían sido entrenados por Aboli, quien los convirtió en espadachines expertos. Tom se había aficionado a la espada con la misma habilidad natural de su padre y de su medio hermano; Guy, lamentablemente no mostraba igual voluntad ni aptitud.
—¿Qué edad puede tener Aboli? —había preguntado Dorian, cierta vez.
Y Tom respondió con toda la sabiduría de su mayor edad:
—Es aun más viejo que padre. ¡Ha de tener cien años, cuanto menos!
El negro no tenía un solo cabello en la cabeza, una sola hebra gris que delatara su verdadera edad; aunque arrugas y cicatrices se entretejían en sus facciones de un modo inextricable, el cuerpo se mantenía delgado y musculoso; la piel, suave y lustrosa como obsidiana pulida. Nadie sabía su edad; ni siquiera él mismo. Sus cuentos eran aun más fascinantes que los de Gran Daniel. Hablaba de gigantes y pigmeos, de selvas pobladas de maravillosos animales, grandes simios capaces de destrozar a un hombre como si fuera una langosta, bestias de cuellos tan largos que podían comer las hojas más altas de los más altos árboles, desiertos donde había diamantes del tamaño de manzanas, centelleando al sol como el agua, y montañas hechas de oro macizo.
—¡Algún día iré allá! —aseguró Tom, fervoroso, al terminar uno de esos mágicos relatos. ¿Vendrás conmigo, Aboli?
—Sí, Klebe. Algún día navegaremos juntos hasta allá.
Ahora el carruaje se zarandeaba por el camino desigual, chapoteando en los charcos de lodo; Tom, encaramado entre los dos hombres, trataba de dominar su entusiasmo y su impaciencia.
En el cruce de rutas, antes de llegar a Plymouth, había una figura esquelética colgada con cadenas del patíbulo, aún vestida de chaleco, pantalones de montar y botas.
—El domingo hará un mes que está colgado allí. Gran Daniel se quitó el sombrero ante la calavera sonriente del asaltante ejecutado; los cuervos se habían comido ya la mayor parte de la carne. Dios te guarde, John Warking. ¡Mis saludos al viejo cornudo!
En vez de entrar en Plymouth, Aboli desvió los caballos hacia la ancha senda que conducía hacia el este, rumbo a Southampton y Londres.
Londres, la ciudad más grande del mundo. Cinco días después, cuando aún estaban a treinta kilómetros de distancia vieron sus humaredas en el horizonte. Pendían en el aire, mezclándose con las nubes, como el manto rojizo de un campo de batalla. La ruta los llevó a lo largo del Támesis, ancho y transitado, donde bullía una interminable procesión de pequeñas embarcaciones, gabarras y lanchas, cargadas de maderos y piedra para construir, bolsas de trigo y ganado, cajas, fardos y barriles: el comercio de una nación. El tránsito fluvial se hacía más denso al acercarse al Pool de Londres, donde anclaban los barcos más grandes. Allí pasaron frente a los primeros edificios, todos rodeados de jardines y campos abiertos.
Ya se percibía el olor de la ciudad, y el humo, al cerrarse sobre ellos, opacaba el Sol. Cada chimenea eructaba sus oscuros vapores para acentuar la penumbra. El tufo de la ciudad se tornó más potente. Hedor a cueros crudos y fardos de telas nuevas, a carne podrida, hombres y caballos, ratas y pollos, la fetidez sulfurosa del carbón quemado y las aguas servidas. La corriente del río adquirió un color de boñiga y la ruta se fue congestionando por las carrozas y los carros. Los campos abiertos cedieron paso a interminables edificios de piedra y ladrillo, cuyos tejados se arracimaban; las calles laterales se hicieron tan estrechas que no permitían el paso de dos carruajes. Ahora el río era casi invisible tras los depósitos que, de a cuatro en fondo, se alineaban en ambas riberas.
Aboli serpenteó con el carruaje entre la multitud, intercambiando animosas bromas e insultos con los otros conductores. Tom, a su lado, no llegaba a beberlo todo. Disparaba los ojos de un lado a otro, giraba la cabeza y parloteaba como una ardilla excitada. Hal Courtney, cediendo a las súplicas de Dorian, le había permitido trepar al techo del carruaje; allí estaba, sentado detrás de Tom, añadiendo sus gritos y sus risas a los del hermano mayor.
Por fin cruzaron el río por un gigantesco puente de piedra, tan grande que la corriente se acumulaba en torno de sus pilares, arremolinándose como un torbellino pardo entre las columnas. En toda su longitud se alineaban puestos donde harapientos vendedores voceaban sus mercancías.
—Langostas frescas, preciosas mías. Ostras vivas.
—¡Cerveza! Dulce y fuerte. Bebed por un centavo. Emborrachaos por dos.
Tom vio que un hombre vomitaba copiosamente por el costado del puente. Una vieja ebria ahuecó las faldas raídas para agacharse a mear en la alcantarilla. Por entre la muchedumbre paseaban oficiales de uniformes espléndidos, guardias del rey Guillermo, llevando del brazo a bonitas muchachas de cofia.
Había naves de guerra ancladas en el río. Tom las señaló, ansioso.
—¡Sí! Gran Daniel escupió jugo de tabaco al costado. Es el viejo Dreadnought, setenta y cuatro cañones. Estuvo en el Medway. El de allá es el Cambridge…
El hombrón iba desenredando nombres gloriosos, que Tom escuchaba con pasión.
—¡Mirad allí! —exclamó. Ha de ser la Catedral de St. Paul. La reconocía por los dibujos de sus textos escolares. La cúpula estaba terminada sólo a medias, abierta al cielo y cubierta por una telaraña de andamios. Guy, que lo había oído, asomó la cabeza para corregir a su gemelo:
—La nueva catedral. La vieja se destruyó por completo en el Gran Incendio. El arquitecto es el maestro Wren. La cúpula tendrá casi doscientos metros de altura.
Pero la atención de sus dos hermanos había pasado a otra cosa.
—¿Qué pasó con esos edificios? Dorian señalaba unas ruinas ennegrecidas por el humo que se entremezclaban a edificios más nuevos, a lo largo del río.
—Se consumieron en el incendio respondió Tom. ¿Ves a los constructores trabajando?
Cruzaron el puente hacia las calles atestadas de la ciudad, donde el tránsito de vehículos y personas era aun más denso.
—Yo estuve aquí antes del incendio —les dijo Gran Daniel, mucho antes de que vosotros fuerais siquiera un proyecto. Las calles eran la mitad de anchas y la gente vaciaba las bacinillas en las cunetas…
Y prosiguió deleitando a los muchachos con otros detalles gráficos de las condiciones imperantes apenas veinte años atrás.
Algunos de los carruajes abiertos con que se cruzaban iban ocupados por encumbrados caballeros, vestidos a la última moda y acompañados por señoras ataviadas de seda y satén, tan hermosas que Tom las miró con sobrecogido respeto, seguro de que no eran mortales, sino ángeles celestiales. Otras mujeres, las que asomaban por las ventanas de las casas que se apretaban en la calle, no parecían tan sacras. Una distinguió a Aboli con una invitación hecha a gritos.
—¿Qué quiere mostrarte? —gorjeó Dorian, dilatando los ojos.
Gran Daniel le revolvió el pelo flamígero.
—Ojalá no lo descubrierais nunca, señorito Dorry, pues una vez que lo sepáis no volveréis a conocer la paz.
Por fin llegaron a la posada y el carruaje hizo resonar los adoquines de la entrada. El hostelero corrió a recibirlos, entre reverencias, restregándose las manos de placer.
—¡Bienvenido, sir Hal! No os esperábamos hasta mañana.
—La ruta estaba mejor de lo que temía. Hicimos buen tiempo. Hal se apeó, entumecido. Dadnos una jarra de cerveza liviana para lavarnos el polvo de la garganta —ordenó, mientras entraba a grandes pasos para arrojarse en una de las sillas del vestíbulo.
—Os tengo preparada la alcoba de costumbre, sir Hal, y un cuarto para vuestros muchachos.
—Bien. Que vuestros mozos de cuadra se ocupen de los caballos. Y buscad habitación a mis servidores.
—Tengo un mensaje de lord Childs para vos, sir Hal. Me encargó encarecidamente mandarle aviso en cuanto llegarais.
—¿Y lo habéis hecho? —Hal lo miró con intensidad. Nicholas Childs era el presidente de los gobernadores de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, pero la manejaba como si fuera su feudo privado. Era hombre de gran fortuna e influencia en la ciudad y en la corte. La Corona era importante accionista de la Compañía y Childs tenía la confianza y el favor del mismo soberano. No era hombre a tratar con ligereza.
—Le he enviado mensaje hace un instante.
Hal bebió a fondo de la jarra de cerveza y eructó educadamente detrás de la mano.
—Ya podéis acompañarme arriba.
El hostelero lo precedió por la escalera, subiendo de espaldas y haciendo reverencias cada tres escalones. Hal aprobó rápidamente los aposentos. Su propia alcoba tenía un salón y un comedor privado. Los niños estaban en el cuarto de enfrente; Walsh, el preceptor, en el contiguo, que también sería utilizado como aula, pues el padre había decidido que no perdieran un solo día de estudios.
—¿Podemos salir a ver la ciudad, padre, por favor? —imploró Tom.
Hal echó un vistazo al preceptor.
—¿Ya han terminado las lecciones que les fijasteis en el viaje?
—El señorito Guy sí, por cierto. Pero los otros… —respondió Walsh, mojigato.
—Antes de poner un pie en la calle tendréis que completar la tarea que el maestro Walsh os ha dado —dijo Hal a sus hijos, ceñudo.
En cuanto salió, Tom hizo una mueca feroz a la espalda del preceptor.
El mensajero de Nicholas Childs llegó antes de que Aboli y Gran Daniel hubieran terminado de subir los pesados baúles. Con una reverencia, el lacayo de librea entregó a Hal una hoja de pergamino lacrada. Después de darle una moneda Hal partió con la uña del pulgar el sello de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. La carta había sido redactada por un secretario: "Lord Childs solicita el placer de cenar en vuestra compañía, esta noche a las ocho, en la Casa Bombay". Abajo había una nota con la ornamentada escritura del propio Childs: "Sólo habrá otro invitado: Oswald Hyde. N. C."
Hal silbó por lo bajo: ¡Una cena en privado con el viejo y el canciller de Su Majestad, el rey Guillermo III!
—Se prepara algo interesante. Sonrió, sintiendo un cosquilleo de entusiasmo en las venas.
***
Aboli y Gran Daniel habían restregado el carruaje y cepillado los caballos hasta hacerlos brillar como metal pulido.
Hal tuvo tiempo de sobra para bañarse y hacer que la criada le repasara la ropa, antes de partir hacia su cita con Childs.
La Casa Bombay se alzaba entre altos muros, entre importantes jardines, a un tiro de piedra de las Posadas de la Corte; era fácil llegar caminando desde la sede central de la Compañía, en la calle Leadenhall. Los altos portones de hierro forjado estaban custodiados por guardias, pero se abrieron en cuanto Aboli anunció a su amo. Había tres lacayos esperando ante las dobles puertas de la casa, listos para recibir a Hal y hacerse cargo del manto y el sombrero. Luego el mayordomo lo condujo por una serie de habitaciones grandiosas, llenas de espejos y enormes pinturas al óleo que representaban barcos, batallas y paisajes exóticos, iluminadas por bosques enteros de velas en candelabros de cristal y lámparas sobredoradas, sostenidas por estatuas de ninfas y negros.
Según caminaban, las grandes salas fueron dando paso a ambientes más modestos; Hal comprendió que habían ingresado en las zonas privadas de la casona, más próximas a las cocinas y a los alojamientos de servicio. Por fin se detuvieron ante una puerta, tan pequeña e insignificante que le hubiera pasado desapercibida, a no ser porque el mayordomo la tocó una sola vez con su bastón.
—¡Adelante! —tronó una voz familiar, desde el otro lado.
Hal, agachándose para cruzarla, se encontró en un gabinete pequeño, pero ricamente decorado. De las paredes artesonadas pendían tapices de Arabia y las Indias; el espacio alcanza apenas para dar cabida a una gran mesa, en la que se amontonaban fuentes de plata y soperas sobredoradas que emitían suculentos aromas y tentadoras volutas de vapor.
—Puntual, como siempre —lo elogió lord Childs. Ocupaba la cabecera de la mesa, desbordando la gran silla acolchada. Perdonad si no me levanto para saludaros debidamente, Courtney. Esta maldita gota, otra vez. Y señaló el pie, que descansaba sobre un escabel, cubierto de vendajes. Ya conocéis a Oswald, por supuesto.
—Tengo ese honor. Hal se inclinó ante el canciller. Buenas noches, milord. Nos conocimos en agosto, en la casa del señor Samuel Pepys.
—Buenas noches, sir Henry. Recuerdo bien nuestro encuentro. Lord Hyde, sonriente, se inclinó a medias sin levantarse. No sois el tipo de hombre que se olvida con facilidad.
Hal comprendió que era un comienzo propicio para la velada. Childs le señaló informalmente la silla contigua.
—Sentaos aquí, para que podamos conversar. Quitaos la chaqueta y la peluca, hombre. Pongámonos cómodos. Luego echó un vistazo a la densa melena oscura de Hal, apenas veteada de plata. Ah, pero vos no lleváis peluca. Muy, muy sensato. Los desdichados que vivimos en la ciudad somos esclavos de la moda.
Los otros dos tenían el pelo muy corto y estaban en mangas de camisa, con los cuellos flojos. Childs tenía una servilleta atada al cuello. No habían esperado a Hal para comenzar a comer. A juzgar por el montón de ostras vacías, el dueño de casa ya había dado cuenta de varias docenas. Hal se quitó el abrigo y, después de entregarlo a un lacayo, ocupó la silla ofrecida.
—¿Qué preferís, Courtney? ¿Vino del Rin o de Madeira?
Childs hizo una seña a uno de los criados para que le llenara la copa: Hal seleccionó el vino del Rin. Por anteriores experiencias, sabía que la velada sería larga y que el Madeira era engañosamente dulce, pero potente. Una vez que tuvo la copa llena y una bandeja de ostras enormes frente a sí, el dueño de casa despidió a los criados con un ademán, a fin de que pudieran dialogar libremente. Casi de inmediato abordaron la enojosa cuestión de la guerra con Irlanda. Jacobo, el rey de puesto, había navegado de Irlanda a Francia para reunir allí un ejército entre sus partidarios católicos y estaba atacando a las fuerzas leales al rey Guillermo. Oswald Hyde deploraba el costo de la campaña; Childs, en cambio, se regocijaba por la efectiva defensa que de Londonderry y Enniskillen habían hecho las tropas de Su Majestad.
—Podéis estar seguros de que, en cuanto el Rey se haya ocupado de los irlandeses, volverá a poner toda su atención en Francia. Oswald Hyde chupó otra ostra con cara de infelicidad, expresión que parecía natural en él. Tendré que regresar al Parlamento para otra apropiación.
Aun viviendo en el campo Hal estaba bien informado sobre los últimos acontecimientos, pues tenía en Londres muchos amigos con los que mantenía una correspondencia regular. Así pudo seguir los importantes giros de la discusión y hasta hacer aportes valiosos.
—Tenemos pocas alternativas —dijo—. Una vez que Luis invadió el Palatinado, nos vimos obligados a actuar contra él, según los términos de la Alianza de Viena.
Percibió la concordancia de los otros con su opinión, aunque Hyde continuó quejándose de los gastos que requería una guerra continental.
—Reconozco que debemos entrar en guerra con Francia, pero: ¡Buen Dios, todavía no hemos pagado los costos de la guerra con Holanda ni del Gran Incendio! El Niño Negro y Jacobito nos dejaron endeudados con todos los Bancos de Europa.
"Niño Negro" era el apodo de Carlos II, el Monarca Alegre. Jacobito era Jacobo II, que lo había sucedido para gobernar por tres años escasos, antes de que su desembozado catolicismo romano lo obligara a huir a Francia. Guillermo, stadholder de las Provincias Unidas de los Países Bajos, cuarto en la línea de sucesión, fue invitado a asumir el trono de Inglaterra junto con María, su esposa. María era hija de Jacobo, lo cual hacía aun más válido su derecho sobre el trono, y además, eran fieles protestantes.
Una vez liquidadas las ostras, Childs llamó a los lacayos para que sirvieran los otros platos y se arrojó sobre el lenguado como contra un enemigo. Siguieron con el cordero y la carne vacuna, y sopa de tres sabores diferentes para bajarlos. Un buen clarete reemplazó el vino del Rin, bastante insípido.
Hal apenas bebía unos sorbos, pues la conversación era fascinante, reveladora de la entramada estructura del poder y la política mundial en que rara vez se lo incluía. No habría permitido que el mejor de los vinos le nublara la mente. El diálogo fue de la coronación de Pedro como Zar de Rusia hasta las incursiones francesas en el Canadá, de los colonos de Lachine masacrados por los indios iroquíes a la rebelión de los maratas contra el mando del emperador mogol Aurangzeb, en la India.
Esta última noticia llevó la conversación directamente al verdadero motivo del encuentro: los asuntos de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales. Hal percibió el cambio por la manera en que sus compañeros lo miraban, con astucia, evaluándolo.
—Tengo entendido que sois un importante accionista de la Compañía —inquirió lord Hyde, con aire inocente.
—Tuve la suerte de comprar algunas acciones en los años 70, al retornar de Oriente —admitió Hal, modesto—. Desde entonces he incrementado mi inversión cada vez que la fortuna me ha favorecido.
Childs descartó esa respuesta con un ademán.
—Todo el mundo sabe de las distinguidas hazañas que realizasteis con vuestro padre, durante las guerras con Holanda y más adelante, y los notables aportes que hicisteis a la fortuna familiar, gracias a los botines de guerra y a los frutos de vuestros viajes comerciales. —Se volvió hacia el canciller—. Sir Henry controla un cuatro y medio por ciento de las acciones de la Compañía, sin incluir la dote de Alice Grenville, que muy recientemente se ha casado con su hijo mayor —concluyó secamente.
Hyde, impresionado, calculó mentalmente el valor monetario que eso representaba.
—Habéis demostrado ser un marino valiente y lleno de recursos —murmuró—. E inversor prudente. Tenéis bien merecidas esas recompensas.
Hal, viéndose observado con una mirada penetrante, comprendió que por fin llegaban al verdadero propósito de la reunión.
—Más aún —prosiguió el canciller, frotándose la cabeza rasurada, cuyos pelos cortos y tiesos susurraron bajo los dedos, vuestros intereses personales están estrechamente ligados a los nuestros. Todos somos accionistas; la Corona, el más grande de todos. Por ende, las recientes noticias recibidas de las Indias Orientales nos afectan muy penosamente.
Hal sintió en el pecho una súbita constricción de miedo. Se irguió en la silla para murmurar, con voz tensa:
—Perdonad, milord, pero llegué a Londres apenas esta mañana y no he sabido nada.
—Tenéis suerte, pues la noticia no es buena —gruñó Childs, mientras se llevaba a la boca un trozo de carne chorreante. Después de masticar y tragar, bebió un sorbo de clarete—. Hace dos semanas amarró en los muelles el buque de la Compañía Yeoman of York. Había zarpado desde Bombay sesenta y dos días antes, con una carga de algodón y cochinilla y despachos remitidos por Gerald Aungier, el gobernador de la colonia. Childs sacudió la cabeza, ceñudo, como si se resistiera a pronunciar las palabras siguientes: Hemos perdido dos barcos: el Minotauro y el Albion Spring.
Hal se echó atrás en la silla como si hubiera recibido un golpe en la cabeza.
—¡Eran el orgullo de la flota! —exclamó.
Parecía casi imposible. Esos magníficos navíos, señores del océano, no habían sido construidos sólo para llevar cargas, sino para el prestigio de la próspera compañía que los botaba y de la Corona inglesa, con cuya carta navegaban.
—¿Se hundieron? —arriesgó. Pese a su poderío, la Compañía debía de estar muy afectada por la magnitud de la pérdida. Que se hundiera un barco así ya era un golpe terrible. La pérdida de dos barcos constituía un desastre: con sus cargas, bien podían valer cien mil libras. ¿Dónde se hundieron? ¿En el cabo de las Agujas? ¿En los arrecifes coralinos de las Mascarenas?
—No se hundieron —corrigió Childs, ominoso.
—¿Qué pasó, pues?
—Piratas. Corsarios.
—¿Estáis seguros? ¿Cómo podemos saberlo? Los barcos mercantes eran veloces y estaban fuertemente armados, previendo justamente esa contingencia. Para capturarlos se requería un buque de guerra. Cuando se divulgara esa noticia, las acciones de la Compañía caerían a pico. El propio Hal sufriría una pérdida de miles y miles de libras.
—Ambos barcos llevan un retraso de varios meses. No teníamos noticias de ninguno de los dos —explicó Childs. Pero según parece, del Minotauro escapó un solo marinero. Pasó casi cuarenta días en el mar, aferrado a unos restos de naufragio, bebiendo apenas gotas de agua de lluvia y comiendo el pescado crudo que lograba atrapar, hasta que por fin fue arrojado a la salvaje costa africana. Caminó por semanas enteras a lo largo de la costa, hasta llegar a la colonia portuguesa de Lobito. Allí consiguió empleo en una corbeta que zarpaba con destino a Bombay El gobernador Aungier, enterado de su historia, nos mandó a este marinero junto con sus despachos, abordo del Yeoman of York.
—¿Dónde está ese marinero? —inquirió Hal. ¿Habéis hablado con él? ¿Es digno de fe?
Childs alzó una mano para cortar el torrente de preguntas.
—Está en lugar seguro y bien atendido, pero no queremos que cuente todavía su historia en las calles y las cafeterías de Londres. Courtney asintió con la cabeza: eso tenía lógica. Y sí, he hablado largamente con él. Parece un muchacho sensato, duro y lleno de recursos, si lo que cuenta es cierto. Y creo que lo es.
—¿Qué cuenta?
—En pocas palabras: frente a la isla de Madagascar, el Minotauro encontró un dhow en aprietos y recogió a su tripulación, unos diez o doce, antes de que se hundiera. Pero esa primera noche, durante la primera guardia, los sobrevivientes tomaron el control de la cubierta. Tenían armas escondidas en el cuerpo y con ellas degollaron a los oficiales de la guardia. Desde luego, la tripulación del Minotauro no habría tenido dificultades para rescatar el barco de esa pequeña banda pirata, pero casi enseguida una pequeña flota de botes salió de la oscuridad, obviamente respondiendo a una señal, y los piratas que ya estaban a bordo pudieron impedir que la tripulación de la nave cargara los cañones o se defendiera de modo alguno, hasta que ya fue demasiado tarde.
—¿Cómo escapó este hombre?
—La mayoría de los hombres del Minotauro fueron masacrados, pero éste, cuyo nombre es Wilson, persuadió al capitán pirata de que, si lo recibía en su banda, le indicaría otra presa posible. Luego aprovechó la primera oportunidad para huir, arrojándose al agua con un pequeño barril a modo de flotador. Childs abrió un cofre de plata, del que sacó un largo objeto pardo que parecía un trozo de corteza muerta. Hojas de tabaco enrolladas —explicó—. De las colonias españolas de América. Lo llaman "cigarro". He llegado a preferirlo a la pipa. ¿Probaréis uno? Veamos, permitidme que os lo prepare.
Con mucha bambolla, lo olfateó y cortó una punta de tabaco oscuro. Hal lo aceptó, olfateándolo con desconfianza. El aroma era asombrosamente grato. Siguiendo el ejemplo de Childs, encendió el extremo del cilindro con la mecha encendida que el dueño de casa le ofrecía. Luego pitó cautamente. Descubrió que, pese a la inquietud que le causaba la noticia recién recibida, el sabor era agradable, mejor que el de ninguna pipa.
Por entonces los otros dos también estaban fumando sus respectivos cigarros. Eso brindó a Hal unos pocos minutos para estudiar el problema que Childs acababa de presentarle.
—Decíais que se perdieron dos barcos.
—Sí confirmó Childs: El Albion Spring, sólo semanas antes del Minotauro, a manos de la misma banda de matasietes.
—¿Cómo sabemos eso?
—Porque el capitán pirata se jactó de sus hazañas ante el mencionado Wilson.
Después de otro largo silencio, Hal preguntó:
—¿Qué pensáis hacer al respecto, milord? —Y su pulso se aceleró al ver que ambos intercambiaban una mirada; entonces tuvo la primera sospecha de por qué lo habían invitado a esa reunión íntima.
Childs se limpió la grasa de las mandíbulas con el dorso de la mano; luego le hizo un guiño de conspirador.
—Enviaremos a alguien a tratar con ese pirata Jangiri. Así se llama el pillo: Jangiri.
—¿A quién enviaréis? —preguntó Hal, aunque ya conocía la respuesta.
—Caramba, a vos, desde luego.
—Pero yo, milord, soy ahora agricultor y caballero rural.
—Desde hace sólo unos pocos años —intervino Hyde. Antes de eso fuisteis uno de los marineros más eminentes de los océanos del este y el sur.
Hal guardó silencio. Era cierto, desde luego. Esos dos lo sabían todo sobre él. Casi con certeza, podrían detallar cada uno de sus viajes. Hyde tendría en sus registros todos los aportes de cargas preciosas que hubiera hecho al Tesoro.
—Tengo una familia, señores: cuatro hijos que atender, sin una esposa con quien compartir la responsabilidad. Por ese motivo abandoné los mares.
—Sí, sé por qué dejasteis el mar, Courtney, y os expreso mis más profundas condolencias por la pérdida de vuestra esposa. Por otra parte, hasta vuestro hijo menor ha de tener ya la misma edad en que vos mismo os embarcasteis por primera vez. Nada os impide llevar a todos vuestros vástagos en un barco bien preparado.
Eso también era cierto. Obviamente, Childs había planeado su estrategia con mucha atención a los detalles. Pero Hal estaba decidido a no facilitarle las cosas.
—No podría abandonar mis responsabilidades en High Weald. Si no administrara cuidadosamente mis fincas, quedaría en la miseria.
—Mi querido sir Henry —sonrió Hyde: mi propio hijo estudió en Merton College con vuestro William. Siguen siendo grandes amigos y se escriben con regularidad. Según tengo entendido, la administración de vuestras fincas ha quedado casi exclusivamente en manos del joven William, mientras vos dedicáis gran parte de vuestro tiempo a cazar, leer e intercambiar recuerdos con vuestros antiguos compañeros de barco.
Hal enrojeció de ira. ¿Así evaluaba William su contribución al manejo de High Weald y las minas?
—Si no detenemos con prontitud a ese tal Jangiri —añadió Childs, todos quedaremos en la miseria. Sois el mejor para ese trabajo y todos lo sabemos.
—Eliminar la piratería es responsabilidad de la Marina Real —replicó Hal, empecinado.
—Sí, por cierto —concordó Hyde—. Pero antes de que acabe el año estaremos en guerra contra Francia; entonces la Marina Real tendrá asuntos más urgentes que atender. Podrían pasar años antes de que el Almirantazgo se dedicara a patrullar los océanos lejanos. Y no nos atrevemos a esperar tanto. Jangiri ya tiene bajo su mando a dos buques de gran potencia. Quién sabe si, en uno o dos años, no será lo bastante fuerte como para atacar Bombay o nuestras fábricas de la costa de Carnac. Si lo hiciera, poco valdrían vuestras acciones de la Compañía.
Hal se movió en la silla, inquieto, jugando con el pie de su copa. Eso era lo que había estado esperando secretamente en esos últimos meses de aburrimiento e inactividad. Su sangre se estaba cargando; su mente volaba de idea en idea como el picaflor en el árbol florido.
—No tengo barco —dijo. Al retornar a Devon había vendido el Golden Bough, que estaba desgastado, con el casco devorado por la carcoma—. Necesitaría un navío igual o superior al Minotauro o al Albion Spring.
—Puedo ofreceros una escuadra formada por dos barcos excelentes —contraatacó Childs, sin preocuparse. Vuestra nave insignia sería el nuevo Serafín, la mejor que haya construido jamás la Compañía. Treinta y seis cañones; veloz como una gaviota. En este mismo instante la están terminando en los astilleros de Deptford. Hacia fin de mes podría estar lista para hacerse a la mar.
—¿Y el otro? —inquirió Hal.
—El Yeoman of York, el mismo que trajo a este muchacho Wilson desde Bombay. Al terminar esta semana estará completamente reacondicionado y listo para volver a zarpar. Treinta y seis cañones, también. El capitán Edward Anderson, excelente marino.
—Lo conozco bien —asintió Hal—. Pero ¿bajo qué autoridad navegaría?
Estaba decidido a resistirse un poco más. Hyde prometió:
—Mañana a mediodía podré entregaros una comisión firmada de puño y letra de Su Majestad, donde se os autorice a buscar y aniquilar o tomar como botín las naves y propiedades de los corsarios.
—¿En qué términos? Hal volvió hacia él toda su atención.
—Un tercio para la Corona, un tercio para la Compañía Inglesa de las Indias Orientales y el resto para vos y vuestra tripulación.
—Si fuera, y no me estoy comprometiendo, me gustaría que mis hombres y yo recibiéramos la mitad.
Hyde puso cara de angustia.
—Es cierto, pues, que sois un negociador difícil. Eso lo discutiremos cuando aceptéis la misión.
—Me gustaría poder traficar por cuenta propia durante el viaje.
Era uno de los postulados de la Compañía no permitir a sus capitanes el comercio particular, arriesgándose así a un conflicto de intereses y lealtades. A Childs se le ensombreció la cara; sus papadas se bambolearon de indignación.
—Bajo ninguna circunstancia. Eso no puedo permitirlo. Sentaría un precedente peligroso.
Sólo entonces vio la trampa que Hal le había preparado y en la que acababa de caer.
—Muy bien —dijo Courtney, en voz baja—. Renunciaré a ese derecho si me otorgáis la mitad del botín.
Childs tragó saliva, tartamudeando ante ese descaro. El canciller, en cambio, sonrió lúgubremente.
—Te tiene atrapado, Nicholas. ¿Qué prefieres? ¿El dinero del botín o el derecho a comerciar?
El dueño de casa pensaba furiosamente. El dinero del botín bien podía superar todas las ganancias que se hubieran recogido nunca en las costas del Asia y el África, pero el derecho de comerciar era sagrado y exclusivo de la Compañía.
—Muy bien —accedió al fin—. La mitad del botín, pero nada de comerciar.
Hal frunció el entrecejo, aunque estaba muy satisfecho. Asintió con aparente renuencia.
—Necesito una semana para pensarlo.
—No tenéis una semana —contraatacó Hyde. Precisamos de vuestra respuesta esta misma noche. Su Majestad querrá conocerla por la mañana, durante la reunión de su gabinete.
—Es mucho lo que debo tener en cuenta antes de aceptar esa misión. Hal se respaldó en el asiento, cruzándose de brazos con un gesto decidido. Si se hacía rogar, aún podría extraer más concesiones de esos hombres.
—Henry Courtney, barón de Dartmouth —musitó el canciller—. ¿Verdad que el título tiene un sonido muy satisfactorio?
Hal descruzó los brazos para inclinarse hacia adelante, tan sorprendido que la ansiedad se transparentó en sus facciones. ¡Un título nobiliario! Nunca antes se había permitido concebirlo. Sin embargo, era una de las pocas cosas que aún le faltaban.
—¿Os burláis de mí, señor? —murmuró—. Dignaos aclararme eso.
—Aceptad inmediatamente la comisión que os ofrecemos, traednos la cabeza de ese Jangiri en un tonel de vinagre, y os doy mi solemne palabra de que seréis barón. ¿Qué decís, sir Hal?
Courtney empezó a sonreír. Era plebeyo, aunque del rango más alto, y el siguiente peldaño de la escalerilla lo pondría entre la aristocracia y la Cámara de los Lores.
—Sois vos quien negocia de un modo implacable, milord. Ya no puedo resistirme a vuestros halagos ni a mi deber. —Levantó la copa y los otros dos siguieron su ejemplo—. Vientos favorables y buena cacería —sugirió a modo de brindis.
—¡Oro y gloria refulgentes! —mejoró Hyde. Y bebieron.
Cuando bajaron las copas, el canciller se enjugó los labios con la servilleta.
—Aún no habéis sido presentado en la corte, ¿verdad, sir Hal? —Y ante el gesto negativo del visitante, continuó: Para que un día lleguéis a par del reino debemos ocuparnos de eso antes de que abandonéis Londres. El próximo viernes, en el Palacio de St. James, a las dos en punto de la tarde. El Rey lleva a cabo un reclutamiento antes de partir hacia Irlanda, para ponerse al frente de la campaña contra su suegro. Mandaré a un hombre a vuestro alojamiento para que os conduzca a palacio.