La rúbrica
Pedro de Libreville estaba algo tenso mientras cruzaban el puente del río Ródano y dejaban detrás Villeneuve, con la amenazadora guarnición de soldados del rey de Francia, para llegar a Aviñón. Era pasado el mediodía y llevaban un buen trecho recorrido desde el amanecer. Cuanto más cerca estaban de su destino, más nervioso se mostraba. La consecuencia era que habían dormido poco y había hecho a sus hombres recorrer al galope las últimas leguas, lo mismo que si hubieran sido las primeras. Sentía una urgencia de llegar a Aviñón que le presionaba las sienes y le empujaba hacia delante, de modo casi obsesivo. No sabía por qué, pero, al pasar el puente, sintió uno de esos temores vagos e inconscientes que acosan a los hombres tantas veces cuando llevan una carga importante y se hallan a punto de llegar a su destino. En su cabeza se aparecieron los fantasmas de una posible captura por los secuaces del rey de Francia, intentando arrebatarle el libro. Era inútil que supiera muy bien que aquello era más que improbable, porque él no era conocido por nadie y su misión había sido llevada a cabo en absoluto secreto.
De hecho, el conde de Annecy nunca llegó a saber, en realidad, quién era aquel señor ni su acompañante. A pesar de su inteligencia, ni siquiera se le pasó por la cabeza relacionarles con sir Arturo de Limmerick y don Alfonso de Haro, los dos caballeros cuya permanencia en la abadía le había parecido tan sospechosa. La tapadera había sido perfecta y los tres asistentes se sentían encantados y orgullosos del buen trabajo realizado. Y mientras cabalgaban, los tres hombres, que ya conocían bien a Pedro de Libreville, comprendieron que su jefe estaba muy agobiado por su carga y aceleraron el paso, sabiendo que quería llegar a destino cuanto antes. La niebla, que les había acompañado durante gran parte del camino, desde Loc Dieu a Aviñón, había sido perfecta para él, porque su espíritu estaba como el día, envuelto en una bruma casi irreal, que dejaba entrever sólo unos metros de camino, en medio de la gris penumbra. Por más que sus tres asistentes habían intentado divertirle o distraerle durante el camino, De Libreville no había podido meterse de lleno en ninguna conversación. No podía atenderles porque iba sintiendo su preciosa carga a cada paso que avanzaba, con cada metro que recorría y que les alejaban de Loc Dieu y del peligro. Y como los jinetes de las viejas sagas, avanzaron a galope, atravesando la niebla, arriesgadamente, sin ver más allá de unos pocos metros delante de sí, sin importarle, los vericuetos ni las dificultades del camino, hasta llegar a la rica Provenza.
Con gran alivio del caballero, cruzaron, por fin, la poderosa puerta de la muralla y entraron bajo los acogedores muros de la ciudad papal. El guardián suspiró, aliviado. Ya estaban a salvo. Sentía sobre el pecho el tacto del libro sagrado, que no se había atrevido a sacar de la bolsa en ningún momento, desde que salieron de Loc Dieu, hacía un par de noches. Muy pronto podría recordar como una mera anécdota la cabalgata durante horas, bajo la lluvia, que les llevó a la torre de Rignac, donde apenas descansaron, nerviosos porque aunque no veían cómo iba el conde de Annecy a saber dónde estaban, la posesión del libro era una responsabilidad abrumadora. Y aunque la curiosidad de bibliófilo le atenazaba, había algo mucho más profundo, su misma percepción, que le decía que no debía tocar el libro. Al menos, no en ese momento. Su deber ahora era ponerlo seguro y fuera del alcance del rey de Francia y de los que lo buscaban en su nombre. Y desde que se lo diera el caballero Guillermo de Lins, comprendió muy bien a la fallecida condesa de Monclerc, a su padre y a su tío, el caballero que habían llevado, antes que él, la misma pesada carga que De Libreville sentía ahora apoyada sobre su pecho. Aquel texto, que protegería con su vida, si era necesario, era más que un mero libro escrito por el hombre. Sobrepasando a cualquier otro libro, era, en sí mismo, un milagro, una prueba de la existencia y de la bondad y la gracia de Dios, que lo había enviado al primer hombre que consideró capaz de asumir la misma grandeza del creador y dador de toda vida, milenios atrás, para que levantara un imperio glorioso de paz sobre la Tierra. Pero el imperio glorioso no sobrevivió al gran rey que lo había generado. Y los reyes que siguieron habían traicionado la confianza del todopoderoso y habían sido incapaces de asumir el regalo de Dios, regresando a la oscuridad y a la superstición. Como tantas veces, la fragilidad del ser humano, su debilidad natural, sus ambiciones, sus miedos, su ceguera y su estulticia, le habían devuelto a la oscuridad y a la guerra, pero el libro del nombre secreto de Dios, como luego fueron el arca de la Alianza y las tablas de la ley de Moisés, eran prueba de que el creador, en su infinita misericordia, era capaz de perdonar, una y otra vez, a sus hijos humanos, sus errores, sus desvíos y sus miserias.
* * *
Pedro de Libreville regresó, de golpe, de sus cavilaciones. Las puertas del palacio del Papa estaban abiertas, esperándoles, y el guardián y los tres caballeros las atravesaron, dejando atónitos a los guardias por los blancos sudores de sus cabalgaduras, que mostraban que venían de lejos, y a buen paso, y por el aspecto inusualmente desaliñado del guardián y sus asistentes. El guardián, comprendiendo que sus hombres estaban agotados, les dio entonces permiso para retirarse a descansar.
Se dirigieron pocas palabras. Los tres comprendieron que De Libreville deseaba llegar ante el Papa lo antes posible y se despidieron brevemente. Ya habría tiempo para hablar de su aventura más adelante y rememorar todo lo acontecido. Los tres hombres vieron desmontar al guardián, que entró en el palacio, con paso rápido. Ellos siguieron a caballo y, con toda parsimonia, se dirigieron hacia los establos, donde dejarían los caballos a otros mozos, mientras llegaban los suyos, que, aunque habían partido de Loc Dieu la misma noche que ellos, tras pernoctar en la torre de Rignac, siguieron a un ritmo menos rápido. Iban a darse unos buenos baños calientes y a divertirse con unas mozas de esta nueva Babilonia que era Aviñón. Se lo habían ganado.
Mientras tanto, Pedro de Libreville se dirigía, sin anunciarse, hacia el gabinete privado del papa Juan XXII, donde el pontífice se hallaba descansando. Estaba seguro de que su santidad le perdonaría el incumplimiento de las formas, por esta vez. Cruzó una a una las cuatro antesalas, saludando con la cabeza a los ujieres de palacio, los sacerdotes, canónicos, obispos y cardenales con los que se iba cruzando, sin detenerse con nadie. Por fin, llegó a las puertas de los aposentos papales y pidió al jefe de la guardia que lo anunciara. Molesto por la rotura del protocolo, el jefe de la guardia papal entró en los aposentos del pontífice para comunicarle que De Libreville se había presentado, pero el Papa no le dejó ni terminar.
—Que entre inmediatamente —dijo, dejando a un lado el documento que estaba examinando.
El soldado abrió la puerta de la estancia para dejar pasar al guardián, al que saludó con una inclinación de cabeza, mientras volvía a cerrar la puerta a sus espaldas.
—¿Y bien, hijo mío? —preguntó el Papa con nerviosismo, mientras De Libreville se acercaba hasta su sitial, a besarle la mano.
—Lo tengo, santidad —dijo el guardián, mirándole a los ojos con emoción.
—Bien hecho. Sabía que lo traerías —dijo y le acarició la cabeza, cuando se inclinó a besar el gran anillo—. Muéstramelo, por favor.
—Os lo daré para que lo saquéis vos mismo de la bolsa en la que se encuentra, santidad. Yo aún no he osado posar mis ojos sobre él.
—¿Por qué, hijo mío?
—No me considero digno. Es un regalo de Dios a un rey que era un hombre superior. Yo no soy quién para tocarlo. Ya me siento especialmente honrado por haber tenido el privilegio de llevarlo apoyado sobre mi pecho y por haberlo guardado.
—Se me había olvidado tu humildad. Es una cualidad tan rara entre estos muros que cobijan a tantos ambiciosos… Dame pues, la bolsa, hijo. Yo lo sacaré de ella.
De Libreville, obedeciendo la orden del Papa, se sacó del cuello el asa y tendió la bolsa de terciopelo carmesí a Juan XXII. El anciano pontífice estaba visiblemente emocionado cuando la abrió, e introdujo la mano dentro para sacar el libro, pero no fue capaz de concluir el movimiento. Al poner su mano sobre las tapas, había sentido la presencia de Dios y su amorosa bendición, con el mero contacto. Había sentido como si estuviera palpando las mismas puertas del Cielo y la sensación de rozar la sabiduría y la santidad de Dios, le dejó conmocionado. Para el venerable Juan XXII, eficaz conductor de la Iglesia, aquello había sido un regalo más que inesperado para su fe verdadera y profunda, aunque también le asustó la percepción del enorme poder del libro que se le mostró. Si un espíritu fuerte se atrevía a abrirlo y a invocar el nombre de Dios que estaba dentro, podía llegar a controlar a los mismos elementos y a alterar el equilibrio de poder de las naciones. Y entonces supo que no le correspondía hacerlo a él; que no podía, ni debía, seguir adelante, cediendo a la curiosidad humana, y supo también que el libro estaba allí, durante su reinado como Papa, para que nadie lo abriera.
Pedro de Libreville se había quedado mirándole con interés, viendo cómo, el Papa, lo mismo que el abad de Loc Dieu, al tocar el libro, había tenido una experiencia mística.
—Dame tu mano, Pedro de Libreville.
—Santidad…
—Obedece —dijo el Papa con una luz casi infantil en los ojos.
El guardián la tendió tímidamente y el Papa la tomó entre las suyas y luego la acercó a la bolsa y la metió dentro, sin que De Libreville opusiera resistencia.
El contacto del libro fue una experiencia inenarrable para el guardián. De Libreville se sintió envuelto por una luz cegadora, que lo rodeaba y le llenaba de paz y de amor. Y comprendió entonces, todas aquellas cosas que, durante toda su vida, habían sido lagunas y dudas angustiosas. Y vislumbró muchas cosas que habían pasado bajo una luz clarificadora y vio otras que habían de acontecer en el futuro, sin asustarse, porque el contacto del libro estaba ampliando, hasta lo indecible, su percepción, y supo entonces que estaba destinado en esta vida a ser el guardián de ese libro entre los libros, y aceptó, sin ninguna reserva.
El Papa retiró la mano de Pedro del libro y De Libreville regresó a la realidad. Su sensación era de tristeza, por hacer dejado de sentir la comunión con la divinidad, pero también de asombro y de agradecimiento por las bendiciones que Dios le había otorgado a través del libro y comprendió que, en efecto, aquél era el mayor tesoro de la Humanidad, aunque también comprendió el peligro que podía representar si caía en manos de un hombre ambicioso como el rey de Francia. Había que preservarlo de las ambiciones de los hombres, hasta que, de nuevo, llegara el día en que un ser humano fuera llamado a abrirlo en beneficio de toda la Humanidad.
—Entremos en la torre ahora —dijo el Papa, con tono firme.
Pedro de Libreville no se sorprendió, aunque era la primera vez que el pontífice mostraba deseos de penetrar en el depósito de los libros secretos, desde su nombramiento como guardián.
—Como deseéis, santidad.
—Es menester que lo alejemos del mundo cuanto antes.
—Estoy plenamente de acuerdo con vos.
—Me alegra, hijo. Toma el libro del nombre secreto de Dios, que te corresponde guardar. Yo te acompañaré hasta que lo dejemos en el lugar más protegido del depósito.
—Será un indecible honor —dijo De Libreville, que cogió de nuevo el envoltorio carmesí, cerrando la bolsa, y se dirigió a la entrada de la torre de los libros, que estaba a unos pasos.
El pontífice, con una ligereza que era consecuencia de la bendición del libro, le siguió sin articular palabra.
El guardián introdujo la llave en la cerradura, y tras abrirla, dio un empujón a la puerta, que se abrió con facilidad. Tras dejar pasar al Papa al interior, cerró de nuevo con llave, y entraron en el pasillo que conducía al zaguán y a la escalera que subía a los pisos superiores.
Los dos hombres, en procesión, subieron la escalera hasta la cámara superior y, allí, entraron en la segunda cámara, donde el cilindro de plata con el manuscrito reposaba sobre un terciopelo azul, esperando la llegada del libro.
—¿Hay un lugar más reservado todavía?
—No hay lugares secretos en la torre, si a eso os referís. Sólo una pequeña oquedad vacía, allí —dijo el guardián, señalando un lugar donde se había pensado introducir probablemente una hornacina.
El Papa se acercó y lo inspeccionó. Tenía la profundidad suficiente para que el libro cupiera holgadamente.
—Lo meteremos aquí, Pedro. Y luego te encargarás de tapar la oquedad con una piedra que ordenaremos labrar, a la medida, junto con otro par de ellas, para que no llamen la atención. El libro debe reposar donde nadie, por ninguna circunstancia, lo pueda encontrar. Sólo el guardián siguiente recibirá la confidencia de ti en una carta que habrá de destruir nada más leerla, y cuando yo muera, informarás al siguiente Papa de palabra. De ese modo, preservaremos el libro de los ambiciosos y de los impuros.
—Sí, santidad. No quiero ni pensar lo que hubiera ocurrido si llega a caer en manos del rey de Francia.
—Pues que hubiera cambiado el curso de la Historia.