15

El ritual

Roberto de Annecy se sorprendió por la llamada del jefe de la escolta. Parecía que algo grave había sucedido en la posada del Ciervo Gris, en Villafranca de Rouergue; los cuatro escoltas del juez habían sido asesinados y éste había sido golpeado con fuerza. A las preguntas del conde pidiendo más detalles, nadie podía darle mayor información. Había venido un alguacil del preboste de Villafranca a dar el mensaje hasta el campamento, pero había regresado ya al pueblo, cumplidas sus órdenes de llegar hasta los soldados y avisarles de lo sucedido.

El conde, inquieto por la extraña noticia, se vistió deprisa y salió hacia Villafranca con las primeras tristes luces del alba gris de un día ventoso, que había nacido envuelto en una fría niebla húmeda, que rodeaba la abadía de un manto de misterio. Cuando salió al exterior, bien cubierto con su rica capa de paño del Norte, brocado de plata, para montar su palafrén ricamente ensillado, comprendió que la cabalgata prometía ser incómoda, en un día que acabaría siendo lluvioso, como los anteriores.

Inició la marcha acompañado de diez hombres que le escoltaron hasta Villafranca de Rouergue, por el sendero del bosque, que se abría como un desfiladero escondido entre la niebla. Con un mal humor creciente y varias preguntas bulléndole en la cabeza, el conde se lanzó al camino. Apenas se veían unos pocos metros delante de los caballos y las sombras de los árboles quedaban difuminadas en la bruma, dando al viaje un aire fantasmal. Annecy tenía prisa por llegar e hicieron el recorrido a buen paso, a pesar de la escasa visibilidad. Al ver, por fin, frente a ellos, el cartel del Ciervo Gris, el emblema de la posada, el conde desmontó de su caballo, cuyas riendas dejó en manos de un mozo, y entró en la posada, subiendo a las habitaciones del primer piso, donde se encontraba el juez, con un mal presentimiento.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —dijo, a modo de saludo, al ver el rostro amoratado por el duro golpe que Dupont había recibido, cuyo signo más evidente era una herida abierta en el pómulo.

—Yo os explicaré lo ocurrido —dijo el juez con un tono medroso que disgustó al conde y que le hizo pensar que Dupont había hecho algo inadecuado, por lo que ahora se sentía culpable.

—Hacedlo, pues, y deprisa, porque estoy sobre ascuas —replicó Annecy, impaciente.

Balbuceando, el juez Dupont narró lo acontecido la noche anterior desde la conversación sorprendida por Maleflot, hasta que recibió el golpe al asomarse al pasillo por unas voces, y luego, después, cuando se había despertado de madrugada y había visto que los guardias estaban muertos y los templarios habían huido.

—Sois un verdadero desastre, Dupont. ¿Cómo habéis podido dejar que sus compañeros rescataran a los dos templarios? —gritó Annecy fuera de sí.

—¿Cómo iba a preverlo? Los dejé con cuatro soldados bien armados y ellos estaban atados a las sillas —se justificó el juez.

—Era de cajón. Sólo a vos se os podía haber ocurrido iros a la cama, a dormir tranquilamente, sin antes avisarme.

—Era muy tarde… No pensé…

—¡No pensasteis en absoluto! Sois un verdadero necio y, además, ¿qué ocurre con el libro…? Dios mío, sólo de pensarlo… Os aseguro, por mi vida, que si no logramos capturarlos, lo vais a pagar muy caro —dijo con tono amenazador—. Vuestra estulticia ha puesto en peligro toda la misión.

—Yo actué correctamente. Les atrapé…

—Callaos ya, necio inútil. No servís para nada. Decidme todo lo que sabéis de los templarios y rezad para que no estén fuera de nuestro alcance.

Dupont le contó todo lo que creía saber. Que habían descubierto el libro en un lugar cercano a la abadía, según había oído Maleflot.

—¿En qué lugar? —preguntó el conde.

—Maleflot no me lo dijo.

—Pues traédmelo para que le interrogue.

—No podrá ser, excelencia. Se encontraba en la habitación de los dos caballeros, con los soldados, cuando acudieron los suyos a rescatarlos y los templarios también han acabado con su vida.

—Veo que no habéis sabido ni siquiera interrogar a vuestro propio hombre, y, ahora, ya no podremos corregir vuestra falta. Veamos el lugar donde los teníais detenidos —dijo levantándose. A continuación, siguió al juez hasta la habitación del fondo, donde aún estaban los cuerpos de los cuatro soldados y el de Maleflot, tal y como habían caído.

—Esto me deja sin palabras. Sólo se os ocurre a vos dejar a unos prisioneros en la misma habitación donde los habéis capturado y —señalando la puerta vencida— en un lugar abierto. Sois un verdadero estúpido negligente.

—Yo no podía preverlo, señor conde.

—Ya ajustaré las cuentas con vos, cuando llegue el momento. Ahora lo que importa es saber donde están esos malditos templarios y dónde se encuentra el libro. ¿Os dais cuenta de que habéis puesto en peligro la vida del Rey, al dejarles escapar, especie de patán? Si no los capturamos de nuevo, responderéis ante mí y, entonces, vais a saber quién es el conde de Annecy —dijo con tono ominoso, que aterró al juez.

—Excelencia, no todo está perdido. Sé que esta noche han quedado en reunirse con el que llevaba el libro y los demás templarios en Corde sur Ciel.

—¿Qué es eso?

—Es un pueblecito situado en lo alto de la cresta de un monte, a cierta distancia de aquí.

—¿Cómo de lejos?

—No sé deciros, señor conde. Sólo sé que está a unas leguas, hacia el sur.

—¡Que venga el posadero! —dijo Annecy a la vez que miraba a un guardia.

Éste salió veloz a cumplir la orden y regresó, unos minutos más tarde, con un tembloroso hombrecillo, al que se veía que no le gustaba nada aquello.

—Yo no sé nada, excelencia —balbuceó.

—Ya imagino, posadero. No os he mandado venir para que me esclarezcáis este asunto, que ya está bastante claro para mí, sino para demandaros información.

—Decidme, pues, en qué puedo serviros —dijo con un tono mucho más relajado.

—¿Sabéis dónde está el pueblo de Corde sur Ciel?

—Claro, señor conde. Está a unas leguas, por el camino de Albi, que es el camino grande del sur que nace a la salida del pueblo, una vez atravesado el puente del río Aveyron.

—¿A cuánta distancia está ese lugar?

—No mucha. Unas cuantas leguas, nada más; pero el camino es enrevesado y sube hasta la montaña. Si no lo conocéis bien, yo diría que unas cuatro o cinco horas, con esta niebla.

—Gracias, posadero. Enviad a buscar al preboste y ordenad a vuestra cocinera que me prepare un desayuno copioso, que no he comido nada y ver tanta imbecilidad me ha provocado el hambre.

—Enseguida, señor —dijo, saliendo de la estancia para ordenar la colación del conde.

—Y tú —dijo mirando al jefe de la escolta, que estaba en la puerta—. Vete hasta el campamento de la guardia y vuelve aquí con todos los hombres, salvo los tres o cuatro que sean necesarios para guardar el campamento. Tenemos que ir a la caza de los templarios. Así es que, cuanto menos tardéis, mejor.

* * *

Mientras, al otro lado del pasillo, Pedro de Libreville y D’Auverne espiaban el ajetreo que había provocado la llegada del conde. Habían, oído a éste gritarle a Dupont y vieron, por una rendija de la puerta, cómo el conde entraba en la habitación y luego volvía a salir, cómo subía y bajaba el posadero y partía el jefe de la escolta. Estaba claro que el inteligente conde estaba abrumado por las circunstancias. La providencial muerte de Maleflot hacía de su historia una verdad irrefutable. El punto débil de la misma era la falta de explicación sobre el lugar y las circunstancias en que se había encontrado el libro —que era donde De Libreville, temía con acierto, que se detuviera la inteligencia del conde—, pero ésta quedaba, afortunadamente, difuminada por la captura de los templarios y la confirmación de su identidad, ya que se trataba, ni más ni menos, que del mismo Guillermo de Lins, uno de los más importantes caballeros huidos de la Orden de prisión y al que Roberto de Annecy conocía en persona de otros tiempos. Quizá por eso, el conde atribuyó al juez Dupont su incapacidad en hacerse con la información de manera adecuada y, sin darse cuenta de que estaba cayendo en una trampa minuciosamente organizada, echaba la culpa de la falta de algunos datos importantes a la incapacidad del interrogador y no a la historia.

El guardián y su asistente aún tuvieron que esperar una hora larga para comprobar qué ocurría y qué pensaba hacer el conde. Mientras, la posada era un trajín de bandejas y nuevos gritos del conde, que expulsó de su presencia al juez, mientras desayunaba a gusto. Por fin, cuando se oyó el ruido de muchos caballos en el patio de la posada, Pedro de Libreville y su asistente supieron que habían conseguido su objetivo. Minutos después, salía el enfurecido conde, dejando allí al desolado juez y poniéndose al mando de las tropas del Rey. Noventa aguerridos soldados, preparados para salir en persecución de los templarios partieron, bordeando el pueblo, para cruzar el puente que llevaba al camino del sur que se encontraba al lado contrario de Villafranca de Rouergue.

De Libreville y su asistente D’Auverne aguardaron un rato antes de salir de la habitación. No había demasiada prisa. Se tomaron su tiempo y bajaron la escalera con parsimonia. Comprobaron que el juez se había encerrado en su habitación y no había dado muestras de volver a salir. Una vez en la gran sala, desayunaron con tranquilidad, frente a la chimenea, como si no tuvieran cosa mejor que hacer, y preguntaron inocentemente a qué se debía el ruido de la noche anterior. Ante la respuesta esquiva del posadero, no insistieron, como si, en realidad, la cosa no les preocupara demasiado y, tras ordenar que ensillaran los caballos, partieron, como hacían cada día, para mirar heredades, pero, una vez fuera del pueblo, se dirigieron hacia el bosque buscando el escondido camino de la propiedad del cura de Villafranca, donde debían estar esperándoles, con impaciencia, sir Arturo de Limmerick, don Alfonso de Haro y los dos caballeros templarios.

Apenas una hora después, llegaron al lugar, cuando la niebla comenzaba a amagar levantarse y un sol enfermizo y débil intentaba mostrarse entre las poderosas nubes, que acabaron ahogándolo enseguida y haciendo que el día oscureciera de nuevo. Los cuatro caballeros salieron a recibirles con una muda pregunta en los ojos. De Libreville y D’Auverne sonreían abiertamente, lo cual les indicó que Annecy había caído en la trampa. Ahora había que actuar deprisa. Esa noche era luna llena y debían realizar el ritual por la invocación del libro. Para ello, había que avisar al abad, de modo que al atardecer, todo estuviera preparado.

La lluvia, que comenzó a caer de nuevo, les convenía. Nadie sospecharía entonces de unos jinetes que se escondían debajo de sus capas, porque todos los que transitaran por el camino de Villafranca a Loc Dieu irían bien tapados, para evitar mojarse, y era menester que nadie sospechara nada. Sólo el abad debía enterarse de la presencia de los templarios en la abadía ese día, y éstos deberían ir ahora al lugar con sir Arturo de Limmerick y el caballero Alfonso de Haro y esperar en las habitaciones de éstos, hasta conseguir entrevistarse con el abad, en secreto, para que les abriera la capilla y les permitiera realizar el ritual esa noche. De Libreville y D’Auverne irían a Loc Dieu después, al atardecer, tras comprobar que el conde de Annecy seguía en su expedición de captura de los templarios en el lejano pueblecito de Corde sur Ciel y no daba señales de vida por el pueblo.

Inmediatamente, los cuatro se pusieron en marcha. Los dos caballeros templarios se embozaron con sus capas y subieron a los caballos para seguir a De Limmerick y De Haro. La consigna era que los monjes de Loc Dieu no debían saber nada ni ver nada. No sólo por discreción, sino por su seguridad, cuando regresara el conde De Annecy, algo que De Libreville imaginaba que ocurriría de manera inevitable, tras el fracaso de su expedición. Todo lo que fuera a pasar en Loc Dieu esa noche debía ser lo más secreto posible. La lluvia y el viento fueron sus compañeros de viaje durante todo el camino hasta la abadía. Durante el camino, no se cruzaron con nadie que, como ellos, osara enfrentarse a los elementos. Cuando llegaron, la fortuna también les acompañó. Los mozos de los dos caballeros les aguardaban preocupados, haciéndose cargo discretamente de los caballos. Tomaron las riendas y los llevaron a los establos, mientras los cuatro caballeros entraban en la hospedería, y, con paso rápido, llegaron hasta la habitación de los asistentes del guardián, sin haberse cruzado con un alma.

Tras dejar a sus huéspedes bien acomodados, y mientras De Haro encendía la chimenea, sir Arturo se dirigió al edificio principal en busca del abad. Era urgente que Hugo de Monclerc supiera que el caballero Guillermo de Lins estaba de nuevo en la abadía, para el ritual de la noche.

El caballero tuvo que esperar un breve momento en su antesala, mientras el abad acababa de despachar unos asuntos de la abadía con el hermano Raúl de Meudon, que ya estaba completamente recuperado. El anciano monje le recibió con una sonrisa. Le resultaba agradable aquel caballero inglés y no se sorprendió demasiado cuando le vino, a través suyo, el mensaje de Guillermo de Lins. Como no era cuestión de que el abad le siguiera hasta la hospedería, lo que podía despertar sospechas, porque no era habitual que se pasara por ese edificio, quedaron en que el abad les esperaría a todos, una vez caída la noche, en la capilla de la abadía, cuya puerta dejaría abierta.

Sir Arturo iba a preguntarle sobre los elementos del ritual, cuando, anticipándose, Hugo de Monclerc pidió al caballero inglés que tranquilizara al templario. A la hora señalada, él tendría preparados todos los elementos necesarios para el ritual, de los que había hablado con el templario antes de la muerte de Moret y que había reunido con tiempo, para esa noche.

* * *

Las horas transcurrieron lentamente. El tiempo se les hizo interminable. Temían oír los apresurados pasos de los caballos del conde De Annecy que, cambiando de idea, hubiera decidido regresar, pero el día transcurrió sin que aconteciera nada fuera de lo corriente. Sólo la lluvia caía insistente, machacona, anegando los campos ya ahítos de agua, que la expulsaban hacia fuera, empantanándolo todo y haciendo de los caminos unos lodazales, y el viento helado del norte soplaba de modo que su canto en los tejados de la abadía era como el eco de la melodía escondida que placía a los espíritus del bosque.

De Libreville y D’Auverne llegaron poco antes del atardecer. El caballero De Haro había salido a buscarles, para que no tuvieran que preguntar por ellos. Los mozos de los dos asistentes saludaron a los recién llegados y se hicieron cargo de sus caballos. Los dos caballeros entraron en el edificio detrás de Alfonso de Haro y se dirigieron a la habitación donde aguardaban los demás. Aún había que esperar un rato a que se cerraran los portales del patio de atrás de la abadía, y a que los monjes se retiraran, pero lo hicieron con paciencia. Y, por fin, cuando consideraron que era el momento, los seis caballeros salieron, una vez comprobado que no había nadie fuera, y se dirigieron a la capilla por los soportales de las edificaciones, procurando que no se les distinguiera en la oscuridad tenebrosa que ocultaba la luna llena bajo un manto de nubes negras. Sin que nadie les hubiera visto, llegaron a la capilla y abrieron levemente la puerta, que, en efecto, estaba accesible, y entraron sigilosamente en el edificio sagrado.

Al otro lado, les esperaba el guardián, que saludó con afecto al caballero De Lins y a los demás nobles, que le fueron presentados de modo rápido, pues no era ése el momento de cortesías sino de prisas. Hugo de Monclerc introdujo la llave en la cerradura y cerró la puerta. Así estarían más tranquilos. La lluvia, que había cesado durante un par de horas, volvió a caer de nuevo y el viento continuó cantando su canción en los tejados de la abadía, pero los siete hombres ya no estaban interesados en nada de lo que pudiera suceder fuera de aquellos muros. Había una creciente sensación de urgencia, que pronto se transformaría en tensión, mientras se acercaron a la cripta. El abad pidió que sólo bajaran dos hombres con él. Lo hicieron el caballero De Lins y el guardián, los encargados de ayudarle a subir el cadáver hasta colocarlo delante del altar, para llevar a cabo la invocación. El guardián se quedó asombrado de la belleza de la joven condesa Leonor de Monclerc. A pesar de que se lo habían anticipado, nunca se la había imaginado tan viva y tan hermosa. Los dos hombres quitaron sin dificultad el cristal que el abad había ordenado colocar ante ella, y lo apartaron a un lado, para hacerse con la tabla vestida de terciopelo adamascado donde la joven reposaba. Con sumo cuidado y respeto, los dos hombres la tomaron por los dos extremos y la subieron hasta delante del altar. El paso solemne de los dos y la reacción de los otros cuatro al verla fue como el último homenaje que se rinde a una princesa de la antigüedad. Y quedó allí, delante del altar, en medio de las sombras, en las que sólo se veía la débil luz de una veladora de aceite emplazada sobre el altar.

Había llegado la hora del ritual. Los caballeros se situaron rodeando a la condesa, siguiendo las indicaciones de Guillermo de Lins. Entonces, comenzó el trabajo propiamente dicho. El abad acercó la veladora y se la entregó a De Libreville, que estaba a la derecha de De Lins. El guardián la sostuvo con cuidado en su platillo.

Luego, siguiendo las indicaciones del caballero, Hugo de Monclerc comenzó a tenderle los elementos requeridos para la ceremonia. Primero tomó de un pequeño pebetero, que tenía unas brasas encendidas, esperando recibir el incienso que Guillermo de Lins sacó del pequeño saquito que lo contenía y arrojó sobre las brasas, que lo quemaron en forma de nube de humo blanco y rico, que se elevó a lo alto de la nave. Guillermo de Lins los sahumó y bendijo uno a uno y, al final, sahumó los restos mortales de la condesa de Monclerc, antes de proseguir, dejando el pebetero en el centro, a los pies del catafalco.

Seguidamente, tomó las velas que había pedido. Una vela blanca de cera virgen que sahumó en primer lugar, haciendo con ella el gesto de la cruz. A continuación, la colocó al lado derecho del pebetero, a los pies del cadáver de la condesa. Seguidamente, la encendió, recitando en voz baja una plegaria en un idioma antiguo, que el guardián pudo reconocer como hebreo. El ritual se repitió con una vela negra. La sahumó, la colocó al lado izquierdo, a los pies de la muerta, y luego la encendió, recitando otra plegaria. Eran la representación de la vida y la muerte que estaban allí presentes. Por último, recibió una vela dorada, que también sahumó, situándola delante del pebetero, en triángulo con las otras dos, al pie del cadáver de la condesa, y la encendió, pronunciando la antigua plegaria que la acompañaba.

Entonces, se arrodilló, gesto que repitieron los demás, y recibió del guardián una copa de plata y un cuchillo. El templario se hizo una incisión en la muñeca y vertió la sangre en el cáliz y sahumó la copa. Seguidamente, la colocó también a los pies de la condesa.

Todos guardaban un respetuoso silencio, contemplando, fascinados, el trabajo del caballero, que evocaba otra época. Y entonces, el caballero templario comenzó a recitar en voz alta el texto sagrado del pergamino, que conocía de memoria. Y, la poderosa y antigua invocación resonó en las bóvedas de la capilla, regresando hasta ellos, envolviéndoles con su antigua música. Y deteniendo la invocación, el caballero retomó la copa con su sangre y, acercándose por el lado derecho del catafalco hasta la cabeza, mojó los dedos en la sangre bendecida y los colocó sobre los labios de la muerta, mientras finalizaba la invocación. Después, pidió al último guardián del libro que regresara del reposo de los muertos para indicarle, en nombre de Dios todopoderoso, el lugar donde lo había escondido.

Y entonces, aconteció algo sobrenatural. Las luces de las dos velas al pie de la muerta se hicieron mucho más intensas de lo normal y el aire pareció llenarse de una extraña electricidad y la noche pareció hacerse más profunda, cuando todos sintieron que un espíritu se acercaba. El caballero regresó con la copa a los pies y, tras colocarla en el suelo, le preguntó de nuevo:

—Dime, Leonor de Monclerc, última guardiana del libro del nombre secreto de Dios, antes de reposar para siempre en la paz de la muerte, ¿dónde guardaste el libro?

Y entonces sucedió algo aterrador. El espíritu de la condesa, a modo de transparente fantasma, salió de su cuerpo de manera ostensible y, atravesando el altar, se dirigió hasta la pared de detrás del mismo, donde señaló una piedra durante un segundo, para luego desaparecer.

Seguidamente, el caballero De Lins apagó las velas una a una y pronunció la plegaria de acción de gracias. Dirigiéndose a la muerta, invocó para que descansara en paz, porque había cumplido con su misión. Entonces, los siete hombres, que estaban aún perplejos, ante la visión del espíritu de doña Leonor, se sorprendieron de nuevo al ver que el cadáver de la condesa, que, hasta ese momento, se había mantenido en buen estado, como viva, al recibir el permiso para descansar en paz, comenzó a deteriorarse con rapidez, desapareciendo toda su belleza en cuestión de segundos, hasta quedarse como una momia seca, apergaminada y horrible. Era la prueba final de que el ritual se había completado con éxito.

Los seis hombres se quedaron mirando al abad. ¿Qué lugar era ése que había señalado la muerta?

Hugo de Monclerc asintió. Al ver al espíritu de su sobrina dirigirse hacia allí había reconocido el lugar donde, antaño, estuvo un primitivo sagrario, que se había cambiado de lugar, dejándose un hueco grande en el muro de piedra, tras una piedra de sillería, construido para que encajara perfectamente en el hueco. Pero no entendía cómo su sobrina había podido conocer ese lugar que él apenas recordaba.

Los siete se dirigieron al lugar y, con la punta de una espada, movieron la piedra. Por su finura, salió con facilidad y, entonces, Guillermo de Monclerc y Pedro de Libreville se miraron. Nada habían decidido sobre quién debía guardar el libro. El abad, sintiéndose responsable del mismo, introdujo las manos en el cubículo y la derecha se deslizó dentro de la bolsa, sin pretenderlo, rozando las tapas del libro sagrado.

Hugo de Monclerc sintió que le llenaba una ola de energía divina y de paz, que le recorrió de arriba abajo y que arrastró todos sus males, sus dudas, sus ofuscaciones y sus frustraciones. Era un regalo inefable y maravilloso, que había recibido a pesar de que había retirado enseguida la mano, tímido y avergonzado ante el inesperado contacto con el volumen sagrado, que se sentía completamente indigno de sostener. Temblando visiblemente, extrajo la bolsa de terciopelo y se la tendió al caballero Guillermo de Lins, que la aceptó, apretándola contra su pecho.

Todos mantenían un sepulcral silencio, sin apenas moverse, y así pasaron unos segundos que parecieron eternos. Entonces, el caballero templario abrió los ojos de nuevo y se quedó mirando fijamente a Pedro de Libreville, que le devolvió la mirada, con su misma intensidad. Ambos comprendieron que eran dos caballeros con un mismo destino, dos espíritus gemelos que se encontraban en el momento más trascendente de sus vidas. Allí, uno frente a otro, uno al lado del otro.

Tenían que decidir quién custodiaría el libro. Aunque había jurado ante el Papa su cargo de guardián de los libros secretos, aunque sabía la importancia de ese libro entre los libros sagrados, y aunque estaba rodeado de sus hombres, mientras que Guillermo de Lins sólo contaba con un caballero, su espíritu le indicó que lo justo era ceder y, obedeciendo al mandato de su alma, inclinó la cabeza ante el caballero templario, en un gesto que todos entendieron como de cesión. Y sintió un extraño júbilo al hacerlo, como si, con ese gesto de entrega, se hubiera completado a sí mismo.

Y entonces, cuando menos lo esperaba, Guillermo de Lins le tendió el libro, diciéndole:

—Acabas de ganarte el derecho a custodiarlo, hermano. Porque me lo has cedido desde tu corazón, desde el mío te lo regreso —dijo tendiéndole el terciopelo carmesí que guardaba el libro.

Pero, antes de cogerlo de sus manos, Pedro de Libreville insistió y le preguntó.

—¿Estás seguro de ello, hermano mío?

—Completamente. Como la noche es noche y el día, día. Te lo entrego sin ninguna duda ni resquemor, como si fuera yo mismo el que lo conservara —dijo poniéndolo en las manos del guardián, que lo recibió con reverencia—. No permitas nunca que caiga en poder de aquellos que lo usen mal, porque sería blasfemo. Este libro —dijo señalándolo— contiene el nombre secreto de Dios y es el mayor tesoro sobre la Tierra; el garante de que hay un orden superior que rige sobre los destinos de los mortales, y que se puede invocar, en caso de suprema necesidad.

—Por mi vida, te juro Guillermo de Lins, que jamás caerá en manos del poder terrenal y que será preservado por los siglos de los siglos, como hasta ahora lo ha sido, para el día en que, en verdad, sea menester abrirlo para enderezar las confusiones de los hombres.

—Sea pues. Rubriquemos nuestra hermandad con la sangre —dijo De Lins y, sacando su daga, se cortó de nuevo la muñeca. El guardián comprendió que estaba ofreciéndole el más sagrado pacto de los templarios, la hermandad de sangre, que unificaba a dos caballeros para siempre.

—Que así sea —dijo De Libreville, tomando el cuchillo y haciéndose, a su vez, un corte del que comenzó a manar un hilo de sangre.

Los dos hombres unieron las muñecas, sintiendo que sus sangres se mezclaban. Luego se dieron un abrazo fraternal, sintiendo el libro dentro de la bolsa, entre los dos. Los demás caballeros eran mudos testigos de ese sagrado pacto.

—¡Partid ahora, esta misma noche, bajo la lluvia y la oscuridad, y alejaos para siempre de estas tierras! —ordenó Guillermo de Lins, con voz emocionada—. Annecy seguro que regresará muy pronto y no debe encontrar traza de lo que aquí ha acontecido.

—Sí —dijo el abad, que no sabía, en realidad, quién era Pedro de Libreville, ni quería saberlo—. Debéis iros esta misma noche, aprovechando la lluvia. Seguid el camino de Villafranca pero no entréis en el pueblo. Desviaros por el norte y rodeadlo, y seguid por el camino de Rignac, donde la abadía tiene una pequeña torre, situada una vez pasado el pueblo, a media legua, y al lado del camino. Así, mañana podréis continuar hacia Rodez, que está cerca y de allí, ya decidiréis la ruta que os lleve a donde quiera que vayáis.

El guardián se metió la cinta de la bolsa por el cuello y colocó el libro en su pecho, para que no se pudiera distinguir el bulto, oculto bajo la capa.

—Partimos pues —dijo De Libreville, despidiéndose del caballero De Lins.

—Id con Dios, hermano.

—Ya sabéis donde estoy. Si me necesitáis.

—Iré a veros, no os preocupéis. Ahora iros de una vez. No perdáis más tiempo, que aún tenéis un largo camino por delante —dijo Guillermo de Lins.

Y juntos se dirigieron hasta la puerta de la iglesia, que el abad volvió a abrir. Los cuatro caballeros salieron sigilosamente y de nuevo se cerró la puerta del templo. Los dos templarios se quedaron para cerrar el hueco donde había estado escondido el libro y para llevar, de nuevo, a la cripta, los restos mortales de la condesa, que se habían desmoronado en una pila de huesos.