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Jaque a los del Rey

De Libreville y sus asistentes iban en silencio por el camino que les llevaba de regreso hacia la abadía y Villafranca de Rouergue, que Alfonso de Haro había sabido seguir mucho mejor, y con más seguridad, que en sentido inverso. Los tres se habían quedado muy aliviados al observar cómo su jefe salía de la torre carolingia que ocupaban los templarios, apenas un par de horas después de haber entrado. Ante la muda pregunta que el guardián podía leer en los ojos de sus hombres, les hizo saber, sin más explicaciones, que todo marchaba bien.

La lluvia volvía a caer insistente, molesta, empujada con rabia por el viento. Los cuatro hombres marchaban empapados, a pesar de que iban cubiertos por gruesas capas y sobrepellices, haciendo desagradable el camino, en que sólo veían la grupa del que iba delante porque había zonas donde la fila tenía que ser estricta por la estrechez del sendero. El guardián no se daba cuenta del agua y del viento, abstraído, como iba, en su diálogo interior. Conocía a Guillermo de Lins desde hacía muchos años y le había admirado cuando era niño y luego adolescente y estaba contento de haber confiado en el caballero templario. Estaba seguro de que no se había equivocado con él y que, de su encuentro, sólo podían salir cosas buenas. Desde luego, al menos el caballero estaba dispuesto a colaborar con el guardián para intentar engañar a los hombres del Rey. En eso ambos estaban plenamente de acuerdo. Era importante sacar, como fuera, al conde y a sus escoltas de la abadía, haciéndoles creer que el libro había sido encontrado y que se hallaba en un lugar no demasiado lejano.

Pero, como tanto De Libreville como De Lins sabían que el conde de Annecy no era ningún necio, debía averiguar el medio que hiciera creíble el descubrimiento, y eso implicaba que dos de los templarios iban a correr un serio peligro, porque debían mostrarse de modo reconocible en público, en la taberna del Ciervo Gris, y hablar del asunto, como en secreto, de modo que el exsargento Maleflot les oyera, creyéndose que los estaba sorprendiendo. Éste, sin duda, acudiría al juez, que intentaría detenerlos, y, al tiempo que los templarios, escaparían o morirían en el intento. Esto último es lo que preocupaba al guardián y durante todo el camino de regreso hasta el pueblo estuvo meditando cómo evitar la captura de los caballeros templarios, el cebo que sacara de Loc Dieu al conde y a sus hombres. Pero, por más que le daba vueltas, siempre sentía que el peligro seguía ahí y recordaba las palabras del anciano druida Bertucero, advirtiéndole que se guardara de los hombres del Rey.

De Libreville sabía muy bien que estaban en el momento crucial y percibía que las decisiones que tomaran ahora determinarían quién sería el siguiente poseedor del libro. Él quería emplearse a fondo para que el volumen cayera en sus manos y fuese el huésped más importante de la torre de los libros secretos, donde sería guardado en la cámara alta, lejos de las miradas de todos los mortales del siglo. No quería imaginar qué ocurriría si el sagrado volumen pudiera caer en manos de Annecy. También sabía que podían contar —a través de los templarios— con la plena colaboración del abad, que les permitiría la oculta celebración del ritual de invocación del libro, ante el cadáver de la fallecida condesa.

—Vais muy concentrado en vuestros pensamientos, guardián. ¿No podemos ayudaros nosotros en nada? —dijo sir Arturo con su proverbial cortesía.

—Estoy dándole vueltas desde hace rato a un asunto que me preocupa. Sé que debemos engañar a los hombres del Rey y tenderles una trampa lo suficientemente sutil para que caigan en ella y salgan de la abadía. Llevo dándole vueltas al modo de hacerlo sin que peligren las vidas de los templarios, que se ofrecerán de cebo.

—¿Los templarios van a colaborar con nosotros? —indagó De Haro.

—Así es. Se han comprometido a hacerlo.

—De nuevo nos asombráis, caballero De Libreville. Tenéis una capacidad de persuasión increíble. Pero ¿qué les habéis dicho para que se presten a ello? —inquirió sir Arturo—. No puedo ni imaginármelo.

El guardián no contestó a esta pregunta porque consideró que no era procedente que los tres supieran sus antecedentes templarios. No era el momento ni la ocasión para despertar posibles recelos en los suyos.

—¿Cómo lo harán? —preguntó D’Auverne, intentando que el guardián volviera a hablar.

De Libreville les explicó entonces el plan que había ideado de acuerdo con De Lins, y los tres se quedaron pensando, durante unos instantes, como antes lo había hecho el guardián. De repente, habló Alfonso de Haro.

—¿Y por qué no vamos a ser nosotros los que impidan que los hombres del juez, a quien acudirá Maleflot, capturen a los templarios? Podemos ir embozados, de modo que no se nos reconozca, y así estorbaremos su captura.

El guardián se le quedó mirando un instante, mientras lo pensaba. Aquélla era una idea interesante que no había que desdeñar.

—Creo que no es una mala idea, caballero De Haro. Debemos perfilarla un poco más y medir cómo hacerlo para no correr demasiados riesgos de que nos reconozcan, pero quizá sea lo más lógico. Por cierto, ¿cuántos guardias suelen acompañar al juez cada noche a la posada, cuando regresa de la abadía?

—Creo que eran cuatro —dijo D’Auverne.

—Sí. Eso pensaba. Si los caballeros se tienen que mostrar, nosotros nos bastaremos para guardarles las espaldas.

—Desde luego, estáis desconocido, caballero De Libreville.

—Estoy totalmente de acuerdo. Apenas me reconozco yo mismo —dijo el interpelado. Y soltó de repente unas buenas risotadas, que eliminaron la tensión y que los tres caballeros corearon.

Se estaba difuminando mucho la distancia que había separado al guardián de sus asistentes. Las experiencias que estaban viviendo les estaban haciendo conocer bien a Pedro de Libreville. Cada vez les gustaba más y sentían mayor respeto por este silencioso caballero, que tenía casi su misma edad, pero era capaz de asombrarles por su versatilidad y sus conocimientos; lo mismo era capaz de leer un texto antiguo que sacar la espada o planear una conjura. Servir bajo su mando estaba siendo mucho más apasionante, en unos días, de lo que lo había sido estar, durante años, bajo la tutela del anterior guardián. Y si le hubieran preguntado a cualquiera de ellos, los tres hubieran respondido que estaban dispuestos, de verdad, a dar la vida por su superior, y eso no era ya debido al juramento de servicio al guardián sino a la lealtad que Pedro de Libreville se estaba ganando entre sus subordinados.

—Creo que nos hemos ganado una buena jarra dé vino en el Ciervo Gris.

—Y que lo digas, caballero D’Auverne —dijo el guardián—. La ronda corre de mi parte.

Sir Arturo y Alfonso de Haro se miraron.

—Vosotros dos podéis venir también —dijo el guardián, respondiendo a su muda súplica—. Si es que os place beber algo en nuestra aburrida compañía.

—Bebería hasta con el mismísimo Satanás, después de este día infernal —dijo De Haro.

—Sea pues. Pero deberéis poneros en otra mesa cuando lleguéis, y hacerlo unos minutos después que nosotros. Luego, cuando estemos allí, en público, podemos juntarnos, haciéndonos los encontradizos.

—Me parece una excelente idea —dijo de Limmerick—. Os confieso, caballero De Libreville, que no me apetece nada regresar ahora a la abadía y quedarme allí amodorrado, por más que esté molido de tanto ir a caballo. Mi cuerpo necesita un poco de buen vino y la visión de una buena moza de taberna, a la que dar unos azotes en el trasero.

—Si os oyera vuestro rey inglés, se desesperaría —dijo D’Auverne con chanza—. No pensáis nada en él.

—Si supiera Eduardo lo que pienso de él, os aseguro que no le gustaría en absoluto. Pero no hablemos de cosas desagradables. Por fortuna, el rey de Inglaterra se halla bien lejos. Que siga así y que se quede con su amante, el joven Hugo Despenser, con quien dilapida la riqueza del reino, que yo prefiero una moza de verdad en el amor y en la diversión… además de la compañía de mis amigos.

—Pues luego brindaremos por eso —dijo D’Auverne—. No sabéis las ganas que tengo de llegar ya a la posada. Por cierto, la moza esa del otro día os miraba con ojos tiernos.

—No bromeéis con las cosas serias —dijo sir Arturo haciéndole un guiño—. Que tengo hambre de mujer.

—Pues yo tengo hambre pero de la de aquí —dijo De Haro señalando a su estómago—. En cuanto lleguemos, me comeré un cordero entero, sin dejar nada.

Los otros tres estuvieron de acuerdo. Llevaban todo el día a caballo, bajo la lluvia y el frío y no habían comido nada desde por la mañana. Se habían ganado un buen plato sentados ante el fuego de la gran chimenea del Ciervo Gris y unas buenas jarras de vino que les calentaran el cuerpo.

—Ya estamos muy cerca del camino de Villafranca —dijo Alfonso de Haro—. No penéis más.

—Dios te oiga. No vaya a ser que aparezcamos en otro claro del bosque y no tengo ganas ya de más sorpresas por hoy —dijo sir Arturo con tono de chanza.

Los otros se rieron, con ganas, de la nueva broma. Reinaba entre ellos un espíritu de camaradería perfecto y Pedro de Libreville se sentía feliz por tener unos asistentes como los tres caballeros.

* * *

El conde de Annecy estaba aburrido. Llevaban ya cuatro días en Loc Dieu. Las pesquisas del juez interrogando a los monjes no habían dado ningún resultado y sus conversaciones con el correoso abad de Monclerc estaban en punto muerto. Sólo habían escuchado versiones de lo mismo. Nadie recordaba haber visto a la condesa esconder el libro. Nadie recordaba nada y todos estaban de acuerdo en que Moret había asaltado la abadía y que, si no hubiera sido por los guardas y los caballeros, lo hubieran pasado muy mal.

Uno tras otros, los más de treinta monjes repitieron la misma historia hasta la saciedad. Era como si tuvieran una conciencia y unos recuerdos globales, donde los de uno y otro se habían entremezclado hasta confundirse, como si todos hubieran visto lo mismo aquel día de la muerte de Leonor de Monclerc, así como los días anteriores. Nadie recordaba que la condesa llevara nada. Sí sabían que había algo escondido, quizá un libro, según creían, pero sin estar seguros y, desde luego, desconocían su paradero. Siendo Roberto de Annecy como era, un hombre exigente consigo mismo, lo mismo que con los demás, aquello no le gustaba nada. Estaban entrándole ganas de pasar a cuchillo a unos cuantos monjes, por ver si la violencia pura desataba las lenguas de aquellos inútiles, pero su intuición le decía que tampoco sacaría nada en claro.

Y, además, pasaban cosas raras e inexplicables, en los alrededores, que tampoco le gustaban. Hacía tres días, al ir hacia Loc Dieu, como cada mañana, desde Villafranca de Rouergue, el juez y su escolta se habían encontrado en medio del camino cinco hombres muertos, de los cuales, dos estaban casi decapitados y los otros tres, atravesados por grandes espadas. Como se lo habían pedido, el monje Raúl de Meudon, acompañado del abad y del guarda René, que les escoltó hasta el pueblo, había ido a ver sus cadáveres, y el hermano no había dudado al reconocer a los tres que lo habían asaltado. Los otros dos debían haberse incorporado posteriormente a la banda. En Villafranca todos estaban aliviados porque la muerte de los cinco bandidos suponía el fin de la inseguridad que éstos habían provocado, aunque no había a quién felicitar. A pesar de que se trataba de bandidos, por los que, incluso, se había ofrecido una recompensa en oro, de la que el preboste había informado en un bando municipal, nadie había reivindicado su muerte y los matadores quedaban envueltos en el misterio y en los corrillos del pueblo se oían las más diversas posibles explicaciones, algunas, incluso, bastante fantasiosas. Pero el conde de Annecy era, ante todo, un hombre pragmático y no creía en cosas que no se podían ver y palpar, excepción hecha de la Santísima Trinidad y la Virgen María. Por eso, para él, el que nadie hubiera reivindicado la muerte de los bandidos no quería decir que los que los habían matado también eran proscritos, aunque de otra índole, y eso le preocupaba, porque imaginaba que los que habían acabado con los malhechores eran, probablemente, caballeros templarios que debían estar escondidos en algún lugar cercano.

El conde también había pensado en los dos caballeros, el inglés y el español, que residían en la abadía y que ese día habían estado fuera del recinto hasta tarde, pero no se le ocurría ninguna razón para que dos nobles honrados no reivindicaran la muerte de unos bandidos, por las que, sólo iban a recibir felicitaciones sino, incluso, una recompensa en oro.

Ya que no había tenido otra cosa que hacer —no había podido siquiera salir a cazar, por la insistente lluvia, que no cesaba de caer durante los dos días anteriores—, había estado cavilando sobre ese asunto y había decidido desplazarse hasta Villafranca de Rouergue, para averiguar si había alguien allí que pudiera ayudarle a avanzar en la investigación.

Llegó al lugar con una lluvia molesta que le irritaba por su insistencia. El preboste se había volcado obsequiosamente con él, mostrándoselo todo, aunque, bajo el aguacero constante, no había encontrado nada que fuera de su especial interés. Por contra, le había llamado la atención un caballero que se cruzó con él en medio del pueblo, por su porte noble y su rostro inteligente. Iba acompañado de otro y les había visto entrar en la iglesia. Siendo de natural curioso e inquisitivo, había preguntado al preboste quiénes eran aquellos individuos y éste, a su vez, había trasladado la pregunta a los dueños de las posadas. Enseguida informó al conde de que se trataba de unos nobles caballeros de nombre Marc d’Auverne y Pedro de Libreville, procedentes de Nimes, cargados con buenas bolsas de oro y de estancia en el pueblo con el fin de comprar algunas heredades. Eso era tan aburrido y obvio que le hizo perder todo interés por los dos.

El conde de Annecy sólo deseaba una cosa en ese momento: dar con una clave que le llevara hasta los templarios o hasta el libro. Sentía frustración por no encontrar nada con lo que dar una esperanza al Rey de una pronta solución. Además, acababa de recibir una misiva de su monarca, preguntándole por el resultado de sus gestiones, en un tono tan lastimero, que mostraba, sin lugar a dudas, la angustia de Felipe V de Francia por el progreso de su enfermedad y su necesidad de que le llevaran, cuanto antes, el libro que podía sanarle.

La preocupación del conde era evidente. Sabía que mientras ellos estuvieran en la abadía, los templarios no osarían mostrarse. Si eran los que habían matado a los bandidos, como sospechaba, estaban cerca y se movían con soltura por la zona, protegidos por el abad y sabe Dios por quién más, porque en aquella zona había habido, en los últimos tiempos, rebeldes y herejes. Antes de partir del pueblo, pidió que le trajeran a su presencia al exsargento Maleflot, cuyo feísimo rostro, adusto, entristecido y amedrentado, fue una visión repulsiva que el conde procuró soportar lo menos posible porque hería su sensibilidad de hombre de buen gusto. Maleflot era un tipo de hombre, a la defensiva, que le irritaba sobremanera. Su relato fue banal, anecdótico y fastidioso y el conde pensó que, en el fondo, el libro se había perdido por la ineptitud de aquel exsargento, que nunca debía haber dejado en un subordinado la tarea de encerrar a una presa como la condesa. Mientras oía el relato de su desastrosa actuación, Roberto de Annecy sentía la necesidad de golpearle, pero se retuvo. Cuando acabó el relato, comprendiendo que aquel pobre diablo acabado no tenía más que decir, sin siquiera despedirse, se levantó y se fue, dejando al exsargento en un estado de profunda incomodidad e inseguridad.

Maleflot se dirigió entonces a la taberna del Ciervo Gris, sintiéndose una piltrafa humana. Se sentó en el rincón más oscuro de la sala, ante una jarra de vino. Aún era pronto y apenas había concurrencia, pero a él le daba igual. Esa tarde pensaba emborracharse a conciencia, hasta quedar inconsciente. La actitud del conde para con él había sido peor que una bofetada. Se había sentido un gusano miserable, que el enviado del Rey ni siquiera se había molestado en aplastar, por puro asco. No se daba cuenta de nada, en esos momentos, que no fuese su malestar interior y su autocompasión. Incluso su mujer, la moza que tanto le había querido, le había abandonado dos días atrás y se había ido, en pleno día, con un comerciante de Albi. Incluso los niños se reían de él al pasar. Y en ese momento decidió que no iba a permanecer ni un día más en Villafranca de Rouergue. Esperaría para emborracharse hasta que regresara el juez Dupont de Loc Dieu, como cada día, y le haría saber que no podía seguir por más tiempo allí. Al día siguiente cogería su caballo y se largaría de Villafranca, para no regresar jamás.

Y mientras el exsargento se acurrucaba en un rincón, era atentamente observado por De Libreville y D’Auverne. Éstos se alegraron al contemplar la mesa que el agobiado hombre había escogido, que le permitía pasar casi desapercibido, detrás de una columna de madera. No tenía ninguna vista de la sala, pero era perfecta para escuchar las conversaciones de las mesas cercanas, sin que se dieran cuenta de que eran observados. El lugar era perfecto para el desarrollo de la función, que iba a representarse un poco más tarde, cuando cayera la tarde y se comenzara a llenar la taberna de parroquianos y comerciantes, ávidos de beberse una buena jarra de vino o de cerveza que les hiciera entrar en calor, antes de retirarse a descansar.

El guardián y su asistente se quedaron charlando de cosas banales ante el fuego de la gran sala de la posada. Al cabo de una hora, entraron los caballeros sir Arturo de Limmerick y Alfonso de Haro y, unos instantes después, se les unieron ante el hogar, iniciando una conversación sobre propiedades de la región que era bastante banal y aburrida, pero que deseaban que todos escucharan. De hecho, De Libreville y D’Auverne habían pasado los dos últimos días visitando varias propiedades en Villafranca y varias fincas en los alrededores, para estudiar su posible adquisición. Aunque era lo último que les apetecía, se habían obligado a hacerlo con la disciplina de quien, realmente, desea adquirir una propiedad, preguntando por todo aquello que era importante, como los pastos, el ganado, las cosechas que daban y otros mil detalles anodinos. Aquello era menester para no levantar sospechas. Si el engaño no prosperaba, aún deberían permanecer un tiempo en el lugar. Los dos caballeros peregrinos deberían partir porque nada justificaría su detención en el lugar, salvo la moza de la taberna que sir Arturo trataba con asiduidad, en parte por vocación y deseo de satisfacer sus apetitos carnales, y en parte para justificar que siguieran allí.

El tiempo transcurrió deprisa y, al caer la tarde, el local comenzó a llenarse de parroquianos, como los caballeros habían previsto. Para que nadie les quitara la mesa, De Libreville y D’Auverne se despidieron de sus amigos, sentándose en la mesa que esperaban fuese ocupada por los caballeros templarios, que aún no habían llegado. Mientras, Alfonso de Haro y su compañero, sir Arturo, se acomodaron frente al fuego y la hermosa moza, que entraba a servir en ese momento, se ruborizó al observar cómo, el caballero inglés que tanto le gustaba y que tantos besos y caricias le había robado en un rincón del patio, estaba allí, mirándola con sus ojos claros, que tanto le hacían soñar por las noches.

Media hora más tarde, entrada ya la noche, los dos caballeros hicieron acto de presencia. El guardián estuvo a punto de dar un salto cuando vio al propio caballero Guillermo de Lins acompañado del caballero Renaud de Champris. No había querido que nadie arriesgara su vida por él y el resultado era que allí estaba en persona, para servir de carnaza.

Como si siguieran el compás de una danza bien estudiada, los dos caballeros se dirigieron hacia el rincón donde estaban los otros, al ver que se levantaban, y les preguntaron si dejaban la mesa libre. De Libreville y D’Auverne, sin afectar conocerles, asintieron, retirándose a sus aposentos. Se iniciaba la parte más compleja del plan. Había que tirar el cebo y que el exsargento lo mordiese. El caballero De Lins y su compañero portaban capa oscura, discreta, y capuchas. Pretendían aparentar que querían pasar desapercibidos, pero ajustaron el tono de voz de su conversación para que pareciera privada y confidencial.

Había el suficiente bullicio para que los dos caballeros hablaran sin que nadie más, salvo Maleflot, se enterara, porque la otra mesa contigua estaba oportunamente vacía. Había llegado el momento de que el exsargento les oyera hablar. Y también se acercaba la hora en que el juez Marcel Dupont regresara de Loc Dieu.

—No me gusta el ambiente de Villafranca. Hay demasiados hombres del Rey por los alrededores. Aunque estén acampados frente a la abadía de Loc Dieu. Debíamos habernos quedado en la habitación y descansar, para partir por la mañana temprano. No sé si ha sido una buena idea la de bajar a tomar algo aquí. Es peligroso para nosotros —dijo Guillermo de Lins, con un tono que le aseguraba la atención de Maleflot, que, al oírles, dejó de rumiar sus desgracias para atender a la conversación de sus vecinos.

—Exageráis, caballero De Lins. Aquí estamos seguros. No hay soldados entre los parroquianos y creo que nos hemos ganado una buena jarra de vino, ahora que el libro escondido obra en nuestro poder.

—No mencionéis el libro aquí, caballero Renaud. No seáis imprudente.

—No os preocupéis tanto. No hay por qué. Y celebremos que por fin lo hemos recuperado. Y pensar que, durante todos estos años, pensábamos que la condesa lo había escondido dentro de la abadía.

—En verdad, ha sido una fortuna descubrirlo.

—¿Quién hubiera dicho dónde se encontraba? Si no llega a haber sido por ese afortunado azar…

—Bueno, dejad el asunto. El caso es que ahora va camino de un lugar seguro.

—Sí, en eso tenéis razón Y está bien que lo celebremos. Parece casi un milagro.

—Era lo justo. Cuando se enteren el conde de Annecy y ese maldito juez real, será demasiado tarde y estaremos fuera de su alcance. Mañana por la tarde nos juntaremos con los demás en el crucero de la entrada de Cordes sur Ciel y luego…

—Me encanta ese pueblo en lo alto de la sierra.

—Sí, se encuentra en un hermoso paraje. Os lo reconozco. Tiene una vista privilegiada.

—¿Y de allí partiremos al lugar secreto donde el libro reposará para siempre?

—Vos no iréis, caballero de Champris. Sólo dos personas le acompañaremos. Es lo más seguro para el libro.

—Si así lo consideráis, me parece bien. Brindemos por el éxito de nuestra misión y por el fracaso de los del Rey, que Dios confunda —dijo Renaud.

—Para que el rey leproso de Francia se hunda en el infierno con su maldito progenitor. Yo, el caballero Guillermo de Lins, le deseo una horrible muerte.

Y ambos hombres brindaron con las jarras y dieron un buen trago.

El señuelo había sido tirado. Ahora sólo era necesario esperar la reacción. Para ello tenían que retirarse de la sala, algo que hicieron poco después, sin mirar atrás. No podían arriesgarse a que Maleflot sospechara que todo era un ardid para engañarle.

Maleflot había mordido en el anzuelo. Había retenido el nombre de los dos caballeros templarios y casi se cae del banco cuando escuchó que tenían en su poder el maldito libro que había provocado todas sus desgracias. La conversación de sus vecinos de mesa le despejó por completo de los vapores del alcohol y, mientras seguía con atención cada una de las palabras que pronunciaban, procuró esconderse bien, arrinconándose detrás de la columna de madera, que ocultaba su rostro, procurando no ser visto, porque reconoció la voz de aquel caballero templario que había acabado con la vida del sargento Moret, lo cual daba veracidad a la historia.

El cerebro del exsargento comenzó a funcionar, entonces, a toda velocidad. Parecía que el libro no estaba en sus manos, sino que eran otros los poseedores. Si los dos caballeros se alojaban allí, tenía que saber en qué habitación. Ése era el primer paso. A continuación, informaría al juez, en cuanto llegara. Que él decidiera si lo mejor era seguirles hasta Cordes sur Ciel, esa pequeña aldea suspendida de un risco, o si se les detenía e interrogaba ahora.

Esperó hasta que llegaron casi al fondo de la gran sala y se levantó de la mesa para seguirles discretamente. No le importaron las chanzas que oyó al pasar sobre su cornamenta, que le dirigieron algunos maliciosos aldeanos. Ahora, eso era lo de menos. Lo único relevante era seguir a los caballeros que habían salido de la sala. Maleflot salió detrás de los dos hombres y no se dio cuenta de que era seguido por los caballeros D’Auverne y De Libreville. El guardián y su asistente tampoco deseaban ser vistos por Maleflot. Sólo querían comprobar que seguía a los otros y que su salida se debía a causas fortuitas. Cuando comprobaron que se detenía al ver entrar a los otros en una habitación, supieron que la trampa había dado resultado y se retiraron para no ser descubiertos.

Maleflot se quedó esperando, nervioso, la llegada del juez Dupont. Salió al exterior para aguardar su llegada en el patio, pero el helado viento y la lluvia que comenzó a caer le hicieron desistir de su empeño y entró de nuevo en la posada, para esperar como un perro guardián a la puerta de su habitación, porque no deseaba regresar a la sala de la taberna y convertirse en el centro de todas las burlas.

Cuando, por fin, llegó el juez, Maleflot se le arrojó encima, nervioso y agitado. Dupont le ordenó que se tranquilizara con voz seca y dura. Maleflot se disculpó por las formas, pero le informó que tenía algo importante y urgente que decirle. Dupont venía malhumorado de la abadía, donde sus pesquisas no habían avanzado, y aceptó recibirle en su habitación para escuchar sus confidencias.

Cuando el juez oyó a Maleflot, su primera reacción fue de incredulidad. Aquello no era posible. ¿Cómo podían los caballeros templarios haber encontrado el libro fuera de la abadía?

—Seguro que es una trampa, Maleflot —dijo con tono dubitativo.

—No lo creo así, juez. Reconocí al caballero Guillermo de Lins, el jefe de los templarios que estaban en la abadía aquel día… Él mató al sargento Moret, y su acompañante, Renaud de Champris, estuvo con él junto a otros cuatro caballeros. Les recuerdo bien. Hablaban en voz baja, pensando que nadie cercano les oiría. Yo me encontraba en la mesa que hay detrás de la columna de madera de la sala. Cuando se levantaron y subieron a su habitación no se percataron de mi presencia.

—¿Siguen aquí ahora? —preguntó el juez, mostrando un súbito interés por el asunto.

—Sí, juez. Están en la habitación del fondo del pasillo. ¿Qué tipo de trampa es ésa que les pone a nuestra merced?

Dupont se puso a pensar. Capturar a los dos templarios sería un verdadero golpe de efecto y el conde estaría encantado. Sin pensárselo dos veces, salió de la habitación y bajó las escaleras, para entrar en el salón de la posada, donde los cuatro guardias de su escolta estaban sentados en una mesa. Con una mirada, le bastó. Los cuatro hombres se levantaron y se dirigieron hacia él. Los hombres del juez salieron discretamente de la posada. Una vez fuera, les comunicó que, en las estancias, había dos caballeros templarios que tenían que ser capturados para un interrogatorio. La mejor manera sería derribar la puerta y cogerles por sorpresa antes, de que pudieran desenvainar las espadas. Para ello, tenían que ser silenciosos y actuar deprisa. No podían cometer errores. El asunto era importante y no podían fracasar. Los guardias, soldados veteranos, se pusieron inmediatamente en acción. Subieron en silencio los escalones de madera, que crujían a cada paso, y se dirigieron por el pasillo hasta la última habitación. Cuando llegaron ante la puerta, desenvainaron las espadas. Ahora todo dependía de que la puerta resistiera al puntapié que le iba a dar el más fuerte de ellos. Si vencía al primer golpe, tenían muchas posibilidades de capturarles con facilidad; de lo contrario, probablemente venderían caras sus vidas.

El jefe de los guardias dio la orden y todos se prepararon. El puntapié abrió de par en par la puerta y los cuatro hombres entraron en la habitación, dirigiéndose a los dos templarios, que se habían levantado de sus camastros con tanta rapidez, que estuvieron a punto de sacar las espadas.

—Atrapadles —dijo el juez desde fuera, con su desagradable voz.

Guillermo de Lins y Renaud de Champris habían sido sorprendidos y no pudieron defenderse con sus armas porque los cuatro soldados se les echaron encima. Luego, tras ser duramente golpeados por los guardias, quedaron magullados e inconscientes en el suelo.

—Id a buscar unas cuerdas. Los quiero bien atados para cuando despierten. Tengo que interrogarles a fondo —dijo el juez, relamiéndose de su gusto por el triunfo que suponía la captura de aquellos proscritos templarios.

Uno de los guardias salió de la estancia y regresó al poco tiempo con ellos y con el dueño de la posada, que subía preocupado y asustado ante el estrépito de la rotura de la puerta del piso superior. El juez le envió de nuevo al primer piso, sin responder a sus preguntas, diciéndole que se trataba de un asunto del Rey.

Luego, cuando el posadero se retiró, los dos hombres fueron sentados y atados, de pies y manos, a los brazos y las patas delanteras de las sillas de la habitación, mientras seguían inconscientes. El juez miró los escasos enseres que tenían en la habitación. Aparte de sus vestiduras y espadas, sólo había un morral que llevaba unas mantas y una cruz templaría con unos símbolos escritos. Una vez comprobado que no escondían el libro en la habitación, ordenó que le trajeran un jarro de agua. Había que despertar a aquellos dos hombres e interrogarles.

* * *

Mientras el juez se preparaba para el interrogatorio, De Libreville y sus asistentes permanecían en su habitación, en el extremo opuesto del pasillo. La rápida intervención del juez había desbaratado el plan original, en que los caballeros serían ayudados por los hombres del guardián y escaparían. Ahora había que tomar una decisión. No se podía dejar que el juez los entregara al conde de Annecy, que, sin duda, los mataría tras intentar arrancarle el secreto del libro. De Libreville estaba dándole vueltas a un nuevo plan y quiso consultarlo con sus hombres.

—Tenemos que liberar al caballero De Lins y a su ayudante, pero de un modo que sea beneficioso para que el plan no se venga abajo y que no nos descubran.

—Si eso es lo que deseáis, implica que deberemos matar a los cuatro guardias y al juez —dijo sir Arturo.

—No puede ser. El juez no debe morir. Tiene que hablar con el conde y contarle todo. Tendremos que esperar un poco y dejar que les interrogue. Dado que éste no es el lugar adecuado, no puede hacerles más daño del que ya les han hecho, hasta que no se los lleve consigo a la abadía; por eso, creo que, de momento, aunque estén en peligro, éste es relativo. Incluso si lo pensamos bien, el hecho de haberles capturado hace más creíble la historia. Nosotros deberemos pasar por templarios encubiertos.

—Entonces habrá que esperar a que el juez se retire a descansar —dijo D’Auverne.

—Siempre y cuando no se le ocurra enviar un mensaje a la abadía.

—Buena puntualización, caballero De Haro. Bajad vos a aseguraros de que están ahí todos los caballos de la escolta y, procurando que no os vea nadie, cortadles las bridas. Así, aunque el juez les dé la orden de ir a buscar al conde, no podrán montar deprisa, y nos dará tiempo a detener al mensajero. Y luego, subid de nuevo.

—Es una pena que nuestra habitación se encuentre al otro lado del pasillo —dijo sir Arturo.

—Sí. Deberíamos haberlo previsto. De todos modos, estamos perfectamente colocados para impedirles salir. Dejad la puerta entreabierta y veamos qué ocurre. ¡No sabéis lo que me molesta que los templarios tengan que pasar por este mal trago! Siento como si les hubiéramos fallado.

—No os lamentéis, caballero De Libreville. Los dos están vivos y, si Dios quiere, los sacaremos de ésta —dijo sir Arturo—. No olvidéis que son guerreros y proscritos. Se las habrán visto en situaciones incluso peores.

—Puede ser —dijo el guardián—. Pero asegurémonos de que hacemos todo lo que esté en nuestra mano para evitarles mayores males. No me perdonaría a mí mismo que el juez matara a De Lins y a Champris.

—Eso no acontecerá, caballero De Libreville. Somos cuatro, como ellos. Creo que lo mejor será que intentéis dormir un poco, para estar descansados —dijo sir Arturo—. Yo vigilaré por un resquicio de la puerta. Así veré cuando sale el juez y, entonces, cuando se introduzca en su habitación para dormir, después de haberles interrogado, yo os despertaré y atacaremos a los guardias.

—Es un plan arriesgado. Pueden matar a los templarios.

—Sí. Pero seguro que prefieren la muerte, a caer, mañana en manos del conde.

—También podríamos atacarles en el camino —dijo D’Auverne.

—Ése es un riesgo demasiado grande. No sabemos las intenciones del juez Dupont. ¿Y si mañana se le ocurre pedir ayuda del preboste y de los alguaciles municipales…? No. Definitivamente no —dijo De Libreville—. Atacaremos a los guardias de madrugada. Es el mejor plan. E iremos bien embozados, porque, aunque la idea es matar a los cuatro, hay que procurar dejar al juez sin sentido en cuanto asome la cabeza, así evitamos sus voces y que nos reconozca. Y cuando despierte, los pájaros habrán volado.

Todos asintieron. De Libreville se echó a dormir en su camastro y D’Auverne y De Haro se apretaron en el otro.

* * *

Entretanto, el juez había conseguido despertar a los dos caballeros templarios, que comprendieron, inmediatamente, lo que había acontecido. Ahora, su salvación estaba en las manos de De Libreville. El caballero De Lins, con un aplomo que arrancaba de su templado corazón, reaccionó como si aquello formara parte del plan, asumiendo que, en algún momento, los liberarían, y decidió mostrarse despreciativo, pero dando al juez algo de información que corroborara lo que el exsargento Maleflot le había contado antes. Era un juego arriesgado, pero el premio merecía la pena.

Dupont recibió con una sonrisa los insultos de los caballeros y luego inició el interrogatorio, propinándoles los guardias algunos golpes, siguiendo las órdenes del juez. El dolor en los caballeros estaba más en la honra que en el físico. Los dos se mantuvieron en silencio durante unos minutos. Luego, tras recibir un duro castigo por parte de los guardias, cuando consideraron que ceder era ya aceptable y que no despertaría sospechas, el caballero De Lins, simulando doblegarse ante el castigo, comenzó a hablar del libro secreto y del encuentro del día siguiente con los otros caballeros —e incluso le informó que eran veinticinco hombres los que iban a encontrarse en Corde sur Ciel, al atardecer—, mientras el otro le afeaba su conducta, entre las risas de los soldados y el contento del juez.

Eran casi las dos de la madrugada cuando, dándose por satisfecho, Dupont decidió retirarse a dormir. Estaba tan satisfecho por la captura y la historia que le había contado el caballero templario que incluso felicitó a Maleflot, quien pensó que, por fin, había algo de justicia. Ante su petición, le permitió que se quedara con los guardias vigilando a los prisioneros. Éstos se quedarían en su habitación, atados a las sillas, durante toda la noche. Que durmieran, si podían, tras el castigo recibido y la incomodidad de la postura. Dupont ordenó que dos de los soldados se quedaran despiertos, mientras los otros dos descansarían en los camastros de los caballeros. De Maleflot ni se ocupó. ¡Que el pobre diablo hiciera lo que quisiera! Al fin y al cabo, él era el héroe del día. Que disfrutara de su momento de gloria. Al día siguiente, por la mañana, enviaría a buscar al conde a primera hora y que él mismo comprobara, de boca de los prisioneros, la historia. Más tarde se trasladarían a Corde sur Ciel, a por el libro. Cuando se tumbó en su camastro, en una habitación situada en medio del pasillo, se quedó dormido enseguida.

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Sir Arturo despertó a Pedro de Libreville y a los otros dos asistentes en cuanto vio que se cerraba la puerta de la habitación del juez. Los tres se alzaron de los camastros inmediatamente. Sir Arturo les dijo que, hasta el momento, todo ocurría como habían imaginado. Eso tranquilizó al guardián. Los cuatro hombres decidieron esperar un buen rato, para dar tiempo a los soldados a que se relajaran o se durmieran. Estaban seguros de que los otros no imaginarían que alguien les podía atacar esa noche. Para ellos, aquélla era una vigilancia de trámite.

Una hora después, De Libreville dio la orden de atacar. Los cuatro caballeros iban con las espadas desenvainadas y envueltos en largas capas encapuchadas, que les hacían parecer sombras fantasmales por el pasillo. Haciendo lo mismo que los soldados del juez unas horas antes, avanzaron en silencio, procurando no hacer ruido. Cuando se acercaron a la puerta de la habitación, comprobaron que estaba entornada, porque la trabilla de la misma se había roto con el golpe y había quedado algo descolgada de un lateral.

¡Un golpe de fortuna!, pensó De Libreville, e hizo un gesto a los suyos que se colocaron de modo que pudieran entrar en la habitación, juntos, casi a un tiempo, pero sin el estrépito de antes.

Los cuatro hombres entraron y tuvieron la fortuna de que uno de los guardianes se hallaba a espaldas de la puerta, recibiendo una estocada de D’Auverne, que le atravesó el pecho, cayendo muerto antes de enterarse siquiera de lo que estaba ocurriendo. El otro soldado de guardia lanzó un grito de alarma que despertó a sus compañeros, aunque la espada de sir Arturo cortó en seco el aviso, al segarle la garganta de un certero tajo.

De Libreville atravesó De Haro se ocupó del otro, que apenas tuvo tiempo de tomar su espada. Maleflot veía cómo caían los soldados a su alrededor y comprendió que todo estaba perdido. El guardián se encontraba a su lado y parecía asequible herirle, desempuñó rápidamente un puñal del cinto e intentó clavárselo apresuradamente a De Libreville, que, viéndolo en el último segundo, lo esquivó, aunque la hoja le hizo una herida.

—Os mataré, proscrito —dijo el sargento.

—No lo creo, bribón cornudo —dijo D’Auverne, yéndose hacia el sargento, y clavándole la espada por el costado, que le atravesó el corazón.

Maleflot cayó, fulminado, al suelo, con los ojos vidriosos abiertos, como si no acabara de creerse tanta mala fortuna. Las andanzas de aquel hombre habían acabado para siempre.

El enfrentamiento había terminado rápidamente, como era el deseo de De Libreville. No había habido ruido de batalla, salvo por las voces de los dos soldados. Y mientras De Libreville desataba a Guillermo de Lins y a Arturo al caballero de Champris, Alfonso de Haro se dirigió hacia la puerta del juez, que asomó la cabeza justo a tiempo para recibir un buen golpe del pomo de la espada del castellano que le dejó sin sentido.

Todo había salido a la perfección. Los dos templarios habían sufrido un buen castigo y tenían los rostros amoratados por los golpes, pero estaban en condición de levantarse. Sir Arturo había atado un pedazo de trapo a la herida del guardián, de la que emanaba bastante sangre.

De Libreville y De Lins se quedaron mirando unos instantes.

—Gracias por liberarnos.

—Lo que sentimos es haber tardado tanto; pero pensamos que era el mejor modo.

—Sí, lo imaginé. Ahora la historia es más verosímil. ¿El juez se encuentra bien?

—Dormirá un rato, pero respira bien. Seguro que el mayor dolor de cabeza lo tendrá cuando tenga que darle explicaciones al conde. Ahora, deberíais partir. Será mejor que descanséis en la casita del cura, que se encuentra en el bosque y que éste me había ofrecido para mi alojamiento, si era menester. Mis asistentes, sir Arturo y el caballero De Haro, os acompañarán, pues conocen el camino. Allí estaréis más seguros y podréis dormir los cuatro. Es mejor estar lejos de la posada cuando el juez despierte y más todavía cuando el conde de Annecy se entere de lo que ha acontecido esta noche.