13

En el corazón del bosque antiguo

Pedro de Libreville salió de la iglesia de Santiago con Marc d’Auverne. Los otros dos caballeros saldrían unos minutos después del recinto sagrado para encaminarse directamente al camino de la abadía, que bordeaba el bosque, donde habían quedado con su jefe. Andando con paso rápido, el guardián de los libros secretos y su asistente se dirigieron a la posada del Ciervo Gris, donde moraban, situada en un extremo del pueblo, del lado de la abadía. Iban a buscar los caballos para salir hacia el bosque. Anduvieron en silencio por las calles poco transitadas en ese día gris y frío. Aun así, se cruzaban con algunos vecinos del lugar que ya comenzaban a serles familiares y que les saludaron con corteses inclinaciones, muestras de reconocimiento a su superior rango social.

De Libreville iba muy concentrado mientras andaba. Sentía que las cosas iban a cambiar muy pronto de modo brusco y quería estar bien situado para sacar el mayor provecho de lo que iba a acontecer. Estaba un tanto confuso, porque su percepción estaba actuando de un modo diferente a como lo había hecho en anteriores ocasiones. Parecía como si el propio libro secreto, por su gran poder, la cegara, no permitiéndole ver las cosas tan claras como solía cuando tenía percepciones. En este caso, actuaba marcándole discretamente unas pautas de actuación, pero sin otras referencias. Era como una intuición natural algo reforzada, pero ya no le provocaba incomodidad como al principio en Aviñón. Y sabía que el libro estaba cerca; eso lo percibía todo el rato con claridad, aunque no tuviera ni siquiera un vislumbre del lugar donde se guardaba.

Al llegar al Ciervo Gris, D’Auverne ordenó a los mozos que ensillaran los caballos y, acto seguido, subieron a sus habitaciones. El guardián quería protegerse del frío porque el aire le molestaba mucho e incluso amenazaba lluvia, y el viaje al corazón del bosque podía ser una verdadera pesadilla si no iban bien protegidos. No obstante, supo con toda certeza, mientras se colocaba una sobrepelliz de piel de zorro muy abrigada, que debía proseguir con su intención. Ahora era el momento.

Tras acabar de arreglarse, De Libreville y D’Auverne volvieron a ponerse las gruesas capas de paño y salieron de su habitación, en dirección a los establos de la posada. Allí, los mozos tenían las cabalgaduras ya preparadas. Los dos hombres montaron con agilidad en sus briosos caballos, que se movían con nervio y alegría, después de una inactividad de varios días, y salieron del patio de la posada alejándose del pueblo en dirección al bosque. Se adentraron por el camino que llevaba a la abadía a buen paso, para llegar cuanto antes al lugar, donde habían quedado con los otros dos para proseguir su camino, alejados de la mirada de los curiosos habitantes del pueblo. El aire arreciaba y silbaba en las copas de los ancianos árboles, que protestaban del rudo zarandeo, como si fueran gigantes molestados en medio de un profundo sueño, pero la lluvia no acababa de caer, probablemente retenida por el viento, en las amenazadoras panzas de las nubes que se veían muy cargadas y bajas.

Ya habían avanzado un buen trecho y se habían adentrado en el bosque, cuando, tras un recodo, unos hombres mal encarados que estaban en medio del camino, les dieron el alto. El que los dirigía era un hombre alto y fuerte, que iba acompañado de cuatro hombres más, dos de pequeña estatura y rostros maliciosos y otros dos más jóvenes y con rostros toscos y poco inteligentes, pero de buenos músculos. Al ser cinco, se sentían seguros de su fuerza y eso les hacía atreverse a atacar a los viajeros, incluso en pleno día.

—Alto ahí —dijo el jefe de los bandidos con voz ruda, que restalló en el aire como un latigazo—. ¿Adónde vais, caballeros?

—No es asunto de tu interés, villano. Apártate inmediatamente del camino, si no quieres que te aparte yo —dijo el guardián impaciente, reteniendo las riendas de su nervioso caballo sin mostrar ningún temor.

—¡Qué bravo parece el señor! —dijo el maleante, con tono de sorna.

—Obedece a mi amigo, malandrín. Apartaos, que no estamos bromeando —dijo el caballero D’Auverne, echando a un lado la capa y sacando la espada de la funda.

—Somos cinco contra uno y medio —chanceó el bandido.

—¡Pardiez! ¡Vive Dios que me estáis hartando y hoy me pilláis con poca paciencia! ¡Quitaos de en medio, si no queréis que os quitemos nosotros de una vez! —gritó De Libreville, sacando también la espada, con un gesto guerrero que asombró a D’Auverne, quien nunca antes le había visto usarla y que pensaba que la llevaba por no destacar de los demás.

—Veamos qué tal se maneja el caballerete —dijo el rufián despreciativamente, mirando a los suyos y sacando de detrás de su espalda una impresionante hacha, bien afilada, que blandió amenazadoramente, acercándose a la montura del guardián, mientras los otros sacaban espadas y cuchillos y se preparaban para masacrar a los dos jinetes tras derribarlos de sus cabalgaduras.

D’Auverne, viendo que el enfrentamiento era inevitable, se lanzó entonces, soltando las riendas durante un instante, sobre los dos hombres que estaban delante de él y, al hacer éstos el gesto inconsciente de apartarse para evitar ser aplastados, les atacó con certeros golpes. El primero de los bandidos recibió un tajo tan fuerte de la afilada espada del francés que casi le arrancó de cuajo la cabeza, cayendo al suelo muerto, en medio de un gran charco de sangre. El otro, que se revolvió para atacar al jinete, con furia, no pudo evitar recibir un pinchazo severo en un costado que le hizo maldecir, cuando intentó apuñalar al caballo, que D’Auverne supo echar hábilmente a un lado.

Viendo que dos de sus rufianes habían caído, el jefe se indignó y se abalanzó contra el guardián, con una agilidad insospechada en un hombre de su gran tamaño.

—Ahora veréis con quién os enfrentáis, caballeros. Hoy vais a dejar el pellejo, además de la bolsa, en medio del camino —dijo el jefe mientras movía su hacha hacia el guardián.

De Libreville le miraba atentamente recordando los enfrentamientos de su juventud con sus instructores templarios. Sabía que aquel patán podía matarle si se descuidaba con un solo golpe, y, no obstante, no sentía ningún miedo. Se dirigió de frente hacia él, con una mirada difícil de sostener. Al enfrentarse con aquel bandido, liberaba hacia fuera sus deseos de matar, soterrados en lo más profundo de su corazón, y en la punta de su espada como estandarte de acero, llevaba sus viejas frustraciones de caballero templario y, sin pensárselo dos veces, esquivando dos terribles golpes del bandido, que estuvieron a punto de acertar en su pierna y en el costado del animal, le asestó un mandoblazo que le arrancó una oreja y parte de la piel del cráneo, provocando que el bandido aullara de dolor.

—Juro que os mataré —aulló.

—Calla, perro, y guarda tus quejas para el infierno —dijo De Libreville, dando al hombretón un severo tajo en el brazo izquierdo, que hizo que manara de la nueva herida abundante sangre.

Mientras, D’Auverne había dado la vuelta a su caballo en pocos metros y se dirigía de nuevo contra los tres hombres que le esperaron preparados para intentar desmontarle. Viendo lo que pretendían, cuando llegó a la altura de ellos, hizo que su cabalgadura diera un quiebro que les desconcertó y, aprovechándose de ello, atravesó a uno de los dos hombres más pequeños con la espada y el malhechor cayó malherido al suelo.

D’Auverne, a pesar de estar pendiente de los hombres que tenía enfrente, estaba admirado de cómo el guardián se estaba enfrentando al enorme jefe de los bandidos, y pudo ver cómo, tras esquivar un durísimo golpe del hacha, De Libreville le dirigía un corte en el cuello que le abrió una arteria, provocando que el tipo chillara como un cerdo al que se le escapaba la vida por la herida, ya que el tajo era mortal.

Los otros dos que quedaban, vieron cómo su jefe caía chillando y acababa muriendo en pocos segundos ante sus ojos. Miraron con temor a los dos hombres y recularon hacia el bosque, pretendiendo escapar de ellos, si les daban la posibilidad. Pero de Libreville tenía sed de sangre esa mañana, una sed antigua que venía de su lejano pasado, y no había de parar hasta saciarla del todo. Dejando al jefe de los malhechores en medio de los estertores de la muerte, se dirigió hacia el más alto de los dos bandidos que quedaban, mientras Marc d’Auverne acorralaba al último.

Sin temor a su acero, que el otro blandía con furia defensiva, el guardián le atacó una y otra vez, disfrutando de su pericia reencontrada, hasta encontrar un hueco en su guardia que le permitió herirle por primera vez. Ante el grito del hombre, De Libreville se encendió, y su espada, ávida de sangre, pareció avivarse, cruel, hasta que pudo saciar su sed atravesando el corazón del hombre rubicundo que cayó a tierra, de rodillas, como no creyéndose que estaba muriendo.

D’Auverne aún seguía luchando con el otro malhechor cuando cayó el cuarto y De Libreville se acercó por si le necesitaba para rematar la faena, pero el asistente del guardián despachó al bandido de modo expeditivo, con un terrible tajo que le atravesó la garganta.

Apenas había acabado de caer el último, cuando, por el camino, del otro lado, se acercaron al galope sir Arturo de Limmerick y el caballero Alfonso de Haro. Los dos hombres habían acudido presurosos, preocupados por el ruido de las armas que oían desde la lejanía, no sabiendo qué se iban a encontrar. Al acercarse, quedaron asombrados al ver a su jefe, con el rostro arrebolado y duro de un guerrero y la espada bañada en sangre.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó el inglés.

—Pues ya lo veis —dijo D’Auverne—. Parece que nuestro jefe, además de leer sin cesar, también sabe manejar la espada.

—Habéis dado muerte a cinco bandidos entre los dos —dijo De Haro, admirativamente, tras contarlos—. Y sin recibir ni un rasguño.

—Así es. El caballero De Libreville ha acabado con ese gigantón, que era el jefe de los bandidos, y con aquel otro que está allí de bruces —dijo señalándoles—. Y yo con el resto.

—Cada día, nos descubrís una cualidad nueva, señor De Libreville —dijo sir Arturo—. Si me permitís decíroslo, este viaje os está sentando de maravilla.

—Estoy de acuerdo —coreó D’Auverne—. Es como si estuvieran aflorando a vuestro exterior cosas que teníais muy guardadas dentro de vos.

—No exageréis —dijo el guardián con modestia—. Hemos tenido fortuna. De hecho, el grandullón estuvo a punto de arrancarme una pierna de un hachazo.

—Más a nuestro favor —dijo De Haro—. En verdad, caballero De Libreville, ahora también sois nuestro jefe guerrero y os diré que me siento muy honrado de serviros.

—También nosotros —asintieron a coro sir Arturo y el caballero D’Auverne.

—Bueno. Ya está bien de plácemes. Me alegra que estéis conmigo, ya lo sabéis. Pero debemos olvidar este asunto que no ha tenido mayor trascendencia, gracias a Dios, y seguir a lo nuestro.

—¿Qué hacemos con los bandidos?

—Dejémoslos aquí, en el camino, que seguro que los encontrarán los primeros que vengan o vayan a la abadía —dijo De Libreville—. Hoy pueden estar de fiesta en la región, porque seguro que estos tipos debían ser los malhechores que atacaron al monje y mataron, el otro día, a unos pobres comerciantes de regreso a sus casas, tras las fiestas de Villafranca. Sí. ¡Que se ocupen de ellos los hombres del preboste, que seguro que alguien los avisará!

Nosotros no queremos ser héroes locales, así que es mejor que nadie sepa que hemos sido nosotros los que hemos provocado su muerte.

—Será un nuevo misterio para los del lugar —dijo sir Arturo, con una sonrisa.

—Sí, así es mejor. Partamos ahora, antes de que nos vean, y esperemos no encontrarnos con nadie en el camino.

Y dicho esto, De Libreville soltó las riendas de su caballo y se lanzó hacia delante. Los otros tres le siguieron y De Haro se puso en cabeza. Iban callados, protegiéndose del frío viento y de la lluvia, que comenzaba a caer a ráfagas como latigazos helados sobre sus rostros. Cuando llegaron muy cerca de la abadía, De Haro disminuyó el ritmo y los cuatro frenaron sus cabalgaduras.

Iba mirando atentamente para reconocer el lugar por donde los caballeros, guiados por el monje, habían entrado en la espesura. Cuando lo vio, hizo una indicación a los demás.

—Aquí es donde comienza el sendero —dijo De Haro.

—Os seguiremos en fila.

—Será lo mejor, porque es muy estrecho y lo bordean matorrales espinosos y tupidos —dijo haciendo que su caballo doblara hacia el bosque.

No pronunciaron más palabras. La lluvia caía insistente, mojándoles las capas, que cobraban un gran peso, y helándoles. Durante un tiempo indefinido, que fueron un par de horas, siguieron a De Haro por un sendero apenas reconocible, en medio de una cortina de agua, sintiendo que los elementos estaban mostrándoles toda su furia. Y, de repente, cuando estaban en la parte más profunda del bosque, salieron a un claro que era un espacio casi circular, sin vegetación, donde vieron que se alzaban unos enormes megalitos de piedra, dólmenes encadenados en un círculo, como una columnata ancestral que tenía una abertura por un lado y un gran altar de piedra en el medio. Al verlo, el guardián y los suyos comprendieron que aquello debía ser un templo antiguo.

La voz del caballero Alfonso de Haro rompió el silencio en que todos estaban contemplando la enorme estructura pétrea cuando dijo, con voz neutra, como si el asunto no fuera importante:

—Me temo que he perdido el camino.

Durante un instante nadie dijo nada. Estaban en el corazón de un bosque antiguo y oscuro, rodeados de espacios abigarrados con raíces centenarias, matorrales pegajosos, espinosos, y espesos zarzales, que no permitían el paso de un hombre sino a través de las escasas veredas abiertas por los animales salvajes. Del inconsciente les afluyeron en tropel los temores infantiles a los espacios de árboles apretados, que no dejan pasar el sol y que esconden fantasmales peligros, lo cual siempre había sido objeto de leyendas que asustaban a los niños.

El guardián, entonces, tomó de nuevo el mando que le correspondía con una serenidad tranquila que fue como un bálsamo y que hizo que los temores infantiles regresaran a los escondidos lugares de la mente de los caballeros, de donde se habían escapado durante unos instantes.

—Vayamos hacia las piedras del centro —dijo, fascinado por la fuerza del monumento que le atraía por alguna extraña razón—. Allí al menos estaremos a cubierto hasta que deje de llover.

Y, sin esperar respuesta, encaminó su caballo al paso, hacia el círculo de megalitos. Sentía que aquél era un lugar sagrado, porque le producía la misma sensación que había sentido cuando entró por primera vez en la catedral de París. Estaban entrando en los portales de un gran templo al aire libre, el ara del corazón del bosque. Mientras avanzaba, tuvo la percepción de que allí había alguien, pero no se inquietó. Fuera quien fuese el morador de esos lugares secretos, sentía que no era un peligro para ellos. No obstante, cuando, de detrás de uno de los altos dólmenes, salió un anciano venerable, muy alto, se sobresaltó como los demás, por más que la figura del anciano no se movió del lugar donde había aparecido, y se quedó quieto, esperando su llegada, apoyado en un nudoso bastón, hecho de una raíz del bosque, como si fuera una estatua. Su rostro era hermoso, de piel luminosa y pálida y sus ojos de color amarillo miel. Iba vestido enteramente de blanco, y sus largos cabellos y barba eran también de un blanco inmaculado.

Quizá el sobresalto se debió a que no se había esperado que la presencia que había percibido en su mente se mostrara ante ellos tan deprisa, o quizá a que, conforme se acercaron a la alta columnata, De Libreville supo que estaban ante un hombre de extraordinarios poderes, por una de sus percepciones. Como si el mismo cielo quisiera corroborar sus pensamientos, en ese momento dejó de llover y el viento pareció calmarse, como si se retirara, avergonzado, ante la presencia del venerable anciano, que sólo había levantado levemente el bastón en un breve gesto, para apoyarlo luego, de nuevo, en la sólida roca del antiguo santuario.

—Bienvenidos seáis caballeros perdidos —dijo, cuando De Libreville y los suyos llegaron ante él, con una voz que parecía arrulladora como el murmullo de un arroyo de montaña—. Soy Bertucero, el guardián de este bosque. Y os estaba esperando.

El guardián de los libros le miró a los ojos y sintió algo extraño. Era como si aquel hombre no tuviera edad, como si fuera eterno. Sus tres asistentes se miraban inquietos.

—Yo soy Pedro de Libreville y éstos son los caballeros, Marc d’Auverne, Alfonso de Haro y sir Arturo de Limmerick, mis asistentes.

—Sí, lo sé. Venís buscando a los templarios escondidos.

—No podíais saber eso. Nosotros mismos lo hemos decidido esta mañana.

—Estaba escrito, como lo están tantas cosas en el libro del destino. Hoy teníais que venir aquí.

—Vuestro modo de hablar es extraño. ¿Acaso sabéis algo que nosotros desconocemos?

—Yo soy el guardián del espíritu del bosque y conozco los secretos que guarda en su memoria, que es muy antigua.

—Entonces no sabréis mucho de nosotros —dijo De Libreville—, porque nuestra misión no tiene que ver con el bosque.

—En parte sí, caballero. Más de lo que creéis. Los árboles viejos percibieron hace años el poder del libro que buscáis, al pasar bajo sus ramas, cuando lo trajo una bella joven a la abadía, como también la vieron morir poco después.

—Me asombráis.

—Pensad que los ojos del bosque lo ven todo y me lo cuentan todo.

—Me parece demasiado saber.

—Así es. Pero, oídme bien, caballero, estoy ante vos porque tengo algo que deciros.

—Os escucho, anciano. Hablad.

—Vos habéis recibido el don de ver más allá del común de los mortales, como yo. Pero aún es débil en vos la percepción por vuestra resistencia a dejarla fluir.

—¿Cómo? —preguntó, sorprendido, De Libreville.

—Permitidme que os de un regalo que os ayudará —dijo el anciano acercándose hasta De Libreville y tomándole la mano. El guardián de los libros secretos sintió una sacudida de fuerza al contacto del otro y retiró su mano a toda velocidad.

—Lo siento, anciano, pero no deseo nada de vos. De hecho, no os conozco y tampoco sé qué pretendéis de mí. ¿Sois acaso un hechicero que pretende embrujarnos?

—Represento a un poder que está más allá de vuestro entendimiento, según veo.

—Si sois un enviado del infierno…

—No digáis sandeces. Escuchad vuestra percepción, que ya os ha dicho quién soy.

De Libreville miró hacia dentro de sí. En efecto, sentía la fuerza de aquel hombre y también sabía que no había nada de perverso ni de maligno en él.

—Disculpadme. Pero me aturdís y vuestras palabras suenan raras y poco cristianas.

—Yo represento al poder primordial de la Tierra; mi voz es la de los antiguos druidas, los sabios de esta tierra.

—No sois cristiano, pues —dijo recordando la leyenda que le había contado el cura.

—Te resistes a abrirte y a entender. Sea pues, si eso es lo que deseas —dijo mirando de frente a De Libreville—. Encuentra tu destino a tu modo.

—Eso he hecho hasta ahora y eso he de seguir haciendo, con la ayuda de Dios. Respondedme, anciano. ¿Qué pretendéis de mí?

—Nada, Pedro de Libreville. Sólo deseaba facilitarte la comprensión de tu don. Pero no me lo has permitido.

—Habéis intentado invadir mi interior.

—Eso ya no importa. Atiéndeme ahora, caballero De Libreville. Es tiempo de que reintegres tu corazón y liberes tu alma de penas viejas. Hazlo a tu modo, pero hazlo ya, porque no puedes estar dividido por dentro. Entonces, te auguro que conseguirás cumplir con la tarea que te ha traído hasta este lugar sagrado. Y cuídate de los servidores del Rey.

—Eso ya lo sé. Estamos aquí por esa razón, aunque nos hemos perdido en nuestro camino.

—No te preocupes por eso. Mi servidor —dijo señalando a una figura encapuchada que estaba a un lado— os llevará hasta El Dedo de Dios. Os encontráis muy cerca.

—Os lo agradezco.

—Ellos no deben llegar hasta la fortaleza —dijo señalando a los tres asistentes.

—Le acompañaremos hasta el final —dijo sir Arturo.

—No lo haréis, si tenéis la cabeza en su sitio. Los caballeros dejarán que entre Pedro de Libreville, y, él sabe por qué, pero ninguno de vosotros podrá acompañarle.

—No nos asustan los templarios.

—No se trata de que probéis vuestro valor, que es incuestionable. Es, simplemente, que no os corresponde —dijo como si le hablara a unos niños díscolos—. Esperad a vuestro señor en el borde del claro del bosque, donde se haya la torre. Nadie le hará daño. Os lo aseguro.

—Así lo harán —dijo el guardián, cortando nuevas protestas de sus asistentes.

—Id en paz; la fuerza del viejo bosque os protegerá —dijo el anciano, retirándose, después de estas palabras, detrás del alto monumento.

De Libreville y sus tres asistentes vieron cómo el encapuchado se dirigía hacia un sendero que salía del claro y le siguieron, mientras les parecía como si las plantas se retiraran para dejarles paso, para cerrarse detrás de ellos, pero ninguno se atrevió a mirar atrás. Se sentían, en ese momento, protagonizando una de esas historias de las que se cuentan a los nietos, muchos años después, ante un fuego de invierno, en un castillo.

Tras una marcha bastante lenta, de poco más o menos una hora, llegaron al claro del bosque donde se alzaba la torre escondida. De Libreville ordenó a los tres caballeros que le aguardaran en el claro del bosque, como le había indicado el anciano Bertucero y, sin hacer caso a las protestas de los caballeros, que deseaban acompañarle por lo menos hasta el portón de la fortaleza, se dirigió solo hacia el lugar —cuya silueta era, en verdad, la de una torre monumental muy antigua— suponiendo, sin equivocarse, que le estarían vigilando mientras se acercaba a la altísima atalaya de piedra, desde las torretas que guardaban la puerta.

—¿Quién va? —preguntó una voz firme, cuando estuvo a tiro de flecha.

—Un hermano —respondió De Libreville.

—Acercaos pues. Y sabed que, si lo que decís no es cierto, aquí entregaréis la vida.

—Me parece justo.

El guardián se llegó con el caballo hasta la puerta y ésta se abrió para dejarle entrar. Un hombre le apuntaba al pecho con una ballesta.

—Me voy a presentar —dijo con parsimonia, mirándole sin ninguna acritud pero con tono severo—. Soy Pedro de Libreville. ¿Quién está al mando aquí?

—El caballero Guillermo de Lins.

—Le conozco. Anunciadme, os lo ruego. Necesito hablar con él.

—Esperad aquí. Desmontad y dadle vuestra espada a ese caballero, mientras voy a hablar con él.

De Libreville se despojó de la espada sintiendo una profunda emoción. Hacía catorce años que no había estado cerca de otro caballero templario y, para él, este encuentro revestía la mayor importancia, por razones personales obvias. Los caballeros llevaban sus capas blancas y los petos de seda con las cruces del Temple. Allí podían usar sus emblemas sin ocultarse, lo cual era un alivio para estos hombres nobles, perseguidos tan injustamente desde hacía unos años. No tuvo que esperar demasiado. Enseguida regresaron los pasos, esta vez de dos hombres.

—¡Dios mío! ¡Es cierto! En efecto, eres tú, Pedro de Libreville. Dame un abrazo, hermano. Te hacíamos muerto —dijo el caballero De Lins.

Los dos hombres se abrazaron y la tensión de los otros desapareció.

—Eso explica el que no haya tenido nunca noticias del Temple. Os veo bien, caballero Guillermo de Lins. Han pasado muchos años desde nuestro encuentro.

—Sí, Pedro. Muchos y muy duros. Pero os voy a presentar a los caballeros que me acompañan. Éste es Felipe de Mons —dijo señalando al que le había apuntado con la ballesta, que ahora le sonreía abiertamente—, y este otro es Arturo de Angueville.

—Encantado de conoceros, hermanos.

—Igualmente —dijo el guardián.

—Los otros tres que faltan están arriba. Son Ricardo de Osterwood, Juan de Clermont y Renaud de Champris.

—No les he conocido antes a ninguno de ellos.

—No hubierais podido. Osterwood y Clermont estaban en Inglaterra y Mons, Angueville y Champris entraron después que vos, siendo recibidos por el maestre secreto.

—Veo que las cosas han cambiado mucho.

—Sí. Y vos habéis crecido mucho y os habéis hecho un hombre fuerte —dijo contemplando apreciativamente al guardián—. La última vez que os vi, con vuestro padrino, el fallecido gran maestre Jacobo de Molay, teníais dieciocho años. Fue sobre 1307.

—En efecto, caballero De Lins. Tenéis una gran memoria.

—Sí. Eso a veces me sigue provocando pesadillas, porque no consigo olvidar las terribles persecuciones, las agonías de tantos amigos… Pero pasad dentro. Ya me contaréis, ante un buen fuego, qué habéis venido a hacer aquí y quiénes son los caballeros que os esperan en el borde del claro del bosque.

—Me parece bien, porque a eso he venido hasta aquí, caballero De Lins. A hablar con vos. Y os agradezco que me invitéis a pasar, porque estoy helado y muy mojado.

—Pues seguidme. Y dejad vuestra capa a uno de mis hombres, a ver si son capaces de secarla en el fuego de su chimenea. Subiremos a la estancia superior de la torre, donde estaremos tranquilos y podremos hablar.

—Id delante, Guillermo.

El caballero entró en la torre por la pequeña puerta que daba acceso a la gran mole y se dirigió a la escalera de caracol que había en una esquina de la misma, para subir sus muchos escalones de piedra, hasta la segunda altura de la edificación. Cuando salieron, en la estancia principal de la torre, De Lins señaló al caballero De Libreville un sillón y él tomó otro frente al fuego que ardía en la chimenea, pero, antes de tomar asiento, De Libreville se acercó a la embocadura y se calentó las manos heladas y el pecho, mientras pensaba en la conversación que tenía que mantener seguidamente.

—Os veo muy serio, Pedro.

—Sí, caballero De Lins. Es menester. Tenemos que hablar de cosas demasiado importantes para no estarlo.

—Os escucho pues.

—Ante todo, quiero deciros que sé perfectamente por qué estáis aquí. Buscáis el libro del nombre secreto de Dios que mi padrino, el maestre Jacobo de Molay, dio al caballero Gerardo de Monclerc y que su sobrina escondió en la abadía de Loc Dieu.

—Me acabáis de dejar de una pieza, De Libreville. ¿Cómo podéis saber eso vos? ¿Acaso servís ahora al Rey?

—No, descuidad. No sirvo ni serviré jamás a la ralea asesina que ordenó la muerte de mi padrino y de tantos otros caballeros. Antes la muerte que hacerlo.

—Me tranquilizáis. Pero ¿cómo lo sabéis?

—Es una larga historia. Escuchadme bien porque es importante —y, en breves palabras, resumió para el templario sus peripecias en Aviñón hasta llegar al punto más relevante. De Libreville estaba sopesando hasta qué punto debía ser sincero y se decidió a serlo del todo cuando el templario le preguntó:

—¿Y qué cargo tenéis al lado del Papa?

—Soy el guardián de los libros secretos —dijo, mirando de frente al templario, que se quedó con la boca abierta.

—¿Cómo decís? Así que es cierto que existe el depósito secreto y, además, resulta que un caballero templario es el guardián de los libros secretos. No sé cómo reaccionar. Sois un servidor del Papa.

—Lo soy. He jurado mi cargo, que es de por vida, y él me ha liberado de mis votos con la Orden. Pero, en lo profundo de mi corazón, sigo siendo templario.

—Estáis en un grave conflicto, amigo —dijo De Lins—. Imagino que también vos venís a buscar el libro.

—Sí. Y ya tengo el cilindro con el manuscrito que está en el depósito secreto.

—¿Y cómo ha llegado hasta vos?

—Lo compró el canciller Duèze a un lombardo.

—Entonces lo sabéis todo.

—Así es. He venido a proponeros un trato. Os pido que lo consideréis con atención. No sé si tenéis un lugar adecuado para guardar el libro, pero imagino que no. Y si no lo tenéis, como creo, tarde o temprano acabaría cayendo en manos del rey de Francia o de otro de los monarcas de Europa. Ahora que el secreto comienza a dejar de serlo, muy pronto todos lo desearán y, como sabéis, no se detendrán ante nada para conseguirlo.

—¿Y qué me proponéis?

—Dádmelo para que lo guarde, con la promesa de que nunca volverá a salir del depósito secreto. El libro es demasiado importante, demasiado sagrado, para que los reyes de hoy intenten usarlo en su beneficio. Además, para vosotros, ahora, es de la máxima importancia manteneros discretamente fuera de la visión del poder.

—Lo que me pedís, De Libreville, es algo muy radical.

—¿Por qué?

—Porque estáis sirviendo al Papa y, por tanto, ya no sois uno de los nuestros.

—Como os he dicho, siempre seré templario en mi corazón. Por eso estoy aquí y os estoy diciendo la verdad.

—Os lo agradezco y os confieso que me hallo un tanto confuso. No me esperaba tener la alegría de hallar a un hermano y la pena de perderlo el mismo día que lo hallé.

—No me perdéis, caballero. Soy leal y siempre lo seré a mis antiguos hermanos. Por eso no me he ordenado, no he tomado mujer ni barragana y no he conculcado ninguno de los principios de nuestra orden. Soy, en espíritu, un caballero del Temple y si he aceptado el puesto que me ofreció su santidad el papa Juan XXII, es porque él mismo estaba contra la orden de disolución de Clemente V y sabe que yo he sido templario.

—Me asombra todo lo que me contáis.

—Lo imagino. No quiero tampoco que toméis una decisión ahora. Meditadlo y decidid cuando lo consideréis.

—Me ponéis en un brete.

—Lo sé, caballero De Lins. Pero tengo que hacerlo. Imagino que no sabéis que el Rey ha movido pieza y ha enviado a la abadía a un juez pesquisidor acompañado de su buen amigo el conde de Annecy.

—A ése le conozco bien. Es un hombre muy peligroso. Si el Rey lo ha enviado, no descansará hasta conseguir lo que busca.

—Estamos de acuerdo en la percepción. Y estaréis conmigo en que hay que actuar de prisa.

—No podemos hacerlo ahora. Ya sabéis que, para invocar el libro, hay que hacer el ritual en luna llena, ante los restos de su último guardián. Y ¿cómo podríamos hacerlo, con ellos allí? Si no se mueven de la abadía, habrá que esperar a la siguiente luna, porque sólo faltan cinco días para ésta.

—A menos que hagamos correr el rumor de que el libro ha sido hallado por vosotros y llevado a otro lugar.

—¿Y quién podría propagarlo?

—Se me ocurre la persona idónea, caballero De Lins. El exsargento Maleflot, que mató a la condesa y que sigue aún en Villafranca. Si le damos la carnaza bien preparada, podría ir con el cuento al juez y éste, a su vez, lo llevará al conde.

Guillermo de Lins se quedó pensando unos instantes. Aquélla era una idea brillante.

—Aún no he decidido nada, caballero De Libreville. Ni siquiera sé si os dejaré partir vivo de aquí.

—Estoy a vuestra merced. Lo sé y lo acepto. Haced conmigo lo que queráis. No me resistiré ni siquiera si decidís matarme. Se lo debo al juramento que hice cuando entré en el Temple.

—¡Maldita sea! ¡No puedo consideraros un traidor! No sería justo —dijo el caballero De Lins—. Os hemos dejado solo y abandonado durante catorce años y el mismo Papa os ha dispensado de vuestro juramento y, aun así, pudiendo intentar haceros con el libro arteramente, tendiéndonos una emboscada, os habéis atrevido a venir aquí, a contarme la verdad y os ponéis en mis manos. Sois noble y valiente, De Libreville, y esas dos cualidades os dan la libertad. Podéis iros cuando queráis.

—Lo haré cuando vos me lo digáis. Es menester nuestro acuerdo porque hay gran peligro de que le libro caiga en manos indebidas.

—Dejadme pensarlo un rato —dijo levantándose—. Vos podéis quedaros aquí, al calor de la chimenea.

—Esperaré el tiempo que sea necesario —dijo, sabiendo que sus hombres debían estar quedándose helados allí fuera, mientras él comenzaba, por fin, a entrar un tanto en calor—. Aún tenemos varios días para preparar un plan.

El templario se quedó admirado de la sangre fría de su antiguo camarada y se dolió de lo triste del destino, que le había separado de la Orden. Sabía que De Libreville tenía razón en que había que burlar a los hombres del Rey. Pero ¿cómo hacerlo? Había que planificarlo muy bien si querían que Annecy cayera en la trampa. Era un hombre demasiado astuto para ser engañado fácilmente.