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Movimientos envolventes

El juez Dupont había encontrado alojamiento en la posada del Ciervo Gris y había hablado con el exsargento Malefot, que parecía haberle estado esperando allí, como un alma en pena, en su mesa solitaria, durante los últimos días. El juez, que seguía de muy mal humor por los desplantes del abad, se sentó con él y se puso a maldecir al viejo monje, que le había dejado con la palabra en la boca, a lo que Maleflot coreó con ganas porque se sabía el principal objeto del odio de Hugo de Monclerc, y que era la causa de su actual desgracia.

Los dos hombres congeniaron bien desde el primer momento. Ambos venían del pueblo y habían deseado subir en el duro escalafón social del reino y se habían colocado —de diferentes modos— al amparo del poder al que habían servido con honradez, pero sin descuidar el interés propio. Con su depurada técnica de interrogador, muy pronto supo el juez que aquel hombre triste no le iba a ser útil en absoluto porque, aparte de no saber nada de interés para encontrar el libro, estaba acabado. Sus vecinos ya no le apreciaban y tampoco podía ir a la abadía, de la que había sido expulsado, sin provocar un nuevo ataque de ira al abad. Tampoco le podía esclarecer ningún punto del pasado. De hecho, al interrogarle sobre el día de la muerte de la condesa, comprendió que el hombre había actuado con diligencia, como lo habría hecho él mismo, con la mala fortuna de que el taimado abad se la había jugado al intentar hacer escapar a su sobrina. De hecho, la muerte de ésta había sido un maldito accidente porque el exsargento nunca hubiera imaginado que la condesa pudiese escaparse ese día, pensándola completamente a su merced. La culpa era del maldito Monclerc, ese viejo correoso que se atrevía a erigirse en su juez cuando era tan responsable, o más que él, de la muerte de la condesa Leonor.

Una vez comprendió que el libro no había salido de allí y que la muerte de Moret, que, según dedujo de la charla con Maleflot, había sido debida a la bravuconería del sargento, que había ordenado desenvainar las espadas ante los monjes, entendió también que no podía culparse de nada al abad y, por tanto, no tenía nada que temer de la justicia del Rey. De ahí que esa tarde se hubiese mostrado tan altanero.

Disgustado, el juez se había ido a dormir tras beber una jarra de vino. Había pedido a Maleflot que no se fuera del lugar todavía, por si acaso lo necesitaba para algo, y el otro le imploró, con una mirada desolada, que le permitiera irse de Villafranca, después de contarle, de modo patético, que, tras la muerte de Moret y el asalto de la abadía, no podía serle útil ni al él ni al Rey porque todos le hacían el vacío en el pueblo y su vida se estaba transformando en un infierno. A pesar de que el hombre le daba lástima, insistió. Debía tener paciencia y quedarse todavía unos pocos días más. Cuando todo acabara, le daría la venia para irse a donde quisiera.

Al día siguiente, Dupont se levantó muy temprano y, tras una rápida colación, había hablado con el preboste del pueblo, que le había confirmado a grosso modo la versión de la historia de Maleflot, añadiendo que había enterrado a Moret y sus hombres a su costa y que se le debían varios sueldos por ello. Dupont le calló, con su voz autoritaria, y le dijo que le presentara un informe por escrito y que ya se ocuparía de ese asunto, para quitárselo de encima. Aquel hombre no iba a servirles para nada. Luego se había dirigido hacia la abadía. Iba distraído, pensando en sus cosas por el camino que atravesaba el bosque, sintiéndose seguro por la compañía de cuatro de los soldados del Rey que se había llevado como escolta al pueblo, ya que se decía que había unos bandidos muy violentos operando en la región y no había querido arriesgarse a tener un mal encuentro. Se había levantado un aire frío del norte, muy molesto, e hizo el camino protegiéndose de las ráfagas de viento con el embozo de su capa de rico paño de Bretaña. El bosque parecía amenazador bajo la difusa luz de un día nublado y gris que presagiaba tormenta y el juez se alegró de la proximidad de la abadía porque no quería mojarse. Cuando, por fin, vio los muros de Loc Dieu, dio un suspiro de alivio.

El conde de Annecy, que esperaba el ruido de las pisadas de su caballo, salió al patio, a pesar del mal tiempo, para hablar con él, antes de que llegara hasta los edificios. No deseaba, bajo ningún concepto, que continuara el inútil enfrentamiento del día anterior con el abad. La consecuencia del mismo había sido que el monje había escrito ya a su superior intentando enviar el correo por un camino discreto, de modo que los hombres del Rey no pudieran detenerlo, aunque no había contado con la inteligencia del conde, que, de hecho, había dado la orden al jefe de la escolta de revisar a todos los que salieran de Loc Dieu sin excusa, fueran seglares o monjes, deteniéndoles a cierta distancia de los muros de la abadía para evitar que regresaran hacia atrás, a pedir la protección del aguerrido abad.

Y su previsión había dado su fruto. En sus manos estaba el pliego del abad a su superior, en el que le pedía, con tono perentorio, que revocara la concesión del permiso al juez para entrometerse en los asuntos de Loc Dieu, y el correo que había intentado escapar, el guarda Juanote, que había intentado resistirse a los soldados, estaba siendo enterrado en ese momento en una sepultura anónima y profunda en el bosque, para que no pudiera contar a nadie que había sido interceptado.

Impedir que llegaran o salieran comunicaciones del lugar era el método que había usado el mismo rey Felipe V para hacerse con la regencia de Francia, mientras se encontraba en Lyon, en 1316, a la muerte de su hermano Luis X. Así había impedido que su intrigante tío Carlos de Valois usurpara su derecho y le había tomado la delantera. El conde de Annecy, que estuvo a su lado en aquellos días previos al cónclave que llevó a la elección de Juan XXII, había visto la eficacia de la medida y ahora utilizaba los mismos métodos. Si ningún pliego salía de la abadía y ninguno llegaba a Loc Dieu, él podía mantener, durante un tiempo indefinido, el control del lugar, cosa que pensaba hacer hasta que apareciera el libro.

Pero, de momento, le había parecido más adecuado para sus intereses, que eran los del Rey, mostrarse encantador y diplomático tras los exabruptos del juez a su llegada a la abadía, pero las cosas podían cambiar y era muy capaz de pasar a cuchillo a todos los monjes sin pestañear, si era menester y ello permitía el cumplimiento de su misión, porque lo que estaba en juego ahora no era un estúpido juego de poder, sino la misma vida de su Rey.

El conde entendió que el juez iba distraído en sus pensamientos. Salió del abrigo del soportal que le protegía del molestísimo viento, y saltó al patio, delante de su caballo, de modo que el juez tuvo que tirar de las riendas, para no echarse sobre él.

—Buenos días, juez Dupont —dijo mirándole fijamente con sus duros ojos azules—. Espero que hoy sabréis atemperar mejor vuestro carácter.

—Buenos días, señor conde. No os había visto.

—Sí. Se ve que vais muy ensimismado en vuestros pensamientos. Espero que no pretendáis seguir por el camino de ayer, que fue lamentable.

—Ayer no hice sino actuar según lo que habíamos planeado, señor —dijo, poniéndose a la defensiva.

—Ya, pero no supisteis mediros. Debíais haberos dado cuenta, como lo hice yo tras sus primeras palabras, de que el abad Monclerc es duro como el pedernal. Me ha decepcionado vuestra falta de perspicacia y de mesura.

—Yo sólo quería quebrantarlo, señor conde.

—Pues os aseguro que no podíais haber elegido peor método. El viejo Hugo de Monclerc sigue oyendo, bajo sus hábitos de monje, la llamada orgullosa de su noble sangre, y, ya que antes que monje, fue soldado en la cruzada de san Luis, procurad no ser prepotente con él. No tenéis habilidad para vencer a ese viejo por la dialéctica.

—Os aseguro que sí.

—Dupont, os equivocáis. Vos no tenéis ninguna posibilidad de doblegar al abad. Es como una espada de forja antigua. Nunca se rendirá. No os teme y no teme a la muerte, así pues nada podéis contra él.

—Podemos humillarle y aprisionarle.

—Y haréis del abad un mártir. No. Dejad de decir sandeces. Actuemos con la inteligencia que se nos supone. Lo importante aquí no es la pugna entre el abad y vos. Asumid que el abad ya os ha ganado de antemano. Será lo mejor. Aquí se trata de triunfar en nuestra búsqueda. Eso es lo importante y nada más. Hemos venido a servir al Rey, que nos necesita, y eso es lo único de que debemos ocuparnos. Lo demás es secundario, y si no lo entendéis, coged el camino de regreso a París, que no os necesito para nada aquí, generando problemas.

El juez permaneció callado unos instantes. El conde le estaba poniendo en un verdadero brete. Todo lo que había estado pensando la noche anterior para que el abad cediese se mostraba ahora claramente ante sus ojos, como un intento de triunfar en su amor propio. El conde tenía toda la razón en lo que había expuesto y el juez lo sabía. Monclerc era indoblegable.

—Me parece, señor conde, que tenéis razón. Veo que he sido un estúpido al actuar como lo he hecho y os agradezco que me hayáis detenido, porque me temo que, de no haberlo hecho, hubiera seguido actuando como un idiota.

—Rectificar a tiempo es muestra de inteligencia, juez. Me congratula que seáis capaz de recoger velas en este asunto, porque es menester hacerlo. Aquí, como os he dicho, ni vos ni yo somos importantes, lo único que importa es poder servir al Rey y llevarle el libro de los templarios que se esconde entre estos muros.

—Así es.

—Pues bien. Tenemos que actuar con lógica y eficacia. En adelante, yo me ocuparé del abad, al que entretendré con mis mejores artes de persuasión, mientras vos, haciendo uso de vuestros poderes, pediréis, con toda la amabilidad de la que seáis capaz, un lugar para hablar con todos los monjes de Loc Dieu.

—El abad se opondrá.

—Contamos de antemano con ello, pero también con el poder del superior del Cister, que, de momento, seguirá siendo válido, porque he detenido al correo que le enviaba el abad Monclerc pidiendo la revocación del que tenéis.

—Me siento avergonzado por mi actuación.

—Pues rectificad; tenemos mucho trabajo por delante. Usad lo mejor que sepáis vuestra inteligencia, que no es poca, porque si no, os aseguro que no estaríais aquí, y procurad averiguar si, en verdad, alguno de los monjes sabe algo que nos pueda guiar por este laberinto sin salida en que nos hallamos en este momento. Es inconcebible que la condesa Leonor fuera capaz de esconder tan bien el libro. Por cierto, os recomiendo que vayáis a ver sus restos a la cripta de la iglesia. Es de una belleza asombrosa y la rodea un aroma de santidad que impresiona. Parece como si se fuera a levantar de su catafalco en cualquier momento.

—Os haré caso.

—No sabéis lo que me alegra oíros hablar así. Lo de ayer me tenía preocupado.

—Pues podéis estar seguro que no volverá a suceder, señor conde. Incluso me disculparé con el abad, si lo consideráis necesario.

—Veo que sois capaz de tragaros vuestro orgullo. Pocos en vuestra situación lo harían.

—Me habéis dado una lección y la asumo. Aquí estamos para servir al Rey, no a nuestro orgullo. Disponed como deseéis.

—Pues lo dicho. Desde hoy en adelante, vais a interrogar a todos los monjes sin excepción y hacedlo con el espíritu abierto. Tenéis que preguntarles no sólo por lo acontecido el otro día, que, de hecho, no nos importa en absoluto.

—Así es. Además he aprovechado el tiempo y ya he hablado con Maleflot y el preboste, y ambos confirman que Moret dio la orden de ataque.

—Más a mi favor, pues, estimado juez. Ya sabemos que Moret se propasó en sus atribuciones y atacó el convento ante la negativa del abad a su demanda. Está claro que este Monclerc, con su rigidez, sabe hacer que salgan los demonios de la gente.

—¡Decídmelo a mí!

—Por cierto, además de nosotros, en la abadía se encuentran un par de caballeros que despiertan mis sospechas. Se supone que son peregrinos hacia Santiago de Compostela pero, según me han dicho, llevan aquí ya varios días y no atino a comprender a qué esperan para proseguir viaje, si, en verdad, van al sepulcro del apóstol en la lejana Galicia.

—¿No serán templarios?

—No lo creo. No dan el tipo. Los templarios proscritos esconden siempre el rostro y se ocultan en cuanto sospechan que alguien los ha descubierto y os aseguro que nunca permanecerían en un lugar donde ha llegado una hueste de cien hombres del Rey de Francia.

—¿Y de quién se trata?

—Son un caballero castellano y otro inglés, que no se mueven como proscritos, y os aseguro que de eso entiendo. Se les ve de noble origen y altamente corteses, pero no entiendo por qué siguen aquí. Habrá que vigilarles también, si no se van mañana.

—Veo que habéis aprovechado bien el tiempo, señor conde. Yo intentaré hacerlo también desde ahora. Os aseguro que, si alguien en la abadía ha visto algo que nos pueda ser útil, por nimio que sea, se lo sacaré, y, aunque no lo he demostrado desde que hemos llegado, os aseguro que también puedo ser sutil.

—En eso confío, tenemos un asunto muy complejo entre manos, que no se puede solucionar con la espada y habría que actuar de otro modo —dijo, poniendo su brillante mente en movimiento.

—¿A qué os referís?

—Empiezo a pensar que, si no conseguimos nada de modo directo, a lo mejor hay que actuar de modo indirecto. Existe otro modo de hallar el libro, mucho más retorcido; un ritual secreto para invocar el libro, y estoy seguro de que los templarios que acabaron con Moret estaban aquí para realizarlo. Y sé exactamente cuándo debe realizarse. Tiene que ser en una luna llena. Así pues, tenemos cuatro días para descubrir algo por nuestra cuenta, y si no, tendremos que fingir que nos vamos y esperar ocultos a que otros hagan el trabajo por nosotros…

El juez se quedó mirando al conde con verdadera admiración. Aquel gran señor era incluso más listo de lo que le habían dicho. Su mente lo calculaba todo, lo medía todo y lo sopesaba con gran precisión.

—Voy, pues, a ponerme a trabajar, si os parece.

—Hacedlo, juez Dupont. Y poned todo vuestro celo en ello, porque os juro que no vamos a salir de estos muros sin el libro de los templarios. Sea de un modo u otro, lo tendremos. Se lo prometí al Rey y yo nunca dejo una promesa sin cumplir —dijo el conde retirándose del paso del juez, dejándole proseguir hasta el interior de la abadía. Imaginaba que no iba a conseguir nada por más que utilizara sus mejores artes y por eso ya estaba comenzando a planear el siguiente movimiento, que tenía que ser envolvente y mortal.

* * *

Mientras el conde y el juez hablaban, también lo hacían otros que buscaban lo mismo que él, pero en nombre del Papa, en el seguro refugio de la sacristía de la parroquia de Santiago de Villafranca de Rouergue, lugar que el cura les había ofrecido para que pudieran mantener la discreción deseada por el guardián.

Dado que en Villafranca ya habían acabado las fiestas y todo había regresado a la normalidad, los encuentros debían realizarse a cubierto de miradas curiosas y la iglesia era el refugio idóneo. De hecho, Pedro de Libreville consideraba que había que extremar las precauciones e, incluso, estaba pensando trasladarse a la casa en el bosque que el cura le había ofrecido gentilmente, para evitar murmuraciones en el pueblo sobre su estancia demasiado prolongada en el lugar, aunque, como cobertura, habían lanzado la historia de que el caballero D’Auverne estaba interesado en comprar una heredad por esa zona y que De Libreville le asesoraba.

El padre Sebastián du Plessis estaba en la oscura y tranquila nave de la iglesia, rezando. Se había retirado discretamente después de llevar a sus visitantes hasta la sacristía y había salido de la estancia antes de que el caballero inglés comenzara su relato, sin que el guardián se lo hubiera pedido. El padre comprendía que, por más que le picara la curiosidad, aquél era un asunto de tanta importancia que le sobrepasaba y quería ser de ayuda para los hombres del santo padre. Ya le hablaría el guardián después de lo que considerara que podía saber.

De Libreville y sus otros dos asistentes estaban muy serios mientras escuchaban el relato de sir Arturo de Limmerick. El noble caballero narraba con todo detalle sus peripecias de la noche anterior siguiendo al abad y al hermano Raúl por los pasillos de la abadía, en busca del libro. Tras la conclusión del relato de sir Arturo, los cuatro se quedaron callados durante unos segundos. Aquello era una mala noticia, aunque previsible. De Libreville no se había esperado que el libro apareciera sin más, la noche anterior, lo cual hubiera sido un verdadero golpe de fortuna. El caso era que estaban como al principio, sin saber dónde hallarlo, pero, ahora, los jugadores se habían desplazado al campo de operaciones y eso cambiaba las perspectivas.

Pedro de Libreville sabía muy bien que le tocaba mover ficha, al menos hacia uno de los lados. Tenía que buscar a los templarios en la torre escondida en el corazón del bosque y hablar con ellos. No se debían dejar pasar los días sin hacer nada, ahora que el Rey había movido a sus alfiles hacia la abadía. El juez Dupont no le era conocido, pero sí había visto, en más de una ocasión, al conde de Annecy en Aviñón, por algún asunto privado del rey de Francia, aunque el noble amigo del Rey, que no le había sido presentado, nunca se hubiera fijado en él. Y sabía muy bien, porque se lo había dicho el mismo Papa, que el conde era uno de los mejores cerebros de la nobleza francesa y un verdadero maestro de la intriga, capaz de moverse con soltura en las situaciones más complicadas y capaz de todo, por defender los intereses de su señor, lo cual ponía en peligro a todo el que se opusiera a la voluntad el rey de Francia. Su presencia en Loc Dieu implicaba que Felipe V se lo estaba jugando todo a una carta para encontrar el libro.

Era evidente, para el guardián, que el juez tenía la función de escudriñar el campo para encontrar un hilo que les llevara a poder devanar la madeja que seguía manteniéndose anudada. Pero, aunque hubiera muchos ojos pendientes de cada palabra de los monjes, en realidad, De Libreville tenía la seguridad de que no sería por nada que dijera ninguno de ellos que se resolvería el asunto.

Ese convencimiento le había venido de repente a la cabeza, como un afloramiento de su percepción, y supo que había llegado el momento de volver a encontrarse con sus antiguos compañeros del Temple. Tenía que hablar con ellos.

—Creo que voy a tener que ir al corazón del bosque a encontrarme con los caballeros templarios.

Se hizo un pesado silencio que rompió sir Arturo con una pregunta.

—¿Podemos saber qué pretendéis con ello, caballero De Libreville? No entiendo por qué deseáis hablar con los templarios. Ellos desean el libro para custodiarlo por ellos mismos.

—Así ha sido hasta ahora, pero quizá yo consiga hacerles ver que el libro estará más seguro en adelante en mis manos.

—¿De verdad creéis que podréis conseguirlo? Yo dudo que nos dejen siquiera llegar hasta ellos sin enfrentarse a nosotros y, desde luego, si lo hacen, después de que habléis con ellos, dudo mucho que nos dejen partir sin más —apuntó el caballero castellano.

—Es un riesgo que tengo que correr. Sólo te necesitaré a ti, caballero De Haro. ¿Serás capaz de volver a encontrar el camino que lleva a El Dedo de Dios?

—Creo que sí —respondió—. Os guiaré como mejor sepa hacerlo.

—Yo os acompañaré también —dijo sir Arturo—. Quiero ver a los templarios.

—Pues os aseguro que yo no me voy a quedar solo aquí esperándoos. Así es que iremos todos, con la venia del guardián.

—Muy bien. Agradezco la compañía de los tres. Así estaremos más seguros. Ese bosque es muy antiguo y puede ser peligroso adentrarse en su espesura. Yendo los cuatro, nos precaveremos mejor de posibles amenazas.

—¿Cuándo pretendéis ir allí, De Libreville?

—Pues ahora, amigos míos. Es evidente que, en estos momentos, el juez del Rey debe estar interrogando a los monjes, y lo mejor que podemos hacer es quitarnos de en medio y no llamar la atención.

—En eso tenéis razón. He visto a ese conde husmear por la abadía desde muy temprano y nos miró, cuando salimos, con ojos escrutadores.

—No me gusta que ese hombre esté aquí. Intuyo que lleva consigo una violencia terrible y que se acabará descargando, como una tormenta, arrasando todo lo que pille por delante. Sólo si encontramos antes el libro y lo ponemos a buen recaudo, se podrá, quizá, evitar el peligro que amenaza a Loc Dieu.

—¿Qué peligro?

—La propia muerte. Annecy es muy capaz de acabar con todos los monjes, si lo considera necesario.

—Pero si los monjes no saben nada.

—Precisamente eso es lo único que está deteniendo la orgía de sangre por el momento. El conde sabe, lo mismo que nosotros, que, aunque el libro está en la abadía, ninguno de los monjes conoce su escondite. Espero que le llegue la información de que la búsqueda del abad y del hermano Raúl de Meudon ha sido infructuosa.

—De eso no os preocupéis. Esta mañana, al poco de sonar las campanas del alba, los corrillos de los monjes se hacían ya eco de la búsqueda frustrada de anoche. El hermano Leonardo ya lo ha publicado a los cuatro vientos.

—Pues probablemente eso les esté salvando la vida. El juez pronto comprenderá que los monjes están completamente a oscuras y se lo comunicará a Annecy. Y estoy seguro de que algo se le ocurrirá a su cerebro diabólico. Hemos de aprovechar el momento en el que su atención está en otro lugar.