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El escondite del libro del nombre de Dios

Apenas acabadas las fiestas de Villafranca, llegó a la abadía un ostentoso cortejo que dejó sin palabras a los monjes. Era el conde Roberto de Annecy, gran amigo del Rey, que, tras una breve entrevista en la que le había contado los pormenores detallados del asunto, había sido designado por éste como su hombre de confianza para acompañar al juez pesquisidor que debía determinar si la muerte del sargento Moret en la abadía de Loc Dieu había sido un delito o no.

La misión del juez Dupont —que le había encomendado el rey Felipe V en persona, para que no hubiera lugar a dudas ni a falsas interpretaciones— era, básicamente, la de ser un hombre implacable. Sus órdenes eran no dejar tranquilo a nadie, no respetar nada, inquirirlo todo, revisar todo lo que deseara y donde lo deseara, para lo cual tenía un documento muy amplio firmado con el sello oficial del Rey que le permitía alterar por completo la vida de todos en la abadía y en la comarca. La idea era que, removiéndolo todo sin descanso, alguien acabase por confesar cualquier cosa que resultara de interés y poder tirar así del hilo perdido que les llevara al libro secreto.

Marcel Dupont era un hombre que engañaba. Parecía un ser apacible y tranquilo, delgado, de estatura media, en torno a los treinta y cinco años, de rostro anodino, a no ser por sus ojos oscuros que brillaban como carbones en el fondo de unas cuencas más hundidas de lo normal, que le daban un aire de tristeza que hacía que los que lo miraban, sin saber quién era, sintieran una pena inconsciente por él. Vestía discretamente y aparentaba cierta modestia, pero eso no era más que una fachada, porque era una persona dura y muy ambiciosa, cosa que se veía cuando hablaba delante de inferiores. Entonces, usaba de su voz, que sabía ser imperiosa y molesta, como un fino estilete italiano y que era capaz de crispar los nervios de cualquier persona, que se hacía especialmente dura e inquisitiva cuando interrogaba a alguien.

Estaba mentalizado para conseguir el éxito porque sabía que, si triunfaba en su misión, habría un premio enorme para él. Así se lo había dicho el arzobispo Juan de Marigny, de quien era deudo, porque le había amparado en su carrera, cuando le había planteado la misión que implicaba un servicio extraordinario del rey de Francia y éste se lo había confirmado después en persona.

Antes de partir, le habían informado, en el más absoluto secreto, cuya vulneración era impensable porque le costaría la vida, de lo que tenía que buscar y dónde tenía que buscarlo; y siendo un hombre de natural talento, hizo pocas preguntas, comprendiendo que ni el Rey ni el arzobispo sabían mucho más de lo que le decían. Le informaron de que iría acompañado de un amigo personal del Rey, un hombre de la alta nobleza, de rango muy superior al suyo, que tenía a su cargo como misión la supervisión del juez y el mando de los hombres de armas para lo que fuera menester. El caso es que el juez comprendió que debía ser él quien levantara la liebre para que el conde de Annecy la cazara y eso le parecía bien. Para cumplir con su tarea contaba con su talento. El escuadrón de cien hombres, que estaban bajo el mando del conde de Annecy, era un disuasorio para quien deseara escaparse de su investigación. Dupont pensaba que habían sido enviados como las piezas de una tenaza que, al juntarse, hacían una presión mortal; pero pronto se dio cuenta de que Annecy estaba muy por encima de él no sólo por su nobleza, sino porque llevaba plenos poderes del Rey mucho más amplios que los suyos, para ordenar sobre los hombres del Rouergue, si era menester.

Habían salido de París unos días atrás para llegar a Loc Dieu al atardecer de un frío día de principios de octubre, donde la luz del sol brillaba con un amarillo vivo que provocaba sombras nítidas y limpias en el aire transparente. La idea era pedir alojamiento a los monjes para el conde y sus asistentes y el juez. Los soldados de la escolta se quedarían fuera de la abadía y levantarían el campamento en los límites del bosque cercano. El juez quería aprovechar la llegada con la impresionante escolta de los soldados para intentar minar la moral del abad, con el fin de que les facilitara, en los días siguientes, la tarea que tenían por delante. El conde y el juez imaginaron que el viejo Hugo de Monclerc estaría asustado por la muerte de Moret y que, seguramente, les recibiría con la mayor de las cortesías, para ganárselos. Pero las cosas no iban a salir como ellos habían planeado; de eso iban a darse cuenta muy pronto.

El abad de Loc Dieu salió, en efecto, a recibirles al patio, como habían imaginado, ante el estruendo de los caballos. Lo que desconocían era que llevaba días esperándolos; de ahí que su rostro no mostrase sorpresa alguna al ver el nutrido grupo de jinetes con los estandartes del Rey y del conde de Annecy. Estaba preparado y vestido para la ocasión, con su atuendo más rico. Mostraba una gran dignidad y contención en su rostro palidísimo y delgado, lleno de arrugas, donde crecía una venerable barba blanca que le llegaba al pecho y que le daba un cierto aire de profeta de la Antigüedad. Esperó a que llegaran hasta él, sin moverse ni un centímetro, delante de la iglesia, cubierto con la mitra que mostraba su dignidad, apoyado en su báculo abacial de plata sobredorada, que tenía incrustaciones de jaspes, rubíes y un hermoso diamante.

—Bienvenidos seáis —dijo con voz neutra, aunque con un leve tinte de ironía.

—Bienhadado seáis, abad —dijo el conde, con tono cortés.

—¿Y a qué debemos el honor de una visita de tan nutrida y bien armada hueste del Rey a esta humilde abadía que está tan lejos de todo? ¿Acaso venís a acabar con los bandidos que asolan la región? —preguntó, aparentando alegría.

—No os hagáis el inocente, abad. Sabed que soy el juez Marcel Dupont, enviado del rey Felipe V de Francia, a quien Dios guarde, para dilucidar qué fue lo que pasó aquí hace un par de semanas cuando murió, en el patio de la abadía, el sargento real Moret y sus hombres, y si descubro que sois culpable de agresión a los hombres del Rey, os aseguro que no habrá piedad para vos, aunque seáis el abad de Loc Dieu.

—Habláis con precipitación, con voz demasiado estridente y con tono demasiado altanero, juez. Medios porque estáis en suelo religioso.

—Hablo como lo considero, abad.

—Pues deberíais cuidar el tono y la forma, aparte de que olvidáis lo más importante de todo; que aquí no tenéis ninguna jurisdicción.

—Vengo en nombre del Rey —dijo, altanero, el juez.

—Eso es bueno para vos, imagino, y todo un honor; pero, insisto, aquí yo soy el señor espiritual del lugar, además del juez temporal dentro de los muros de Loc Dieu, y como nadie tiene autoridad sobre mí, ni siquiera el rey, no os vamos a permitir que uséis con nosotros ese tono nunca más —dijo Hugo de Monclerc, retando a Dupont con su voz aristocrática y despreciativa, que tanto molestaba a la gente del tipo del juez.

Cuando éste iba a replicarle, intervino el conde, que comprendió que el abad era un monje con resabios de viejo aristócrata a quien no se podía amedrentar con bravatas, e intentó templar los ánimos con gracia.

—Hemos comenzado mal, abad. Disculpad al juez, que no tiene nuestra educación. En su defensa diré que no sabe expresarse bien a veces y que le puede su celo defensor de la justicia del Rey. Permitidme que me presente como corresponde. Soy Roberto, conde De Annecy, amigo de la infancia del rey Felipe V, a quien Dios guarde muchos años, y os pido humildemente —dijo, recalcando esta palabra— alojamiento para mí y mis asistentes en la abadía. Si fuerais tan amable de concederme ese privilegio, os estaría muy agradecido, bien lo sabe Dios, porque el camino ha sido agotador, hace bastante frío y estoy deseando desmontar.

—¿Y qué hace un gran señor como vos en compañía de este…? —dijo sin acabar la frase, que sonaba a insulto.

—Venimos a diferentes cosas pero por el mismo camino. Baste decir que he venido a Loc Dieu a hablar con vos, pero no es momento ni lugar de hacerlo ahora —dijo, zanjando la cuestión, con el mismo tono aristocrático del monje—. Ya tendremos ocasión de hacerlo.

—Cuando lo deseéis —dijo el abad.

—Mañana quizá. Pero, ahora, ¿puedo esperar de la amabilidad de vuestra reverencia un buen cuarto con un lecho firme para este cuerpo que está muy cansado?

—Sí. ¡Cómo no! Para vos y los vuestros hay alojamiento en la abadía. Se os darán las mejores estancias, que espero encontraréis cómodas, conde —dijo con tono cortés, que luego se tornó frío al concluir—, pero no hay alojamiento en la abadía para el juez.

—Sabed que, en efecto, viene con plenos poderes del Rey.

—Y se le atenderá en lo que sea menester, dentro de lo que no conflictúe con mi propia jurisdicción abacial, conde; pero, por más que él tenga plenos poderes del Rey para juzgar, no soy sujeto suyo porque soy abad mitrado y eclesiástico y, desde luego, no tengo por qué alojar dentro de los muros de mi abadía a alguien que me insulta nada más llegar ante mí, ofendiéndome y pretendiendo disminuirme ante los míos. No, señor conde, no he de darle cobijo aquí, bajo ningún concepto. ¡Que lo busque en otro lado donde entiendan mejor su lengua! En Villafranca de Rouergue encontrará la posadas del Potro Negro y el Ciervo Gris. Estarán encantados de que se quede en cualquiera de las dos, y puede que allí, al calor de las cervezas, le dejen lanzar las bravuconadas que parecen gustarle tanto a las gentes de su condición, que aquí y ante personas de mi dignidad, están de más —dijo con el tono más ofensivo, que puso el rostro del juez como la grana, de pura furia.

—¿Y no podéis hacer una excepción?

—Si se disculpa cumplidamente, quizá —dijo el abad, sabiendo que eso no iba a ocurrir.

—¡Disculpaos pues, juez, si es que queréis alojaros aquí! —dijo el conde mirando a Dupont con seriedad.

—No he de hacerlo, mi señor. Este orgulloso abad se acabará doblegando…

—No prosigáis por ahí. Es inútil —dijo Hugo de Monclerc—. Os confirmo que no se os dará habitación mientras yo esté al frente de la abadía. Y ahora, si no tenéis más que decir, os ruego que os vayáis. Es tarde y no me gusta que las puertas de la abadía permanezcan abiertas en estos tiempos tan turbulentos, con tanto malandrín por ahí, cuando comienza a caer la noche.

—Pues tendréis que esperar un tanto más, porque aún tengo mucho que decir, abad —dijo el juez con el mismo tono hiriente que, hasta el momento, no le había dado ningún resultado con Hugo de Monclerc—. Ante todo, me debéis respeto como representante del Rey.

—Sólo si os mostráis digno de ello. Dado que, en lugar de actuar como representante del Rey, lo hacéis como un patán, como a tal os he de tratar. Sois vos quien habéis marcado la pauta y todos lo han visto —dijo el anciano, con tono casi despreciativo—. Y además, por si os cupiera la menor duda, sabed que no os temo en absoluto. Nosotros somos hombres de religión que no hemos hecho nada en contra de las leyes del reino y, además, no sois vos quién para juzgar nada que acontezca aquí, por más que pretendáis fingir que lo ignoráis. Y, como muy bien sabéis, ni siquiera el Rey puede daros poder para juzgar en asuntos eclesiásticos, porque ahí, el único que tiene autoridad para hacerlo, es mi superior, y sobre él, el propio Papa.

—Pues me alegra que lo reconozcáis, porque también tengo un poder de vuestro superior del Cister, autorizándome a investigar los hechos que culminaron en la muerte del sargento Moret.

—Mostrádmela pues, y se os allanarán las puertas de la abadía para la investigación —dijo, pensando que aquello era otra bravata—. Pero sabed que, bajo ningún concepto, os alojaréis aquí.

—Sea —dijo el juez sacando con aire triunfal el pliego que había tenido la inteligencia de pedir al rey de Francia y que éste le había conseguido, aunque con cierta dificultad. Su previsión le iba a sacar de la mitad del embrollo en que se había metido solo.

El abad Monclerc revisó con atención el documento y se dio cuenta de que era auténtico. Su rostro se mantuvo impasible, sin mostrar la furia que le invadió por dentro al leer aquello. No entendía cómo el superior del Cister había otorgado ese poder a un juez civil, a petición del Rey, pero debía plegarse a su demanda y eso no le gustaba nada porque suponía que aquel patán entrometido podría entrar y salir de Loc Dieu a su antojo.

—Os habéis quedado muy callado, abad.

—Los monjes somos silenciosos por naturaleza —dijo con tono frío y cortante—. Obedeceré las órdenes de mi superior porque le debo obediencia, pero sabed que hoy mismo le escribiré protestando del atropello que supone vuestra intromisión en los asuntos de la abadía. Y si desoye mi petición, escribiré al mismo Papa.

Aquel abad era un hombre duro y correoso y también estaba claro que pensaba resistirse a cualquier atropello, mucho más de lo que se esperaba de un viejo que tenía un pie en el otro barrio y que iba a pelear por cada parcela de su autoridad.

El conde, viendo que la cosa se volvía a poner tensa, intervino de nuevo.

—No os preocupéis por Dupont, abad. Sólo procura cumplir con el deber que el Rey y vuestro superior le han encomendado. Es menos malo de lo que aparenta —dijo con tono de afectada superficialidad, bajándose del caballo. Y luego, dirigiéndose al juez, señaló—: En fin. Dupont. Habéis perdido la excelente ocasión de disfrutar de la hospitalidad del abad. Id pues, con Dios, a una posada del pueblo.

El juez comprendió inmediatamente, con sólo estas palabras, que el conde estaba furioso con él. Su misión en Loc Dieu no podía haber comenzado con peor pie.

—Tenéis razón, señor conde. Iré al pueblo a ver si encuentro alojamiento en la posada. Nos veremos mañana por la mañana, que iniciaré mis conversaciones con los monjes.

—Avisadme antes, porque no quiero molestar a los hermanos en sus tareas. Yo os atenderé conforme os merecéis, cuando termine de supervisar las tareas de la abadía.

Viendo que el conde le miraba con insistencia, comprendió que Annecy no deseaba que se fuera de allí tras otro enfrentamiento y, eludiendo replicar al abad, dijo:

—Buenas noches y que descanséis, señor conde.

—Descansad también vos y tranquilizaos —respondió el conde, mirándole fijamente con sus ojos acerados.

Dupont se retiró, sin pronunciar más palabras, seguido de la gran escolta.

Hugo de Monclerc le vio salir de la abadía y se sintió inmediatamente aliviado. Aquel hombre era incluso peor que el maldito Maleflot. Menuda ralea de perros le enviaba a la abadía el rey de Francia y tampoco le engañaba la aparente cortesía del conde. Era evidente que, siendo el conde íntimo amigo del Rey estaba en la abadía para reforzar la misión del otro. De hecho, Hugo no había caído en la trampa de creer que la cortesía del conde y su superficialidad eran reales. Ninguno de los verdaderos amigos del Rey era superficial. Felipe V sería cualquier cosa, menos eso, y todos sabían que detestaba a la gente sin cabeza. El conde de Annecy seguramente era un hombre muy inteligente porque había sabido manejar con gracia una situación harto complicada, y eso lo hacía más peligroso todavía que al otro. Eso sí, procuraría darle unas habitaciones en el ala nueva, lejos de la vida del convento, donde no molestaran y no pudieran meterse por los rincones más privados de la abadía, sin llamar la atención. Debía poner sobre aviso, para que estuvieran vigilantes, a su asistente el hermano Jesús de Villiers y al hermano Enguerrando de Pau, el encargado de la hospedería, de que aquellos hombres eran peligrosos.

—Acompañadme, señor conde —dijo con la mayor de las cortesías—. Os voy a dar las mejores habitaciones de la abadía —dijo dirigiéndose al ala nueva, donde, en efecto, había hecho construir un par de buenas habitaciones de elegantes proporciones que contaban con hermosas chimeneas de piedra de embocaduras góticas, terminadas en ricas agujas de piedra floreadas.

Dentro de la austeridad de la abadía, los muebles eran de los mejores: un camastro firme y amplio, con buen colchón de lana y finas mantas tejidas en los telares del pueblo; un par de hermosos sillones de brazos altos, una buena mesa de roble y un bello arcón hermosamente talado con los escudos de una familia que Annecy no reconoció.

—Era de mi abuela paterna —dijo Hugo de Monclerc, con discreción, que dejaba traslucir el orgullo de su linaje.

—Hermosa factura.

—Sí. Es muy hermoso. El artista que lo hizo era de mérito.

—Lo veo —comentó el conde acariciando el viejo mueble.

—Me alegra que os guste, conde. Inmediatamente haré que os enciendan un fuego para caldear la pieza que está un poco fría. Vuestros asistentes pueden quedarse en la habitación de al lado, que se comunica con ésta por esa puerta —dijo señalándola—. Así, si les necesitáis en cualquier momento, basta con que les deis una voz.

—Os estoy muy agradecido, abad. Que descanséis vos también y os ruego que disculpéis…

—No tenéis que disculparos de nada. No es culpa vuestra, conde, que os acompañe un hombre sin modales. Ha hecho desagradable el placer que para mí hubiera sido recibiros si hubierais venido solo.

—Aun así, lo siento. Os deseo que tengáis una buena noche.

El abad salió de la habitación, dejando al conde y los suyos donde quería, alejados del corazón de la abadía.

Las cosas no podían seguir por mucho tiempo así, pensó. Hugo de Monclerc sabía que la violencia y la muerte estaban planeando sobre la abadía. Lo había sentido al ver al conde y al juez y, como un reflejo, inmediatamente, se le había venido el asunto del libro a la cabeza. Estaba claro que no se podía esperar más. Cada día que pasara, el peligro se haría mayor. El nuevo rey había fijado la vista en la abadía y estaba seguro de que no iba a dejarles en paz. Por eso, debía encontrar el libro escondido cuanto antes y procurar sacarlo de allí.

¿Sería cierto lo que el hermano Raúl le había dicho, que conocía el lugar donde Leonor, su sobrina, había escondido el libro? Sólo de pensarlo se le ponían los pelos de punta. Por más que le había conminado a que no hablara de ello con nadie, haciendo uso de su poder como abad, había sido tarde. Todos en la abadía sabían ya de la existencia del libro, desde el primero hasta el último monje, y por eso había que actuar cuanto antes. La ocasión ideal para comprobarlo era esa misma noche, mientras el conde y sus asistentes dormían. Ahora, que parecía que el hermano Raúl de Meudon por fin estaba fuera de peligro, ambos podrían ir hasta el escondite secreto y, si el libro se encontraba allí, ya se encargaría él de hacérselo llegar a los caballeros templarios que seguían en la torre de El Dedo de Dios, en el corazón del bosque, para que lo escondieran para siempre de ese rey rapaz, hijo del que ordenó la muerte y el deshonor de la familia Monclerc. Era consciente de ser el último de esa noble casa y su venganza sería que el Rey nunca tuviera el libro en su poder.

Rumiando para sus adentros que había esperado demasiado para realizar la búsqueda del libro, se dirigió sigilosamente a la enfermería, por los pasillos oscuros que tan bien conocía. La espectral luz de la luna creciente que estaba trepando a lo alto del cielo iluminaba sus pasos y llenaba de misterio su silueta silenciosa, que avanzaba sin hacer ruido. En pocos minutos, llegó al lugar recogido y calentito, donde el hermano Raúl le recibió con alegría. Ya se sentía bastante bien, después de casi dos semanas de cuidados del monje enfermero, y tenía ganas de regresar a sus tareas habituales.

Hugo de Monclerc pidió al hermano Leonardo de Albi, el monje enfermero, que les dejara a solas, y el otro se retiró discretamente a otro cuarto y a punto estuvo de chocarse con el hermano Juan de Avignon, que se había escondido, justo a tiempo, detrás de una columna de la enfermería.

El abad no se había dado cuenta de que el joven monje, espía del canciller de la Iglesia, le había seguido con discreción. Había supuesto, con acierto, cuando supo de la llegada del juez y el conde, que su superior intentaría encontrar el libro sin esperar más. Desde su escondite, el joven oía perfectamente las voces del abad y del hermano Raúl, que le llegaban conducidas por la excelente acústica de la sala que provocaba la bóveda estrellada de piedra.

—Me alegra que hayáis venido, abad.

—Era necesario, hermano Raúl. La cosa no puede esperar ni un día más. Ya sabrás que han llegado a la abadía un juez del Rey y un conde, amigo suyo, que me parece un lobo camuflado. Y es evidente a lo que vienen a Loc Dieu.

—Sí, en eso tenéis razón. Felipe V debe haber oído hablar del libro y lo quiere en su poder.

—Debemos averiguar si se halla donde tú me dijiste. Espero que no se te haya ocurrido contárselo a nadie más.

—¿Cómo creéis? Sólo lo sabe vuestra reverencia, y además os lo conté en secreto de confesión.

—Bueno, al menos en eso has sido discreto, hermano Raúl, porque, desde luego, tu primera conversación con el hermano enfermero Leonardo de Albi es del conocimiento de todo el monasterio.

—No sabe vuestra reverencia cuánto lo siento. La verdad es que me sentía morir y estaba muy preocupado al haber descubierto el lugar donde se hallaba el libro secreto sin haber podido comunicároslo. Y os aseguro que nunca imaginé que nuestro callado monje enfermero fuera tan parlanchín.

—Así es la naturaleza humana, hermano Raúl. No se puede confiar en casi nadie.

—También yo os he fallado, amigo mío.

—No digas sandeces. El asunto del libro estaba ya en boca de todos. Como tú mismo lo oíste, el maldito Maleflot lo contaba como una historia más de las suyas, en la taberna del Ciervo Gris.

—Siento una gran desazón al pensar que vamos a recuperar el libro del nombre secreto de Dios.

—Espero que luego podréis ponerlo a buen recaudo.

—No dudes que, si está donde dices, esta misma noche saldrá de la abadía.

—¿Y dónde vais a enviarlo?

—Es mejor que no lo sepas, mi querido hermano —dijo el abad—. Así no tendrás que jurar en falso, y, llegado el caso, podrás asegurar que no sabes nada al respecto siendo plenamente sincero.

—¿Creéis que nos van a molestar y a interrogar?

—¿Es que el hermano Leonardo de Albi no os ha contado que el juez trae un poder del superior del Cister para investigar la muerte del sargento Moret que le faculta para molestar a todos los monjes? Desde luego, este enfermero habla lo que no debe y calla cuando es menester hablar.

—Ésa es una mala noticia.

—Muy mala, hermano Raúl. Quiere decir que el Rey desea el libro a toda costa, y que, hasta que no lo consiga, no parará de molestarnos, y contra eso, yo he de hacer valer mi autoridad. Es una situación difícil.

—La paz de Loc Dieu está en peligro.

—Me temo que mucho más que eso. Si no encuentran el libro, y vive Dios que si yo puedo impedirlo, no lo van a encontrar, nos van a hacer la vida imposible. Ese juez parece un hombre implacable y le encantaría destrozar nuestra apacible vida monacal. Seguro que le han prometido un buen pedazo de pastel si consigue su trofeo y está ávido por morderlo cuanto antes, como ha mostrado esta tarde.

—Partamos pues. Dejadme que me ponga las sandalias y os acompañaré.

El joven monje Juan de Avignon, comprendiendo que los otros dos iban a salir, estaba nervioso. No sabía cómo seguirles sin ser descubierto. Iban a atravesar la estancia hacia la puerta y él no podía salir antes que ellos porque el hermano enfermero estaría al otro lado de la puerta y le descubriría. Sabía que, aun a riesgo de perderles, tenía que esperar a que el hermano Leonardo de Albi regresara a la enfermería para poder escabullirse de aquella estancia. Le fastidiaba mucho que ninguno de los dos hubiera mencionado ningún dato revelador sobre el lugar del escondite del libro. Tendría que ser rápido, para no perder la buena dirección. Mientras su cerebro daba vueltas a la cuestión, oyó los conocidos pasos del abad, seguido de los del hermano Raúl. Se apretó contra la columna, pero la precaución era inútil, porque los dos pasaron por el lado contrario de la misma, en dirección a la puerta de la enfermería, en silencio.

El hermano Raúl abrió la puerta y dejó pasar al abad. El joven monje Juan vio que había estado acertado. El hermano Leonardo de Albi estaba justo al otro lado de la puerta. Probablemente, había intentado escuchar la conversación de los dos monjes por la cerradura, pero, lo hubiera conseguido o no, seguro que se había quedado tan frustrado como el hermano Juan de Avignon. Y ahora, el que debía sentirse frustrado de verdad era el joven monje espía, porque el enfermero permaneció unos minutos en la puerta sin razón aparente, mirando a la oscuridad en la cual se estaban perdiendo los dos monjes. Como conocían perfectamente la abadía, buscando la discreción de la oscuridad, los monjes no se habían servido de ninguna palmatoria para alumbrar su camino, por lo que iba a serle mucho más difícil encontrarles si les perdía el rastro, cosa casi segura si el hermano Leonardo no se movía de donde estaba inmediatamente.

Pasó un minuto más y luego dos. El monje enfermero miró entonces el candelabro y se dirigió a la chimenea para encender las velas con una candela que iba a sacar del fuego. El hermano Juan aprovechó el momento para salir sigilosamente de la enfermería, sin que el monje Leonardo se enterara de que había estado allí, pero ya era tarde. No se veía rastro de los dos monjes ancianos. Podían estar en cualquier rincón de la abadía, y notó que le invadía un verdadero furor indigno de un religioso. Había fracasado en su seguimiento.

* * *

Los dos monjes, ajenos a que les siguieran, habían salido de la enfermería y, en la oscuridad teñida de sombras por la luz difusa de la luna, que entraba por los ventanales afilados de flama gótica, se habían dirigido por los corredores de la abadía, pegados a la pared para no ser vistos, hasta un lugar que ambos conocían bien. La abadía estaba en un silencio tranquilo y pacífico y ellos procuraban no hacer ningún ruido mientras avanzaban. Su destino era una primitiva torre, que, desprovista de su original función defensiva, se había integrado en el muro de la abadía y desmochado de su segunda altura. Se hallaba en un lateral del conjunto de edificaciones. Hoy en día, su parte alta se usaba como palomar y se habían abierto en sus muros de piedra algunos agujeros para que las palomas criaran. Pero la parte baja escondía una cámara secreta que muy pocos monjes conocían y a la que tenía acceso por un falso techo. A medida que avanzaban, los dos viejos monjes sentían que se les aceleraba el corazón. Aquél era un buen lugar para esconder el libro. Al abad no se le había ocurrido hasta que el hermano Raúl se lo había recomendado, y eso que había mirado bien en muchos lugares raros e incluso en algunos absurdos. Enseguida comprobarían si el libro estaba allí, como creía Raúl de Meudon.

El abad y el hermano Raúl no se habían percatado de que eran seguidos por un tercero, que mostraba una mayor eficacia que el joven monje espía, no intentado entrar en la enfermería para seguir al abad, sino que le había esperado fuera y, una vez confirmado que salía con el hermano Raúl, se había transformado en una discreta y silenciosa sombra que seguía a los dos monjes por los corredores de la abadía sin hacer ningún ruido, gracias a que había tomado la precaución de ponerse unos escarpines moros de seda en los pies, que le permitían avanzar a buen paso en absoluto silencio. Su hermoso perfil sólo se vislumbró durante un instante, cuando pasó cerca de uno de los altos ventanales por los que se colaba la luz de la luna. Muchos se hubieran asombrado al descubrir al caballero inglés sir Arturo de Limmerick emboscado en las sombras como un delincuente, y con una discreción que le permitía confiar en que no sería descubierto por los dos ancianos monjes que iban directos a su destino, pensando que, en la oscuridad, nadie sería capaz de seguirles. El asistente inglés del guardián de los libros secretos estaba cumpliendo con su cometido a las mil maravillas porque, además de ser muy ágil y rápido, era también prudente. Mientras seguía a los dos hombres, comprobó que se detenían ante la escondida entrada del antiguo torreón. Ahora tenía que acercarse lo más posible para poder comprobar si, en verdad, los dos ancianos le habían llevado al escondite del libro que todos buscaban y si, en verdad, lo habían encontrado; tenía que hacerse con el libro sin que los dos ancianos dieran la alarma y eso sólo podía conseguirse de una manera definitiva. Si hubiera sido cualquiera de sus otros dos compañeros, el castellano o el francés, no lo hubiera dudado un instante. Las vidas de los dos monjes no valían nada si se comparaban con la posesión del libro, pero el caballero inglés era un noble a la antigua usanza, que creía en los valores más puros de la caballería de defender el honor de la espada, respetar y proteger a los ancianos, a las mujeres y a los desvalidos, y eso le impedía actuar de un modo expeditivo con los dos ancianos. Todo lo más que podía hacer contra ellos era golpearles con el pomo de la espada que llevaba bien sujeta en la mano.

Así pues se decidió. Si salían con el libro en la mano, les haría perder el sentido de un golpe antes de que se enteraran de que lo tenían encima, les quitaría el libro para llevarlo, acto seguido al guardián, que seguía en la posada de Villafranca de Rouergue. Así conseguiría el libro y, al mismo tiempo, evitaría condenar su alma inmortal por matar a dos religiosos inocentes.

* * *

Mientras, en el bajísimo espacio interior cilíndrico de la antigua torre desmochada, que tenía unos cuatro metros de largo y poco más de un metro de alto, los dos monjes, que habían penetrado de rodillas, estaban completamente ajenos al peligro que corrían y se pensaban completamente solos y a salvo.

—Estoy algo nervioso —dijo el hermano Raúl rompiendo el silencio que habían mantenido desde que salieran de la enfermería.

—También yo, te lo confieso. Y la verdad es que, aunque tengo curiosidad, no se me ha pasado por la cabeza venir aquí sin ti.

—Os puedo entender. Yo tampoco hubiera venido sin vos. Pero, ahora que estamos aquí, hay que entrar en el escondite —dijo señalando la trampilla que estaba en el techo.

—Entrad vos, abad. Si el libro está allí, os corresponde tomarlo bajo vuestra custodia. Yo jamás osaría tocarlo. Soy totalmente indigno de tener en mis manos un libro que viene de la gracia del mismo Dios y que contiene su nombre secreto y santo. Me basta sólo con estar cerca para maravillarme.

—Sois demasiado humilde, hermano Raúl. Yo sí que soy indigno de tocarlo. No creáis que no sé en qué me he convertido. He perdido mi espiritualidad, mi paz, mi moderación y todo lo que me había dado la vida religiosa durante los últimos treinta y cinco años. Me he vuelto duro, vengativo, cruel…

—Habéis pecado mucho, pero ¿quién no lo ha hecho? No seré yo quien arroje sobre vos la primera piedra y, además, tengo la esperanza de que el contacto con el libro sagrado os restaurará y liberará de todos vuestros males.

—Dios te oiga, hermano mío, porque me siento mal por dentro.

—No perdamos más tiempo. Abrid la trampilla y entrad.

—Allá voy, pues.

—¡Que Dios os guíe! Ya sabéis dónde esta la cámara secreta arriba.

—Sí, la recuerdo bien, a pesar del tiempo que hace que no he entrado aquí —dijo el abad, sintiendo que su corazón se aceleraba mientras se acercaba a la trampilla que llevaba a una cámara superior que era algo más alta que aquélla en la que estaban y que nunca había tenido una clara función, ni una explicación de sus absurdas proporciones. Hugo de Monclerc descorrió el pestillo sin dificultad porque estaba holgado, y empujó hacia arriba la puertecita de madera que le separaba de la cámara superior y subió a ésta fácilmente, apoyándose en el suelo.

En el espacio circular entraba una luz extraña, que se debía a la refracción de la luz de la luna en el alabastro que tapaba el hueco que antaño había sido ventana, y que permitía al monje ver bien los contornos de la cámara vacía de piedra viva sin ninguna decoración. Se puso de pie. Casi daba con la cabeza en el techo, que también era muy bajo, y se dirigió a un lado, donde había un espacio escondido que se descubría al mover un resorte de una piedra del muro. Cuando llegó hasta el sitio, se quedó un instante quieto allí, sin atreverse a proseguir.

¿Estaría el libro escondido en la cámara? La pregunta quedó flotando en el aire a pesar de no haber sido formulada en voz alta. La tensión del abad creció intensamente. Armándose de valor, buscó el resorte y, al empujarlo, la piedra del muro se separó y dejó ver una abertura oscura. Hugo de Monclerc metió la mano esperando tocar el terciopelo de la bolsa que guardaba el libro, pero no lo halló. Allí no había absolutamente nada. La cámara estaba completamente vacía. A pesar de que nunca había estado muy convencido de que su sobrina la condesa Leonor hubiera escondido el libro allí, sintió una profunda decepción. Volvían a estar como al principio. De nuevo metió la mano, en un inútil gesto de comprobación. Dejó el escondite cerrado y descendió a la cámara inferior, donde el hermano Raúl estaba en la oscuridad.

—No está allí —dijo el abad.

—¡Qué decepción! Es imposible. Lo hubiera jurado y, desde luego, os aseguro que vi a vuestra sobrina entrar aquí el mismo día de su muerte.

—Sí, te creo —dijo el abad, con un tono de voz normal, mientras se dirigía, ya sin ningún tipo de precaución, a la entrada de la torre—. Probablemente mi sobrina Leonor debió pensar que éste no era el lugar adecuado para guardar el libro.

El caballero inglés, que se encontraba al otro lado de la puerta, pendiente de las menores palabras de los dos, oyó perfectamente al abad y, sabiendo que no habían encontrado lo que buscaban, se retiró a un lado, donde se guareció en la oscuridad.

Los dos monjes salieron de la cámara redonda sin enterarse del peligro que habían corrido y siguieron charlando abiertamente.

—El problema es que seguimos sin tener idea de dónde lo escondió —dijo el abad—. ¿Cómo es posible que mi sobrina haya encontrado un sitio tan secreto que se me haya escapado completamente?

—Seguramente cuando lo encontréis no os parecerá tan complicado. El más retorcido era éste y ya veis, no le debió gustar y no lo escondió aquí.

—No sabes cuánto lo siento, porque habría sido un verdadero alivio dar con él ahora.

—Pues no debía de ser el momento. Lo encontraremos cuando Dios quiera.

—Sí. Está visto que habremos de acudir a los caballeros templarios para hallarlo. Pero ¿cómo conseguir que entren de noche en la abadía sin que nadie se dé cuenta? Tengo que idear un modo para burlar la vigilancia del conde y del juez.

—Pues no se me ocurre el modo.

—A mí tampoco, hermano Raúl, y eso me preocupa.

Los dos monjes se retiraron, charlando en voz audible, mientras el inglés comprendió que ya no merecía la pena seguirles. Habían fracasado en su objetivo. Discretamente, se retiró por los corredores de la abadía hasta su habitación, donde le esperaba el caballero Alonso de Haro. No les hicieron falta palabras. Sólo con una mirada le bastó al caballero castellano para saber que el inglés no había conseguido capturar la tan deseada y esquiva pieza.