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La amistad del cura de Villafranca y las historias del lugar

El guardián de los libros secretos se había asentado en la posada como uno más de los que asistían a las fiestas de la vendimia. El pueblo de Villafranca de Rouergue celebraba el inicio del otoño con un mercado donde se podían comprar y vender todos los productos del campo, así como objetos y enseres que habitualmente no se encontraban en pequeñas poblaciones. Y los tenderos y mercaderes de toda índole, que sabían que ése era un buen momento para el negocio, mostraban sus mercancías e intentaban seducir a los posibles compradores asegurándoles que toda esa profusión de objetos que mostraban, era, exactamente, lo que necesitaban para sus hogares. Y se reía y se regateaba y se maldecía, como parte del juego del mercado. El bienestar y la alegría del pueblo se traducían en un gran bullicio que podía sentirse por doquier, porque los vecinos se lanzaban a la calle, sin preocupación, en esos días de alegría y de gasto que compensaban el ahorro de todo un año. Las casas mostraban su mejor cara, las jóvenes lucían sus mejores galas y buscaban con ojos tímidos la mirada de los mozos, ante la mirada de sus madres vigilantes, que, siempre prácticas, contaban mentalmente los sueldos que los posibles yernos podían aportar a una futura familia mucho más que sus apariencias físicas; una buena parcela de tierra o una buena habilidad artesana posibilitaban a un mozo de apariencia tosca alcanzar el premio de la doncella deseada, que tendrían que negociar sus padres, y así iban formándose nuevas parejas que mostraban que el lugar era rico y que seguía creciendo, a pesar de los males de otros pueblos de los alrededores, que en los últimos años habían sufrido peores destinos por la peste o los asaltos.

Pedro de Libreville, que sabía andar discretamente en medio de los palacios, comprendió que había llegado a Villafranca de Rouergue en el momento adecuado. Aprovechando la excelente ocasión que le proporcionaba la feria, procuró mirarlo todo discretamente, sin llamar la atención. Al poco de llegar, ya estaba recorriendo el lugar con su paso tranquilo, observando las construcciones y la gente, para hacerse una idea del lugar. El pueblo no era demasiado grande; debía contar con unos dos mil vecinos en tiempos de tranquilidad y estaba sobre la margen del río Aveyron. Aquél era uno de esos pueblos llamados «de bastida», construidos de nueva planta en torno a un espacio central, con calles bien diseñadas que doblan en ángulos rectos y que mueren en el centro en la plaza, que ahora rebosaba de vida, con los tenderetes y puestos del mercado donde la algarabía y el movimiento eran mayores.

A un lado, estaba la parroquia de Santiago, cuyos altos volúmenes sobresalían del conjunto abigarrado y agradable de casas de mampostería, de una planta, las más de ellas encaladas, cosa no tan frecuente en ese tiempo. La iglesia estaba dedicada al santo patrón de Castilla y León porque a él se debía la prosperidad del lugar, aunque estuviera tan lejos. Villafranca era uno de tantos pueblos que habían prosperado por vecindad del camino de Santiago francés, que llevaba al sepulcro del apóstol en la lejana Santiago de Compostela, en Galicia. La buena política de aburguesamiento del rey Felipe IV y la posterior concesión de cartas de mercado, había confirmado su prosperidad. Además, el pueblo había tenido la suerte de haber eludido los asaltos que, en los años anteriores, habían tenido que sufrir muchas otras villas y ciudades cercanas y la peste tampoco había hecho estragos en el vulgo. Por eso, cada vez había más gente allí, se estaban construyendo nuevas casas y su mercado se estaba haciendo famoso en lugares más grandes cercanos como Albi, Cahors, Rodez y Montauban. El preboste estaba incluso pensando en fortificar la población y se estaban proyectando unas murallas que la rodearan para contener a las bandas de delincuentes como las que habían asaltado al monje de Loc Dieu, días atrás, asunto que había conmocionado a la población tanto como el asalto de la abadía por el sargento real, guiado por Maleflot. Y, evidentemente, el punto de reunión del pueblo eran las dos tabernas, la del Potro Negro, que destacaba por su buena cerveza pero cuyo posadero era más hosco, y la del Ciervo Gris, donde había una buena cocinera, afamada en el pueblo y alrededores. Aunque había algunos asiduos de las dos, en general, el mentidero del pueblo era la del Ciervo Gris, que era mucho mayor, tenía mucho más espacio que servía tanto de comedor como de salón de libaciones, y era más acogedora.

Pedro de Libreville se sentía cómodo en la habitación que les habían dado a él y a su asistente D’Auverne, porque a su frugalidad le bastaba con poco. El mobiliario era muy justo; un par de camastros de madera con colchones de lana bien ahuecada y una manta gruesa para protegerse del frío; un par de sillas de factura tosca de un ebanista local, con pretensiones artísticas fracasadas, y una sólida mesa de buen roble, con patas rectas. El gran lujo, eso sí, era una chimenea de alta embocadura de piedra gris, bien cargada de leña, que caldeaba la habitación, la hacía acogedora y permitía dormir agradablemente al calor de las brasas.

Como otros visitantes del pueblo que moraban en el Ciervo Gris durante el mercado, De Libreville y D’Auverne se habían sentado en la taberna esperando escuchar de boca de Maleflot la historia de la condesa, pero aguardaron en vano, porque Luis Maleflot parecía haberse vuelto huraño desde el asalto a Loc Dieu y ya no hacía las delicias de los lugareños con sus historias, afectado por la maldición del abad que era conocida de todos.

El guardián de los libros secretos le había observado de cerca, viendo que tenía una expresión permanentemente tensa en el rostro tan poco agraciado que Dios le había dado. Aunque De Libreville no lo sabía, porque no le había visto nunca antes, esa expresión tenía una razón fundada, porque el exsargento había perdido toda la paz y la tranquilidad que había disfrutado en Villafranca durante los últimos años. Su antigua popularidad había desaparecido de golpe y ahora se sabía objeto de murmuraciones por parte de los vecinos. De hecho, había quienes sospechaban que, en realidad, él era un soldado encubierto que todos esos años había estado en Villafranca de Rouergue sólo para vigilar de cerca la abadía. Y daba igual que hubiera sido antes un héroe y que jamás, hasta el día de la batalla, hubiera vuelto a poner los pies en Loc Dieu; lo sabía muy bien. Estaba claro que ya no iban a parar de murmurar y de señalarle con el dedo, y, puesto que aparte de su mujer, no le ataba nada al pueblo, su destino era irse de allí cuanto antes, cosa que hubiera hecho ya, hace días, si el Rey en persona no le hubiera escrito ordenándole quedarse a la disposición de las personas que le presentaran un pliego suyo. ¿Por qué no se había quedado callado y tranquilo? ¿Quién le mandaba a él volver a ponerse a la vista de un rey de Francia? La consecuencia inevitable de ello era que, de nuevo, había perdido su libertad, atrapado por la orden del Rey que le retenía allí, en un momento en que hubiera deseado desaparecer sin dejar rastro.

Y mientras Maleflot rumiaba sus desgracias presentes, el guardián le observaba y veía la tensión en su rostro, ésa que provocaba el saberse un paria en el lugar donde, pocos días antes, se había sentido tan bien y la frustración de la penosa espera de los que habían de venir, en nombre del Rey, hacía una semana, que no acababan de llegar. Los días se le hacían eternos esperando. Octubre había comenzado ya y todavía nadie que viniera en nombre del Rey se había puesto en contacto con él, y lo malo era que, cada día que pasaba, se sentía peor. Apenas nadie le hablaba, y recibía desplantes, más o menos desagradables, de sus convecinos. Sabía que no debía responderles y disimulaba, haciendo como que no se daba cuenta de nada, matando el tiempo y la amargura de su alma bebiendo despacio un largo cuartillo de vino que endulzaba con miel del bosque cercano. Era evidente que sus antiguos amigos no debían serlo tanto porque ahora le torcían el rostro y el exsargento sabía que, acabadas las fiestas, su situación iba a hacerse todavía más incómoda.

Para los habitantes de Rouergue, había pasado, de la noche a la mañana, de ser una amigo a ser el villano que había facilitado el asalto de la abadía. Una cosa era haber acabado con la condesa de Monclerc, que era una proscrita del Rey hacía años, y fuera de la abadía, y otra, muy diferente, liderar un asalto a Loc Dieu o haber incitado al fallecido sargento Moret a hacerlo, con toda premeditación, como era de dominio común. Todos en el pueblo sabían que, de no haber sido por los guardias de la abadía y por unos caballeros, los monjes habrían sido probablemente masacrados; y eso no se lo perdonaban. Desde entonces, Luis Maleflot estaba comprobando en sus propias carnes cómo mudan rápidamente la fama y la fortuna para algunos hombres por el mero hecho de haber tomado una decisión errónea en un momento inadecuado. A pesar de haber vivido tanto tiempo en Villafranca, el exsargento no había comprendido que Loc Dieu era un lugar sagrado para sus habitantes que tenían con los monjes una antigua y excelente relación, y este injustificable y segundo asalto le hacía inmediatamente sospechoso de tener algo oculto contra los monjes cistercienses y en Villafranca de Rouergue no querían tener entre ellos a enemigos encubiertos de la abadía o de los monjes y, desde luego, la maldición del abad había sido la puntilla. Sus días de felicidad allí se habían terminado definitivamente.

Y mientras el exsargento seguía con sus soliloquios mentales de taberna, esperando al nuevo representante del Rey que no acababa de llegar, De Libreville se ocupaba de conocer al informador del canciller Duèze en Villafranca, que no era el otro que el párroco de la iglesia de Santiago, el padre Sebastián du Plessis, un hombre que rondaba los cincuenta años, de rostro redondo y jovial, totalmente lampiño, en el que destacaban unos ojos oscuros e inteligentes. El cura era de buena estatura, casi tan alto como el guardián, pero que, a diferencia de éste, que era muy atlético de constitución, tenía una barriga descomunal, que gustaba de acariciarse con complacencia.

El padre Sebastián respondía bien al patrón de cura tradicional, sin más ambiciones que vivir con su pueblo y ser enterrado en el cementerio local con sus antecesores en el oficio. Llevaba ya alrededor de treinta años en el pueblo y conocía perfectamente las miserias y flaquezas de los habitantes del lugar. No en vano los había bautizado, casado, enterrado y oído en confesión durante tantos años. Y su éxito y su popularidad con el vecindario estribaban en que sabía contemporizar y guardar un secreto igual de bien que informar al canciller de la iglesia de lo que consideraba que era necesario que éste conociera. Destacaba de otros curas de pueblos pequeños en que era un hombre leído, con una buena biblioteca de seis libros, que le hacía casi un erudito y que le recordaba que hubo un momento en que pensó ser profesor en Tolosa, de donde era natural; pero de eso hacía tanto tiempo que el recuerdo era una nebulosa. Y la vocación de la enseñanza quedó aparcada cuando le ofrecieron esta parroquia, tras la muerte del cura anterior. A pesar de que dudó en aceptar al principio, podía decir, tras todos estos años, que había acertado en su elección. Le gustaba Villafranca y apreciaba de corazón a la mayoría de sus feligreses, y a los que no apreciaba, al menos había aprendido a tolerarlos.

Pedro de Libreville se le había presentado una mañana en la iglesia, a saludarle, sin ningún aspaviento ni pretensión, cosa que gustó al cura, que era poco dado a la afectación. El guardián había congeniado bien con el padre Du Plessis, con esa facilidad natural que tenía para tratar a los ancianos y a los hombres sabios. Su simpatía fue mutua y verdadera e iba mucho más allá de la obligación del cura de atenderle en todo lo que necesitara de él, como le pedía el canciller de la iglesia, en un escueto pliego que De Libreville le entregó en mano, donde, además, Duèze le presentaba como un hombre de la máxima confianza del Papa.

Dado que a De Libreville el bullicio de las fiestas no le interesaba en absoluto, había decidido aprovechar los dos días que quedaban de las mismas para intimar con el cura del pueblo. Así, dejaba que su joven ayudante D’Auverne se divirtiera en las tabernas, bailes y juegos, mientras que los otros dos se quedaban vigilando en la abadía, por si había movimiento. Y durante las charlas que tuvieron dentro de la iglesia de Santiago, el padre Sebastián le abrió su corazón y compartió con él pensamientos bastante íntimos, que Du Plessis jamás manifestaba porque no había en el pueblo con quien desahogarse. Y supo que el cura de Villafranca era firme partidario de los templarios, como la mayoría de los vecinos de las localidades cercanas, incluida la poderosa y rica Tolosa; y también le confesó en un verdadero alarde de confianza, que, tras la orden de detención, él mismo había ayudado a dos caballeros templarios huidos de la justicia a esconderse en un casa que tenía el cura en medio del bosque. Esa propiedad había pertenecido una feligresa muy pía, que la había cedido a la Iglesia.

De Libreville, que en la mesa seguía siendo muy frugal y que estaba acostumbrado a sentarse en la del Papa —cada vez comía menos y sólo alimentos blancos—, se asombraba de la facilidad con que el cura local se atiborraba de viandas fuertes como un enorme capón relleno de codornices, un buen foie de oca y un gran pastel de liebre, todo de una sentada. Pero, aparte de esto, que casi le hacía gracia y que consideraba un defecto menor, el guardián se sentía cómodo con él y le gustaba escucharle contar, con su agradable voz de barítono, las historias y anécdotas del lugar que le hacían familiarizarse con la comarca y el bosque.

En un par de charlas de sobremesa, De Libreville aprendió que el bosque que rodeaba la abadía era muy antiguo y que estaba plagado de leyendas que se hundían en el pasado remoto. Se decía que el lugar escondía en el centro un ancestral templo druídico, al que, en tiempos antiguos, acudían los peregrinos a centenares porque era uno de los más venerados de la Galia prerromana y romana. Y se decía que en las oscuras profundidades del bosque aún había practicantes del viejo saber, que, muy raras veces, eran vislumbrados por los ocasionales visitantes de la espesura. También había leyendas de aparecidos y brujas que el viejo cura le contó con talento de buen narrador y que eran los cuentos con los que las madres del lugar asustaban a los niños. Pero, por más que habló del lugar y sus misterios, no mencionó la antigua fortaleza del bosque, donde De Libreville sabía que se escondían los caballeros templarios. Dado que el viejo cura comenzaba a derivar hacia temas de menor interés, De Libreville decidió sonsacarle más directamente, aprovechando la confianza entre ellos y tranquilo por la obligada discreción que debía mostrar el padre Du Plessis por el mandato del canciller Duèze.

El guardián esperó con paciencia a que acabara una larga historia y, cuando hizo un alto para lanzarse sobre el pastel de liebre, del que cortó una buena tajada, y la jarra de vino del país, del que gustaba de beber con escasa moderación, De Libreville le interpeló:

—Padre, me habéis hablado de numerosos lugares de los alrededores y del bosque, pero, decidme: ¿No hay en el bosque una torre antigua? Me ha parecido oír hablar de algo así a unos lugareños y me gustaría visitarla.

—¿Una torre escondida? —dijo y se quedó pensativo unos instantes, mientras masticaba con placer una buena porción del pastel—. Puede que sí exista, caballero De Libreville, o puede que solamente sea una de tantas leyendas de las que se cuentan en estos parajes. Pero la verdad es que hay una viejísima historia que habla de una torre solitaria.

—Contádmela, pues. Soy todo oídos.

—Sí —dijo, dejando en el plato el reborde exterior del trozo de pastel de liebre, que había degustado con gran placer—. Como os decía, es una de las leyendas que viene del pasado más remoto y habla de la existencia de una torre muy alta y solitaria que se alza en medio de un claro, en la parte más profunda del bosque, en la que moró una vez un príncipe.

—¿Y quién la construyó? —preguntó De Libreville interesado.

—Se dice que es del propio emperador Carlomagno. La llamó «El Dedo de Dios» y se erigió allí, escondida del mundo, como regalo y refugio de un príncipe de Al Andalus que había abjurado de su religión para hacerse cristiano.

—Suena interesante.

—Sí, la historia lo es. Parece que aquel gran señor de la España andalusí había sido un noble poderoso en su tierra, pariente del mismo califa, y, al convertirse al cristianismo, tuvo que huir de su Córdoba natal porque su primo había puesto precio a su cabeza, considerando el peor de los deshonores para un gobernante musulmán que un miembro de su familia, que descendía del profeta Mahoma, abjurase de la que ellos consideraban la verdadera fe para hacerse cristiano. Carlomagno lo acogió muy bien y le dio los honores que le correspondían a su rango. Por su parte, el español le dio excelente información sobre los ejércitos moros de España que indujeron al emperador a organizar la campaña de conquista de España del año 778, comandada por él en persona, llevando como jefe de la retaguardia al mariscal de las marcas de Bretaña, el inmortal Roldán.

»La campaña fue dura y se obtuvo gloria, pero no habría trascendido a las páginas de la historia probablemente, de un modo tan importante, de no haber sido por el desastre de Roncesvalles, que canta magistralmente la famosa Canción de Roldán, donde los moros atacaron a la retaguardia del ejército de Carlomagno que mandaba Roldán y mataron a lo mejor, a lo más florido, de la caballería francesa por la negativa de Roldán a soplar su cuerno de batalla, el famoso olifante, creyendo poder enfrentarse solo a las hordas de los moros de Zaragoza.

—A Roldán le ganó, para la leyenda, su orgullo —dijo De Libreville, que conocía bien la historia.

—Puede ser, amigo mío. Pero murió como un héroe, rodeado de los pares de Francia, en una derrota absurda y gloriosa, que dicen que hizo llorar de rabia y dolor al propio Carlomagno, que perdió de golpe a sus mejores hombres cuando más los necesitaba.

—Sí, conozco la historia. ¿Y el príncipe? —preguntó De Libreville—. De él lo desconozco casi todo.

—Pues bien, siendo el príncipe andalusí muy amigo del héroe Roldán, dice la historia que, cuando vio a Roldán y al resto de los nobles franceses que habían sido sus amigos muertos por los moros de Zaragoza, sintiéndose avergonzado por no haber llegado a tiempo a socorrerlo, había pedido a Carlomagno que le autorizara a retirarse del mundo, y el emperador, viendo lo auténtico de su pena y su vergüenza, ordenó que construyeran ese lugar escondido (que, os confieso, nadie sabe exactamente dónde está ni si de verdad existe) y se lo dio para que viviera allí en paz hasta su muerte.

—Hermosa historia, en verdad.

—Sí que lo es. Lo que ocurre es que más bien creo que es una leyenda, porque no hay nadie en el pueblo que haya jamás encontrado el lugar; aunque, de todos modos, nadie osaría penetrar en lo profundo del bosque simplemente para buscar algo que dudo esté ahí. Hay bandidos escondidos en la espesura, aparte de manadas de lobos hambrientos y feroces osos que en el pasado han atacado a más de un despistado que osaba pisar sus territorios de caza. Por eso, quizá puede que la torre exista, pero su secreto lo guarda el bosque antiguo; como tantos otros.

—Pues creo que yo voy a intentar desvelarlo.

—Sinceramente, me parece una barbaridad. Si aceptáis mi consejo, mejor será que os lo quitéis de la cabeza. ¿Qué podéis sacar de una aventura tan arriesgada? ¿Qué os importa, en verdad, una torre oculta en medio del bosque? No creo que guarde ningún tesoro digno de arriesgar vuestra valiosa vida, y si existe, cosa más que dudosa, probablemente será una ruina.

—O quizá no —dijo el guardián, pensando que sería bueno darse una vuelta por el bosque y hablar con los caballeros templarios. Aún no había decidido cómo plantear la cuestión con ellos, pero sentía que, antes o después, tendría que hablar con sus antiguos compañeros. De ese encuentro con el jefe de los templarios podía depender toda la marcha de la misión, porque tenía claro que el rey de Francia jamás cejaría hasta encontrar el libro. Su poder era demasiado tentador. Y cuando llegara su nuevo enviado, el peligro sería mayor. Había que hacer un frente contra él, si querían triunfar.

—¿En qué pensáis?

—Hay cosas que me han traído hasta aquí, que vos no conocéis, mi buen padre. Y quizá será mejor que sigáis siendo ignorante de ellas, porque no veo que desvelarlas os pueda beneficiar en nada.

—Sea como gustéis —dijo el cura con discreción, pero algo picado en su amor propio—. Pero ya sabéis que contáis con mi absoluta discreción y que, si os puedo ayudar en algo…

—Sí, lo sé, padre Sebastián. Pero de verdad creo que conocer algunas cosas os sería incluso peligroso.

—No soy un ingenuo, caballero De Libreville. Os lo aseguro. Sé deducir con lógica y, si no me equivoco, vuestra misión aquí no es venir a verme a mí, algo que, os aseguro, me complace sobremanera, sino encontrar el famoso libro escondido por la condesa Leonor, de esa historia que tantas veces ha contado el exsargento Maleflot en la taberna.

De Libreville le miraba sin decir nada. Du Plessis decidió continuar mostrando su pensamiento ante el otro sin tapujos. Le incomodaban los secretos, sobre todo, cuando parecían innecesarios. Él nunca revelaría nada que fuera de interés de la Iglesia. Antes daría la vida.

—Sólo así se explica que un hombre de la máxima confianza de su santidad el papa Juan XXII, que Dios guarde con nosotros muchos años, haya venido a este pintoresco paraje. ¿Me equivoco, acaso, caballero?

—No os digo ni que sí ni que no, padre Sebastián; pero acepto que vuestra lógica es implacable —dijo De Libreville con una sonrisa que era casi un sí. En efecto, aquel hombre merecía su confianza y se la iba a dar, demostrando que era un buen juez de personas.

—E imagino que sabréis —continuó— que se dice que el monje herido por los bandidos sabe el escondite del libro.

—Aunque a ésa le doy muy poco crédito, veo que en Villafranca las historias vuelan.

—No lo sabéis bien, caballero. Aunque puedo deciros, para vuestro contento, que de vos no se dice nada, porque sois muy discreto.

—Me alegra mucho, porque lo último que desearía es que el abad supiera de mi misión aquí. Eso no haría sino dificultarla, de momento.

—Desde luego, os aseguro que no será por mí que se entere. No me gusta nada Hugo de Monclerc, aunque me cuido muy mucho de mostrarlo. Es poco religioso, demasiado orgulloso y su espíritu se ha vuelto demasiado turbulento en los últimos tiempos. Las muertes de sus familiares le han cambiado y alejado de la fe. Eso y la vejez, le han secado por dentro. Creo que debería retirarse y dejar el cargo a un hermano más digno y orar para recuperar la gracia perdida.

—Ésas son palabras muy fuertes.

—Desgraciadamente, no son maledicencias. Son las justas y no sabéis cómo siento el tener que pronunciarlas, porque, en su caso, se trata de un hermano en religión que durante muchos años sirvió bien a su comunidad. Y considero que hacéis bien en ocultaros de él. Es ladino y, desde años, desconfía de todos.

—Ya lo he notado.

—Es lógico. De todos modos, os recomiendo que le vigiléis, porque, si alguien sabe algo del libro, seguro que es él.

—Creo que en eso os equivocáis. El no sabe nada de nada, e intuyo que está desesperado por saber algo.

El padre Sebastián se quedó pensando unos momentos y luego asintió lentamente, mostrando una gran sonrisa en su rostro bonachón e inteligente.

—Es muy probable que acertéis. Quizá a eso se deba su esquiva y desabrida actitud de los últimos años.

—Pronto se verá. De lo que estoy convencido es de que el libro va a aparecer en breve.

—¿En qué os basáis?

—Yo también tengo algo de adivino —dijo De Libreville, con tono medio jocoso, pero, curiosamente, el padre Sebastián, que también era buen juez de hombres, supo que en el caballero De Libreville quizá había oculto algún don de Dios que se le escapaba a él y que su frase encerraba una verdad incuestionable, y, sin saber por qué y en contra de la razón, que le decía todo lo contrario, le creyó.