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El Rey y el alfil en movimiento

I. Palacio de la Cité. Paris

El rey de Francia había pasado una noche terrible. No había sido por la soledad de su alcoba, a la que se estaba acostumbrando, a su pesar, porque la reina Juana, a la que él había perdonado ya tantos desvíos, tenía miedo de compartir su lecho, sino por una mala digestión. Aunque esto no se debía a un progreso de su mortal enfermedad sino a un pescado en mal estado, no había podido descansar en toda la noche y se había despertado varias veces con dolorosos retortijones y una descomposición de vientre de lo menos majestuosa que pueda imaginarse.

Debía llamar a su confesor y pedirle la absolución por sus malos pensamientos, porque, en lo más oscuro de la noche, cuando se sentía peor, llegó a pensar que su esposa, la reina Juana, para librarse de él y de su enfermedad, lo había envenenado. Luego, cuando el malestar fue remitiendo y ya no tenía nada más que expulsar, comprendió que en nada beneficiaba a la reina su muerte. A Juana de Borgoña, por más que ahora le repugnase su lecho, le gustaba sentarse en el trono a su lado y usar el poder para beneficiar a sus amigos y destruir a sus enemigos, y ambas cosas las solía hacer con mucho empeño; más lo segundo que lo primero y sabía muy bien que, siendo unánimemente detestada por todos, comenzando por su cuñado, Carlos, el conde de la Marche, actual heredero del trono, en cuanto se quedara viuda pasaría a ser una más de las reinas de luto blanco, como Clemencia, de Hungría, la viuda del rey anterior, cuyo poder y cuya influencia en el reino eran nulos. No. Felipe V la conocía muy bien y comprendía que a Juana eso no le iba a gustar en absoluto. A ella le gustaba brillar, en el centro de la escena, no ser una comparsa; aunque, si Dios no lo remediaba, le quedaba muy poco para seguir disfrutándolo.

Sic transit gloria mundi. Así pasa la gloria del mundo y él sabía que, si no acontecía el milagro que esperaba, muy pronto iría a parar al pudridero de San Denis, junto a los huesos de su padre, de su hermano Luis y del resto de sus antepasados, para esperar allí, con todos los reyes Capetos de Francia el juicio final.

Se levantó haciendo un esfuerzo sobrehumano. Si cada mañana normalmente se sentía cansado, hoy estaba agotado. La chispa de esperanza que se había encendido en su espíritu cuando el cardenal le habló del libro sagrado de los templarios que podía sanarle, necesitaba alimentarse lo antes posible de realidades tangibles. El Rey sabía que, tal y como iban las cosas, el libro era probablemente su única salvación posible y le preocupaba no ver avances en el asunto de su recuperación. Las cosas no podían seguir así, porque no había tiempo que perder. Estaban en una carrera contra el tiempo, donde la enfermedad y la muerte parecían ir siempre por delante y con demasiada ventaja y eso no le gustaba nada. Como el buen y moderado soberano que era, a pesar de la debilidad de su cuerpo, sabía juzgar las situaciones de la vida con notoria certeza y ésta, de momento, no pintaba nada bien.

Había enviado al sargento Pierre Moret en busca de las trazas del pasado para retomar la búsqueda del tesoro donde se perdieron sus huellas. Moret era un hombre que le había servido bien en numerosas ocasiones, cuando sólo era conde de Poitiers y que tenía la energía para sacudir las conciencias y las memorias remolonas. Le había instruido en persona y había partido hacía unos días con el convencimiento de encontrar el libro en la abadía y su optimismo le había llenado de esperanzas.

Desde luego si alguien podía hacer un trabajo rápido y sucio ése era Moret. El Rey sabía que el hombre era capaz de muchas cosas para servirle, incluso de violentar a los monjes, si era necesario, o de matarlos, si no tenía más remedio. Y, por más que Felipe no deseara el mal de nadie en su reino, él estaba muy enfermo y su necesidad estaba por delante de las de sus súbditos. Necesitaba el libro, y si había que convencer a los monjes para que hablaran y lo entregaran de modo violento, él miraría hacia otro lado; le iba la vida en ello. Además, ese maldito abad de Loc Dieu, era tío del traidor conde de Monclerc que había osado rebelarse contra su mismo padre, Felipe IV. Como rey, sabía cuándo debía contemporizar; y éste era un caso extremo. Si los monjes sufrían algún daño, ellos se lo habrían buscado; al fin y al cabo, ¿no estaban ellos en el mundo para orar?, ¿qué hacían escondiendo en una abadía tesoros templarios y acogiendo a fugitivos de la justicia?

Felipe V se conocía bien y sabía que, en este caso, sería inflexible. Por más que el abad protestara, tanto como si lo hacía el mismo superior del Cister o el Papa en Aviñón, él iba a hacer oídos sordos a sus demandas. Si el premio era el libro, estaba dispuesto a dar con largueza todo tipo de reparaciones después de encontrarlo. Si al tocarlo sanaba de sus males, como le habían asegurado, sería muy generoso, incluso con los monjes. Daría a Loc Dieu tierras, oro, un claustro de una belleza inigualable, lo que quisieran, más de lo que pudieran imaginar; pero, de momento, hasta que no se encontrara el libro, aún podrían tener que sufrir algunas penalidades, sobre todo si se resistían a entregárselo. El Rey estaba acostumbrado a conseguir lo que deseaba fácilmente o con algo de presión, y, si alguien se atrevía a resistirse a sus deseos, ya les había mostrado en diversas ocasiones que eso tenía un coste muy alto —a veces la misma vida— y que había que pagar el precio de oponerse a sus deseos cuando y como él lo decidiera. Al fin y al cabo, ése es el privilegio de los reyes.

Pero no era tiempo de divagaciones. El Rey estaba preocupado. ¿Qué pasaba con Moret? Por más que iba con buena bolsa y diez soldados escogidos, bravos en la batalla y discretos, sus promesas de rápida solución del asunto se habían hecho jirones de niebla, como esa pertinaz neblina que envolvía la isla de la Cité en ese momento y que tanto le molestaba cada mañana. Niebla, humo, eran difusos y desdibujados como un purgatorio y él deseaba ver de nuevo brillar el sol y sentir dentro su calor.

¿Dónde estaba Pierre Moret? ¿Qué hacía que no se lo traía o por qué no daba señales de su existencia? El sargento parecía haber desaparecido, como antes lo había hecho el libro, en los parajes de la abadía. Aparte de un par de parcos informes, el primero de los cuales en que le contaba su llegada al pueblo y el segundo, su encuentro con Maleflot, y el interrogatorio del mismo que no había tenido ningún resultado positivo y su intención de revisar la abadía al día siguiente, sólo había habido un largo silencio. ¿Dónde se había metido ese maldito Moret? ¿Se habría equivocado al enviarle a él? ¿Habría sido atacado por los monjes? Demasiadas preguntas en el aire y todas sin responder.

El Rey se miró el rostro largo en un espejo de plata bruñida. La enfermedad seguía avanzando inmisericorde y cada vez era menos disimulable. Las primeras llagas estaban dañándole el cuerpo en zonas escondidas pero también comenzaban a roer con indiscreta malignidad el lado derecho de su rostro. Y mientras la lepra le acosaba y avanzaba, no llegaban noticias del sur. Las cosas no podían seguir así. El tiempo se le estaba agotando y la paciencia también. Pero ¿qué podía hacer en este caso? En realidad, mucho menos de lo que desearía. Incluso había pensado ir en persona, al frente de una compañía y registrar el monasterio o incluso deshacerlo, piedra a piedra, si era necesario, para encontrar el libro, allá donde lo hubiera escondido la condesa de Monclerc; pero su sentido común le decía que moriría antes de encontrarlo, si hacía eso. Había una remota posibilidad de dar con el escondite y otras muchas de que no. Y tampoco quería enfrentarse directamente con el superior del Císter y al Papa, que protestarían airadamente de una intrusión como ésa si no había una causa que de verdad lo justificara. El problema era tener que depender siempre de subordinados que se mostraban incapaces de cumplir con sus cometidos, pensó.

¡Qué hermosa tarea era reinar cuando uno está pletórico de fuerzas y tiene la capacidad y el coraje para hacerlo! No hay mejor ocupación, más hermosa, más digna y más noble que la de regir un reino con eficacia; ver que las decisiones que uno toma provocan el bienestar general y la riqueza y, aunque sea una tarea solitaria, llena de gozo al que la ejerce bien. Eso sí, para conseguir el bienestar general, a veces hay que tomar decisiones controvertidas, a veces hay que matar, destruir, dominar a otros y atemorizar a muchos. Pero en eso consiste reinar; en asir con fuerza las riendas del palafrén y no detenerse por obstáculos menores. Hay que seguir avanzando porque el camino sigue y sigue sin tener jamás un final. Y si a veces se presentan obstáculos mayores, hay que saber eliminarlos, si no hay más remedio que hacerlo. Por eso, a veces, los monarcas se ven obligados a hacer cosas que otros mortales no se atreverían siquiera a pensar; por la integridad de sus reinos o por su propia seguridad. Y a veces, incluso en el caso de los buenos reyes, la maledicencia se ceba con los monarcas. Pero eso nunca les debe importar. El poder es solitario, como la más alta cumbre, donde el aire es muy fino y cuesta respirar. A ella sólo tienen acceso unos pocos escogidos y sólo uno cada vez.

Sabía que el pueblo le atribuía el posible envenenamiento de su sobrino, pero, en realidad, él no era culpable del fallecimiento de su antecesor, Juan I, el niño de pocos días cuya muerte le había dado la corona en noviembre de 1316. Cierto era que había mirado a un lado cuando se puso enfermo de repente y comenzó a vomitar, y también que, tras acceder al trono, no había investigado la extraña y rápida muerte de su sobrino, al poco de su bautizo, sospechando que alguien muy cercano a él había decidido, sin contar con él, ofrecerle el regalo del trono de Francia, en lugar de la regencia. Si, en realidad, el niño había sido envenenado, probablemente la culpable pudiera haber sido su suegra, la condesa Mahaut de Artois, pero eso también podía ser una maledicencia que corría por los pasillos de palacio y por los salones de la corte, alimentada por su propio tío Carlos de Valois y su sobrino Roberto de Artois, que la odiaban.

¿Acaso ese posible crimen era la causa de su mal de ahora? No lo creía, porque los escalones del trono de Francia estaban plagados de cadáveres. De hecho, las gradas de los tronos de cualquier reino se alimentan casi siempre de sangre; de ahí el color púrpura que llevan las alfombran habitualmente para disimular las manchas; y eso ha sido así desde la más remota antigüedad y ha acontecido tanto en los reinos modernos como en los viejos imperios. Baste como ejemplo recordar las violentas muertes de tantos césares y familiares con derecho al trono, o masacres como la de la familia califal de los Omeyas, ordenada por sus rivales Abasidas, nuevos califas de Damasco, para evitar posibles venganzas. Las dinastías se extinguen por la debilidad o por el crimen y el poder fagocita a quien lo detenta si no tiene la fuerza para sostener el cetro con firmeza. De hecho, él tenía muy claro que en Francia, aparte de viejas historias del pasado, el primero que había muerto envenenado era su propio hermano mayor, Luis X, aunque como era un rey tan poco amado, salvo por su esposa, nadie preguntó de quién era la mano que había ahorrado a Francia seguir bajo su cetro. ¿Y no estaba la reina María de Molina, en Castilla, luchando por impedir que pasara lo mismo en el reino vecino?; controlaba las comidas del rey niño, que se hacían en sus cocinas y que se probaban tres veces y se las servía una nodriza de su absoluta confianza para evitar que sus propios sobrinos se hicieran con el trono de su nieto.

El poder es una tentación muy fuerte para los ambiciosos y la posibilidad de acceder a un trono hace salir lo mejor y lo peor de los príncipes. Un reino es una presa demasiado codiciada para dejarla sin vigilancia. Reinar es peligroso; eso lo saben todos los que se sientan en un trono que tienen que ver cómo, a su alrededor, se va tejiendo una red de intrigas que él debe mantener en exquisito equilibrio, utilizándola en su beneficio. No hay que olvidar que, si un rey no tiene cuidado, siempre suele haber alguien cerca de él, normalmente uno de sus más allegados parientes, en quien él suele confiar más, que alimenta en su interior el deseo de ocupar su lugar. La capacidad para eliminar a un rey imprudente o descuidado la tienen más de los que se piensa habitualmente. El veneno es arma sutil y algunos son verdaderamente indetectables.

De lo que Felipe V estaba seguro era de que a él ya lo habían envenenado, pero de un modo mucho más malicioso y malvado. Aquel agua infectada que había bebido en junio le había producido la lepra. ¡Terrible envenenamiento! Y él no quería ser un rey enfermo ni dar pena a sus súbditos. Quería recuperar la salud que la ponzoña de la enfermedad le había arrebatado, y eso sólo lo podía conseguir un milagro y ese milagro era, sin duda el libro secreto de los templarios. Lo sabía con toda seguridad. Había revisado línea a línea el escrito de Enguerrando de Marigny y su lectura le convenció de que, en efecto, el libro debía ser muy poderoso, pero aún tenía dudas porque no había sido capaz de encontrar el cilindro de plata que escondía el pergamino. Aunque había preguntado a su tío Carlos de Valois, éste se había desentendido del asunto. No recordaba nada de eso, le había dicho el muy bribón. Seguro que lo había vendido a uno de sus prestamistas, él, que siempre estaba endeudado hasta las cejas. Pero cuando ya desesperaba, por un golpe de fortuna, encontró entre los papeles secuestrados de la casa de Marigny que se guardaban en el archivo secreto, tras revisarlos uno a uno con una paciencia infinita, la traducción del manuscrito, que dejaba claro que el libro del nombre de Dios era incluso más de lo que él imaginaba. No sólo podía sanarle sino darle un poder inmenso sobre las demás naciones. Podría instaurar un imperio mayor que el de Carlomagno o incluso que el Imperio Romano. Pero cada cosa a su tiempo. Primero tenía que hacerse con él. Si Moret no le decía nada pronto…

Unos golpes en la puerta de la cámara real le sacaron de sus pensamientos.

—¿Quién va? —preguntó.

—Sire. Soy yo —dijo la voz de su secretario privado—. ¿Me concedéis permiso para entrar? Tengo noticias urgentes que no pueden esperar.

—Puedes pasar —dijo intentando mostrar dignidad en su rostro exhausto.

El secretario abrió la puerta y se quedó horrorizado al ver al Rey, cuyo rostro era como una máscara de sufrimiento y agotamiento, y sentir, como una bofetada, el nauseabundo olor que resultaba ofensivo para cualquier nariz, por poco sensible que fuera. Aquella habitación necesita urgente ventilación. El Rey, que era muy perceptivo, lo notó en el rostro del secretario, por más que éste procuró disimularlo, y decidió aliviarle de tener que seguir en aquella atmósfera de desecho y de enfermedad.

—Vamos a mi gabinete privado —dijo—. Allí me podrás contar todo con tranquilidad. —Y, con paso renqueante y cansino, fue acercándose en silencio hasta el lugar desde donde gustaba de ver en persona los asuntos más secretos que no consultaba con el consejo.

Una vez en la sala, se sentó con cierta dificultad en su sitial gótico, y una vez cómodo, interrogó al hombre.

—Dime pues. ¿Cuáles son las noticias tan urgentes?

—Vuestro servidor el sargento Moret ha fallecido.

—¿Cómo ha podido acontecer eso? —dijo el Rey, aparentando una calma que estaba lejos de sentir.

—Parece que ha sido muerto en un combate dentro de la abadía de Loc Dieu, según nos dijo el preboste que ha enviado este informe al secretario, que a su vez…

—No me importa el camino del informe. Resúmeme la situación. ¿Qué es lo que pasó? —le cortó el Rey con tono duro.

—El informe relata que los monjes llevaron los cuerpos a Villafranca tras el enfrentamiento, entregándolos al preboste, diciéndole a vuestro representante en el lugar que Moret y los suyos habían intentado forzarles con las armas a un registro y que los guardas de la abadía les habían repelido.

—No puede ser. No creo que la abadía contara con guardas suficientes para repeler el ataque de diez soldados veteranos y un espadachín como Moret.

—Eso es, al menos, lo que dice el abad. También hay un pliego cerrado de un tal Maleflot, dirigido a vos.

—¡Haber comenzado por ahí, asno! Dámelo inmediatamente.

—Disculpadme, sire. No sabía que fuera tan importante —dijo mientras se lo tendía.

El Rey rompió el sello de cera con nerviosismo y leyó el informe en que Maleflot le contaba el enfrentamiento con los guardas y los posibles caballeros templarios y su rostro se fue nublando. Lo que Maleflot decía tenía muchas implicaciones. Si los templarios estaban en Loc Dieu, era porque el libro debía haber estado guardado en la abadía, y ahora que Moret había sido derrotado, probablemente desaparecerían con el libro. Parecía que su hombre le había hecho un mal servicio.

Las cosas no podían dejarse ahora tal y como estaban. Algo tenía que hacerse. Lo primero y primordial era averiguar si el libro de los templarios seguía allí. Para ello debía enviar a alguien discreto, al que había que poner al corriente de la importancia del asunto en cuestión, que supiera defender los intereses del Rey y dilucidar si en la abadía seguía escondiéndose el libro. Tenía que ser de mayor rango y noble. Aunque quizá lo mejor sería enviar también a un juez pesquisidor que, con la excusa de aclarar todo el asunto de las muertes del monasterio, le permitiría entrar y salir libremente por todos los rincones de Loc Dieu.

¿Quién podía ser la persona? ¿En quién se podía confiar para una misión tan delicada?

El cerebro del Rey funcionaba a toda velocidad. A diferencia de su cuerpo, su cabeza regía con precisión. Luego cogió un pliego de pergamino de encima de la mesa que tenía delante y con un gesto hizo que el secretario le acercara el tintero y una pluma de ganso.

Puso una sola línea en él, firmándolo a continuación y sellándolo con su sello personal.

—Vas a entregar este pliego, en propia mano, al arzobispo Juan de Marigny —dijo dándoselo con un gesto de urgencia—. Decidle que venga a verme a palacio esta mañana sin falta.

—Voy ahora mismo, sire.

—No te detengas por nada. Y no te olvides, en propia mano. Y si regresa contigo, mejor que mejor. Tengo que hablar con él.

El secretario se inclinó ante el Rey y partió con toda velocidad, a entregar el mensaje.

Felipe V se asomó a una ventana y miró al otro lado del Sena, donde los parisinos se afanaban en su quehacer diario. Marigny tenía que ayudarle a encontrar a una persona que fuera inteligente, discreta y capaz de llevar a cabo con bien su misión. Quizá alguien de la universidad de la Sorbona, afamada por sus grandes teólogos o de las escuelas catedralicias de Nôtre Dame. La verdad es que tenía que ser alguien con mano izquierda y autoridad. Quizá sería mejor enviar a dos personas juntas, pero con misiones diferentes. Una con la aparente misión de aclarar la muerte del sargento real y el otro, como su ayudante, con la misión de comprobar si el libro seguía en Loc Dieu.

Sí. Ése era el mejor camino. Un juez de confianza que hiciera al abad la vida difícil y un noble amable y culto que sería un interlocutor más asequible. Pero ¿a quién se podía confiar ese trabajo? Había que decidirlo rápidamente. Cada día que pasaba se acercaba más al túmulo real que le esperaba en la abadía de Saint Denis, junto a sus antepasados.

Y, de repente, le vino a la cabeza la persona que podía cumplir con bien la misión: su amigo de la infancia Roberto, el conde de Annecy. Éste era un hombre de un físico privilegiado, atlético, fuerte, bien proporcionado; además, tenía una inteligencia preclara que sabía disimular y hasta esconderla bajo un manto de aparente indolencia aristocrática. Gran observador, era capaz de captarlo todo en un minuto, y tan bueno con la espada como con la palabra y el pensamiento y, sobre todo, destacaba por ser un hombre de probada lealtad y discreción, que siempre había sabido guardar todos sus secretos, desde los más nimios a los más importantes, sin un solo fallo. Sí. Annecy era su hombre.

II. Aviñón. La partida del guardián

La noticia de la presencia en la abadía de Loc Dieu de unos caballeros que podrían muy bien ser templarios encubiertos había llegado a Aviñón, sembrando la preocupación en la mente de Juan XXII, del canciller Duèze, del cardenal Da Via y del guardián de los libros secretos, Pedro de Libreville. No había duda de que aquello era verdad, porque la fuente era irrefutable.

Gauzelin Duèze, en un golpe de suerte, había conseguido tener un informador privilegiado dentro del monasterio, el hermano Juan de Avignon. Éste era un monje joven cuyo primo hermano, llamado Pedro Dijon, estaba al servicio del canciller de la Iglesia desde hacía años y se había sentido honrado de que Duèze le escribiera un mensaje privado, dentro de un pliego que le enviaba su primo, pidiéndole discretamente que le informara de algunos asuntos que ponían en duda la integridad del celo religioso del abad. Atreverse a hablarle tan directamente al joven monje había sido un riesgo tomado conscientemente, porque Juan de Avignon podía haber puesto el hecho en conocimiento del abad, quien habría sabido inmediatamente que la Iglesia estaba interesada en los asuntos de la abadía y, por tanto, evidentemente en el libro. Pero Duèze tenía fama de afortunado y, una vez más, su fama se corroboraba y había conseguido salirse con la suya.

El hermano Juan mostró ser un hombre cándido e inocente y el honor de ser confidente del canciller había sido suficiente cebo para que picara el anzuelo, sobre todo porque, además, el abad Hugo de Monclerc le parecía un viejo loco que no estaba muy en sus cabales y que actuaba de modo raro que él no acababa de entender. Por eso, creyendo que velaba por el bien espiritual de su comunidad, se había transformado con mucho celo en los ojos y oídos del canciller Duèze en Loc Dieu, sin que nadie se diera cuenta, en la creencia de que no obraba mal. Sus cartas a su primo Pedro llevaban siempre dentro un pliego para el canciller, que había informado puntualmente a Juan XXII, al cardenal Da Via y a Pedro de Libreville del avance de sus pesquisas.

La noticia de la presencia de templarios en Loc Dieu preocupó a los cuatro. Resultaba evidente que aquello no era una mera casualidad. En Loc Dieu no se les había perdido absolutamente nada y su presencia allí sólo se podía deber a que el libro secreto seguía en la abadía y al deseo de los templarios de recuperarlo. Por eso, De Libreville decidió partir de inmediato hacia Loc Dieu, con la bendición del Papa. Los cuatro estaban de acuerdo en que había que darse prisa y actuar de modo contundente para que el libro del nombre de Dios no desapareciera de nuevo y para siempre.

Siguiendo su instinto, que le incitaba a la urgencia, Pedro de Libreville había decidido enviar por delante a dos de sus asistentes, que salieron inmediatamente después de la reunión secreta. El caballero español Alfonso de Haro y el inglés sir Arturo de Limmerick habían partido de Aviñón, vestidos con rica armadura, con largas capas de rico paño gris con orlas de brocado de oro y guardas de seda blancas, con sus escudos en el pecho, como los nobles que solían justar en los torneos, antes de que los prohibiera el rey Felipe IV por considerarlos un pasatiempo peligroso que distraía a la nobleza de sus funciones de defender el reino y de ocuparse de sus feudos y porque facilitaban las reuniones discretas de conspiradores e intrigantes que debilitaban a los reinos. Los dos asistentes del guardián iban acompañados de dos escuderos que eran también hombres al servicio del Papa, muy diestros en el manejo de las armas.

Su mejor camuflaje era la obviedad. Así, nadie se preguntaría nada sobre ellos. Todo estaba a la vista. Siendo el inglés un hombre extraordinariamente hermoso y de porte altivo, llamaba la atención de todos allá por donde iba, como la imagen de un guerrero de tiempos de san Luis y el hecho de que lo acompañara un guerrero castellano no hacía sino acentuar lo intemporal de la imagen. Siguieron el camino más corto, que recorrieron sin demasiados altos y que pasaba por Alès, Mende, Rodez y Villafranca de Rouergue, desde donde irían directos a la abadía. Conforme fueron acercándose a Loc Dieu, habían preparado una historia de la razón de ser de su peregrinaje, que era la que iban a contar en el monasterio de Loc Dieu, donde pensaba alojarse para investigar mejor, antes que llegaran el guardián y su compañero de viaje, Marc d’Auverne. El inglés y el español serían peregrinos a Santiago de Compostela, adonde se dirigían con fe y devoción para orar ante el apóstol por unos yerros del pasado que no mencionaban, por discreción, como buenos caballeros que eran, aunque dejando entrever que se trataba de una historia galante por una dama en la que ambos se habían visto envueltos y que había acabado en tragedia. Pero cuando llegaron a Loc Dieu, por el camino de Villafranca vieron en el ajetreo ruidoso de la abadía que algo pasaba, y cuando entraron en el recinto abacial, comprendieron por qué. Nadie les preguntó nada entonces, de hecho, casi ni les hicieron caso, porque apenas una hora antes, acababa de terminar la batalla del patio de la abadía donde los guardas y los caballeros habían vencido a los hombres del sargento real Moret.

De Limmerick y De Haro pudieron ver que los monjes estaban apilando los cadáveres de los soldados del Rey que se iban a enviar al preboste de Villafranca, para que los enterraran allí, y el ambiente de la abadía era de conmoción, como se podía ver en los rostros de los atribulados monjes, uno de los cuales, parlanchín y nervioso, les contó lo ocurrido en voz baja —por la costumbre del silencio monacal— como si no fuera un asunto que saltaba a la vista de lo más aparatosamente.

Los dos caballeros pensaron que quizá todavía debían pasar más cosas y que ellos debían saberlas, si es que acontecían, para poder informar cumplidamente a su jefe cuando éste llegara. Por eso, tras pedir alojamiento, que se les dio en la hospedería de la abadía, que estaba casi llena, decidieron que uno de ellos se quedara en el monasterio mirando por ahí y que el otro se apostara afuera, por si había movimiento exterior.

Los monjes estaban demasiado afectados por lo acontecido y no se ocuparon de ellos. En ese momento, se podía entrar por cualquier sitio, incluso los reservados a los monjes, sin que nadie dijera nada, porque el abad estaba encerrado en la capilla rezando ante la imagen de nuestra señora, agobiado por la violencia sufrida por la abadía y por la salud del hermano asaltado, y los otros monjes se afanaban en limpiar del estigma de la sangre en el patio enlosado, con agua y arena y gruesos cepillos, como si, al quitar las manchas, pudieran borrar lo que allí había acontecido, que había roto en pedazos su vida apacible y tranquila. Parecía que la visión de la sangre había borrado durante un tiempo la estricta disciplina de la regla de san Benito que seguían, y todo eran corrillos, cuchicheos y nervios, muchos nervios, tanto que algunos de los monjes tuvieron que ser atendidos por el hermano Leonardo de Albi, el enfermero que velaba por la recuperación del hermano Raúl de Meudon, que estaba muy mal y no daba señales de reaccionar. Esa mañana, la abadía era un caos, más que un lugar dedicado al retiro y a la oración.

Los dos asistentes del guardián decidieron que sir Arturo permanecería en el monasterio, mientras que el caballero De Haro montaría a caballo como si fuera a ir a Villafranca de Rouergue y, tras dar unos centenares de pasos, se quedaría apostado afuera, esperando entre los árboles, por si había movimiento. Inmediatamente les resultó claro que a nadie importaba, en verdad, lo que hicieran los recién llegados. Por eso, los dos asistentes del guardián de los libros secretos pudieron hacer lo que deseaban, sin que nadie les mirara. De hecho, no se equivocaron al decidir esta estrategia porque, al cabo de muy poco, salieron del monasterio siete caballos en los cuales iban unos caballeros cubiertos de largas capas marrones con capuchas, sobre buenos caballos, guiados por un monje, que también se daba buena maña sobre su animal y al que se reconocía bien porque, aparte del hábito, no llevaba capucha y su tonsura se veía desde lejos.

Sin hacer ruido —había atado unas telas a las patas de su caballo para que el ruido de las herraduras no le descubriera—. De Haro siguió al monje y a los caballeros con discreción. Tenía que tener mucho cuidado y estuvo a punto de perderlos en dos ocasiones, porque los de delante iban vigilantes y no podía acercarse y el sendero era tortuoso y difícil. Por fin, después de unas horas de dura persecución, escondido entre matorrales del borde del camino como un salteador, y golpeándose a veces con las ramas bajas de los árboles del bosque para evitar que se le viera en medio del camino, vio adónde se dirigían los caballeros, que era una antigua torre de épocas carolingias. Su silueta era poderosa y amenazadora y se elevaba en un claro del bosque, rodeada de una breve y alta muralla que cerraba una gran puerta de madera defendida por dos torretas finas. Aquel lugar parecía elevarse como un oscuro dedo de piedra que apuntara al cielo, pues tenía mucha altura y su techo era puntiagudo y afilado, de negra pizarra, con unos cubos de guardia en las cuatro esquinas y altas almenas protectoras, cuadradas, de piedra de sillería, que tenían abiertas en medio troneras para que sus defensores pudieran lanzar flechas desde cubierto. El paraje era de una belleza impresionante, por la antigüedad de los árboles del borde del claro, que evocaban los bosques antiguos donde los druidas de tiempos anteriores al cristianismo celebraban sus ritos paganos en honor de las fuerzas de la naturaleza.

El caballero español se detuvo donde no pudieran adivinar su presencia, cubierto por los árboles y espesos matorrales del bosque, mientras veía cómo el monje bajaba, se sacaba una pesada llave de un bolsillo del hábito y la introducía en la cerradura de la puerta que se abrió sin dificultad y con gran estruendo de sus goznes poco engrasados. Estaba claro que el monje los había llevado a refugio seguro por si el Rey mandaba tropas a la abadía. Ahora tenía que retirarse discretamente, siguiendo al monje, que no dudaba que regresaría pronto por el mismo camino y Alfonso de Haro se armó de paciencia y esperó. Apenas unos minutos después, el hermano montado sobre su caballo con una agilidad que no cuadraba a un monje, se dirigió a buen paso hacia el monasterio, sin mirar ni una vez hacia atrás y sin preocuparse del ruido que pudiera hacer, lo cual facilitó al español seguirle en el camino de regreso.

* * *

Pedro de Libreville se sentía muy bien. Tras los dos primeros días de viaje, que Marc d’Auverne y él habían hecho a buen paso para avanzar más deprisa, había tenido agujetas en lugares insospechados de su cuerpo, como consecuencia del mucho tiempo que hacía que no montaba a caballo. De hecho, hacía años que no salía de Aviñón y la vida al aire libre le recordó las enseñanzas de antaño, cuando quería ser un intrépido caballero templario, y poco a poco recobró su soltura de buen jinete y su prestancia.

La inclinación de su espalda, adoptada para pasar desapercibido durante años, desapareció por la necesidad de ir erguido sobre su montura y con la vertical de su cuerpo también regresó a su espíritu una alegría que se había desvanecido de modo tan discreto que él ni se había dado cuenta de haberla perdido. Así, mientras avanzaban por las hermosas tierras del reino de Francia, el guardián de los libros secretos se daba cuenta de que estaba recuperando una parte perdida de su ser que también le era necesaria, al ver cómo su espíritu se emocionaba con la contemplación de los espacios abiertos de aquellas regiones, cuyos feraces valles estaban bordeados de bosques de hoja caduca que se estaban tiñendo de los mil tonos que van del amarillo al ocre y al rojo, que afirmaba el cambio de estación que el frío repentino de los últimos días estaba anticipando, vistiéndolos de otoño al principio de la estación.

Y cuando entraron en los profundos bosques que rodean la abadía, en verdad De Libreville se sentía pletórico y capaz de alcanzar el éxito en la tarea encomendada, y su asistente, Marc d’Auverne estaba asombrado del cambio operado durante el viaje en su superior, que parecía haberse quitado diez años de encima en los escasos días que les había llevado ir desde Aviñón a Loc Dieu. Y conforme iban alejándose de la torre de los libros secretos, De Libreville hablaba más y se mostraba mucho menos huraño. D’Auverne estaba seguro de que los otros iban a quedarse asombrados del cambio de su jefe cuando le vieran, cosa que no iba a tardar en suceder, porque, al salir del sendero que cruzaba el bosque, de repente se encontraron con la visión de la abadía y con los caballeros De Haro y de Limmerick, que parecían estar dando un paseo pero que, en realidad, llevaban casi día y medio pendientes del camino, esperando la llegada de ambos hombres.

Se saludaron como si no se conocieran, afectando un encuentro casual, para cualquiera que los mirara desde lejos, pero la verdad es que estaban teniendo una charla importante.

—¿Habéis descubierto algo interesante? —preguntó Pedro de Libreville, tras los saludos de rigor.

—Sí, caballero De Libreville. Hace cuatro días, el mismo que llegamos nosotros por la mañana temprano, hubo aquí una matanza. Unos soldados comandados por un sargento del Rey, que llegó acompañado del que había ordenado la muerte de la condesa de Monclerc hace años, lucharon y murieron a manos de los guardas de la abadía asistidos por unos caballeros templarios, y luego el abad ha enviado a uno de los suyos de confianza a esconder a los templarios en una torre en el medio del bosque.

—Al menos, ésa es una excelente noticia —dijo De Libreville, a quien se le iluminó el rostro.

—¿Por qué lo decís, guardián? ¿Qué tiene de bueno el que los templarios estén escondidos en el bosque? —preguntaron De Haro y Limmerick casi a coro.

—Es algo evidente, amigos míos. Si el abad los ha escondido en el bosque es porque el libro sigue aún en la abadía. No deben haber tenido tiempo de recuperarlo. Si no fuera así, simplemente se hubieran ido con el libro a uno de sus escondrijos y nunca más se hubiera sabido de ellos ni del tesoro que buscamos. ¿No creéis?

—Tenéis mucha razón —dijo De Haro, asumiendo la acertada perspicacia del razonamiento de su superior.

—Sí. Eso creo. Pero también imagino que algo pretenden hacer, porque si no, no se habrían quedado tan cerca. Imagino que en la próxima luna llena intentarán conseguir el libro.

—¿Cómo? —preguntó D’Auverne.

—Con un ritual secreto. Ya os contaré más adelante. Ahora debemos dejar de hablar como si conspiráramos y entrar a pedir alojamiento en la abadía.

—Siento deciros que no lo hay, señor De Libreville —dijo sir Arturo de Limmerick—. Está todo lleno. Al menos durante los próximos diez días, hasta que acaben las fiestas de Villafranca de Rouergue. Tendréis que ir a la posada del Ciervo Gris, donde os hemos tenido que reservar una habitación, que dijimos que era para nosotros. Luego os acompañaré hasta la posada y arreglaremos el asunto.

—Me parece bien. Pero mostrad que lo hacéis por pura cortesía, como corresponde a un galante caballero inglés. Nadie debe sospechar que nos conocíamos antes.

—No os preocupéis de ello, guardián. Sabré ser el caballero ideal.

—Eso no lo dudo. De hecho, lo lleváis en la sangre, sir Arturo.

—Os agradezco la cortesía. Pero entremos ya, que el monje portero nos está mirando inquisitivamente y no sabéis cómo funcionan los corrillos en esta abadía. Desde el día de la batalla la disciplina monacal se ha relajado mucho y todos hablan demasiado.

—Vamos pues. Entremos en la abadía. ¿Hay alguna novedad más?

—Sí. Disculpadnos que no os hemos contado todo. Hay un monje anciano herido por unos salteadores la noche antes de la batalla, que está muy mal y que delira. El otro día sorprendí al monje enfermero hablando con el abad y le decía que el hermano Raúl decía saber dónde se halla el libro.

—No puede ser. Si lo supiera de verdad ya lo habría sacado de su escondite. Deben ser delirios de viejo.

—Quizá. Pero en la abadía los monjes se han vuelto conspiradores y lo que os acabo de decir ya es un rumor a voces y todos esperan que el abad se decida a interrogar al hermano Raúl de Meudon; que coja el libro de la condesa y que se deshaga de él lo antes posible, porque la mayoría comienza a culpar al abad y al libro de las desdichas que han afligido a Loc Dieu en los últimos años.

—Veo que habéis aprovechado bien el tiempo. Si os llegamos a dejar solos un par de días más, nos habríamos encontrado con que no nos hubierais dejado ningún trabajo que hacer —dijo bromeando, algo que dejó boquiabiertos a De Haro y Limmerick, porque era la primera vez que veían en De Libreville un rastro de humor.

Y mientras los dos caballeros miraban a D’Auverne, éste les devolvió la mirada como diciéndoles que iban a tener más sorpresas con su jefe. Los cuatro entraron en el gran patio de la abadía y De Libreville se quedó mirando las hermosas edificaciones durante unos momentos, apreciando la riqueza de su construcción. Se veía que los monjes del pasado no habían ahorrado nada al proyectar el lugar. En ese momento, tuvo una de sus percepciones. Y supo que aún tenían que pasar muchas cosas en la abadía; pero se sintió bien porque había percibido con nitidez, por primera vez, la cercanía del libro. Pero esta vez, la percepción no le dejó ningún malestar; más bien lo contrario, una sensación de placidez y de armonía que contrastaban fuertemente con las anteriores. Y supo con toda certeza que, durante esta búsqueda, aparte del libro, tenía que completarse a sí mismo.

Los tres asistentes que iban observándole discretamente vieron la serenidad de su rostro habitualmente tenso, la armonía de su gesto, que solía ser esquivo y hosco, y la firme seguridad de su paso y les gustó la transformación operada en él, aunque ninguno osó decir nada al respecto. No eran quiénes para juzgar a su jefe, cuya responsabilidad era tan pesada; pero les alegraba verle contento y relajado y, en verdad, era la primera vez que los tres le veían así y no podían esperarse que eso fuera a acontecer en medio del caos de esta abadía. Desmontaron y dejaron los caballos a un mozo, mientras entraban en la hospedería de la abadía. Un monje afable, el hermano Enguerrando de Pau, que era el encargado de recibir a los peregrinos, les dijo, con pesar, que no podían quedarse en Loc Dieu. Se encontraba completa, como le habían adelantado los dos caballeros; no obstante, el guardián hizo el teatro correspondiente, como si acabara de enterarse y se sintiera profundamente disgustado por ello. Argumentó, diciendo que venía de lejos, que no tenía dónde dormir y que no conocía la región.

Sir Arturo de Limmerick intervino cuando consideró que su jefe ya había mostrado bastante su malestar, y se ofreció a llevarle a la taberna del Ciervo Gris, donde quizá encontrarían acomodo. Pedro de Libreville estuvo muy convincente dándole las gracias por su cortesía y todos cumplieron a las mil maravillas sus papeles en la función que representaron ante el hermano Enguerrando. Al poco, acompañados de sir Arturo, los dos hombres salieron de la abadía. El guardián iba pensando que quizá fuera mejor que él estuviera fuera de Loc Dieu. Eso le daba libertad de movimiento fuera de la mirada de la comunidad religiosa, y, como iban a llegar a un pueblo en fiestas, el gentío le ayudaría a mantener el anonimato que prefería guardar. Por otro lado, era evidente que el rey de Francia estaba de nuevo detrás del libro y ése era el mayor peligro. Al fin y al cabo, Felipe V lo deseaba para su curación aunque el poder del libro era tan grande que en manos de un rey capaz, podía provocar un cambio indebido de la historia. Su intuición le decía que los mayores peligros iban a venir de ese lado. Estaba claro que el Rey había enviado directamente al sargento. Si no, éste nunca se hubiera atrevido a profanar el suelo sagrado desenvainado la espada. Cierto era que había fracasado.

—¿Puedo saber en qué pensáis, guardián? —preguntó sir Arturo con su proverbial cortesía.

—Pues en los problemas que han de venir, sir Arturo. Está claro que la muerte de un sargento del Rey no va a quedar así, sin más. Los reyes de Francia no perdonan a los que matan a sus servidores, sean quienes sean y menos aún si son proscritos, como es el caso de los templarios.

—También yo lo había pensado, caballero De Libreville. ¿Qué creéis que puede hacer ahora?

—Lo más lógico es nombrar un juez pesquisidor que vendrá acompañado de una buena guardia armada que nos impedirá actuar con libertad en cuanto lleguen y que escudriñarán todo. Y además, seguro que envían a alguien muy capaz. No olvidemos que el objetivo es el libro, y la pesquisa, sólo una excusa. El rey de Francia debe estar muy ansioso por tenerlo.

—Lo mismo que vos porque no lo tenga.

—Muy perspicaz, sir Arturo. Desde luego, debemos tener claro que nuestro deber es doble. Tenemos que encontrar el libro y obstaculizar la búsqueda del Rey. Y lo segundo es peligroso.

—No me arredra el peligro, guardián —dijo sir Arturo—. Más bien, me gusta enfrentarme a situaciones difíciles.

—Estoy de acuerdo con vos —dijo D’Auverne.

—Lo sé, y eso me congratula, aunque yo prefiero soluciones menos dramáticas. Y debemos averiguar por qué iba el exsargento Maleflot con el asaltante de la abadía. Parece que ese malandrín siempre anda cerca del libro o de los que lo buscan.

—Pronto lo averiguaremos. Ése es como un ave carroñera. Gente así, siempre trae problemas, porque acaba arrojando los suyos sobre los demás, si se les permite hacerlo. Hay que tener cuidado con él y vigilarle de cerca.

Y los tres siguieron en silencio el camino de Villafranca de Rouergue, mientras un frío aire, inhabitual a principios de octubre, les cortaba el rostro y les hacía agradecer la protección de sus gruesas capas, mientras las primeras hojas de los árboles caían a su alrededor, sembrando de amarillo y ocre el camino.