La violencia regresa a Loc Dieu
El abad estaba preocupadísimo. Sentía que el asunto de la vigilancia de Maleflot se le estaba escapando de las manos. El hermano Raúl de Meudon no había regresado aún. Ya había anochecido hacía rato y, aunque al principio, intentando tranquilizarse, pensó que quizá habría decidido quedarse en Villafranca de Rouergue por alguna razón, luego, cuando fue pasando el tiempo, acabó pensando que le había sucedido algo y lo peor era que, cuanto más lo pensaba, más certeza tenía de ello. Era lo lógico, ya que Raúl le conocía bien y sabía que le gustaba que regresara a la abadía aunque fuera tarde.
Lo siguiente que le aconteció fue que comenzó a sentir remordimientos por haberle enviado a investigar solo. En realidad, aquello había sido una verdadera imprudencia y ahora lo veía muy claro. Y, además, tampoco debería haber dejado que regresara solo a la abadía, y mucho menos a esas horas. Debía haberle enviado a alguno de los guardas para que le esperara a la salida del pueblo. Pero ahora ya era tarde.
Podían haberle pasado diferentes cosas. La primera, que le hubieran descubierto en su vigilancia y que lo tuviera, retenido en el pueblo Maleflot y algunos de sus secuaces, lo cual era lo menos probable y lo que menos le importaba, ya que, como abad mitrado de Loc Dieu, tenía poder temporal y espiritual sobre los suyos y nadie en los alrededores podía inmiscuirse en los asuntos abaciales, ni siquiera los guardias del Rey, salvo casos muy graves y siempre justificando su intervención, ya que el abad, entre otros importantes poderes, tenía el de excomunión y pocos se arriesgarían a provocarle si no querían transformarse en verdaderos parias en la sociedad. Pero seguro que no se trataba de esto. Eso hubiera sido demasiado fácil. También podía haberse caído del mulo, algo poco probable también porque el hermano siempre iba despacio y el mulo era un animal sin nervio. Lo que no quería ni pensar, y que era lo que más le asustaba, es que podían haberle asaltado, porque en los alrededores había rumores de que estaba operando una banda de forajidos, aunque, en general, los monjes eran respetados porque no solían llevar dinero encima ni cosas de valor, y asaltar a un religioso era un delito que se pagaba con la horca.
El malestar de Hugo de Monclerc era creciente y, cuando tocaron las once de la noche y el hermano Raúl seguía sin aparecer, decidió enviar a René y Juanote, dos de los guardas permanentes de la abadía, los más grandes y fuertes, a recorrer el camino que iba al pueblo, por si el monje había tenido algún percance durante el trayecto. Con pocas palabras, explicó a los dos guardas lo que deseaba de ellos. Al verle tan apesadumbrado mientras les hablaba, los dos hombres comprendieron que aquello no era una cuestión de menor importancia. Parecía claro que el abad se temía que el hermano hubiera sufrido algún percance.
René y Juanote eran muy ágiles a pesar de ser hombres grandes y fuertes y, tras asegurar al abad que peinarían el camino hasta encontrar al hermano Raúl, si es que estaba por allí, se apresuraron a ensillar dos nerviosos palafrenes castaños que obedecían bien a las bridas y salieron a galope nada más recibir la orden del abad, batiendo herraduras y aprovechando la abundante luz de la luna, que comenzaba a menguar pero que seguía iluminando con mucha claridad desde lo alto de su trono celeste. Los dos jinetes fueron disminuyendo la velocidad de sus cabalgaduras conforme se alejaban de la abadía y recorrieron el camino en silencio, mirando muy atentamente a ambos lados. Ya habían recorrido más de la mitad de la distancia y se habían contagiado de la preocupación del abad. Pero, a pesar de ello, estuvieron a punto de pasar de largo del lugar donde el monje reposaba exhausto, en el tronco de un árbol que lo ocultaba a medias. René ya había pasado de largo, cuando Juanote le vio por el rabillo del ojo y avisó a su compañero. Los guardas detuvieron las cabalgaduras de golpe, que protestaron por el tirón de riendas bajo sus firmes manos, y bastante preocupados al ver que el monje estaba casi desnudo y ensangrentado. Descendieron de los caballos, con las espadas desenvainadas, por si aún había maleantes cerca de allí y se habían escondido al oírles llegar.
—Juanote, René; ¡gracias a Dios que sois vosotros!
—¿Estáis solo, hermano Raúl?
—Sí, solo como un perro apaleado. Podéis acercaros sin precaución —dijo al ver que avanzaban con cuidado—. Los que me han hecho esto se han ido hace horas.
—¿Os sentís muy mal, hermano?
—No lo sé. Me siento muy aturdido y dolorido. Me han golpeado, me han herido y no puedo levantarme.
—¿Quién os ha hecho esto? —preguntó René.
—Eran tres hombres. Estaban en la taberna hace un rato. Lo sé porque reconocí al más grande, que tiene una mella en la boca y el cabello como crin de percherón, abundante y tosco, de color ceniciento, y le acompañaban dos hombres muy mal encarados, de pequeña estatura, que son los que me han molido a golpes. Y se reían sin parar mientras yo intentaba taparme —narró el monje con un gran esfuerzo, vertiendo por fin su angustia y su miedo al exterior, ahora que comenzaba a sentirse seguro de nuevo, tras la llegada de los dos hombres.
—Ya estáis a salvo, hermano Raúl. ¡Tranquilizaos!
—Sí, Dios ha escuchado mi plegaria. ¡Qué noche más dura y qué de dolor he pasado! Os aseguro que ha sido la peor de mi vida.
Ahora que aquellos hombretones estaban allí, el monje se relajó por fin y su miedo y su dolor hicieron el resto, quitándole piadosamente el sentido, que se había forzado en mantener, para evitar ser atacado por las fieras.
—Pobre hermano Raúl. Se han ensañado con él —dijo René, que era el más fornido de los dos, con tono compasivo, viendo las marcas moradas de los golpes que estaban por todo su cuerpo y la sangre que le había salido de la boca herida.
—Duele verlo así. La verdad es que no entiendo cómo puede haber desalmados capaces de golpear a un viejo monje que nunca ha hecho daño a nadie y divertirse con ello. ¿Qué diversión pueden encontrar en atacar a un anciano religioso que no puede defenderse?
—Ya los encontraremos, Juanote. Uno de estos días tenemos que intentar ir a por ellos y entonces les enseñaremos lo que le pasa a los que se meten con viejos monjes. Deben haber sido esos bandidos que se dice que están actuando por Villafranca últimamente. Ya has oído al hermano, lo vieron en la taberna y luego le siguieron, es lo típico.
—Y aquí, en medio del camino, le asaltaron y se lo quitaron todo. ¡Qué hijos de puta!
—Sí, de los peores. Gentuza como ésa es carne de patíbulo.
—Es lo que se merecen. Pero dejemos de pensar en ellos, que ya habrá ocasión para localizarlos y les daremos su merecido. Ahora tenemos que decidir qué hacemos con el hermano, porque lo que está claro es que así no podemos moverlo ni tampoco podemos dejarle aquí —dijo Juanote.
Los dos guardas se miraron. La situación era complicada. El hermano Raúl de Meudon estaba muy débil y respiraba con dificultad. Los dos hombres estaban preocupados porque, a pesar de haberle movido suavemente e intentado reanimarle, el monje no volvía en sí y su aspecto era casi el de un cadáver.
—Creo que deberías ir a avisar al abad —dijo René—. Yo me quedaré aquí y cuidaré del hermano Raúl —y, quitándose la gruesa capa de paño, levantó como si fuera una pluma al ligero y desmayado monje, lo colocó sobre ella con suma delicadeza, y luego lo tapó con el embozo.
—Me parece buena idea. Y si regresan los malandrines que han hecho esto, destrózalos sin piedad.
—No tendré esa suerte. Sólo se escuchan los lobos que deben haber estado husmeando, al olor de la sangre. Pero conmigo no se atreverán.
—Sería bueno encender un fuego, de todos modos. Es lo mejor. Así calentarás un poco al hermano que está temblando incluso bajo tu capa. ¿Tienes la yesca René?
—Creo que sí —dijo Juanote, sacando de una bolsita de cuero, cerrada con unos finos cordones, un fino cordel de algodón levemente encerado y unas piedras de sílex de borde romo, toscamente talladas.
—Voy a recoger unas ramas mientras tú enciendes un poco de pasto —dijo René poniéndose manos a la obra. Era su modo habitual de actuar cuando algo le sobrepasaba o no lo entendía; tendía a la acción.
En unos minutos, había un fuego ardiendo al borde del camino, cuyo crepitar se oía con gran estrépito en medio del silencio de la noche. La cara del monje se veía todavía peor a la luz del tembloroso fuego. Tras dirigirle una mirada compasiva al monje, que seguía inconsciente, Juanote montó en el caballo para dirigirse a la abadía a toda velocidad. Recorrió el camino en la mitad del tiempo que habían empleado a la ida y, cuando el abad le vio entrar solo a todo galope en el patio de Loc Dieu, supo que algo malo había ocurrido y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo de autodisciplina para no venirse abajo.
Hugo de Monclerc salió a descubierto y Juanote se dirigió hacia él.
—¿Lo habéis encontrado? —preguntó angustiado, sin darle tiempo a explicarse.
—Sí, vuestra reverencia. El hermano Raúl está vivo pero muy malherido, en medio del camino. Hay que ir a buscarle y traerle urgentemente y que el hermano enfermero prepare un lecho y ungüentos para las heridas y moratones, porque le han asaltado y le han dado una paliza de muerte.
—No debía haberle dejado ir solo —dijo el abad en voz alta. Pero, viendo que el otro esperaba sus órdenes, cesó de lamentarse y le ordenó que se uniera a los otros guardas y que sacaran el carro y al mulo grande para tirar del mismo. Mientras se cumplían sus órdenes, despertó a un par de monjes y les ordenó que pusieran encima del carro un buen colchón de lana de oveja para que el hermano Raúl pudiera llegar lo más cómodamente posible a la abadía, sin resentirse demasiado por los baches del camino, y que despertaran al hermano Leonardo de Albi, el enfermero.
Todo se hizo con rapidez. En pocos minutos, el carro salía del monasterio y algunos hermanos se despertaban ante la agitación y el movimiento inhabitual a esas horas. La consternación iba a caer sobre el monasterio al despertar, cuando todos conocieran la noticia del ataque.
Cuando por fin regresaron un par de horas después, con el hermano Raúl, que seguía inconsciente, el abad se estremeció al ver el rostro que tan bien conocía desfigurado y demacrado.
¿Cómo podía haberle pasado algo así al pobre monje que no hacía más que cumplir con un encargo suyo? A cada momento iba sintiéndose más culpable por su negligencia e imprevisión y, como no quería quedarse sin hacer nada, temiendo el ataque de su conciencia, acompañó a los que le llevaban a la enfermería e insistió en ayudar al hermano enfermero a limpiarle, hasta que éste le convenció de que era mejor que dejara el asunto en sus manos.
A las preguntas del abad, tras la limpieza y examen de las heridas del hermano Raúl, respondió el hermano Leonardo de Albi con tono muy serio. Sabía que el abad quería la verdad sin tapujos y se la dijo. El monje herido estaba muy grave. Había que aplicarle unas cataplasmas de hierbas del bosque que habían demostrado ser muy eficaces para hacer remitir la inflamación en casos de golpes, y rezar. El problema más grave era que el hermano Raúl tenía golpes, por todos lados, y, además, no había recuperado aún la conciencia, lo cual era un síntoma bastante malo que indicaría que tenía daños internos. El hermano enfermero iba a hacer todo lo que pudiera conforme a su ciencia, pero el resto estaba en las manos de Dios misericordioso. Tras la aplicación de los remedios herbales, había que esperar a ver si reaccionaba y rezar para que se recuperara.
Hugo de Monclerc se retiró a su celda muy abatido. ¿Quién le había mandado a él meterse en camisa de once varas y espiar a Maleflot? Parecía que todo lo que tuviera que ver con aquel mal hombre se tiñera de sangre. ¡Ojalá que nunca hubiera tenido que ver su cara de patán! Hacía siete años y aún lo recordaba perfectamente. Haciendo uso de su autoridad, tras la muerte de su sobrina lo había echado de la abadía, después de tres días de registros y faltas de cortesía con todos los monjes, y aún recordaba con disgusto y repulsión su rostro de perro rabioso por haber perdido la presa. Debía haber dejado las cosas como estaban o haber enviado a vigilarle a alguno de los guardas. Pero ahora ya no era tiempo de lamentarse. Era tarde para rectificar. El hermano Raúl estaba pagando el precio del error de su abad.
Monclerc sentía como si la edad cayera de golpe sobre sus hombros. Se había equivocado en muchas cosas desde que llegó su sobrina a refugiarse al monasterio. No había sabido protegerla, no había sabido impedir que la mataran, no había sido capaz de encontrar el libro, ni de mantener la abadía tranquila, y, ahora, después de lo que había pasado esta noche, estaba claro que no era capaz tampoco de velar por los suyos. Quizá lo mejor fuera renunciar al cargo y retirarse a una ermita a rezar, el tiempo que le restase de vida. Sentía que lo que le había pasado al hermano Raúl no tenía por qué haber ocurrido y su conciencia le estaba machacando. ¿Cómo había podido ser tan imprevisor? Sintiéndose fatal, se obligó a sí mismo a recostarse. Rezó sus oraciones nocturnas, pidiendo por la recuperación del hermano herido, y acabó quedándose dormido, abatido por el puro agotamiento, cayendo en un sueño inquieto que era como una sima de negrura.
Le despertó pocas horas después, una llamada urgente a su celda.
—Vuestra reverencia. Vuestra reverencia, despertad —gritaba el hermano Jesús de Villiers, un monje rubicundo y redondo, de voz atiplada, que era su asistente personal, desde la puerta.
El abad se alzó de su camastro de golpe, alisándose el hábito, con el que se había quedado dormido.
—Entra, hermano Jesús.
El monje abrió la puerta y se quedó esperando autorización para hablar de su superior. Se le veía muy asustado.
—¿Qué pasa? Dímelo de una vez, por favor.
—Algo muy desagradable. Ha llegado un sargento del Rey con diez hombres, acompañado por aquel maldito sargento que ordenó la muerte de vuestra hermosa sobrina.
—¿Maleflot?
—Sí, vuestra reverencia.
El abad sintió un fuego interior que le recorrió de los pies a la cabeza. ¿Cómo se atrevía aquel asesino a volver a pisar el suelo del que le había expulsado siete años atrás? Toda su furia, su frustración, su dolor se concentraron en un solo hombre: Maleflot. Hugo de Monclerc salió de golpe de la celda, seguido por el monje, que mientras avanzaban hacia el patio le iba contando cómo de nuevo, habían violentado al hermano portero para entrar. Hugo de Monclerc sentía la furia subir a su cabeza conforme iba avanzando hasta la puerta del patio. Andaba a zancadas largas por los pasillos de la abadía, olvidado de su dignidad, de su edad, de todo. Sólo deseaba llegar cuanto antes adonde estaban los invasores y hacerles frente.
Moret, el sargento del Rey, que le vio venir, se acercó a él, con soberbia seguridad, flanqueado de Maleflot y de un cabo. Pero no tuvo tiempo de decir una palabra antes de que la furia del abad estallara sobre el exsargento como un látigo.
—¿Cómo os atrevéis a pisar de nuevo el sagrado suelo de esta abadía, asesino? —preguntó el abad, mirando con fuego en los ojos a Luis Maleflot—. ¡Salid inmediatamente de Loc Dieu! Os conmino a hacerlo, bajo pena de excomunión. Nada se os ha perdido aquí, donde estáis bajo mi imperio y en suelo de la Iglesia.
Maleflot, que iba de mero acompañante de Moret y sus hombres, se quedó horrorizado al mirar al anciano iracundo que tenía delante, que le recordaba a uno de esos profetas bíblicos acusadores. Estaba mucho más viejo y más delgado que hacía siete años, pero su voz era la misma, aristocrática, acerada y cortante, que recordaba. Lo último que deseaba era incurrir de nuevo en su cólera ahora que el tiempo había pasado. Aunque el monje siguiera viéndolo como un monstruo asesino, él se sentía un hombre diferente.
—Sólo vengo… —comenzó a decir.
—No venís a nada bueno, seguro. Vuestra presencia siempre trae el mal. Siempre husmeando como un buitre, siempre dañino. ¡Salid del suelo de la abadía inmediatamente! ¡Ahora mismo! No tengo nada más que oír de vuestros impíos labios. ¡Quitaos de mi vista!
Maleflot se dio la vuelta y reculó ante el sargento real y los diez hombres que le acompañaban, ante la orden del abad.
—¿Y vos? —dijo mirando a Moret—. ¿A qué debo la inesperada visita de otro sargento real, sin anunciarse y sin pedir permiso para entrar en Loc Dieu, a primera hora de la mañana? ¿Es que ahora es costumbre de los hombres del Rey de Francia violentar las abadías y molestar a los que vivimos en oración, alterando nuestra paz?
—He venido porque me han dicho que se alojan aquí algunos indeseables. Por eso, voy a registrar la abadía, en busca de malhechores.
—¿Cómo decís? ¿Malhechores en Loc Dieu? ¿Registrar Loc Dieu? Eso será por encima de mi cadáver, sargento. Vos no tenéis ninguna autoridad para ello y os conmino a salir de aquí a toda velocidad, siguiendo a vuestro guía, que seguramente será quien os habrá dado esas informaciones tan falsas.
—Abad, soy yo quien os conmina a que no os resistáis. Soy hombre del Rey y tengo autoridad para investigar en nombre de su alteza. Lo haremos por las buenas o por las malas.
—Creo que no me habéis entendido bien —dijo Hugo de Monclerc con tono helado—. Os lo repito, pues. ¡Salid inmediatamente fuera de Loc Dieu! Id con Dios y alejaos de los muros de la abadía. Éste no es terreno de vuestra jurisdicción, sino de la mía.
Al sonido de las voces de Hugo de Monclerc se habían congregado en el patio la mayoría de los monjes y los hombres de armas del monasterio, que, encabezados por René y Juanote, se acercaron al abad y respaldaron con su presencia las palabras del abad.
El sargento Moret, que era un tanto soberbio, comenzó a sulfurarse. No había pensado encontrar resistencia y ahora se encontraba en una situación muy incómoda. Si daba marcha atrás, sus hombres le perderían el respeto. Ya no era sólo una cuestión del Rey, lo que estaba en juego era su honor.
—Desenvainad las espadas —dijo el sargento con tono firme—. Vamos a registrar el monasterio, por las buenas o por las malas.
—¡A mí, los guardias! ¡No permitáis este ultraje! —dijo el abad, haciéndose a un lado y dejando a sus ocho guardias el espacio frente a los hombres del Rey.
René tomó el mando y con sólo un gesto, los ocho sacaron las espadas de sus vainas.
—Bajad las armas inmediatamente y salid del monasterio, como os ha ordenado el abad o combatid hasta la muerte —dijo René.
—¡Atacadles! —fue la respuesta de Moret, y sacando su espada, se lanzó con su caballo contra René, esperando que, si conseguía derribar al hombretón de un solo golpe, acabaría la pugna rápidamente.
Pero el guardia, aparte de ser un hombre de casi uno noventa de estatura, era ágil y diestro en el combate cuerpo a cuerpo y supo esquivar con habilidad el tajo malicioso del sargento, apartándose a un lado, y a su vez, le devolvió un golpe de espada que el otro sólo pudo esquivar a medias y que, al golpearle en el hombro derecho, casi le tira del caballo.
El abad se retiró con los monjes detrás de sus hombres. En su furia, temía haberse equivocado de nuevo. Sabía que los del Rey tenían franca ventaja por ir a caballo y miraba preocupado cómo sus guardas se defendían de los tajos de las espadas, desde el suelo, con ojos hipnóticos. Como si hubiera escuchado sus pensamientos, Juanote le dio un mandoblazo terrible a uno de los cabos, que cayó herido de muerte al suelo y, con un movimiento rápido, se subió a su caballo. René derribó a otro de los hombres de Moret, pero no acertó a detener el caballo sin jinete, que se escapó a galope saliendo de los muros de la abadía.
El sargento real golpeó en ese momento a uno de los guardas, alcanzándole con la espada en la cabeza, que se abrió como un melón, dejando salir toda la masa encefálica y un enorme charco de sangre y, acto seguido, se dirigió a otro de los defensores de la abadía y, tras un par de hábiles fintas, consiguió hacerle desequilibrarse y le golpeó sin piedad, cortándole el brazo izquierdo de un tajo limpio.
Hugo de Monclerc comprendió que, si no pasaba algo, los suyos iban a perder. Sólo era cuestión de tiempo. Juanote había recibido una herida del otro cabo, que le había atacado por detrás, y René luchaba con dos hombres, al límite de sus fuerzas. Y cuando todo parecía acabar de modo dramático, de la hospedería de los monjes apareció Guillermo de Lins, el caballero templario, con su impresionante espada desenvainada, seguido de sus cinco acólitos.
—¡A ellos! —les gritó—. Asistamos a los guardias del monasterio.
El sargento Pierre Moret se volvió para encarar al caballero. Inmediatamente comprendió que estaba ante un noble por el tamaño de la tizona, el modo de coger la espada y su mismo rostro orgulloso que le miraba con ojos fríos. Maleflot iba a tener razón, al fin y al cabo. Seguro que aquel caballero que les atacaba así era un templario refugiado en la abadía. Al menos, daba perfectamente la planta.
—Atacad a los que llegan —gritó a sus hombres—. Seguro que son los prófugos que buscamos.
A esa orden del sargento, René, que vio que uno de los que le atacaban le daba la espalda para cortar el avance de los caballeros templarios, que ya estaban casi encima de ellos, se revolvió contra el otro. Aprovechando ese momento de indecisión del que le atacaba desde su montura, que también era un hombre muy fornido, René le dio un buen tajo en la pierna del que manó abundante sangre, porque le había acertado en una arteria. Al acercarse, el flujo arterial le salpicó todo el rostro, que quedó como una máscara sangrienta, dándole una expresión aterradora. Sin darle al otro tiempo a reaccionar, culminó la tarea de un solo golpe certero en el cuello, acabando con la vida del soldado, y luego, tras desmontarle de un brusco tirón, se subió a su caballo.
Los templarios habían llegado a socorrerles justo a tiempo. De los ocho hombres del monasterio, sólo quedaban tres, Juanote y René a caballo y Felipe a pie. El sargento seguía teniendo a su lado a un cabo y cinco soldados del Rey. Juanote se acercó a De Lins y, desmontando por un lado, le cedió el caballo, al que el otro se subió con un salto ágil.
—Dejadme al del caballo —dijo el sargento Moret—. Es mío.
—Con mucho gusto, bellaco invasor de monasterios —le respondió Guillermo de Lins—. Nada me dará más gusto que acabar con la vida de un esbirro de los asesinos capetos.
—Veo que sois un traidor al Rey, por como habláis.
—¿A qué rey? ¿A ese inmundo leproso de Felipe V? No reconozco a un rey que es un asesino; de quien se dice en todo el reino que participó en la muerte de su propio sobrino recién nacido para usurparle su corona y que es hermano de Luis X, asesino de su primera esposa, la adúltera reina de Navarra, e hijo del peor de los monstruos, Felipe IV, que el demonio torture para siempre en el infierno —dijo De Lins con rabia y desprecio.
—No os tolero que habléis así de mi señor. Entregaréis la vida por ello.
—Creo que sois vos el que va a morir hoy, no yo. Mis hombres son caballeros de verdad, no guardas. Veamos qué hacen los vuestros frente a los míos —dijo mientras veía que los caballeros estaban tomando las riendas de la situación, ayudados por el guarda a caballo, porque el tercero también había sido atravesado por la punta de la espada del otro cabo.
—Responderéis ante el Rey de vuestras palabras.
—Vos sí que responderéis ante Dios de vuestra ignominia y muy pronto —dijo De Lins, con tono muy serio.
El sargento y el caballero dejaron de hablar. La lucha entre ellos se hizo encarnizada. Moret era un buen soldado y un hombre avezado en las batallas, pero Guillermo de Lins también y había tenido a los mejores maestros templarios en el manejo de la espada.
Y al ver cómo las cosas se ponían muy feas para los del Rey, el antiguo sargento, Maleflot, que estaba fuera de la puerta, echó a andar con su caballo hacia Villafranca, y en cuanto se alejó lo suficiente, espoleó a su montura, clavándole los talones en los hijares. Y mientras huía de la abadía a toda la velocidad que el bruto podía, se preguntaba a sí mismo cómo había podido aceptar guiar a Moret hasta Loc Dieu. Estaba claro que este lugar no era bueno para él y se juró a sí mismo no volver a pisarlo si podía evitarlo. Nunca olvidaría el odio que había sentido en lo profundo de la mirada del abad. Al mirarle supo que tenía, en el poderoso viejo, un enemigo mortal que nunca le iba a perdonar la muerte de su sobrina. Y para colmo, a él se le había ocurrido instalarse en Villafranca, tan cerca de la abadía, y contar la historia de la muerte de la condesa como si fuera una historia inventada para disfrute del pueblo.
Moret había tenido razón. Nunca debía haber regresado a esta zona. De hecho, lo mejor que podía hacer era irse, porque ahora su vida no podía seguir como si nada. Tenía que meditar y esperar. Si, como imaginaba, los hombres del Rey se dejaban la vida en las losas del patio de la abadía, tenía un dilema moral. ¿Qué hacer? ¿Informar al superior de Moret o coger a su mujer y desaparecer?
Pronto iba a tener que decidir.
Moret peleaba denodadamente con el caballero De Lins, que cada vez le iba cercando más, hasta que, rompiéndole la guardia, le dio un primer tajo en el brazo izquierdo.
—¡Maldito seáis, bribón! —gritó al sentir el corte y le lanzó un buen mandoble con muy mala intención que De Lins esquivó de milagro—. Te arrepentirás.
—¿Acaso os ha mordido un bicho, sargento? Veo que protestáis —dijo De Lins con tono irónico.
—Me pagaréis esta herida con sangre.
—No lo creo, villano. Es la vuestra la que veo correr por vuestro brazo —dijo De Lins y le asestó otro golpe hiriéndole en una pierna—. Rendíos, ahora, si no queréis morir.
—No me rendiré jamás ante vos.
—Pues entonces moriréis ahora —dijo De Lins, clavándole sin compasión la punta de la espada bajo la axila, en un golpe mortal.
Moret no pudo ni responderle porque el golpe de Guillermo de Lins le había atravesado el corazón, matándole en el acto. Los otros hombres del Rey estaban cayendo también. El último sería el otro cabo, que entregó su vida, tras dura lucha, después de haber herido a uno de los caballeros templarios.
La lucha había terminado. En el patio de la abadía se hizo un pesado silencio tras el final de la batalla. El espacio sagrado había sido profanado por la violencia y estaba regado de sangre y cubierto de cadáveres. Por segunda vez en pocos años, la paz de la abadía había sido alterada gravemente, pero esta vez todo se había desarrollado ante los ojos de los monjes, que se quedaron conmocionados por la visión de la sangre.
Hugo de Monclerc, en cambio, no sentía nada y miraba los cadáveres con frialdad. En su interior, se habían roto demasiadas cosas y eso ya no tenía solución. Y ante la efusión de sangre, lo único que se le ocurrió pensar era que, esta vez, el Rey no podía ofenderse. Sus hombres habían invadido Loc Dieu; le habían insultado y le habían atacado. Él no había hecho más que defender su jurisdicción y su abadía de la violenta intrusión.
Guillermo de Lins se dirigió hacia el abad.
—¿Queréis que abandonemos la abadía? —le preguntó.
—Creo que por el momento será lo más conveniente, caballero. Ahora estaréis en peligro si se os ve por aquí. La gente se hará preguntas acerca de quiénes sois.
—Sí, tenéis razón. Mejor será encontrar acomodo en otro lugar durante unos días.
Los dos hombres se quedaron mirándose durante un instante de frente. El templario pudo percibir que en el rostro del abad había una nueva dureza que antes no estaba allí. En su mirada había afecto y agradecimiento.
—Nos habéis salvado de ellos, Guillermo de Lins. Os debemos mucho.
—No me debéis nada, abad. Está claro que venían a buscarnos. Ese antiguo sargento debe habernos visto el día que estuvimos en el pueblo y, aunque intentamos pasar desapercibidos, su ojo para distinguir militares no le engañó.
—Ahora eso ya no importa. Creo que debéis partir lo antes posible.
Y luego, mirando a los monjes, les dio la orden de recoger los cadáveres y de preparar una capilla mortuoria para los guardias que tan bravamente habían dado la vida defendiendo la abadía. Y a los hombres de armas del Rey ordenó colocarlos en el carro para enviarlos de regreso a Villafranca y entregárselos a la autoridad real. Y, mientras todos se afanaban en cumplir las órdenes del abad, éste siguió charlando en voz baja con el caballero Guillermo de Lins.
—Hay un lugar en el que podéis refugiaros —le dijo en voz baja, de modo que sólo el caballero le escuchó—. Es una antigua torre carolingia, que está a pocas horas de aquí, por un sendero escondido del bosque que sólo conocemos los monjes. Haré que uno de los míos os lleve hasta allí discretamente.
—No tenéis por qué, abad. Estáis poniéndoos en peligro.
—No me importa el peligro ni temo nada del Rey. Tengo más de ochenta años. ¿Qué me van a hacer? ¿Matarme? Casi me harían un favor. Me preocupa más la paz de mi espíritu y, desde que murió mi sobrina, ésta se ha volatilizado. Sólo la recobré durante unos días, al aceptaros entre mis muros e incluso ahora, con todos estos muertos delante de mí, siento que he perdido la compasión y estoy lleno de odio. Al ver a Maleflot, el maldito asesino de mi sobrina, entre estas paredes, he comprendido que sólo deseo venganza contra él. Por cierto, ¿dónde está?
—No lo sé —dijo De Lins—. Debe haber escapado.
—Sí, como siempre. Ése siempre huye a tiempo dejando la muerte detrás de sí, pero no ha de escapar de ésta, sin más. Puede que yo me condene para siempre, pero antes he de acabar con él. Y, desde luego, caballero, podéis contar conmigo para descubrir el paradero del libro. Antes daré la vida que dejaré que caiga en manos de ese rey leproso.
—Seguro que todo esto se debe a que se ha enterado de su existencia y lo busca para sanarse. Sabe que el libro puede acabar con su enfermedad.
—Pues ya nos ocuparemos vos y yo de que no consiga hacerse con él. He avanzado tantos pasos en este sendero que ya no puedo volverme atrás. No sé por qué, pero siento como si, en toda mi vida, no hubiera hecho absolutamente nada a derechas. A lo mejor, ahora puedo, por fin, hacer algo de utilidad, ayudándoos en vuestra misión. Además, no deseo que la sangre de mi sobrino el conde de Monclerc y de sus hijos, Felipe y Leonor, haya sido derramada en vano. Y ya que el libro está escondido entre estos muros, que son mi responsabilidad, aunque no sepa dónde está, yo, el último de los Monclerc, soy su nuevo guardián, y como tal, aquí y ahora, decido apoyaros hasta el final, me cueste lo que me cueste.
—Os aseguro que el Rey puede ser implacable, y otros, seguro que también. No esperaba de vos tanta generosidad, abad. Sois un valiente.
—Sólo soy coherente con mis pensamientos. Ya os he dicho que no se trata de generosidad. Y no creáis que me siento orgulloso de lo que estoy haciendo. Mi afán es muy poco digno de un religioso porque lo mueven el odio y la venganza. Ver a Maleflot me ha alterado de un modo tan profundo… Siento que me ha vencido el mal, porque, por más que me esfuerzo, no consigo olvidar ni perdonarle y sólo deseo su muerte e incluso está comenzando a tambalearse mi fe en la justicia divina del Creador. Estoy sólo a un paso de un precipicio la muerte seguramente vendrá pronto a rondarme.
—Os admiro, Hugo de Monclerc. Sois un hombre cabal.
—Yo ya no sé quién soy, caballero De Lins. Me he perdido a mí mismo en algún lugar, en los últimos tiempos. Id a lavaros y arreglaros y, cuando estéis dispuestos a partir, avisadme. Yo me encargo de que lleguéis con bien a la torre escondida.