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Como una aguja en un pajar

I. El interrogatorio de Maleflot

El abad Hugo de Monclerc estaba profundamente preocupado. Lo que el templario De Lins le había dicho era rigurosamente cierto. El asesino de su sobrina estaba instalado en Villafranca de Rouergue, y, además, era un hombre muy popular que contaba su historia por una pinta de cerveza o un cuartillo de vino. Al abad le resultaba odioso, por los recuerdos del pasado, y le preocupaba esa presencia del antiguo sargento real en un lugar tan próximo y probablemente De Lins tenía también razón en lo demás. Seguramente las dos intrusiones habían sido intentos de descubrir el tesoro de Leonor.

Su naturaleza, que se había vuelto muy desconfiada desde la muerte de su sobrina nieta, le hacía ver fantasmas donde no los había a veces, y, en este caso, llegó a pensar si quizá el antiguo sargento seguía siéndolo de modo encubierto y estaba en Villafranca como espía del Rey, por si aparecía gente extraña y había nuevas noticias acerca del tesoro escondido. En estos tiempos tan alterados que estaban viviendo, con tanta revuelta y tanta inseguridad, todo podía ser.

También le preocupaba el repentino interés de su antiguo amigo, el cardenal Da Via, sobre Leonor. Había algo en su carta que le hizo sospechar que su aparente cordialidad en realidad encerraba un deseo de saber más. Se arrepentía de haberle escrito. Sólo faltaba que el cardenal y el mismo Papa, que al fin y al cabo era su tío, se interesaran por la abadía. Había sido indiscreto al escribirle. No debía haberlo hecho; ahora ya sólo podía lamentarse.

Pero había que establecer prioridades. Lo primero, lo más preocupante era lo más cercano. Tenía que averiguar si Maleflot era un agente escondido del Rey o si simplemente se había quedado allí, en Villafranca, para mortificar al abad con su mera presencia cerca de Loc Dieu. Había que vigilarlo de cerca y esa tarea sólo se le podía encomendar a uno de los suyos, al hermano Raúl de Meudon, que era inteligente y discreto, como había comprobado a lo largo de los años, y que tenía una edad lo suficientemente venerable como para que nadie sospechara de él.

Siguiendo sus instrucciones, el viejo monje había ido a la taberna del Ciervo Gris repetidamente, procurando pasar completamente desapercibido y ocultando con una larga capa y capucha su hábito y tonsura monacales. Como en las tabernas siempre había gente que quería pasar desapercibida, tampoco llamó demasiado la atención. Además, El Ciervo Gris era una taberna grande, con una buena sala para comer, y aparte de unos bancos corridos, tenía más de diez mesas separadas que permitían cierta intimidad. Durante muchos días de fiesta, el monje había ido a la taberna y observado al antiguo sargento al que conocía perfectamente, sin que éste se diera cuenta. Maleflot seguía teniendo el mismo rostro soez que Raúl recordaba, aunque se le había quitado la expresión de perro de presa de antes, lo cual le hacía simplemente ser un hombre feo y desgarbado del que no había nada que destacar.

Y cuando pasaron los días y luego las semanas y el abad ya pensaba que se había equivocado por completo, una noche de sábado en la taberna del Ciervo Gris sucedió algo inesperado. El anciano monje se había tomado la misión con tanto celo que casi se emborrachó al haber tenido que vaciar una jarra de buen vino de la región, mientras vigilaba. Al principio, como otras veces, escuchó, desde su rincón ya habitual, al antiguo sargento del Rey comenzar la historia de la condesa. Maleflot demostraba un indudable talento natural para la narración, porque todos estaban embobados oyendo el relato que el otro había repetido tantas veces.

Lo que el monje no se esperaba y que le sorprendió por completo es que, cuando terminó de contar la historia, de la mesa de al lado suyo se levantó un hombre cubierto con una capa que hasta entonces había estado sentado discretamente con dos compañeros. Abriéndose paso entre los alegres campesinos, mercaderes y otros concurrentes de la atestada sala de la taberna, se dirigió a Maleflot, saludándole como a un antiguo colega, y se presentó, diciéndole que se llamaba Pierre Moret y que era sargento del Rey, cosa que al otro le fue inmediatamente evidente, al ver la vestimenta que llevaba debajo de la capa.

El buen hermano miraba con atención a los dos hombres, cuya conversación no podía oír por el ruido de la sala y el hecho de que estaban lejos. Para que los de la mesa de al lado, que eran amigos del interlocutor del antiguo sargento, no se dieran cuenta de su observación, había metido la cabeza en la jarra de vino y, mientras echaba unos tragos de más, que se le iban a subir a la cabeza, comprendió que Maleflot miraba a su interlocutor con cierto recelo.

El monje tenía razón. Maleflot, cuyo cerebro era en verdad de primera, masculló que aquel encuentro no podía ser casual, y, aunque había saludado al sargento con naturalidad, se puso alerta inmediatamente. No sabía qué podía querer de él un hombre del Rey a estas alturas, porque no recordaba haber dejado ninguna cuenta pendiente ni ningún asunto que se le hubiera podido echar en cara. Había servido fielmente al rey Felipe IV y a Marigny, su único fracaso era precisamente el de la condesa, pensó. Y sintió un leve escalofrío, porque precisamente era un asunto en el que nunca se sintió cómodo porque tenía unas implicaciones que se le escaparon desde le principio y su muerte truncó cualquier posible aclaración del asunto.

El recién llegado, con un gesto que el hermano Raúl interpretó bien, invitó a Maleflot a unirse a sus amigos y el otro aceptó, tras pensárselo durante un instante, para no malquistarse con el forastero. Sin saber por qué, no se sentía cómodo con él, a diferencia de lo que habitualmente le pasaba con otros antiguos compañeros de armas, con los que solía conectar bien. El monje pudo ver que los dos hombres se dirigieron en silencio a la mesa de al lado de la suya. Se sentaron y el sargento Moret le presentó a Maleflot a sus dos compañeros, que en realidad eran dos cabos de la guardia a sus órdenes.

El monje intentaba pasar completamente desapercibido, en el rincón, en medio del bullicio, a lo que le ayudaba su larga capa, que le proporcionaba el requerido anonimato, y su aparente borrachera, que no lo era tanto pero que permitía a los otros hablar sin demasiado cuidado, pensando que el viejo borracho del fondo no se enteraría de nada. Y al principio, el sargento Moret actuó con aparente camaradería y no le preguntó nada relevante ni molesto; sólo información acerca de la región, el tiempo que llevaba Maleflot en ella, los vinos, las gentes y el pueblo.

A pesar del tono aparentemente ligero, en la mesa vecina de la del monje se iba generando una gran tensión porque era evidente que Maleflot sospechaba algo. Comprendiéndolo, Moret se quitó la careta y tocó directamente el punto que le interesaba, que era la abadía y los sucesos que habían acontecido allí. El antiguo sargento intuyó que las preguntas que le iban a hacer ahora, eran importantes. Su futuro podía depender de cómo las respondiera, y no se equivocaba.

Dejando de lado la cortesía, el sargento real se volcó hacia él y le interpeló con aire de interrogador. Se estaba produciendo por fin aquello que había temido tanto durante años. El Rey enviaba a pedirle cuentas de su mala gestión del asunto de la condesa y el supuesto tesoro que guardaba. Y lo peor era que él no sabía nada.

El monje que aparentaba estar borracho, con la cabeza tapada por la capucha de su capa, muy inclinada sobre la mesa, estaba con el oído pendiente de cada respuesta, sospechando lo importante que era para la comunidad de Loc Dieu la conversación de esos dos hombres.

—Decidme, Maleflot —comenzó el sargento Moret—, entre nosotros, ese asunto del tesoro, ¿era cierto, verdad?

—Sólo puedo deciros lo que habéis oído ya en mi relato de hace un rato, amigo —dijo, haciendo como que no se daba cuenta de la gravedad de su tono—. La verdad es que la condesa nunca consiguió salir más de cien metros de la abadía y el tesoro, si es que existía, debía haber sido ocultado por ella un tiempo antes, porque no estaba en su cadáver, que examiné inmediatamente, a pesar de la resistencia de los monjes. No llevaba nada encima, aparte de la ropa. No sé qué era lo que había ocultado, pero se llevó a la tumba su secreto. Sólo puedo deciros que, por lo que deduje de las palabras que me dirigió el propio señor Marigny cuando me envió a perseguirla, lo que guardaba la dama podría ser un libro u otra cosa, de tamaño medio.

—¿Y estás seguro de que no lo hallaste tú? Porque no se explica que hayas dado en estableceros aquí, tan cerca del lugar donde incumplisteis una misión. Sería el último sitio que yo elegiría para instalarme, si hubiera fracasado en un trabajo.

—Pues verás, Moret, el caso es que me enamoré de una moza…

—Sí, eso parece, aunque no sé qué viste en ella —dijo el otro, disparando por completo las alarmas de Maleflot, porque le mostraba abiertamente que estaba al cabo de la calle de su vida.

—Si lo que deseáis es ofenderme, vais camino de conseguirlo —dijo Maleflot, estableciendo entre él y el sargento una distancia con el tratamiento y levantándose de golpe.

—Siéntate, si en algo aprecias tu miserable vida —dijo Moret, amenazador.

La apariencia de simple conversación quedó rota. Maleflot no se sentó. Quedó mirando de frente al otro mientras le preguntaba con voz alterada.

—¿Quién sois en verdad y qué deseáis de mí?

—Como te he dicho, soy Pierre Moret, sargento del Rey, y he venido a hablar contigo en nombre de su alteza y si no respondes a mis preguntas con sinceridad irás a París y serás sometido a tormento.

—¿Cómo? ¿A tormento yo? —dijo con tono indignado que hizo que otros alrededor miraran hacia ellos, lo cual incomodó al sargento Moret—. Nada he hecho para que os permitáis hablarme así en el lugar donde vivo y soy respetado, y no entiendo que me amenacéis de ese modo. He servido lealmente al rey Felipe IV, al rey Luis X y al actual, que Dios guarde, hasta que me licencié. Soy un hombre libre y un honrado ciudadano y no tienes ningún derecho a hablarme como lo estáis haciendo.

—Ya te he dicho que el Rey en persona desea saber todo lo concerniente a este caso. Te repito mi pregunta: ¿dónde está el tesoro?

—Os lo repito. No tengo ni idea. Imagino que, si existe en verdad, ha de estar en la abadía. Ya la han asaltado dos veces en los últimos tiempos, sin robar nada. ¿No os parece raro? Y se ha vuelto un lugar de peregrinaje para muchos, por lo de la incorruptibilidad del cadáver de la condesa, aunque algunos de los que vienen sean sospechosos.

—¿Estás intentando lanzar una cortina de humo que te cobije, Maleflot?

—Os aseguro que no. No tengo por qué. Mi conciencia está tranquila. De hecho, ahora mismo están en el monasterio unos peregrinos que, a pesar de llevar discretas capas, huelen a militares. Los he visto por la taberna un par de veces, e incluso podrían ser templarios ocultos. No me extrañaría nada. Desde luego, no creo que estén haciendo el camino de Santiago en grupo, porque habitualmente los soldados que lo hacen, cuando quieren vestirse de penitentes, van solos.

—Eres un embustero, Maleflot.

—No volváis a decirme algo así, Moret —dijo el exsargento con tono amenazador—, porque soy un hombre honrado; no soy ningún cobarde y, como no tengo nada que ocultar y vos no tenéis ningún derecho sobre mí, si me ofendéis me defenderé, y os aseguro que no soy malo con mi espada. Mi vida no vale tanto como para que tenga que tragarme vuestras ofensivas palabras sin responderlas cumplidamente. Medios, si no queréis tener que luchar aquí y ahora.

Los dos hombres se miraron de nuevo a los ojos. El desafío de Maleflot no era un farol. Estaba dispuesto a matar al otro o a quedar allí tendido, antes que encogerse. No tenía nada que ocultar y, por tanto, nada que temer. Había fracasado en su misión de años atrás, pero eso era todo. Él había hecho su informe a Marigny y después no había vuelto a recibir noticias del asunto hasta hoy. No era justo actuar con él como lo estaba haciendo este sargento y no pensaba permitírselo.

—Entonces ¿mantenéis que no sabéis nada más que lo que escribisteis en el informe que enviasteis hace años al señor de Marigny? —dijo el otro, usando el tratamiento de cortesía que había eliminado antes y con un tono mucho menos agresivo.

—Así es. Nunca se solucionó el misterio. De hecho, yo creo que es ahora cuando se está intentando encontrar de nuevo el libro o lo que sea. Los robos inexplicables, los jinetes extraños en la comarca, la gran discreción de los monjes que no desean que la abadía se llene de gente y el hecho de que ya nunca bajan hasta aquí lo corroboran. No sé de qué se trata, pero mi olfato me dice que algo raro está pasando, en verdad.

—Sois mejor narrador de historias que investigador, según parece, Maleflot, pero me habéis convencido. Habláis con la verdad. Disculpadme por el tono de antes, pero estoy cumpliendo con mi deber. Podéis iros libremente. Pero os ruego que no os alejéis del lugar. Probablemente os necesitaré para que me enseñéis los alrededores mañana por la mañana. Quiero ir hasta la abadía a ver qué se cuece por allí. Y ya veremos si lo que sospecháis es cierto.

—Deberíais ir allí esta misma noche, ya que hemos hablado en voz alta, ante la concurrencia. Si hay alguien vigilando, puede dar la alarma en el monasterio.

El monje se encogió aún más sobre sí mismo al oír a Maleflot, pero no era necesario. Realmente no sospechaban nada de él.

—No veáis fantasmas donde no los hay. Si han podido esperar siete años, también podrán esperar un día más.

—Como gustéis, Moret. ¿Dónde queréis que nos veamos?

—Aquí mismo. Vos vivís lejos, ¿verdad?

—No, estoy a dos pasos.

—Perfecto. Venid, pues, por la mañana temprano, que os estaremos esperando. Nos alojamos en la posada.

—Contad con que os asistiré en todo lo que pueda —dijo Maleflot, sintiéndose mucho mejor ahora—. He sido buen servidor del Rey y este caso ha sido mi único fracaso y me encantaría ayudar en lo que pueda a solucionarlo.

—Agradecemos vuestra colaboración. Buenas noches, Maleflot. Id con Dios.

—Quedad con Él —respondió, mientras se alejaba abriéndose paso entre los concurrentes; despidiéndose de algunos de sus conocidos con su habitual buen humor, que había recuperado por completo.

El hermano Raúl se quedó cavilando. Los tres hombres se quedaron aún un rato y él no quería levantarse antes que ellos. Estaban en silencio, como rumiando la conversación con el exsargento, que, en efecto, parecía haber convencido por completo al sargento Moret de su ignorancia acerca del tesoro. Cuando por fin decidieron levantarse, ya era bastante tarde.

El monje se fue unos minutos después. Iba tambaleándose por los efectos del alcohol, lo que levantó algunas risas entre los que le veían salir, casi dando tumbos, pero la verdad es que estaba muy aturdido. No se dio cuenta, pero había quien le observaba a él mientras se dirigía al establo a buscar su rocín. Tomó el camino de la abadía sin temor, a pesar de que era noche cerrada. El mulo que montaba era bastante dócil y le conducía a paso tranquilo. Raúl de Meudon, bajo la claridad de una luna creciente y el cielo despejado, iba rumiando su preocupación por lo que acababa de oír y no se dio cuenta de que otros caballos le seguían discretamente.

Maleflot había dicho que la hermosa condesa Leonor había muerto por esconder un libro o algo así en la abadía. El viejo monje intentó recordar. Él conocía a Leonor desde niña, cuando había venido a visitar la abadía con su padre, el conde, y el viejo monje había pasado con la niña muy buenos momentos, enseñándole muchos lugares secretos de la abadía, mientras jugaban al escondite. La niña había crecido y se había hecho mayor y hermosísima. Recordaba que, cuando la condesa Leonor llegó a refugiarse en la abadía, él estaba en la puerta, y es verdad que ella llevaba algo en una bolsa de terciopelo carmesí. La había visto cuando la hermosa doncella descendió del caballo y le abrazó con afecto. Ahora lo recordaba bien.

Y de repente, también le vino una imagen a la cabeza de algo que tenía completamente olvidado. El mismo día de su muerte, él la había visto en un sitio muy inhabitual de la abadía. Sí. Ella no le vio a él y, tras unos momentos, salió con sigilo de uno de sus escondites favoritos de la infancia. Y luego pasó todo lo demás. La llegada de Maleflot y sus hombres, la persecución, la muerte de doña Leonor de Monclerc. Comenzó a sospechar que quizá había visto a la condesa cuando estaba escondiendo el tesoro. Desde luego, el lugar no era propicio para ninguna otra cosa y sólo eso explicaría la presencia de la condesa allí. Tenía que comprobarlo, antes de decir nada. No quería equivocarse.

Y estaba también lo otro. Si había unos templarios en la abadía, en verdad corrían peligro. Debía llegar cuanto antes a Loc Dieu y hablar con el abad. Debía comunicarle todo lo que sabía.

—¡Alto! Deteneos, que tenemos que charlar un momento con vos —dijo la voz de un hombretón, grueso y mal encarado, de gran estatura, que estaba parado en medio del camino, al lado del cual había otros dos. Eran los que lo habían seguido desde la taberna, que, dando un rodeo por un bosquecillo, aprovechando la lenta marcha del hombre, lo había adelantado, esperándolo en medio del camino.

—Soy un pobre monje de la abadía de Loc Dieu —respondió el hermano Raúl, sobresaltado, comprendiendo que aquellos salteadores no iban a dejarle ir fácilmente.

—Buena pieza estáis hecho. Se ve que os gusta más empinar el codo que rezar, viejo bribón —dijo el bandido, jocosamente, sin ningún respeto—. Venga. No perdamos el tiempo en palabras. Dadme la bolsa cuanto antes y ya veremos qué hacemos con vos.

El monje se sacó la magra bolsa en la que quedaban cuatro monedas de plata.

—Roñosa bolsa. Comprendo que no os resistáis a entregarla, padre —le dijo, y luego, dirigiéndose a sus hombres, les ordenó.

—Desmontadle y desnudadle. A ver si debajo de la ropa este buen monje lleva algo más que sus vergüenzas.

El hermano Raúl se dejó hacer, sintiéndose profundamente humillado mientras los otros le despojaban de su capa, de su hábito y de la camisola que llevaba debajo. Era un anciano huesudo y delgado de setenta años que no tenía fuerzas que oponer a los delincuentes. En unos segundos, se quedó en medio del camino, en paños menores, tiritando de miedo y de frío porque la noche era bastante fresca, y no había sufrido antes, en toda su vida ninguna violencia.

—Es como un pollo viejo. Todo huesos y pellejo —dijo uno de los hombres que lo habían desnudado—, pero no lleva nada.

—Maldito monje, nos estás haciendo perder nuestro tiempo —dijo el hombretón, enfurecido al ver lo escaso del botín, y le dio un puñetazo que le rompió cuatro dientes al anciano monje, que cayó al suelo, conmocionado.

—Sí. Nos has hecho perder nuestro valioso tiempo —corearon los otros dos, mientras se divertían dando patadas al pobre anciano que, aturdido por el primer golpe, intentaba protegerse con los brazos el rostro, mientras su cuerpo era golpeado sin compasión. El jefe les dejó seguir durante un rato más con el castigo y, cuando vio que el monje se desvanecía, les detuvo.

—Dejadle ya. No merece la pena seguir golpeando esa piltrafa. Vámonos a otro sitio a buscar algo de negocio. Por lo menos, algo sacaremos por el mulo y el viejo, que sea pasto de los lobos.

Y, con paso firme, se alejaron hacia el pueblo, mientras el viejo monje volvía en sí. Aún estaba lejos de la abadía y no se sentía con fuerzas para nada. Intentó levantarse, apoyándose en el tronco de un árbol, pero le resultó imposible. Le habían golpeado con saña. Le dolía todo el cuerpo. Se quedó allí, sentado, sintiendo cómo crecía el dolor. Iba a pasar una noche infernal y por allí había lobos. No podía desfallecer.

Sacando fuerzas de su fe, se puso a rezar, dando gracias a Dios por haber conservado la vida. El dolor no era nada, se dijo. Cristo sí que había sufrido de verdad la flagelación, la coronación de espinas, el calvario. ¿Qué eran unas simples patadas como las que él había recibido?

II. Aviñón. La reunión secreta del Papa

El Papa había enviado el día anterior, ya entrada la noche, un mensajero a casa de Pedro de Libreville citándole para una reunión secreta con el cardenal Arnaldo da Via y el canciller de la Iglesia, Gauzelin Duèze, al día siguiente, a primera hora de la mañana. Ni que decir tiene que el guardián apenas pudo dormir, y su sueño estuvo poblado de extrañas pesadillas en las que volvía a aparecérsele la dama velada que huía por interminables corredores, como si la persiguiera alguien que nunca se veía cerca, en una angustiosa carrera sin fin que a De Libreville le destrozaba los nervios y le hacía despertarse sobresaltado para regresar, al cabo de minutos, de nuevo, al mismo sueño obsesivo.

Cuando comprendió que aquello no iba a cesar, decidió levantarse. Era poco antes del alba, algo antes de lo habitual en él, pero la falta de descanso le hacía sentir una gran pesadez de cabeza. Imaginó que debía tener mala cara, porque se sentía como abotargado y obtuso. Se quitó la camisola para lavarse el sudor. Vertió un poco de agua de una jarra sobre un lebrillo de tosca cerámica vidriada y se mojó el rostro con el fresco líquido, que acabó escurriendo por su barba. Luego se mojó el torso, sintiendo el agradable frescor del agua como un estímulo y; tras darse un poco de jabón, se enjuagó de nuevo y se secó con una toalla bastante áspera. Sentía una sensación de urgencia en las entrañas que le provocaba un cierto malestar, lo cual era síntoma inequívoco de que la reunión con el Papa y sus sobrinos sería relevante. Debía tranquilizarse. Respiró profundamente varias veces.

De Libreville se vistió con premura, cubriendo su cuerpo atlético y bien formado con unas calzas de paño marrón y una camisa blanca, encima de la cual llevaba una larga sobrepelliz de una tela gruesa, sin adornos, que le servía para librarse del frío que ya comenzaba a regresar anunciando el otoño. Estaba acabando de ponerse los escarpines forrados de doble cuero en los pies, cuando su criado entraba en la habitación el desayuno que había preparado con celeridad, atendiendo a las órdenes recibidas de su señor la noche anterior; una gruesa rebanada de rico pan con mantequilla y mermelada y un tazón de rica leche de vaca, caliente. Tras dejar la bandeja en la mesa, se dedicó a atizar en silencio los tizones del fuego de la noche anterior, que aún brillaban, con su color naranja encendido, mostrando que aún tenían poder para quemar, en la chimenea de amplia boca de piedra, con elegante remate gótico. El criado los revolvió y arrojó encima con la sabiduría del que ha encendido muchos fuegos, unas taramas y unos leños finos que prendieron rápidamente y dieron un agradable calor a la habitación, que se había quedado fría.

Pero el guardián apenas se dio cuenta de ello. No sentía frío y sólo pudo darle un par de pequeños mordiscos al pan y beber un par de tragos de leche como todo desayuno. Esa mañana no le entraba nada en el cuerpo, nervioso como estaba, y no era conveniente forzarse a comer porque seguro que le sentaría mal. Se esforzó en leer algo para hacer tiempo, hasta que llegara la hora de la cita, pero era inútil. No era capaz de fijar su atención en nada. Siendo de natural muy observador, estaba asombrado de sus propias reacciones, que eran tan poco habituales en él. Su calma de siempre hoy era nervio; su paciencia casi había desaparecido por completo. Muy importante debía ser lo que iba a descubrir, porque su percepción sólo le afectaba de ese modo en casos de la máxima importancia.

El tiempo pasó lentamente, y, cuando por fin comprendió que ya era el momento, apresuradamente dejó su casa y con paso rápido y firme se dirigió al palacio papal. Estaba deseando recibir las nuevas acerca del misterio de la condesa. Estaba seguro de que el asunto era más grande de lo que pensaban. No obstante, en los últimos días, el guardián no había tenido ninguna percepción nueva sino más bien se había anestesiado un tanto su urgencia inicial, devolviéndole aparentemente la tranquilidad, pero estaba claro que eso no significaba nada. Había sido sólo un paréntesis porque la paz de su espíritu había vuelto a desaparecer por completo desde que recibió la llamada de su santidad.

Ya estaba frente a las puertas de palacio. Los guardias del Papa le saludaron, como todos los días. Estaban acostumbrados a verle siempre temprano, pero la velocidad de su paso, habitualmente moderado y sin prisas, hablaba hoy de urgencia y les sorprendió.

Ya faltaba menos para saber qué habían averiguado los dos sobrinos de Juan XXII. Una a una fue atravesando las puertas que conducían a los aposentos del Papa, y los guardias de las diferentes antesalas, al verle, le iban saludando con respeto. De Libreville era un hombre apreciado por su sencillez y su austeridad en aquel mundo de fingimiento y de pompa externa.

Respondía mecánicamente a los empelados del Papa, sintiendo cómo su corazón se aceleraba por momentos. Incluso de repente sintió un arrebol en el rostro. Estaba casi al borde de perder todo su autocontrol cuando, por fin, llegó a las puertas del gabinete privado de su santidad y pidió permiso para entrar.

El Papa, con su rostro lampiño, fino e inteligente, le recibió con una amplia y benevolente sonrisa y le miró fijamente con sus ojos hundidos que destellaban inteligencia y vigor mientras se acercaba, y percibió la profunda alteración del espíritu del guardián. Estaba todo vestido de blanco. Llevaba una túnica blanca de lino grueso y rico, y encima una dalmática de seda bordada de oro que era una verdadera belleza, y estaba sentado en su sitial doselado, con toda su majestad, como gustaba que lo vieran. De Libreville se acercó a besar su mano.

—Bienvenido seas, Pedro. Siempre tan madrugador.

—Buenos días, santidad —respondió el guardián.

—No lo parecen tanto para ti, hijo mío. No tienes buena cara hoy. ¿Has dormido mal?

—Fatal, santidad. He tenido la misma pesadilla recurrente de una dama que huye por un corredor y no he descansado bien.

—Deberías rezar más. La oración es el mejor de los bálsamos para el espíritu, como ya te he dicho en otras ocasiones.

—Lo probaré, santidad.

—Imagino que todo eso se debe a tu tan traída y llevada percepción. A veces parece más un castigo que un regalo de Dios. En fin, ya veremos si tiene razón de ser tu inquietud cuando recibamos las nuevas sobre el asunto de la condesa. Te confieso que yo también estoy interesado, pero no estoy tan agitado —dijo viendo que el guardián estaba nervioso de verdad—. Tranquilízate, Pedro, que muy pronto nos contarán todo lo que han averiguado al respecto.

De la parte de atrás del gabinete, que escondían unos altos cortinajes de brocado de terciopelo blanco, bordado de plata, salieron el canciller Duèze y el cardenal Da Via, que habían llegado minutos antes.

—Buenos días, canciller, buenos días, eminencia —dijo el guardián, acercándose con afecto a besar sus anillos—. Espero que hayáis descansado bien.

Los dos le devolvieron el saludo y comprendieron que el guardián estaba urgido de recibir las noticias que tenían que darle. Se le notaba en el rostro.

—Dejémonos de formalidades, si os parece bien —dijo el canciller—, y vayamos directamente al grano, que parece que el asunto del que vamos a hablar puede ser importante.

—Me parece perfecto —dijo Da Via y el guardián corroboró su acuerdo con un movimiento de cabeza.

—Pues comenzad a contarnos lo que hayáis averiguado, sin más preámbulos —dijo el Papa—. Sentaos aquí, a mi lado. Así no tendréis que alzar la voz —prosiguió, señalando unos sillones para sus sobrinos y un banco para el guardián—. Nunca se sabe quién escucha detrás de las puertas, por más que creo que las mías son seguras.

—Veamos pues. Comienza tú, Arnaldo, con la carta que has recibido del Abad y luego seguiré yo, que tengo más cosas que contaros —intervino Duèze.

—Pues bien. Como os dije que iba a hacer el otro día, escribí al abad de Loc Dieu, Hugo de Monclerc, preguntándole sobre la supuesta santidad de la condesa Leonor y aproveché la carta para inquirir un poco, discretamente, acerca de la muerte de su sobrina y de las razones de su presencia allí cuando aconteció.

—¿Y bien? ¿Qué te respondió el abad? —preguntó el Papa.

—La respuesta de Monclerc fue evasiva. Acerca de la supuesta santidad de su sobrina deseaba recoger velas, de modo discreto, aduciendo que todo el asunto era una mera superstición del pueblo debida a la belleza de la sobrina muerta que seguía incorrupta y luego me contaba que había habido un intento de robo en la capilla y pocos días después otro, y que, además, los supuestos ladrones habían matado a uno de los hermanos, lo cual demostraba que su sobrina ni era santa ni había dado una especial protección a los mojes de la abadía de Loc Dieu.

»Continuaba la carta como pasando de puntillas sobre el asunto de la muerte de la condesa Leonor, me decía que su sobrina había fallecido a consecuencia de un flechazo recibido por accidente, pero sin más detalles y terminaba preguntándome acerca de mis asuntos en Aviñón.

—Eso no nos aclara nada —dijo Juan XXII—. Quizá voy a tener que hablar con sus superiores o que llamarle a Aviñón. No me gusta que un religioso oculte a un cardenal asuntos de importancia para la Iglesia. ¿Sabemos algo más de Loc Dieu?

—Sabemos mucho más, santidad, y vayan de antemano mis disculpas por mi negligencia culpable —dijo el canciller GauzelinDuèze mientras sacaba de un escondido bolsillo interior de su capa un hermoso estuche de pergamino de plata, labrado de modo precioso, que parecía muy antiguo y valioso.

—¿Qué es eso que nos muestras, Gauzelin?

—Pues un objeto mucho más importante de lo que parece a simple vista. Es el guardián de un viejo secreto de mucha importancia. Se lo compré a un lombardo por su belleza hace ya unos años, y puedo aseguraros que contiene un pergamino de la mayor relevancia —dijo abriendo el secreto resorte, que mostraba un hueco interior donde se alojaba el antiguo texto hebreo.

—No entiendo lo de tus excusas.

—Ahora lo entenderéis, santidad. El caso es que compré el estuche y me desentendí durante un tiempo del pergamino. Pensé que era uno más de esos textos antiguos de la ley judía, sin mayor relevancia, pero, como el estuche era muy meritorio por su belleza, lo he tenido durante años colocado en una vitrina de mi casa, como uno más de mis objetos de colección. Pero, hace apenas dos meses, las circunstancias me iban a hacer comprender, de repente, su verdadero valor. Y todo gracias a que le di una recepción en mi palacio al embajador de Constantinopla, ese príncipe bizantino que tanto os complacía, santidad.

—Es verdad, Gauzelin. Es un hombre de altos méritos.

—Estoy plenamente de acuerdo con vos, santidad. Pues bien, aconteció que, al ver este objeto, el príncipe se quedó atónito y me dijo que aquélla era una pieza de la máxima calidad y relevancia y probablemente de época muy antigua. Para complacerle, lo saqué de la vitrina y lo abrí para él, de modo que pudiera examinarlo de cerca y, al ver que guardaba un texto hebraico, me preguntó si lo había hecho traducir.

—Y no lo habías hecho.

—No, santidad. Ya os digo que he sido muy negligente en todo este asunto. Casi me hizo sonrojarme y, sintiendo que estaba incomodándome, dejó el tema. No volvimos a hablar del asunto durante la noche, pero, antes de irse, volvió a mencionar el tema del pergamino, como de pasada, y se ofreció a enviarme desde Constantinopla a un monje que era gran experto en hebreo antiguo. Imagino que deseaba saber su contenido él también, por eso mostró interés en enviarme a su hombre.

—¿Y vos qué le dijisteis? —preguntó De Libreville.

—Pues nada, santidad; que me parecía bien. La verdad es que pensé que era un ofrecimiento retórico, de buena educación, y olvidé el asunto casi inmediatamente, pero luego, cuando hace una semana llegó el monje enviado por el príncipe de Constantinopla, con una carta del embajador, me sorprendí mucho, pero le alojé en mi palacio y os lo traje aquí, para que lo conocierais.

—Sí —dijo De Libreville—. Es un verdadero erudito. Me está enseñando a leer el hebreo.

—Así es. Vos lo habéis entretenido estos días, pero, aunque os parezca mentira, aún no le había pedido que me tradujera el texto del pergamino hasta antes de ayer.

—En efecto, has estado un tanto dejado, Gauzelin. Me extraña en ti —dijo el Papa.

—Sí. Es algo que no puedo entender, santidad. Es como si el mismo Dios me hubiera colocado una venda en los ojos sobre el pergamino hasta que llegara el momento adecuado para que yo supiera de qué se trataba.

—Exageras a ese respecto. No creo que Dios se tome tanto interés por este asunto, Gauzelin.

—Tengo mis dudas, santidad. El caso es que, mientras tanto, llegaron los informes del monasterio que eran preocupantes. Curiosamente, como ya os he dicho, parece como si el mismo Padre Eterno lo hubiera arreglado todo para que uno y otro asunto se juntaran, porque yo creo que están muy relacionados.

—Explícate mejor, porque no entiendo nada —dijo el Papa y Da Via y el guardián asintieron.

—Los informes recibidos de los nuestros en la zona alrededor de la abadía contienen una historia singular. La muerte de la condesa, según parece, fue ordenada por un sargento del Rey que la perseguía, y se dice que la dama escondía un tesoro, del que se ha especulado que pudiera ser un libro antiguo muy valioso.

A De Libreville se le pusieron los pelos de gallina. Su percepción no le había engañado.

—Veo que, en un segundo, nos has aclarado más que el abad en su larga carta, primo —dijo Da Via.

—Pues hay más. El libro o el tesoro en cuestión se lo había dado a la dama su padre, que había muerto poco antes, después de luchar contra los hombres del Rey, y venía de un tío suyo, que era un caballero templario que había escapado de París, después de la muerte del Maestre, según relata el mismo sargento real que ordenó su muerte, hoy ya retirado, y que vive en el pueblo de Villafranca de Rouergue, al lado de la abadía de Loc Dieu. Y además, la persecución de la condesa le había sido encomendada a él por el propio Marigny.

—El asunto debía de ser entonces importante en verdad; porque el gran ministro de Felipe IV no se andaba con pamplinas, a diferencia de su hermano, el intrigante arzobispo Juan de Marigny.

—Lo que no entiendo es la relación de esta historia con el pergamino hebreo.

—Pues os la explicaré rápidamente, santidad. Cuando me lo vendieron, el lombardo me dijo que, probablemente, el estuche era una joya del Temple, que había pertenecido a Enguerrando de Marigny y que se la había vendido el tío del actual Rey, Carlos de Valois.

—¿Y? —cuestionó el Papa.

—Pues que cuando el monje me tradujo el texto del pergamino y me dijo que este estuche y el mismo pergamino acompañaban a un libro sagrado entre los libros sagrados, que contenía el nombre verdadero de Dios, me sobresalté y algo me hizo intuir que las dos historias, la de la condesa y esta otra, están relacionadas.

—Es una posibilidad, pero no una certeza, Gauzelin —dijo el Papa.

—Yo creo que el libro sagrado se le dio a Monclerc para que se lo llevara y el pergamino se quedó en el Temple, en París, como algo de menor importancia. Y Enguerrando de Marigny debió encontrarlo en su registro de la fortaleza templarla; le pareció hermoso, como a mí y lo debió guardar. Y quizá, él sí lo hizo traducir. Seguramente lo haría y, por eso, envió al sargento detrás del templario, a buscar el libro.

Juan XXII comenzó a ver claramente que su sobrino tenía razón. Da Via y De Libreville asintieron.

—Creo que tenéis razón, canciller —dijo el guardián—. Mi percepción me dice que no os equivocáis. Y, si lo que dice el texto del pergamino es cierto, éste debería estar en el archivo en un lugar especialmente seguro, entre los más poderosos y peligrosos libros secretos.

—Estoy plenamente de acuerdo con Pedro —dijo el Papa—. Coge el pergamino y su estuche y guárdalos en la torre de los libros secretos. Ahora deberíamos emplear a fondo todos nuestros recursos para encontrar el libro del nombre de Dios. Te encomiendo que te dediques en cuerpo y alma a esa misión. Los templarios deben querer recuperarlo, seguramente.

—Ha habido dos intrusiones en la abadía, como dijo el abad en su carta, y puede que lo que buscaran fuera el libro —señaló Da Via.

—Eso es casi seguro —dijo Gauzelin Duèze—. Pero dudo que encuentren el libro si no es con el concurso del ritual que contiene el pergamino.

—¿Y cómo es el ritual?

—Es algo difícil de asumir para un buen cristiano, santidad. El ritual es una invocación al libro mismo, que consiga que su último poseedor regrese de entre los muertos a decir dónde lo ocultó. Es algo pecaminoso porque supone molestar el reposo de la dama en su tumba.

—¿No hay otro método?

—No lo creo.

—Entonces, con mi autoridad de cabeza de la Iglesia, autorizo al guardián a realizar la invocación para recuperar el libro.

—Creo que tengo que partir lo antes posible hacia Loc Dieu. Me llevaré a los tres asistentes. Es un asunto demasiado importante para ir solo con uno. Enviaré por delante a los caballeros Arthur de Limmerick y Alfonso de Haro como peregrinos. Partirán hoy mismo. Aprovechando que la abadía está en el camino de Santiago, será un peregrino que va hacia allí. Y al llegar, harán como que se han conocido en el camino y podrán echar un vistazo por la abadía y por el pueblo. Es lo mejor. Yo iré detrás, con el caballero Marc d’Auverne.

Me parece bien. Dijo Juan XXII.

—Además, tengo que estudiar el ritual y prepararme para poder realizarlo adecuadamente.

—Tenéis tiempo, caballero De Libreville —dijo Gauzelin—. El ritual sólo se puede realizar en luna llena y fue ayer. El trabajo ha de realizarlo una persona pura y creo que nadie mejor que vos, porque sois austero y comedido en todo.

—No exageréis, canciller. Soy un ser humano lleno de defectos.

—Y además humilde.

—Dejad de decir esas cosas. Tengo muchas debilidades y soy consciente de ello.

—Eres la persona adecuada, Pedro —dijo el Papa—. No podías serlo más.

—Gracias, santidad.

—Bueno, pues entonces, nuestro buen De Libreville partirá a la caza del libro y vosotros dos seguiréis recabando información. Sería interesante saber si el rey de Francia sigue detrás del libro. Si supiera de su existencia, seguramente intentaría hacerse con él por todos los medios. Y nosotros, aunque apreciamos mucho al rey de Francia, no deseamos que el libro caiga en sus manos. Es demasiado peligroso que un poder temporal tenga a su servicio un libro de Dios.

—Lo que está en juego es su vida, santidad —dijo Da Via.

—Sí, lo sé. Debemos meditar profundamente sobre el asunto para ver qué hacemos llegado el momento. Pero ahora eso es algo prematuro. Creo que ya está todo dicho. Podéis ir a continuar vuestras tareas con mi bendición.

Los tres hombres se levantaron de sus asientos y besaron la mano del Papa. Gauzelin Duèze salió de las estancias con Arnaldo da Via y Pedro de Libreville se dirigió hacia la torre con su carga. El precioso cilindro de plata con su contenido iba a ser guardado en lo profundo de la segunda cámara del piso superior de la torre, esperando que, muy pronto, el libro sagrado se le uniera. Y la tensión que le había tenido incómodo desde hacía días había desaparecido por completo.

Sentía que había llegado la hora de ver si el guardián de los libros secretos estaba a la altura de lo que se esperaba de él.