El secreto
El monje Alberto de Burgos estaba dirigiendo sus pasos al palacio papal desde su residencia, en un cercano monasterio agustino. Pasó por delante de la tienda del maestro Cachette, un magnífico orfebre y platero que trabajaba para la Iglesia. Había visto numerosas obras suyas en los aposentos papales; cruces, pectorales, relicarios, báculos y cálices de preciosa factura. Él los apreciaba aunque el lujo le era completamente ajeno. No necesitaba nada ya en esta vida. Quizá por eso, le agradaba la gente sencilla, que era la más humana. También le resultaba interesante el bullicio de las calles de Aviñón y su cosmopolitismo. Su mucha edad y la liberación de la carga de guardar los libros secretos, en lugar de retraerle, le había hecho un hombre abierto y tolerante que miraba al mundo —que no había vivido— casi con ojos de niño, aunque cargados de sabiduría y conocimientos.
Entendía bien a los hombres y sus miserias. Los largos años como guardián del gran tesoro documental prohibido le habían dado una perspectiva un tanto especial de los hombres y sus deseos. Sabía que, al fin y acabo, el hombre, religioso o no, busca siempre perdurar, angustiado por su futilidad y su fragilidad. Y a veces se tuerce del camino recto y busca atajos para ello, en caminos oscuros o prohibidos, pensando hacer guiños a la muerte, que no perdona a nadie, por más que los alquimistas busquen siempre el elixir de la inmortalidad que rompa con ese ciclo de destrucción que va asociado a la piedra filosofal, que se supone capaz de transformar los metales ordinarios en oro.
El viejo monje sabía que todo eso no eran más que patrañas, espejismos que algunos hombres habían inventado para eludir la cruda realidad de que la existencia en esta tierra dura un tiempo, siempre mucho más breve del deseado por la mayoría. El hermano Alberto tenía más de ochenta años y había visto morir a casi todas las personas que había conocido en su juventud, unos resignadamente, otros maldiciendo, otros por sorpresa, pero todos habían cruzado el umbral definitivo, y los que ahora vivían, se reproducían, soñaban y luchaban eran sus hijos y nietos. Aquellos seres humanos que habían tenido sus sueños y sus miedos y que él aún recordaba bien, ahora yacían silenciosos en los cementerios, donde compartían el olvido de los muertos de las generaciones anteriores y se hacían parte de la misma tierra que los había visto nacer. Así era la vida y había que asumirla con los ojos abiertos. Él aceptaba la muerte y estaba preparado para recibirla sin aspavientos cuando tocara a su puerta.
El monje había servido bajo el reinado de ocho papas y había visto casi demasiadas cosas. Algunos habían sido buenos pontífices, como el actual Juan XXII. Otros habían sido excelentes seres humanos, casi santos, como Celestino V o Benedicto XI, que sólo habían reinado unos meses. Probablemente eran demasiado buenos para este mundo y por eso se los había llevado Dios misericordioso, tan rápidamente, mientras que alguno que había durado mucho más, había sido de una debilidad claudicante. Éste era el caso de Clemente V, con quien el rey de Francia hizo lo que quiso en los nueve años de su pontificado, que acabaron en 1314, que llevaron al traslado de la sede de la Iglesia a Aviñón, en medio de territorios de Francia, y a la destrucción de la orden del Temple.
Pero al final, el traslado a Aviñón no había estado mal, y debía reconocer para sus adentros que esta ciudad le gustaba más que Roma. Era menos antigua, menos oscura y, desde luego, mucho menos intrigante, por más que en torno al Papa siempre se urdieran intrigas y conspiraciones, inevitable consecuencia de la ambición humana de poder y riqueza. Pero aquí no se sentían ya las luchas enconadas y sangrientas, provocadas por las enemistades seculares de las grandes casas italianas, divididas en bandos de güelfos y gibelinos, que habían sido la pesadilla de los papas y el día a día de una ciudad moribunda y decadente que vivía olvidando las glorias de su pasado imperial que antaño dio unidad al mundo, demostrando la profunda decadencia que pueden alcanzar los grandes pueblos si se olvidan de los principios que los guiaron a elevarse entre las demás naciones. Roma era como una prostituta vieja y cansada, y ahora, además, había sido abandonada por su amante más fiel, incapaz de soportar por más tiempo sus vicios crónicos y sus fetideces malolientes.
Alberto, que había sido guardián de textos brillantes de los sabios del pasado, se compadecía del presente de Italia, herida por una maldición que parecía no tener fin. Rota la unidad del Imperio Romano, la península estaba disgregada en pequeños reinos, ducados y señoríos rivales que se detestaban mutuamente, y que vivían sólo para buscar la destrucción de los demás y que nunca eran capaces de sostener una visión de unidad que, bajo el dominio del Papa o del emperador, habían sido totalmente ficticias.
En Aviñón no se sentía como un sudario usado y maloliente la corrupción y la decadencia de Roma. El poder era de nuevo cuño, como la remodelación de la ciudad que estaba cobrando perfiles nuevos cada día. Y junto a las literas de los purpurados, estaban las de sus amantes, que se mostraban con escaso recato a plena luz del día. Pero las cortesanas de aquí eran frescas, jóvenes y turgentes, a diferencia de las romanas, llenas de afectación y metidas en tantas de las antiguas intrigas. En Aviñón, lo más que hacían era desplegar un gran lujo exterior al salir a la calle, y gustaban de mostrarse en literas y palanquines por la ciudad, lo que les costaba severas multas que iban a engordar las arcas de la Iglesia. El hermano Alberto consideraba que su actitud que era casi inocente. Y lo mismo acontecía con los demás aspectos de la vida. La nobleza era tan nueva como la ciudad y se constituía en torno a la familia del Papa. Los burgueses enriquecidos rebosaban contento y prosperidad, lo mismo que los comerciantes; la ciudad estaba limpia y cuidada y la arquitectura de las nuevas construcciones tanto civiles como religiosas era hermosa. ¿Qué más se podía pedir?
Por eso, el viejo guardián estaba contento allí. Sabía que no le quedaba mucho de vida porque cada día estaba más fatigado de espíritu y de cuerpo, pero, mientras tuviera fuerzas, seguiría dando gracias a Dios por su bondad y por haber vivido una vida larga y relativamente tranquila en medio de tantas turbulencias como había visto a su alrededor, que siempre habían pasado de largo. Sólo tuvo verdadero miedo cuando hubo de transportar los libros secretos de Roma a Aviñón. Aquél sí que fue el viaje más terrible de su existencia y nunca olvidaría el alivio que sintió cuando llegó a la ciudad sano y salvo, sin contratiempos y sin que su preciosa carga hubiera sufrido ningún daño, cosa que comprobó cuando acabó de colocar los volúmenes y manuscritos, uno a uno, en la torre de los libros secretos, que era precisamente a donde se dirigía ahora, a petición del nuevo guardián.
Pedro de Libreville le había llamado con urgencia esa mañana, pidiéndole que acudiera a reunirse con él, poco después de iniciada su jornada, al ver que no era capaz de concentrarse en lo que estaba haciendo. No sabía por qué, pero su intuición le decía que una conversación con el monje español podía serle de utilidad para quitarse esa sensación de urgencia y de malestar que le acompañaba desde el intenso almuerzo con el Papa y Da Via, del que hacía ya una semana. Además, De Burgos era la única persona con la que podía hablar en voz alta y expresar sus pensamientos, porque seguía bajo el mismo juramento de silencio que él, y su percepción le decía que su inquietud tenía que ver con un libro que debía ser muy especial.
El asunto de la condesa era una obsesión para él, una preocupación constante. Su relación con algún secreto de los templarios cada vez le resultaba más evidente y no era capaz de concentrarse en su trabajo diario ni en la lectura de ninguno de los manuscritos guardados en la torre, como si cada segundo que se perdiera en mover ficha, fuera esencial. Veía algunos signos de esto a su alrededor. De hecho, un cuervo se había posado en el alféizar de su ventana y se había mantenido allí largo rato el miércoles anterior, que había sido el único día que no salió tan temprano de su casa, y se había quedado allí, mirándole fijamente, hasta que se acercó tanto que casi podía tocarlo. Como los antiguos consideraban al cuerno el emblema de la sabiduría y el conocimiento secreto, De Libreville interpretó que estaba al borde de un descubrimiento importante. Al día siguiente, mientras manipulaba los libros de una de las baldas, se le cayó uno a los pies y en su lomo pudo leer como título «El secreto desvelado», cosa que también le impresionó porque era la primera vez que se le caía un documento del archivo secreto, dado que solía manipularlos con sumo cuidado. Y en tercer lugar, esa misma noche tuvo un sueño muy vivido, con una dama que parecía muy hermosa, de largos cabellos y apariencia fantasmal, que ocultaba su rostro con un velo tupido de tul y parecía flotar por los largos pasillos de un claustro monacal, buscando algo que no conseguía hallar. Y cuando él se iba a acercar a la dama para preguntarle qué le pasaba, de repente se despertaba y sentía una profunda angustia como no recordaba desde los días de su huida de París, casi quince años atrás. Era evidente que algo pasaba y que su percepción estaba intentando comunicárselo, pero, por alguna razón, no se lo estaba mostrando de modo claro.
De Libreville llevaba un rato en la puerta de la torre esperando al hermano Alberto, y cuando por fin llegó, se saludaron brevemente. Acto seguido, el guardián metió la llave de hierro en la cerradura con mano nerviosa y, tras darle un suave empujón a la puerta de la torre, que se abrió sin hacer ningún ruido, dejó pasar al anciano monje hasta el interior del recinto para seguirle, tras cerrar con llave por dentro. Luego, atravesando el pasillo y el pequeño vestíbulo, se dirigió en silencio hasta el despacho y, una vez dentro, le ofreció asiento al anciano guardián. Él se quedó de pie, moviéndose por la habitación, bastante agitado. El otro le observaba en silencio, hasta que el guardián estalló de repente en un río de palabras.
—Os he llamado, hermano, porque siento que debo tener una charla con vos, aunque no sé muy bien sobre qué. Quizá se trate sólo de una impresión mía, pero tengo la sensación de que con vos puedo aclarar algo de la oscuridad que me envuelve e incomoda en este momento.
El monje guardó silencio invitándole a seguir hablando.
—Debo confesaros que estoy francamente preocupado e incómodo. Tengo una extraña sensación que me produce un constante malestar, hermano Alberto. No descanso bien. No trabajo bien. No me siento bien, en suma. Es como si debiera estar haciendo algo diferente a lo que hago y no sé qué y el no saberlo me produce un nuevo malestar —dijo mientras se paseaba de un lado a otro del despacho, corroborando con su movilidad la inquietud que sentía.
—¿Y a qué creéis que se debe eso, caballero De Libreville? —dijo el otro con total tranquilidad, que contrastaba con el evidente y anormal nerviosismo del guardián.
—Creo que estoy percibiendo la presencia de un libro importante para el depósito pero no acabo de descubrir de qué se trata ni de dónde viene. Sólo sé, por mi percepción, que está relacionado con la extraña muerte de una condesa en Loc Dieu, una importante abadía cisterciense del Midi pirenaico, y, de algún modo, también con los templarios; pero no sé cómo enlazar estos hechos.
—Contadme el caso si lo deseáis. Y si yo recuerdo algo del pasado que pueda ayudaros…
—Sí, probablemente sea eso. A lo mejor vos tenéis algún dato que pueda aclarar este misterio, alguna anotación sobre algún libro secreto de los templarios…
—No sé —dijo el hermano Alberto—. ¿Cómo se llamaba la condesa?
—Perdonadme que os cuente hoy todo a medias, con mi nerviosismo. Se llamaba Leonor de Monclerc.
Alberto de Burgos se concentró en el nombre, que le sonaba bastante.
—¿Os dice algo el nombre, hermano?
—Quizá. Puede ser. Pero dejadme acudir a mi libro; es un buen apoyo para mi flaqueante memoria —dijo acercándose al estante donde estaba el manuscrito con su hermosa y apretada letra que relataba los acontecimientos principales de los largos años de su trabajo como guardián.
—Monclerc, habéis dicho. Me suena ese apellido —dijo mientras pasaba páginas hacia atrás con su habitual parsimonia y el nuevo guardián le miraba con intensidad—. Sí. Estoy seguro de que hay algo por algún lugar. Había un caballero templario Monclerc, un hombre de la confianza del maestre Jacobo de Molay, creo recordar.
—¿No recordáis su nombre?
—Estoy intentando acordarme. ¿;Era Guillermo? No. No lo creo. ¿Evrardo quizá? No, tampoco —decía en voz alta, como intentando evocar el nombre perdido.
El nuevo guardián intentó ayudarle con nuevos nombres.
—¿No sería Arnaldo, Rodolfo o quizá Gerardo?
—Sí, eso es. Era Gerardo. Gerardo de Monclerc, que estuvo a punto de ser preceptor de Aquitania en la orden templaría, pero que el proceso al Temple lo impidió. Lo recuerdo bien ahora.
—Al menos, ya sabemos el nombre del caballero.
—Creo que tengo algunas notas guardadas de un asunto que tenía visos de ser un secreto pero que acabó en nada.
—¿De qué se trata?
—Dejadme buscarlo en el libro. Debe estar anotado entre 1307 y 1314, en la fecha del proceso a los caballeros templarios, fueron unos años de mucha actividad —dijo el monje mientras seguía pasando páginas buscando su anotación por el nombre—. Mucha actividad y mucho dolor para la Iglesia. Aquel terrible y falso proceso; tantos buenos caballeros torturados, exilados, deshonrados y todo por la rapiña de un rey de Francia.
—Yo opino lo mismo que vos, hermano Alberto. Aquello fue una gran injusticia.
—Y qué poco le lució a Felipe IV. El dinero voló, y ahora, su gran reino está herido y enfermo, por culpa de su mismo linaje. Luis X, el turbulento, su hijo mayor, fue un rey desastroso, que en una única expedición militar fracasada perdió en Flandes, sin combatir siquiera, todo lo que su padre había logrado en años de diplomacia, y su hijo, Juan I el Brevísimo, murió a los pocos días de nacer, siendo el rey más efímero que Francia ha tenido. Y el actual rey Felipe V, su segundo hijo, que parecía ir a retomar las riendas del poder con mano firme, está enfermo de lepra y tampoco tiene herederos varones que le sucedan.
—¿Encontráis algo en vuestro libro? —dijo el guardián volviendo al tema que le interesaba, viendo que el hermano comenzaba a divagar.
—Estoy en ello, De Libreville. Parece que el dato me está eludiendo, pero no os preocupéis, que tarde o temprano lo encontraré. Tengo la total seguridad de que está ahí. Pues me armaré de paciencia, que en este día no es precisamente mi mayor cualidad.
—Rezad un rato. Eso tranquiliza mucho el espíritu.
—Yo no soy como vos, hermano. Soy poco dado al rezo.
—Hacéis mal. La oración es un bálsamo para el alma y apacigua los espíritus que sufren.
—Puede que tengáis razón, pero no puedo rezar ahora. No me siento con ganas de hacerlo.
—Aquí está, caballero De Libreville —dijo el monje con voz de triunfo—. En efecto se llamaba así. El caballero Gerardo de Monclerc. Dejad que os lea lo que escribí en el libro:
«Anotación de 1314. El caballero templario Gerardo de Monclerc, uno de los más bravos y confiables del maestre, ha escapado del proceso escondiéndose en casa de unos parientes. Nuestros agentes de París sospechan que puede ser guardián de un libro de los templarios que le habría dado el maestre antes de su detención. La razón de esta sospecha es que el agente que le seguía con discreción le vio con un bulto sospechoso bajo la capa, pero luego no volvió a verle con ese bulto de nuevo, por más que estuvo semanas detrás de él. Hay una duda razonable de que pueda ser un error de nuestro hombre, porque no tenemos noticia de ningún libro que los templarios guardaran y que sea de especial valor para la Iglesia, salvo el que ya poseemos de sus ritos iniciáticos secretos, que está en el depósito secreto, balda 14, de la gran sala del piso primero, donde había ciertas pruebas de desviaciones de la doctrina (de dudosa ortodoxia) que provocaron la disolución de la orden por el Papa».
—Aquí acaba.
—No es mucho lo que dice.
—No, no lo es. Por eso dejamos correr el asunto.
—A lo mejor, Monclerc sí guardaba en verdad un libro.
—Eso es entrar en el terreno de la especulación, caballero De Libreville. Por este lado, nunca podremos saberlo. Habrá que hacer otro tipo de averiguaciones.
—Sí. Habrá que esperar las noticias de Loc Dieu. El cardenal Da Via es amigo del abad y de nuestros informadores, y si no averiguan algo y pronto, yo mismo iré hasta allí.
—Haréis bien. Yo solía hacer lo mismo. Mejor acudir al lugar y ver en directo lo que acontece que esperar en Aviñón.
—Pues creo que es lo que voy a hacer. En cuanto lleguen los primeros informes, tanto si no aclaran nada como si lo hacen, partiré enseguida hacia Loc Dieu con el caballero D’Auverne.
—Será vuestro primer viaje como guardián. Espero que la caza tenga éxito y que en verdad haya un libro importante escondido allí.
—De eso estoy cada vez más seguro, hermano Alberto. Mi corazón me dice que hay un libro muy valioso en medio del misterio del caso de la condesa.
—Si es así, os deseo que os hagáis pronto con él. Por cierto, al final no me habéis contado nada del asunto.
—Pues ahora lo haré —dijo De Libreville sentándose en su sitial—. No es mucho lo que sé pero os lo contaré en pocas palabras.
—Soy todo oídos —dijo el hermano Alberto, que veía que De Libreville se estaba relajando por fin con la conversación. No era fácil el puesto de guardián, eso lo sabía muy bien. A veces, la tensión jugaba malas pasadas. Al menos, mientras él siguiera con vida, intentaría ayudar al nuevo a mantener la ecuanimidad. Y pensaba quedarse con él hasta que viera que regresaba a la normalidad. ¿Habría, en verdad, en todo este asunto un libro para el depósito secreto? Eso era lo que él dudaba.
El rey de Francia estaba desolado. No podía ser de otro modo. Felipe V, el Largo, era joven y hubiera debido no tener más preocupaciones que las del gobierno de su reino; y en lugar de eso, por una maliciosa sonrisa del destino, se sabía enfermo desde que bebió unas aguas envenenadas en el Poitou, a principios de verano, y la inquietud al ver que no curaba de su mal se había acabado transformando en horror cuando los médicos descubrieron en él las inequívocas señales de la lepra, que era una enfermedad incurable y temible. La reina Juana de Borgoña estaba asqueada, aunque procuraba no mostrarlo, y aterrada de compartir su lecho, y el buen rey, que, a pesar de actuar con ella con mano dura, le había perdonado sus intrigas y sus maldades, que eran muchas, vio que en realidad estaba solo en el momento de la enfermedad y que estaba en el mismo estado de postración que su mismo reino.
Angustiado, acudió a la religión, sabiendo que la lepra era una enfermedad que no tenía cura. Y buscó la intercesión de los santos más milagrosos y compró a precio de oro reliquias de algunos de ellos, para ver si, por su mediación, conseguía que el mal remitiera, pero no consiguió nada. De hecho, la cosa iba cada día a peor. Y no le consolaba el que se hubieran enfermado muchas otras personas en el antiguo condado de Poitiers, y le entristeció el que el pueblo la tomara con las leproserías que fueron asaltadas y los enfermos, muertos allá donde los capturaban, y luego acusaron a los judíos de todos los males que estaban aconteciendo en Francia.
Y el reino se hundió de nuevo en ese terror que provoca el miedo supersticioso a la muerte cuando se la ve muy cerca, y la gente, que antes se saludaban con afecto en la calle, ahora se miraban con inquietud y sospecha y una ola de malestar recorrió el reino de norte a sur y en los pueblos la gente no acudía a la justicia del Rey sino que se la tomaba por su mano y hubo muchas muertes injustas y daños en las propiedades de muchos hombres ricos e inocentes por la envidia de sus vecinos, que, enloquecidos, comenzaron una quema de brujas, herejes y judíos que encendió las tierras más ricas de Europa, dejando un panorama desolador.
Y mientras, en el palacio de la Cité, el rey Felipe V, sabía que tenía los días contados si no hallaba remedio a su mal. Era un hombre firme y valiente, pero el golpe era de esos que son difíciles de encajar, por más que el príncipe tuviera carácter. Quizá eso mismo le hacía desesperarse a veces. Sabía que era un buen rey, aunque en su reinado hubieran acontecido grandes males, y precisamente por eso, pensaba que Francia le necesitaba de verdad. No tenía miedo a la muerte en sí, aunque le horrorizaba el deterioro que la enfermedad iba a producir en su persona. No sabía qué haría cuando su rostro comenzara a ulcerársele y su cuerpo comenzara a ser atacado por el mal y se le cayeran los dedos y se transformase en una pústula viviente y miserable. ¿Sería capaz de sobrellevarlo con dignidad real, como lo hizo el penúltimo rey cristiano de Jerusalén? ¿Se haría, como él, una máscara de oro para evitar que le miraran el rostro y que no vieran el progreso de su mal? Sólo de pensarlo le daban náuseas. ¿Y qué acontecería en Francia si moría él? El panorama del reino era desolador. Los «pastorcillos» habían destrozado regiones enteras, empobreciéndolas; la enfermedad, la terrible plaga, había provocado mucha mortandad, y las quemas de judíos habían dañado a uno de los colectivos más trabajadores y eficaces del reino. Francia necesitaba respirar y recuperarse de los males que la habían golpeado en los últimos tres años y, para eso, necesitaba buen gobierno y paz. Había que reinar con mucha austeridad y procurar no incurrir en gastos innecesarios. Él sabía cómo hacerlo, porque contaba con su habilidad personal y muchos de los consejeros de su padre, a los que había rehabilitado y devuelto sus puestos en el consejo, pero, para eso, tenía que vivir, y sus perspectivas a día de hoy eran poco halagüeñas.
Si la mortal enfermedad se lo llevaba sin hijos, como parecía, su sucesor sería su hermano Carlos, conde de la Marche, un verdadero cabeza hueca, casado con Blanca de Borgoña, una adúltera, condenada y encerrada en el hermoso e inexpugnable Château Gaillard desde hacía siete años, de la que sigue patéticamente enamorado. Sólo de pensar que la corona de Francia podía caer en las sienes de su hermano pequeño, Felipe V, sentía una angustia mortal. Dada la incapacidad de su hermano para reinar, sería como darle el trono al hermano de su padre, el intrigante y desastroso consejero Carlos de Valois, cuyo valor en el campo de batalla era parejo con su nula capacidad como gobernante.
Por eso, tenía que encontrar algo que lo impidiera. Pero ¿qué? Pensar que había luchado tanto por ese trono, para que ahora se le escapase de este modo tan miserable… A veces le parecía que la lepra era un castigo divino por haber mirado hacia otro lado cuando murió su hermano mayor, muy probablemente envenenado, y por haberle ayudado a aprobar la ley sálica que impedía a las mujeres reinar y que le había dado el trono a él. Pero no. Aún era el rey y debía serlo asumiendo sus debilidades así como sus grandezas. Y sobre todo, no debía dejarse abatir. No todavía. Mientras tuviera fuerzas, lucharía. Pero la cuestión era ¿cómo podía librarse de esa odiosa enfermedad que estaba comenzando a minar su salud desde dentro? Lo había intentado todo: rezos, baños con aguas milagrosas, el toque de una mano de una santa milagrosa; pero nada. Cada día se sentía peor y sabía que la enfermedad seguía su curso inexorable. Y en su rostro comenzaban a aparecer las primeras manchas que luego se harían llagas.
¡Qué desgraciado era! Se sentía como sólo puede sentirse un rey cuando padece un mal incurable; la soledad del trono es un peso que abruma cuando no está compensada por la promesa de la vida. ¿Para qué sirve reinar si no hay horizonte? Felipe V sufría y su sufrimiento le llenaba de desesperanza. Y se pasaba las horas y los días dándole la vuelta a la cuestión, y no le hallaba salida. Tenía que asistir al consejo en un rato y enfrentarse a las necesidades del reino, pero ¿quién se ocuparía de las suyas?
Se arrodilló en el reclinatorio y rezó ante el Cristo crucificado que estaba en el hermoso altar portátil que le había regalado su suegra, la poderosa condesa Mahaut de Artois, y que él había colocado sobre una mesita en su dormitorio, a un lado del imponente lecho que había sido de su padre.
—Dios Todopoderoso —dijo en voz audible—, cuida de mí y dame fuerzas para sobrellevar mi mal como tú te sostuviste ante el martirio y el calvario, y como tú le pediste a tu Padre Celestial, te lo pido yo a ti, con toda mi humildad: líbrame de este amargo cáliz si puede evitarse. No me dejes perecer de este modo ignominioso y alzaré en tu honor un templo de proporciones maravillosas, que canten para las edades tu misericordia y tu grandeza.
Se levantó en silencio y miró al Cristo con una tristeza verdadera y profunda que sólo en privado dejaba que asomara a su rostro. ¡Cómo entendía él ahora a los que sufrían…!; su enfermedad le había abierto los ojos al dolor del mundo; le había sacado de golpe de la inaccesible altura de la realeza, para mostrarle que debajo de su corona había un ser humano tan frágil como todos los demás y cuyo tiempo se estaba acabando muy deprisa y del modo más cruel.
Apenas había acabado sus oraciones que, como siempre desde que supo que tenía la lepra, no alcanzaron a darle consuelo a su espíritu zozobrante, cuando un ujier le anunció la inesperada presencia el arzobispo de París, Juan de Marigny. El prelado, que era el taimado hermano de Enguerrando, el gran ministro de Felipe IV, había demostrado ser uno de esos políticos incombustibles que sobreviven a los cambios más bruscos de régimen, y su terrible ambición le había permitido trepar puestos a costa del sufrimiento de seres inocentes porque no tenía conciencia. El antiguo obispo de Sens había aceptado presidir el tribunal que había condenado a los templarios, lo cual le había valido después recibir el ansiado arzobispado de la capital, todo sea dicho de paso. Pero, muerto el gran rey, había ayudado a condenar a su propio hermano, al que todo debía, para evitar caer con él. Y, no contento con su traición, había incluso presenciado la ignominiosa muerte de Enguerrando en el patíbulo de Montfaucon, ordenada por Luis X, sin pestañear, para luego irse a almorzar, como si nada hubiera sucedido.
A Felipe V le repugnaba este Marigny, mientras que había admirado y respetado al otro, pero su cargo de arzobispo de París hacía que no pudiera desatenderle, sobre todo cuando no sabía a qué venía. Se dirigió con paso cansino a su gabinete. Tenía que esforzarse en andar cada paso con la firmeza debida, pero lo hacía con la voluntad de hierro heredada de su padre, aunque sentía que estaba desmoronándose por dentro, deshaciéndose, cada día un poco más, como esas ciudades del desierto que el viento azota inmisericorde hasta que derriba sus pórticos y orgullosos templos, hasta que no quedan perfiles reconocibles sino ruinas que la tierra devora; la tierra que él había amado, esa misma tierra muy pronto iba a recibirle y los gusanos asquerosos y repulsivos acabarían pronto con sus despojos.
Dejó a un lado sus lúgubres pensamientos. Los guardias abrieron las puertas del gabinete cuando se acercó como todos los días. Su secretario privado estaba allí desde hacía más de una hora y se levantó con celeridad para ir a besar su mano, gesto que el Rey agradeció como todo lo que suponía contacto físico de otros seres humanos. El buen hombre, que había estado poniendo en orden unos memoriales y redactando unos documentos urgentes, se quedó de pie, mientras el Rey iba hasta su mesa de despacho.
¡Cuánto le había gustado ese lugar desde donde había dirigido los asuntos de Francia desde hacía cinco años…! Y ¿cuánto tiempo más seguiría siendo suyo? Los pasos del arzobispo cerca de la puerta del gabinete le hicieron recomponer el rostro y recobrar la majestad debida. Aún le quedaban fuerzas para mostrarse a los demás con cierta dignidad.
—Decid al arzobispo que puede pasar y dejadnos solos —dijo a su secretario.
—Se hará como deseéis, sire —dijo dirigiéndose a la puerta para dejar pasar al arzobispo Marigny, cuyo rostro de felino hizo un leve gesto hacia el secretario, para volverse totalmente obsequioso ante la persona del rey doliente. Disimuló con éxito la sorpresa que le produjo ver el demacrado y pálido rostro que tenía el monarca, en el que comenzaban a verse las señales de la cruel enfermedad, y también se apercibió de que había perdido peso, lo cual era de preocupar, ya que Felipe V era alto y delgado, de ahí su sobrenombre de «el Largo».
—Buenos días, sire —dijo mientras se acercaba con una amplia sonrisa—. Ante todo os pido que me disculpéis por haber venido a vuestra puerta sin anunciarme.
—No pasa nada, Marigny —le cortó el Rey—. Ya que habíais llegado hasta aquí imaginé que sería por alguna razón de peso.
—Pues así lo creo, sire. Tengo algo importante que contaros.
—Hablad, pues. Os escucho.
—Pues bien. El asunto es de los que arranca de lejos, pero procuraré hacéroslo corto. Como sabéis, cuando se produjo el proceso contra los templarios, hubo algunos que consiguieron escapar.
—Sí, eso es evidente y lo sabe todo el mundo.
—Y entre ellos estaba un caballero que tenía encomendado algo muy especial. De hecho, revisando el otro día unos papeles privados del pobre de mi hermano Enguerrando, que no sé cómo estaban en mi poder, me encontré leyendo de repente algunos de aquellos documentos y me topé con un pliego que tenía un gran interés.
—¿Y qué era eso tan relevante que tenía el documento? —dijo el Rey, cuya paciencia se había vuelto muy limitada.
—Os ruego que me concedáis unos minutos más, sire. El pliego contenía un informe de un sargento real llamado Luis Maleflot que hacía referencia a la persecución y muerte de una joven condesa en la abadía de Loc Dieu, situada en el Ruoergue occidental, muy cerca de Villafranca de Rouergue.
—¿Y qué tiene eso de importante? —insistió el Rey con impaciencia manifiesta.
—Puede parecer que nada, pero os demostraré lo contrario.
—Eso espero. He convocado un consejo en media hora.
—No tardaré nada, sire.
—Proseguid, pues.
—Pues bien, revisando otros documentos que yo tengo en mi poder, entre los que se hayan, por azar, unos memoriales de mi hermano para vuestro padre el fallecido y amado rey Felipe IV, que no llegaron a enviarse por la repentina muerte de su majestad, vi que uno que estaba relacionado con el informe de Maleflot tenía gran importancia y que estoy seguro que os Interesará especialmente en este momento.
—¿Y por qué lo pensáis?
—Porque habla de un libro milagroso, capaz de sanar cualquier enfermedad.
—¿Es cierto eso que decís? —preguntó Felipe V, volcando su atención sobre Marigny con una intensidad casi molesta para el prelado.
—Os aseguro que sí, sire. Tengo el memorial que Enguerrando dirigió a vuestro augusto padre, que en gloria esté.
—Acortad, arzobispo. ¿Qué dice el memorial?
Marigny comprendió que había atrapado completamente la atención del Rey y, con una sonrisa de complacencia, comenzó a contarle lo que sabía del libro.
—Pues bien, sire, como os decía, mi fallecido y pobre hermano estaba detrás de un libro que, al parecer, guardaban los templarios, según se deduce de la confesión del maestre Molay, que habló mucho más de lo que imaginaba bajo la refinada y lenta tortura a la que le sometió Nogaret. De hecho, fue poco antes de su muerte, en febrero de 1314, cuando salió a la luz la existencia del libro casi por azar. Parece que cuando había acabado la sesión y el maestre estaba en un estado lamentable y casi inconsciente, Nogaret se burló de él, diciéndole que, después de la tortura, si no moría, iba a quedar inválido para siempre, y él, en una réplica que pareció incoherente, dijo que los templarios tenían un talismán que sanaba todos los males y que en cuanto lo tocara quedaría completamente sanado, y luego, como dándose cuenta de la enormidad de lo dicho, se quedó mudo.
»Curiosamente, Nogaret no creyó que lo dicho por el maestre fuera verdad, sino que pensó que era un último intento de mantener la dignidad perdida en el potro y con los garfios de tortura, pero, como era un ser meticuloso, lo consignó también, con un tono irónico, en el informe.
—¿Y no lo interrogaron más al respecto? No lo puedo creer.
—Pues así fue. Aunque parezca mentira, en ese momento, lo importante era conseguir la condena del maestre. Y que confesara abominaciones, como había hecho, de las que luego se retractaría, lo que le llevó a la muerte, en lugar de la prisión que el Rey pretendía. No obstante, como vuestro augusto padre y mi hermano Enguerrando sospechaban que en algún lugar del Temple había un gran tesoro que probablemente incluía los ornamentos sagrados de Templo de Salomón, al leer el informe de Nogaret, mi hermano quiso asegurarse bien antes de comunicar al Rey que había algo tan importante como un libro sagrado, y fue en persona al Temple, acompañado de los ballesteros del Rey y sus más fieles y discretos servidores, para hacer una inspección del lugar. Pasó allí largas horas recorriendo habitación por habitación de la fortaleza, y encontró una cámara secreta, donde había un pergamino, metido en una hermosa funda de plata redonda, que parecía de mucho valor y mérito y que estaba en una lengua oriental de caracteres que no reconoció y que pensó, acertadamente, que era el idioma de los judíos.
—¿Y el libro santo?
—Ya llegamos a eso, sire. Enguerrando tuvo muchos problemas para encontrar a quien pudiera traducirle el viejo pergamino. El texto estaba escrito en hebreo antiguo y databa, según parece, de la época del rey Salomón. Fue por la fecha de la ejecución del maestre Molay cuando mi hermano consiguió, por fin, a alguien que pudiera examinar el texto, un rabino muy anciano y sabio, versado en las escrituras, que apenas podía creerse lo que le estaban dando a leer. Mi hermano le urgió a que le dijera el contenido. Por las muestras de respeto que hizo ante el pergamino, vino a confirmarle que era muy antiguo y venerable.
—¿Y qué decía? —proseguid Marigny, me tenéis sobre ascuas.
—Pues decía, sire, ni más ni menos, que el pergamino era un texto que acompañaba a un libro sagrado entre los libros sagrados que contenía el nombre verdadero de Dios y que era muy poderoso, tanto, que debía manipularse con cuidado, y también mencionaba un ritual para invocarlo.
—¿Y dónde está el pergamino? ¿Lo tenéis?
—No, sire. Desafortunadamente no estaba con el memorial. Debe estar entre los documentos que vuestro hermano él fallecido Luis X ordenó confiscar de casa de mi hermano. Imagino que se guardarán en algún depósito.
—¡Qué mala suerte! Mi tío Carlos de Valois estuvo muy metido en todo aquello y, dado que deseaba perder a Enguerrando, seguramente destruyó todo lo que no consideraba inculpatorio por si vuestro hermano escapaba de su encerrona, para dificultarle recuperar sus archivos y registros.
—Pero no destruiría el estuche. Debía de ser de mucho mérito y valor.
—Entonces, seguro que lo empeñó en alguno de sus prestamistas habituales; porque mi tío, aparte de perseguir tronos imaginarios y aconsejar desastrosamente a mis hermanos Luis y Carlos, siempre anda corto de fondos, al límite de sus posibilidades económicas, por la largueza que le gusta mostrar y que considera adecuada a su rango pero que no puede permitirse. ¿Y el libro? ¿Qué más sabemos del libro sagrado?
—Pues bien, Enguerrando consiguió saber, poniendo espías por todo París, que un caballero templario de los escondidos había recibido el libro y el encargo de sacarlo de Francia. Pero no lo capturaron al escaparse. Para cuando supo su nombre, el templario ya había huido por mar, en una nave inglesa.
—¿Y quién era el depositario del libro?
—El caballero Gerardo de Monclerc.
—Ese nombre me dice algo. Sería hermano del conde de Monclerc, con dominios por Aquitania, pero que se rebeló contra mi padre.
—Así es, sire. La rebelión contra vuestro padre se produjo precisamente por causa del libro sagrado, según se puede deducir del memorial. El caballero debió llegar enfermo hasta la casa de su hermano, el conde de Monclerc, por eso le pasó la guarda del libro y al poco murió. Los guerreros del Rey que envió mi hermano detrás del templario se enfrentaron a los Monclerc, y, aunque perdieron la batalla, hirieron de muerte al conde y también a su hijo y el enfrentamiento transformó a los Monclerc en proscritos. Y el libro pasaría a estar en poder de Leonor de Monclerc. Ella sería la última que lo poseyó porque era la única superviviente de la familia, que, huyendo de los hombres del Rey, murió en la abadía de Loc Dieu, donde su tío abuelo, el anciano abad, le había dado refugio.
—¿Y dónde está ahora el libro?
—Pues, según parece, por lo que dice el memorial, el libro debe seguir en la abadía.
—¡Quiero ese libro y lo quiero ya! ¿Quién se encargó de perseguir a la condesa?
—El sargento Luis Maleflot, según firma el informe a mi hermano.
—¡Secretario! —dijo el Rey en voz alta y las puertas del gabinete se abrieron para dejarle pasar.
—¿Qué deseáis, sire?
—Averíguame dónde está ahora el sargento Luis Maleflot, que sirvió bajo el reinado de mi padre y que estuvo en una misión en la abadía de Loc Dieu, en 1314. Es algo prioritario. Deja todo lo que estés haciendo. Quiero saber su destino actual para después del consejo.
—Se hará como ordenáis, inmediatamente, sire —dijo el secretario y volvió a salir de la estancia para cumplir el encargo del Rey.
—Y vos, eminencia, contáis ya con mi gratitud. Me habéis dado algo de lo que carecía totalmente.
—¿Y qué es ello, sire?
—Esperanza, Marigny. Al menos ahora veo un rayo de esperanza en la negrura del horizonte que tenía ante mis ojos. Y si consigo hacerme con el libro y es cierto que sus poderes me sanan, contad con que seréis un hombre muy rico.
—No lo he hecho por eso, sire —dijo el arzobispo, afectando desinterés.
—Lo sé —dijo el Rey, que sabía todo lo contrario, que el arzobispo era una verdadera ave de rapiña, siempre moviéndose en el mundo por su avidez de oro y poder—. Y en verdad, os aseguro que os asombrará cuán generoso puede ser vuestro rey. Por cierto, hacedme llegar el memorial de Enguerrando y la traducción del pergamino.
—Así lo haré, sire. Hoy mismo os las enviaré.
—Podéis retiraros, eminencia, y os agradezco de corazón que hayáis venido a verme —y, en verdad, su rostro se había iluminado y el rictus de desesperanza había desaparecido. Aquello podía ser como la tabla de un náufrago en medio de la mar, y, en verdad, sólo el que se está ahogando sabe lo que se agradece un simple madero cuando no hay nada más a lo que aferrarse y el cuerpo se siente pesado y el agua quiere hundirlo y apenas tiene fuerzas para respirar y mantenerse a flote unos instantes más. Pues eso sentía el rey de Francia. ¿Habría Dios escuchado sus oraciones y al final iba a salvarle?
El cardenal se retiró de la estancia muy contento de su visita. Sabía que si encontraba el libro podía aspirar a lo que fuera, que contaba con el pleno apoyo del Rey, porque lo que estaba claro es que, si Felipe V decía algo, su palabra era del Rey y lo mantenía. Quizá podría incluso llegar a Papa, pensó, cuando muera el anciano Juan XXII.
El Rey se quedó solo unos minutos y sintió que de sus ojos brotaban lágrimas de alivio por el mero hecho de soñar en la curación. Dios le había apretado mucho y ahora sentía que quizá…
Tenía que encontrar el libro, estuviese, donde estuviese y si había que revolver Francia para ello, lo haría. Le iba la vida en ello.